Esta noche, le he metido una bronca a Dega y, después, a Fernández. Dega me dice que no tiene confianza en ese proyecto, que, si es necesario, pagará una fuerte cantidad para salir de su internamiento. Me pide que le escriba a Sierra diciéndole que se le ha ocurrido esa proposición y que nos diga si es aceptable. Chatal, el mismo día, lleva la nota y nos trae la respuesta. «No pagues a nadie para que quiten el internamiento, es una medida que viene de Francia y nadie, ni siquiera el director de la penitenciaría, puede quitárnoslo. Si estáis desesperados en el hospital, podéis tratar de salir a la mañana siguiente misma del día en que el barco que va a las islas y que se llama Mana haya zarpado».
Seguiremos ocho días más en los cuarteles celulares antes de que nos lleven a las Islas, y quizá sea mejor para evadirse que la sala donde hemos ido a recalar en el hospital. En la misma misiva, Sierra me dice que, si quiero, me mandará un presidiario liberado a hablar conmigo para prepararme el barco detrás del hospital. Es un tolosense que se llama Jésus, el mismo que preparó la evasión del doctor Bougrat hace ahora dos años. Para verle, he de hacerme radiografiar en un pabellón especialmente equipado para ello. Ese pabellón está dentro del hospital, pero los liberados tienen acceso a él mediante una falsa orden para ser radiografiados. Me dice que antes de que vaya a hacerme la radiografía me quite el estuche, pues el doctor podría verlo si mira más abajo de los pulmones. Envío unas letras a Sierra, diciéndole que mande a Jésus a hacerse la radiografía y que se ponga de acuerdo con Chatal para que me manden también allí. Será pasado mañana a las nueve, me advierte Sierra aquella misma noche.
El día siguiente, Dega pide salir del hospital, así como Fernández. El Mana ha zarpado esta mañana. Ellos esperan fugarse de las celdas del campamento, les deseo buena suerte yo no varío mis proyectos.
He visto a Jésus. Es un viejo presidiario liberado, flaco como una sardina, de rostro curtido, cruzado por dos tremendas cicatrices. Tiene un ojo que llora constantemente cuando te mira. Mala pinta, mala mirada. No me inspira mucha confianza, el futuro me dará la razón. Hablamos rápidamente:
—Puedo facilitarte una embarcación para cuatro hombres, a lo sumo cinco. Un barrilito de agua, víveres, café, y tabaco; tres palas de canoa india, sacos de harina vacíos, aguja e hilo para que te hagas la vela y un foque tú mismo; una brújula, un hacha, un cuchillo, cinco litros de tafia —ron de Guayana—, por dos mil quinientos francos. La luna se pone dentro de tres días. De aquí a cuatro días, si aceptas, te esperaré en la lancha botada todas las noches, desde las once hasta las tres de la madrugada, durante ocho días. Al primer cuarto creciente de la luna, ya no te espero. La embarcación estará exactamente frente al ángulo de abajo de la tapia del hospital. Dirígete por la tapia, pues hasta que no estés junto a la embarcación, no la verás ni a dos metros.
No me fío, pero de todos modos digo que sí.
—¿La pasta? —me dice Jésus.
—Te la mandaré por Sierra.
Y nos separamos sin estrecharnos la mano. No lo veo claro.
A las tres, Chatal se va al campamento a llevar la pasta, dos mil quinientos francos, a Sierra. Me he dicho: «Me juego esa pasta gracias a Galgani, pues resulta arriesgado. ¡Con tal de que no se las sople en tafia, esas dos mil quinientas leandras!».
Clousiot está radiante, confía en sí mismo, en mí y en el proyecto. Sólo una cosa le preocupa: no todas las noches, aunque a menudo, el árabe llavero entra en la sala y, sobre todo, raras veces muy tarde. Otro problema: ¿a quién se podría escoger como tercero para hacerle la proposición? Hay un corso del hampa de Niza, llamado Biaggi. Está en el presidio desde 1929, habiendo matado a un tipo después, sujeto a estricta vigilancia en esta sala y en estado preventivo por ese homicidio. Clousíot y yo discutimos sobre si debemos hablarle y cuándo. Mientras estamos conversando en voz baja, se acerca a nosotros un efebo de dieciocho años, lindo como una mujer. Se llama Maturette y fue condenado a muerte e indultado después, dada su temprana edad diecisiete años, —por el asesinato de un taxista. Eran dos, de dieciséis y de diecisiete años, y aquellos dos niños, en la Audiencia, en vez de acusarse recíprocamente, declararon cada uno haber matado al taxista. Ahora bien, el taxista sólo recibió un balazo. Aquella actitud de cuando su proceso les hizo simpáticos a todos los presidiarios, a los dos chavales.
Maturette, muy afeminado, se acerca, pues, a nosotros y, con voz de mujer, nos pide lumbre. Se la damos y, además, le regalo cuatro cigarrillos y una caja de fósforos. Me da las gracias con una incitante sonrisa. Dejamos que se vaya. De golpe, me dice Clousiot:
—Papi, estamos salvados. El chivo vendrá aquí tantas veces como queramos y en el momento que queramos, lo tenemos en el bolsillo.
—¿Cómo?
—Es muy sencillo: diremos al pequeño Maturette que enamore al chivo. Ya sabes, a los árabes les gustan los jóvenes. De ahí a hacerle venir por la noche para cepillarse al chaval, no hay más que un paso. A este le toca hacerse el melindroso diciendo que tiene miedo de ser visto, para que el árabe entre a las horas que nos convienen.
—Yo me encargo de ello.
Voy adonde está Maturette, quien me recibe con una sonrisa alentadora. Cree que me ha impresionado con su primera sonrisa incitante. Pero le digo en seguida:
—Te equivocas, vete al retrete.
Va al retrete y, una vez allí, le advierto:
—Si repites una sola palabra de lo que voy a decirte, eres hombre muerto. Mira, ¿quieres hacer eso, eso y eso por dinero? ¿Cuánto? ¿Para hacernos un favor? ¿O quieres irte con nosotros?
—Quiero irme con vosotros, ¿conforme?
—Prometido, prometido. Nos estrechamos la mano.
Va a acostarse y yo, tras decirle unas cuantas palabras a Clousiot, me acuesto también. Por la noche, a las ocho, Maturette está sentado en la ventana. No tiene que llamar al árabe, pues este viene por su propia voluntad. La conversación se entabla entre ellos en voz baja. A las diez, Maturette se acuesta. Nosotros estamos acostados, sin pegar ojo, desde las nueve. El chivo entra en la sala, da dos vueltas, encuentra un hombre muerto Llama a la puerta y, poco después, entran dos camilleros que se llevan el cadáver. Esa muerte nos será útil, pues justificará las rondas del árabe a cualquier hora de la noche. Por consejo nuestro, Maturette le da cita a las once de la noche. El llavero llega a esa hora, pasa delante de la cama del chico, le tira de los pies para despertarle y, luego, se dirige a los retretes. Maturette le sigue. Un cuarto de hora después, el llavero sale, va directamente a la puerta y desaparece. Al cabo de un minuto, Maturette se acuesta sin hablarnos. En fin, el día siguiente, lo mismo, pero a medianoche. Todo va al pelo, el chivo acudirá a la hora que le indique el pequeño.
El 27 de noviembre de 1933, con dos patas de camastro a punto de ser quitadas para servir de mazas, espero, a las cuatro de la tarde, unas letras de Sierra. Chatal, el enfermero, llega sin traer ningún papel. Me dice tan sólo:
—François Sierra me encarga decirte que Jésus te espera en el sitio convenido. Buena suerte.
A las ocho de la noche, Maturette le dice al árabe:
—Ven después de medianoche, pues a esa hora podremos estar más tiempo juntos.
El árabe dice que vendrá después de medianoche. A las doce en punto, estamos preparados. El árabe entra alrededor de las doce y cuarto, va directamente a la cama de Maturette, le tira de los pies y continúa hacia el retrete. Maturette entra con él. Arranco la pata de mi cama, que hace un leve ruido al venirse abajo. De Clousiot, no se oye nada. Debo situarme detrás de la puerta de los retretes y Clousiot acercarse a él para llamarle la atención. Tras una espera de veinte minutos, todo sucede muy de prisa. El árabe sale del retrete y, sorprendido al ver a Clousiot, pregunta:
—¿Qué haces ahí, en medio de la sala, a estas horas? Ve a acostarte.
En el mismo momento, recibe el golpe del conejo en pleno cerebelo y se desploma sin hacer ruido. Sin perder un segundo, me pongo su ropa y me calzo sus zapatos, le arrastramos bajo una cama y, antes de meterlo completamente dentro, le asesto otro golpe en la nuca. Tiene su merecido.
Ninguno de los ochenta hombres de la sala se ha movido. Rápidamente, me voy hacia la puerta, seguido por Clousiot y Maturette, ambos en camisa, y llamo. El vigilante abre, levanto mi barra y le doy en la cabeza. El otro, enfrente, deja caer su mosquetón. Seguramente, estaba dormido. Antes de que reaccione, le dejo sin sentido. Los míos no han gritado, el de Clousiot ha exclamado: «¡Ah!», antes de desplomarse. Los dos míos han quedado sin sentido en sus sillas; el tercero está tumbado, tieso. Contenemos la respiración. Para nosotros, ese “¡Ah!“, lo ha oído todo el mundo. Es verdad que ha sido bastante fuerte, pero nadie se mueve. No los metemos en la sala, nos vamos con los tres mosquetones. Con Clousiot delante, el chaval en medio y yo detrás, bajamos las escaleras mal alumbradas por una linterna. Clousiot ha soltado su pata, yo sostengo la mía con la izquierda y el mosquetón con la derecha. Abajo, nadie. Alrededor de nosotros, la noche es como tinta. Hay que mirar muy fijamente para ver la tapia detrás de la cual está el río, a la que en seguida nos dirigimos. Al llegar a la tapia, hago estribo con las manos. Clousíot sube, se sienta a horcajadas, aúpa a Maturette y, luego, a mí. Saltamos en la oscuridad al otro lado de la tapia. Clousiot cae mal en un hoyo y se lastima un pie. A Maturette y a mí no nos pasa nada. Nos incorporamos; los mosquetones los hemos soltado antes de saltar. Cuando Clousiot intenta levantarse, no puede, dice que tiene la pierna rota. Dejo a Maturette con Clousiot y corro hacia la esquina, rozando la tapia con una mano. La noche es tan oscura que no me doy cuenta de que he llegado al extremo de la tapia y, al quedar mi mano en el aire, me doy de narices. Oigo una voz que, desde la parte del río, pregunta:
—¿Sois vosotros?
—Sí. ¿Eres Jésus?
—Sí.
Enciende un fósforo durante una fracción de segundo. He localizado dónde está, me meto en el agua y voy hacia él. Va acompañado.
—Suba el primero. ¿Quién es?
—¿Papillon?
—Está bien.
—Jésus, hay que volver atrás, mi amigo se ha roto una pierna al saltar desde la tapia.
—Entonces, toma esa pala y rema.
Las tres pagayas se hunden en el agua y la ligera canoa recorre rápidamente los cien metros que nos separan del sitio donde deben estar los otros, pues no se ve nada. Llamo.
—¡Clousiot!
—¡No hables, por Dios!, dice Jésus. El Hinchado, dale a la ruedecilla de tu mechero.
Saltan chispas, ellos las ven. Clousiot silba a la lyonesa entre dientes. Es un silbido que no hace ruido, pero que se oye bien. Parece el silbido de una serpiente. Silba sin parar, lo que permite guiarnos hasta él. El Hinchado baja, coge en brazos a Clousiot y le mete en la canoa. Maturette sube a su vez, seguido de El Hinchado. Somos cinco y el agua llega a dos dedos del borde de la canoa.
—No hagáis ni un gesto sin antes avisar, dice Jésus —Papillon, deja de remar y ponte la pagaya sobre las rodillas. ¡Arranca, El Hinchado!
Y, rápidamente, a favor de la corriente, la embarcación se sume en las tinieblas.
Cuando, al cabo de un kilómetro, pasamos por delante de la penitenciaría, débilmente alumbrada por la luz de una mísera linterna, estamos en medio del río y vamos a una velocidad increíble, arrastrados por la corriente. El Hinchado ha sacado su pagaya. Sólo Jésus, con el extremo de la suya pegado al muslo, mantiene en equilibrio la embarcación. No la impulsa, sólo la dirige.
Jésus dice:
—Ahora, podemos hablar y fumar. Creo que nos ha salido bien. ¿Estás seguro de que no habéis matado a nadie?
—Creo que no.
—¡Maldita sea! ¿Me has engañado, Jésus? —dice El Hinchado—. Me dijiste que se trataba de una fuga sin complicaciones y, por lo que creo comprender, resulta que es una fuga de internados.
—Sí, son internados, El Hinchado. No he querido decírtelo, porque no me habrías ayudado y necesitaba un hombre. No pases cuidado. Si la pifiamos, yo cargaré con toda la responsabilidad.
—Eso es lo correcto, Jésus. Por las cien leandras que me has pagado, no quiero arriesgar la cabeza si ha habido una muerte, ni que me enchironen si ha habido un herido.
—Hinchado —intervengo yo—, os regalaré mil francos a los dos.
—Entonces vale, macho. Es de justicia. Gracias. En la aldea, pasamos hambre; resulta peor ser liberado que cumplir condena. Al menos, de condenado, se come todos los días y tienes ropa que ponerte.
—Macho —le dice Jésus a Clousiot, ¿te duele mucho?
—Puede aguantarse —dice Clousiot—. Pero ¿cómo nos las arreglaremos, Papillon, con mi pierna rota?
—Ya veremos. ¿Adónde vamos, Jésus?
—Os esconderé en una caleta, a treinta kilómetros de la desembocadura. Allí, os quedaréis ocho días para dejar que pase el arrebato de la caza de los guardianes y de los cazadores de hombres. Hay que dar la impresión de que esta misma noche habéis salido del Maroni y os habéis hecho a la mar. Los cazadores de hombres van en canoas sin motor, son los más peligrosos. Hacer una fogata, hablar, toser, puede ceros fatal si os acosan de cerca. En cambio, los guardianes van en motoras demasiado grandes para entrar en la caleta, encallarían.
La noche se aclara. Son casi las cuatro de la mañana cuando, tras haber buscado mucho, damos por fin con el punto de referencia que sólo Jésus conoce y entramos literalmente en la selva. La canoa aplasta la vegetación, que cuando hemos pasado, se yergue detrás de nosotros, levantando una cortina, protectora muy tupida. Habría que ser un brujo para saber que allí hay bastante agua para sostener una embarcación. Entramos, penetramos en la selva durante más de una hora, apartando las ramas que obstruyen el paso. De repente, nos encontramos en una especie de canal y paramos. Las márgenes son verdes, herbosas, limpias; los árboles, inmensos, y la luz del día —son las seis—, no consigue atravesar el follaje. Bajo esta bóveda imponente, impenetrable, gritos de miles de bichos que no conocemos. Jésus dice:
—Aquí es donde habréis de esperar ocho días. El séptimo, vendré y os traeré víveres.
De debajo de un espeso matorral, saca una piragua diminuta de dos metros aproximadamente. Dentro de ella, dos palas. Cuando suba la marea, volverá en esta embarcación a Saint-Laurent.
Ahora, ocupémonos de Clousiot, quien está tendido en la orilla. Como sigue en camisa, lleva las piernas desnudas. Con el hacha, hacemos una especie de tablillas de ramas secas. El Hinchado le tira del pie, Clousiot suda la gota gorda, hasta que llega un momento en que grita:
—¡Para! En esta posición, me duele menos; el hueso debe de estar en su sitio.
Le ponemos las tablillas y las atamos con soga de cáñamo nueva que hay en la canoa. Clousiot se siente más aliviado. Jésus había comprado cuatro pantalones, cuatro camisas y cuatro blusas de marinero de lana de relegados. Maturette y Clousiot se visten con ellas, yo me quedo con las ropas del árabe. Bebemos ron. Es la segunda botella que nos soplamos desde la salida y, afortunadamente, nos reanima. Los mosquitos no nos dejan ni un segundo: hay que sacrificar un paquete de tabaco. Lo ponemos a remojar en una calabaza y nos pasamos el jugo de la nicotina por la cara, las manos, los pies. Las blusas, formidables, son de lana, y nos protegen de la humedad que cala.
El Hinchado dice:
—Nos vamos. ¿Y las mil leandras prometidas?
Me aparto, No tardo en regresar con un billete de mil nuevecito.
—Hasta la vista, no os mováis de aquí durante ocho días —dice Jésus—. El séptimo, vendremos. El octavo, os hacéis a la mar. Entretanto, haced la vela, el foque y poned orden en la embarcación, cada cosa en su sitio; sujetad los goznes del timón, que no está montado. En caso de que pasen diez días sin que hayamos vuelto, es que nos han prendido en la aldea. Como el asunto se ha complicado con el ataque a los vigilantes, debe de haber un follón de mil demonios.
Por otra parte, Clousiot nos informa de que no dejó el mosquetón junto a la tapia, sino que lo tiró encima de ella, y como el río está tan cerca de esta, cosa que él ignoraba, seguramente fue a parar al agua. Jésus dice que esto es estupendo, pues si no lo han encontrado, los cazadores de hombres creerán que vamos armados. Y como ellos son los más peligrosos, gracias a eso no habrá nada que temer: armados tan sólo de una pistola y un machete, y creyéndonos armados de mosquetones, ya no se aventurarán. Hasta la vista, hasta la vista. En caso de que fuésemos descubiertos y hubiésemos de abandonar la canoa, deberíamos remontar el arroyo hasta la selva sin agua y, con la brújula, dirigirnos siempre hacia el Norte. Existen muchas posibilidades de que, al cabo de dos o tres días de marcha, nos encontrásemos en el campo de la muerte llamado «Charvein». Allí, habría que pagar algo para que avisasen a Jésus. Finalmente, los dos viejos presidiarios se van. Unos minutos más tarde, su piragua ha desaparecido, no se ve nada y no se oye nada.
El día penetra en la selva de forma muy particular. Diríase que estamos bajo arcadas que reciben el sol encima y no dejan filtrar ningún rayo debajo. Empieza a hacer calor. Entonces, nos encontramos, Maturette, Clousiot y yo, solos. Primer reflejo, nos reímos: todo ha ido sobre ruedas. El único inconveniente es la pierna de Clousíot. Pero este dice que, como ahora la lleva sujeta con las dos tablillas, se encuentra mejor. Podríamos calentar café en seguida. Rápidamente, hacemos fuego y nos tomamos cada uno un vaso lleno de café muy cargado, endulzado con azúcar terciado. Es delicioso. Hemos gastado tantas energías desde anoche, que no tenemos fuerzas para examinar los víveres ni inspeccionar la embarcación. Lo haremos después. Somos libres, libres, libres. Hace exactamente treinta y siete días que llegamos a los duros. Si conseguimos darnos el piro, mi cadena perpetua no habrá durado mucho. Digo:
—Señor presidente, ¿cuánto duran los trabajos forzados a perpetuidad en Francia?
Y me echo a reír. Y también Maturette, que está en las mismas condiciones que yo. Clousiot dice:
—No cantemos victoria todavía. Colombia queda lejos de nosotros, y esa embarcación, hecha con un árbol ahuecado al fuego, me parece bien poca cosa para hacerse a la mar.
No contesto porque, hablando con franqueza, hasta entonces había creído que la embarcación era una piragua destinada a llevarnos donde estaba el verdadero barco que debía hacerse a la mar. Al descubrir que andaba errado, no me atrevo a decir nada a mis compañeros para, en primer lugar, no desanimarles. Y en segundo lugar, como Jésus parecía encontrar eso muy natural, no quise dar la impresión de que no conocía las embarcaciones que suelen utilizarse para la evasión.
Hemos pasado este primer día hablando y tomando contacto con esa desconocida que es la selva. Los monos y una especie de pequeñas ardillas hacen terribles cabriolas sobre nuestras cabezas. Una manada de báquiras —pequeños puercos monteses—, ha venido a beber y bañarse. Había lo menos dos mil. Entran en la caleta y nadan, arrancando las raíces que cuelgan. Un caimán sale de no sé dónde y atrapa la pata de un puerco, que se pone a chillar como un loco, y, entonces, los puercos atacan al caimán, se suben encima de él, tratan de morderlo en la comisura de su enorme boca. A cada coletazo que da el cocodrilo, manda un puerco a paseo, a derecha o izquierda. Uno de ellos queda sin sentido, flotando, patas arriba. Inmediatamente, sus compañeros se lo comen. La caleta está llena de sangre. El espectáculo ha durado veinte minutos. El caimán se ha sumergido en el agua. No se le ha vuelto a ver.
Hemos dormido bien y, por la mañana, calentamos café. Me había quitado la blusa de marinero para lavarme con un pedazo de jabón que hemos hallado en la canoa. Con mi bisturí, Maturette me afeita muy por encima y, luego, afeita a Clousiot. Maturette es barbilampiño. Cuando cojo mi blusa para ponérmela, una araña enorme, peluda, de un color negro morado, cae de ella. Tiene los pelos muy largos, rematados por algo así como una bolita plateada. Debe pesar unos quinientos gramos, es enorme. La aplasto con repugnancia. Hemos sacado todos los trastos de la canoa, incluido el barrilito de agua. El agua es morada; creo que Jésus le ha echado demasiado permanganato para evitar que se corrompa. En botellas bien cerradas, hay fósforos y rascadores. La brújula es una brújula de colegial; sólo indica el Norte, el Sur, el Este y el Oeste; no tiene graduaciones. Como el mástil sólo mide dos metros y medio, cosemos los sacos de harina en forma de trapecio, con una soga para reforzar la vela en el borde. Hago un pequeño foque en forma de triángulo isósceles: ayudará a levantar la proa de la canoa ante el oleaje.
Cuando colocamos el mástil, noto que el fondo de la canoa no es sólido: el agujero donde entra el mástil está desgastado. Al meter los tirafondos para sujetar los goznes de puertas que servirán de soporte del timón, los tirafondos entran como si de mantequilla se tratase. Esta canoa está podrida. El sinvergüenza de Jésus nos manda a la muerte. A desgana, se lo hago notar a los otros dos, pues no tengo derecho a ocultárselo. ¿Qué haremos? Cuando venga Jésus, le obligaremos a que nos consiga una canoa más segura. Para eso, le desarmaremos, y yo, armado del cuchillo y el hacha, iré con él a la aldea en busca de otra embarcación. Correré un gran riesgo, pero siempre será un riesgo mucho menor que hacerse a la mar con un féretro. Los víveres están bien: hay una bombona de aceite y latas llenas de harina de mandioca. Con eso, puede irse lejos.
Esta mañana, hemos presenciado un curioso espectáculo: una pandilla de monos de cara gris se ha peleado con una pandilla de monos de cara negra y peluda. A Maturette, durante la reyerta, le ha caído un trozo de rama en la cabeza y tiene un chichón como una nuez.
Hace ya cinco días y cuatro noches que estamos aquí. Esta noche, ha llovido a mares. Nos hemos resguardado con hojas de bananos silvestres. El agua resbalaba sobre el barniz de las hojas, pero no nos hemos mojado nada, salvo los pies. Por la mañana, tomando café, pienso en lo criminal que es Jesús. ¡Haberse aprovechado de nuestra inexperiencia para endilgarnos esa canoa podrida! Por ahorrarse quinientos o mil francos, manda a tres hombres a una muerte segura. Me pregunto si después de que le haya obligado a proporcionarnos otra embarcación, no le mataré.
Chillidos de grajos amotinan a todo nuestro pequeño mundo chillidos tan agudos e irritantes que le digo a Maturette que coja el machete y vaya a ver qué pasa. Vuelve a los cinco minutos y me hace signo de que le siga. Llegamos a un paraje donde, aproximadamente a ciento cincuenta metros de la canoa, veo, suspendido en el aire, un maravilloso faisán o ave acuática, dos veces más grande que un gallo. Ha quedado atrapado en un nudo corredizo y cuelga agarrado con una pata a la rama. De un machetazo, le corto el cuello para poner fin a sus horripilantes chillidos. Lo sopeso, hace cinco kilos por lo menos. Tiene espolones como los gallos. Decidimos comérnoslo, pero pensándolo bien, barruntamos que alguien habrá puesto la trampa y que debe de haber más. Vamos a verlo. Nos adentramos en aquellos parajes y encontramos una cosa curiosa: una verdadera barrera de treinta centímetros de alto, hecha de hojas de bejucos trenzados, a diez metros poco más o menos de la caleta. La barrera corre paralelamente al agua. De trecho en trecho, una abertura y, en la abertura, disimulado con ramitas, un nudo corredizo de alambre, sujeto por un extremo a una rama de arbusto doblada. En seguida, comprendo que el animal debe topar con la barrera y bordearla para hallar un paso. Cuando encuentra la abertura, la traspone, pero su pata queda enganchada en el alambre y dispara la rama. Entonces, el animal queda colgado del aire hasta que el propietario de las trampas viene a recogerlo.
Este descubrimiento nos preocupa. La barrera parece bien cuidada; por lo tanto no es vieja. Estamos en peligro de ser descubiertos. No hay que hacer fuego de día, pero, por la noche, el cazador no debe venir. Decidimos turnarnos para vigilar en dirección de las trampas. La canoa está oculta bajo ramas y todo el material en la maleza.
El día siguiente, a las diez, estoy de guardia. Anoche, comimos faisán o gallo, no lo sabemos con certeza. El caldo nos ha sentado muy bien, y la carne, aunque hervida, estaba deliciosa. Cada uno ha comido dos escudillas. Así, pues, estoy de guardia, pero intrigado por la presencia de hormigas mandioca muy grandes, negras y que llevan cada una grandes trozos de hojas a un enorme hormiguero, me olvido de la guardia. Esas hormigas miden casi medio centímetro y tienen las patas largas. Cada una lleva enormes trozos de hojas. Las sigo hasta la planta que están desmenuzando y veo toda una organización. Primero, hay las cortadoras, que no hacen más que preparar trozos. Rápidamente, cizallan una enorme hoja tipo banano, la cortan a trozos, todos del mismo tamaño, con una habilidad increíble, y los trozos caen al suelo. Abajo, hay una hilera de hormigas de la misma raza, pero un poco diferentes. A un lado de la mandíbula, tienen una raya gris. Esas hormigas están en semicírculo y vigilan a las porteadoras. Las porteadoras llegan por la derecha, en fila, y se van por la izquierda hacia el hormiguero. Rápidas, cargan antes de ponerse en fila, pero, de vez en cuando, en su precipitación por cargar y ponerse en fila se produce un atasco. Entonces, las hormigas policías intervienen y empujan a cada una de las obreras hacia el sitio que deben ocupar. No pude comprender qué grave falta había cometido una obrera, pero fue sacada de las filas y dos hormigas gendarmes le cortaron, una la cabeza, la otra el cuerpo, por el medio, a la altura del corsé. Dos obreras fueron paradas por las policías, dejaron su trozo de hoja, hicieron un hoyo con las patas, y las tres partes de la hormiga, cabeza, pecho y abdomen, fueron sepultadas y, luego, cubiertas de tierra.