Curaçao

Gaviotas. Primero los chillidos, pues es de noche. Luego, ellas, girando en torno de la embarcación. Una se posa en el mástil, se va, vuelve a posarse. Ese ajetreo dura más de tres horas, hasta que despunta el día con un sol radiante. Nada en el horizonte que nos indique tierra. ¿De dónde diablos vienen esas gaviotas? Durante todo el día, nuestros ojos escrutan en vano el horizonte Ni el menor indicio de tierra próxima. La luna llena sale cuando el sol se pone y esa luna tropical es tan brillante que su reverberación me lastima los ojos. Ya no tengo mis gafas ahumadas, se fueron con la famosa ola, así como todas mis gorras. Sobre las ocho de la noche, en el horizonte, lejísimos en esa luz lunar, percibimos una línea negra.

—Eso es tierra, ¡seguro! —exclamo, antes que nadie.

—Sí, en efecto.

En suma, todos están de acuerdo y dicen que ven una línea oscura que debe ser tierra. Durante todo el resto de la noche sigo con la proa puesta hacia esa sombra que poco a poco se hace precisa. Llegamos. Con fuerte viento, sin nubes y olas altas, pero largas y disciplinadas, nos acercamos a todo trapo. Esa masa negra no se eleva mucho sobre el agua y nada indica si la costa es de acantilados, escollos o arena. La luna, que se está poniendo al otro lado de esa tierra, hace una sombra que sólo me permite ver, a ras del agua, una cadena de luz, primero lisa y, luego, fragmentada. Me acerco, me acerco y, a un kilómetro aproximadamente echo el ancla. El viento es fuerte, la embarcación gira sobre sí misma y se encara con la ola, que la levanta cada vez que pasa. Es muy inquieto, o sea, muy incómodo. Por supuesto, las velas están arriadas y enrolladas. Hubiésemos podido esperar el día en esta desagradable pero segura posición, mas desgraciadamente de repente, el ancla se suelta. Para poder dirigir la embarcación, es necesario que se desplace, de lo contrario no se puede gobernar. Izamos el foque y el trinquete pero, —cosa rara, el ancla no engancha con facilidad. Mis compañeros tiran de la soga hacia bordo, pero el extremo final nos llega sin ancla, la hemos perdido. Pese a todos mis esfuerzos, las olas nos acercan tan peligrosamente a las rocas de esta tierra, que decido izar la vela e ir sin reservar hacia ella, con ímpetu. Hago tan bien la maniobra que nos encontramos encallados entre dos rocas con la canoa completamente desencajada. Nadie grita el «sálvese el que pueda», pero cuando viene la ola siguiente, todos nos arrojamos a ella para llegar a tierra, arrollados, magullados, pero vivos. Sólo Clousiot, con su escayolado, ha sido más maltratado que nosotros por las olas. Tienen brazos, cara y manos ensangrentados, llenos de rasguños. Nosotros, algunos golpes en las rodillas, manos y tobillos. A mí me sangra una oreja que ha rozado con demasiada dureza con una roca.

Sea lo que sea, todos estamos vivos y a resguardo de las olas en tierra seca. Cuando sale el sol, recuperamos el impermeable y yo vuelvo a la embarcación, que empieza a desmontarse. Consigo arrancar el compás, clavado en el banco de popa. Nadie en las proximidades ni en los alrededores. Viramos hacia el sitio de las famosas luces, es una hilera de linternas que sirven para indicar a los pescadores —más adelante nos enteraremos de ello— que el paraje es peligroso. Nos vamos a pie tierra adentro. No hay más que cactos, enormes cactos y borricos. Llegamos a un pozo, muy cansados, pues, por turno, dos de nosotros hemos de llevar a Clousiot haciendo silla con los brazos. En torno del pozo, esqueletos de asnos y cabras. El pozo está seco, las aspas del molino que antaño lo hacían funcionar giran inútilmente sin subir agua. Ni un alma viviente, sólo asnos y cabras.

Nos acercamos a una casita cuyas puertas abiertas nos invitan a entrar. Gritamos:

—¡Ah de la casa!

Nadie. Sobre la chimenea, un talego de lona atado con un cordón, lo cojo y lo abro. Al abrirlo, el cordón se rompe: está lleno de florines, moneda holandesa. Así, pues, estamos en territorio holandés: Bonaire, Curasao o Aruba. Dejamos el talego sin llevarnos nada, encontramos agua y cada uno de nosotros bebe un cazo. Nadie en la casa, nadie en los alrededores. Nos vamos y caminamos muy despacio, a causa de Clousiot, cuando un viejo «Ford» nos corta el paso.

—¿Son ustedes franceses?

—Sí, señor.

—Hagan el favor de subir al coche.

Acomodamos a Clousiot sobre las rodillas de los tres que van atrás. Yo me siento al lado del conductor y Maturette en el mío.

—¿Han naufragado?

—Sí.

—¿Se ha ahogado alguien?

—No.

—¿De dónde vienen?

—De Trinidad.

—¿Y antes?

—De la Guayana francesa.

—¿Presidiarios o relegados?

—Presidiarios.

—Soy el doctor Naal, propietario de esta lengua de terreno, que es una península de Curasao. Esta península es denominada la isla de los Asnos. Asnos y cabras viven aquí comiendo cactos espinosos. A las espinas el pueblo las llama «señoritas de Curasao».

—No es muy lisonjero para las verdaderas señoritas de Curasao —le digo.

El gordo y alto caballero ríe estrepitosamente. El «Ford» jadeante, con un resoplido de asmático, se para solo. Señalando las manadas de asnos, digo:

—Si el coche ya no va, podemos hacernos arrastrar.

—Tengo una especie de arnés en el portaequipajes, pero todo estriba en que se pueda atrapar a un par de ellos y enjaezarlos. No es fácil, no.

El gordo señor levanta el capó y en seguida ve que un traqueteo demasiado fuerte ha desconectado un hilo que va a las bujías. Antes de subir al coche, mira a todos los lados, parece preocupado. Arrancamos y, tras haber cruzado por senderos abarrancados, desembocamos en un cercado pintado de blanco que nos corta el paso. Hay una casita blanca también. El señor habla en holandés a un negro muy claro y pulcramente vestido, que dice a cada momento: «Ya master, ya master». Tras lo cual, él nos dice:

—He ordenado a ese hombre que les haga compañía y les dé de beber, si tienen sed, hasta que yo vuelva. Hagan el favor de apearse.

Nos apeamos y nos sentamos junto a la camioneta, en la hierba, a la sombra. El «Ford» destartalado se va. Apenas ha recorrido cincuenta metros, cuando el negro nos dice en papiamento, dialecto holandés de las Antillas, compuesto de palabras inglesas, holandesas, francesas y españolas, que su amo, el doctor Naal, ha ido a buscar a la Policía, pues tiene mucho miedo de nosotros, que le ha dicho que vaya con cuidado, pues nosotros éramos ladrones fugados. Y el pobre diablo de mulato no sabe qué hacer para sernos agradable. Prepara un café muy flojo pero que, con el calor, nos sienta bien. Aguardamos más de una hora hasta que llega un camión tipo coche celular, con seis policías vestidos a la alemana, y un coche descapotable con el conductor vestido con uniforme de la Policía y tres caballeros, uno de los cuales es el doctor Naal, atrás.

Bajan, y uno de ellos, el más bajito, con cara de cura recién afeitado, nos dice:

—Soy el jefe de la seguridad de la isla de Curasao. Por esa responsabilidad, me veo obligado a hacerles detener. ¿Han cometido ustedes algún delito desde que han llegado a la isla? Y si lo han cometido, ¿cuál es? ¿Y quién de ustedes?

—Señor, somos Presidiarios evadidos. Venimos de Trinidad y hace pocas horas que hemos estrellado nuestra embarcación en sus rocas. Soy el capitán de este pequeño grupo y puedo afirmar que ninguno de nosotros ha cometido el más leve delito.

El comisario se vuelve hacia el gordo doctor Naal y le habla en holandés. Ambos discuten todavía, cuando llega un individuo en bicicleta. Tanto al doctor Naal como al comisario les habla rápida y ruidosamente.

—Señor Naal, ¿por qué dijo usted a ese hombre que somos ladrones?

—Porque ese hombre que usted ve ahí me informó antes de que les encontrase a ustedes, que, escondido detrás de un cacto, les vio entrar y salir de su casa. Ese hombre es un empleado mío que cuida parte de los asnos.

—¿Y porque hemos entrado en la casa somos ladrones? Lo que dice usted es una tontería, caballero. Sólo hemos tomado agua, ¿le parece eso un robo?

—¿Y el talego de florines?

—El talego lo he abierto, en efecto, y hasta he roto el cordón al abrirlo. Pero sólo me he limitado a ver qué moneda contenía para saber en qué país estábamos. Escrupulosamente, he repuesto el dinero y el talego en el mismo sitio donde estaban, en la repisa de una chimenea.

El comisario me mira en los ojos y, volviéndose bruscamente hacia el hombre de la bicicleta, le habla con mucha dureza. El doctor Naal. hace un ademán y quiere hablar. Muy secamente, a la alemana, el comisario le impide que intervenga. El comisario hace subir al hombre de la bicicleta junto al chófer de su coche, sube a su vez y, acompañado de dos policías, se va. Naal y el otro hombre que ha llegado con él entran en la casa junto a nosotros.

—Les debo una explicación —nos dice—. Ese hombre me dijo que el talego había desaparecido. Antes de hacerles cachear a ustedes, el comisario le interrogó por suponer que mentía. Si son ustedes inocentes, lamento el incidente, pero no ha sido por mi culpa.

Antes de un cuarto de hora, vuelve el coche y el comisario me dice:

—Ha dicho usted la verdad, ese hombre es un infame embustero. Será castigado por haber pretendido causarle un grave perjuicio.

Entretanto, el tipo aquel es obligado a subir en el coche celular, los otros cinco suben también y yo iba a hacerlo, cuando el comisario me retiene y me dice:

—Siéntese en mi coche, al lado del chófer.

Salimos antes que el camión y, muy pronto, lo perdemos de vista. Vamos por carreteras bien asfaltadas y, luego, entramos en la ciudad, cuyas casas son de estilo holandés. Todo es muy limpio y la mayoría de la gente va en bicicleta. Cientos de personas sobre dos ruedas van y vienen así por la ciudad. Entramos en el puesto de Policía. De un gran despacho donde hay varios oficiales de Policía, todos de blanco, cada uno en su escritorio, pasamos a otra pieza que tiene aire acondicionado. Hace fresco. Un hombre alto y fuerte, rubio, de unos cuarenta años aproximadamente, está sentado en un sillón. Se levanta y habla en holandés. Terminada la conversación, el comisario dice en francés:

—Le presento al primer comandante de Policía de Curasao. Mi comandante, este hombre es un francés, jefe del grupo de seis hombres que hemos detenido.

—Bien, comisario. Sean ustedes bien venidos a Curasao a título de náufragos. ¿Cuál es su nombre de pila?

—Henri.

—Bien, Henri, ha debido usted pasar un mal rato con el incidente del talego, pero ese incidente le favorece también, pues demuestra sin lugar a dudas que es usted un hombre honrado. Voy a hacer que le den una sala bien alumbrada con litera para que descanse. Su caso será sometido al gobernador, quien dará las órdenes pertinentes. Tanto el comisario como yo intervendremos en favor de ustedes.

Me tiende la mano y salimos. En el patio, el doctor Naal se disculpa de nuevo y me promete intervenir también en favor de nosotros. Dos horas después, estamos todos encerrados en una sala muy grande, rectangular, con una docena de camas y una larga mesa de madera con bancos en medio. Con los dólares de Trinidad pedimos a un policía, por la puerta enrejada, que nos compre tabaco, papel y fósforos. No toma el dinero y no comprendemos lo que ha contestado.

—Ese negro de ébano dice Clousiot —tiene aspecto de ser muy servicial. Pero el tabaco no llega.

Voy a llamar a la puerta, cuando, en el mismo instante esta se abre. Un hombrecillo, tipo coolí, con un traje gris de preso y un número en el pecho para que no haya dudas nos dice:

—El dinero cigarrillos.

—No. Tabaco, fósforos y papel.

Pocos minutos después vuelve con todo ello, y un gran puchero humeante que contiene chocolate o cacao. Cada cual bebe uno de los tazones que ha traído el preso.

Por la tarde vienen a buscarme. Voy otra vez al despacho del comandante de Policía.

—El gobernador me ha dado orden de dejarles libres en el patio de la prisión. Diga a sus compañeros que no intenten evadirse, pues las consecuencias serían graves para todos. Usted, en tanto que capitán, puede salir a la ciudad cada mañana durante dos horas, de diez a doce, y cada tarde de tres a cinco. ¿Tiene usted dinero?

—Sí. Inglés y francés.

—Un policía de paisano le acompañará adonde usted quiera en sus paseos.

—¿Qué van a hacer de nosotros?

—Creo que intentaremos embarcarles uno a uno en petroleros de diferentes naciones. Como Curasao tiene una de las mayores refinerías del mundo que trata el petróleo de Venezuela cada día entran y salen de veinte a veinticinco petroleros de todos los países. Para ustedes sería la solución ideal, pues llegarían a esos Estados sin ningún problema.

—¿Qué países, por ejemplo? ¿Panamá, Costa Rica, Guatemala, Nicaragua, México, Canadá, Cuba, Estados Unidos y los países de leyes inglesas?

—Imposible, y Europa tampoco es posible. Sin embargo, estén tranquilos, tengan confianza, déjennos hacer algo para ayudarles a poner el pie en el estribo del camino de una vida nueva.

—Gracias, comandante.

Lo cuento todo fielmente a mis camaradas. Clousiot, el más marrullero de la pandilla, me dice:

—¿Qué piensas tú de eso, Papillon?

—Todavía no lo sé, me temo que se trate de un camelo para que nos estemos quietos, para que no nos fuguemos.

—Me temo que tengas razón dice él.

El bretón cree en ese plan maravilloso. El tipo de la plancha está exultante. Dice:

—Si no hay canoa, no hay aventura, eso es seguro. Cada uno llega a un país cualquiera en un gran petrolero y entra oficialmente en territorio amigo.

Leblond es del mismo parecer.

—¿Y tú, Maturette? ¿Qué opinas?

Y ese chaval de diecinueve años, ese cabrito transformado accidentalmente en presidiario, ese chiquillo de rasgos más finos que una mujer, dice con su dulce voz:

—¿Creéis que esos cabezas cuadradas de policías amañarán o falsificarán documentos de identidad para nosotros? No lo creo. Todo lo más, podrían hacer la vista gorda para que, uno a uno, embarcásemos clandestinamente a bordo de un petrolero cuando zarpase. Más, no. Y aún lo harían para desembarazarse de nosotros sin quebraderos de cabeza. Esta es mi opinión. El cuento ese no me lo trago.

Salgo muy raramente, un poco por la mañana, para hacer algunas compras. Hace una semana que estamos aquí y no hay novedad. Empezamos a ponernos nerviosos. Una tarde, vemos a tres curas rodeados de policías que visitan celdas y salas sucesivamente. Se paran largo rato en la celda más próxima a nosotros, donde está un negro acusado de violación. Suponiendo que vendrán donde nosotros estamos, entramos todos en la sala y nos sentamos en nuestras respectivas camas. En efecto, al poco rato, entran los tres, acompañados por el doctor Naal, el comandante de Policía y un graduado vestido de blanco que debe ser oficial de Marina.

—Monseñor, he aquí a los franceses, dice en francés el comandante de Policía. —Llevan una conducta ejemplar.

—Les felicito, hijos míos. Sentémonos en los bancos en torno de esa mesa, estaremos mejor para conversar.

Todo el mundo se sienta, incluidos los que acompañan al obispo. Traen un taburete que estaba delante de la puerta, en el patio, y lo ponen junto al extremo de la mesa. Así, el obispo ve bien a todo el mundo.

—Los franceses son casi todos católicos, ¿quién de vosotros no lo es?

Nadie levanta la mano. Pienso que el cura de la Conciergerie casi me bautizó y yo también debo considerarme católico.

—Amigos míos, desciendo de franceses, me llamo Iréneé de Bruyne. Mis antepasados eran protestantes hugonotes que se refugiaron en Holanda cuando Catalina de Médicís les perseguía a muerte. Soy, pues, de sangre francesa, obispo de Curasao, ciudad donde hay más protestantes que católicos pero donde los católicos son plenamente creyentes y practicantes. ¿Cuál es vuestra situación?

—Esperamos ser embarcados uno después de otro en petroleros.

—¿Cuántos se han ido de esa manera?

—Ninguno, todavía.

—¡Vaya! ¿Qué dice usted a eso, comandante? Contésteme, por favor, en francés, lo habla usted muy bien.

—Monseñor, el gobernador ha tenido sinceramente la idea de ayudar a esos hombres empleando dicha fórmula, pero debo decir, sinceramente también, que, hasta la fecha, ni un solo capitán de barco ha querido aceptar encargarse de uno solo de ellos, sobre todo porque no tienen pasaporte.

—Por ahí debe empezarse. ¿No podría el gobernador darles a cada uno un pasaporte excepcional?

—No lo sé. Nunca me ha hablado de eso.

—Pasado mañana, diré una misa por vosotros. ¿Queréis venir, mañana por la tarde, a confesaros? Os confesaré personalmente, a fin de ayudaros para que Dios perdone vuestros pecados. ¿Puede mandármelos usted a la catedral a las tres?

—Sí.

—Me gustaría que viniesen en taxi o en coche particular.

—Les acompañaré yo mismo, monseñor —dice el doctor Naal.

—Gracias, hijo mío. Hijos míos, no os prometo nada. Sólo os diré una cosa: a partir de este momento, me esforzaré por seros lo más útil posible.

Al ver que Naal le besa el anillo y tras él el bretón, rozamos con nuestros labios el anillo episcopal y le acompañamos hasta su coche, que está aparcado en el patio.

El día siguiente, todos nos confesamos con el obispo. Yo soy el último.

—Anda, hijo, empieza por el pecado más grave.

—Padre, en primer lugar, no estoy bautizado, pero un cura, en la prisión de Francia, me dijo que, bautizado o no, todos somos hijos de Dios.

—Tenía razón. Bien. Salgamos del confesionario y cuéntamelo todo.

Le cuento mi vida detalladamente. Durante mucho rato, con paciencia, muy atentamente, ese príncipe de la Iglesia me escucha sin interrumpirme. Ha tomado mis manos en las suyas y, a menudo, me mira en los ojos y, algunas veces, en los pasajes difíciles de declarar, baja los ojos para ayudarme en mi confesión. Ese sacerdote de sesenta años tiene los ojos y el semblante tan puros, que refleja un no sé qué infantil. Su alma límpida y seguramente henchida de infinita bondad irradia en todos sus rasgos, y su mirada color gris claro penetra en mí como un bálsamo en una herida. Quedamente, muy quedamente, siempre con mis manos en las suyas, me habla con tanta suavidad que parece un murmullo:

—A veces, Dios hace que sus hijos soporten la maldad humana para que aquel que ha escogido como víctima salga de ello más fuerte y más noble que nunca. Ves tú, hijo mío, si no hubieses tenido que subir ese calvario, nunca habrías podido elevar te tan arriba y acercarte tan intensamente a la verdad de Dios. Diré más: las gentes, los sistemas, los engranajes de esa horrible máquina que te ha triturado, los seres fundamentalmente malos que te han torturado y perjudicado de diferentes maneras te han hecho el mayor favor que podían hacerte. Han provocado en ti un nuevo ser, superior al primero y, hoy, si tienes el sentido del honor, de la bondad, de la caridad y la energía necesaria para superar todos los obstáculos y volverte superior, a ellos se lo debes. Esas ideas de venganza, de castigar a cada cual en razón de la importancia del daño que te haya hecho, no pueden prosperar en un ser como tú. Debes ser un salvador de hombres y no vivir para hacer daño, aunque creas que este daño sea justificado. Dios ha sido generoso contigo. Te ha dicho: «Ayúdate, que yo te ayudaré». Te ha ayudado en todo y hasta te ha permitido salvar a otros hombres y llevarles hacia la libertad. Sobre todo, no creas que todos esos pecados que has cometido sean muy graves. Hay muchas personas de elevada posición social que se han hecho culpables de hechos mucho más graves que los tuyos. Sólo que ellas no han tenido, en el castigo infligido por la justicia de los hombres, la ocasión de elevarse como la has tenido tú.

—Gracias, padre. Me ha hecho usted un bien enorme, para toda mi vida. No lo olvidaré jamás.

Y le beso las manos.

—Vas a irte de nuevo, hijo mío, y arrostrarás otros peligros. Quisiera bautizarte antes de tu marcha. ¿Qué te parece?

—Padre mío, déjeme así por el momento. Mi papá me crio sin religión. Tiene un corazón de oro. Cuando mamá murió, supo hallar, para quererme más aún, gestos, palabras, atenciones de madre. Creo que si me dejo bautizar cometería una especie de traición hacia él. Déjeme tiempo de ser completamente libre con una identidad establecida, una forma de vida normal, para que, cuando le escriba, le pregunte si puedo, sin causarle pena, abandonar su filosofía y hacerme bautizar.

—Te comprendo, hijo mío, y estoy seguro de que Dios está contigo. Te bendigo y pido a Dios que te proteja.

—He aquí cómo monseñor Iréneé de Bruyne se describe enteramente en ese sermón —me dice el doctor Naal.

—Es verdad, señor. Y ahora, ¿qué piensa usted hacer?

—Pediré al gobernador que dé orden a la aduana de que me concedan prioridad en la primera venta de embarcaciones secuestradas a los contrabandistas. Irá usted conmigo para dar su opinión y escoger la que le convenga. Para todo lo demás, alimentos y ropas, no habrá problemas.

Desde el día del sermón del obispo, tenemos visitas constantemente sobre todo por la tarde hacia las seis. Esas personas quieren conocernos. Se sientan en los bancos de la mesa y cada una trae algo que deja sobre una cama, pero lo deja sin tan siquiera decir: Le he traído esto. Sobre las dos de la tarde, acuden siempre hermanitas de los pobres acompañadas por la superiora que hablan muy bien francés. Su capazo siempre está lleno de cosas buenas cocinadas por ellas. La superiora es muy joven, menos de cuarenta años. No se le ve el cabello, recogido en una toca blanca, pero sus ojos son azules y sus cejas rubias. Pertenece a una importante familia holandesa (información del doctor Naal) y ha escrito a Holanda para que se busque otro medio que el de mandarnos fuera por mar. Pasamos buenos momentos juntos y, repetidas veces me hace relatar nuestra evasión.

En ocasiones, me pide que le cuente directamente a las hermanas que la acompañan y que hablan francés. Y si me olvido o paso por alto un detalle, me llama suavemente al orden:

—Henri, no corra tanto. Se salta usted la historia del guaco… ¿Por qué se olvida de las hormigas, hoy? ¡Es muy importante lo de las hormigas, pues gracias a ellas fue usted sorprendido por el bretón de la máscara!

Lo cuento todo porque aquellos son momentos tan dulces, tan completamente opuestos a todo cuanto hemos vivido, que una luz celestial ilumina de un modo irreal ese camino de la podredumbre en vías de desaparecer.

He visto la embarcación, un magnífico batel de ocho metros de largo, con muy buena quilla, mástil muy alto y velas inmensas. Está construido especialmente para pasar contrabando. El equipo está completo, pero hay sellos lacrados de la aduana por todas partes. Un caballero inicia la subasta con seis mil florines, aproximadamente mil dólares. Total, que nos lo dan por seis mil un florines, después de que el doctor Naal haya musitado unas palabras a ese caballero.

En cinco días, estamos preparados. Recién pintada, atiborrada de vituallas bien guardadas en la bodega, esta embarcación con media cubierta es un regalo regio. Seis maletas, una para cada uno, con ropas nuevas, zapatos, todo lo necesario para vestirse, son envueltas en una lona impermeable, y, luego, colocadas en el rool de la embarcación.