La Isla de las Palomas

Estaba tan absorto contemplando aquel pequeño mundo y siguiendo a los soldados para ver si su vigilancia llegaba hasta la entrada del hormiguero, que me quedé completamente sorprendido cuando una voz me ordenó:

—No te muevas o eres hombre muerto. Vuélvete.

Es un hombre de torso desnudo, con pantalón corto de color caqui, que calza botas de cuero marrón. Empuña una escopeta de dos cañones. Es de estatura mediana y fornido, y tiene la piel curtida por el sol. Es calvo y su nariz y sus ojos están cubiertos por una máscara muy azul, tatuada. En el mismo centro de la frente, lleva tatuada también una cucaracha.

—¿Vas armado?

—No.

—¿Estás solo?

—No.

—¿Cuántos sois?

—Tres.

—Llévame con tus amigos.

—No puedo, porque uno de ellos tiene un mosquetón y no quiero hacerte matar antes de saber tus intenciones.

—¡Ah! Entonces, no te muevas y habla en voz baja. ¿Sois vosotros los tres tipos que se han fugado del hospital?

—Sí.

—¿Quién es Papillon?

—Soy yo.

—¡Vaya, buena revolución armaste en la aldea con tu evasión! La mitad de los liberados están presos en la gendarmería.

Se acerca y, bajando el cañón de la escopeta hacia el suelo, me tiende la mano y me dice:

—Soy el bretón de la máscara. ¿Has oído hablar de mí?

—No, pero veo que no eres un cazador de hombres.

—Tienes razón, coloco trampas aquí para cazar guacos. El tigre debe haberse comido uno, a menos que hayáis sido vosotros.

—Hemos sido nosotros.

—¿Quieres café?

En un saco que cuelga de la espalda lleva un termo, me da un poco de café y él toma también. Le digo:

—Ven a ver a mis amigos.

Viene y se sienta con nosotros. Se ríe suavemente de mi cuento del mosquetón. Me dice:

—Me lo creí, tanto más por cuanto ningún cazador de hombres ha querido salir a buscaros, pues todo el mundo sabe que os fuisteis con un mosquetón.

Nos explica que lleva veinte años en la Guayana y está liberado desde hace cinco. Tiene cuarenta y cinco años. La vida en Francia no le interesa por la tontería que cometió de tatuarse esa máscara en la cara. Adora la selva y vive exclusivamente de ella: pieles de serpiente, pieles de tigre, colecciones de mariposas Y. sobre todo, la caza del guaco, el ave que nos hemos comido. Lo vende a doscientos o doscientos cincuenta francos la presa. Le ofrezco pagárselo, pero rechaza el dinero, indignado. He aquí lo que nos cuenta:

—Ese pájaro salvaje es un gallo de la jungla. Desde luego nunca ha visto ni gallina, ni gallo, ni hombres. Bien, pues atrapo uno, lo llevo a la aldea y lo vendo a alguien que tenga gallinero, pues es muy buscado. Bien. Sin necesidad de cortarle las alas, sin hacer nada, a la caída de la noche, lo dejas en el gallinero y, por la mañana, cuando abres la puerta, está plantado delante y parece que esté contando las gallinas y gallos que salen, los sigue y, mientras come como ellos, mira con los ojos muy abiertos a todos lados, abajo, arriba, en los matorrales de alrededor. Es un perro pastor sin igual. Por la noche, se sitúa —a la puerta y, no se comprende como sabe que faltan una o dos gallinas, pero lo sabe y va a buscarlas. Y. gallo o gallina, los trae a picotazos para enseñarles a ser puntuales. Mata ratas, serpientes, musarañas, arañas, ciempiés y, tan pronto aparece un ave de rapiña en el cielo, hace que todo el mundo se esconda en las hierbas, mientras él le planta cara. Nunca más se va del gallinero.

Aquel ave extraordinaria nos la habíamos comido como si de un vulgar gallo se tratase.

El bretón de la máscara nos dice que Jésus, El Hinchado y unos treinta liberados más están encarcelados en la gendarmería de Saint-Laurent, adonde acuden los demás liberados para ver si entre ellos reconocen a alguno que hubiese merodeado en torno del edificio del que nosotros salimos. El árabe está en el calabozo de la gendarmería, incomunicado, acusado de complicidad. Los dos golpes que le tumbaron no le hicieron ninguna herida, en tanto que los guardianes tienen chichones en la cabeza.

—A mí no me han molestado porque todo el mundo sabe que nunca me lío en ninguna fuga.

Nos dice que Jésus es un sinvergüenza. Cuando le hablo de la canoa, me pide que se la enseñe. Tan pronto la ha visto, exclama:

—¡Pero si os mandaba a la muerte, el tipo ese! Esta piragua nunca podría flotar más de una hora en el mar. A la primera ola un poco fuerte, cuando recayera, la embarcación se partiría en dos. No os vayáis nunca ahí dentro, sería un suicidio.

—Entonces, ¿qué podemos hacer?

—¿Tienes pasta?

—Sí.

—Te diré lo que debes hacer, es más, voy a ayudarte, te lo mereces. Te ayudaré por nada, para que triunfes, tú y tus amigos. Primero, en ningún caso debéis acercaros a la aldea. Para tener una buena embarcación, hay que ir a la isla de las Palomas. En esa isla hay casi doscientos leprosos. Allí no hay vigilante, y nadie que esté sano va, ni siquiera el médico. Todos los días, a las ocho, una lancha les lleva el suministro, en crudo. El enfermero del hospital entrega una caja de medicamentos a los dos enfermeros, a su vez leprosos, que cuidan de los enfermos. Nadie, ni guardián, ni cazador de hombres, ni cura, recala en la isla. Los leprosos viven en chozas muy pequeñas que ellos mismos se han construido. Tienen una sala común donde se reúnen. Crían gallinas y patos que les sirven para mejorar su comida habitual. Oficialmente, no pueden vender nada fuera de la isla y trafican clandestinamente con Saint-Laurent, Saint-Jean y los chinos de la Guayana holandesa de Albina. Todos son asesinos peligrosos. Raras veces se matan entre sí, pero cometen numerosos delitos tras haber salido clandestinamente de la isla, adonde retornan para esconderse una vez han realizado sus fechorías. Para esas excursiones, poseen algunas embarcaciones que han robado en la aldea vecina. El mayor delito es poseer una embarcación. Los guardianes disparan contra toda piragua que entre o salga de la isla de las Palomas. Por eso, los leprosos hunden sus embarcaciones cargándolas con piedras; cuando necesitan una, se zambullen, quitan las piedras y la embarcación sube a flote. Hay de todo, en la isla, de todas las razas y todas las regiones de Francia. Conclusión: tu piragua sólo te puede servir en el Maroni y, aún, sin demasiada carga. Para hacerse a la mar, es necesario encontrar otra embarcación y, para eso, no hay nada como la isla de las Palomas.

—¿Cómo podemos hacerlo?

—Veamos. Yo te acompañaré por el río hasta avistar la isla. Tú no la encontrarías o podrías equivocarte. Está a casi ciento cincuenta kilómetros de la desembocadura; así, pues, hay que volver atrás. Esa isla queda a cincuenta kilómetros más lejos que Saint-Laurent. Te acercaré todo lo posible y, luego, me iré con mi piragua, que habremos remolcado; a ti te toca actuar en la isla.

—¿Por qué no vienes a la isla con nosotros?

Ma Doué —dice el bretón—, sólo un día he puesto el pie en el embarcadero donde oficialmente atraca el buque de la Administración. Era en pleno día y, sin embargo, lo que vi me bastó. Perdóname, Papi, pero nunca pondré los pies en esa isla. Por otra parte, sería incapaz de reprimir mi repulsión al estar cerca de ellos, tratarles, hablarles. Te causaría más molestias que utilidad.

—¿Cuándo nos vamos?

—A la caída de la noche.

—¿Qué hora es, bretón?

—Las tres.

—Bien, entonces dormiré un poco.

—No, es necesario que lo cargues todo y lo dispongas en tu piragua.

—Nada de eso, me iré con la piragua vacía y volveré para buscar a Clousiot, que se quedará aquí guardando los trastos.

—Imposible, nunca podrías encontrar el sitio, ni siquiera en pleno día. Y, de día, en ningún caso debes estar en el río. La caza contra vosotros no se ha suspendido. El río es aún muy peligroso.

Llega la noche. El hombre de la máscara va en busca de su piragua, que amarramos a la nuestra. Clousiot está al lado del bretón, quien coge la barra del gobernalle, Maturette en medio y yo a proa. Salimos con dificultad de la caleta y, cuando desembocamos en el río, la noche está ya próxima a caer. Un sol inmenso, de un rojo pardo, incendia el horizonte por la parte del mar. Mil luces de un enorme fuego de artificio luchan unas contra otras, para ser más intensas, más rojas en las rojas, más amarillas en las amarillas, más abigarradas en las partes donde los colores se mezclan. A veinte kilómetros delante de nosotros se ve, con toda claridad, el estuario de ese río majestuoso que se precipita, centelleante de lentejuelas rosa plateadas, en el mar.

El bretón dice:

—Es el final del ocaso. Dentro de una hora, la marea ascendente se hará sentir, la aprovecharemos para remontar el Maroní y así, sin esfuerzo, impulsados por ella, llegaremos con bastante rapidez a la isla.

La noche cae de golpe.

—Adelante —dice el bretón—. Boga fuerte para ganar el centro del río. Y deja de fumar.

Las pagayas entran en el agua y avanzamos bastante de prisa a través de la corriente. Chap, chap, chap. Manteniendo el ritmo, yo y el bretón movemos las pagayas sincronizadamente. Maturette hace lo que puede. Cuanto más avanzamos hacia el centro del río, más se nota el empuje de la marea. Nos deslizamos rápidamente. Cada media hora, se nota el cambio. La marea aumenta de fuerza y cada vez nos arrastra más de prisa. Seis horas después, estamos muy cerca de la isla; vamos recto hacia ella: una gran mancha, casi en medio del río, ligeramente a la derecha.

—Ahí está dice en voz baja el bretón.

La noche no es muy oscura, pero debe resultar difícil vernos desde un poco lejos a causa de la niebla al ras del río. Nos acercamos en silencio. Cuando distinguimos mejor el perfil de las rocas, el bretón sube a su piragua, la desamarra en unos segundos de la nuestra y dice, sencillamente, en voz baja:

—¡Buena suerte, machos!

—No hay de qué.

Como la embarcación ya no es guiada por el bretón, se ve arrastrada en línea recta hacia la isla, de través. Trato de enderezar la posición y hacer que dé una vuelta completa, pero apenas lo consigo y, empujados por la corriente, llegamos sesgados a la vegetación que cuelga sobre el agua. Hemos arribado tan impetuosamente, a pesar de que yo frenaba la embarcación con la pagaya, que si en vez de ramas y hojarasca hubiésemos encontrado un peñasco, la piragua se habría partido y, entonces, todo se hubiese ido al garete, víveres, material, etc. Maturette se arroja al agua, tira de la canoa y nos encontramos de bruces bajo una enorme espesura de plantas. Maturette tira, tira y amarramos la canoa. Nos tomamos un trago de ron y subo solo la margen del río, dejando a mis dos amigos con la canoa.

Con la brújula en la mano, doy algunos pasos tras haber roto varias ramas y dejado prendidos en diferentes sitios trozos de saco de harina que había preparado antes de salir. Veo un resplandor y de pronto distingo voces y tres chozas. Avanzo y, como no sé de qué modo voy a presentarme, decido hacer que me descubran. Enciendo un cigarrillo. En el mismo momento que brota la luz, un perrito se abalanza ladrando sobre mí y, brincando, pretende morderme las piernas. «Con tal de que el perro no sea leproso —pienso—. Idiota, si los perros no tienen lepra».

—¿Quién va? ¿Quién es? ¿Eres tú, Marcel?

—Soy un fugado.

—¿Qué vienes a hacer aquí? ¿A robarnos? ¿Crees que nos sobra algo?

—No, necesito ayuda.

—¿De gratis o pagando?

—¡Cierra el pico, Lechuza!

Cuatro sombras salen de las chozas.

—Avanza despacio, amigo, apuesto a que tú eres el hombre del mosquetón. Si lo llevas contigo, déjalo en el suelo, aquí no tienes nada que temer.

—Sí, soy yo, pero no traigo mosquetón.

Avanzo, estoy junto a ellos, es de noche y no puedo distinguir sus rasgos. Tontamente, tiendo la mano, pero nadie me la toca. Comprendo demasiado tarde que es un gesto que aquí no se hace: no quieren contagiarme.

—Entremos en la choza —dice El Lechuza.

El chamizo está alumbrado por un candil de aceite puesto sobre la mesa.

—Siéntate.

Me siento en una silla sin respaldo, de paja. El Lechuza enciende tres candiles de aceite más y deja uno sobre una mesa, frente a mí. El humo que desprende la mecha de ese candil de aceite de coco huele que apesta. Yo estoy sentado, ellos cinco de pie. No distingo sus rostros. El mío queda iluminado, pues estoy a la altura del candil, que es lo que ellos querían. La voz que ordenara a El Lechuza que cerrase el pico dice:

Anguila, vete a la casa comunal y pregunta si quieren que lo llevemos allí. Trae en seguida la respuesta y, sobre todo, si Toussaint está de acuerdo. Aquí no podemos darte nada de beber, amiguito, a menos que quieras engullir unos huevos.

Pone una cesta llena de huevos delante de mí.

—No, gracias.

A mi derecha, muy cerca, se sienta uno de ellos, y entonces, por primera vez, veo el rostro de un leproso. Es horrible. Hago esfuerzos para no desviar la mirada de él ni exteriorizar mi impresión. Tiene la nariz completamente roída, hueso y carne: un verdadero agujero en mitad de la cara. Digo bien: no dos agujeros, sino uno solo, grande como una moneda de dos francos. El labio inferior, a la derecha, está roído también y muestra, descarnados, tres dientes muy largos y amarillos que se ven entrar en el hueso del maxilar superior, al desnudo. Sólo tiene una oreja. Pone una mano vendada sobre la mesa. Es la derecha. Con los dos dedos que le quedan en la mano izquierda, sostiene un grueso y largo cigarro, seguramente hecho por él mismo con una hoja de tabaco a medio madurar, pues el cigarro es verdoso. Sólo le quedan párpados en el ojo izquierdo, el derecho ya no tiene, y una llaga profunda sale del ojo hacia lo alto de la frente para perderse entre sus cabellos grises, tupidos.

Con voz ronca me dice:

—Te ayudaremos, macho, porque desearía que no te volvieses como yo, no, eso no lo querría.

—Me llamo Juan sin Miedo, soy del arrabal. Cuando llegué al presidio, era más guapo, mas sano y más fuerte que tú. En diez años, ya ves lo que me he vuelto.

—¿No te curan?

—Sí. Y estoy mejor desde que me pongo inyecciones de aceite de chumogra. Mira. Vuelve la cabeza y me enseña el lado izquierdo.

—De ese lado, se seca.

Me invade una inmensa compasión y hago ademán de tocar su mejilla izquierda en prueba de amistad. Se echa hacia atrás y me dice:

—Gracias por haber querido tocarme, pero no toques nunca a un enfermo ni bebas en su escudilla.

Todavía no he visto más que un rostro de leproso, el de ese que ha tenido valor para afrontar mi mirada.

—¿Dónde está el fugado?

En el umbral de la puerta, la sombra de un hombre apenas más alto que un enano.

—Toussaint y los otros quieren verlo. Llévalo al centro.

Juan sin Miedo se levanta y dice:

—Sígueme.

Nos vamos todos en la oscuridad, cuatro o cinco delante, yo al lado de Juan sin Miedo, otros detrás. Cuando, al cabo de tres minutos, llegamos a una explanada, un débil rayo de luna ilumina esa especie de plaza. Es la cima más alta de la isla. En el centro, una casa. De dos ventanas sale luz. Ante la puerta, nos aguardan una veintena de hombres; caminamos hacia ellos. Cuando llegamos frente a la puerta se apartan para dejarnos pasar.

Es una sala rectangular de diez metros por cuatro aproximadamente, con una especie de chimenea donde arde un fuego de leña, rodeada de cuatro enormes piedras, todas de la misma altura. La sala es alumbrada por dos grandes linternas sordas de petróleo. Sentado en un taburete, un hombre de edad indefinida y cara descolorida. Detrás de él, sentados en un banco, cinco o seis hombres. El hombre de la cara descolorida tiene los ojos negros y me dice:

—Soy Toussaint El Corso y tú debes ser Papillon.

—Sí.

—Las noticias vuelan de prisa en el presidio, tan de prisa como tú actúas. ¿Dónde dejaste el mosquetón?

—Lo tiramos al río.

—¿En qué sitio?

—Frente a la tapia del hospital, exactamente donde la saltamos.

—Entonces, ¿puede recuperarse?

—Eso supongo, pues el agua no es profunda allí.

—¿Cómo lo sabes?

—Nos vimos obligados a meternos en el agua para transportar a nuestro amigo herido y dejarlo en la canoa.

—¿Qué tiene?

—Se ha roto una pierna.

—¿Qué has hecho de él?

—He juntado ramas partidas en dos por la mitad y le he colocado una especie de collar de sujeción en la pierna.

—¿Le duele?

—Sí.

—¿Dónde está?

—En la piragua.

—Has dicho que vienes a buscar ayuda. ¿Qué clase de ayuda? —Una embarcación.

—¿Quieres que te demos una embarcación?

—Sí, tengo dinero para pagarla.

—Bien. Te venderé la mía, es formidable y completamente nueva, la robé la semana pasada en Albina. No es una embarcación, es un trasatlántico. Sólo le falta una cosa, una quilla. No está quillada, pero en dos horas te pondremos una buena quilla. Tiene todo lo que hace falta: un gobernalle con su barra completa, un mástil de cuatro metros de quiebrahacha y una vela completamente nueva de lona de lino. ¿Cuánto me das?

—Dime tú el precio, no sé qué valor tienen las cosas aquí.

—Tres mil francos, si puedes pagar. Si no puedes, vete a buscar el mosquetón mañana por la noche y, a cambio, te doy la embarcación.

—No, prefiero pagar.

—Conforme, trato hecho. ¡Pulga, trae café!

El Pulga, que es el semienano que viniera a buscarme se dirige a una repisa que hay sobre la lumbre, toma una escudilla reluciente, nueva y limpia, vierte en ella café de una botella y la pone al fuego. Al cabo de un momento, retira la escudilla y sirve el café en algunos vasos metálicos que hay junto a las piedras. Toussaint se inclina y reparte los vasos a los hombres que están detrás de él. El Pulga me alarga la escudilla, diciéndome:

—Bebe sin temor, pues esa escudilla sólo es para los que vienen de paso. Ningún enfermo bebe en ella.

Cojo la escudilla, bebo y, luego, me la pongo sobre la rodilla. En este momento, descubro que, pegado a la escudilla, hay un dedo. Estoy tratando de comprender, cuando El Pulga dice:

—Toma, ¡ya he perdido otro dedo! ¿Dónde diablos habrá caído?

—Aquí está —le digo, mostrándole la escudilla.

Lo despega y, luego, lo tira al fuego. Me devuelve la escudilla y dice:

—Puedes beber, porque yo tengo la lepra seca. Me deshago a trocitos, pero no me pudro. No soy contagioso.

Un olor a carne asada llega hasta mí. Pienso: «Debe ser el dedo».

Toussaínt dice:

—Tendrás que quedarte todo el día hasta por la tarde, cuando baje la marea. Es necesario que vayas a avisar a tus amigos. Deja al herido en una choza, recoged todo lo que hay en la canoa, y echadla a pique. Nadie puede ayudaros, ya comprendes por que.

Rápidamente, me reúno con mis dos compañeros. Transportamos a Clousiot a una choza. Una hora después, lo hemos quitado todo y el material de la piragua está cuidadosamente guardado. El Pulga pide que le regalemos la piragua y una pagaya. Se la doy. Irá a hundirla en un sitio que conoce. La noche ha pasado de prisa. Los tres estamos en la choza, echados sobre mantas nuevas que nos ha hecho enviar Toussaint. Nos han llegado empaquetadas en papel fuerte de embalaje. Tendido sobre una de esas mantas, doy detalles a Clousiot y Maturette de lo ocurrido desde mi llegada a la isla y del trato hecho con Toussaint. Clousiot dice una tontería, sin reflexionar:

—Darse el piro cuesta entonces seis mil quinientos francos. Te daré la mitad, Papillon, es decir, los tres mil francos que tengo.

—No estamos aquí para echar cuentas de armenio. Mientras tenga pasta, pago yo. Después ya veremos.

Ningún leproso entra en la choza. Despunta el día. Llega Toussaint:

—Buenos días. Podéis salir tranquilos. Aquí, nadie puede venir a molestaros. Subido a un cocotero, en lo alto de la isla, está uno para ver si hay embarcaciones de la bofia en el río. No se ven. Mientras ondee el trapo blanco, significa que no hay moros en la costa. Sí el vigía ve algo, bajará a decirlo. Podéis coger papayas vosotros mismos y comerlas si queréis.

—Toussaint, ¿y la quilla? —le digo.

—La haremos con una tabla de la puerta de la enfermería. Es de madera dura sin desbastar. Con dos tablas haremos la quilla. Hemos subido ya la canoa a la explanada aprovechando la noche. Ven a verla.

Vamos allá. Es una magnífica lancha de cinco metros de largo, completamente nueva, con dos bancos, uno horadado para colocar el mástil. Es pesado y a Maturette y a mí nos cuesta mucho darle la vuelta. Vela y cordaje son nuevos, flamantes. A los lados hay anillas para sujetar la carga, incluso el barril de agua. Ponemos manos a la obra. A mediodía, una quilla ahusada de popa a proa queda sólidamente sujeta con largos tornillos y los cuatro tirafondos que yo tenía.

En corro, alrededor de nosotros, los leprosos nos contemplan trabajar sin decir palabra. Toussaint nos explica lo que hay que hacer y obedecemos. Ninguna llaga en la cara de Toussaint, que parece normal, pero cuando habla, se nota que sólo mueve un lado del rostro, el izquierdo. Me lo dice, y también me dice que está aquejado de lepra seca. El torso y el brazo derecho los tiene igualmente paralizados y espera que la pierna derecha se le paralice también a no tardar. El ojo derecho aparece fijo como un ojo de cristal. Ve con él, pero no puede moverlo. No doy ningún nombre de los leprosos. Quizá quienes les quisieron o conocieron nunca han sabido de qué horrible manera se han podrido en vida.

Mientras trabajo, charlo con Toussaint. Nadie más habla. Salvo una vez en que, cuando me disponía a coger algunas bisagras arrancadas de un mueble de la enfermería, para reforzar la sujeción de la quilla, uno de ellos dice:

—No las cojas todavía, déjalas ahí. Me he hecho un rasguño al arrancar una y hay sangre, aunque la he limpiado.

Un leproso las rocía con ron y prende fuego por dos veces:

—Ahora —dice aquel hombre— ya puedes usarlas.

Mientras trabajamos, Toussaint dice a un leproso:

—Tú que te has fugado varias veces, explícale bien a Papillon cómo debe actuar, puesto que ninguno de los tres se ha fugado antes.

El hombre nos explica:

—Esta tarde, la marea baja muy temprano. La bajamar comienza a las tres. A la caída de la noche, hacia las seis, tienes a favor una corriente que te llevará en menos de tres horas a cien kilómetros aproximadamente de la desembocadura. A las nueve, tendrás que pararte. Has de esperar bien amarrado a un árbol de la selva, las seis horas de marea alta, hasta las tres de la madrugada. Pero no salgas a esa hora, pues la corriente no se retira lo bastante de prisa. A las cuatro y media de la mañana, ponte en medio del río. Tienes una hora y media antes de que despunte el día, para hacer cincuenta kilómetros. En esa hora y media están todas tus posibilidades. Es necesario que a las seis, cuando salga el sol, te hagas a la mar. Aunque la bofia te vea, no puede perseguirte, pues llegaría al alfaque en el mismo momento que sube la marea. No podrán pasar y tú ya habrás cruzado el banco de arena. En ese kilómetro de ventaja que debes tener cuando ellos te perciban va tu vida. Ahí no hay más que una vela, ¿qué tenías en la piragua?

—Una vela y un foque.

—Esa embarcación es pesada, puede aguantar dos foques, uno en trinquetes desde la punta de la embarcación hasta el pie del mástil, y el otro inflado saliendo fuera de la punta de la lancha para levantar bien la proa. Sal a todo trapo, recto sobre las olas del mar, que siempre es gruesa en el estuario. Haz tumbar a tus amigos en el fondo de la canoa para estabilizarla mejor, y tú sujeta bien el gobernalle. No ates la soga que sujeta la vela a tu pierna, hazla pasar por la anilla que hay para eso en la embarcación y sujétala con una sola vuelta a tu muñeca. Si ves que la fuerza del viento aumenta el desplazamiento de una ola fuerte y que vas a escorar en el agua con peligro de zozobrar, suéltalo todo y, acto seguido, verás cómo tu embarcación recobra el equilibrio. Si ocurriese eso, no te pares, deja suelta la vela y sigue adelante, al viento, con el trinquete y el foque. Sólo hasta que llegues a las aguas azules tendrás tiempo de hacer arriar la vela por el pequeño, bajarla a bordo y seguir adelante tras haberla vuelto a izar. ¿Conoces la derrota?

—No. Sólo sé que Venezuela y Colombia están al Noroeste.

—Así es, pero procura que las corrientes no te arrastren hacia la costa. La Guayana holandesa entrega a los evadidos; la Guayana inglesa, también. Trinidad no te entrega, pero te obliga a marchar al cabo de quince días. Venezuela te entrega, pero tras haberte puesto a trabajar en las carreteras un año o dos.

Escucho con toda atención. Me dice que, de vez en cuando, se va pero como es leproso, lo devuelven en seguida. Confiesa no haber llegado nunca más allá de Georgetown, en la Guayana inglesa. Sólo tiene lepra visible en los pies, que se le han quedado sin dedos. Va descalzo. Toussaint me pide que repita todos los consejos que el hombre me ha dado y lo hago sin equivocarme.

En este momento, Juan sin Miedo pregunta:

—¿Cuánto tiempo se necesitará para llegar a alta mar?

Contesto:

—Durante tres días, pondré rumbo a Nornordeste. Con la deriva, resultará Nornorte, y al cuarto día pondré rumbo Noroeste que equivaldría a pleno Oeste.

—Bravo —dice el leproso—. Yo, la última vez, sólo hice dos días de Nordeste, así que fui a parar a la Guayana inglesa. Con tres días rumbo al Norte, pasarás al norte de Trinidad o de Barbados, y, de golpe, habrás pasado por Venezuela sin darte cuenta, para topar con Curasao o Colombia.

Juan sin Miedo dice:

—Toussaint, ¿por cuánto le has vendido la embarcación?

—Por tres mil —dice Toussaint—. ¿Es caro?

—No, no lo digo por eso. Sólo quería saberlo, nada más. ¿Puedes pagar, Papillon?

—Sí.

—¿Te quedará dinero?

—No, es todo cuanto tenemos, exactamente tres mil francos que lleva mi amigo Clousiot.

—Toussaint, te doy mi pistola dice Juan sin Miedo. —Quiero ayudar a esos tipos. ¿Cuánto me das por ella?

—Mil francos dice Toussaint. —Yo también quiero ayudarles.

—Gracias por todo —dice Maturette, mirando a Juan sin, Miedo.

—Gracias dice también Clousiot.

Y yo, en este momento, me avergüenzo de haber mentido:

—No, no puedo aceptar eso de ti, no hay motivo.

Me mira y dice:

—Sí, hay una razón. Tres mil francos es mucho dinero y, sin embargo, a ese precio, Toussaint pierde al menos dos mil, pues os da una embarcación magnífica. No hay razón para que yo no haga también lo mismo por vosotros.

Entonces, ocurre algo conmovedor: El Lechuza deja un sombrero en el suelo, y he aquí que los leprosos echan billetes o monedas dentro. Salen leprosos de todas partes y todos ponen algo. Estoy sumamente avergonzado. ¡Pero no puedo decirles que todavía me queda dinero!, ¿qué puedo hacer, Dios mío? Es una infamia lo que estoy cometiendo ante tanta nobleza:

—¡Os lo ruego, no hagáis ese sacrificio!

Un negro de Tombuctú, completamente mutilado —tiene dos muñones en vez de manos, ni un solo dedo—, dice:

—El dinero no nos sirve para vivir. Acéptalo sin sonrojo. El dinero sólo nos sirve para jugar o acostarnos con leprosas que, de vez en cuando, vienen de Albina.

Estas palabras me alivian y me impiden confesar que tengo dinero.

Los leprosos han cocido doscientos huevos. Los traen en una caja marcada con una cruz roja. Es la caja recibida por la mañana con los medicamentos del día. Traen también dos tortugas vivas de por lo menos treinta kilos cada una, bien atadas, tabaco en hojas y dos botellas llenas de fósforos y rascadores, un saco de por lo menos cincuenta kilos de arroz, dos sacos de carbón de leña, un «primus», el de la enfermería, y una bombona de gasolina. Toda esta mísera comunidad está conmovida por nuestro caso y todos quieren contribuir a nuestro éxito. Diríase que en esta fuga va la de ellos. Arrastramos la canoa hasta cerca del sitio donde llegamos. Ellos han contado el dinero del sombrero: ochocientos diez francos. Sólo debo dar mil doscientos francos a Toussaint. Clousiot me entrega su estuche, lo abro delante de todo el mundo. Contiene un billete de mil y cuatro billetes de quinientos francos. Entrego a Toussaint mil quinientos francos, me devuelve trescientos y, luego dice:

—Toma, quédate con la pistola, te la regalo. Os habéis jugado el todo por el todo, no vaya a ser que, en el último momento por falta de un arma, se estropee el asunto. Espero que no tengas que usarla.

No sé como agradecérselo, a él en primer lugar, y a todos los demás después. El enfermero ha preparado una cajita con algodón, alcohol, aspirinas, vendas, yodo, unas tijeras y esparadrapo. Un leproso trae tablitas bien cepilladas y finas y dos vendas «Velpeau» en su embalaje, completamente nuevas. Me las ofrece con sencillez para que cambie las tablillas de Clousiot.

Sobre las cinco, se pone a llover. Juan sin Miedo me dice:

—Estáis de suerte. No hay peligro de que os vean, podéis marcharos en seguida y ganar una media hora larga. Así, estaréis más cerca de la desembocadura para seguir adelante a las cuatro y media de la mañana.

—¿Cómo sabré la hora que es? —le pregunto.

—La marea te lo dirá según suba o baje.

Botamos la canoa. No es como la piragua. Emerge del agua más de cuarenta centímetros, cargada con todo el material y nosotros tres. El mástil, envuelto en la vela, queda tumbado pues no debemos ponerlo hasta la salida. Colocamos el gobernalle con su vástago de seguridad y la barra, más un cojín de bejucos para sentarme. Con las mantas, hemos habilitado un nido en el fondo de la canoa para Clousiot, quien no ha querido cambiarse el ventaje. Está a mis pies, entre el barril de agua y yo. Maturette se mete en el fondo, pero a proa. En seguida, tengo una impresión de seguridad que nunca tuve con la piragua.

Sigue lloviendo. Tengo que bajar el río por el centro, pero un poco a la izquierda, del lado de la costa holandesa. Juan sin Miedo dice:

—¡Adiós, largaos pronto!

—¡Buena suerte! —dice Toussaint.

Y da un fuerte patadón a la canoa.

—Gracias, Toussaint, gracias, Juan. ¡Mil veces gracias a todos!

Y desaparecemos muy rápidamente, arrastrados por la corriente de la bajamar que hace dos horas que empezó y va a una velocidad increíble.

Sigue lloviendo, no vemos a diez metros de nosotros. Como hay dos islitas más abajo, Maturette se asoma a proa y mantiene fija la mirada ante nosotros para evitar que encallemos. Ha caído la noche. Un grueso árbol que desciende el río con nosotros, por suerte demasiado despacio, nos obstaculiza un momento con sus ramas. Nos desprendemos en seguida de él y continuamos bajando a treinta por hora por lo menos. Fumamos, bebemos ron. Los leprosos nos han dado seis botellas de chianti de esas que van envueltas en paja, pero llenas de ron. Cosa rara, ninguno de nosotros habla de las horrendas lesiones que hemos visto en los leprosos. Un tema único de conversación: su bondad, su generosidad, su rectitud; la suerte que tuvimos de encontrar al bretón de la máscara, que nos llevó a la isla de las Palomas. La lluvia cada vez arrecia más, estoy calado hasta los huesos, pero estas blusas de lana son tan buenas que, aun estando empapadas, abrigan. No tenemos frío. Sólo la mano que maneja el gobernalle se anquilosa bajo la lluvia.

—En estos momentos —dice Maturette—, bajamos a más de cuarenta por hora. ¿Cuánto tiempo crees que hace que hemos salido?

—Te lo diré —dice Clousiot—. Aguarda un poco. Tres horas y quince minutos.

—¿Estás loco? ¿Cómo lo sabes?

—Desde que salimos he contado trescientos segundos y cada vez he cortado un trocito de cartón. Tengo treinta y nueve cartoncitos. A cinco minutos cada uno, hacen tres horas y un cuarto que bajamos el río. Si no me he equivocado, dentro de quince o veinte minutos ya no bajaremos, nos iremos por donde hemos venido.

Empujo la barra del gobernalle a la derecha para coger el río al sesgo y acercarme a la margen del lado de la Guayana holandesa. Antes de chocar con la maleza, la corriente ha cesado. Ya no bajamos ni subimos. Sigue lloviendo. Ya no fumamos, ya no hablamos. Murmuro:

—Coge la pagaya y rema.

Yo remo también, sujetando la barra bajo mi muslo izquierdo. Despacio, avanzamos por la maleza, tiramos de las ramas y nos resguardamos debajo. Estamos en la oscuridad producida por la vegetación. El río es gris, cubierto de niebla. Resultaría imposible decir, de no fiarse del flujo y el reflujo, dónde está el mar y dónde el interior del río.