Los indios

Camino hasta la una de la tarde. Ya no hay maleza ni árboles en el horizonte. El mar brilla, plateado, bajo el sol abrasador. Ando descalzo, con los zapatos colgando del hombro izquierdo. Cuando decido acostarme, a lo lejos me parece percibir cinco o seis árboles, o rocas, a mucha distancia de la playa. Intento determinar esa distancia: diez kilómetros, quizá. Saco una gran hoja y, mascándola, reanudo la marcha con paso bastante rápido. Una hora después, identifico aquellas cinco o seis cosas: son chozas con techo de paja, o de hojarasca color castaño claro. De una de ellas sale humo. Luego, veo gente. Me han visto. Percibo los gritos y los gestos que hace un grupo en dirección del mar. Entonces, veo cuatro lanchas que se acercan rápidamente y que desembarcan a unas diez personas. Todo el mundo está reunido delante de las casas y mira hacia mí. Veo claramente que hombres y mujeres van desnudos, sólo llevan algo que cuelga tapándoles el sexo. Camino despacio hacia ellos. Tres se apoyan en arcos y empuñan flechas. Ningún ademán, ni de hostilidad ni de amistad. Un perro ladra y rabiosamente, se abalanza sobre mí. Me muerde en la pantorrilla, llevándose un trozo de pantalón. Cuando vuelve a la carga, recibe en el trasero una flechita salida de no sé dónde, (lo supe después: de una cerbatana), huye aullando y parece que se mete en una casa. Me acerco cojeando, pues me ha mordido seriamente. Sólo estoy a diez metros del grupo. Nadie se ha movido ni ha hablado, los niños están detrás de sus madres. Tienen los cuerpos cobrizos, desnudos, musculosos, espléndidos. Las mujeres tienen los pechos enhiestos, duros y firmes, con enormes pezones. Sólo una tiene un pecho enorme, fláccido.

Uno de los indios es tan noble en su actitud, sus rasgos son tan finos, su raza de una nobleza incontestable se manifiesta tan claramente, que voy recto hacia él. No lleva arco ni flechas. Es. tan alto como yo, lleva el pelo bien cortado con un gran flequillo que le llega hasta las cejas. Sus orejas están tapadas por los cabellos que, detrás, llegan a la altura del lóbulo de las orejas, negros como el azabache, casi violáceos. Tiene los ojos de un gris de hierro. Nada de vello, ni en el pecho, ni en los brazos… ni en las piernas. Sus muslos cobrizos son musculosos, así como sus piernas torneadas y finas. Va descalzo. Me paro a tres metros de él. Entonces, da dos pasos y me mira directamente a los ojos. El examen dura dos minutos. Ese rostro del que ni un rasgo se mueve, parece una estatua de cobre de ojos oblicuos.

Luego, me sonríe y me toca el hombro. Entonces, todo el mundo viene a tocarme y una joven india me coge de la mano y me lleva a la sombra de una de las chozas. Una vez allí, arremanga la pernera de mi pantalón. Todo el mundo está en torno de nosotros, sentados en círculo. Un hombre me tiende un cigarro encendido, lo tomo y me pongo a fumar. Todo el mundo se ríe de mi modo de fumar, pues ellos, mujeres y hombres, fuman con la lumbre en la boca. La mordedura ya no sangra, pero un pedazo de casi la mitad de una moneda de cinco francos ha sido arrancado. La mujer quita los pelos y luego, cuando todo queda bien depilado, lava la herida con agua de mar que una pequeña india ha ido a buscar. Con el agua, aprieta para hacer que la herida sangre. Insatisfecha, rasca cada incisión que ella ha ensanchado con un trozo de hierro aguzado. Me esfuerzo para no rechistar, pues todo el mundo me observa. Otra joven india quiere ayudarla, pero ella la rechaza duramente. Ante ese ademán, todos se echan a reír. Comprendo que ella ha querido indicar a la otra que le pertenezco exclusivamente y que todos se ríen por eso. Luego, corta las dos perneras de mis pantalones muy por encima de las rodillas. Sobre unas piedras prepara algas marinas que le han traído, las pone sobre la herida y las sujeta con tiras sacadas de mí pantalón. Satisfecha de su obra, me hace signo de levantarme.

Me pongo en pie y me quito la chaqueta. En este momento, en la abertura de mi camisa, ella ve una mariposa que tengo tatuada bajo el cuello. Mira, y luego, al descubrir más tatuajes, me quita la camisa para verlos mejor. Todos, hombres y mujeres, están muy interesados por los tatuajes de mi pecho: a la derecha, un disciplinario de Calvi; a la izquierda, la cara de una mujer; sobre el estómago, unas fauces de tigre; en la columna vertebral, un gran marino crucificado, y, en toda la anchura de los riñones, una cacería de tigres con cazadores, palmeras, elefantes y tigres. Cuando han visto estos tatuajes, los hombres apartan a las mujeres y, detenida, minuciosamente, tocan, miran cada tatuaje. Después del jefe, cada cual da su opinión. A partir de este momento, soy adoptado definitivamente por los hombres. Las mujeres me habían adoptado ya desde el primer momento, cuando el jefe me sonrió y me tocó el hombro.

Entramos en la choza más grande y, allí, me quedo completamente desconcertado. La choza es de tierra apisonada color ladrillo rojo. Tiene ocho puertas, es redonda y, en el interior, el maderaje sostiene en un rincón hamacas multicolores de pura lana. En medio, una piedra redonda y plana, y, en torno de esa piedra parda y lisa, piedras planas para sentarse. En la pared, varias escopetas de dos cañones un sable militar y, colgados en todas partes, arcos de todos los tamaños. Noto también un caparazón de tortuga enorme en el que podría acostarse un hombre, una chimenea hecha con piedras toscas bien colocadas unas sobre otras en un conjunto homogéneo, sin argamasa. Sobre la mesa, media calabaza con dos o tres puñados de perlas en el fondo. En una vasija de madera me dan de beber un brebaje de fruta fermentada, agridulce, muy bueno y, luego, en una hoja de Plátano, me traen un gran pescado de casi dos kilos, asado a la brasa. Me invitan a comer y como lentamente. Cuando he terminado el delicioso pescado, la mujer me coge de la mano y me lleva a la playa, donde me lavo las manos y la boca con agua del mar. Luego, regresamos. Sentados en corro, con la joven india a mi lado y su mano sobre mi muslo, intentamos, por gestos y palabras, cambiar algunos datos sobre nosotros.

De repente, el jefe se levanta, va hacia el fondo de la choza, vuelve con un trozo de piedra blanca y hace unos dibujos sobre la mesa. Primero, indios desnudos y su poblado; luego, el mar. A la derecha del poblado indio, casas con ventanas, hombres y mujeres vestidos. Los hombres empuñan un fusil o un garrote. A la izquierda, otra aldea: los hombres, de cara hosca, con fusiles y sombreros, las mujeres vestidas. Cuando he mirado bien los dibujos, él se percata de que ha olvidado algo y traza un camino que va del poblado indio al pueblecito de la derecha, y otro camino a la izquierda, hacia la otra aldea. Para indicarme cuál es su situación con relación a su poblado, dibuja, del lado venezolano, a la derecha, un sol representado por un círculo y rayas que salen de todos lados y, del lado de la aldea colombiana, un sol cortado en el horizonte por una línea sinuosa. No es posible equivocarse: a un lado, sale el sol; en el otro, se pone. El joven jefe contempla su obra con orgullo y todo el mundo mira sucesivamente. Cuando ve que he comprendido bien lo que quería decir, coge la tiza y cubre de trazos las dos aldeas, sólo su poblado queda intacto. Comprendo que quiere decir que las gentes de las aldeas son malas, que él no quiere saber nada de ellas y que sólo su poblado es bueno. ¡A quién se lo dice!

Limpian la mesa con un trapo de lana mojado. Cuando está seca, me pone en la mano el trozo de tiza, entonces, me toca a mí contar mi historia en dibujos. Resulta más complicado que la suya. Dibujo un hombre con las manos atadas junto a dos hombres armados que le miran; luego, el mismo hombre que corre y los dos hombres que le persiguen apuntándole con el fusil.

Dibujo tres veces la misma escena, pero cada vez me pongo más lejos de los perseguidores y, en la última, los policías están parados mientras yo sigo corriendo hacia su aldea, que dibujo con los indios y el perro y, delante de todos, al jefe con los brazos tendidos hacia mí.

Mi dibujo no debía ser malo, pues, tras extensos parloteos entre los hombres, el jefe abrió los brazos como en mi dibujo. Había comprendido.

Aquella misma noche, la india me llevó a su choza, donde vivían seis indias y cuatro indios. Dispuso una magnífica hamaca de lana multicolor, muy amplia, y en la que podían acostarse holgadamente dos personas de través. Me había acostado en la hamaca, pero en sentido longitudinal, cuando ella se acomodó en otra hamaca y se acostó a lo ancho. Yo hice lo mismo y, entonces, ella vino a acostarse a mi lado. Me tocó el cuerpo, las orejas, los ojos, la boca con sus dedos largos y delgados, pero muy rugosos, llenos de heridas cicatrizadas, pequeñas, pero estriadas. Eran los cortes que se hacen con el coral cuando se zambullen para capturar ostras perlíferas. Cuando, a mi vez, le acaricio el rostro, me coge la mano, muy extrañada de encontrarla fina, sin callosidades. Tras pasar una hora en la hamaca, nos levantamos para ir a la gran choza del jefe. Me dan a examinar las escopetas, calibres 12 y 16 de Saint-Etienne. Poseen también seis cajas llenas de cartuchos de perdigones doble cero.

La india es de estatura media, tiene los ojos color gris hierro como el jefe, su perfil es muy puro, el pelo, trenzado, con raya en medio, le llega hasta las caderas. Tiene los senos admirablemente bien formados, altos y en forma de pera. Los pezones son más oscuros que la piel y muy largos. Para besar, mordisquea; no sabe besar. No tardo mucho en enseñarle a besar a la civilizada. Cuando caminamos, no quiere hacerlo a mi lado; por mucho que insista es inútil, camina detrás de mí. Una de las chozas está deshabitada y en mal estado. Ayudada por las otras mujeres, arregla el techo de hojas de cocotero y remienda la pared con emplastos de tierra roja muy arcillosa. Los indios poseen toda suerte de herramientas cortantes, cuchillos, puñales, machetes, hachas, escardillos y una horca con púas de hierro. Hay marmitas de cobre, de aluminio, regaderas, cacerolas, una muela de afilar, un horno, toneles de hierro y de madera. Hamacas desmesuradamente grandes y de dibujos coloreados muy chillones, color rojo sangre, azul de prusia, negro betún, amarillo canario. La casa no tarda en estar terminada y la muchacha empieza a traer cosas que recibe de los otros indios (hasta un arnés de burro), un trébede para el fuego, una hamaca en la que podrían acostarse cuatro adultos de través, vasos, botes de hojalata, cacerolas, etc…

Nos acariciamos recíprocamente desde los quince días que hace que estoy aquí, pero ella se ha negado violentamente a llegar hasta el fin. No lo comprendo, pues ella ha sido quien me provocó y, a la hora de la verdad, dice que no. Nunca se pone ni un pedazo de tela encima, de no ser el taparrabo, atado en torno de su fino talle con un cordelito muy delgado, con las nalgas al aire. Sin ceremonia alguna, nos hemos instalado en la casita, que tiene tres puertas, una en el centro del círculo, la principal, las otras dos, frente por frente. Esas tres puertas, en el círculo de la casa redonda, forman un triángulo isósceles. Todas tienen su razón de ser: yo, debo salir y entrar siempre por la puerta Norte. Ella, debe salir y volver siempre por la puerta Sur. Yo no debo entrar ni salir por la suya, ella no debe usar la mía. Por la puerta grande entran los amigos y, yo o ella, sólo podemos entrar por la puerta grande si recibimos visitas.

Sólo cuando nos hemos instalado en la casa ha sido mía. No quiero entrar en detalles, pero fue una amante ardiente y consumada por intuición que se enroscó a mí como un bejuco. A hurtadillas de todos, sin hacer excepciones, la peino y le trenzo el cabello. Es muy feliz cuando la peino, una dicha inefable se percibe en su semblante y, al mismo tiempo, temor de que nos sorprendan, pues comprende que un hombre no debe peinar a su mujer, ni frotarle las manos con piedra pómez, ni besarle de cierta manera boca y senos.

Lali, así se llama ella, y yo estamos, pues, instalados en la casa. Una cosa me asombra, y es que jamás usa sartenes o cacerolas de hierro o de aluminio, nunca bebe en vaso, todo lo hace en cazuelas o vasijas de barro cocido hechas por ellos mismos.

La regadera sirve para lavarse la cara. Para hacer las necesidades, vamos al mar.

Presencio la abertura de las ostras para buscar perlas. Ese trabajo lo hacen las mujeres mayores. Cada mujer joven pescadora de perlas tiene su bolsa. Las perlas halladas en las ostras son repartidas de la manera siguiente: una parte para el jefe que representa a la comunidad, una parte para el pescador, media parte para la abridora de ostras y parte y media para la que se zambulle. Cuando vive con su familia, da las perlas a su tío, el hermano de su padre. Nunca he comprendido por qué es también el tío el primero que entra en la casa de los novios que van a casarse, toma el brazo de la mujer, lo pasa en torno del talle del hombre y pone el brazo derecho del hombre en torno del talle de la mujer, con el índice en el ombligo de la novia. Una vez hecho eso, se va.

Así es que presencio la abertura de las ostras, pero no la pesca, pues no me han invitado a subir en una canoa. Pescan bastante lejos de la costa, casi a quinientos metros. Algunos días, Lali regresa llena de rasguños en los muslos o en los costillares producidos por el coral. A veces, de los cortes mana sangre. Entonces, chafa algas marinas y se frota las heridas con ellas. No hago nada sin que me inviten por signos a hacerlo. Nunca entro en la casa del jefe si alguien o él mismo no me lleva allí de la mano. Lali sospecha que tres jóvenes indias de su edad vienen a tumbarse en la hierba lo más cerca posible de la puerta de casa, para tratar de ver u oír lo que hacemos cuando estamos solos.

Ayer, vi al indígena que sirve de enlace entre el poblado de los indios y la primera aglomeración colombiana, a dos kilómetros del puesto fronterizo. Esa aldea se llama La Vela. El indio tiene dos borricos y lleva una carabina «Winchester» de repetición; sin embargo, no lleva ninguna prenda encima, de no ser, como todos, el taparrabo. No habla ni una palabra de español, así, pues, ¿cómo hace sus trueques? Con ayuda del diccionario pongo en un papel: Agujas, tinta china azul y roja e hilo de coser, porque el jefe me pide a menudo que le haga un tatuaje. Ese indio de enlace es bajito y enjuto. Tiene una tremenda herida en el torso que empieza en la costilla que está bajo el bulto, atraviesa todo el cuerpo y termina en el hombro derecho. Esa herida se ha cicatrizado formando una protuberancia de un dedo de gordo. Meten las perlas en una caja de cigarros. La caja está dividida en compartimentos y las perlas van en los compartimientos según el tamaño. Cuando el indio se va, recibo la autorización del jefe para acompañarle un trecho. De esta forma simplista, para obligarme a regresar, el jefe me ha prestado una escopeta de dos cañones y seis cartuchos. Está seguro de que así me veré obligado a volver, convencido de que no me llevaré algo que no me pertenece. Los asnos van sin carga, por lo que el indio monta en uno y yo en el otro. Viajamos todo el día por la misma carretera que tomé para venir, pero, a unos tres o cuatro kilómetros del puesto fronterizo, el indio se pone de espaldas al mar y se adentra en aquellos parajes.

Sobre las cinco, llegamos a orillas de un riachuelo donde hay cinco casas de indios. Todos vienen a verme. El indio habla, habla y habla hasta que llega un tipo a quien todo ojos, pelo, nariz, etc. —delata como un indio, salvo el color. Es blanco y descolorido y tiene ojos rojos de albino. Lleva pantalón caqui. Entonces, allí, comprendo que el indio de mi poblado no irá más lejos. El indio blanco dice:

Buenos días. ¿Tú eres el matador que se fue con Antonio? Antonio es compadre mío de sangre.

Para ser compadres de sangre, dos hombres hacen lo siguiente: se atan los brazos uno al otro y, luego, cada cual hace una incisión en el brazo del otro. Luego, embadurnan el brazo del otro con la propia sangre de uno y se lamen recíprocamente la mano empapada en su sangre.

¿Qué quieres?

Agujas, tinta china roja y azul. Nada más.

—Lo tendrás de aquí a un cuarto de luna.

Habla el español mejor que yo y se nota que sabe establecer contacto con los civilizados y realizar los trueques defendiendo encarnizadamente los intereses de su raza. En el momento de marcharse, me da un collar hecho con monedas de plata colombiana montadas, en plata muy blanca. Me dice que es para Lali.

Vuelve a verme —me dice el indio blanco.

Para estar seguro de que volveré, me da un arco.

Me marcho solo, y no he hecho aún la mitad del camino de regreso, cuando veo a Lali acompañada por una de sus hermanas, muy joven ella, quizá de doce o trece años. Lali, seguramente, tendrá dieciséis o diecisiete. Se abalanza sobre mí como una loca me araña el pecho, pues me tapo la cara con las manos, luego me muerde cruelmente en el cuello. Me cuesta contenerla aun empleando todas mis fuerzas. Súbitamente, se calma. Subo a la chiquilla en el asno y yo sigo detrás, abrazado a Lali. Regresamos despacio al poblado. En el camino, mato una lechuza. Le he disparado sin saber lo que era, sólo porque he visto unos ojos que brillaban en la oscuridad. Lali quiere llevársela a toda costa y la cuelga de la silla del borrico. Llegamos al amanecer. Estoy tan cansado que quiero lavarme. Pero es Lali quien me lava, y luego, delante de mí, quita el taparrabo a su hermana, la lava Y. después, se lava ella.

Cuando ambas regresan, estoy sentado, esperando que hierva el agua que he puesto a calentar para beberla con limón y azúcar. Entonces, ocurre algo que sólo comprendí mucho más tarde. Lali empuja a su hermana entre mis piernas y me coge los brazos para que rodee su talle. Entonces me doy cuenta de que la hermana de Lali no lleva taparrabo y luce el collar que he dado a esta. No sé cómo salir de esta situación tan particular. Suavemente, aparto a la pequeña de mis piernas, la tomo en brazos y la acuesto en la hamaca. Le quito el collar y se lo pongo a Lali.

Mucho más tarde, comprendí que Lali había creído que me estaba informando para irme porque quizá no era feliz con ella y tal vez su hermanita sabría retenerme. A la mañana siguiente, despierto con los ojos tapados por la mano de Lali. Es muy tarde, las once de la mañana. La pequeña ya no está y Lali me mira amorosamente con sus grandes ojos grises y me muerde dulcemente la comisura de los labios. Es feliz de hacerme ver que ha comprendido que la quiero y que no me he ido porque ella no sabía retenerme.

Delante de la casa, está sentado el indio que suele conducir la canoa de Lali. Comprendo que la espera. Me sonríe y cierra los ojos en una expresión muy bonita con la que me dice que sabe que Lali está durmiendo. Me siento a su lado, habla de cosas que no comprendo. Es extraordinariamente musculoso, joven, fornido como un atleta. Mira detenidamente mis tatuajes, los examina y, luego, me indica con gestos y ademanes que le gustaría que le tatuase. Hago un signo afirmativo con la cabeza, pero se diría que él no cree que sepa hacerlo. Llega Lali. Se ha untado el cuerpo con aceite. Sabe que eso no me agrada, pero me hace comprender que el agua, con ese tiempo nuboso, debe de estar muy fría. Esas mímicas, hechas medio en broma y medio en serio, son tan bonitas, que se las hago repetir varias veces, simulando que no comprendo. Cuando le hago signo de que vuelva a hacerlo, ella hace un mohín que significa claramente: «¿Es que eres tonto o me he vuelto torpe porque me he puesto aceite?».

El jefe pasa delante de nosotros con dos indias. Estas llevan un enorme lagarto verde de unos cuatro o cinco kilos, y él, arco y flechas. Acaba de cazarlo y me invita a ir a comerlo más tarde. Lali le habla y él me toca el hombro y me indica el mar. Comprendo que puedo ir con Lali si quiero. Nos vamos los tres, Lali, su compañero de pesca habitual y yo. Una pequeña embarcación muy ligera, hecha con una madera que parece corcho, es botada al agua con facilidad. Se meten en el agua llevando la canoa sobre los hombros y avanzan. La botadura es curiosa: el indio es el primero en subir a popa, con una enorme pagaya en la mano. Lali, con el agua hasta el busto, aguanta la canoa en equilibrio e impide que retroceda hacia la playa, yo subo y me sitúo en medio y, luego, de repente, Lali ya está a bordo, en el momento mismo que, con una estrepada, el indio nos hace avanzar mar adentro. Las olas se levantan en forma de rodillos, rodillos cada vez más altos a medida que nos adentramos en la mar. A quinientos o seiscientos metros de la orilla, encontramos una especie de canal donde ya están pescando dos embarcaciones. Lali se ha recogido el pelo con cinco tiras de cuero rojo, tres de través, dos a lo largo, que se ha atado al cuello. Empuñando un gran cuchillo, Lali sigue la gruesa barra de hierro de unos quince kilos que sirve de ancla, mandada al fondo por el hombre. La embarcación permanece ancorada, pero no quieta; a cada embate, sube y baja.

Durante más de tres horas, Lali se sumerge y remonta del fondo de la mar. El fondo no se ve, pero por el tiempo que invierte en ello, debe de haber de quince a dieciocho metros. Cada vez sube ostras en el saco y el indio las vuelca en la canoa. Durante esas tres horas Lali nunca sube a la canoa. Para descansar, se está de cinco a diez minutos agarrada a la borda. Hemos cambiado dos veces de sitio sin que Lali suba. En el segundo sitio el saco vuelve con más ostras, mayores aún. Volvemos a tierra Lali ha subido a la canoa y la marejada no tarda en empujarnos hacia la orilla. La vieja india aguarda. Lali y yo dejamos que el indio transporte las ostras hasta la arena seca. Cuando todas las ostras están allí, Lali impide que la vieja las abra, pues quiere empezar ella. Con la punta de su cuchillo, abre rápidamente unas treinta antes de encontrar una perla. Huelga decir que me zampé por lo menos dos docenas. El agua del fondo debe ser muy fría, pues aquella carne es fresca. Despacio, Lali saca la perla, gorda como un garbanzo. Esta perla es más bien de las de gran tamaño que de las medianas. ¡Cómo brilla esa perla! La Naturaleza le ha dado los tonos más cambiantes sin por eso ser demasiado chillones. Lali coge la perla con los dedos, se la mete en la boca, la guarda un momento y, luego, se la quita y la pone en la mía. Con una serie de gestos de la mandíbula me da a entender que quiere que la triture con los dientes, y me la trague. Su súplica ante mi primera negativa es tan hermosa que paso por donde ella quiere: trituro la perla con los dientes y engullo los restos. Ella abre cuatro o cinco ostras más y me las hace comer, para que la perla penetre bien dentro de mí. Como un chiquillo, tras haberme tumbado en la arena, me abre la boca y mira si me han quedado granitos entre los dientes. Nos vamos, dejando que los otros continúen con el trabajo.

Hace un mes que estoy aquí. No puedo equivocarme, pues cada día marco en un papel día y fecha. Las agujas hace tiempo que han llegado, con la tinta china roja, azul y morada. En la casa del jefe, he descubierto tres navajas de afeitar «Solingen». Nunca las usa para la barba, pues los indios son barbilampiños. Una de las navajas sirve para cortar el pelo bien gradualmente. He tatuado a Zato, el jefe, en el brazo. Le he hecho un indio tocado con plumas multicolores. Está encantado y me ha dado a entender que no haga tatuajes a nadie antes de hacerle uno grande a él en el pecho. Quiere la misma cabeza de tigre que llevo yo, con sus grandes dientes. Me río, no sé dibujar lo suficiente para hacer unas hermosas fauces. Lali me ha depilado todo el cuerpo. Tan pronto ve un pelo, lo arranca y me frota con algas marinas previamente machacadas, mezcladas con ceniza. Después, me parece que los pelos crecen con más dificultad.

Esta comunidad india se llama guajira. Viven en la costa y en el interior de la llanura, hasta la falda de las montañas. En las montañas, viven otras comunidades que se denominan motilones. Años después, tendré tratos con ellos. Los guajiros tienen contacto, indirectamente, como he explicado, con la civilización, por medio de trueques. Los indios de la costa entregan al indio blanco sus perlas y también tortugas. Las tortugas las llevan vivas y llegan a pesar aproximadamente ciento cincuenta kilos. Nunca alcanzan el peso ni el tamaño de las tortugas del Orinoco o del Maroni, que llegan a pesar cuatrocientos kilos y cuyo caparazón, a veces tiene dos metros de largo por uno en su máxima anchura. Puestas patas arriba, las tortugas no consiguen dar la vuelta. He visto cómo se las llevaban al cabo de tres semanas de estar de espaldas, sin comer ni beber, pero bien vivas. Los grandes lagartos verdes son muy buenos para comer. Su carne es deliciosa, blanca y tierna, y los huevos cocidos en la arena al sol resultan también sabrosísimos. Sólo su aspecto los hace poco apetitosos.

Cada vez que Lali pesca, trae a casa las perlas que le corresponden y me las da. Las meto en una vasija de madera sin escogerlas, grandes, medianas y pequeñas todas juntas. Aparte, en una caja de fósforos vacía, sólo tengo dos perlas rosas, tres negras y siete de un gris metálico, extraordinariamente hermosas. También tengo una perla estrambótica en forma de alubia, casi del tamaño de una alubia blanca o colorada de nuestro país, Esa perla tiene tres colores superpuestos y, según el tiempo, uno resalta más que los otros, ora la capa negra, ora la capa acero bruñido, ora la capa plateada de reflejos rosa. Gracias a las perlas y a algunas tortugas, la tribu no carece de nada. Sólo que tienen cosas que no les sirven en absoluto, en tanto que les faltan otras que sí podrían serles útiles. Por ejemplo, en toda la tribu no hay ni un solo espejo. Ha sido menester que yo recupere de una embarcación, que sin duda había zozobrado, una chapa cuadrada de cuarenta centímetros de lado, niquelada en una cara, para que pueda afeitarme y mirarme.

Mi política respecto a mis amigos es fácil: no hago nada que pueda menoscabar la autoridad y la sabiduría del jefe, y menos aún la de un indio muy anciano que vive solo a cuatro kilómetros tierra adentro, rodeado de serpientes, dos cabras y una docena de ovejas y carneros. Es el brujo de los diferentes poblados guajiros. Esa actitud hace que nadie me tenga envidia ni ojeriza. Al cabo de dos meses, me siento totalmente aceptado por todos. El brujo tiene también una veintena de gallinas. Dado que en los dos poblados que conozco no hay cabras, ni gallinas, ni ovejas, ni carneros, tener animales domésticos debe ser privilegio del brujo. Todas las mañanas, por turno, una india le lleva sobre la cabeza una canasta llena de pescado y mariscos recién capturados. También le llevan tortas de maíz hechas por la mañana y tostadas sobre piedras rodeadas de fuego. Algunas veces, no siempre, regresan con huevos y leche cuajada. Cuando el brujo quiere que vaya a verle, me manda personalmente tres huevos y un cuchillo de palo bien pulimentado. Lali me acompaña a mitad de camino y me espera a la sombra de enormes cactos. La primera vez, me puso el cuchillo de palo en la mano y me hizo signo de ir en dirección de su brazo.

El viejo indio vive en medio de una suciedad repugnante, bajo una tienda hecha con pieles de vaca tensadas, con la parte peluda hacia dentro. En medio hay tres piedras rodeando un fuego que, al parecer, debe estar siempre encendido. No duerme en hamaca, sino en una especie de cama hecha con ramas de árboles y a más de un metro sobre el suelo. La tienda es bastante grande, debe tener unos veinte metros cuadrados. No tiene paredes, salvo algunas ramas del lado por donde sopla el viento. He visto dos serpientes, una de casi tres metros, gruesa como el brazo; la otra, de un metro aproximadamente con una V amarilla en la cabeza. Me digo: «¡La de pollos y huevos que deben zamparse esas serpientes!». No comprendo cómo, bajo esta tienda, pueden cobijarse cabras, gallinas, ovejas y hasta el asno. El viejo indio me examina detenidamente, me hace quitar el pantalón transformado en short por obra y gracia de Lali y, cuando estoy desnudo como un gusano, me hace sentar en una piedra, junto al fuego. Sobre el fuego, pone unas hojas verdes que hacen mucho humo y huelen a menta. El humo me envuelve, asfixiante; pero apenas toso y espero a que termine la función durante casi diez minutos. Después, quema mi pantalón y me da dos taparrabos de indio, uno de piel de carnero y otro de piel de serpiente, suave como un, guante. Me pone un brazalete de tiras trenzadas de piel de cabra, de carnero y de serpiente. Tiene diez centímetros de anchura y se sujeta con una tira de cuero de serpiente que se estira o distiende a voluntad.

En el tobillo izquierdo, el brujo tiene una úlcera grande como una moneda de dos francos, cubierta de moscones. De vez en vez los espanta, y cuando le atacan demasiado, espolvorea la llaga con ceniza. Aceptado por el brujo, me dispongo a marchar cuando me da un cuchillo de palo más pequeño que el que me manda cuando quiere verme. Lali me explicará luego que, en caso de que quiera ver al brujo, debo enviarle ese cuchillito, y que, si él no tiene inconveniente en verme, me enviará el grande. Dejo al ancianísimo indio tras haber observado lo muy arrugado que tiene el enjuto rostro y el cuello. En la boca sólo le quedan cinco dientes, tres abajo y dos arriba, los de delante. Sus ojos, almendrados como los de todos los indios, tienen los párpados tan cargados de piel que, cuando los cierra, forman dos bolas redondas. Ni cejas ni pestañas, sólo cabellos hirsutos y negrísimos que le penden sobre los hombros, bien cortados en las puntas. Como todos los indios, lleva flequillo hasta las cejas.

Me voy, sintiéndome cohibido con mis nalgas al aire. Me encuentro muy raro. Pero ¡qué se le va a hacer: es la fuga! No hay que gastar bromas con los indios y ser libre bien vale algunos inconvenientes. Lali contempla el taparrabo y se ríe enseñando todos los dientes, tan bellos como las perlas que pesca. Examina el brazalete y el otro slip de serpiente. Para ver si he sido ahumado, me olisquea. El olfato de los indios está, sea dicho entre paréntesis, muy desarrollado.

Me he acostumbrado a esa vida y me percato de que no conviene seguir viviendo así mucho tiempo, pues podría ser que se me fueran las ganas de marcharme. Lali me observa constantemente, le gustaría verme tomar parte más activa en la vida común. Por ejemplo, me ha visto salir a pescar peces, sabe que remo muy bien y que manejo la pequeña y ligera canoa con destreza. De ahí a desear que sea yo quien conduzca la canoa de pescar perlas no hay más que un paso. Ahora bien, a mí eso no me conviene. Lali es la mejor buceadora de todas las chicas del poblado, su embarcación siempre es la que trae las ostras más gordas y en mayor número, lo que significa que las pesca a mayor profundidad que las otras. Sé también que el joven pescador que conduce su canoa es hermano del jefe. Si me fuera solo con Lali, le perjudicaría. Así, pues, no debo hacerlo. Cuando Lali me ve pensativo, va de nuevo en busca de su hermana. Esta viene alegre, corriendo, y entra en la casa por mi puerta. Eso debe tener un significado importante. Por ejemplo, ambas llegan juntas frente a la gran puerta, del lado que da al mar. Allí, se separan. Lali da una vuelta, entra por su puerta y Zoraima, la pequeña, pasa por la mía. Los pechos de Zoraima apenas son mayores que mandarinas y sus cabellos no son largos. Están cortados en ángulo recto a la altura de la barbilla, el flequillo le cubre las cejas y llega casi al inicio de los párpados. Cada vez que se presenta así, llamada por su hermana, ambas se bañan y, al entrar, se despojan de sus taparrabos, que cuelgan en la hamaca. La pequeña siempre se va de casa muy triste porque no la he tomado. El otro día, mientras estábamos acostados los tres, con Lali en medio, esta se levantó y, al tenderse de nuevo, me dejó pegado al cuerpo de Zoraima.

El indio asociado a Lali para la pesca se ha herido en una rodilla, una cortadura profunda y ancha. Los hombres le han llevado al brujo. Ha vuelto con un emplasto de arcilla blanca. Esta mañana he ido a pescar, pues, con Lali. La botadura, hecha exactamente de la misma forma que la otra, ha ido muy bien. La he llevado un poco más lejos que de costumbre. Lali está radiante de contento al verme con ella en la canoa. Antes de zambullirse, se unta con aceite. Pienso que en el fondo, que veo muy negro, el agua debe de estar muy fría. Tres aletas de tiburón pasan bastante cerca de nosotros, se lo indico, pero ella no les da ninguna importancia. Son las diez de la mañana, el sol resplandece. Con el saco enrollado en el brazo izquierdo, el cuchillo en la vaina, bien sujeto al cinto, se zambulle sin apoyar los pies en la canoa, como haría una persona corriente. Con inaudita rapidez, desaparece en el fondo del agua oscura. Su primera zambullida debe haber sido de exploración, pues el saco contiene pocas ostras. Se me ocurre una idea. A bordo, hay un grueso ovillo de tiras de cuero. Ato el saco, lo doy a Lali y lo desenrollo mientras ella se, sumerge. Arrastra la tira de cuero consigo. Ha debido comprender la maniobra, pues, al cabo de un largo rato, sube sin el saco. Aferrada a la embarcación para descansar de la prolongada inmersión, me hace signo de que tire del saco. Tiro, tiro, pero el saco se queda enganchado, seguramente entre el coral. Se zambulle y lo desprende, el saco llega medio lleno, lo vuelco en la canoa. Esta mañana, en ocho zambullidas de quince metros casi hemos llenado la canoa. Cuando ella sube a bordo, faltan dos dedos para que el agua penetre en la embarcación. Cuando quiero levar el ancla, la canoa está tan cargada de ostras que corremos el peligro de irnos a pique. Entonces, soltamos la soga del ancla y la atamos a una pagaya que flotará hasta que volvamos. Saltamos a tierra sin novedad.

La vieja nos espera y su indio está en la arena seca en el sitio donde, cada vez que pescan, abren las ostras. De momento, el indio se alegra de que hayamos recogido tantas ostras. Lali parece explicarle lo que he hecho: atar el saco, lo cual la alivia para subir y le permite también poner más ostras. El indio mira cómo he atado el saco y examina detenidamente el nudo. Lo deshace y, al primer intento, lo repite con toda perfección. Entonces, me mira muy orgulloso de sí mismo.

Al abrir las ostras, la vieja encuentra trece perlas. Lali, que no suele quedarse nunca para esa operación y aguarda en casa a que le lleven su parte, se ha quedado hasta que han abierto la última ostra. Me zampo unas tres docenas, Lali cinco o seis. La vieja hace las tres partes. Las perlas son más o menos de igual tamaño, como guisantes. Hace un montoncito de tres perlas para el jefe, luego de tres perlas para mí, de dos perlas para ella y de cinco perlas para Lali. Lali coge las tres perlas y me las da. Las tomo y se las tiendo al indio herido. No quiere aceptarlas, pero le abro la mano y vuelvo a cerrársela sobre las perlas. Entonces, acepta. Su mujer y su hija observan la escena a distancia de nuestro grupo, y ellas, que estaban silenciosas, se echan a reír y se reúnen con nosotros. Ayudo a llevar al pescador a su choza.

Esta escena se ha repetido durante casi dos semanas. Cada vez entrego las perlas al pescador. Ayer, sin embargo, me guardé una perla de las seis que me correspondían. Al llegar a casa, he obligado a Lali a comérsela. Estaba loca de alegría y cantó toda la tarde. De vez en cuando, voy a ver al indio blanco. Me dice que le llame Zorrillo, pues este es su nombre en español. Me dice que el jefe le ha encargado preguntarme por qué no le hago el tatuaje con las fauces del tigre, le explico que es porque no sé dibujar bien. Con ayuda del diccionario, le pido que me traiga un espejo rectangular del tamaño de mi pecho, papel transparente, un pincel fino, una botella de tinta y papel carbón y, si no lo encuentra, un lápiz graso. Le digo también que me traiga ropas de mi talla y que las deje en su casa, junto con tres camisas caqui. Me entero de que la Policía le ha interrogado acerca de mí y de Antonio. Les ha dicho que pasé a Venezuela por el monte y que Antonio fue mordido por una serpiente y murió. También sabe que los franceses están encarcelados en Santa Marta.

En la casa de Zorrillo hay las mismas cosas heterogéneas que en la del jefe: un gran montón de vasijas de barro decoradas con esos dibujos tan caros a los indios, cerámicas muy artísticas tanto por sus formas como por sus dibujos y coloridos, magníficas hamacas de lana pura, unas completamente blancas, otras de colores, con flecos; pieles curtidas de serpientes, de lagartos, de sapos-búfalos enormes; cestas de bejucos blancos y otras de bejucos coloreados. «Todos estos objetos —me dice— están hechos por indios de la misma raza que la de mi tribu, sólo que viven en los bosques de tierra adentro, a veinticinco días de marcha de aquí». De ese mismo sitio proceden las hojas de coca, de las que me da más de veinte. Cuando esté triste, mascaré una. Dejo a Zorrillo tras pedirle que, si puede, me traiga todo lo que le he apuntado, más algunos diarios o revistas en español, pues con mi diccionario lo he aprendido mucho en dos meses. No tiene noticias de Antonio, sólo sabe que ha habido otro encuentro entre guardacostas y contrabandistas. Cinco guardacostas y un contrabandista han muerto, la embarcación no ha sido capturada. En el poblado nunca he visto una gota de alcohol, de no ser ese mejunje fermentado hecho a base de frutas. Veo una botella de anís y se la pido. Se niega. Si quiero, puedo bebérmela aquí mismo, pero no llevármela. Ese albino es prudente.

Dejo a Zorrillo y me voy con un asno que me ha prestado y que mañana volverá por sí solo a la casa. Nada más me llevo un gran paquete de bombones de todos los colores, cada uno envuelto en papel fino, y sesenta paquetes de cigarrillos. Lali me espera a más de tres kilómetros del poblado, con su hermana, no me hace ninguna escena y acepta caminar a mi lado, enlazada. De vez en cuando, se para y me besa a la civilizada en la boca. Cuando llegamos, voy a ver al jefe y le ofrezco los bombones y los cigarrillos. Estamos sentados ante la puerta, cara al mar. Tomamos bebida fermentada conservada fresca en jarras de barro. Lali está a mi derecha, rodeándome el muslo con los brazos, y su hermana a mi izquierda en igual postura. Comen bombones. El paquete está abierto delante de nosotros y las mujeres y los niños se sirven discretamente. El jefe empuja la cabeza de Zoraima hacia la mía y me hace comprender que ella quiere ser mi mujer como Lali. Lali hace ademanes sobre sus pechos Y. luego, indica que Zoraima tiene los pechos pequeños y que por eso no la quiero. Me encojo de hombros y todos se ríen. Zoraima parece muy desgraciada. Entonces, la tomo en brazos, rodeándole el cuello y le acaricio los senos; ella está radiante de felicidad. Fumo cigarrillos. Algunos indios los prueban, pero los tiran en seguida, para volver a su cigarro, con el fuego en la boca. Cojo a Lali del brazo para irme tras haber saludado a todo el mundo. Lali camina detrás de mí y Zoraima detrás de esta. Asamos grandes pescados, que siempre son suculentos. He puesto al fuego una langosta de unos dos kilos. Comemos esa carne delicada con deleite.

He recibido el espejo, el papel fino y el papel de calco, un tubo de pegamento que no había pedido, pero que puede serme útil, varios lápices grasos semiduros, el tintero y el pincel. Coloco el espejo colgado de un cordel a la altura de mi pecho cuando estoy sentado. En el espejo se refleja netamente, con todos sus detalles y del mismo tamaño, mi cabeza de tigre. Lali y Zoraima, curiosas e interesadas, me contemplan. Sigo los trazos con el pincel, pero como la tinta resbala recurro al pegamento: mezclo pegamento con tinta. A partir de ahora, todo va bien. En tres sesiones de una hora, consigo tener en el espejo la réplica exacta de la cabeza del tigre.

Lali ha ido a buscar al jefe. Zoraima me coge las manos y me las pone sobre sus pechos. Parece tan infeliz y enamorada, sus ojos están tan henchidos de deseo y de amor que, sin saber muy bien lo que me hago, la poseo allí mismo, en el suelo, en medio de la choza. Ha gemido un poco, pero su cuerpo, vibrante de placer, se enrosca al mío y no quiere soltarme. Suavemente, me deshago y voy a bañarme en el mar, pues estoy manchado de tierra. Ella viene detrás de mí y nos bañamos juntos. Le froto la espalda, ella me frota piernas y brazos. Después, volvemos hacia la casa. Lali está sentada en el sitio donde yo y su hermana nos habíamos tendido. Cuando entramos, ella ha comprendido. Se levanta, me rodea el cuello con los brazos y me besa tiernamente. Luego, coge a su hermana del brazo y la hace salir por mi puerta, vuelve y sale por la suya. Oigo golpes afuera, salgo y veo a Lali, Zoraima y otras dos mujeres que intentan horadar el muro con un hierro. Comprendo que quieren hacer una cuarta puerta. Para que el muro se abra sin resquebrajar el resto, lo mojan con la regadera. En poco tiempo, la puerta está hecha. Zoraima empuja los escombros hacia fuera. En adelante, sólo ella saldrá y entrará por esa abertura, nunca más usará la mía.

Ha venido el jefe acompañado de tres indios y de su hermano, cuya pierna casi ya está cicatrizada. Ve el dibujo en el espejo y se mira. Está maravillado de ver el tigre tan bien dibujado y de ver también su propio rostro. No comprende lo que quiero hacer. Como todo está seco pongo el espejo sobre la mesa, el papel transparente encima y empiezo a copiar. Es rápido, resulta fácil. El lápiz semiduro sigue fielmente todos los trazos. En menos de media hora, ante las miradas interesadas de todos, logro un dibujo tan perfecto como el original. Uno tras otro, todos cogen el papel y lo examinan, comparando el tigre de mi pecho con el del dibujo. Hago tender a Lali sobre la mesa, la mojo muy ligeramente con un trapo humedecido, le pongo una hoja de calco sobre el vientre y, encima, la hoja que acabo de dibujar. Hago algunos trazos y el asombro de todos llega al colmo cuando ven trazado en el vientre de Lali una pequeña parte del dibujo. Tan sólo entonces comprende el jefe que todo ese trabajo que me doy es para él.

Los seres que carecen de la hipocresía que da la educación del mundo civilizado reaccionan con naturalidad, tal como perciben las cosas. Es en lo inmediato que están contentos o descontentos, alegres o tristes, interesados o indiferentes. La superioridad de indios puros como esos guajiros es impresionante. Nos superan en todo, pues si aceptan a alguien, todo cuanto tiene es de el y, a su vez, cuando reciben la más pequeña atención de esa persona, en su ser hipersensible, se conmueven profundamente. He decidido hacer los grandes rasgos con navaja, de modo que a la primera sesión los contornos del dibujo queden fijados definitivamente por un primer tatuaje. Después, repicaré encima con tres agujas sujetas a una varita. El día siguiente, me pongo al trabajo.

Zato está tumbado sobre la mesa. Tras haber calcado el dibujo del papel fino sobre otro papel blanco más resistente, con un lápiz duro lo calco sobre su piel, preparada ya con una leche de arcilla blanca que he dejado secar. El calco sale al pelo, y dejo que se seque bien. El jefe está tendido en la mesa, tieso, sin rechistar ni mover la cabeza por el mucho miedo que tiene de estropear el dibujo que le hago ver en el espejo. Hago todos los trazos con navaja. Cada vez que brota sangre, aunque ligeramente, enjugo. Cuando todo está bien repasado y finas líneas rojas han sustituido el dibujo, embadurno todo el pecho con tinta china. La tinta prende difícilmente, rechazada por la sangre, en los sitios donde he hincado demasiado, pero casi todo el dibujo resalta maravillosamente. Ocho días después, Zato tiene sus fauces de tígre bien abiertas con su lengua rosa, sus dientes blancos, su nariz y sus bigotes negros, así como sus ojos. Estoy contento de mi obra: es más bonita que mi tatuaje y sus tonos, más vivos. Cuando se desprenden las costras, repico algunos sitios con las agujas. Zato está tan contento, que ha pedido seis espejos a Zorrillo, uno para cada choza, y dos para la suya.

Pasan los días, las semanas, los meses. Estamos en el mes de abril, hace cuatro meses que estoy aquí. Mi salud es excelente. Estoy fuerte y mis pies, acostumbrados a caminar descalzos, me permiten hacer largas marchas sin cansarme cuando cazo grandes lagartos. He olvidado decir que, después de mi primera visita al brujo, pedí a Zorrillo que me trajese tintura de yodo, agua oxigenada, algodón, hilas, tabletas de quinina y «Stovarsol». En el hospital había visto a un presidiario con una úlcera tan grande como la del brujo. Chatal el enfermero, chafaba una pastilla de «Stovarsol» y se la ponía encima. Tuve todo lo que pedí más una pomada que por su cuenta y riesgo me trajo Zorrillo. Mandé el cuchillito de palo al brujo, quien me respondió enviándome el suyo. Tardé mucho en convencerle de que se dejase curar. Pero, al cabo de algunas visitas, la úlcera estaba reducida a la mitad. Después, él continuó solo el tratamiento y, un buen día, me mandó el gran cuchillo para que fuese a ver que estaba completamente curado. Nadie supo nunca que le había curado yo.

Mis mujeres no me sueltan. Cuando Lali está de pesca, Zoraima está conmigo. Si Zoraima va a zambullirse, Lali me hace compañía.

Zato ha tenido un hijo. Su mujer ha ido a la playa en el momento de los dolores, ha escogido un gran peñasco que la pone a resguardo de las miradas de todos, otra mujer de Zato le lleva una gran cesta con galletas, agua dulce y papelón (azúcar sin refinar pardo, en panes de dos kilos). Debe de haber dado a luz sobre las cuatro de la tarde, pues, al ponerse el sol, daba grandes gritos mientras se acercaba al poblado con su crío en vilo. Zato sabe, antes de que ella llegue, que es varón. Creo comprender que si es hembra, en vez de alzar al crío en el aire y gritar gozosamente, llega sin gritar, con el crío en brazos, sin levantarlos. Lali me lo explica con gestos y ademanes. La india avanza; luego, tras haber alzado al crío, se para. Zato tiende los brazos, gritando, pero sin moverse. Entonces, ella avanza unos cuantos metros más, levanta al crío en el aire, grita y vuelve a pararse. Zato vuelve a gritar y tiende los brazos. Eso, cinco o seis veces durante los treinta o cuarenta últimos metros. Zato sigue sin moverse del umbral de su choza. Está delante de la gran puerta, con toda la gente a derecha e izquierda. La madre se ha parado, está a cinco o seis pasos tan sólo, levanta en vilo a su crío y grita. Entonces Zato avanza, coge al crío por los sobacos, lo levanta a su vez en vilo, se vuelve hacia el Este y grita tres veces levantándolo también tres veces. Luego, se sienta, con el crío en el brazo derecho, lo inclina sobre el pecho y le mete la cabeza bajo su sobaco tapándolo con su brazo izquierdo. Sin volverse, se mete en la choza por la puerta grande. Todo el mundo le sigue, la madre es la última en entrar. Nos hemos bebido todo el vino fermentado que había.

Durante toda la semana riegan mañana y tarde frente a la choza de Zato. Luego, hombres y mujeres apisonan la tierra golpeando con los talones o la planta de los pies. Así, hacen un círculo muy grande de tierra arcillosa roja perfectamente apisonada. El día siguiente, montan una gran tienda de pieles de buey y adivino que habrá una fiesta. Bajo la tienda, grandes vasijas de barro cocido se llenan de su bebida preferida, tal vez veinte enormes jarras. Colocan piedras y, en torno, leña seca y verde cuya pila aumenta cada día. Mucha de esa leña ha sido traída hace tiempo por mar, es seca, blanca y limpia. Hay troncos muy gruesos que a saber cuándo han sido sacados del agua. Sobre las piedras, han plantado dos horcas de madera de la misma altura: son las bases de un enorme espetón. Cuatro tortugas patas arriba, más de treinta enormes lagartos, vivos, con las uñas de sus patas entrelazadas, de tal manera que no pueden escaparse, dos carneros, todas esas vituallas esperan ser sacrificadas y comidas. Hay quizá dos mil huevos de tortuga.

Una mañana, llegan unos quince jinetes, todos indios con collares en torno al cuello, sombreros de paja muy anchos, taparrabos, muslos, pantorrillas, pies y nalgas al aire, y una chaqueta de pieles de carnero vuelta, sin mangas. Todos llevan un enorme puñal al cinto; dos, una escopeta de caza de dos cañones; el jefe, una carabina de repetición y también una magnífica chaqueta con mangas de cuero negro y un cinto lleno de balas. Los caballos son magníficos, pequeños, pero muy nerviosos, todos tordos. Detrás, en la grupa, llevan un haz de hierbas secas. Han anunciado su llegada desde muy lejos disparando sus armas, pero como iban a galope tendido, se han encontrado en seguida junto a nosotros. El jefe se parece extrañamente, si bien es algo más viejo, a Zato y a su hermano. Una vez ha descabalgado de su pura sangre, se acerca a Zato y ambos se tocan el hombro mutuamente. Entra solo en la casa y vuelve con el indio detrás y el crío en brazos. Lo presenta levantado en vilo a todos, y, luego, hace el mismo gesto que Zato: tras haberlo presentado al Este, donde sale el sol, lo oculta bajo su sobaco y el antebrazo izquierdo y entra de nuevo en la casa. Entonces todos los jinetes echan pie a tierra, traban un poco más lejos a los caballos con el haz de hierba colgado al cuello de cada uno. Hacia mediodía, llegan unas indias en un enorme carromato tirado por cuatro caballos. El carretero es Zorrillo. En el carromato, hay tal vez veinte indias, todas jóvenes, y siete u ocho chiquillos.

Antes de que llegue Zorrillo, he sido presentado a todos los jinetes, empezando por el jefe. Zato me hace observar que su dedo pequeño del pie izquierdo está torcido y pasa por encima del otro dedo. Su hermano tiene la misma particularidad y el jefe que acaba de llegar, también. Después, me hace ver bajo el brazo de cada uno la misma mancha negra, una especie de lunar. He comprendido que el recién llegado es padre de ellos. Los tatuajes de Zato son muy admirados por todo el mundo, sobre todo la cabeza de tigre. Todas las indias que acaban de llegar tienen dibujos de todos los colores en sus cuerpos y caras. Lali pone algunos collares de trozos de coral en torno del cuello de algunas, y a las otras, collares de conchas. Hay una india admirable, más alta que las otras, de estatura mediana. Tiene perfil de italiana, parece un camafeo. Su pelo es negro violáceo, sus ojos, verde jade, inmensos, con pestañas muy largas y cejas arqueadas. Lleva el pelo cortado a la india, con flequillo, y la raya en medio partiéndolo en dos, de forma que cae a derecha e izquierda tapándole las orejas. En medio del cuello están cortados a diez centímetros justos. Sus pechos de mármol arrancan juntos y se abren armoniosamente.

Lali me la presenta y la hace entrar en casa con Zoraima y otra india jovencísima que lleva vasijas y una especie de pinceles. En efecto, las visitantes deben pintar a las indias de mi poblado. Presencio la obra maestra que la guapa chica pinta sobre Lali y Zoraima. Sus pinceles están hechos con una varita con un pedazo de lana en el extremo. Para hacer sus dibujos los moja en diferentes colores. Entonces, tomo mi pincel y, partiendo del ombligo de Lali, hago una planta con dos ramas cada una de las cuales va a la base del pecho; luego pinto pétalos de color rosa, y el pezón, de amarillo. Diríase una flor medio abierta, con su pistilo. Las otras tres quieren que les haga lo mismo. Tengo que preguntárselo a Zorrillo. Acude y me dice que puedo pintarlas como quiera desde el momento que ellas están de acuerdo. ¡Lo que llego a hacer! Durante más de dos horas, he pintado los pechos de las jóvenes visitantes y los de las demás. Zoraima exige tener exactamente la misma pintura que Lali. Entretanto, los indios han asado los carneros en el espetón, y dos tortugas cuecen a trozos sobre las brasas. Su carne es roja y hermosa, parece de buey.

Estoy sentado al lado de Zato y de su padre, bajo la tienda. Los hombres comen a un lado, las mujeres en el otro, salvo las que nos sirven. La fiesta termina con una especie de danza, muy avanzada la noche. Para bailar, un indio toca una flauta de madera que emite tonos agudos poco variados y golpea dos tambores de piel de carnero. Muchos indios e indias están borrachos, pero no se produce ningún incidente desagradable. El brujo ha venido montado en su asno. Todo el mundo mira la cicatriz rosa que hay en el sitio de la úlcera, esa úlcera que todo el mundo conocía. Por lo que es una verdadera sorpresa verla cicatrizada. Sólo Zorrillo y yo sabemos a qué atenernos. Zorrillo me explica que el jefe de la tribu que ha venido es el padre de Zato y que le llaman Justo. El es quien juzga los conflictos que surgen entre gente de su tribu y de las otras tribus de raza guajira. Me dice también que cuando hay desavenencias con otra raza de indios, los iapos, se reúnen para discutir si van a hacer la guerra o a arreglar las cosas amigablemente. Cuando un indio es muerto por otro de la otra tribu, se ponen de acuerdo, para evitar la guerra, en que el homicida pague el muerto de la otra tribu. Algunas veces, se paga hasta doscientas cabezas de ganado, pues en las montañas y en su falda todas las tribus poseen muchas vacas y bueyes. Desgraciadamente, nunca las vacunan contra la fiebre aftosa y las epidemias matan cantidades considerables de reses. Por una parte es bueno, dice Zorrillo, pues sin esas enfermedades tendrían demasiadas. Ese ganado no puede ser vendido oficialmente en Colombia o en Venezuela, tiene que quedarse siempre en territorio indio por miedo que lleve la fiebre aftosa a ambos países. Pero, dice Zorrillo, por los montes hay un gran contrabando de manadas.

El jefe visitante, justo, me hace decir por Zorrillo que vaya a verle en su poblado, donde tiene, al parecer, casi cien chozas. Me dice que vaya con Lali y Zoraima, que me dará una choza para nosotros y que no nos llevemos nada, pues tendré todo lo necesario. Me dice que me lleve solamente mi material de tatuaje para hacerle también un tigre a él. Se quita su muñequera de cuero negro y me la da. Según Zorrillo, es un gesto importante que significa que él es mi amigo y que no tendrá fuerza para negarse a mis deseos. Me pregunta si quiero un caballo, le digo que sí, pero que no puedo aceptarlo, pues aquí apenas hay hierba. Dice que Lali o Zoraima pueden, cada vez que sea necesario, ir a media jornada de caballo. Explica dónde es y que allí hay hierba alta y buena. Acepto el caballo, que me mandará, dice, pronto.

Aprovecho esta larga visita de Zorrillo para decirle que tengo confianza en él, que espero que no me traicione delatando mi idea de ir a Venezuela o a Colombia. Me describe los peligros de los treinta primeros kilómetros fronterizos. Según los informes de los contrabandistas, el lado venezolano es más peligroso que el lado colombiano. Por otra parte, él mismo podría acompañarme al lado de Colombia casi hasta Santa Marta, y añade que ya he hecho el camino y que, en su opinión, Colombia es más indicada. Estaría de acuerdo en que comprase otro diccionario, o más bien libros de lecciones de español donde hay frases «standard». Según el, si aprendiese a tartamudear muy fuerte, sería una gran ventaja, pues la gente se pondría nerviosa escuchándome y ella misma acabaría las frases sin prestar demasiada atención al acento y a la dicción. Quedó decidido, me traerá libros y un mapa lo más detallado posible, y, cuando haga falta, también se encargará de vender mis perlas contra dinero colombiano. Zorrillo me explica que los indios, empezando por el jefe, no pueden menos que estar de mi parte en mi decisión de irme, puesto que lo deseo. Sentirán mi marcha, pero comprenderán que es normal que trate de volver con los míos. Lo difícil será Zoraima y, sobre todo Lali. Tanto una como otra, pero sobre todo Lali, son muy capaces de matarme de un tiro. Por otra parte, también por Zorrillo, me entero de algo que ignoraba: Zoraima está encinta. No he notado nada, por lo que me he quedado estupefacto.

La fiesta ha terminado, todo el mundo se ha ido, la tienda de pieles es desmontada, todo vuelve a quedar como antes, al menos en apariencia. He recibido el caballo, un magnífico tordo de larga cola que casi llega al suelo y una crin de un gris platinado maravilloso. Lali y Zoraima no están nada contentas y el brujo me manda llamar para decirme que Lali y Zoraima le han preguntado si podían darle sin peligro vidrio machacado al caballo para que así se muera. Les ha dicho que no hicieran tal cosa porque yo estaba protegido por no sé qué santo indio y que, entonces, el vidrio iría a parar al vientre de ellas. Añade que, a su parecer, ya no hay peligro, pero que no está seguro. Tengo que andar con cuidado. ¿Y en lo que se refiere a mí personalmente? No, dice él. Si ven que me dispongo en serio a marcharme, todo lo más que pueden hacer, sobre todo Lali, es matarme de un tiro de escopeta. ¿Puedo intentar convencerlas de que me dejen ir diciendo que volveré? Eso sí que no, nunca dar a entender que quiero marcharme.

El brujo ha podido decirme todo eso porque, el mismo día, ha hecho venir a Zorrillo, que ha hecho de intérprete. Las cosas son demasiado graves para no tomar todas las precauciones, concluye diciendo Zorrillo. Vuelvo a casa. Zorrillo ha ido a la del brujo y se ha marchado por un camino distinto del mío. Nadie en el poblado sabe que el brujo me ha mandado llamar al mismo tiempo que a Zorrillo.

Ya han pasado seis meses y tengo prisa por irme. Un día, vuelvo a casa y encuentro a Lali y Zoraima inclinadas sobre el mapa. Tratan de entender qué representan esos dibujos. Lo que les preocupa es el dibujo con las flechas que indican los cuatro puntos cardinales. Están desconcertadas, pero adivinan que ese papel tiene algo muy importante que ver con nuestra vida.

El vientre de Zoraima ha empezado a hacerse muy voluminoso. Lali está un poco celosa y me obliga a hacer el amor a no importa qué hora del día o de la noche y en cualquier sitio propicio, Zoraima también reclama hacer el amor, pero, afortunadamente, sólo de noche. He ido a ver a justo, el padre de Zato. Lali y Zoraima me han acompañado. Me he valido del dibujo, que por suerte había guardado, para calcar las fauces del tigre en su pecho. En seis días ha quedado listo, pues la primera costra cayó pronto gracias a un lavado que él mismo se hizo con agua mezclada con trozos de cal viva, justo está tan contento que se contempla en el espejo varias veces al día. Durante mi estancia, ha venido Zorrillo. Con mi autorización ha hablado a Justo de mi proyecto, pues yo quisiera que me cambiase el caballo. Los caballos de, los guajiros, tordos, no existen en Colombia, pero justo tiene tres caballos alazanes colombianos. Tan pronto justo conoce mis proyectos, manda a buscar los caballos. Escojo el que me parece más manso, y justo lo hace ensillar, poner estribos y un freno de hierro, pues los suyos carecen de silla y, por freno, llevan un hueso. Tras haberme equipado a la colombiana, justo me pone en las manos las bridas de cuero marrón y luego, delante de mí, le cuenta a Zorrillo treinta y nueve monedas de oro de cien pesos cada una. Zorrillo debe guardarlas y entregármelas el día que me vaya. Quiere darme su carabina de repetición «Manchester», rehúso y, además, Zorrillo dice que no puedo entrar armado en Colombia. Entonces, Justo me da dos flechas de un dedo de largo, envueltas en lana y encerradas en una pequeña funda, de cuero. Zorrillo me dice que son flechas emponzoñadas, con veneno muy violento y muy raro.

Zorrillo nunca había visto ni tenido flechas envenenadas. Tiene que guardarlas hasta mi marcha. No sé como hacer para expresar lo agradecido que estoy de tanta magnificencia por parte de Justo. Este me dice que, a través de Zorrillo, sabe algo de mí vida, y que la parte que ignora debe ser pródiga, pues soy un hombre entero; que es la primera vez que ha conocido a un hombre blanco, que antes les tenía a todos por enemigos, pero que ahora les querrá y tratará de conocer a otro hombre como yo.

—Reflexiona dice, —antes de irte a otra tierra donde tienes muchos enemigos, cuando en esta tierra en que estamos sólo tienes amigos.

Me dice que Zato y él cuidarán de Lali y Zoraima, que el hijo de Zoraima siempre tendrá un lugar de honor, sí es chico, naturalmente, en la tribu.

—No quisiera que te fueses. Quédate y te daré la bella india que conociste en la fiesta. Es hija mía y te ama. Podrás quedarte aquí conmigo. Tendrás una gran choza y las vacas y bueyes que quieras.

Dejo a ese hombre magnífico y vuelvo a mi poblado. Durante el trayecto, Lali no ha dicho palabra. Está sentada detrás de mí en el caballo alazán. La silla le lastima los muslos, pero no ha dicho nada durante todo el viaje. Zorrillo se ha ido a su poblado por otro camino. Por la noche, hace un poco de frío. Pongo a Lali una chaqueta de piel de camero que justo me ha dado. Ella se deja vestir sin decir palabra ni expresar nada. Ni un gesto. Acepta la chaqueta, sin más. Aunque el trote del caballo es un poco fuerte, no me coge del talle para sostenerse. Cuando llegamos al poblado y voy a saludar a Zato, ella se va con el caballo, lo ata a la casa, con un manojo de hierba delante, sin quitarle la silla ni el freno. Tras haber pasado una hora larga con Zato, vuelvo a casa.

Cuando están tristes, los indios, y sobre todo las indias, tienen un rostro hermético, ni un músculo de su rostro se mueve, sus ojos están anegados de tristeza. Jamás lloran. Pueden gemir, pero no lloran. Al moverme, he lastimado el vientre de Zoraima, el dolor le hace soltar un grito. Entonces, me levanto, temeroso de que suceda otra vez, y voy a acostarme en otra hamaca. Esta hamaca cuelga muy baja, me tiendo, pues, y noto que alguien la toca. Finjo dormir. Lali se sienta en un tronco de árbol y me mira sin moverse. Un momento después, siento la presencia de Zoraima: tiene la costumbre de perfumarse chafando flores de naranjo y frotándose la piel con ellas. Esas flores las compra, mediante trueques, en bolsitas a una india que, de vez en cuando, viene al poblado. Cuando despierto ambas siguen ahí, quietas. Ya ha salido el sol, son casi las ocho. Las llevo a la playa y me tumbo en la arena seca. Lali está sentada, así como Zoraima. Acaricio los pechos y el vientre de Zoraima, que sigue de mármol. Tumbo a Lali y la beso, ella aprieta los labios. El pescador ha venido a esperar a Lali. Le ha bastado ver su cara para comprender, se ha retirado. Estoy verdaderamente apesadumbrado y no sé qué hacer, sino acariciarlas y besarlas para demostrarles que las quiero. Ni una palabra sale de sus bocas.

Estoy en verdad turbado por tanto dolor ante la simple idea de lo que será la vida de ellas cuando me haya marchado. Lali quiere hacer el amor a la fuerza. Se me entrega con una especie de desesperación. ¿Cuál es el motivo? Sólo puede haber uno: intenta quedar encinta de mí.

Por primera vez, esta mañana, he visto un gesto de celos hacia Zoraima. Acariciaba el vientre y los senos de Zoraima y ella me mordisqueaba el lóbulo de las orejas. Estábamos tumbados en la playa, en una hondonada bien resguardada, sobre la fina arena. Lali ha llegado, ha cogido a su hermana del brazo, le ha pasado la mano sobre su vientre hinchado y, luego, sobre el suyo, liso y aplastado. Zoraima se ha levantado y, como queriendo decir: tienes razón, le ha dejado el sitio a mi lado.

Las mujeres me hacen la comida todos los días, pero ellas no comen nada. Hace tres días que no han comido nada. He tomado el caballo y he estado a punto de cometer una falta grave, la primera en más de cinco meses: me he ido sin permiso a visitar al brujo. En el camino, he reflexionado y, en vez de ir directamente a su casa, he pasado varias veces a unos doscientos metros de su tienda. Me ha visto y me ha hecho signo de que me acercase. Como he podido, le he hecho comprender que Lali y Zoraima no querían comer. Me da una especie de nuez que debo poner en el agua potable de la casa. Vuelvo y pongo la nuez en la gran jarra. Han bebido varias veces, pero ni aun así comen. Lali ya no va a pescar. Hoy, después de cuatro días de completo ayuno, ha hecho una verdadera locura: ha ido, sin embarcación, a nado, a casi doscientos metros de la orilla, y ha vuelto con treinta ostras para que me las coma. Su desesperación me turba hasta el punto de que yo casi tampoco como. Hace seis días que dura esta situación. Lali está acostada, con fiebre. En seis días, sólo se ha tomado el zumo de algunos limones. Zoraima come sólo una vez al día, hacia las doce. Yo no sé qué hacer. Estoy sentado al lado de Lali. Ella está tendida en el suelo sobre una hamaca que he doblado para hacerle una especie de colchón; contempla el techo de la casa sin moverse. La miro, miro a Zoraima con su vientre hinchado y, no sé exactamente por qué, rompo a llorar. ¿Por mí? ¿Por ellas? ¡Vete a saber! Lloro, gruesas —lágrimas me resbalan por las mejillas. Zoraima, al verlas, se pone a gemir y, entonces, Lali vuelve la cabeza y me ve llorando. Bruscamente, se levanta, se sienta entre mis piernas, gimiendo quedamente. Me besa y me acaricia. Zoraima me ha rodeado los hombros con el brazo y Lali se pone a hablar, habla mientras gime y Zoraima le contesta. Parece hacerle reproches a Lali. Lali toma un trozo de azúcar del tamaño de un puño, me muestra que lo diluye en agua y se la traga en dos sorbos. Luego, sale con Zoraima, oigo que tiran del caballo que encuentro ensillado cuando salgo, con el freno puesto y las bridas atadas al pomo de la silla. Pongo la chaqueta de camero para Zoraima y, en la silla, Lali pone, doblada, una hamaca. Zoraima monta delante, casi sobre el cuello del caballo, yo en medio y Lali detrás. Estoy tan desorientado que me voy sin saludar a nadie ni avisar al jefe.

Lali tira de la brida pues, creyendo que íbamos a casa del brujo, yo había tomado esa dirección. No, Lali tira de la brida y dice: «Zorrillo». Durante el camino, bien aferrada a mi cintura, me besa varias veces en el cuello. Yo sostengo las bridas con la izquierda y con la derecha acaricio a mi Zoraima. Llegamos al poblado de Zorrillo cuando él acaba de regresar de Colombia con tres asnos y un caballo cargado hasta los topes. Entramos en la casa. Lali es la primera en hablar, luego Zoraima.

Y he aquí lo que me explica Zorrillo: hasta el momento que lloré, Lali creía que yo era un blanco que no le concedía ninguna importancia. Que iba a marcharme, eso Lali lo sabía, pero que yo era falso como la serpiente, puesto que nunca se lo había dicho ni dado a entender. Dice que estaba profundamente decepcionada, pues sabía que una india como ella podía hacer feliz a un hombre, que un hombre satisfecho no se va, que pensaba que no había razón para seguir viviendo tras un fracaso tan grave. Zoraima dice lo mismo, y además que tenía miedo de que su hijo saliese al padre: un hombre sin palabra, falso, que pediría a sus mujeres cosas tan difíciles de hacer, que ellas, que darían su vida por él, no podrían comprender. ¿Por qué huía de ella como si fuese el perro que me mordió el día de mi llegada? Contesté:

—¿Qué harías, Lali, si tu padre estuviese enfermo?

—Caminaría sobre espinas para ir a cuidarle.

—¿Qué harías, si te hubiesen cazado como a una bestia para matarte, el día que no pudieras defenderte?

—Buscaría a mi enemigo en todas partes, para enterrarle tan hondo que ni siquiera pudiera revolverse en su hoyo.

—Una vez cumplidas todas esas cosas, ¿qué harías si tuvieses dos maravillosas mujeres que te esperan?

—Regresaría a caballo.

—Es lo que haré, puedes estar segura.

—¿Y, si cuando vuelvas, soy vieja y fea?

—Volveré mucho antes de que seas fea y vieja.

—Sí, has dejado que brote agua de tus ojos, Nunca podrás hacer eso adrede. Puedes irte cuando quieras, pero debes irte a la luz del día, delante de todo el mundo y no como un ladrón. Debes irte como viniste, a la misma hora de la tarde, enteramente vestido. Debes decir quién ha de velar por nosotras día y noche… Zato es el jefe, pero tiene que haber otro hombre que vele por nosotras. Debes decir que la casa sigue siendo tu casa, que ningún hombre salvo tu hijo, si es un hombre lo que haya en el vientre de Zoraima, ningún hombre, pues, debe entrar en tu casa. Para eso, Zorrillo debe venir el día que te vayas. Para que diga todo lo que tú tengas que decir.

Hemos dormido en casa de Zorrillo. Ha sido una noche deliciosamente tierna y dulce. Los murmullos, los ruidos de las bocas de esas dos hijas de la naturaleza tenían sonidos de amor tan turbadores, que estaba conmovido. Hemos vuelto a caballo los tres, despacio a causa del vientre de Zoraima. Debo irme ocho días después de la primera luna, pues Lady quiere decirme si es seguro que está encinta. La luna pasada, no tuvo la regla. Tiene miedo de equivocarse, pero si esta luna sigue sin ver sangre, entonces es que un hijo está germinando. Zorrillo debe traer todas las ropas que he de ponerme: tengo que vestirme allí tras haber hablado como guajiro, es decir, desnudo. La víspera, deberemos ir a ver al brujo los tres. El nos dirá si en la casa deben cerrar mi puerta o dejarla abierta. Ese regreso lento, a causa del vientre de Zoraima, no ha sido empañado por ninguna tristeza. Ellas dos prefieren saberlo, que quedar abandonadas y en ridículo ante las mujeres y los hombres del poblado. Cuando Zoraima tenga su hijo, tomará un pescador para sacar muchas perlas que me guardará. Lali pescará más tiempo todos los días para estar ocupada también. Siento no haber aprendido a decir más de una docena de palabras en guajiro. ¡Les diría tantas cosas que no pueden ser dichas a través de un intérprete!, llegamos. Lo primero que debemos hacer es ver a Zato para darle a entender que siento haberme ido sin decir nada. Zato es tan noble como su hermano. Antes de que hable, ya me ha puesto la mano en el cuello y dice: «Gil (cállate).» La luna nueva será dentro de unos doce días. Con los ocho que debo aguardar después, dentro de veinte días estaré en camino.

Mientras vuelvo a mirar el mapa, cambiando ciertos detalles en la forma de pasar los poblados, pienso de nuevo en lo que me ha dicho Justo. ¿Dónde seré más feliz que aquí, donde todo el mundo me quiere? ¿No voy a labrarme mi propia desgracia volviendo a la civilización? El futuro lo dirá.

Estas tres semanas han pasado como un soplo. Lali ha tenido la prueba de que está encinta. Van a ser dos o tres hijos los que esperen mi regreso. ¿Por qué tres? Ella me dice que su madre ha tenido gemelos dos veces. Hemos ido a casa del brujo. No, no deben cerrar la puerta. Sólo deben poner una rama de árbol atravesada. La hamaca en la que dormíamos los tres debe ser tendida del techo de la choza. Ellas dos deben dormir siempre juntas, pues no son más que una. Luego, nos hace sentar junto a la lumbre, le echa hojas verdes y nos envuelve en humo durante más de diez minutos. Nos hemos vuelto a casa, a esperar a Zorrillo, quien, en efecto, llega aquella misma noche. En torno de la lumbre, delante de mi choza, hemos pasado toda la velada hablando. A cada uno de los indios les he dicho, a través de Zorrillo, una palabra amable y cada uno, a su vez, contestaba también algo. Al salir el sol, me he retirado con Lali y Zoraima. Hemos hecho el amor durante todo el día. Zoraima se pone encima de mí para sentirme mejor dentro de ella y Lali se enrosca como una hiedra clavada en su sexo que late como un corazón. Por la tarde, me marcho. Traducido por Zorrillo, digo:

—Zato, gran jefe de esta tribu que me ha acogido, que me lo ha dado todo, debo decirte que es necesario que me permitas que os deje para muchas lunas.

—¿Por qué quieres dejar a tus amigos?

—Porque es necesario que vaya a castigar a quienes me persiguieron como a una fiera. Gracias a ti, he podido, en tu poblado, estar a resguardo, he podido vivir dichoso, comer bien, tener amigos nobles, mujeres que han puesto sol en mi pecho. Pero eso no debe transformar a un hombre como yo en un animal que, por haber hallado refugio cálido y bueno, se queda en el toda la vida por miedo de tener que sufrir luchando. Voy a afrontar a mis enemigos, voy a ver a mi padre, que me necesita. Aquí dejo mi alma, en mis mujeres Lali y Zoraima, en los hijos fruto de nuestra unión. Mi choza es de ellas y de mis hijos que nacerán. Espero que tú, Zato, si alguien lo olvidara, se lo recuerdes. Pido que, además de tu vigilancia personal, un hombre que se llama Usli proteja día y noche a mi familia. Os he querido mucho a todos y siempre os querré. Voy a hacer todo lo que pueda para regresar muy pronto. Si muero en el cumplimiento de mi deber, mi pensamiento irá hacia vosotros, Lali, Zoraima y mis hijos, y a vosotros, indios guajiros, que sois mi familia.

Entro en mi choza seguido por Lali y Zoraima. Me visto: camisa y pantalón caqui, calcetines botas hasta media pierna.

Durante mucho rato he vuelto la cabeza para ver trozo a trozo ese poblado idílico en el que he pasado seis meses. Esta tribu guajira tan temida, tanto por las otras tribus como por los blancos, ha sido para mí un puerto donde respirar, un refugio sin igual contra la maldad de los hombres. En él he encontrado amor, paz, tranquilidad y nobleza. Adiós, guajiros, indios salvajes de la península colombo-venezolana. Por suerte, tu vasto territorio es disputado y libre de toda injerencia de las dos civilizaciones que te rodean. Tu salvaje forma de vivir y de defenderte me ha enseñado una cosa muy importante para el futuro: que vale más ser un indio salvaje que un magistrado licenciado en Letras.

Adiós, Lali y Zoraima, mujeres incomparables, de reacciones tan próximas a la naturaleza, sin cálculo, espontáneas y que, en el momento de irme, con toda sencillez, han puesto en un talego de lona todas las perlas que había en la choza. Volveré, estoy seguro, de ello. ¿Cuándo? ¿Cómo? No lo sé, pero me prometo regresar.

Hacia el final de la tarde, Zorrillo monta a caballo y salimos en dirección de Colombia. Llevo un sombrero de paja. Camino tirando a mi caballo de la brida. Todos los indios de la tribu, sin excepción, se tapan la cara con el brazo izquierdo y extienden hacia mí el brazo derecho. De este modo, me significan que no quieren verme partir, que eso les causa demasiada pena y levantan la mano como haciendo ademán de retenerme. Lali y Zoraima me acompañan casi cien metros. Creí que iban a besarme cuando, bruscamente, lanzando alaridos, se han ido corriendo hacia nuestra casa, sin volverse.