Salir del territorio de la Guajira india no resulta difícil y cruzamos sin novedad los puestos fronterizos de La Vela. A caballo, podemos recorrer en dos días lo que yo necesité tanto tiempo para hacer con Antonio. Pero no sólo hay peligro en esos puestos fronterizos, también existe una faja de más de ciento veinte kilómetros hasta Río Hacha, la aldea de donde me evadí.
Con Zorrillo a mi lado, he hecho mi primera experiencia de conversación en una especie de posada donde venden bebidas y comida, con un paisano colombiano. No he salido mal del paso y, tal como me había dicho Zorrillo, tartamudear fuerte ayuda mucho a disimular el acento y la forma de hablar.
Hemos reanudado la marcha hasta Santa Marta. Zorrillo debe dejarme a mitad de camino y, esta misma mañana, se volverá atrás.
Zorrillo me ha dejado. Hemos decidido que él se llevaría el caballo. En efecto, poseer un caballo es tener un domicilio, pertenecer a un poblado determinado y, entonces, correr el riesgo de verse obligado a contestar preguntas embarazosas: ¿Conoce usted a Fulano? ¿Cómo se llama el alcalde? ¿Qué es de la señora? ¿Quién es el amo de la fonda?
No, vale más que siga a pie, viajar en camión o autocar y, después de Santa Marta, en tren. En esta región debo ser un forastero para todo el mundo, un forastero que trabaja en cualquier sitio o hace cualquier cosa.
Zorrillo me ha cambiado tres monedas de oro de cien pesos. Me ha dado mil pesos. Un buen obrero gana de ocho a diez pesos diarios, así pues, tengo con qué mantenerme bastante tiempo. Me he subido a un camión que va hasta muy cerca de Santa Marta, puerto de bastante importancia, a ciento veinte kilómetros aproximadamente de donde me ha dejado Zorrillo. Ese camión va a buscar cabras o chotos, no lo sé muy bien.
Cada seis o diez kilómetros, siempre hay una taberna. El chófer se apea y me invita. Me invita, pero pago yo. Y cada vez se toma cinco o seis copas de un alcohol de fuego. Yo finjo que me tomo una. Cuando hemos recorrido unos cincuenta kilómetros, está borracho como una cuba. Está tan ebrio, que se equivoca de carretera y se mete en un camino fangoso donde el camión se atasca y del que no podemos salir. El colombiano no se preocupa: se tumba en el camión, atrás, y me dice que yo duerma en la cabina. No sé qué hacer. Faltan todavía cuarenta kilómetros para Santa Marta. Estar con él no impedirá que sea interrogado por quienes encontremos, y pese a las numerosas paradas, voy más de prisa que a pie.
Por lo que, al amanecer, decido dormir. Sale el sol, son casi las siete. De pronto, se acerca una carreta tirada por dos caballos. El camión le impide pasar. Me despiertan, creyendo que soy el chófer, puesto que estoy en la cabina. Tartajeando, me hago el adormilado que, al despertar bruscamente, no sabe bien dónde está.
El chófer despierta y discute con el carretero. Tras varios intentos no consiguen sacar el camión. Tiene barro hasta los ejes, no hay nada que hacer. En la carreta van dos monjas vestidas de negro, con sus tocas, y tres niñas. Después de bastantes discusiones, los dos hombres se ponen de acuerdo para desbrozar un espacio de maleza a fin de que la carreta, con una rueda sobre la carretera y la otra en la parte desbrozada, salve ese espacio de veinte metros aproximadamente.
Cada cual con un machete, cortan todo lo que molestaba y yo lo coloco en el camino con el fin de disminuir la altura y también para proteger el carro, que peligra hundirse en el barro. Al cabo de dos horas aproximadamente, el paso está hecho. Entonces, las monjas, tras haberme dado las gracias, me preguntan adónde voy. Digo:
—A Santa Marta.
—Pero, no va usted por el buen camino, tiene que volver atrás con nosotros. Le llevaremos muy cerca de Santa Marta, a ocho kilómetros.
No puedo rehusar, parecería anormal. Por otro lado, hubiese querido decir que me quedo con el camionero para ayudarle, pero ante la dificultad de tener que hablar tanto, prefiero decir:
—Gracias, gracias.
Y heme aquí en la trasera de la carreta con las tres niñas; las dos monjas están sentadas en el banco, al lado del carretero.
Nos vamos, bastante de prisa para recorrer los cinco o seis kilómetros que por error hicimos con el camión. Una vez en la buena carretera, vamos a bastante velocidad y hacia mediodía, nos paramos en una posada para comer. Las tres niñas y el carretero en una mesa, y las dos monjas y yo en la mesa contigua. Las monjas son jóvenes, de veinticinco a treinta años. De piel muy blanca. Una es española, la otra, irlandesa. Dulcemente, la irlandesa me pregunta:
—¿Usted no es de aquí, verdad?
—Sí, soy de Barranquilla.
—No, no es usted colombiano, sus cabellos son demasiado claros y su tez es oscura porque está tostado por el sol. ¿De dónde viene usted?
—De Río Hacha.
—¿Qué hacía allí?
—De electricista.
—¡Ah! Tengo un amigo en la Compañía de electricidad, se llama Pérez, es español. ¿Lo conoce usted?
—Sí.
—Me alegro.
Al terminar el almuerzo, se levantan para ir a lavarse las manos y la irlandesa vuelve sola. Me mira y luego, en francés, dice:
—No le delataré, pero mi compañera dice que ha visto su fotografía en un periódico. ¿Es usted el francés que se fugó de la prisión de Río Hacha, verdad?
Negar sería aún más grave.
—Sí, hermana. Se lo ruego, no me denuncie. No soy la mala persona que dicen. Quiero a Dios y le respeto.
Llega la española y la otra le dice:
—Sí.
Ella contesta muy rápidamente algo que no entiendo. —Ambas parecen reflexionar, se levantan y van otra vez a los lavabos. Durante los cinco minutos que dura su ausencia, reacciono rápidamente. ¿Debo irme antes de que vuelvan, debo quedarme? Si piensan denunciarme lo mismo da, pues si me voy, no tardarán en dar conmigo. Esta región no tiene ninguna selva demasiado espesa y los accesos a los caminos que llevan a las ciudades seguramente pronto estarían vigilados. Voy a confiar en el destino que, hasta hoy, no me ha sido contrario.
Vuelven muy sonrientes. La irlandesa me pregunta cómo me llamo.
—Enrique.
—Bien, Enrique, irá usted con nosotras hasta el convento al que nos dirigimos, que está a ocho kilómetros de Santa Marta. Con nosotras en la carreta no tiene nada que temer durante el trayecto. No hable, todo el mundo creerá que es usted un trabajador del convento.
Las hermanas pagan la comida de todos. Compro un cartón de doce paquetes de cigarrillos y un encendedor de yesca. Nos vamos. Durante todo el trayecto, las hermanas no me dirigen la palabra y se lo agradezco. Así, el carretero no nota que hablo mal. Al final de la tarde, nos paramos delante de una gran posada. Hay un coche de línea en el que leo: «Río Hacha —Santa Marta». Me dan ganas de tomarlo. Me acerco a la monja irlandesa y le comunico mi intención de utilizar ese autocar.
—Es muy peligroso dice ella, —pues antes de llegar a Santa Marta hay por lo menos dos puestos de Policía donde piden a los pasajeros su cédula, lo cual no pasará en la carreta.
Le doy las gracias vivamente y, entonces, la angustia que tenía desde que ellas me descubrieron desaparece por completo. Era, por el contrario, una suerte inaudita para mí haber encontrado a las buenas hermanitas. En efecto, a la caída de la noche, llegamos a un puesto de Policía [en español alcabala (sic)]. Un coche de línea, procedente de Santa Marta con destino a Río Hacha, era registrado por la Policía. Estoy tumbado de espaldas en la carreta, con el sombrero de paja sobre la cara, fingiendo, dormir. Una niña de unos ocho años tiene reclinada su cabeza en mi hombro y duerme de veras. Cuando la carreta pasa, el carretero para sus caballos entre el auto y el puesto.
—¿Cómo están por aquí? —dice la hermana española.
—Muy bien, hermana.
—Me alegro, vámonos, muchachos.
Y nos vamos tranquilamente.
A las diez de la noche, otro puesto, muy iluminado. Dos filas de vehículos de todas clases esperan, parados. Una viene de derecha; la nuestra, de la izquierda. Abren los portaequipajes los automóviles y miran dentro. Veo a una mujer, obligada a apearse, que hurga en su bolso. Es llevada al puesto de Policía. Probablemente, no tiene cédula. En tal caso, no hay nada que hacer, los vehículos pasan uno tras otro. Como hay dos filas, no puede haber un paso de favor. Por falta de espacio, hay que resignarse a aguardar. Me veo perdido. Delante de nosotros, hay un microbús atestado de pasajeros. Arriba, en el techo, maletas y grandes paquetes. Atrás, también una especie de gran red llena de paquetes. Cuatro policías hacen bajar a los pasajeros. Ese autocar sólo tiene una portezuela delantera. Hombres y mujeres se apean. Algunas mujeres con sus críos en brazos. Uno a uno, vuelven a subir.
—¡Cédula! ¡Cédula!
Y todos salen y enseñan una tarjeta con su foto.
Zorrillo nunca me había hablado de eso. De haberlo sabido, quizás habría podido tratar de procurarme una cédula falsa. Pienso que si paso este puesto, pagaré lo que sea, pero me haré con una cédula antes de viajar desde Santa Marta a Barranquilla, ciudad muy importante en la costa atlántica.
¡Dios mío, cuánto tarda la operación de este autocar! La irlandesa se vuelve hacia mí:
—Esté tranquilo, Enrique.
Inmediatamente, le guardo rencor por esa frase imprudente, pues el carretero la habrá oído.
Nuestra carreta avanza a su vez en la luz deslumbrante. He decidido sentarme. Pienso que, tumbado, puedo dar la impresión que me escondo. Estoy adosado a las tablas de la carreta y miro hacia las espaldas de las hermanas. Sólo pueden verme de perfil y llevo el sombrero bastante calado, pero sin exagerar:
—¿Cómo están todos por aquí? —repite la hermanita española.
—Muy bien, hermanas. ¿Y cómo viajan tan tarde?
—Por una urgencia, por eso no me detengo. Somos muy apuradas (sic).
—Vayan con Dios, hermanas.
—Gracias, hijos. Que Dios les proteja.
—Amén —dicen los policías.
Y pasamos tranquilamente sin que nadie nos pregunte nada. Las emociones de los minutos pasados deben haberles revuelto las tripas a las hermanitas, pues, cien metros más allá, hacen parar el vehículo para bajar y perderse un momento en la maleza. Reemprendemos la marcha. Me pongo a fumar. Estoy tan emocionado que, cuando la irlandesa sube, le digo:
—Gracias, hermana.
Ella me dice:
—No hay de qué, pero hemos pasado tanto miedo que se nos ha descompuesto el vientre.
Hacia medianoche, llegamos al convento. Una gran tapia, un gran portón. El carretero lleva los caballos y la carreta a la cuadra y las tres niñas son conducidas al interior del convento. En la escalinata del patio, se entabla una acalorada discusión entre la hermana portera y las dos hermanas. La irlandesa me dice que no quiere despertar a la madre superiora para pedirle autorización de que yo duerma en el convento. En este momento, me falta decisión. Hubiese debido aprovechar el incidente para retirarme y salir hacia Santa Marta, puesto que sabía que sólo distaba ocho kilómetros.
Aquel error me costó más tarde siete años de presidio.
Por fin, despertada la madre superiora, me han dado una habitación en el segundo piso. Desde la ventana veo las luces de la ciudad. Distingo el faro y las luces de posición. Del puerto sale un gran buque.
Me duermo, y el sol ha salido ya cuando llaman a mi puerta. He tenido una pesadilla atroz. Lali se abría el vientre delante de mí y nuestro hijo salía de su vientre a pedazos.
Me afeito y me aseo rápidamente. Bajo. Al pie de la escalera, está la hermana irlandesa, que me recibe con una leve sonrisa:
—Buenos días, Henri. ¿Ha dormido usted bien?
—Sí, hermana.
—Venga, por favor, al despacho de nuestra madre. Quiere verle.
Entramos. Una mujer está sentada detrás de su escritorio. Tiene el semblante sumamente severo, es una persona de unos cincuenta años, tal vez más. Me mira con ojos oscuros, sin amenidad.
—Señor, ¿sabe usted hablar español?
—Muy poco.
—Entonces, la hermana nos servirá de intérprete.
—Me han dicho que es usted francés.
—Sí madre.
—¿Se ha evadido de la prisión de Río Hacha?
—Sí madre.
—¿Cuánto tiempo hace de esto?
—Siete meses, aproximadamente.
—¿Qué ha hecho usted durante ese tiempo?
—He estado con los indios.
—¿Cómo? ¿Usted, con los guajiros? No es admisible. Esos salvajes jamás han admitido a nadie en su territorio. Ni un solo misionero ha podido penetrar en él, figúrese. No acepto esa respuesta. ¿Dónde estaba usted? Diga la verdad.
—Madre, estaba con los indios y puedo probárselo.
—¿Cómo?
—Con perlas pescadas por ellos.
Desprendo mi bolsa, que está prendida en medio de la espalda de la chaqueta, y se la entrego. La abre y saca un puñado de perlas.
—¿Cuántas hay?
—No lo sé, quinientas o seiscientas, tal vez. Más o menos.
—Eso no prueba nada. Puede usted haberlas robado en otro sitio.
—Madre, para tranquilidad de su conciencia, si usted lo desea, me quedaré aquí el tiempo necesario para que pueda informarse de si de verdad robé esas perlas. Tengo dinero. Podría pagar mi pensión. Le prometo no moverme de mi habitación hasta el día que usted decida lo contrario.
Me mira muy fijamente. Pienso que debe decirse: «¿Y si te fugas? Te has fugado de la cárcel, figúrate cuánto más fácil te será de aquí.»
—Le dejaré la bolsa de perlas, que es toda mi fortuna. Sé que estará en buenas manos.
—Bien, conforme. No, no tiene por qué quedarse encerrado en su habitación. Mañana y tarde, puede bajar al jardín cuando mis hijas estén en la capilla. Comerá en la cocina con la servidumbre.
Salgo de esta entrevista medio tranquilizado. Cuando me dispongo a subir a mi cuarto, la hermana irlandesa me lleva a la cocina. Un gran bol de café con leche, pan moreno muy tierno y mantequilla. La hermana asiste a mi desayuno sin decir palabra y sin sentarse, de pie ante mí. Pone expresión preocupada.
Digo:
—Gracias, hermana por todo lo que ha hecho por mí.
—Me gustaría hacer más, pero ya no puedo, amigo Henri.
Y, tras estas palabras, sale de la cocina.
Sentado junto a la ventana, contemplo la ciudad, el puerto, el mar. La campiña, en torno, está bien cultivada. No puedo quitarme la impresión de que estoy en peligro. Hasta tal punto que decido fugarme por la noche. ¡Tanto peor para las perlas! ¡Que la madre superiora se las quede para el convento o para sí misma! No confía en mí y, por lo demás, no debo engañarme, pues, ¿cómo es posible que no hable francés, una catalana, madre superiora de un convento y, por lo tanto, instruida? Es muy extraño. Conclusión: esta noche me iré.
Sí, esta tarde bajaré al patio para ver el sitio por donde puedo saltar la tapia. Sobre la una llaman a mi puerta.
—Haga el favor de bajar a comer, Henri.
—Voy enseguida, gracias.
Sentado en la mesa de la cocina, apenas empiezo a servirme carne con patatas hervidas, cuando la puerta se abre de golpe y aparecen, armados de fusiles, cuatro policías con uniformes blancos y uno con galones empuñando una pistola.
—¡No te muevas o te mato!
Me ponen las esposas. La hermana irlandesa suelta un grito y se desmaya. Dos hermanas de la cocina la incorporan.
—Vamos dice el jefe.
Suben al cuarto conmigo. Me registran el hatillo y enseguida encuentran las treinta y seis monedas de oro de cien pesos que aún me quedan, pero no se fijan en el alfiletero con las dos flechas. Han debido creer que eran lápices. Con indisimulada satisfacción, el jefe se mete en el bolsillo las monedas de oro. Nos vamos. En el patio, un coche.
Los cinco policías y yo nos hacinamos en el cacharro y salimos a toda velocidad, conducidos por un chófer vestido de policía, negro como el carbón. Estoy aniquilado y no protesto; trato de mantenerme digno. No hay por qué pedir compasión ni perdón. Sé hombre y piensa que nunca debes perder la esperanza. Todo eso pasa rápidamente por mi cabeza. Y cuando bajo del coche, estoy tan decidido a parecer un hombre y no una piltrafa y lo consigo de tal modo que la primera frase del oficial que me examina es para decir:
—Ese francés tiene temple, no parece afectarle mucho estar en nuestras manos.
Entro en su despacho. Me quito el sombrero y, sin que me lo digan, me siento, con mi hatillo entre los pies.
—¿Sabes hablar español?
—No.
—Llame al zapatero.
Unos instantes después, llega un hombrecillo con mandil azul y un martillo de zapatero en la mano.
—Tú eres el francés que se evadió de Río Hacha hace un año, ¿verdad?
—No.
—Mientes.
—No miento. No soy el francés que se evadió de Río Hacha hace un año.
—Quitadle las esposas. Quítate la chaqueta y la camisa.
Toma un papel y mira. Todos los tatuajes están anotados.
—Te falta el pulgar de la mano derecha. Sí. Entonces, eres tú.
—No, no soy yo, pues no me fui hace un año. Me fui hace siete meses.
—Da lo mismo.
—Para ti, sí, pero no para mí.
—Ya veo: eres el matador modelo. No importa ser francés o colombiano, todos los matadores son iguales: indomables. Yo sólo soy el segundo comandante de esta prisión. No sé qué van a hacer contigo. Por el momento, te pondré con tus antiguos compañeros.
—¿Qué compañeros?
—Los franceses que trajiste a Colombia.
Sigo a los policías que me conducen a un calabozo cuyas rejas dan al patio. Encuentro a mis cinco camaradas. Nos abrazamos.
—Te creíamos a salvo, amigo —dice Clousiot.
Maturette llora como el chiquillo que es. Los otros tres también están consternados. Verles de nuevo me infunde ánimos.
—Cuéntanos —me dicen.
—Más tarde. ¿Y vosotros?
—Nosotros estamos aquí desde hace tres meses.
—¿Os tratan bien?
—Ni bien ni mal. Esperamos que nos trasladen a Barranquilla donde, al parecer, nos entregarán a las autoridades francesas.
—¡Hatajo de canallas! ¿Posibilidades de fugarse?
—¡Acabas de llegar y ya piensas en evadirte!
—¡Pues no faltaba más! ¿Crees que abandono la partida así como así? ¿Sois vigilados?
—De día no mucho pero por la noche tenemos una guardia especial.
—¿Cuántos?
—Tres vigilantes.
—¿Y tu pierna?
—Va bien, ni siquiera cojeo.
—¿Siempre estáis encerrados?
—No, nos paseamos por el patio al sol, dos horas por la mañana y tres horas por la tarde.
—¿Qué tal son los otros presos colombianos?
—Al parecer, hay tipos muy peligrosos, tanto entre los ladrones como entre los matadores.
Por la tarde, estoy en el patio, hablando aparte con Clousiot, cuando me llaman. Sigo al policía y entro en el mismo despacho de la mañana. Encuentro al comandante de la prisión acompañado por el que ya me había interrogado. La silla de honor está ocupada por un hombre muy oscuro, casi negro. Su piel es más propia de un negro que de un indio. Su pelo corto, rizado, es pelo de negro. Tiene casi cincuenta años, ojos oscuros y malévolos. Un bigote muy recortado domina un abultado labio en una boca colérica. Lleva la camisa desabrochada, sin corbata. A la izquierda, la cinta verde y blanca de una condecoración cualquiera. El zapatero también está presente.
—Francés, has sido detenido otra vez al cabo de siete meses de evasión. ¿Qué has hecho durante ese tiempo?
—He estado con los guajiros.
—No me tomes el pelo o voy a hacer que te castiguen.
—He dicho la verdad.
—Nadie ha vivido nunca con los indios. Sólo este año, han matado a más de veinticinco guardacostas.
—No señor, a los guardacostas los han matado los contrabandistas.
—¿Cómo lo sabes?
—He vivido siete meses allí. Los guajiros nunca salen de su territorio.
—Bien, quizá sea verdad. ¿Dónde robaste las treinta y seis monedas de cien pesos?
—Son mías. El jefe de una tribu de la montaña, llamado Justo, me las dio.
—¿Cómo puede un indio haber conseguido esa fortuna y habértela dado?
Oiga, jefe, ¿acaso ha habido algún robo de cien pesos en oro?
—No, es verdad. En los partes no figura tal robo. Sin embargo, nos informaremos.
—Háganlo, será en mi favor.
—Francés, cometiste una grave falta al evadirte de la prisión de Río Hacha, y una falta más grave aún haciendo evadir a un hombre como Antonio, quien iba a ser fusilado por haber matado a varios guardacostas. Ahora sabemos que también eres buscado por Francia, donde debes cumplir cadena perpetua. Eres un matador peligroso. Por lo tanto, no voy a correr el riesgo de que te fugues de aquí, alojándote con los otros franceses. Estarás encerrado en un calabozo hasta tu marcha hacia Barranquilla. Las monedas de oro te serán devueltas si alguien no ha denunciado su robo.
Salgo y me llevan a una escalera que conduce al sótano. Tras haber bajado más de veinticinco peldaños, llegamos a un pasillo muy poco alumbrado donde, a derecha e izquierda, hay jaulas. Abren un calabozo y me empujan dentro. Cuando la puerta que da al pasillo se cierra, un hedor a podrido sube de un piso de tierra viscosa. Me llaman de todos lados. Cada agujero enrejado contiene uno, dos o tres presos.
—¡Francés, francés! ¿Qué has hecho? ¿Por qué estás aquí? ¿Sabes que estos calabozos son los calabozos de la muerte?
—¡Callaos! ¡Dejad que hable! —grita una voz.
—Sí, soy francés. Estoy aquí porque me fugué de la prisión de Río Hacha.
Mi galimatías español es comprendido perfectamente por ellos.
—Pon atención a eso, francés, escucha: al fondo de tu calabozo hay una tabla. Es para dormir. A la derecha, tienes una lata con agua. No la malgastes, pues te dan muy poca cada mañana y no puedes pedir más. A la izquierda, tienes un cubo para hacer tus necesidades. Tápalo con tu chaqueta. Aquí no necesitas chaqueta, hace mucho calor, pero tapa el cubo para que apeste menos. Todos nosotros tapamos nuestros cubos con las ropas.
Me acerco a la reja tratando de distinguir las caras. Sólo puedo percibir a los dos de enfrente, pegados a las rejas, con las piernas fuera. Uno es de tipo indo español, se parece a los primeros policías que me detuvieron en Río Hacha; el otro un negro muy claro, bien parecido y joven. El negro me advierte que, a cada marea, el agua sube hasta los calabozos. No debo asustarme porque nunca sube más arriba del vientre. No debo atrapar las ratas que puedan subirse encima de mí, sino darles un golpe. No debo atraparlas nunca si no quiero que me muerdan. Le pregunto:
—¿Cuánto tiempo llevas en ese calabozo?
—Dos meses.
—¿Y los demás?
—Nunca más de tres meses. El que pasa tres meses y no sale, es que ha de morir aquí.
—¿Cuánto hace que está aquí el que lleva más tiempo?
—Ocho meses, pero no le queda mucho tiempo de vida. Hace ya un mes que sólo puede ponerse de rodillas. No puede levantarse. El día que haya una marea fuerte, morirá ahogado.
—Pero ¿es que tu país es un país de salvajes?
—Yo no te he dicho que fuésemos civilizados. El tuyo tampoco es civilizado, puesto que estás condenado a perpetuidad. Aquí, en Colombia, o veinte años, o la muerte. Pero nunca a perpetuidad.
—Vaya, en todas partes ocurre igual.
—¿Has matado a muchos?
—No, sólo a uno.
—No es posible. No se condena tanto tiempo por un solo hombre.
—Te aseguro que es verdad.
—Entonces, ya ves cómo tu país es tan salvaje como el mío.
—Bien, no vamos a discutir por nuestros países. Tienes razón. La Policía en todas partes es una mierda. Y tú, ¿qué hiciste?
—Maté a un hombre, a su hijo y a su mujer.
—¿Por qué?
—Habían dado a comer a mi hermanito a una marrana.
—No es posible. ¡Qué horror!
—Mi hermanito, que tenía cinco años, todos los días le tiraba piedras al hijo de ellos y el pequeño resultó herido varias veces en la cabeza.
—No es ninguna razón.
—Eso dije yo cuando lo supe.
—¿Cómo lo supiste?
—Mi hermanito hacía tres días que había desaparecido y, al buscarle, encontré una sandalia suya en un estercolero. Aquel estercolero procedía del establo donde estaba la marrana. Hurgando en el estercolero, encontré un calcetín blanco ensangrentado. Comprendí. La mujer confesó antes de que les matase a todos. Hice que rezasen antes de dispararles. Al primer escopetazo, le rompí las piernas al padre.
—Hiciste bien en matarle. ¿Qué harán contigo?
—Veinte años, todo lo más.
—¿Por qué estás en el calabozo?
—Le pegué a un oficial que era de su familia. Estaba aquí, en la cárcel. Le trasladaron. Se fue. Ahora, estoy tranquilo.
Abren la puerta del pasillo. Un guardia entra con dos presos que llevan, colgado de dos palos, un tonel de madera. Detrás de ellos, al fondo, se ve a otros guardias que empuñan fusiles. Calabozo por calabozo, sacan los cubos en donde hacemos las necesidades y los vacían en el tonel. Un hedor a orina, a mierda, emponzoña el aire hasta el punto de que me ahogo. Nadie habla.
Cuando llegan a mi calabozo, el que toma mi cubo deja caer un paquetito en el suelo. Rápidamente, lo empujo más lejos, en la oscuridad, con el pie. Cuando se han ido, en el paquete encuentro dos cajetillas de cigarrillos, un encendedor de yesca y un papel escrito en francés. Primero, enciendo dos cigarrillos y los tiro a los dos tipos de enfrente. Luego, llamo a mi vecino, quien alargando el brazo, atrapa los cigarrillos para hacerlos pasar a los demás presos. Tras la distribución, enciendo el mío y trato de, leer a la luz del pasillo. Pero no lo consigo. Entonces, con el papel que envolvía el paquete, hago un rollo delgado y, después de repetidos esfuerzos, mi yesca logra encenderlo. Rápidamente, leo: «Animo, Papillon, cuenta con nosotros. Anda con cuidado. Mañana te mandaremos papel y lápiz para que nos escribas. Estamos contigo hasta la muerte». Eso me reconforta el corazón.
¡Esa nota es tan consoladora para mí! No estoy solo y puedo contar con mis amigos.
Nadie habla. Todo el mundo fuma. Por el reparto de cigarrillos me entero de que somos diecinueve en estos calabozos de la muerte. Bien, ya vuelvo a estar en el camino de la podredumbre y, esta vez, hasta el cuello. Esas hermanitas… Sin embargo, seguramente, no me denunciaron, ni la irlandesa ni la española ¡Ah! ¡Qué imbecilidad haber confiado en esas hermanitas! No ellas no. ¿Quizás el carretero? Dos o tres veces cometieron la imprudencia de hablar francés. ¿Lo habría oído él? ¡Qué más da! Esa vez te han jodido, pero jodido de verdad. Hermanas, carretero, o madre superiora, el resultado es el mismo.
La he pringado, en este calabozo lleno de cochambre que, al parecer, se inunda dos veces al día. El calor es tan asfixiante que primero me quito la camisa y, luego, el pantalón. También me quito los zapatos y lo cuelgo todo de las rejas.
¡Pensar que he recorrido mil quinientos kilómetros para venir a parar aquí! ¡Ha sido un verdadero éxito! ¡Dios mío! Tú que has sido tan generoso conmigo, ¿vas a abandonarme, ahora? Tal vez estás enfadado, pues, en realidad, me habías dado la libertad la más segura, la más hermosa de todas. Lali.
Una comunidad que me aceptó por entero. Me habías dado no una, sino dos mujeres admirables. Y el sol, y el mar. Y una choza donde fui el jefe incontestable. ¡Esa vida en la Naturaleza, esa vida primitiva, pero tan dulce y tranquila! ¡Ese regalo único que me hiciste de ser libre, sin policías, sin magistrados, sin envidiosos ni malvados, a mi alrededor! Y yo no he sabido justipreciarlo. Ese mar tan azul que casi parecía verde y negro, esos amaneceres, esos ocasos que bañaban la tierra de una paz tan serenamente suave, esa manera de vivir sin dinero, sin carecer de nada esencial para la vida de un hombre, todo eso lo he pisoteado, lo he despreciado. ¿Y para ir adónde? Hacia sociedades que no quieren fijarse en mí. Hacia seres que ni siquiera se toman la molestia de saber qué hay en mí de recuperable. Hacia un mundo que me rechaza, que me aleja de toda esperanza. Hacia colectividades que sólo piensan en una cosa: anularse por todos los medios.
Cuando reciban la noticia de mi captura, ¡cómo van a reírse los doce enchufados del jurado, el podrido de Polein, la bofia y el fiscal! Pues, seguramente, habrá un periodista que se encargará de transmitir la noticia a Francia.
¿Y los míos? ¡Ellos que, cuando debieron recibir la visita de los gendarmes para notificarles mi evasión, debían de estar tan contentos de que su hijo o su hermano hubiese escapado de sus verdugos! Ahora, al enterarse de que vuelvo a estar preso, sufrirán otra vez.
Hice mal en renegar de mi tribu. Sí, puedo decir «mi tribu», puesto que todos me habían aceptado. Hice mal y merezco lo que ocurre. Y, sin embargo. —No me fugué para aumentar la población de los indios de América del Sur. Dios mío, has de comprender que debo revivir en una sociedad normalmente civilizada y demostrar que puedo formar parte de ella sin representar un peligro. Es mi auténtico destino, con o sin Tu ayuda.
He de demostrar que puedo, que soy —y lo seré— un ser normal, si no mejor que los demás individuos de una colectividad cualquiera o de un país cualquiera.
Fumo. El agua empieza a subir. Me llega casi a los tobillos. Llamo:
—Negro, ¿cuánto tiempo se queda el agua en la celda?
—Depende de la fuerza de la marea. Una hora, todo lo más dos horas.
Oigo a varios presos que gritan:
—¡Está llegando!
Despacio, muy despacio, el agua sube. El mestizo y el negro se han encaramado a los barrotes. Las piernas les cuelgan en el pasillo y, con los brazos, se aferran a los barrotes. Oigo ruidos en el agua: es una rata de alcantarilla del tamaño de un gato que chapotea. Trata de trepar por la reja. Agarro uno de mis zapatos y, cuando se me acerca, le arreo un fuerte golpe en la cabeza. Se va hacia el pasillo, chillando.
El negro me dice:
—Francés, has empezado la caza. Pero, si quieres matarlas a todas, no has terminado. Súbete a la reja, agárrate a los barrotes y estate quieto.
Sigo su consejo, pero los barrotes me lastiman los muslos, no puedo resistir mucho en esta postura. Destapo mi cubo-mingitorio, cojo la chaqueta, la ato a los barrotes y me deslizo sobre ella. Me parece una especie de silla que me permite soportar mejor la postura, pues, ahora, estoy casi sentado.
Esta invasión de agua, ratas, ciempiés y minúsculos cangrejos traídos por el agua es lo más repugnante, lo más deprimente que un ser humano pueda aguantar. Cuando el agua se retira, hora y pico después, queda un fango viscoso de más de un centímetro de espesor. Me pongo los zapatos para no chapotear en el fango. El negro me tira una tablilla de diez centímetros de largo y me dice que aparte el barro hacia el pasillo empezando por la tabla en la que debo dormir y, luego, desde el fondo del calabozo hasta el pasillo. Esta ocupación me toma una media hora larga y me obliga a no pensar en nada más. Ya es algo. Antes de la marea siguiente, no tendrá agua, es decir, durante doce horas exactamente, puesto que la última hora es la de la inundación. Hasta que vuelva el agua, hay que contar las seis horas en que el mar se retira y las cinco horas en que vuelve a subir. Me hago esta reflexión un poco ridícula: «Papillon, estás destinado a habértelas con las mareas del mar. La luna, quieras o no, tiene mucha importancia, para ti y para tu vida. Gracias a las mareas, altas o bajas, pudiste salir del Maroni cuando te fugaste del presidio. Calculando la hora de la marea saliste de Trinidad y de Curasao. Si te detuvieron en Río Hacha, fue porque la marea no era bastante fuerte para alejarte más deprisa. Y ahora, estás a merced de esa marea.»
Entre quienes lean estas páginas, si un día son publicadas, algunos quizá me tengan, por el relato de lo que debo soportar en estos calabozos colombianos, un poco de compasión. Son los buenos. Los otros, los primos hermanos de los doce enchufados que me condenaron, o los hermanos del fiscal, dirán: «Se lo merece, si se hubiera quedado en el presidio, eso no le habría pasado».
Pues bien, ¿queréis que os diga una cosa, tanto a vosotros, los buenos, como a vosotros, los enchufados? No estoy desesperado, en absoluto, y os diré más aún: prefiero estar en estos calabozos de la antigua fortaleza colombiana, edificada por la inquisición española, que en las Islas de la Salvación donde debería encontrarme a estas horas. Aquí, me queda mucho campo que correr para «darme el piro» y estoy, aún en este rincón podrido y pese a todo, a dos mil quinientos kilómetros del presidio. La verdad es que deberán tomar muchas precauciones para conseguir que vuelva a recorrerlo en sentido contrario. Sólo lamento una cosa: mi tribu guajira, Lali y Zoraima y esa libertad en la Naturaleza, sin las comodidades de un hombre civilizado, es cierto, pero, en cambio, sin Policía ni cárcel y menos aún calabozos. Pienso que a mis salvajes nunca se les ocurriría la idea de aplicar un suplicio semejante a un enemigo, y menos todavía a un hombre como yo, que no he cometido ningún delito contra el Estado colombiano.
Me tumbo en la tabla y fumo dos o tres cigarrillos al fondo de mi celda para que los otros no me vean fumar. Al devolverle la tablilla al negro, le he tirado un cigarrillo encendido y él, por pudor respecto a los demás, ha hecho como yo. Estos detalles que parecen naderías, a mi juicio tienen mucho valor. Eso prueba que nosotros, los parias de la sociedad, tenemos, por lo menos, un resto de humanidad y de delicado pudor.
Aquí no es como en la Conciergerie. Aquí puedo meditar y vagabundear en el espacio sin tener que ponerme un pañuelo para resguardar mis ojos de una luz demasiado cruda.
¿Quién debió ser el que puso sobre aviso a la Policía de que yo estaba en el convento? Ah, si algún día lo sé, me las pagará. Además, me digo: «¡No desbarres, Papillon! ¡Con lo que te queda por hacer en Francia para vengarte, no has venido a este país perdido para causar daño! A esa persona, seguramente, la castigará la misma vida, y si un día has de volver, no será para vengarte, sino para hacer felices a Lali y a Zoraima y, quizás, a los hijos que ellas habrán tenido de ti. Si has de volver a esta tierra, será por ellas y por todos los guajiros que te han hecho el honor de aceptarte entre ellos como uno de los suyos. Todavía estoy en el camino de la podredumbre, pero, aunque en el fondo del calabozo submarino, estoy también, quieran o no, en vías de pirármelas y en el camino de la libertad. En eso, no hay vuelta de hoja».
He recibido papel, lápiz, dos paquetes de cigarrillos. Hace tres días que estoy aquí. Debiera decir tres noches, pues aquí siempre es de noche. Mientras enciendo un cigarrillo «Piel Roja», no puedo menos que admirar la adhesión de que hacen gala los presos entre sí. Corre un gran riesgo el colombiano que me pasa el paquete. Si le descubren, seguramente deberá pasar una temporada en estos calabozos. No lo ignora, y aceptar ayudarme en mi calvario no es sólo de valientes, sino también de una nobleza poco común. Siempre por el sistema del papel encendido, leo:
«Papillon, sabemos que aguantas de firme. ¡Bravo! Danos noticias tuyas. Nosotros, como siempre. Una hermanita que habla francés ha ido a verte, no la han dejado hablar con nosotros, pero un colombiano nos ha dicho que tuvo tiempo de decirle que el francés está en los calabozos de la muerte. Al parecer, dijo:
Volveré. Eso es todo.
Te abrazamos, tus amigos».
Contestar no ha sido fácil, pero aun así he conseguido escribir: «Gracias por todo. No me va muy mal, aguanto. Escribid al cónsul francés. Nunca se sabe. Que siempre sea el mismo en dar los recados para que, en caso de accidente, sólo sea castigado uno. No toquéis las puntas de las flechas. ¡Viva el piro!».