A las seis, zafarrancho. Unos presos nos traen el café y, luego, se presentan cuatro vigilantes. Van de blanco, hoy, siempre llevan la pistola al cinto. Los botones de sus guerreras impecablemente blancas son dorados. Uno de ellos luce tres galones de oro en forma de V en la bocamanga izquierda, pero nada en los hombros.
—Deportados, saldréis al pasillo de dos en dos. Cada cual buscará el saco que le corresponda, vuestro nombre figura en la etiqueta. Coged el saco y retiraos junto a la pared, de cara al pasillo, con vuestro saco delante de vosotros.
Tardamos unos veinte minutos en alinearnos todos con el saco delante.
—Desnudaos, haced un paquete con vuestras prendas y atadlas en la guerrera por las mangas… Muy bien. Tú, recoge los paquetes y mételos en la celda… Vestíos, poneos calzoncillos, camiseta, pantalón rayado de dril, blusa de dril, zapatos y calcetines… ¿Estáis todos vestidos?
—Sí, señor vigilante.
—Está bien. Guardad la guerrera de lana fuera del saco por si acaso llueve y para resguardaros del frío. ¡Saco al hombro derecho! En fila de a dos, seguidme.
Con el de los galones delante, dos vigilantes a un lado y el cuarto a la cola, nuestra pequeña columna se dirige hacia el patio. En menos de dos horas, ochocientos presidiarios están alineados. Llaman a cuarenta hombres, entre ellos yo, Louis Dega y los tres exfugados: Julot, Galgani y Santini. Esos cuarenta hombres forman de diez en diez. Al frente de la columna, cada fila tiene un vigilante al lado. Ni grilletes ni esposas. Delante de nosotros, a tres metros, diez gendarmes caminan de espaldas. Nos encaran empuñando el mosquetón y así recorren todo el trayecto, guiado cada uno por otro gendarme que le tira del tahalí.
La gran puerta de la Ciudadela se abre y la columna se pone en marcha lentamente. A medida que salimos de la fortaleza, más gendarmes, empuñando fusiles o metralletas, se agregan al convoy, aproximadamente a dos metros de este, y lo siguen a esta distancia. Una gran multitud de curiosos es mantenida apartada por los gendarmes: han venido a presenciar la salida para el presidio. A la mitad del recorrido, en las ventanas de una casa, silban quedamente entre dientes. Levanto la cabeza y veo a mi mujer Nénette y a Antoine D… en una ventana; Paula, la mujer de Dega, y su amigo Antoine Giletti en la otra ventana. Dega también les ha visto, y caminamos con los ojos fijos en esa ventana todo el tiempo que podemos. Será la última vez que habré visto a mi mujer, y también a mi amigo Antoine, quien más tarde morirá durante un bombardeo en Marsella. Como nadie habla, el silencio es absoluto. Ni un preso, ni un vigilante, ni un gendarme, ni nadie entre el público turba este momento verdaderamente conmovedor en que todo el mundo comprende que esos ochocientos hombres van a desaparecer de la vida normal.
Subimos a bordo. Los cuarenta primeros somos conducidos a la bodega, a una jaula de gruesos barrotes. Hay un letrero. Leo: «Sala N.º 1, 40 hombres categoría muy especial. Vigilancia continua y estricta». Cada uno de nosotros recibe un coy enrollado. Hay ganchos en cantidad para colgarlos. Alguien me abraza, es Julot. El ya conoce esto, pues este viaje ya lo había hecho diez años atrás. Sabe a qué atenerse. Me dice:
—Pronto, ven por aquí. Cuelga tu saco en el gancho del que colgarás el coy. Este sitio está cerca de dos ojos de buey cerrados, pero en alta mar los abrirán y siempre respiraremos mejor aquí que en cualquier otro sitio de la jaula.
Le presento a Dega. Estamos hablando, cuando se acerca un hombre. Julot le corta el paso con el brazo y le dice:
—No vengas nunca a este lado si quieres llegar vivo a los duros. ¿Has comprendido?
El otro responde:
—Sí.
—¿Sabes por qué?
—Sí.
—Entonces, largo de aquí.
El tipo aquel se va. Dega se alegra de esta demostración de fuerza y no lo disimula:
—Con vosotros dos, podré dormir tranquilo dice.
Y Julot responde:
—Con nosotros, estás más seguro que en un chalet de la costa con la ventana abierta.
El viaje ha durado dieciocho días. Un solo incidente: una noche, un fuerte grito despierta a todo el mundo. Encuentran a un individuo con un gran cuchillo clavado entre los hombros. El cuchillo había sido hincado de abajo arriba y atravesado el coy antes de ensartarle a él. El cuchillo, arma temible, tenía más de veinte centímetros de hoja. Inmediatamente, veinticinco o treinta vigilantes nos apuntan con sus pistolas y sus mosquetones, gritando:
—¡Todo el mundo en cueros, rápido!
Todo el mundo se pone en cueros. Comprendo que van a cachearnos. Me pongo el bisturí bajo el pie derecho descalzo, apoyándome más en la pierna izquierda que en la derecha, pues el hierro me lastima. Pero mi pie tapa el bisturí. Entran cuatro vigilantes y se ponen a registrar calzado y ropas. Antes de entrar han dejado sus armas y cerrado tras de sí la puerta de la jaula, pero desde fuera siguen vigilándonos, con las armas apuntadas sobre nosotros.
—El primero que se mueva es hombre muerto dice la voz de un jefe.
En el registro, descubren tres cuchillos, dos clavos afilados, un sacacorchos y un estuche de oro. Seis hombres salen de la jaula, desnudos aún. El jefe del convoy, comandante Barrot, llega acompañado de dos doctores de la infantería colonial y del comandante del barco. Cuando los guardianes han salido de nuestra jaula, todo el mundo se ha vuelto a vestir sin esperar la orden. He recuperado mi bisturí.
Los vigilantes se han retirado hasta el fondo de la bodega. En el centro, Barrot, los otros junto a la escalera. Frente a ellos alineados, los seis hombres en cueros, en posición de firmes.
—Esto es de ese dice el guardián que ha cacheado, cogiendo un cuchillo y designando al propietario.
—Es verdad, es mío.
—Muy bien —dice Barrot—. Hará el viaje en una celda sobre las máquinas.
Cada uno es designado, sea por los clavos, sea por el sacacorchos, sea por los cuchillos, y cada uno reconoce ser el propietario de los objetos hallados. Cada uno de ellos, siempre en cueros, sube las escaleras, acompañado por dos guardianes. En el suelo queda un cuchillo y el estuche de oro; un hombre solo para los dos objetos. Es joven, de veintitrés o veinticinco años, bien proporcionado, metro ochenta por lo menos, de cuerpo atlético, ojos azules.
—Es tuyo eso, ¿verdad? —dice el guardián, señalándole el estuche de oro.
—Sí, es mío.
—¿Qué contiene? —pregunta el comandante Barrot, que lo ha cogido.
—Trescientas libras inglesas, doscientos dólares y dos diamantes de cinco quilates.
—Bien, veámoslo.
Lo abre. Como el comandante está rodeado por los otros, no se ve nada, pero se le oye decir:
—Exacto. ¿Tu nombre?
—Salvidia Romeo.
—¿Eres italiano?
—Sí, señor.
—No serás castigado por el estuche, pero sí por el cuchillo.
—Perdón, el cuchillo no es mío.
—Vamos, no digas eso, lo he encontrado en tus zapatos —dice el guardián.
—El cuchillo no es mío.
—¿Así que soy un embustero?
—No, pero se equivoca usted.
—Entonces, ¿de quién es este cuchillo? —pregunta el comandante Barrot—. Si no es tuyo, de alguien será.
—No es mío, eso es todo.
—Si no quieres que te metamos en un calabozo, donde te cocerás, pues está situado sobre las calderas, di de quién es el cuchillo.
—No lo sé.
—¿Me estás tomando el pelo? ¿Encuentran un cuchillo en tus zapatos y no sabes de quién es? ¿Crees que soy un imbécil? O es tuyo, o sabes quién lo ha puesto ahí. Contesta.
—No es mío, y no me toca a mí decir de quién es. No soy ningún chivato. ¿Acaso me ve usted con cara de cabo de vara, por casualidad?
—Vigilante, póngale las esposas a ese tipo. Pagarás cara esta manifestación de indisciplina.
Los dos comandantes, el del barco y el del convoy, hablan entre sí. El comandante del barco, da una orden a un contramaestre, que sube a cubierta. Algunos instantes después, llega un marino bretón, un verdadero coloso, con un cubo de madera seguramente lleno de agua de mar y una soga del grosor de un puño. Atan al hombre al último peldaño de la escalera, de rodillas. El marino moja la soga en el cubo y, luego, golpea despacio, con todas sus fuerzas, las nalgas, los riñones y la espalda del pobre diablo. Ni un grito sale de sus labios, pero la sangre le mana de nalgas y costillas. En este silencio sepulcral, se eleva un grito de protesta de nuestra jaula:
—¡Hatajo de canallas!
Era todo lo que hacía falta para desencadenar los gritos de todo el mundo: «¡Asesinos! ¡Asquerosos! ¡Podridos!». Cuanto más nos amenazan con dispararnos si no callamos, más chiflamos, hasta que, de pronto, el comandante grita:
—¡Dad el vapor!
Unos marineros giran unas ruedas y caen sobre nosotros unos chorros de vapor con tal potencia, que en un abrir y cerrar de ojos todo el mundo está cuerpo a tierra. Los chorros de vapor eran lanzados a la altura del pecho. Un miedo colectivo se apoderó de nosotros. Los quemados no se atrevían a quejarse. Aquello no duró ni siquiera un minuto, pero aterrorizó a todo el mundo.
—Espero que habréis comprendido, los que tenéis tantos arrestos. Al más pequeño incidente, haré que os echen vapor. ¿Entendido? ¡Levantaos!
Sólo tres hombres resultaron verdaderamente quemados. Los llevaron a la enfermería. El que había sido azotado volvió con nosotros. Seis años después, moriría en una fuga conmigo.
Durante los dieciocho días que dura el viaje, tenemos tiempo de informarnos o tratar de tener una idea del presidio. Nada será como lo habíamos creído y, sin embargo, Julot habrá hecho todo lo posible para informarnos. Por ejemplo, sabemos que Saint-Laurent-du-Maroni es una población que está a ciento veinte kilómetros del mar, junto al río Maroni. Julot nos explica:
—En esa población se encuentra la penitenciaría, el centro del presidio. En ese centro se efectúa la clasificación por categorías. Los relegados van directamente a ciento cincuenta kilómetros de allí, a una penitenciaría llamada Saint-Jean. Los presidiarios son clasificados inmediatamente en tres grupos:
»Los muy peligrosos, que serán llamados tan pronto lleguen y encerrados en celdas del cuartel disciplinario mientras esperan su traslado a las Islas de la Salvación. Son internados por un tiempo o de por vida. Estas islas están a quinientos kilómetros de Saint-Laurent y a cien kilómetros de Cayena. Se llaman: Royale; la mayor, San José, donde está la cárcel del presidio; y del Diablo, la más pequeña de todas. Los presidiarios no van a la isla del Diablo, salvo muy raras excepciones. Los hombres que están en la del Diablo son presidiarios políticos.
»Luego, los peligrosos de segunda categoría: se quedarán en el campo de Saint-Laurent y serán obligados a hacer trabajos de jardinería y a cultivar la tierra. Cada vez que se les necesita, son enviados a campos muy duros: Camp Forestier, Charvin, Cascade, Crique Rouge, Kilomètre 42, llamado “Campo de la Muerte”.
»Después, la categoría normal: son empleados en la Administración, las cocinas, limpieza de la población o del campo, o en diferentes trabajos: taller, carpintería, pintura, herrería, electricidad, colchonería, sastrería, lavaderos, etcétera.
»Así, pues, la hora H es la de arribada: si uno es llamado y conducido a una celda, significa que será internado en las Islas, lo cual echa por tierra toda esperanza de evadirse. En todo caso, hay una sola posibilidad: herirse inmediatamente, rajarse las rodillas o el vientre para ir al hospital y, desde allí, fugarse. Es menester a toda costa procurar no ir a las Islas. Y una esperanza: si el barco que debe transportar a los internados a las Islas no está listo para zarpar, entonces hay que sacar dinero y ofrecérselo al enfermero. Este os pondrá una inyección de aguarrás en una articulación, o pasará un pelo empapado de orina por la carne para que se infecte. O te hará respirar azufre y luego dirá al doctor que tienes cuarenta de fiebre. Durante esos días de espera, es menester ir al hospital a toda costa.
»Si no se es llamado y dejado con los otros en barracones del campamento, se tiene tiempo de actuar. En tal caso no debe buscarse empleo dentro del campamento. Hay que dar dinero al contable para obtener un puesto de pocero, barrendero, o ser empleado en la serrería de un contratista civil. Al salir a trabajar fuera de la penitenciaría y volver cada noche al campamento, se tiene tiempo para establecer contacto con presidiarios liberados que viven en la población o con chinos, para que le preparen a uno la fuga. Evitad los campamentos que están en torno de la población: allí todo el mundo la espicha muy pronto; hay campamentos donde ningún hombre ha resistido tres meses. En plena selva, los hombres se ven obligados a cortar un metro cúbico de leña por día.
Todas estas informaciones son valiosas. Julot nos las ha remachado durante todo el viaje. El está preparado. Sabe que irá directamente al calabozo por ser un exfugado. Por lo cual lleva un cuchillo pequeño, más bien un cortaplumas, en su estuche. A la llegada, lo sacará y se abrirá una rodilla. Al bajar del barco, caerá de la escalerilla delante de todo el mundo. Piensa que, entonces, será llevado directamente del muelle al hospital. Por lo demás, es exactamente lo que pasará.