La marea alta durará seis horas. Añadiéndole una hora y media que se debe esperar de bajamar, puedo dormir siete horas, a pesar de que estoy muy excitado. Tengo que dormir, pues una vez en la mar, ¿cuándo podré hacerlo? Me echo entre el barril y el mástil, Maturette pone una manta como techo entre el banco y el barril y, bien resguardado, duermo. Nada en absoluto viene a perturbar este sueño de plomo, ni pesadillas, ni lluvia, ni mala postura alguna. Duermo, duermo hasta que Maturette me despierta:
—Papi, creemos que ya es hora, o casi. Hace rato que ha comenzado la bajamar.
La embarcación está vuelta hacia el mar y la corriente discurre muy de prisa bajo mis dedos. Ya no llueve. Un cuarto de luna nos permite ver con toda claridad, a cien metros delante de nosotros, el río que arrastra hierbas, árboles, formas oscuras. Intento distinguir la demarcación entre río y mar. Donde estamos no hace viento. ¿Lo hará en medio del río? ¿Será fuerte? Salimos de la maleza, pero con la canoa todavía amarrada a una gruesa raíz por un nudo corredizo. Mirando al cielo, consigo percibir la costa, el final del río, el comienzo del mar. Hemos bajado más de lo que creíamos y tengo la impresión de que estamos a menos de diez kilómetros de la desembocadura. Nos bebemos un buen trago de ron. Consulto: ¿ponemos el mástil aquí? Sí, lo alzamos y queda bien calado en el fondo de la quilla y en el agujero del banco. Izo la vela sin desplegarla, enrollada en torno del mástil. El trinquete y el foque están listos para ser izados por Maturette cuando yo lo crea necesario. Para hacer funcionar la vela, sólo hay que aflojar la soga que la sujeta al mástil, maniobra que realizaré desde mi puesto. A proa, Maturette con una pagaya, yo a popa con la otra. Hay que apartarse bruscamente y muy deprisa de la orilla adonde nos empuja la corriente.
—Atención. ¡Adelante y que Dios nos ampare! Dios nos ampare —repite Clousiot.
—En tus manos me confío dice Maturette.
Y arrancamos, Bien conjuntados, hendimos el agua con las pagayas. Yo la muevo bien, con fuerza, y Maturette no me anda a la zaga. Despegamos fácilmente. Apenas nos hemos apartado veinte metros con relación a la orilla, cuando ya hemos bajado cien con la corriente. De golpe, el viento se hace sentir y nos empuja hacia el centro del río.
—¡Iza el trinquete y el foque, bien amarrados los dos!
El viento se precipita en ellos y la embarcación, como un caballo, se encabrita, deslizándose como una flecha. Debe ser más tarde de la hora prevista, pues, de pronto, el río se ilumina como en pleno día. A nuestra derecha, la costa francesa se distingue fácilmente a casi dos kilómetros y, a nuestra izquierda, a un kilómetro, la costa holandesa. Frente a nosotros, muy visibles, las blancas cabrillas del oleaje.
—¡Maldita sea! Nos hemos equivocado de hora dice Clousiot. —¿Crees que tendremos tiempo de salir?
—No lo sé.
—¡Fíjate qué altas son las olas y blancas las crestas! ¿Habrá empezado ya la pleamar?
—Imposible, yo veo cosas que bajan.
—No vamos a poder salir, no llegaremos a tiempo —dice Maturette.
—Cierra el pico y quédate sentado al lado de las jarcias del foque y del trinquete. ¡Tú también, Clousiot, cállate!
Pa-cum… Pa-cum… Nos tiran con carabina. El segundo disparo lo localizo claramente. No son en absoluto de los guardianes, proceden de la Guayana holandesa. Izo la vela, que se infla tan fuerte que por poco me arrastra tirándome de la muñeca. La embarcación se inclina más de cuarenta y cinco grados. Recojo todo el viento posible, no es difícil, hay de sobra. Pa-cum, pa-cum, y luego nada más. La corriente nos lleva más hacia el lado francés que el holandés, y seguramente por eso los tiros han cesado.
Navegamos a una velocidad vertiginosa con un viento a todo meter. Vamos tan de prisa que me veo lanzado en medio del estuario, de tal manera que dentro de pocos minutos tocaremos la orilla francesa, Se ve con toda claridad hombres que corren hacia la orilla. Viro suavemente, lo más despacio posible, tirando con todas mis fuerzas de la soga de la vela. Queda recta frente a mí, el foque vira solo y el trinquete también. La embarcación gira de tres cuartos, suelto la vela y salimos del estuario viento en popa. ¡Uf! ¡Ya está! Diez minutos después, la primera ola de mar trata de cortarnos el paso, la remontamos fácilmente, y el chap-chap que hacía la embarcación en el río se transforma en tac-tac-tac. Salvamos esas olas, altas sin embargo, con la facilidad de un chiquillo que juega a la piola. Tac-tac-tac, la embarcación sube y baja las olas sin vibraciones ni sacudidas. Sólo el tac de su quilla que golpea el mar al recaer de la ola.
—¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hemos salido! —grita a voz en cuello Clousiot.
Y para iluminar esa victoria de nuestra energía sobre los elementos, Dios nos envía una deslumbrante salida de sol. Las olas se suceden todas con igual ritmo. Menguan de altura a medida que nos adentramos en el mar. El agua es sucia, cenagosa. Enfrente, al Norte, se la ve negra; más tarde, será azul. No necesito mirar la brújula: con el sol a mi hombro derecho, avanzo en línea recta, viento en popa, pero con la embarcación menos escorada, pues he largado soga a la vela que está medio inflada, pero sin quedar tensa. Comienza la gran aventura.
Clousiot se incorpora. Quiere sacar la cabeza y el cuerpo para ver mejor. Maturette le ayuda a sentarse frente a mí, adosado al barril, me lía un cigarrillo, lo enciende, me lo pasa y fumamos los tres.
—Pásame la tafia para mojar esta salida —dice Clousiot.
Maturette echa una buena ración en tres vasos de metal y brindamos. Maturette está sentado a mi lado, a la izquierda; nos miramos. Las caras de mis dos compañeros resplandecen de dicha, la mía debe estar igual.
Entonces, Clousiot me dice:
—Capitán, ¿adónde se dirige, por favor?
—A Colombia, si Dios quiere.
—Dios lo querrá, ¡por todos los santos!, dice Clousiot.
El sol se eleva rápidamente y las ropas no tardan en secarse. La camisa del hospital es transformada en un albornoz de estilo árabe. Mojada, mantiene fresca la cabeza y evita que pillemos una insolación. El mar es de un azul de ópalo, las olas tienen tres metros y son muy largas, lo cual ayuda a viajar con comodidad. El viento se mantiene fuerte y nos alejamos rápidamente de la costa que, de vez en cuando, veo difuminarse en el horizonte. Esa masa verde, cuanto más nos alejamos de ella, tanto más nos revela los secretos de su ornamentación. Mientras miro detrás de mí, una ola mal tomada me llama al orden y también a mi responsabilidad respecto a la vida de mis camaradas y de la mía.
—Voy a cocer arroz —dice Maturette.
—Yo sostendré el hornillo dice Clousiot, —y tú, la olla.
La bombona de gasolina está bien calzada, en la proa, donde está prohibido fumar. El arroz con tocino huele muy bien. Lo comemos calentito, acompañado de dos latas de sardinas. A eso, añadimos un buen café.
—¿Un traguito de ron?
Rehúso, hace demasiado calor. Por lo demás, no soy muy bebedor. Clousiot, a cada momento, me lía pitillos y me los enciende. La primera comida a bordo ha ido bien. Por la posición del sol, suponemos que son las diez de la mañana. Llevamos solamente cinco horas en alta mar y, sin embargo, se siente que debajo de nosotros el agua es muy profunda. Las olas han menguado de altura y avanzamos cortándolas sin que la canoa golpee. Hace un día maravilloso. Me doy cuenta de que, de día, no se necesita tanto la brújula. De vez en cuando, sitúo el sol con relación a la aguja y me guío por él, resulta muy fácil. La reverberación del sol me lastima los ojos. Siento no haber pensado en hacerme con unas gafas oscuras.
De repente, me dice Clousiot:
—¡Qué suerte he tenido de encontrarte en el hospital!
—No eres el único; también yo he tenido suerte de que hayas venido.
Pienso en Dega, en Fernández… Si hubiesen dicho «sí», estarían aquí con nosotros.
—No creas —dice Clousiot—. Hubieses tenido complicaciones para tener al árabe a la hora conveniente a tu disposición en la sala.
—Sí, Maturette nos ha sido muy útil y me felicito de haberle traído, porque es muy fiel, animoso y diestro.
—Gracias —dice Maturette—, y gracias a vosotros dos por haber tenido, pese a mi poca edad y a lo que soy, confianza en mí. Haré lo necesario para estar siempre a la altura.
Luego, digo:
—Y FranVois Sierra, a quien tanto me habría gustado tener aquí, así como a Galgani…
—Tal como se pusieron las cosas, Papillon, no era posible. Si Jésus hubiese sido un hombre correcto y nos hubiese proporcionado una buena embarcación, habríamos podido esperarles en el escondite, Jésus hacerles evadir y traérnoslos. En fin, te conocen y saben perfectamente que, si no les hiciste buscar, es porque era imposible.
—A propósito, Maturette, ¿cómo es que estabas en aquella sala de gente tan peligrosa en el hospital?
—No sabía que era internado. Fui a la visita porque me dolía la garganta y para pasearme, y el doctor, cuando me vio, me dijo: «Veo en tu ficha que vas internado a las Islas. ¿Por qué?». «No lo sé, doctor. ¿Qué es eso de internado?». «Bueno, nada. Al hospital». Y me encontré hospitalizado, esto es todo.
—Quiso hacerte un favor —dice Clousiot.
—Vete a saber por qué lo hizo. Ahora, debe decirse: «Mi protegido, con su pinta de monaguillo, no era tan bobo, puesto que se ha dado el piro».
Hablamos de tonterías. Digo:
—¡Quién sabe si encontraremos a Julot, el hombre del martillo! Debe de estar lejos, a menos que siga escondido en la selva.
—Yo, al marcharme —dice Clousiot—, dejé una nota en la almohada: «Se fue sin dejar señas».
Todos nos echamos a reír.
Navegamos durante cinco días sin novedad. De día, el sol por su trayectoria Este-Oeste me sirve de brújula. De noche, uso la brújula. El sexto día, por la mañana, nos saluda un sol resplandeciente, el mar se ha encalmado de repente, peces voladores pasan cerca de nosotros. Estoy exhausto. Esta noche, para impedir que me durmiese, Maturette me pasaba por la cara un trapo empapado en agua de mar y, a pesar de ello, me adormilaba. Entonces, Clousiot me quemaba con su cigarrillo. Como hay calma chicha, he decidido dormir. Arriamos la vela y el foque, dejando tan sólo el trinquete, y duermo como un tronco en el fondo de la canoa, bien resguardado del sol por la vela, tendida sobre mí. Me despierto zarandeado por Maturette, quien me dice:
—Es mediodía o la una, pero te despierto porque el viento refresca y el horizonte, de donde sopla el viento, está oscuro.
Me levanto y ocupo mí puesto. Sólo está izado el foque y nos hace deslizar sobre el mar terso. Detrás de mí, al Este, todo es oscuro y el viento refresca cada vez más. El trinquete y el foque bastan para impeler la embarcación muy rápidamente. Hago sujetar bien la vela enrollada en el palo.
—Agarraos bien, pues, por lo visto, se acerca un temporal.
Gordas gotas empiezan a caer encima de nosotros. Esa oscuridad que se aproxima a una velocidad vertiginosa, en menos de un cuarto de hora llega del horizonte hasta muy cerca de nosotros. Ya está, ya llega, un viento de violencia inaudita nos embiste. Las olas, como por arte de encantamiento, se forman a una velocidad increíble, crestadas de espuma. El sol está tapado por completo, llueve a torrentes, no se ve nada y las olas, al romper en la embarcación, me mandan rociadas que me azotan la cara. Es la tempestad, mi primera tempestad, con toda la charanga de la Naturaleza desatada, truenos, relámpagos, lluvia, oleaje, el ulular del viento que ruge sobre y en torno a nosotros.
La canoa, llevada como una brizna de paja, sube y baja a alturas increíbles y a abismos tan profundos que tenemos la impresión de que no saldremos del trance. Sin embargo, pese a esas zambullidas fantásticas, la embarcación trepa, salva otra cresta de ola y pasa, pasa siempre. Sostengo la barra con ambas manos y, creyendo que conviene resistir un poco una ola más alta que veo acercarse, cuando apunto para cortarla, embarco una gran cantidad de agua. Toda la canoa queda inundada. Debe de haber más de setenta y cinco centímetros de agua. Nerviosamente, sin querer, me atravieso a una ola, lo cual es sumamente peligroso, y la canoa queda tan escorada, a punto de volcar, que por sí sola echa gran parte del agua que había embarcado.
—¡Bravo! —grita Clousiot—. ¡Sabes lo que te haces, Papillon! Pronto has achicado la canoa.
—¡Sí, ya lo has visto!, digo.
¡Si supiese que por mi falta de experiencia hemos estado a punto de irnos a pique zozobrando en alta mar! Decido no volver a luchar contra el curso de las olas, ya no me preocupo de la dirección, trato simplemente de mantener la canoa en el máximo equilibrio posible. Tomo la olas al sesgo, bajo deliberadamente al fondo con ellas y subo con el mismo mar. No tardo en percatarme de la importancia de mi descubrimiento, pues así he suprimido el noventa por ciento de posibilidades de peligro. La lluvia cesa, el viento sigue soplando rabiosamente, puedo ver delante y detrás de mí. Detrás, hay claridad, delante, oscuridad, estamos en medio de ambos extremos.
Hacia las cinco, todo ha terminado. El sol brilla de nuevo sobre nosotros, el viento es normal, las olas, menos altas. Izo la vela y seguimos navegando, contentos de nosotros mismos. Con cazuelas, mis dos compañeros han achicado el agua que quedaba en la canoa. Sacamos las mantas: atadas al palo, el viento no tardará en secarlas. Arroz, harina, aceite, café doble y un buen trago de ron. El sol está a punto de ponerse, iluminando con todas sus luces este mar azul en un cuadro inolvidable: el cielo es todo rojo oscuro, el sol, sumido en parte en el mar, proyecta grandes lenguas amarillas, tanto hacia el cielo y sus pocas nubes blancas, como hacia el mar; las olas, cuando suben, son azules en el fondo, verdes después, y la cresta, roja, rosa o amarilla según el color del rayo que bate en ella. Me invade una paz de una dulzura poco común, y con la paz, la sensación de que puedo tener confianza en mí. He salido airoso y la breve tempestad me ha sido muy útil. Solo, he aprendido a maniobrar en esos casos. Afrontaré la noche con completa serenidad.
—Entonces, Clousiot, ¿te has fijado en mi truco para achicar la embarcación?
—Amigo mío, si no llegas a hacer eso y se nos hubiese echado encima otra ola de través, nos habríamos ido a pique. Eres un campeón.
—¿Has aprendido todo eso en la Armada? —pregunta Maturette.
—Sí; como ves, sirven de algo las lecciones de la Marina de Guerra.
Debemos haber derivado mucho. Vaya uno a saber, con un viento y oleaje así, cuánto hemos derivado en cuatro horas. Decido dirigirme al Noroeste para rectificar, sí, eso es. La noche cae de repente tan pronto el sol ha desaparecido en el mar lanzando los últimos destellos, esta vez morados, de su fuego de artificio.
Durante seis días más, navegamos sin novedad, aparte de algunos atisbos de tempestad y de lluvia que nunca han rebasado tres horas de duración ni la eternidad de la primera tormenta. Son las diez de la mañana. Ni pizca de viento, una calma chicha. Duermo casi cuatro horas. Cuando despierto, los labios me abrasan. Ya no tienen piel, como tampoco la nariz. También mi mano derecha está despellejada, en carne viva. A Maturette le pasa igual, así como a Clousiot. Nos ponemos aceite dos veces al día en la cara y las manos, pero no basta: el sol de los trópicos en seguida lo seca.
Por la posición del sol, deben ser las dos de la tarde. Como y, luego, como hay calma chicha, nos hacemos sombra con la vela. Acuden peces en torno de la embarcación en el sitio donde Maturette ha lavado los cacharros. Cojo el machete y digo a Maturette que eche algunos granos de arroz que, por lo demás, desde que se mojó, empieza a fermentar. Los peces se agrupan donde cae el arroz hasta flor de agua y, cuando uno de ellos tiene la cabeza casi fuera, le doy un machetazo y se queda tieso panza arriba. Lo limpiamos y lo hervimos con agua y sal. Por la noche, nos lo comemos con harina de mandioca.
Hace once días que nos hicimos a la mar. Durante todo ese tiempo sólo hemos visto un barco muy lejos en el horizonte. Empiezo a preguntarme dónde demonios estamos. En alta mar, sin duda, pero ¿en qué posición con respecto a Trinidad o cualesquiera de las islas inglesas? Cuando se habla del lobo… En efecto, delante de nosotros, un punto negro que, poco a poco, aumenta de tamaño. —¿Será un barco o una chulapa de alta mar? Es un error, no venía hacia nosotros. Es un barco, se le distingue bien, ahora. Se acerca, es cierto, pero sesgado, su derrota no le conduce hacia nosotros. Como no hace viento, nuestro velamen cuelga lastimosamente, y el barco, con seguridad, no nos ha visto. De repente, el aullido de una sirena; luego, tres toques; después, cambia de rumbo y, entonces, viene recto sobre nosotros.
—Con tal de que no se acerque demasiado dice Clousiot.
—No hay peligro, el mar es una balsa de aceite.
Es un petrolero. Cuanto más se acerca, tanta más gente se distingue en cubierta. Deberán preguntarse qué demonios están haciendo esos tipos en su cascarón de nuez, en alta mar. Se aproxima despacio, ahora distinguimos perfectamente a los oficiales de a bordo y a otros tripulantes, como al cocinero. Luego, vemos llegar a cubierta mujeres con vestidos abigarrados y hombres con camisas de colores. Debe tratarse de pasajeros. Pasajeros en un petrolero, me parece raro. El petrolero se acerca despacio y el capitán nos habla en inglés.
—Where are you coming from? Guyane[7].
—¿Habla usted francés? —pregunta una mujer.
—Sí, señora.
—¿Qué hacen en alta mar?
—Vamos hacia donde Dios nos lleva.
La señora habla con el capitán y dice:
—El capitán les pide que suban a bordo, mandará izar su pequeña embarcación.
—Dígale que se lo agradecemos, pero que estamos muy bien en nuestra embarcación.
—¿Por qué no quieren ayuda?
—Porque somos fugitivos y no vamos en su dirección.
—¿Adónde van?
—A la Martinica y más allá. ¿Dónde estamos?
—En alta mar.
—¿Cuál es la ruta para arribar a las Antillas?
—¿Sabe usted leer una carta marina inglesa?
—Sí.
Un momento después, con una soga, nos bajan una carta inglesa, cartones de cigarrillos, pan y una pierna de carnero asada.
—¡Fíjese en la carta!
Miro y digo:
—Debo hacer Oeste un cuarto Sur para encontrar las Antillas inglesas, ¿no es así?
—Sí.
—¿Cuántas millas, aproximadamente?
—Dentro de dos días estarán allí —dice el capitán…
—¡Hasta la vista, gracias a todos!
—¡El comandante de a bordo le felicita por su valor de marino!
—¡Gracias, adiós!
Y el petrolero se va despacio, casi rozándonos. Me aparto de él por temor al remolino de las hélices y, en este momento, un marino me echa una gorra de marino. Cae en el centro mismo de la canoa, y será tocado con esta gorra, que tiene un galón dorado y un ancla, como dos días después, arribaremos a Trinidad sin novedad.