Saint-Laurent-du-Maroni

Los vigilantes se relevan para ir a cambiarse de ropa. Vuelven todos por turno vestidos de blanco con un casco colonial en vez de quepis. Julot dice: «Estamos llegando». Hace un calor espantoso, pues los ojos de buey están cerrados. A través de ellos, se ve la selva. Estamos, pues, en el Maroni. El agua es cenagosa. La selva es verde e impresionante. Turbados por la sirena del barco, los pájaros echan a volar. Avanzamos muy despacio, lo cual permite fijarse holgadamente en la vegetación verde oscuro, exuberante y tupida. Se perciben las primeras casas de madera con sus tejados de chapa ondulada. Negros y negras están a sus puertas y contemplan el paso del barco. Están acostumbrados a verle descargar su alijo humano y por eso no hacen ningún ademán de bienvenida cuando pasa. Tres toques de sirena y ruidos de hélice nos indican que arribamos y, luego, todo ruido de maquinaria cesa. Podría oírse volar una mosca.

Nadie habla. Julot ha abierto su cuchillo y se corta el pantalón en la rodilla, destrozando los bordes de las costuras. Hasta que esté en cubierta no debe rajársela, para no dejar rastros de sangre. Los vigilantes abren la puerta de la jaula y nos hacen formar de tres en tres. Estamos en la cuarta fila, Julot entre Dega y yo. Subimos a cubierta. Son las dos de la tarde y un sol de fuego me lastima la cabeza pelada y los ojos. Alineados en cubierta, nos conducen hacia la escalerilla. Aprovechando un titubeo de la columna, provocado por la entrada de los primeros en la escalerilla, sostengo el saco de Julot sobre su hombro y él, con ambas manos, arranca su rodillera, hinca el cuchillo y corta de un golpe siete u ocho centímetros de carne. Me pasa el cuchillo y aguanta solo el saco. En el, momento que bajamos la escalerilla, se deja caer y rueda hasta abajo. Le recogen y, al verle herido, llaman a los camilleros. Todo se ha realizado conforme lo había previsto: se lo llevan dos hombres en una camilla.

Un gentío abigarrado nos mira, curioso. Negros, mulatos, indios, chinos, guiñopos blancos (esos blancos deben de ser presidiarios liberados) examinan a cada uno de los que ponen pie en tierra y se alinean detrás de los demás. Al otro lado de los vigilantes, civiles bien vestidos, mujeres con ropas veraniegas, chiquillos, todos con el casco colonial en la cabeza. También ellos miran a los recién llegados. Cuando somos doscientos, el convoy arranca. Caminamos aproximadamente diez minutos y llegamos ante una puerta de tablones, muy alta, donde está escrito: «Penitenciería de Saint-Laurent-du-Maroni. Capacidad 3000 hombres». Abren la puerta y entramos por filas de a diez. «Un, dos; un, dos, ¡marchen!». Numerosos presidiarios nos miran llegar, encaramados a las ventanas o de pie sobre grandes pedruscos, para vernos mejor.

Cuando llegamos al centro del patio, alguien grita:

—¡Alto! Dejad los sacos delante de vosotros. ¡Y vosotros, distribuid los sombreros!

Nos dan un sombrero de paja a cada uno, lo necesitábamos: dos o tres, ya han caído a consecuencia de la insolación. Dega y yo nos miramos, pues un guardián con galones tiene una lista en la mano. Pensamos en lo que nos había dicho Julot. llaman al Guittou: «¡Por aquí!». Encuadrado por dos vigilantes, se va. Con Suzini ocurre igual, y lo mismo con Girasol.

—¡Jules Pignard!

Jules Pignard —Julot— se ha herido, está en el hospital.

—Bien.

Son los internados en Las Islas. Luego, el vigilante continúa:

—Escuchad con atención. Cada hombre que sea nombrado saldrá de filas con, su saco al hombro e irá a alinearse frente a ese barracón amarillo, el N.

Fulano, presente, etc. Dega, Carrier y yo nos encontramos entre los otros que forman ante el barracón. Nos abren la puerta y entramos en una sala rectangular de veinte metros aproximadamente. En medio, un pasillo de dos metros de ancho; a derecha e izquierda, una barra de hierro que va de un extremo a otro de la sala. Lonas que sirven de coys están tendidas entre la barra y la pared, cada uno con su manta. Cada cual se instala donde quiere. Dega, Pierrot el Loco, Santori, Grandet y yo nos ponemos juntos e, inmediatamente, se forman las chabolas. Voy al fondo de la sala: a la derecha, las duchas; a la izquierda, los retretes, sin agua corriente. Agarrados a los barrotes de las ventanas, presenciamos la distribución de los que han llegado después de nosotros. Louis Dega, Pierrot el Loco y yo estamos radiantes; no nos han internado, puesto que nos encontramos juntos en un barracón. Si no, ya estaríamos en una celda, según explicara Julot. Todo el mundo está contento, hasta que, cuando la distribución ha finalizado, sobre las cinco de la tarde, Grandet dice:

—¡Qué raro que en ese convoy no hayan llamado a ningún internado! Es extraño. Tanto mejor a fe mía.

Grandet es el hombre que robó la caja de caudales de una central, un caso que hizo reír a toda Francia.

En los trópicos, la noche y el día llegan sin crepúsculo ni amanecer. Se pasa de una cosa a otra de golpe, todo el año a la misma hora. Y, a las seis y media, dos viejos presidiarios traen dos linternas de petróleo que cuelgan de un garfio del techo y alumbran poco. Tres cuartos de la sala están en plena oscuridad. A las nueve, todo el mundo duerme, pues, una vez pasada la excitación de la llegada, se está muerto de calor. Ni un soplo de aire, todo el mundo va en calzoncillos. Tumbado entre Dega y Pierrot el Loco, charlo quedamente con ellos y, luego, nos quedamos dormidos.

A la mañana siguiente, es oscuro aún cuando suena la corneta. Todos nos levantamos, lavamos, vestimos. Nos dan café y un chusco. En la pared, hay una tabla para poner el pan, la escudilla y demás trastos. A las nueve, entran dos vigilantes y un presidiario, joven él, vestido de blanco, sin listas. Los dos guardianes son corsos y hablan en corso con presidiarios de su tierra. Mientras tanto, el enfermero se pasea por la sala. Al llegar a mi altura, me dice:

—¿Qué tal, Papi? ¿No me conoces?

—No.

—Soy Sierra el Argelino, te conocí en casa de Dante, en París.

—Ah, sí, ahora te reconozco. Pero tú subiste en el 29, y estamos en el 33. ¿Y sigues aquí?

—Sí, uno no se va tan de prisa como quiere. Hazte dar de baja por enfermo. Y ese, ¿quién es?

—Dega, un amigo.

—Le inscribo también para la visita. Tú, Papi, tienes disentería. Y tú, viejo, crisis de asma. Os veré en la visita de las once, tengo que hablaros.

Prosigue su camino y dice en voz alta:

—¿Quién está enfermo aquí?

Va hacia los que levantan el dedo y los inscribe. Cuando pasa de nuevo ante nosotros, le acompaña uno de los vigilantes, un hombre curtido por el sol y muy viejo:

Papillon, te presento a mi jefe, el vigilante enfermero Bartiloni. Monsieur Bartiloni, estos son los amigos de quienes le he hablado.

—Está bien, Sierra, ya lo arreglaremos en la visita, contad conmigo.

A las once, vienen a buscarme. Somos nueve enfermos. Cruzamos el campamento a pie entre los barracones. Llegamos ante un barracón más nuevo, el único que está pintado de blanco y con una cruz roja, entramos y pasamos a una sala de espera donde aguardan unos sesenta hombres. En cada rincón de la sala, dos vigilantes. Aparece Sierra, vistiendo una inmaculada bata de médico. Dice: «Usted, usted y usted, pasen». Entramos en una estancia que en seguida reconocemos como el despacho del doctor. Se dirige a uno de nosotros en español. A ese español, le reconozco en seguida: es Fernández, el que mató a tres argentinos en el «Café de Madrid», en París. Una vez han cruzado algunas palabras, Sierra le hace pasar a un retrete que da a la sala, y, luego, viene hacia nosotros:

Papi, deja que te abrace. Estoy muy contento de poder hacerte un favor a ti y a tu amigo: los dos estáis internados… ¡Oh! ¡Dejadme hablar! Tú, Papillon, de por vida, y tú, Dega, por cinco años. ¿Tenéis pasta?

—Sí.

—Entonces, dadme quinientos francos cada uno y, mañana por la mañana, estaréis hospitalizados. Tú por disentería. Y tú, Dega, esta noche llama a la puerta o, mejor, que cualquiera de vosotros llame al guardián y reclame al enfermero diciendo que Dega se está asfixiando. Del resto me encargo yo. Papillon, sólo te pido una cosa: si te das el piro, avísame con tiempo, que estaré en la cita. En el hospital, por cien francos cada uno a la semana, podrán teneros un mes. Hay que darse prisa.

Fernández sale del retrete y entrega delante de nosotros quinientos francos a Sierra. Luego, soy yo quien entra en el retrete y, cuando salgo, le entrego no mil, sino mil quinientos francos. Rehúsa los quinientos francos. No quiero insistir. Me dice:

—Esa pasta que me das es para el guardián. Para mí, no quiero nada. ¿Somos amigos, o qué?

El día siguiente, Dega, yo y Fernández estamos en una vasta celda del hospital. Dega ha sido hospitalizado en plena noche. El enfermero de la sala es un hombre de treinta y cinco años, le llaman Chatal. Tiene todas las instrucciones de Sierra para nosotros tres. Cuando pase el doctor, presentará un análisis de deposiciones en el que yo apareceré podrido de amibas. Para Dega, diez minutos antes de la visita, quema un poco de azufre que le han facilitado y le hace respirar los gases con una toalla en la cabeza. Fernández tiene una mejilla enorme: se ha pinchado la piel en el interior de la mejilla y ha soplado todo cuanto ha podido durante una hora. Lo ha hecho tan concienzudamente, se le ha hinchado tanto la mejilla, que le cierra un ojo. La celda está en el primer piso de un edificio, hay unos setenta enfermos muchos de disentería. Pregunto al enfermero dónde está Julot. él dice:

—En el barracón de enfrente mismo. ¿Quieres que le diga algo?

—Sí. Dile que Papillon y Dega están aquí, que se asome a la ventana.

El enfermero entra y sale cuando quiere de la sala. Para esto no tiene más que llamar a la puerta. Un marroquí le abre. Es un «llavero», un presidiario que sirve de auxiliar a los vigilantes. En sillas, a ambos lados de la puerta, se sientan tres vigilantes, con el mosquetón sobre las rodillas. Los barrotes de las ventanas están hechos de carriles de ferrocarril, me pregunto cómo se las apañan para cortarlos. Me siento en la ventana.

Entre nuestro barracón y el de Julot hay un jardín repleto de bonitas flores. Julot se asoma a su ventana, con una pizarra en la mano en la que ha escrito con tiza: BRAVO. Una hora después, el enfermero me trae la carta de Julot. Me dice: Procuraré ir a tu sala. Si fracaso, tratad de venir a la mía. El motivo es que tenéis enemigos en la vuestra. Así, pues, ¿estáis internados? Animo, les podremos. El incidente de la Central de Beaulieu que sufrimos juntos nos ha unido mucho el uno al otro. Julot era especialista en el mazo de madera, por eso le apodaban el hombre del martillo. Llegaba en coche ante una joyería, en pleno día, cuando las alhajas más hermosas estaban en el escaparate dentro de sus estuches. El coche, conducido por otro, se paraba con el motor en marcha. El bajaba rápidamente, provisto de un gran mazo de madera, rompía el escaparate de un golpazo, cogía todos los estuches que podía y se subía de nuevo al coche, que arrancaba como una exhalación. Tras haber tenido éxitos en Lyon, Angers, Tours, El Havre, asaltó una gran joyería de París, a las tres de la tarde y se llevó casi un millón en joyas. Nunca me contó cómo ni por qué fue identificado. Le condenaron a veinte años y se fugó al cabo de cuatro. Y fue de vuelta en París, según nos contó, cuando lo detuvieron: buscaba a su encubridor para matarlo, pues este nunca entregó a su hermana una fuerte suma de dinero que le adeudaba. El encubridor le vio merodear por la calle donde vivía y avisó a la Policía: Julot fue prendido y regresó al presidio con nosotros.

Hace casi una semana que estamos en el hospital. Ayer entregué doscientos francos a Chatal, es el precio por semana para seguir los dos en el hospital. Para granjearnos amistades, damos tabaco a todos los que no lo tienen. Un duro de sesenta años, un marsellés apellidado Carora, se ha hecho amigo de Dega. Es su consejero. Le dice varias veces al día que si tiene mucho dinero y lo saben en el pueblo (por los diarios que llegan de Francia se conocen los grandes casos), vale más que no se fugue, porque los liberados le matarán para robarle el estuche. El viejo Dega me pone al corriente de sus conversaciones con el viejo Carora. Por mucho que le diga que el viejo, seguramente, es un cascaciruelas, puesto que lleva veinte años aquí, no me hace caso. Dega está muy impresionado por las historias del viejo y me cuesta animarle lo mejor que puedo y con toda mi buena fe. He hecho pasar una nota a Sierra para que me mande a Galgani. —No tarda. El día siguiente, Galgani está en el hospital, pero en una sala sin rejas. ¿Cómo entregarle su estuche? Pongo al corriente a Chatal de la imperiosa necesidad que tengo de hablar con Galgani, le doy a entender que se trata de una preparación de fuga. Me dice que puede traérmelo durante cinco minutos a las doce en punto. A la hora del cambio de guardia, le hará subir a la terraza y hablar conmigo por la ventana, sin que me cueste nada. Galgani me es traído a la ventana a mediodía. Le pongo inmediatamente el estuche en las manos. Se levanta, llora. Dos días después, recibía de él una revista ilustrada, con cinco billetes de mil francos y una sola palabra: Gracias.

Chatal, que me ha entregado la revista, ha visto el dinero. No dice nada, pero quiero regalarle algo, lo rehúsa. Le digo:

—Queremos irnos. ¿Quieres marcharte con nosotros?

—No, Papillon, tengo otro compromiso, no quiero intentar la evasión hasta dentro de cinco meses, cuando mi socio esté en libertad. La fuga estará mejor preparada y será más segura. Tú, como estás internado, comprendo que tengas prisa, pero desde aquí, con estas rejas, va a resultar difícil. No cuentes conmigo para ayudarte, no quiero arriesgar mí puesto. Aquí, aguardo tranquilo a que mi amigo salga.

—Muy bien, Chatal. Hay que ser franco en la vida, ya no te hablaré de nada.

—Pero, de todos modos. —Dijo, te traeré las misivas y te haré los recados.

—Gracias, Chatal.

Por la noche, se han oído ráfagas de metralleta. Eran, lo supimos el día siguiente, a causa de el hombre del martillo, que se fugaba. Dios le ayude, era un buen amigo. Debió de habérsele presentado una ocasión y la aprovechó. Tanto mejor para él.

Quince años después, en 1948, estoy en Haití, donde, acompañado por un millonario venezolano, vengo a tratar con el presidente del Casino un contrato para regentar el juego. Una noche, cuando salgo de un cabaret donde se ha bebido champaña, una de las chicas que nos acompaña, negra como el carbón, pero educada como una provinciana de buena familia francesa, me dice:

—Mi abuela, que es sacerdotisa vudú, vive con un viejo francés, un evadido de Cayena. Hace quince años que está con ella, siempre anda borracho y se llama Jules Marteau.

Se me pasa la borrachera de golpe.

—Pequeña, llévame a casa de tu abuela en seguida.

Ella habla en dialecto haitiano con el chófer del taxi, quien va a toda velocidad. Pasamos frente a un bar nocturno resplandeciente:

—Para —digo.

Entro en el bar para comprar una botella de «Pernod», dos botellas de champaña y dos botellas de ron del país.

—En marcha.

Llegamos a orillas del mar, ante una linda casita blanca con tejas rojas. El agua del mar llega casi a las escaleras. La chica llama, llama y, primero, sale una mujer negra alta, de pelo blanquísimo. Lleva un camisón que le llega hasta los tobillos. Las dos mujeres hablan en dialecto y la vieja me dice:

—Entre, señor, está usted en su casa.

Una lámpara de acetileno alumbra una sala muy limpia, llena de pájaros y de peces.

—¿Quiere usted ver a Julot? Espere, ahora viene. ¡Jules, Jules! Hay alguien que quiere verte.

Vestido con un pijama a rayas azules que me recuerda el uniforme del presidio, llega descalzo un hombre viejo.

—Y bien, Bola de Nieve, ¿quién viene a verme a estas horas? ¡Papillon! ¡No, no es posible!

Me abraza, luego dice:

—Acerca la lámpara, Bola de Nieve, para que pueda ver bien la cara a mi amigo. ¡Claro que eres tú, macho! ¡Eres mismamente tú! ¡Bien venido! La barraca, la poca pasta que tengo, la nieta de mi mujer, todo es tuyo. Sólo tienes que pedirlo.

Nos bebemos el «Pernod», el champaña, el ron y, de vez en cuando, Julot canta.

—Hemos podido con ellos, ¿verdad, amigo? Ves tú, no hay nada como la aventura. Yo he pasado por Colombia, Panamá, Costa Rica, Jamaica y, luego, hace quince años más o menos, me vine aquí, donde soy feliz con Bola de Nieve, que es la mejor mujer que puede encontrar un hombre. ¿Cuándo te vas? ¿Estarás aquí mucho tiempo?

—No, una semana.

—¿Qué vienes a hacer?

—Quedarme con el juego del Casino por contrata, si me pongo de acuerdo con el presidente.

—Amigo mío, me gustaría que te quedases toda la vida a mi lado en esta tierra de carboneros, pero si has establecido contacto con el presidente, te aconsejo que no hagas nada con ese individuo, te hará asesinar si ve que tu negocio marcha.

—Gracias por el consejo.

—Y tú, Bola de Nieve, prepara el baile del vudú «no para turistas». ¡Uno de verdad para mi amigo!

En otra ocasión, ya contaré ese famoso baile del vudú «no para turistas».

Así, pues Julot se ha fugado y yo, Dega y Fernández seguimos en espera. De vez en cuando miro, disimuladamente, los barrotes de las ventanas. Son auténticos carriles de tren, no hay nada que hacer. Ahora, queda la puerta… Noche y día, la guardan tres vigilantes. Desde la evasión de Julot, la vigilancia se ha extremado. Las rondas se suceden menos espaciadamente, el doctor es menos amable. Chatal sólo viene dos veces al día a la sala, para poner inyecciones y tomar la temperatura. Pasa otra semana, vuelvo a pagar doscientos francos. Dega habla de todo, salvo de evasión. Ayer, vio mi bisturí y dijo:

—¿Todavía lo tienes? ¿Para qué?

—Para defender mi pellejo, y el tuyo si es necesario.

Fernández no es español sino argentino. Es muy hombre, un auténtico aventurero, pero también ha quedado impresionado por las charlatanerías del viejo Carora. Un día, le oigo decir a Dega:

—Las Islas, al parecer, son muy saludables, no como aquí, y no hace calor. En esta sala se puede pillar la disentería, pues sólo con ir al retrete pueden pillarse los microbios.

Todos los días, uno o dos hombres, en esta sala de setenta, mueren de disentería. Cosa digna de destacar: todos mueren con la marea baja de la tarde o de la noche. Por la mañana, nunca muere ningún enfermo. ¿Por qué? Enigmas de la naturaleza.

Esta noche, he tenido una discusión con Dega. Le he dicho que, a veces, por la noche, el llavero árabe comete la imprudencia de entrar en la sala y levantar las sábanas de los enfermos graves que tienen la cara tapada. Se le podría dejar sin sentido y ponerse sus ropas (todos vamos con camisa y sandalias, nada más). Una vez vestido, salgo y le quito por sorpresa el mosquetón a uno de los guardianes, les apunto a todos y les hago entrar en la celda, cuya puerta cierro. Después, salvamos el muro del hospital, por la parte del Maroni, nos arrojamos al agua y nos dejamos llevar por la corriente, a la deriva. Luego, ya veremos. Como tenemos dinero, compraremos una embarcación y víveres para hacernos a la mar. Los dos rechazan categóricamente este proyecto y hasta lo critican. Entonces, me doy cuenta de que están acoquinados, me siento muy decepcionado y los días pasan.

Hace tres semanas menos dos días que estamos aquí. Sólo quedan diez o quince días, a lo sumo, para probar suerte. Hoy, día memorable, 21 de noviembre de 1933, entra en la sala Joanes Clousiot, el hombre a quien intentaron asesinar en Saint-Martin, en la barbería. Tiene los ojos cerrados y está casi ciego, pues sus ojos están llenos de pus. Una vez se ha ido Chatal, voy a su lado. Rápidamente me dice que los otros internados salieron hacia las Islas hace más de quince días, pero que se olvidaron de él. Hace tres días, un responsable dio el aviso. Entonces se puso un grano de ricino en los ojos y los ojos purulentos han hecho que pudiese venir aquí. Está en plena forma para largarse. Me dice que está dispuesto a todo, hasta a matar si hace falta, pero quiere largarse. Tiene tres mil francos. Los ojos lavados con agua caliente le permiten ver en seguida con mucha claridad. Le explico mi proyecto de plan para evadirme. Le parece bueno, pero me dice que, para sorprender a los vigilantes, hay que ser dos, o mejor tres. Podríamos desmontar las patas de la cama y, cada uno con un hierro en la mano, dejarlos sin sentido. Pues, según él, ni siquiera empuñando sus mosquetones, pensarían que nos atreveríamos a disparar, y podrían llamar a los vigilantes de guardia en el otro pabellón, de donde se escapó Julot, y que se halla a menos de veinte metros del nuestro.