Trinidad

Veo de nuevo, como si fuese ayer, aquella primera noche de libertad pasada en esa ciudad inglesa. Íbamos a todas partes, borrachos de luz, de calor en nuestros corazones, palpando a cada momento el alma de aquella multitud dichosa y risueña que rebosaba felicidad. Un bar lleno de marineros y de esas chicas de los trópicos que les aguardan para desplumarlos. Pero esas chicas no tienen en absoluto la sordidez de las mujeres de los bajos fondos de París, El Havre o Marsella. Es una cosa diferente. En vez de aquellas caras demasiado maquilladas, marcadas por el vicio, iluminadas por ojos febriles llenos de astucia, hay chicas de todos los colores de piel, de la china a la negra africana, pasando por el chocolate claro de pelo liso, a la hindú o a la javanesa cuyos padres se conocieron en las plantaciones de cacao o de azúcar, o la cooli mestiza de chino e hindú con la concha de oro en la nariz, la llapana de perfil romano, con su rostro cobrizo iluminado por dos ojos enormes, negros, brillantes, de pestañas larguísimas, que abomba un pecho generosamente descubierto como diciendo: «Mira mis senos, qué perfectos son»; todas esas chicas, cada una con flores multicolores en el pelo, exteriorizan el amor, provocan el gusto del sexo, sin nada de sucio, de comercial; no dan la impresión de hacer un trabajo, se divierten de veras con él y es que el dinero, para ellas, no es lo principal en sus vidas.

Como dos abejorros que, atraídos por la luz, topan con las bombillas, Maturette y yo vamos tropezando de bar en bar. Al desembocar en una placita inundada de luz, veo la hora en el reloj de una iglesia o templo. Las dos. ¡Las dos de la mañana! De prisa, volvamos de prisa al hotel. Hemos abusado de la situación. El capitán del Ejército de Salvación debe haber sacado una extraña opinión de nosotros. Pronto, volvámonos. Paro un taxi que nos lleva, two dollars. Pago y entramos muy avergonzados en el hotel. En el vestíbulo, una mujer soldado del Ejército de Salvación, rubia, muy joven, de veinticinco o treinta años, nos recibe amablemente. No parece sorprendida ni irritada de que regresemos tan tarde. Tras decirnos unas cuantas palabras en inglés que nos parecen amables y acogedoras, nos da la llave de la habitación y nos desea buenas noches. Nos acostamos. En la maleta, he encontrado un pijama. Cuando voy a apagar la luz, Maturette me dice:

—Deberíamos dar gracias a Dios por habernos dado tantas cosas en tan poco tiempo. ¿Qué te parece, Papi?

—Dale las gracias por mí, a tu Dios; es un gran tipo. Y, como muy bien dices, ha sido la mar de generoso con nosotros. Buenas noches.

Y apago la luz.

Esa resurrección, ese retorno de la tumba, esa salida del cementerio donde estaba enterrado, todas las emociones sucesivas y el baño de esta noche que me ha reincorporado a la vida entre otros seres, me han excitado tanto que no consigo dormir. En el caleidoscopio de mis ojos cerrados, las imágenes, las cosas, toda esa mezcla de sensaciones que llegan sin orden cronológico y se presentan con precisión, pero de una manera completamente deshilvanada: la Audiencia, la Conciergerie, luego los leprosos, después Saint-Martin-de-Ré, Tribouillard, Jésus, la tempestad… Es una danza fantasmagórica, diríase que todo cuanto he vivido desde hace un año quiere presentarse al mismo tiempo en la galería de mis recuerdos. Por mucho que intente alejar esas imágenes, no lo consigo. Y lo más raro es que van mezcladas con los chillidos de puercos, de guacos, con el ulular del viento, el ruido de las olas, todo ello envuelto en la música de los violines de una cuerda que los hindúes tocaban hace unos instantes en los diversos bares por los que hemos pasado.

Por fin, cuando ya despunta el día, me duermo. Sobre las diez, llaman a la puerta. Es Master Bowen, sonriente.

—Buenos días, amigos míos. ¿Acostados todavía? Han vuelto tarde. ¿Se han divertido mucho?

—Buenos días. Sí, hemos vuelto tarde, dispénsenos.

—¡Nada de eso, hombre! Es normal, después de todo lo que han sufrido. Hacía falta aprovechar bien su primera noche de hombres libres. Vengo para acompañarles al puesto de Policía. Deben ustedes presentarse a la Policía para declarar de modo oficial que han entrado clandestinamente en el país. Después de esa formalidad, iremos a ver a su amigo, Le han hecho radiografías muy temprano. El resultado se sabrá más tarde.

Tras un rápido aseo, bajamos a la sala donde, en compañía del capitán, nos ha estado esperando Bowen.

—Buenos días, amigos míos —dice en mal francés el capitán—. Buenos días a todos ustedes. ¿Qué tal?

Una mujer del Ejército de Salvación con graduación, nos dice: —¿Les ha parecido simpático, Port of Spain?

—¡Oh, sí, señora! Nos ha gustado.

Una tacita de café y nos vamos al puesto de Policía. A pie, queda a doscientos metros aproximadamente. Todos los policías nos saludan y nos miran sin especial curiosidad. Tras haber pasado ante dos centinelas de ébano con uniforme caqui, entramos en un despacho severo e imponente. Un oficial cincuentón, con camisa y corbata caqui, cuajado de insignias y medallas, se pone en pie. Lleva pantalón corto y nos dice en francés:

—Buenos días. Siéntense. Antes de tomar oficialmente su declaración, deseo hablar un poco con ustedes. ¿Qué edad tienen?

—Veintiséis y diecinueve años.

—¿Por qué han sido condenados?

—Por homicidio.

—¿Cuál es su pena?

—Trabajos forzados a perpetuidad.

—Entonces, no es por homicidio. ¿Es por asesinato?

—No, señor, en mi caso es por homicidio.

—En el mío, por asesinato dice Maturette. —Tenía diecisiete años.

—A los diecisiete años, uno sabe lo que se hace, dice el oficial. En Inglaterra, si el hecho hubiese sido probado, le habrían ahorcado a usted. Bien, las autoridades inglesas no tienen por qué juzgar a la justicia francesa. Pero en lo que no estamos de acuerdo es en que manden a la Guayana francesa a los condenados. Sabemos que es un castigo infrahumano y poco digno de una nación civilizada como Francia. Pero, por desgracia, no pueden ustedes quedarse en Trinidad ni en ninguna otra isla inglesa. Es imposible. Por lo cual, les pido que se jueguen la partida honradamente y no busquen escapatoria, enfermedad u otro pretexto, a fin de retrasar la marcha. Podrán ustedes descansar libremente en Port of Spain de quince a dieciocho días. Su canoa es buena, al parecer. Haré que se la traigan aquí, al puerto. Si hay que hacer reparaciones, los carpinteros de la Marina Real se encargarán de ello. Para irse recibirán ustedes todos los víveres necesarios, así como una buena brújula y una carta marina. Espero que los países sudamericanos les acepten. No vayan a Venezuela, pues serán detenidos y obligados a trabajar en las carreteras hasta el día en que les entregarán a las autoridades francesas. Después de una grave falta, un hombre no está obligado a ser un perdido toda la vida. Son ustedes jóvenes y sanos, parecen simpáticos. Por eso, espero que, después de lo que han debido soportar, no querrán ser vencidos para siempre. El mero hecho de haber venido aquí demuestra lo contrario. Me alegro de ser uno de los elementos que les ayudarán a convertirse en hombres buenos y responsables. Buena suerte. Si tienen algún problema, telefoneen a este número; les contestarán en francés.

Llama y un paisano viene a buscarnos. En una sala donde varios policías y paisanos escriben a máquina, un paisano toma nuestra declaración.

—¿Por qué han venido a Trinidad?

—Para descansar.

—¿De dónde vienen?

—De la Guayana francesa.

—Para evadirse, ¿han cometido ustedes un delito, causando lesiones o la muerte de otras personas?

—No hemos herido gravemente a nadie.

—¿Cómo lo saben?

—Lo supimos antes de marcharnos.

—Su edad, su situación penal con respecto a Francia… Señores, tienen ustedes de quince a dieciocho días para descansar aquí. Son completamente libres de hacer lo que quieran durante ese tiempo. Si cambian de hotel, avisen. Soy el sargento Willy. Aquí, en mi tarjeta, hay dos teléfonos: este es mi número oficial de la Policía; ese, mi número particular. Sea lo que sea, si les pasa algo y necesitan ayuda, llámenme inmediatamente. Sabemos que la confianza que les otorgamos está en buenas manos. Estoy seguro de que se portarán bien.

Unos instantes más tarde, Mr. Boweri nos acompaña a la clínica. Clousiot está contento de vernos. No le contamos nada de la noche pasada en la ciudad. Le decimos tan sólo que somos libres de ir adonde nos venga en gana. Se queda tan sorprendido que dice:

—¿Sin escolta?

—Sí, sin escolta.

—Pues ¡mira que son raros los rosbifs[9]!

Bowen, que había salido en busca del doctor, regresa con este. El doctor pregunta a Clousiot:

—¿Quién le redujo la fractura, antes de atarle las tablillas?

—Yo mismo y otro que no está aquí.

—Lo hicieron tan bien que no hay necesidad de refracturar la pierna. El peroné fracturado ha quedado bien encajado. Nos limitaremos a escayolar y poner un hierro para que pueda usted andar un poco. ¿Prefiere quedarse aquí o ir con sus compañeros?

—Irme con ellos.

—Bien, mañana podrá usted reunirse con ellos.

Nos deshacemos en palabras de agradecimiento. Mr. Boweri y el doctor se retiran y pasamos el fin de la mañana y parte de la tarde con nuestro amigo. Estamos radiantes cuando, al día siguiente, nos encontramos reunidos los tres en nuestra habitación de hotel, con la ventana abierta de par en par y los ventiladores en marcha para refrescar el ambiente. Nos felicitamos recíprocamente por el buen semblante que tenemos y el excelente aspecto que nos dan nuestros nuevos trajes, Cuando veo que la conversación se reanuda acerca del pasado, les digo:

—Ahora, esforcémonos en olvidar el pasado y fijémonos más bien en el presente y el futuro. ¿Adónde iremos? ¿Colombia? ¿Panamá? ¿Costa Rica? Habría que consultar a Bowen sobre los países donde tenemos posibilidades de ser admitidos.

Llamo a Bowen a su bufete, no está. Llamo a su casa, en San Fernando. Su hija se pone al aparato. Tras cruzarnos varias frases amables, me dice:

Monsieur Henri, cerca del hotel, en el French Market, hay autobuses que vienen a San Fernando. ¿Por qué no vienen a pasar la tarde en casa? Vengan, les espero.

Y hétenos aquí a los tres camino de San Fernando. Clousiot está magnífico con su traje semimilitar de color regaliz.

Ese retorno a la casa que con tanta bondad nos acogiera nos emociona a los tres. Parece como si esas mujeres comprendiesen nuestra emoción, pues dicen al unísono:

—Ya están de regreso en su casa, queridos amigos. Siéntense cómodamente.

Y en vez de decirnos «señor», cada vez que se dirigen a nosotros nos llaman por el nombre de pila:

—Henri, páseme el azúcar.

André —Maturette se llama André—, ¿un poco más pudding?

Mrs. y Miss Bowen, espero que Dios las haya recompensado por tanta bondad como tuvieron para con nosotros y que sus elevadas almas, que tantas finas alegrías nos prodigaron, hayan gozado de inefables dichas.

Discutimos con ellas y desplegamos el mapa sobre una mesa. Las distancias son grandes: mil doscientos kilómetros para llegar al primer puerto colombiano: Santa Marta; dos mil cien kilómetros, para Panamá; dos mil quinientos para Costa Rica. Llega Master Bowen:

—He telefoneado a todos los Consulados y traigo una buena noticia: pueden recalar, algunos días en Curasao para descansar. Colombia no tiene establecido ningún compromiso a propósito de los evadidos. Que sepa el cónsul, nunca han llegado evadidos por mar a Colombia. En Panamá y otras partes, tampoco.

—Conozco un sitio seguro para ustedes —dice Margaret, la hija de Mr. Bowen—. Pero queda muy lejos, a tres mil kilómetros por lo menos.

—¿Dónde es? —pregunta su padre.

—En Honduras británica. El gobernador es mi padrino.

Miro a mis amigos y les digo:

—Destino: Honduras británica.

Es una posesión inglesa, que, al Sur, linda con la República de Honduras y, al Norte, con México.

Pasamos la tarde, ayudados por Margaret y su madre, trazando la ruta. Primera etapa: Trinidad-Curasao, mil kilómetros. Segunda etapa: de Curasao a una isla cualquiera en nuestra derrota. Tercera etapa: Honduras británica.

Como nunca se sabe lo que puede pasar en el mar, además de víveres que nos dará la Policía, decidimos que en una caja especial, cargaremos conservas de reserva: carne, legumbres, mermelada, pescado, etc. Margaret nos dice que el supermercado «Salvattori» estará encantado de regalarnos esas conservas.

—En caso de negativa —añade con sencillez—, se las compraremos mamá y yo.

—No, señorita.

Cállese usted, Henri.

—No, no es posible, pues tenemos dinero y no estaría bien que nos aprovecháramos de la bondad de ustedes, cuando podemos comprar perfectamente esos víveres.

La canoa está en Port of Spain, botada, bajo un refugio de la Marina de Guerra. Nos separamos prometiendo una visita antes de la gran marcha. Todas las noches, salimos religiosamente a las once. Clousiot se sienta en un banco del square más animado y, por turno, Maturette o yo le hacemos compañía, mientras el otro vagabundea por la ciudad.

Hace ocho días que estamos aquí. Clousiot camina sin demasiada dificultad gracias al hierro fijado bajo la escayola. Hemos aprendido a ir hasta el puerto en tranvía. Solemos ir por la tarde y todas las noches. Somos conocidos y adoptados en algunos bares del puerto. Los policías de servicio nos saludan, todo el mundo sabe quiénes somos y de dónde venimos, nadie hace nunca alusión a nada. Pero hemos notado que en los bares donde somos conocidos nos hacen pagar lo que comemos o bebemos menos caro que a los marineros. Igual ocurre con las chicas. Por, lo general, cuando se sientan a las mesas de marineros, oficiales o turistas, beben sin parar y procuran hacerles gastar lo más posible. En los bares donde se baila, nunca lo hacen con nadie sin que antes les hayan invitado a varias copas. Pero, con nosotros, todas se comportan de diferente modo. Se sientan largos ratos y hay que insistir para que se tomen un drink —Si aceptan, no es para soplarse su famoso minúsculo vaso, sino una cerveza o un auténtico whisky con soda. Todo eso nos produce mucha alegría, pues es una manera indirecta de decirnos que conocen nuestra situación y que, sentimentalmente, están a nuestro lado.

La embarcación ha sido repintada y le han añadido una borda de diez centímetros de alto. La quilla ha sido afianzada, ninguna nervadura interior ha sufrido daños, la embarcación está intacta. El mástil ha sido sustituido por otro más alto, pero más ligero, que el anterior: el foque y el trinquete hechos con sacos de harina, por buena lona de color ocre. En la Marina, un capitán de navío me ha entregado una brújula con rosa de los vientos (ellos la llama compás) y me han explicado, cómo con ayuda de la carta, puedo saber aproximadamente dónde me encuentro. La derrota está trazada Oeste un cuarto Norte para llegar a Curasao.

El capitán de navío me ha presentado a un oficial de Marina, comandante del buque Esnaela Tarpon, quien me ha preguntado si me apetecería hacerme a la mar sobre las ocho de la mañana del día siguiente y salir un poco de puerto. No comprendo el porqué, pero se lo prometo. Al día siguiente, estoy en la Marina a la hora antedicha con Maturette. Un marinero sube con nosotros y salgo de puerto con buen viento. Dos horas después, cuando estamos dando bandazos entrando y saliendo de puerto, un buque de guerra viene sobre nosotros. En cubierta, alineados, la tripulación y los oficiales todos de blanco. Pasan cerca de nuestra embarcación y gritan «¡Hurra!», dan la vuelta alrededor de nosotros e izan y arrían dos veces el pabellón. Es un saludo oficial cuyo significado no comprendo. Volvemos a la Marina, donde el buque de guerra ha atracado ya en el desembarcadero.

Nosotros amarramos en el muelle. El marinero nos indica que le sigamos y subimos a bordo, donde el comandante del buque nos recibe en el puente de mando. Un toque de silbato modulado saluda nuestra llegada y, tras habernos presentado a los oficiales, nos hacen pasar ante los cadetes y suboficiales, que están formados en posición de firmes. El comandante les dice unas palabras y, luego, rompen filas. Un joven oficial me explica que el comandante acaba de decir a los cadetes de la dotación que merecíamos el respeto de los marinos por haber hecho, en una embarcación tan pequeña, un trayecto tan largo, y que nos disponíamos a efectuar otro más largo aún y más peligroso. Damos las gracias al oficial por tanto honor. Nos regala tres impermeables de mar que luego nos habrán de ser muy útiles. Son impermeables negros con una gran cremallera de cierre.

Dos días antes de partir, Master Bowen viene a vernos y nos pide, de parte del superintendente de Policía, que nos llevemos con nosotros a tres relegados que fueron detenidos hace una semana. Esos relegados fueron desembarcados en la isla mientras sus compañeros proseguían el viaje hacia Venezuela, según contaron. Esto no me gusta, pero hemos sido tratados con demasiada nobleza para negarnos a acoger a esos tres hombres a bordo. Pido verles antes de dar mi respuesta. Un coche de la Policía viene a buscarme. Paso a hablar con el superintendente, el oficial lleno de galones que nos interrogó cuando llegamos. El sargento Willy hace de intérprete.

—¿Qué tal les va?

—Bien, gracias. Necesitamos que nos haga usted un favor.

—Si es posible, con mucho gusto.

—En la prisión hay tres franceses relegados. Han vivido algunas semanas clandestinamente en la isla y pretenden que sus compañeros les abandonaron aquí y se fueron. Creemos que han hundido su canoa, pero cada uno de ellos dice que no sabe conducir una embarcación. Creemos que es una maniobra para que les facilitemos una. Tenemos que hacerles marchar: sería lamentable que me viese obligado a entregarlos al comisario del primer buque francés que pase.

—Señor superintendente, haré lo imposible, pero antes quiero hablar con ellos. Comprenda que es peligroso embarcar a bordo a tres desconocidos.

Comprendo. Willy, ordene que hagan salir a los tres franceses al patio.

Quiero verles a solas y pido al sargento que se retire.

—¿Sois relegados?

—No, somos duros.

—¿Por qué habéis dicho que erais relegados?

—Pensamos que preferirían a un hombre que ha cometido un delito pequeño que uno grave. Ahora vemos que nos hemos equivocado. ¿Y tú quién eres?

—Un duro.

—No te conocemos.

—Soy del último convoy. ¿Y vosotros?

—Del convoy de 1929.

—Yo del de 1927 —dice el tercero.

—Bien: el superintendente me ha mandado llamar para pedirme que os acoja a bordo. Nosotros ya somos tres. Dice que si no acepto, como ninguno de vosotros sabe manejar una embarcación, se verá en la obligación de entregaros al primer buque francés que pase. ¿Qué decís a eso?

—Por razones que nos atañen, no queremos hacernos de nuevo a la mar. Podríamos fingir que nos vamos con vosotros, tú nos dejas en la punta de la isla y, luego, te vas.

—No puedo hacer eso.

—¿Por qué?

—Porque no quiero pagar las buenas atenciones que los ingleses han tenido con nosotros con una canallada.

—Mira, macho, creo que antes que los rosbifs, importan los duros.

—¿Por qué?

—Porque tú eres un duro.

—Sí, pero existen tantas clases de duros, que quizás haya más diferencia entre vosotros y yo que entre yo y los rosbifs, depende de cómo se mire.

—Entonces, ¿vas a dejar que nos entreguen a las autoridades francesas?

—No, pero tampoco os desembarcaré hasta Curasao.

—No me siento con valor para volver a empezar —dice uno.

—Escuchadme, primero ved la canoa. Quizá la embarcación con que vinisteis era mala.

—Bien, vamos a probar —dicen los otros dos.

—De acuerdo. Pediré al superintendente que os deje ver la canoa.

Acompañados por el sargento Willy, vamos al puerto. Aquellos tres tipos parecen tener más confianza tras haber visto la canoa.