La Conciergerie

Cuando llegamos al último castillo de María Antonieta, los gendarmes me entregan al oficial de prisiones, quien firma un papel, el comprobante. Se van sin decir palabra, pero, antes, asombrosamente, el brigada me estrecha las dos manos esposadas. El oficial de prisiones me pregunta:

—¿Cuánto te han endilgado?

—Cadena perpetua.

—¿De veras?

Mira a los gendarmes y comprende que es la pura verdad. Este carcelero de cincuenta años que ha visto tantas cosas y conoce muy bien mi caso, tiene para mí estas reconfortantes palabras:

—¡Ah, los muy canallas! ¡Están chalados!

Me quita las esposas con suavidad y tiene la gentileza de acompañarme Personalmente a una celda acolchada, habilitada ex profeso para los condenados a muerte, los locos, los muy peligrosos o los destinados a trabajos forzados.

—Animo, Papillon —me dice al cerrarme la puerta—. Ahora, te traerán algunas prendas tuyas y la comida que tienes en la otra celda. ¡Animo!

—Gracias, jefe. Puede creerme, estoy animado y espero que la cadena perpetua se les atragante.

Unos minutos después, rascan en la puerta.

—¿Qué pasa?

Una voz me contesta:

—Nada. Soy yo, que clavo un letrero.

—¿Para qué? ¿Qué dice?

—«Trabajos forzados a perpetuidad. Vigilancia estrecha».

Pienso: «Están majaretas perdidos. ¿Acaso creen que la montaña que me ha caído encima puede trastornarme hasta el punto de inducirme al suicidio? Soy y seré valiente. Lucharé con y contra todos. A partir de mañana, actuaré».

Por la mañana, tomando café, me pregunté: «¿Voy a apelar? ¿Para qué? ¿Tendré más suerte ante otro tribunal? ¿Cuánto tiempo perderé en ello? Un año, quizá dieciocho meses… Y, para qué: ¿Para tener veinte años en vez de la perpetua?».

Como he tomado la decisión de evadirme, la cantidad no cuenta y me viene a la mente la frase de un condenado que pregunta al presidente de la Audiencia: Señor, ¿cuánto duran los trabajos forzados a perpetuidad en Francia?

Doy vueltas en torno a mi celda. He mandado un telegrama a mi mujer para consolarla y otro a mi hermana, quien ha tratado de defender a su hermano, sola contra todos.

Se acabó, el telón ha bajado. Los míos deben sufrir más que yo, y a mi pobre padre, en el corazón de su provincia, debe hacérsele muy cuesta arriba llevar una cruz tan pesada.

Me sobresalto: pero ¡si soy inocente! Lo soy, pero ¿para quién? Sí, ¿para quién lo soy? Me digo: «Sobre todo, no pierdas el tiempo diciendo que eres inocente, se reirían demasiado de ti. Pagarla a perpetuidad por un chulo de putas y encima decir que fue otro quien se lo cargó, sería demasiado gracioso. Lo mejor es achantarse».

Como nunca, durante mi detención previa, tanto en la Santé como en la Conciergerie, había pensado en la eventualidad de recibir una condena tan grave, nunca tampoco me había preocupado, antes, de saber lo que podía ser el «camino de la podredumbre».

Bien. Primera cosa que hay que hacer: tomar contacto con hombres condenados ya, susceptibles en lo porvenir de ser compañeros de evasión.

Escojo a un marsellés, Dega. En la barbería, seguramente, le veré. Va todos los días a que le afeiten. Pido ir. En efecto, cuando llego, le veo arrimado a la pared. Le percibo en el momento justo en que hace pasar subrepticiamente a otro antes que él para poder esperar más tiempo su turno. Me pongo directamente e a su lado apartando a otro. Le suelto de sopetón:

—Hola, Dega, ¿qué tal te va?

—Bien, Papi. Tengo quince años, ¿y tú? Me han dicho que te habían cascado.

—Sí, a perpetuidad.

—¿Apelarás?

—No. Lo que hace falta es comer bien y hacer cultura física.

—Procura estar fuerte, Dega, pues, seguramente, necesitaremos tener buenos músculos. ¿Vas cargado?

—Sí, tengo diez «sacos»[1] en libras esterlinas. ¿Y tú?

—No.

—Un buen consejo: cárgate pronto. ¿Es Hubert tu abogado? Es un bobo, nunca te traerá el estuche. Manda a tu mujer con el estuche cargado a casa de Dante. Que se lo entregue a Dominique el Rico y te garantizo que te llegará.

—Chitón, el guardián nos mira.

—¿Qué? ¿Se aprovecha la ocasión para charlar?

—¡Oh! De nada importante —responde Dega. Me dice que está enfermo.

—¿Qué tiene? ¿Una indigestión de tribunal?

Y aquel memo de guardián suelta una carcajada.

Es así la vida. El «camino de la podredumbre», ya estoy en el. Se ríen a carcajadas, guaseándose de un chaval de veinticinco años condenado para toda su existencia.

He recibido el estuche. Es un tubo de aluminio, maravillosamente pulido, que se abre desenroscándolo por la mitad. Tiene una parte macho y una parte hembra. Contiene cinco mil quinientos francos en billetes nuevos. Cuando me lo entregan, beso ese trozo de tubo de seis centímetros de longitud, grueso como el pulgar; sí, lo beso antes de metérmelo en el ano. Respiro hondo para que me suba hasta el colon. Es mi caja de caudales. Pueden dejarme en pelotas, hacerme separar las piernas, hacerme toser, doblarme, que no podrán saber si tengo algo. Ha subido muy arriba en el intestino grueso. Forma parte de mí mismo. Es mi vida, mi libertad lo que llevo dentro de mí… el camino de la venganza. ¡Porque pienso vengarme! Es más, sólo pienso en eso.

Afuera, es de noche. Estoy solo en esta celda. Una gran bombilla en el techo permite al guardián verme por la mirilla de la puerta. Esa luz potente me deslumbra. Me pongo el pañuelo doblado sobre los ojos, pues la verdad es que me los lastima. Estoy tumbado sobre un colchón, en una cama de hierro, sin, almohada, y paso revista a todos los detalles del horrible proceso.

Llegado a este punto, para que pueda comprenderse la continuación de este largo relato, para que se comprendan las bases que me servirán para perseverar en mi lucha, quizás es menester que sea un poco prolijo y cuente todo lo que me vino y realmente vi en mi mente los primeros días que estuve enterrado vivo:

¿Cómo me las apañaré, una vez me haya evadido? Pues ahora que tengo el estuche, no dudo ni un instante que me evadiré.

En primer lugar, vuelvo cuanto antes a París. Mi primera víctima: ese falso testigo de Polein. Luego, los dos polizontes que llevaron el asunto. Pero con dos polizontes no basta, es con todos los polizontes que debo habérmelas. Al menos, con cuantos más mejor. ¡Ah!, ya sé. Una vez en libertad, vuelvo a París. En un baúl meteré todos los explosivos que pueda. No sé cuántos, exactamente: diez, quince, veinte kilos. Y trato de calcular qué cantidad de explosivos serían necesarios para hacer muchas víctimas.

¿Dinamita? No, la chedita es mejor. ¿Y por qué no nitroglicerina? Bueno, conforme, pediré consejo a los que, allá, saben más que yo. Pero lo que es la bofia, pueden creerme, echaré el resto e irán servidos.

Sigo con los ojos cerrados y el pañuelo sobre los párpados para comprimirlos. Veo claramente el baúl, de apariencia inofensiva, repleto de explosivos, y el despertador, puesto en hora, que accionará el fulminante. Cuidado, tiene que estallar a las diez de la mañana, en la sala de información de la Policía Judicial, Quai des Orfévres, 36, primer piso. A esta hora, hay por lo menos ciento cincuenta polis reunidos para recibir órdenes y escuchar el parte. ¿Cuántos peldaños hay que subir? No debo equivocarme.

Habrá que cronometrar el tiempo exacto para que el baúl llegue desde la calle a su destino en el mismo segundo que debe hacer explosión. ¿Y quién llevará el baúl? Veamos, hago gala de mi mejor tupé. Llego en taxi y me detengo frente a la puerta de la Policía judicial, y a los dos polizontes de guardia les digo con voz autoritaria: «Súbanme este baúl a la sala de información; yo les seguiré. Digan al comisario Dupont que esto lo manda el inspector-jefe Dubois y que en seguida subo».

Pero ¿obedecerán? ¿Y si, por casualidad, en aquella caterva de imbéciles, topo con los dos únicos tipos inteligentes de la corporación? Entonces, fallaría el golpe. Tendré que dar con otra cosa. Y busco, busco. En mi mente, no puedo admitir que no logre encontrar un medio seguro al ciento por ciento. Me levanto para beber un poco de agua. De tanto pensar, la cabeza me duele.

Me acuesto de nuevo, sin la venda. Los minutos transcurren lentamente. Y esa luz, esa luz, ¡Dios de Dios! Mojo el pañuelo y me lo pongo otra vez. El agua fresca me hace bien y, debido al peso del agua, el pañuelo se pega mejor a mis párpados. En adelante, siempre usaré ese medio.

Estas largas horas en que bosquejo mi futura venganza son tan penetrantes que me veo obrando exactamente como si el proyecto estuviese en vías de ejecución. Cada noche y hasta parte del día, viajo por París, como si mi evasión fuese cosa hecha. Es seguro, me evadiré y volveré a París. Y, por supuesto, antes que nada, lo primero que haré será presentar la cuenta a Poleín y, luego, a los polis. ¿Y los del jurado? Esos memos, ¿seguirán viviendo tranquilos? Deben de estar ya en sus casas, esos carcamales, muy satisfechos de haber cumplido con su Deber, con mayúscula. Llenos de importancia, henchidos de orgullo ante sus vecinos y la parienta que les espera, desgreñada, para comer la sopa.

Bien. Los jurados, ¿qué he de hacer con ellos? Nada. Son unos pobres memos. No están preparados para ser jueces. Si es un gendarme jubilado o un aduanero, reacciona como un gendarme o como un aduanero. Y si es lechero, como un carbonero cualquiera. Han seguido la tesis del fiscal, quien no ha tenido dificultad para metérselos en el bolsillo. Verdaderamente, no son responsables. Así, pues, está decidido, juzgado y arreglado: no les haré ningún daño.

Al escribir todos estos pensamientos que tuve hace ya muchos años y que acuden agolpados, asaltándome con tremenda claridad, me pregunto hasta qué punto el silencio absoluto, el aislamiento completo, total, infligido a un hombre joven, encerrado en una celda, puede provocar, antes de convertirse en locura, una verdadera vida imaginativa. Tan intensa, tan viva, que el hombre, literalmente, se desdobla. Echa a volar y, en verdad, vagabundea donde le viene en gana. Su casa, su padre, su madre, su familia, su infancia, las diferentes etapas de su vida. Además, y sobre todo, los castillos en el aire que su fecundo cerebro inventa, que él inventa con una imaginación tan increíblemente viva que, en ese formidable desdoblamiento, llega a creer que está viviendo todo lo que está soñando.

Han pasado treinta y seis años y, sin embargo, mi pluma corre para describir lo que realmente pensé en aquella época de mi vida sin el menor esfuerzo de memoria.

No, no les haré ningún daño a los jurados. Pero ¿y al fiscal? ¡Ah! Ese no debe escapárseme. Para él, además, tengo una receta a punto, dada por Alejandro Dumas. Obrar exactamente como en El conde de Montecristo, con el tipo al que metieron en la cueva y al que hacían morir de hambre.

Ese magistrado sí es responsable. Ese buitre entarascado de rojo se merece una muerte de las más horribles. Sí, eso es, después de Polein y sus polizontes, me ocuparé exclusivamente de esa ave de rapiña. Alquilaré un chalet. Deberá tener una cueva muy profunda, con muros gruesos y una puerta muy pesada. Si la puerta no es lo bastante gruesa, yo mismo la cerraré herméticamente con un colchón y estopa. Cuando tenga el chalet, le localizo y le rapto. Como previamente ya habré fijado unas anillas en la pared, le encadeno en seguida nada más llegar. Entonces, ¡vaya panzada me voy a dar!

Estoy delante de él. Lo veo con una extraña precisión bajo mis párpados cerrados. Sí, le miro del mismo modo que me miraba él en la Audiencia. La escena es clara y nítida, hasta tal punto que noto el calor de su aliento en mi rostro, pues estoy muy cerca de él, cara a cara, casi nos tocamos.

Sus ojos de gavilán, están deslumbrados y asustados por la luz de una lámpara muy potente que dirijo hacia él. Suda gordas gotas que resbalan sobre su rostro congestionado. Sí, oigo mis preguntas, escucho sus respuestas. Vivo intensamente ese momento.

—Canalla, ¿me reconoces? Soy yo, Papillon, a quien mandaste tan alegremente, para siempre, a trabajos forzados. ¿Crees que merecía la pena haber empollado tantos años para llegar a ser un hombre superiormente instruido, haberte pasado las noches en blanco sobre los códigos romanos y demás; haber aprendido latín y griego, sacrificado años de juventud para ser un gran orador? ¿Para llegar a qué, so memo? ¿Para crear una nueva y buena ley social? ¿Para convencer a las gentes que la paz es lo mejor del mundo? ¿Para predicar una filosofía de una maravillosa religión? ¿O, sencillamente, para influir en los demás con la superioridad de tu preparación universitaria, para que sean mejores o dejen de ser malvados? Dime, ¿has empleado tu saber en salvar hombres o en ahogarlos?

»Nada de eso. Sólo te mueve una aspiración. Subir y subir. Subir los peldaños de tu asquerosa carrera. La gloria, para ti, es ser el mejor proveedor del presidio, el abastecedor desenfrenado del verdugo y de la guillotina.

»Si Deibler fuese un poco agradecido, debería mandarte cada fin de año una caja del mejor champaña. ¿Acaso no es gracias a ti, so cerdo, que ha podido cortar cinco o seis cabezas más, este año? De todas formas, ahora soy yo quien te tiene aquí, encadenado a esa pared, muy sólidamente. Vuelvo a ver tu sonrisa, sí, veo la expresión triunfal que tuviste cuando leyeron mi sentencia tras tus conclusiones definitivas. Me hace el efecto de que fue tan sólo ayer y, sin embargo, hace años. ¿Cuántos años? ¿Diez años? ¿Veinte años?

Pero ¿qué me pasa? ¿Por qué diez años? ¿Por qué veinte años? Pálpate, Papillon, estás fuerte, eres joven y en tu vientre tienes cinco mil quinientos francos. Dos años, sí, cumpliré dos años de la cadena perpetua, no más, lo juro.

¡Vaya, hombre! ¡Te estás volviendo tonto, Papillon! Esta celda, este silencio te llevan a la locura. No tengo cigarrillos. Me fumé el último ayer. Voy a caminar un poco. Al fin y al cabo, no necesito tener los ojos cerrados ni el pañuelo sobre los ojos para seguir viendo lo que ocurrirá. Así, pues, me levanto. La celda tiene cuatro metros de largo, es decir, cinco pasitos, desde la puerta hasta la pared. Empiezo —a andar, con las manos a la espalda. Y prosigo:

—Bueno. Como te iba diciendo, veo de nuevo muy claramente tu sonrisa triunfal. Pues bien, ¡te la voy a transformar en rictus! Tú tienes una ventaja sobre mí: yo no podía gritar, pero tú sí. Grita, grita todo lo que quieras, tan fuerte como puedas. ¿Que qué voy a hacerte? ¿La receta de Dumas? No, no es suficiente. En primer lugar, te arranco los ojos. ¿Eh? Parece que vuelves a creerte victorioso, piensas que si te arranco los ojos por lo menos tendrás la ventaja de no verme y, por otro lado, también yo me veré privado del placer de leer tus reacciones en tus pupilas. Sí, tienes razón, no debo arrancártelos, por lo menos en seguida. Lo dejaremos para más tarde.

»Te voy a cortar la lengua, esa lengua tan terrible, cortante como un cuchillo, no, más que un cuchillo, ¡como una navaja de afeitar! Esa lengua prostituida para tu gloriosa carrera. La misma lengua que dice palabras tiernas a tu mujer, a tus chicos y a tu amante. ¿Una amante, tú? Un amante, más bien, eso es. No puedes ser sino un pederasta pasivo y abúlico. En efecto, he de empezar por eliminarte la lengua, pues, después de tu cerebro, es la principal ejecutora. Gracias a ella, como sabes manejarla tan bien, has convencido al jurado de que conteste “sí” a las preguntas que se le han hecho.

»Gracias a ella, has presentado a la bofia como gente honesta, sacrificada a su deber; gracias a ella, se aguantaba la fulastre historia del testigo. Gracias a ella, a los ojos de los doce enchufados, yo era el hombre más peligroso de París. Si no hubieses tenido esa lengua tan astuta, tan hábil, tan convincente, tan adiestrada en deformar a las personas, los hechos y las cosas, yo aún estaría sentado en la terraza del “Grand Café” de la plaza Blanche, de donde no hubiese debido moverme nunca. Así es que, seguro, te voy a arrancar la lengua. Pero ¿con qué instrumento?

Camino, camino, la cabeza me da vueltas, pero sigo cara a cara con él… cuando, de pronto, la luz se apaga y un resplandor muy débil consigue infiltrarse en mi celda a través de las tablas de la ventana.

¿Cómo? ¿Ya es de día? ¿He pasado la noche vengándome? ¡Qué hermosas horas acabo de pasar! Esa noche tan larga, ¡qué corta ha sido!

Escucho, sentado en la cama. Nada. El más absoluto silencio. De vez en cuando, un leve «tic» en la puerta. Es el vigilante que, calzado con zapatillas para no hacer ruido, viene a pegar el ojo en la mirilla que le permite verme sin que yo le perciba.

La máquina concebida por la República francesa ha llegado a su segunda etapa. Funciona de maravilla puesto que, durante la primera, ha eliminado a un hombre que podía causarle molestias. Pero no basta. Ese hombre no debe morir demasiado de prisa, no debe escapársele por un suicidio. Se tiene necesidad de él. ¿Qué harían en la Administración penitenciaria si no hubiese presos? El ridículo. Así, pues, vigilémosle. Es menester que vaya a presidio, donde servirá para hacer que vivan otros funcionarios. El «tic» se oye de nuevo. Me sonrío.

No te hagas mala sangre, cascaciruelas, que no me escaparé de ti. Por lo menos, no de la forma que temes: el suicidio.

Sólo pido una cosa, seguir viviendo con la mayor salud posible y salir cuanto antes hacia esa Guayana francesa donde, gracias a Dios, cometéis la imbecilidad de enviarme.

Sé que tus colegas, amigo vigilante de prisión que produces ese «tic» a cada instante, no son unos monaguillos. Tú eres un abuelito, al lado de los guardianes de allá. Lo sé desde hace mucho tiempo, pues Napoleón, cuando fundó el presidio y le preguntaron: «¿Por quién haréis vigilar a esos bandidos?», respondió: «Por quienes son más bandidos que ellos». Posteriormente, pude comprobar que el fundador del presidio no había mentido.

Tris, tras, una ventanilla de veinte por veinte centímetros se abre en la mitad de mi puerta. Me alargan el café y un pan de setecientos cincuenta gramos. Como estoy condenado, ya no tengo derecho al restaurante, pero, pagando, puedo comprar cigarrillos y algunos víveres en una modesta cantina. Unos cuantos días más y, luego, ya no habrá nada: La Conciergerie es la antesala de la reclusión. Fumo con deleite un «Lucky Strike», a seis francos sesenta el paquete. He comprado dos. Me gasto el peculio porque me lo van a requisar para pagar los gastos de la justicia.

Dega, por medio de una nota que he encontrado metida en el pan, me dice que vaya a desinsectación: «En una caja de fósforos hay tres piojos». Saco los fósforos y encuentro los piojos, gordos y sanos. Sé lo que eso significa. Los enseñaré al vigilante, y así, mañana, me enviará con todos mis trastos, colchón incluido, a una sala de vapor para matar a todos los parásitos (salvo a nosotros, por supuesto). En efecto, el día siguiente, encuentro a Dega allí. Ningún vigilante en la sala de vapor. Estamos solos.

—Gracias, Dega. Merced a ti, he recibido el estuche.

—¿No te causa molestias?

—No.

—Cada vez que vayas al retrete, lávalo bien antes de volver a metértelo.

—Sí. Es hermético, creo, pues los billetes doblados en acordeón están en perfecto estado. Sin embargo, hace ya siete días que lo llevo.

—Entonces, señal de que es bueno.

—¿Qué piensas hacer, Dega?

—Me voy a hacer el loco. No quiero ir a presidio. Aquí, en Francia, quizá cumpla ocho o diez años. Tengo relaciones y, por lo menos, podré conseguir cinco años de indulto.

—¿Qué edad tienes?

—Cuarenta y dos años.

—¡Estás loco! Si te tragas diez años de los quince, saldrás viejo. ¿Te da miedo estar con los forzados?

—Sí, el presidio me da miedo, no me avergüenza decírtelo, Papillon. La vida es terrible en la Guayana. Cada año hay una pérdida del ochenta por ciento. Una cadena de presos sustituye a otra y las cadenas son de mil ochocientos a dos mil hombres. Si no coges la lepra, te da la fiebre amarilla o unas disenterías que no perdonan, o tuberculosis, paludismo, malaria. Si te salvas de todo eso, tienes mucha suerte si no te asesinan para robarte el estuche o no la espichas en la fuga. Créeme, Papillon, no te lo digo para desanimarte, sino porque he conocido a muchos presidiarios que han vuelto a Francia tras haber cumplido penas cortas, de cinco o siete años, y sé a qué atenerme. Son verdaderas piltrafas humanas. Se pasan nueve meses del año en el hospital, y en cuanto a eso de la fuga, dicen que no es tan fácil como cree mucha gente.

—Te creo, Dega, pero confío mucho en mí. No duraré mucho allí, puedes estar seguro. Soy marinero, conozco el mar y puedes tener la certeza de que no tardaré en darme el piro. Y tú, ¿te ves cumpliendo diez años de reclusión? Si te quitan cinco, lo cual no es seguro, ¿crees que podrás aguantarlos, no volverte loco por el completo aislamiento? Yo, ahora, en esa celda donde estoy solo, sin libros, sin salir, sin poder hablar con nadie, no es por sesenta minutos que deben multiplicarse las veinticuatro horas del día, sino por seiscientos, y aún te quedarías corto.

—Es posible, pero tú eres joven y yo tengo cuarenta y dos años.

—Oye, Dega, francamente, ¿qué es lo que más temes? ¿No será a los otros presidiarios?

—Sí, francamente, Papi. Todo el mundo sabe que soy millonario, y de ahí a asesinarme porque puede creerse que llevo encima cincuenta o cien mil francos, hay poco trecho.

—Oye, ¿quieres que hagamos un pacto? Tú me prometes no irte a la loquera y yo me comprometo a estar siempre a tu lado. Nos arrimaremos el uno al otro. Soy fuerte y rápido, aprendí a pelearme de muy joven y sé manejar muy bien la faca. Así que, en lo referente a los otros presidiarios, estate tranquilo: seremos más que respetados, seremos temidos. Y, para darnos el piro, no necesitamos a nadie. Tú tienes pasta, yo tengo pasta, sé servirme de la brújula y conducir una embarcación. ¿Qué más quieres?

Me mira fijamente a los ojos… Nos abrazamos. El pacto queda firmado.

Algunos instantes después, se abre la puerta. El se va por su lado, con su impedimenta, y yo, con la mía. No estamos muy lejos uno de otro y, de vez en cuando, podremos vernos en la barbería, en la enfermería o en la capilla, los domingos.

Dega se metió en el asunto de falsificación de bonos de la Defensa Nacional. Un falsificador los había hecho de modo muy original. Decoloraba los bonos de 500 francos y volvía a imprimir encima, perfectamente, títulos de 10 000 francos. Como el papel era igual, Bancos y comerciantes los aceptaban con toda confianza. Aquello duraba hacía muchos años y la Sección financiera del Ministerio Fiscal no sabía a qué atenerse hasta el día en que detuvieron a un tal Brioulet en flagrante delito. Louis Dega estaba muy tranquilo al frente de su bar de Marsella, donde cada noche se reunía la flor y nata del hampa del Sur y donde, como a una cita internacional, acudían los grandes depravados del mundo.

En 1929, era millonario. Una noche, una mujer bien vestida, guapa y joven se presenta en el bar. Pregunta por Monsieur Louis Dega.

—Soy yo, señora, ¿qué desea usted? Haga el favor de pasar al otro salón.

—Soy la mujer de Brioulet. Está encarcelado en París, por haber vendido bonos del Tesoro falsos. He conseguido verle en el locutorio de la Santé, me ha dado las señas de este bar y me ha dicho que venga a pedirle a usted veinte mil francos para pagar al abogado.

Entonces, Dega, uno de los mayores depravados de Francia, ante el peligro de una mujer enterada de su papel en el asunto de los bonos, encuentra tan sólo la única respuesta que no debía dar:

—Señora, no conozco en absoluto a su marido, y si necesita usted dinero, vaya a hacer de puta. Con su palmito, ganará más del que necesita.

La pobre chica, ultrajada, se va corriendo, hecha un mar de lágrimas. Le cuenta la escena a su marido. Brioulet, indignado, al día siguiente le contó al juez de instrucción todo cuanto sabía, acusando formalmente a Dega de ser el individuo que facilitaba los bonos falsos. Un equipo de los más listos policías de Francia se puso tras la pista de Dega. Un mes después, Dega, el falsificador, el grabador y once cómplices eran detenidos a la misma hora en diferentes sitios y encarcelados. Comparecieron ante el Tribunal del Sena y el proceso duró catorce días. Cada acusado era defendido por un gran abogado. Resultado, que por veinte mil míseros francos y unas palabras propias de un idiota, el hombre más depravado de Francia, arruinado, envejecido diez años, cargaba con quince de trabajos forzados. Aquel hombre era el hombre con quien yo acababa de firmar un pacto de vida y de muerte.

El abogado Raymond Hubert ha venido a verme. No estaba muy inspirado. No se lo echo en cara.

… Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta… Un, dos, tres, cuatro, cinco, media vuelta. Llevo ya varias horas dando vueltas, desde la ventana a la puerta de la celda. Fumo, me siento consciente, equilibrado y apto para soportar lo que sea. Me prometo no pensar, por el momento, en la venganza.

El fiscal, dejémoslo en el punto donde lo dejé, atado a las anillas de la pared, frente a mí, sin que yo haya decidido aún cómo mandarle al otro mundo.

De golpe, un grito, un grito de desesperación, agudo, horriblemente angustioso, logra atravesar la puerta de mi celda. ¿Qué pasa? Diríase que un hombre es torturado y grita. Sin embargo, aquí no estamos en la Policía judicial. No hay medio de saber qué ocurre. Esos gritos en la noche me han sobrecogido. ¡Y qué potencia deben tener para atravesar esta puerta acolchada! Quizá se trate de un loco. Es tan fácil volverse loco en estas celdas donde a uno no le llega nunca nada. Hablo solo, en voz alta. Me pregunto: «¿Qué puede importarme eso? Piensa en ti, sólo en ti y en tu nuevo socio, en Dega». Me agacho, luego me levanto, después me doy un puñetazo en el pecho. Me he hecho mucho daño, señal de que todo marcha bien: los músculos de mis brazos funcionan perfectamente. ¿Y mis piernas? Felicítalas, pues llevas más de dieciséis horas caminando y ni siquiera te sientes fatigado.

Los chinos inventaron la gota de agua que te va cayendo, una a una, sobre la cabeza. En cuanto a los franceses, han inventado el silencio. Suprimen todo medio de divertirse. Ni libros, ni papel, ni lápiz; la ventana de gruesos barrotes está tapada con tablas, y sólo unos cuantos agujeritos dejan pasar un poco de luz muy tamizada.

Muy impresionado por aquel grito desgarrador, doy vueltas y vueltas como una fiera enjaulada. En verdad tengo la plena sensación de estar literalmente enterrado vivo.

Sí, estoy muy solo, todo lo que me llegue no será nunca más que un grito.

Abren la puerta. Aparece un viejo cura. No estás solo, hay un cura, ahí, delante de ti.

—Buenas noches, hijo mío. Perdóname que no haya venido antes, pero estaba de vacaciones. ¿Cómo te encuentras?

Y el bueno del viejo cura entra a la pata llana en la celda y se sienta, sin más preámbulos, en mi catre.

—¿De dónde eres?

—De Ardéche.

—¿Qué hacen tus padres?

—Mamá murió cuando yo tenía once años. Mi padre me quiso mucho.

—¿Qué era?

—Maestro de escuela.

—¿Vive?

—Sí.

—¿Porqué hablas de él en pasado, si aún vive?

—Porque si él vive, yo he muerto.

—¡Oh! No digas eso. ¿Qué has hecho?

En un relámpago pienso en lo ridículo que resultaría decir que soy inocente, y contesto de un tirón:

—La Policía dice que maté a un hombre, y cuando lo dice debe de ser verdad.

—¿Era un comerciante?

—No, un chulo.

—¿Y por una cuestión entre hampones te han condenado a trabajos forzados de por vida? No lo comprendo. ¿Fue un asesinato?

—No, un homicidio.

—Increíble, hijo mío. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Quieres rezar conmigo?

—Señor cura, perdóneme, no he recibido ninguna educación religiosa, no sé rezar.

—Eso no importa, hijo mío, rezaré yo por ti. Dios ama a todos sus hijos, estén bautizados o no. Repetirás cada palabra que yo diga, ¿te parece bien?

Sus ojos son tan dulces, su cara redonda muestra tal luminosa bondad, que me da vergüenza negarme y, como él se arrodilla, yo también lo hago. «Padre nuestro que estás en los Cielos». Se me llenan los ojos de lágrimas y el buen cura que las ve, recoge de mi mejilla, con uno de sus dedos rollizos, una lágrima gordota, se la lleva a los labios y la sorbe.

—Tu llanto, hijo mío, es para mí la mayor recompensa que Dios podía otorgarme hoy a través de ti. Gracias.

Y, levantándose, me besa en la frente.

Estamos nuevamente sentados en la cama, uno al lado del otro.

—¿Cuánto tiempo hacía que no llorabas?

—Catorce años.

—¿Catorce años? ¿Desde cuándo?

—Desde el día en que murió mamá.

Me coge la mano y me dice:

—Perdona a quienes te han hecho sufrir.

Me suelto de él y, de un brinco, me encuentro sin querer en medio de la celda.

—¡Ah, no, eso no!, jamás perdonaré. Y, ¿quiere que le confiese una cosa, padre? Pues bien, cada día, cada noche, cada hora, cada minuto lo paso meditando cuándo, cómo, de qué forma podré hacer que mueran todas las personas que me han mandado aquí.

—Dices y crees eso, hijo mío. Eres joven, muy joven. Con los años, renunciarás a castigar y a la venganza.

Al cabo de treinta años, pienso como él.

—¿Qué puedo hacer por ti? —repite el cura.

—Un delito, padre.

—¿Cuál?

—Ir a la celda 37 y decirle a Dega que mande hacer por su abogado una solicitud para ser enviado a la central de Caen y que yo la he hecho ya hoy. Hay que irse pronto de la Conciergeríe a una de las centrales donde forman las cadenas de penados para la Guayana. Pues si se pierde el primer barco, hay que esperar dos años más, encerrado, antes de que haya otro. Después de haberle visto, señor cura, tiene que volver aquí.

—¿Con qué motivo?

—Por ejemplo, diga que se le ha olvidado el breviario. Aguardo la respuesta.

—¿Y por qué tienes tanta prisa por ir a ese horrendo sitio que es el presidio?

Miro a este cura, verdadero viajante de comercio de Dios y, seguro de que no me delatará, le digo:

—Para fugarme más pronto, padre.

—Dios te ayudará, hijo mío, estoy seguro, y reharás tu vida, lo presiento. Ves, tienes ojos de buen chico y tu alma es noble. Voy a la 37. Espera la respuesta.

Ha vuelto muy pronto. Dega está de acuerdo. El cura me ha dejado su breviario hasta mañana.

¡Qué rayo de sol he tenido hoy! Mi celda ha sido iluminada toda ella por él. Gracias a ese santo varón.

¿Por qué, si Dios existe, permite que en la tierra hayas seres humanos tan diferentes? ¿El fiscal, los policías, tipos como Polein y, en cambio, el cura, el cura de la Conciergerie?

Me ha hecho mucho bien la visita de este santo varón, y también me ha hecho favor.

El resultado de las solicitudes no se demoró. Una semana después, a las cuatro de la mañana, alineados en el pasillo de la Conciergerie, nos reunimos siete hombres. Los celadores están presentes, en pleno.

—¡En cueros!

Nos desnudamos despacio. Hace frío y se me pone la piel de gallina.

Dejad las ropas delante de vosotros. ¡Media vuelta, un paso atrás!

Y cada uno se encuentra delante de un paquete.

—¡Vestíos!

La camisa de hilo que llevaba unos momentos antes es sustituida por una gran camisa de tela cruda, tiesa, y mi hermoso traje por un blusón y un pantalón de sayal. Mis zapatos desaparecen y en su lugar pongo los pies en un par de zuecos. Hasta entonces, habíamos tenido aspecto de hombre normal. Miro a los otros seis: ¡qué horror! Se acabó la personalidad de cada uno: en dos minutos nos transforman en presidiarios.

—¡Derecha, de frente, marchen!

Escoltados por una veintena de vigilantes llegamos al patio donde, uno detrás de otro, nos meten a cada cual en un compartimiento angosto del coche celular. En marcha hacia Beauheu, nombre de la central de Caen.