La prisión de Río Hacha

Al despuntar el día, zarpamos. El doctor y las hermanitas han venido a decirnos adiós. Desatracamos con facilidad del muelle, el viento nos toma en seguida y navegamos normalmente. Sale el sol, radiante. Una jornada sin tropiezos nos aguarda. Enseguida me percato de que la embarcación tiene demasiado velamen y no está lo suficientemente lastrada. Decido ser prudente. Avanzamos a toda velocidad. Este batel es un pura sangre en cuanto a rapidez se refiere, pero envidioso e irritable. Hago pleno Oeste. Hemos tomado el acuerdo de desembarcar clandestinamente en la costa colombiana a los tres hombres que se nos unieron en Trinidad. No quieren saber nada de una larga travesía, dicen que confían en mí, pero en el tiempo ya no. En efecto, según los boletines meteorológicos de los diarios que leímos en la prisión, se espera mal tiempo y hasta huracanes. Reconozco su derecho y queda convenido que les desembarcaré en una península solitaria y deshabitada, llamada la Guajira. Nosotros tres proseguiremos hasta Honduras británica. El tiempo es espléndido y la noche estrellada que sigue a esta jornada radiante nos facilita, gracias a una media luna potente, ese proyecto de desembarco. Vamos recto hacia la costa colombiana, echo el ancla y, poco a poco, sondeamos para ver si pueden desembarcar. Por desgracia, el agua es muy profunda y hemos de acercarnos peligrosamente a una costa rocosa para llegar a tener menos de un metro cincuenta de agua. Nos estrechamos la mano, todos ellos bajan, ponen pie y, luego, con la maleta a la cabeza, avanzan hacia tierra. Observamos la maniobra con interés y un poco de tristeza. Esos camaradas se han portado bien con nosotros, han estado a la altura de las circunstancias. Es una lástima que abandonen el batel. Mientras se acercan a la costa, el viento remite completamente. ¡Mierda! ¡Con tal de que no sean vistos desde la población señalada en el mapa que se llama Río Hacha! Es el primer puerto donde hay autoridades policíacas. Esperemos que no. Me parece que nos encontramos bastante más arriba del punto indicado por razón del pequeño faro que está en la punta que acabamos de rebasar.

Esperar, esperar… Los tres han desaparecido tras habernos dicho adiós con sus pañuelos blancos. ¡El viento, maldita sea! ¡Viento para despegar de esta tierra colombiana que es un signo de interrogación para nosotros! En efecto, no sabemos si entregan a los presos evadidos o no. Nosotros tres preferimos la certidumbre de Honduras Británica a la incógnita de Colombia. El viento no se levanta hasta las tres de la tarde. Podemos irnos. Izo todo el velamen e, inclinado quizá un poco demasiado, navego despacio durante más de dos horas cuando, de pronto, una lancha rápida se dirige recto sobre nosotros y dispara tiros de fusil al aire para hacernos parar. Sigo adelante sin obedecer, tratando de ganar alta mar fuera de las aguas jurisdiccionales. Imposible. Esta poderosa lancha nos alcanza en menos de hora y media de caza y, apuntados por diez hombres, fusil en mano, nos vemos obligados a rendirnos.

Esos soldados o policías que nos han detenido tienen todos unas pintas muy particulares: pantalón sucio que en un principio fue —blanco, jerseys de lana que, seguramente, jamás han sido lavados, con rotos, todos descalzos, salvo el «comandante», mejor vestido y más limpio. Van mal vestidos, pero armados hasta los dientes: cartuchera llena de balas al cinto, fusiles de guerra bien cuidados, y, por si esto fuese poco, una funda con un gran puñal y el mango al alcance de la mano. El que ellos llaman «comandante» tiene cara de mestizo asesino. Lleva una gran pistola que pende, a su vez, de un cinto lleno de balas. Como sólo hablan español, no comprendemos lo que dicen, pero ni su mirada, ni sus gestos, ni el tono de su voz son simpáticos, todo es hostil.

Vamos a pie desde el puerto a la cárcel, cruzando la aldea que, en efecto, es Río Hacha, encuadrados por seis ganapanes, tres que caminan a dos metros, con el arma dirigida contra nosotros. La llegada no resulta, pues, demasiado simpática.

Llegamos al patio de una prisión rodeada por un pequeño muro. Una veintena de presos barbudos y sucios están sentados o de pie, y también nos miran con ojos hostiles.

Vamos, vamos[10].

Comprendemos lo que quieren decir. Lo cual nos resulta difícil, pues Clousiot, aunque vaya mucho mejor sigue caminando sobre el hierro de su pierna escayolada y no puede ir de prisa. El «comandante», que se ha quedado atrás, nos alcanza llevando bajo el brazo la brújula y el impermeable. Come nuestras galletas con nuestro chocolate, y en seguida comprendemos que se nos despojará de todo. No nos hemos engañado. Estamos encerrados en una sala cochambrosa con una ventana de gruesos barrotes. En el suelo, tablas con una especie de almohada de madera a un lado: son camas. «Franceses, franceses», viene a decirnos en la ventana un preso, cuando los policías se han ido tras habernos encerrado.

—¿Qué quieres?

—¡Franceses, no bueno, no bueno!

—¿No bueno, qué?

—Policía.

—¿Policía?

—Sí, policía no bueno.

Y se va. Ha caído la noche, la sala está alumbrada por una bombilla eléctrica que debe ser de poca potencia, pues apenas ilumina. Los mosquitos zumban en nuestros oídos y se meten en nuestras narices.

—¡Vaya, estamos frescos! Nos costará caro haber desembarcado a aquellos tipos.

—¡Qué se le va a hacer! No lo sabíamos. De todos modos, si hubiésemos tenido viento…

—Te has acercado demasiado —dice Clousiot.

—Cállate ya. No es el momento de acusarse o de acusar a los demás, es el momento de juntar los codos. Debemos estar más unidos que nunca.

—Perdón, tienes razón, Papi. No es culpa de nadie.

¡Oh! Sería injusto haber luchado tanto para que la fuga terminase aquí de manera lamentable. No nos han registrado. Llevo mi estuche en el bolsillo y me apresuro a colocármelo en su escondrijo. Clousiot se mete también el suyo. Hemos hecho bien no deshaciéndonos de ellos. Por lo demás, es un portamonedas hermético y poco voluminoso, fácil de guardar en el interior de nosotros. Mi reloj marca las ocho de la noche. Nos traen azúcar sin refinar, color marrón, un pedazo como el puño para cada uno, y tres paquetes de pasta de arroz hervida con sal.

—¡Buenas noches!

—Eso debe significar: bonne nuit —dice Maturette.

El día siguiente, a las siete, nos sirven en el patio un excelente café en vasos de madera. Sobre las ocho, pasa el «comandante». Le pido que me deje ir al barco para recoger nuestros trastos. O no lo ha entendido, o lo hace ver. Cuanto más le miro, más pinta de asesino le encuentro. En el costado izquierdo lleva una botellita en una funda de cuero, la saca, bebe un trago, escupe y me alarga el frasco. Ante ese primer gesto de amabilidad, lo tomo y bebo. Afortunadamente, he tragado poco, es fuego con sabor a alcohol de quemar. Lo engullo rápidamente y me pongo a toser y él se ríe a carcajadas. ¡Maldito indio mestizo de negro!

A las diez, llegan varios paisanos vestidos de blanco y encorbatados. Son seis o siete y entran en un edificio que parece ser la dirección de la cárcel. Nos mandan llamar. Todos están sentados en sillas, formando semicírculo en una sala donde campea un gran cuadro de un oficial blanco muy condecorado, el presidente Alfonso López de Colombia. Uno de los caballeros manda sentar a Clousiot y le habla en francés, nosotros seguimos de pie. El individuo del centro, flaco, nariz picuda de águila y gafas ahumadas, comienza a interrogarme. El intérprete no traduce nada y me dice:

—El señor que acaba de hablar y va a interrogarle es el juez de la ciudad de Río Hacha, los otros son notables, amigos suyos. Yo, que hago de traductor, soy un haitiano que dirige los trabajos de electricidad de este departamento. Creo que entre esa gente, pese a que no lo digan, algunos comprenden un poco de francés, quizás incluso el mismo juez.

El juez se impacienta con ese preámbulo y empieza su interrogatorio en español. El haitiano traduce sucesivamente preguntas, y respuestas.

—¿Son franceses?

—Sí.

—¿De dónde vienen?

—De Curasao.

—¿Y antes?

—De Trinidad.

—¿Y antes?

—De Martinica.

—Miente usted. Nuestro cónsul en Curasao, hace más de una semana, fue avisado para que mandase vigilar las costas porque seis evadidos de la penitenciaría de Francia iban a tratar de desembarcar aquí.

—Está bien. Somos fugados de la penitenciaría.

—¿Cayenero, entonces?

—Sí.

—Cuando un país tan noble como Francia les ha mandado tan lejos y castigado tan severamente, ¿es porque son bandidos muy peligrosos?

—Quizá.

—¿Ladrones o asesinos?

—Homicidas.

Matador, que viene a ser lo mismo. Entonces, ¿son matadores? ¿Dónde están los otros tres?

—Se quedaron en Curasao.

—Miente usted otra vez. Los han desembarcado a sesenta kilómetros de aquí en un pueblo que se llama Castillete. Afortunadamente, han sido detenidos, y estarán aquí dentro de unas horas. ¿Han robado esa embarcación?

—No, nos la regaló el obispo de Curasao.

—Bien. Se quedarán presos aquí hasta que el gobernador decida lo que debe hacerse con ustedes. Por haber cometido el delito de desembarcar a tres de sus cómplices en territorio colombiano e intentar luego, hacerse de nuevo a la mar, condeno a tres meses de prisión al capitán del barco, usted, y a un mes a los otros. Pórtense bien, si no quieren ser castigados corporalmente por los policías, que son hombres muy duros. ¿Tiene usted algo que objetar?

—No. Sólo deseo recoger mis efectos y los víveres que están a bordo de la embarcación.

—Todo eso queda confiscado por la aduana, salvo un pantalón, una camisa, una chaqueta y un par de zapatos para cada uno de ustedes. El resto está confiscado y no insista: no hay nada que hacer, es la ley.

Nos retiramos al patio. El juez es asaltado por los míseros presos del país:

—¡Doctor, doctor!

Pasa entre ellos, pagado de su importancia, sin responder y sin pararse. Sale de la prisión con sus acompañantes y todos desaparecen.

A la una, llegan los otros tres en un camión con siete u ocho hombres armados. Bajan muy corridos con su maleta. Entramos con ellos en la sala.

—¡Qué monstruoso error hemos cometido y os hemos hecho cometer! —dice el bretón—. No tenemos perdón, Papillon. Si quieres matarme, puedes hacerlo, no me defenderé. No somos hombres, somos unos mariquitas. Hemos hecho eso por miedo del mar. Pues bien, según la impresión que tengo de Colombia y de los colombianos, los peligros del mar eran de risa comparados con los peligros de estar en manos de individuos como esos. ¿Os trincaron por culpa del viento?

—Sí, bretón. No tengo por qué matar a nadie. Todos nos hemos equivocado. Yo no tenía más que negarme a desembarcaros y no habría pasado nada.

—Eres muy bueno, Papi.

—No, soy justo. —Les cuento el interrogatorio—. En fin, quizás el gobernador nos deje en libertad.

—¡Hombre! Como se dice: esperemos, pues la esperanza es lo último que se pierde.

A mi parecer, las autoridades de este terruño medio civilizado no pueden tomar una decisión sobre nuestro caso. Sólo en las elevadas esferas decidirán si podemos quedarnos en Colombia, si debemos ser entregados a Francia, o devueltos a nuestra embarcación para ir más lejos. Me extrañaría mucho que esas gentes a quienes no hemos causado ningún perjuicio tomasen la decisión más grave, al fin y al cabo, no hemos cometido ningún delito en su territorio.

Hace ya una semana que estamos aquí. No hay variación, de no ser que se habla de trasladarnos bien custodiados a una ciudad más importante, a doscientos kilómetros de distancia, Santa Marta. Esos policías con pinta de bucaneros o de corsarios no han cambiado de actitud para con nosotros. Ayer mismo, uno de ellos casi me hiere al disparar su fusil porque le cogí mi jabón en el lavadero. Seguimos en esta sala plagada de mosquitos, afortunadamente un poco más limpia que cuando vinimos, gracias a Maturette y al bretón, que la friegan cada día. Comienzo a desesperarme, pierdo la confianza. Esa raza de colombianos, mezcla de indios y de negros, mestizos de indios y de españoles que en otros tiempos fueron los dueños de este país, me hace perder la confianza. Un preso colombiano me presta un periódico atrasado de Santa Marta. En primera plana, nuestras seis fotos y, abajo, el «comandante» de la Policía, con su enorme sombrero de fieltro, un puro en la boca y la fotografía de una decena de policías armados con sus trabucos. Comprendo que la captura ha sido novelada, aumentando el papel desempeñado por ellos, Diríase que Colombia entera se ha salvado de un terrible peligro con nuestra detención. Y, sin embargo, la foto de los bandidos es más simpática de mirar que la de los policías. Los bandidos tienen más bien aspecto de gente honrada, en tanto que los policías, con perdón, empezando por el «comandante», quedan retratados. ¿Qué hacer? Empiezo a saber algunas palabras de español: fugarse; preso; matar; cadena; esposas; hombre; mujer.