Trinidad

Las aves nos han anunciado la proximidad de la tierra mucho antes de haberla avistado. Son las siete y media de la mañana cuando acuden a girar a nuestro alrededor. ¡Llegamos, macho! ¡Llegamos! ¡Hemos salido bien de la primera parte de la fuga, la más difícil! ¡Viva la libertad!

Cada uno de nosotros exterioriza su alegría con exclamaciones pueriles. Tenemos las caras embadurnadas de manteca de cacao que, para aliviar nuestras quemaduras, nos regalaron en el barco que encontramos. Alrededor de las nueve, avistamos tierra. Un viento fresco, aunque suave, nos lleva a buena velocidad por una mar poco agitada. Hasta las cuatro de la tarde aproximadamente, no percibimos los detalles de una isla alargada, bordeada por pequeñas aglomeraciones de casitas blancas, cuya cima está llena de cocoteros. Todavía no se puede distinguir si verdaderamente es una isla o una península, como tampoco si las casas están habitadas o no. Habrá de pasar más de una hora aún para que distingamos gentes que corren hacia la playa en dirección de la cual nos dirigimos. En menos de veinte minutos, se ha reunido una abigarrada multitud. Los habitantes de esta aldea han acudido como un solo hombre a la playa para recibirnos. Más tarde, sabremos que se llama San Fernando.

A trescientos metros de la costa, echo el ancla, que en seguida se engancha. Por una parte, lo hago para ver la reacción de esas gentes, y también para no romper mi embarcación cuando vaya a varar, si el fondo es de coral. Arriamos las velas y esperamos. Un pequeño bote viene hacia nosotros. A bordo, dos negros que reman y un blanco tocado con casco colonial.

—Bien venidos a Trinidad dice en puro francés el blanco. —Los negros se ríen enseñando todos los dientes.

—Gracias señor, por sus amables palabras. ¿El fondo de la playa es de coral o de arena?

—Es de arena, puede usted ir sin peligro hasta la playa.

Levamos el ancla y, despacio, el oleaje nos empuja hasta la playa. Apenas arribamos, cuando diez hombres entran en el agua y, de un tirón, varan la canoa. Nos miran, nos tocan con ademanes acariciadores, las mujeres negras o coolíes, o hindúes nos invitan con gestos. Todo el mundo quiere tenernos en casa, según me explica en francés el blanco. Maturette recoge un puñado de arena y se la lleva a la boca para besarla. Es el delirio. El blanco, a quien he hablado del estado de Clousiot, le hace llevar a su casa, muy próxima a la playa. Nos dice que podemos dejarlo todo hasta mañana en la canoa, que nadie tocará nada. Todo el mundo me llama captain, me río de este bautismo. Todos me dicen: «Good captain, long ride on small boat[8]

Anochece y, tras haber pedido que pongan la embarcación un poco más lejos y haberla amarrado a otra mucho mayor que está varada en la playa, sigo al inglés hasta su casa. Es un bungalow como pueden verse en toda tierra inglesa; unos cuantos peldaños de madera, una puerta metálica. Entro detrás del inglés, Maturette me sigue. Al entrar, sentado en un sillón, con su pierna herida sobre una silla, veo a Clousiot, quien se pavonea rodeado por una señora y una chica.

—Mi mujer y mi hija —me dice el caballero—. Tengo un hijo que estudia en Inglaterra.

—Sean bien venidos a esta casa —dice la señora, en francés.

—Siéntense, caballeros —dice la muchacha, acercándonos dos sillones de mimbre.

—Gracias, señoras, no se molesten tanto por nosotros.

—¿Por qué? Sabemos de dónde vienen ustedes, pueden estar tranquilos y, se lo repito: sean bien venidos a esta casa.

El señor es abogado, se llama Master Bowen, tiene su bufete en la capital, a cuarenta kilómetros, en Port of Spain, capital de Trinidad. Nos traen té con leche, tostadas, mantequilla, confitura. Fue nuestra primera velada de hombres libres, nunca la olvidaré. Ni una palabra del pasado, ninguna pregunta indiscreta, solamente cuántos días hemos pasado en el mar y cómo nos ha ido el viaje; si Clousiot padecía mucho y si deseábamos que avisasen a la Policía al día siguiente o esperar un día antes de avisarla; si vivían nuestros padres, o si teníamos mujer e hijos. Si deseábamos escribirles, ellos echarían las cartas a Correos. ¿Cómo decirlo?: un recibimiento excepcional, tanto del pueblo en la playa como de aquella familia llena de indescriptibles atenciones para con tres fugitivos.

Master Bowen consulta por teléfono a un médico, quien le dice que le mande el enfermo a su clínica mañana por la tarde para hacerle una radiografía y demás. Master Bowen telefonea a Port of Spain, al comandante del Ejército de Salvación. Este dice que nos preparará una habitación en el hotel del Ejército de Salvación, que vayamos cuando queramos, que guardemos bien nuestra embarcación si es buena, pues la necesitaremos para seguir el viaje. Pregunta si somos presidiarios o relegados, le contestan que somos presidiarios. Al abogado parece gustarle que seamos presidiarios.

—¿Quieren ustedes tomar un baño y afeitarse? —me pregunta la muchacha. Sobre todo, no digan que no, no nos molesta en absoluto. En el cuarto de baño encontrarán ropas que, por lo menos así lo espero, les irán bien.

Paso al cuarto de baño, me baño, me afeito y salgo bien peinado, con un pantalón gris, camisa blanca, zapatos de tenis y calcetines blancos.

Un hindú llama a la puerta, trae un paquete bajo el brazo y se lo entrega a Maturette diciéndole que el letrado ha notado que yo era más o menos de la misma talla que el abogado y que no costaba nada vestirme, pero que para el pequeño Maturette no podía encontrar prendas adecuadas, pues nadie, en casa del abogado, tenía su corta estatura. Se inclina, como hacen los musulmanes, ante nosotros, y se retira. Ante tanta bondad, ¿qué puedo decir? La emoción que me henchía el pecho es indescriptible. Clousiot fue el primero en acostarse. Luego, nosotros cinco cambiamos abundantes impresiones sobre diferentes cosas. Lo que más intrigaba a aquellas encantadoras mujeres era qué pensábamos hacer para reconstruirnos una existencia. Nada del pasado, todo sobre el presente y el futuro. Master Bowen lamentaba que en la isla de Trinidad no se acepte el afincamiento de evadidos. Me explicó que él había solicitado repetidas veces la derogación de esa medida, pero que jamás le hicieron caso.

La muchacha habla un francés muy puro, como el padre, sin acento ni defecto de pronunciación alguno. Es rubia, pecosa, y tiene de diecisiete a veinte años, no me he atrevido a preguntarle la edad. Dice:

—Son ustedes muy jóvenes y la vida les espera, no sé lo que habrán hecho para ser condenados ni quiero saberlo, pero haber tenido el valor de hacerse a la mar en una embarcación tan pequeña para un viaje tan largo y peligroso, denota que están dispuestos a jugárselo todo para ser libres y eso es digno de mérito.

Hemos dormido hasta las ocho de la mañana. Al levantarnos encontramos la mesa puesta. Las dos damas nos dicen con toda naturalidad que Master Bowen se ha ido a Port of Spain y que no volverá hasta la tarde con las informaciones necesarias para actuar en favor nuestro.

Ese hombre que abandona su casa con tres presidiarios evadidos dentro nos da una lección sin par, como queriendo decirnos: «Sois seres normales; fijaos si tengo confianza en vosotros, que os dejo solos en mi casa al lado de mi mujer y de mi hija». Esta manera tácita de decirnos: «He visto, tras haber conversado con vosotros tres, a seres perfectamente dignos de confianza, hasta el punto de que, no dudando que no podréis ni de hecho, ni de gesto, ni de palabra comportaros mal en mi casa, os dejo en mi hogar como si fueseis viejos amigos», esta manifestación, digo, nos ha conmovido mucho.

No soy ningún intelectual que pueda describir, lector —si algún día este libro tiene lectores, con la intensidad necesaria, con suficiente inspiración, la emoción, la formidable impresión de respeto de nosotros mismos, no de una rehabilitación, sino de una nueva vida. Ese bautismo imaginario, ese baño de pureza, esa elevación de mi ser por encima del fango en el que me encontraba encenagado, esa manera de ponerme frente a una responsabilidad real así de pronto, acaban de hacer, de una manera tan simple, otro hombre de mí, hasta el punto de que ese complejo de presidiario que incluso cuando uno está libre oye sus grilletes y cree en todo instante que alguien le vigila, que todo cuanto he visto, pasado y aguantado, todo lo que he sufrido, todo lo que me conducía a ser un hombre corrompido, peligroso en todos los momentos, pasivamente obediente en la superficie y tremendamente peligroso en su rebeldía, todo eso ha desaparecido como por ensalmo. ¡Gracias, Master Bowen, abogado de Su Majestad, gracias por haber hecho de mí otro hombre en tan poco tiempo!

La rubísima muchacha de ojos tan azules como el mar que nos rodea está sentada conmigo bajo los cocoteros de la casa de su padre. Buganvillas rojas, amarillas y malva en flor dan a este jardín la pincelada de poesía que este instante requiere.

Monsieur Henri —me llama señor. ¡Cuánto tiempo hace que no me han llamado señor!—, como papá le dijo ayer, una incomprensión injusta de las autoridades inglesas hace que, desgraciadamente, no puedan —ustedes quedarse aquí. Sólo les conceden quince días para que descansen y vuelvan a hacerse a la mar. Por la mañana temprano, he ido a ver su embarcación; es muy ligera y muy pequeña para el viaje tan largo que les aguarda. Esperemos que lleguen ustedes a una nación más hospitalaria y más comprensiva que la nuestra. Todas las islas inglesas tienen la misma forma de obrar en esos casos. Le pido, si en ese futuro viaje sufren ustedes mucho, que no guarden rencor al pueblo que habita en estas islas; no es responsable de esa forma de ver las cosas, son órdenes de Inglaterra, que emanan de personas que no les conocen a ustedes. La dirección de papá es 101, Queen Street, Port of Spain, Trinidad. Le pido, si Dios quiere que pueda hacerlo, que nos escriba unas letras para que sepamos qué ha sido de ustedes.

Estoy tan emocionado que no sé qué responder. Mrs. Bowen se acerca a nosotros. Es una hermosísima mujer de unos cuarenta años, rubia castaño, ojos verdes. Lleva un vestido blanco muy sencillo, ceñido por un cordón blanco, y calza sandalias verde dato.

—Señor, mi marido no vendrá hasta las cinco. Está tratando de conseguir que vayan ustedes sin escolta policíaca, en su coche, a la capital. También pretende evitarles que tengan que pasar la primera noche en la Comisaría de Policía de Port of Spain. Su amigo herido irá directamente a la clínica de un médico amigo, y ustedes dos, al hotel del Ejército de Salvación.

Maturette viene a reunirse con nosotros en el jardín. Ha ido a ver la embarcación que está rodeada, nos dice, de curiosos. No ha sido tocado nada. Examinando la canoa, los curiosos han encontrado una bala incrustada sobre el gobernalle, y alguien le ha pedido permiso para quitarla como recuerdo. Ha respondido: «Captain, captain». El hindú ha comprendido que era necesario pedírselo al capitán, y le ha dicho: «¿Por qué no dejan en libertad a las tortugas?».

—¿Tiene usted tortugas? —pregunta la muchacha. Vamos, a verlas.

Nos vamos hacia la embarcación. En el camino, una encantadora pequeña hindú me ha cogido de la mano sin más. «Good alternoon (buenas tardes)», dice todo ese gentío abigarrado. Saco las dos tortugas.

—¿Qué hacemos? ¿Las echamos al mar? ¿O bien las quiere usted para su jardín?

—El estanque del fondo es de agua de mar. Las meteremos en ese estanque, así tendré un recuerdo de ustedes.

Reparto entre las personas que están aquí todo cuanto hay en la canoa, salvo la brújula, el tabaco, el barril, el cuchillo, el machete, el hacha, las mantas y la pistola que oculto entre las mantas y que nadie ha visto.

A las cinco, llega Master Bowen:

—Señores, todo está arreglado. Les llevaré personalmente a la ciudad. Primero, dejaremos al herido en la clínica y, luego, iremos al hotel.

Acomodamos a Clousiot en el asiento trasero del coche. Yo le estoy dando las gracias a la muchacha, cuando llega su madre con una maleta en la mano y nos dice:

—Le ruego que acepte unas ropas de mi marido.

¿Qué cabe decir ante tanta humana bondad?

—Gracias, infinitas gracias.

Y nos vamos en el coche, que tiene el volante a la derecha. A las seis menos cuarto, llegamos a la clínica. Se llama «San Jorge». Unos enfermeros ponen a Clousiot sobre una camilla en una sala donde un hindú está sentado en su cama. Llega el doctor, da la mano a Bowen y, después, a nosotros. No habla francés, pero nos hace decir que Clousiot será bien atendido y que podemos venir a verle siempre que queramos. Con el coche de Bowen cruzamos la ciudad. Estamos maravillados de verla iluminada, con sus automóviles, sus bicicletas. Blancos, negros, amarillos, hindúes, coolíes caminan juntos por las aceras de esta ciudad totalmente de madera que es Port of Spain. Cuando llegamos al hotel del Ejército de Salvación, un edificio cuya planta baja es de piedra y el resto de madera, bien situado en una plaza iluminada donde leo Fish Market (Mercado del Pescado), el capitán del Ejército de Salvación nos recibe en compañía de todo su estado mayor, mujeres y hombres. Habla un poco de francés, todo el mundo nos dirige palabras en inglés, que no comprendemos, pero los semblantes son tan risueños, las miradas tan acogedoras, que sabemos que nos dicen cosas amables.

Nos conducen a una habitación del segundo piso, de tres camas —la tercera, prevista para Clousíot—, un cuarto de baño contiguo a la habitación con jabón y toallas a nuestra disposición. Tras habernos indicado nuestra habitación, el capitán nos dice:

—Si quieren ustedes comer, se cena en común a las siete, es decir, dentro de media hora.

—No, no tenemos apetito.

—Si quieren pasearse por la ciudad, tomen estos dos dólares antillanos para toma café o té, o un helado. Sobre todo, no se extravíen. Cuando quieran volver, les bastará con preguntar el camino con estas palabras tan sólo: Salvation Army, please?.

Diez minutos después, estamos en la calle, andamos por las aceras, nos codeamos con personas, nadie nos mira, nadie se fija en nosotros, respiramos profundamente, saboreando con emoción esos primeros pasos de hombre libre en una ciudad. —Esa continua confianza de dejarnos libres en una ciudad bastante grande nos reconforta y no sólo nos da confianza en nosotros mismos, sino también la perfecta conciencia de que es imposible que traicionemos esa fe que ha sido puesta en nosotros. Maturette y yo caminamos despacio en medio del gentío. Necesitamos estar entre personas, ser empujados, asimilarnos a ellos para formar parte de ellas. Entramos en un bar y pedimos cerveza. Parece poca cosa decir: «Two beers, please» de tan natural que es. Pues bien, a pesar de eso, nos parece fantástico que una coolíe hindú, con su concha de oro en la nariz, nos pregunte tras habernos servido: «Half a dollar, sir». Su sonrisa de dientes de perla, sus grandes ojos un poco almendrados de un negro violáceo, sus cabellos de azabache que le caen sobre los hombros, su corpiño medio desabrochado sobre el inicio de los senos cuya gran belleza deja entrever, esas cosas fútiles, tan naturales para todo el mundo, a nosotros nos parecen de cuento de hadas. ¡Vamos, Papi, no es verdad, no puede ser verdad que, tan de prisa, de muerto en vida, de presidiario perpetuo, estés en vías de transformarte en hombre libre!

Ha pagado Maturete, sólo le queda medio dólar. La cerveza está deliciosamente fría y el me dice:

—¿Nos tomamos otra?

La segunda ronda que él querría tomar me parece una cosa que no debe hacerse.

—Pero, hombre, hace apenas una hora que estás en verdadera libertad, y ¿ya piensas en emborracharte?

—¡Oh! Por favor, Papi, ¡no exageres! De tomarse dos cervezas a emborracharse, hay mucha distancia.

—Quizá tengas razón, pero encuentro que, decorosamente, no debemos arrojarnos sobre los placeres que nos brinda el momento. Creo que debemos saborearlos poco a poco, no como glotones. En primer lugar, ese dinero no es nuestro.

—Sí, es verdad, tienes razón. Aprenderemos a ser libres con cuentagotas, será mucho mejor.

Salimos y bajamos la gran calle de Watters Street, bulevar principal que cruza la ciudad de un extremo a otro y, sin darnos cuenta, tan asombrados estamos por los tranvías que pasan, por los borricos con su carrito, los automóviles, los anuncios llameantes de cines y de bares-boires, los ojos de las jóvenes negras o hindúes que nos miran riendo, nos encontramos en el puerto sin querer. Ante nosotros, los barcos muy iluminados, barcos de turistas con nombres embrujadores: Panamá, Los Ángeles, Boston, Québec; barcos cargueros: Hamburgo, Amsterdam, Londres, etc., y, alineados a lo largo del muelle, pegados unos a otros, bares, cabarets, restaurantes abarrotados de hombres y de mujeres que beben, cantan, discuten a grandes voces. De golpe, una irresistible necesidad me impulsa a mezclarme con esa multitud, vulgar quizá, pero ¡tan llena de vida! En la terraza de un bar, puestos en hielo, erizos de mar y ostras, gambas, navajas, mejillones, toda una exhibición de frutos del mar que provocan al transeúnte. Las mesas con mantel de cuadros blancos y rojos, la mayoría ocupadas, invitan a sentarse. Chicas de piel morena clara, perfil fino, mulatas que no tienen ningún rasgo negroide, ceñidas en corpiños multicolores generosamente escotados, convidan aún más a disfrutar de todo eso. Me acerco a una de ellas y le digo: «French money good?», mostrándole un billete de mil francos.

Yes, I change for You.

Ok.

Toma el billete y desaparece en la sala repleta de gente. Vuelve.

Come here —dice.

Y me lleva a la caja, donde está un chino. —¿Usted francés?

—Sí.

—¿Cambiar mil francos?

—¿Todo dólares antillanos? —Sí.

—¿Pasaporte? —No tengo.

—¿Tarjeta de marinero? —No tengo.

—¿Documentos de inmigración? —No tengo.

—Bien.

Dice dos palabras a la chica, esta mira hacia la sala, se acerca a un tipo que tiene pinta de marinero y que lleva una gorra como la mía, con un galón dorado y un ancla, y le lleva hacia la caja. El chino dice:

—Tu tarjeta de identidad. —Ahí va.

Y, fríamente, el chino rellena una ficha de cambio de mil francos a nombre del desconocido, se la hace firmar, la mujer le coge del brazo y se lo lleva. El otro, seguramente, no sabe lo que pasa, yo cobro doscientos cincuenta dólares antillanos, cincuenta dólares en billetes de uno y dos dólares. Doy un dólar a la chica, salimos a la calle y, sentados a una mesa, nos damos un atracón de mariscos, acompañados de un vino blanco, seco, que está delicioso.