025

El doctor Zurek bajó a la recepción usando las escaleras. Aún corría un taimado flujo de electricidad por el edificio, lo cual significaba que tenía que haber un generador funcionando en alguna parte, pero la corriente fluctuaba y parecía a punto de extinguirse. Por eso era mejor evitar los ascensores. Una vez en el vestíbulo, miró hacia fuera, a través de las cristaleras, y vio un muro de pellejos alineados contra las puertas. Había de todo: fontaneros en uniforme de trabajo, militares, guardias de tráfico, fruteros, niños con la indumentaria para la clase de gimnasia, unos estudiantes neo hippies con camisetas de doscientos euros… Pero ninguno hacía el menor intento por entrar. Zurek se preguntó si la barrera de vegetación que había sepultado casi en su totalidad el edificio tenía algo que ver.

Encontró lo que buscaba en un armario de intendencia. Dentro de una caja de herramientas había un bote de pegamento líquido que aún estaba cerrado. Cogió el bote y se lo metió en bolsillo. Luego regresó al hall. Sobre un biombo de madera había carteles pegados con las actuaciones previstas para la última noche de vida del hotel: «Rumberto y su rumba caliente», «el show de magia del increíble Mésmero», «the Vampus reVVival» y el sinuoso baile de las «hijas del Áspid». Tras el mostrador, además de dos ordenadores polvorientos y los restos de una chocolatina medio fosilizada, había un marco colgando de la pared. Un marco que sostenía un enorme mapa de Europa y el Mediterráneo. Zurek cogió un instrumento largo y recto (un bastón que encontró en el suelo, bajo el mostrador, y que estaba rematado por un garfio para bajar las cancelas) y lo aplicó al mapa. Situó una punta en Madrid, el lugar donde había comenzado su viaje, y tendió el resto de su longitud hacia Gandia, donde ahora se encontraban.

Si prolongaba esa misma línea recta, el bastón acababa en Tierra Santa. Más concretamente, en una región periférica de la antigua Judea, el desierto de Néguev.

Zurek frunció levísimamente el ceño. Un pensamiento confuso se repetía en su mente como el aleteo de una polilla. El tren los había traído hasta la costa, en línea recta hacia la tierra donde se habían originado todos aquellos mitos absurdos. Y como habían encontrado barcos a medio construir, supuso que no eran los primeros en llegar. Alguien había sido convocado en aquella playa con anterioridad, y había empezado a construir navíos para transportar a los supervivientes del holocausto al lugar donde todo empezó.

Fuera, la lluvia comenzó a tabletear contra las cristaleras. Los pellejos se mecieron suavemente bajo ella, observando al doctor con un hambre infinita pero sin atreverse a dar un paso. Zurek dejó el bastón en el suelo, comprobó que el bote de pegamento aún estaba en su bolsillo, y subió las escaleras hacia el apartamento silbando una versión ligera de la banda sonora de una película.

Éxodo, creía recordar que se

024

llamaba.

—¿Cómo dice? —preguntó la doctora Grillo.

Zurek no se molestó en enseñarle el informe, pero lo sostuvo delante de ella mientras releía la primera página.

—Que la paciente de la habitación doce se llamaba María Urtiaga Sosa —repitió—, y vivía hasta hace poco en un pueblo de las afueras. Regentaba una floristería. Y tenía dos hijos, candidatos desde los doce años a los reformatorios del Estado, uno de los cuales murió en un accidente de coche el año pasado. Según la policía, estaba conduciendo bajo los efectos de múltiples drogas.

—Ese chico no se llamaría…

Zurek asintió.

—Bastián. El nombre que ella se empeña en pronunciar una y otra vez.

La doctora miró a la paciente a través del ventanuco de la puerta. Llevaba horas sentada en una silla verde, sin cambiar de posición, vestida con la bata del hospital y con un plato intocado de comida a su derecha. Tenía la mirada vacía, perdida en algún punto entre la nitidez de sus pensamientos y el desenfoque general del mundo exterior.

—¿Quién va a pagar su tratamiento? —preguntó Grillo—. Que yo sepa, esto es una clínica privada. Los casos altruistas los dejamos para el Hospital Universitario, que para eso son funcionarios.

—Yo lo haré —dijo Zurek.

Grillo se volvió hacia él, asombrada.

—¿Tú? ¿A qué viene esto?

—Es un caso fascinante. Ha dado positivo en todos los tests de disociación de Hemberg, lo cual invalida las pruebas. El Hemberg se descarta cuando todos sus indicadores dan positivo, incluso los que se anulan mutuamente.

—Quieres hacerte famoso estudiando un nuevo tipo de psicosis, ¿eh? —comprendió ella, o más bien creyó comprender.

—No. No creo que esa mujer esté loca, en realidad.

Esperó una explicación a semejante comentario, pero los labios de Zurek parecían haberse pegado el uno al otro con silicona. Grillo se quitó sus gafas redondas, limpió los cristales y se las volvió a colocar, ocultando dos pequeñas marcas rojas en el puente de la nariz.

—Está bien, haz lo que quieras. —Echó hacia atrás la cabeza y miró al techo a través de las lentes bifocales. Era su forma particular de mirarse la punta de la nariz y decir «Ommm»—. De todos modos no lo ibas a compartir conmigo.

La doctora se marchó taconeando con desprecio. ¿Hacerse famoso, era lo que realmente tenía importancia para ella? ¿Era lo que Grillo creía, de manera un tanto paranoica, que perseguían los demás en secreto? Para ser buen médico puede que hiciera falta un poquito de paranoia, pero no para hacerse famoso. Para eso bastaba con escribir un libro sobre psiquiatría radical que ofendiese a todo el que lo leyera, y que abarcase no menos de cuatrocientas mil palabras, para que la experiencia fuera realmente agotadora e inolvidable. Un tratado que ofendiera tanto a los pacientes como a sus familiares y que no dejase títere con cabeza; el libro de cabecera de un mal médico y de un buen experto en marketing.

Fama. Prestigio. Zurek pensaba que esos sueños morían al poco de haber abandonado la facultad, cuando uno se integraba en el mundo laboral y se daba cuenta de que ser un genio costaba mucho dinero en investigación y recopilación de datos. Y que tener una teoría psicológica propia era algo casi imposible por cómo estaba organizada la propia ciencia médica. Además, cincuenta años (que era la media de edad allí dentro) eran demasiados para andarse con fantasías acerca del futuro. A esa edad ya no se buscaban nuevos horizontes, sino que uno seguía corriendo para escapar del alud de su propio pasado.

¿O es que la había ofendido con alguno de sus comentarios?

Zurek se consideraba a sí mismo una eminencia en el campo de la psiquiatría y la psicología. No era falta de modestia, sino un hecho ratificado por docenas de premios y publicaciones en revistas a nivel internacional. Sin embargo, admitía que su dominio de la mente humana era puramente académico. Su casi total falta de empatía con las situaciones «normales» y la interacción social que llenaba la vida de las personas era su principal defecto, lo que le impedía ser el analista perfecto de la mente. Se suponía que un psicólogo era el empata perfecto, el hombre que podía colocarse en el lugar emocional de cada paciente para ver el mundo desde su punto de vista, y así entender mejor su situación, pero en la práctica le resultaba imposible. Podía diagnosticar al instante casi cualquier patología y saber qué fármaco o qué tratamiento de psicoterapia había que aplicarle, pero no se reía cuando uno de sus compañeros aseguraba que no es que él estuviese calvo, sino que la presión de su poderoso cerebro empujaba los folículos hacia fuera y los hacía salir disparados. La calvicie como efecto colateral de la inteligencia superior. No entendía el chiste. ¿Era eso lo que decían todos los calvos?

A veces, el mundo de la gente cuerda le parecía más estrambótico que el de los enfermos. A lo mejor Grillo también lo entendía así, de ahí su paranoia y su búsqueda de complots en todas partes.

Zurek sacó de su bolsillo una leontina dorada, pulsó el cierre y la esfera del reloj se abrió. Tenía la inveterada costumbre de llevarlo encima a todas partes. A pesar de toda la tecnología digital disponible, él era el único médico del hospital que no usaba teléfono móvil ni PDA.

El reloj le confirmó que ya era hora de que María se tomase su siguiente medicación. El llanto de la mujer, al verlo entrar en la celda, fue poco espectacular, silencioso y exhausto. Al menos reaccionaba ante su presencia, no como al principio. Al doctor le había costado toda una noche lograr eso. A Zurek le dio la impresión de que las lágrimas de María tenían mucho que ver con la saponificación de los difuntos, y con la creación espontánea de momias por parte de la Naturaleza.

—B… a… s… t… i… á… n… —repitió la mujer.

—No, Bastián no —dijo Zurek, sentándose en otra silla—. Bastián se fue.

—No… se ha… ido…

Eso era nuevo. Durante toda la noche, María había conducido por una carretera de sueños junto al fantasma de su hijo pequeño. Ahora parecía haber llegado a un cruce de caminos.

El doctor guardó las distancias con respecto a ella, dejando tres metros de aire entre ambas sillas, pero preguntó, interesado:

—¿Dónde cree usted que está su hijo?

María desvió la vista hacia un lateral de aquella carretera nocturna que sólo veía ella (y a la que estaba empezando a asomarse, poquito a poco, Zurek, autostopista ilícito en una fantasmagoría que no era la suya). A un bosque concebido como una puesta en escena fantástica, más que como el recuerdo de uno real. Miró, con toda probabilidad, hacia un árbol grueso y dañado por los accidentes de miles de coches deportivos y teñido por la sangre de sus jovencísimos conductores.

—Está… aquí… —dijo María, y se tocó el vientre.

—¿Aún no ha nacido?

Ella pareció encontrar ese comentario bastante jocoso.

—Ha… regresado… a mí… —Sonrió—. Bastián… ha vuelto… a su… casa.

—Ha vuelto

023

a su casa —repitió Zurek para sí mismo, mientras subía las escaleras de regreso al apartamento. En aquel entonces no lo había entendido, pero los datos que fueron surgiendo después resultaron muy aclaratorios.

María había sido su paciente cero particular, la que le había abierto los ojos a lo que estaba pasando. Antes de que los muertos empezaran a andar por las calles de la ciudad, devorando cada ápice de carne viva que caía en sus manos, Zurek interpretó sus palabras como una metáfora del amor materno. Bastián había muerto en aquella carretera, pero había vuelto a su corazón en forma de espíritu redimido, como la promesa de un reencuentro futuro, en la otra vida, que se iba preparando desde que el humo de los funerales se apagó. Pero María no se refería a eso. Zurek no lo entendió hasta que fue demasiado tarde y el caos ya se había desatado. Ella acabó por contarle su terrible historia: cómo su hijo había sido el primer regresado, cómo lo había acogido de nuevo en su casa (a pesar de su aspecto lamentable, como si hubiese recorrido los nueve círculos del Infierno y se trajera las cicatrices y las cenizas para atestiguarlo; unas cicatrices que eran al viento como heridas de sable) y lo había intentado integrar en la sociedad, pese a la oposición frontal de un sacerdote conservador y obtuso. Nunca le dijo su nombre, pues el recuerdo mismo de aquel rostro, de lo que aquel hombre había hecho después, era demasiado para ella. El cura del pueblo había descubierto el secreto de Bastián y no había cejado en su empeño hasta matar de nuevo a su querido hijo. El relato a partir de ese momento se volvía confuso, pues María y su otro hijo, Pedro, se marcharon del pueblo llevándose consigo el cadáver del joven Bastián. Sobrevivieron como les fue posible en la clandestinidad hasta que ya no tuvieron necesidad de seguir huyendo, y entonces realizaron el Ritual. A Zurek le costó Dios y ayuda sacarle esta información a María, pero al final logró reunir todas las piezas del puzzle. Ella y su hijo mayor habían decidido volver a los orígenes de su fe. Se sentían como unos privilegiados, una familia tocada directamente por el Creador que había tenido que soportar su calvario particular, pero que gracias a eso eran más santos. El Ritual consistía en sentarse a comer un plato muy especial, carne de mi carne, como habían escrito los evangelistas en sus crónicas del Rey Mendigo, Jesús. ¡Con su propio hijo hecho pedazos, entre destellos de locura y luces de niebla de psicosis!, ¡entre bosques oscuros y carreteras a las que los bólidos añadían los efectos sonoros de neumáticos, como una suave pero hiriente brisa!

Zurek hizo su último experimento con María la mañana anterior a que el hospital fuera evacuado: la llevó al sótano, al complejo laberinto de túneles de tuberías y calderas que sólo los encargados de mantenimiento conocían, y la encadenó allí como el Minotauro particular de aquel dédalo. Luego sacó de su celda a otro paciente sin curación posible, un sociópata psicosexual llamado José Marinero, y lo bajó hasta allí, a donde María esperaba para mostrarle en qué consistía el Ritual que Pedro y ella habían practicado con Bastián.

Y se lo demostró. Bien que lo hizo.

Los restos de Bastián aún estaban clavados en el interior del organismo de María, volviéndola loca de dolor, pues no sólo se habían comido la carne pútrida de su hijo sino que también habían masticado sus huesos. Pequeñas astillas del fémur habían desgarrado la pared de su esófago y el píloro, así como buena parte del intestino grueso. De ahí los dolores y las hemorragias que María presentó al ingresar en la clínica, y que ella confundía con los procesos de un parto que había sucedido a la inversa, con su hijito tratando de abrirse paso de regreso al vientre materno, donde era bienvenido.

«Ha vuelto a su casa», aseguró María mientras se acariciaba el ombligo.

María devoró a José Marinero igual que había hecho con su hijo, aplicándole el mismo sacramento perturbado, y luego falleció por la gravedad de sus lesiones internas (¿antes o después de comerse a José, o mientras lo estaba haciendo? No podía saberlo, y para entonces ese dato ya no importaba). Zurek habría querido operarla él mismo, pero no hasta que no hubiese confirmado su teoría. No hasta que ella le hubiese mostrado la puerta que conducía al interior de su mente, a la carretera de sombras por la que ahora él mismo transitaba.

Había dejado morir a aquella mujer por el bien de la ciencia, y no se arrepentía.

Escaló los últimos peldaños rumbo al apartamento sin darse cuenta de que una figura oscura le espiaba desde el otro extremo del pasillo. Una figura que llevaba algo voluminoso en las manos y lo acariciaba como si fuera su pasaporte privado al otro mundo, al Paraíso que según los profetas acabaría por extenderse sobre la tierra, pero que aún estaba a mitad de camino.

022

La ISS y el GOD se encontraban cada vez más cerca, como dos participantes en una cita a ciegas que en el fondo desconfiasen profundamente el uno del otro, y hasta se odiasen.

Los tres tripulantes de la estación se encontraban en el puesto de observación, en el ZARIÁ. Ya no llevaban los monos azules y naranjas del trabajo de a bordo; la temperatura había descendido tanto en las últimas horas que se habían tenido que enfundar los trajes de vacío para no morir congelados. Piotr, Eve y Claudio estaban de pie, inclinados sobre la pantalla, viendo cómo la mole antediluviana de la época Reagan se hacía más y más grande, y más y más llena de detalles amenazadores. Por un instante, al capitán le pasó por la cabeza que aquella cosa podría tener sistemas de armas aún activos, pero era muy improbable. Si había sido vendido a un consorcio civil, el GOD tenía por fuerza que estar desarmado.

Lo que todavía seguía carcomiéndole las neuronas era qué clase de radiación era ésa que emitía hacia la superficie, y por qué sus instrumentos no habían logrado catalogarla.

—Podríamos usar el brazo Canadarm para hacerla frenar, y acoplarla a nuestra órbita —sugirió Piotr.

—¿A un objeto tan masivo? —El italiano arrugó el entrecejo—. Lo partiría.

—Puede que no sea necesario frenarlo desde el exterior —intervino Eve—. Podríamos hacerlo desde aquí, desde esta consola.

—¿Cómo?

—Si puedo acceder por radio a su programa, podría ordenarle que active sus cohetes de maniobra. Sólo necesito saber si las claves militares que se le suministraron no han sido invalidadas.

—Inténtalo —accedió Piotr. Ya no veía aquel pecio espacial como una amenaza, sino como una fuente inagotable de energía, si lograban acoplar su reactor a los colectores de energía de la ISS. A tiempos difíciles, medidas desesperadas.

Eve tecleó la secuencia de números en su consola. La antena de la estación buscó activamente la del pecio, enviando pequeños pin rápidos de llamada, hasta que el monstruo contestó. Un flujo de números cayó desde la banda binaria y se mezcló con basura digital, hasta que el logotipo de Boeing apareció en el monitor.

—¡Bingo! —lo celebró la astronauta—. Estamos dentro. Ahora vamos a pedir permiso para bucear en su disco duro.

—¿Qué es eso? —preguntó el capitán cuando los planos del satélite aparecieron en pantalla. Se refería al complejo aparato que había sido añadido después de que fueran retirados los misiles nucleares, y que ocupaba casi todo el interior del GOD. Era una musculatura de tecnología punta colocada sobre un esqueleto de la Guerra Fría.

Eve negó lentamente con la cabeza.

—No lo sé… Es lo que genera esa misteriosa radiación. El satélite está trabajando a… —Se le cambió la cara—. Dios mío… un megaelectrón.

Sus compañeros cruzaron una mirada de turbación.

—¿Lo has calculado bien? Es imposible que esa cosa genere tanta potencia.

—Míralo tú mismo. —Eve le mostró las lecturas—. No sólo la está generando, sino que además la lleva bombardeando al planeta desde quién sabe cuándo.

—Una vez, cuando estábamos preparándonos para esta misión, escuché… —dijo Claudio, haciendo memoria— que un consorcio de empresas japonesas estaba haciendo grandes progresos en materia de enviar energía a la Tierra en forma de microondas. Puede que tengamos delante su emisor.

—Pero un satélite así sería geoestacionario —discrepó el capitán—. Tendría unos paneles solares enormes y estaría anclado siempre sobre la antena receptora de tierra, para que el haz no se interrumpiera por la curvatura del planeta.

—Éste es un satélite errante —confirmó Eve—. No estacionario. No debería nunca jamás haberse cruzado con nosotros. Eso significa que está perdido, a la deriva.

—Si eso es cierto —Piotr afiló los ojos—, significa que ha barrido la superficie del planeta con esa extraña radiación durante meses. —Los demás lo miraron—. ¿Estáis pensando lo mismo que yo?

—¿Que si el trasto éste es el responsable de lo que está ocurriendo allá abajo? —Claudio se rascó un grano, pensativo—. Quién sabe. Pero si lo es, tal vez deberíamos dejarlo pasar y alejarnos de él… ¿no?

Los otros no respondieron. Hacía demasiado frío como para considerar alternativas.

—Lo tengo —dijo Eve—. Disparando retrocohetes en tres, dos…

El gargantuesco satélite tembló, extendió unos apéndices acabados en toberas y, en el absoluto y aterrador silencio del espacio, volvió a la vida. El gas brotó con fuerza de sus entrañas y la mole perdió velocidad hasta acoplarse como una hermana extraviada a la masa gris y blanca de la ISS.

En ese momento se escuchó un gemido galvánico en los cables, como si la potencia eléctrica entonase su canto del cisne, y la estación volvió a quedarse a oscuras.

021

—Se ha despertado otra vez —dijo Natalia, en cuanto escuchó el llanto del bebé—. El pobrecito tiene mucha hambre.

—Toma, dale esto —dijo Blanca, ofreciéndole un bote de leche desnatada que había robado del comedor—. Es leche de vaca, pero a falta de otra cosa…

Natalia miró el bote con desconfianza, como si fuese veneno.

—Su delicado estómago no la aguantaría —decretó, aunque aceptó el bote de manos de Blanca. Una parte de ella sabía que no tenían más opciones, salvo la de dejar morir de hambre al pequeño. Y eso NO iba a pasar.

—Mañana por la mañana intentaré hacer una salida —dijo Fulgencio, arrebujándose en una manta. Hacía frío, y la tormenta arrastraba cortinas de lluvia desde el mar—. A lo mejor el doctor me ayuda a burlar a los pellejos. Buscaré una farmacia y traeré leche de continuación.

Unos nudillos golpearon en la puerta. Las tres personas que estaban en el apartamento sintieron que se les detenía el corazón del susto, pero Fulgencio enseguida los calmó.

—¿Quiénes? —preguntó.

—Zurek —dijo una voz tranquila.

Blanca abrió la puerta y dejó pasar al doctor. Éste sacó el bote de pegamento de su bolsillo y lo abrió con una sola mano.

—Siéntate, Blanca, y remángate. Vamos a terminar de curar esa herida.

La joven lo miró con desconfianza, pero obedeció. Cuando el médico le agarró los bordes de la herida con los dedos y empezó a aplicarles el pegamento, Blanca cerró las manos transidas de dolor en torno a la pata de la mesa y exclamó:

—¡Ay! ¡Joder! ¿Qué coño hace?

—Te estoy cosiendo el desgarro —explicó Zurek, sin detenerse—. Este pegamento es un colágeno, la misma sustancia proteica que compone los tejidos conectivos de los mamíferos. Es orgánico. No te hará daño, y te aguantará la herida hasta que encontremos hilo y aguja esterilizados.

Blanca apartó la vista para no verse el brazo. Notaba el ungüento pegajoso morderle la herida y abrazarla en un limbo húmedo después. Ya era suficientemente asqueroso, como sentir caracoles babándola por fuera y por dentro de la piel, pero si la miraba directamente vomitaría lo último que le quedaba en el estómago. Al cabo de un rato, las últimas pinceladas de Zurek completaron el encaje de sangre seca que le caía del hombro como una mantilla roja.

—Ya está —dijo el doctor, satisfecho—. Espera a que se te seque y luego lávatela. El agua no disolverá el pegamento, pero te limpiará los bordes.

Blanca se escabulló hacia el lavabo. Ya había cerrado la puerta cuando Natalia entró en el comedor y, señalándose los pechos, dijo con asombro:

—¡Mirad, mirad esto!

Tenía las dos manos formando cuencos bajo los pechos, y en éstos, a la altura del pezón, dos manchas húmedas que ennegrecían la camisa. Fulgencio sonrió.

—Bienvenida al mundo de las mamás, Natalia —dijo.

—Generación espontánea de leche —añadió Zurek, con su habitual distanciamiento—. Tu cuerpo está reaccionando como mejor sabe al llanto del bebé. Felicidades.

—¿Es cierto? —Natalia tenía los ojos casi tan húmedos como los pechos. No podía creérselo—. ¿Puedo… puedo alimentarle con esto?

—He conocido casos de abuelas que han vuelto a dar leche después de cuarenta años, cuando sus nietas les endosaron los bebés que no sabían cuidar —asintió Fulgencio—. Tú ahora eres su mejor alimento.

Blanca llegó corriendo del lavabo y abrazó a Natalia. Las dos, junto con el sacerdote y el doctor, volvieron al dormitorio y se limitaron a hacer lo que la naturaleza llevaba haciendo desde hacía millones de años. Confiar. Confiar en que siempre había una solución para todo. Fue el primer momento de felicidad absoluta y de tranquilidad que experimentaban desde que abandonaron sus casas y su antigua vida, y eso les recargó las baterías del corazón mejor que ningún banquete, que ninguna bebida tonificante o ningún nuevo descubrimiento sobre lo que estaba pasando en el planeta.

Los cinco, empezando por el bebé, se sintieron inmensamente felices. Y punto. Y no había nada en el mundo que pudiera quebrar ese sentimiento.

Ni siquiera cuando la puerta del apartamento se abrió y la figura oscura que había espiado a Zurek en las escaleras se deslizó dentro, escondiéndose en el interior de un armario empotrado.

020

Pasaron las horas. El amanecer estaba próximo, y ya contaminaba con una pátina difusa de ocres y dorados el sereno añil del horizonte, aunque Blanca no sabía si lo que estaba viendo era el heraldo de colores del sol o el resplandor de la estación petrolífera, que seguía ardiendo y flotando a la deriva como el esqueleto calcinado del Krakatoa.

Se levantó. El brazo apenas la había dejado dormir. Por poco que se moviera, allí estaban los alfilerazos de dolor, correteando por debajo del pegamento como si buscasen una fisura para salir a la superficie. ¿Delfines de gangrena? Por Dios, no, no quería pensar en esas cosas. Pere (el bendito Pere, ¿dónde estaría ahora? ¿Se habría levantado de entre los muertos convertido en otro pellejo?) le había asegurado que las heridas de los zombis no tenían nada que ver con lo que se contaba en las películas. Que no era nada vírico ni bacteriológico ni ninguna estupidez de ésas. Así pues, aunque la pellejuda aquélla la hubiese desgarrado hasta el músculo, eso no significaba que se fuera a levantar convertida en una de Ellos a la mañana siguiente.

¿Verdad?

«Ay, Pere, cuánto te echo de menos».

Sentía la vejiga hinchada. Salió sin hacer ruido del dormitorio y entró en el baño. Los ronquidos de Fulgencio eran como pequeños movimientos tectónicos. Blanca no imaginaba cómo Zurek, que yacía agazapado como un avestruz en el sofá, podía conciliar el sueño con semejante desprendimiento de tierras a su izquierda. A lo mejor era una especie de robot, como sugería su comportamiento, y podía desconectar el cerebro y ponerlo en modo stand by, como los DVD. «Me desconecto con su permiso, señor», decían los frikis esos que veían pelis de ciencia ficción cutres en su instituto. Ella nunca se había codeado con la chusma esa de las Ratas Kert, una asociación de pirados que frecuentaba la clase de matemáticas, pero sabía el tipo de humor que se gastaban. Y lo salidos que estaban.

Entró en el lavabo, cerró la puerta y se bajó los pantalones. La taza estaba muy fría, así que lo hizo de pie. Una vez había estado en un hotel donde ofrecían un servicio alucinante: las tazas de los inodoros de las habitaciones tenían una especie de resistencia eléctrica que las calentaba, de modo que resultaba un placer casi orgásmico el sentarte sobre ellas y hacer tus cosas, con toda comodidad y confort, mientras el calorcito te masajeaba las partes íntimas. Por desgracia, era un invento del siglo veintiuno que aún no había llegado a su ciudad, y aun menos al instituto, que estaría anclado en el medievo hasta que los sapos bailasen la conga.

Acabó y se secó con un trozo de papel higiénico. Se rascó el pelo de la entrepierna con una mano, rask, rask, mientras con la otra agarraba la cortina de la ducha. Su vello púbico estaba rizado y sucio, pegajoso por una pátina de flujo que le había manchado de amarillo toda la braga. Claro, hacía dos días que no se la cambiaba. ¿Tendría ladillas allá abajo, de tanto túnel de metro y tanta maldita falta de higiene? Ladillas zombis, eso era lo último que le faltaba. Si en aquella ducha no había esponja, iría a la cocina y se traería un estropajo para frotarse hasta dejar enrojecida la ingle. Y luego se haría «un Kojak» con una de las cuchillas de afeitar que Fulgencio había robado del hospital. Cualquier cosa con tal de no tener a esos repelentes bichitos pululando por el secreto de Victoria.

Descorrió con un ademán enérgico la cortina de la ducha.

Fue otra mano, no la suya propia, la que le tapó la boca para que no gritara. Blanca abrió desmesuradamente los ojos, reconociendo a Gael y al libro rojo (que tenía bastantes más ojos abiertos que la última vez) que aún cargaba debajo del brazo.

—Ni un solo ruido, putita quinceañera, si sabes lo que te conviene —amenazó el argentino. La aplastó contra la pared, de modo que la joven no podía moverse para alcanzar el pomo de la puerta, y le dio un potente beso en los labios que dejó conectadas ambas bocas por un puente de baba.

Blanca tenía los ojos desencajados de miedo. Los apéndices del libro se volvieron a la vez hacia ella como un nervioso enjambre de escleróticas. Gael tenía las pupilas dilatadas y el iris de un color sutilmente distinto, más rojizo. De hecho, era del color exacto de varios de aquellos globos oculares que la contemplaban desde la solapa. Blanca se estremeció; Gael siempre le había parecido un tipo peligroso, de ésos que pegaban a las mujeres y encontraban un perverso placer en escuchar sus súplicas, pero el hombre que tenía delante estaba alimentado por una energía distinta, más propia de la locura que de la perversión. ¿Le estaría haciendo aquello el libro infernal… o era un efecto colateral de su exposición a él? ¿Acaso su mente de Homo Sapiens (Homo Erectus, diría ella, aunque con otro tipo de erección) se estaba degradando por la radiación de aquel artefacto con más misterio ancestral que el Arca de la Alianza?

—¡Mmmmfff! —exigió ella a través de su mano.

—Creíais que os habíais librado de mí, ¿verdad? —murmuró Gael—. Os importaba una mierda lo que me pasase en ese tren, si me comían vivo o se me caía el puto techo en la cabeza. Tenéis tanto miedo de este libro sagrado que sois capaces de largaros y dejar morir a su guardián.

—¿Guarrrrrffffmmmmiánn?

—Sí, yo soy el guardián de los secretos. El portador del libro eterno. Yo lo encontré, y he sido elegido para leer las páginas y descifrar el código y llevar el mensaje a todos los que sean dignos de sobrevivir al holocausto.

—¡Sommmmmffffforrrrooo!

—¡He dicho que te calles, zorra apestosa! —susurró a gritos, aplastándole aun más la cabeza contra la loza sanitaria de las paredes—. ¡O te juro que te voy a dar la lección de tu vida, antes incluso que a la hereje de mi mujer!

Blanca había estado intentando colocar su pierna dentro de las de Gael, frotando con todas sus fuerzas su muslo contra el suyo y deslizándola centímetro a centímetro. Lo consiguió cuando el argentino depositó todo su peso sobre ella para taparle más la boca, y a continuación disparó la pierna hacia arriba. La rodilla impactó justo donde quería, y Gael retrocedió con fuego en los testículos.

La joven se escabulló de su abrazo y proyectó su cuerpo hacia la puerta, pero cometió dos errores: el primero, no gritar a pleno pulmón en ese preciso instante, suplicando ayuda, pues consideraba que su enemigo estaba fuera de combate. Y éste fue el segundo y más trágico, pues Gael, aunque doblado sobre sí mismo con un dolor espantoso, no estaba del todo imposibilitado. Lanzó una pierna hacia delante y le puso la zancadilla, con tan mala suerte que Blanca perdió el equilibrio, cayó de bruces, y su cabeza dio un tremendo martillazo contra el borde del inodoro.

Todo acabó en cuestión de segundos. Gael se levantó, encajando las manos en las paredes, y permaneció un minuto en completo silencio. Escuchando, atento al menor ruido. Nada se movió en el apartamento. Claro, todos estaban demasiado agotados como para despertarse con facilidad, a pesar de que el martillazo del cráneo de Blanca tenía que haberse oído, por fuerza, al otro lado de la puerta. La joven tenía los ojos abiertos, suspendidos del infinito. Hacía un minuto, cuando los había visto muy de cerca, se percató de que Blanca usaba lentillas, diminutos cristales que amplificaban sus ojos hasta convertirlos en acuosas ruedas de terror. Su Nokia enfundado en el protector rosa asomaba por una esquina de su pantalón. Ahora los dos habían dejado de funcionar. El teléfono por falta de alimento, y ella porque él

(Sí, Gaelcito, has sido tú, tú, tú)

la había

(matado, venga, atrévete a decirlo con todas las letras, valiente)

detenido antes de que diese la alarma.

Gael estuvo mirando al cadáver de Blanca como si a él también le hubiesen girado la clavija del conector. Los minutos pasaron, lentos y agónicos, mientras su cerebro volvía a reiniciarse y decidía qué hacer. Blanca estaba muerta, más tiesa que un jamón de pata negra, e igual de apetitosa. Era como una muñeca capaz de mantener indefinidamente las posturas en las que la dejara su titiritero, por aberrantes o incómodas que fuesen. A ella ya no le importaba lo más mínimo el dolor. La muerte era simplemente un pensamiento abstracto que llenar en una dirección arbitraria de su consciencia, la apostasía encauzada hacia la Revelación de la curia de pellejos.

¿Por qué pensaba esas cosas tan raras?

Colocó a la muchacha boca arriba y le subió la camisa hasta el cuello. Sus manos temblaban como las de un chiquillo expuesto por primera vez a los misterios del sexo, el último tabú. Blanca no llevaba sujetador, aunque debido a lo minúsculo de su armamento tampoco lo necesitaba. Aquellas quillitas de tabla de surf, tan chiquitas y adorables, como de niña de colegio, resultaban tan vírgenes a la vista y al tacto, tan exquisitamente sugestivas, que le excitaron más que las ubres de las otras mujeres que había conocido con anterioridad. Como las de Natalia. Se las imaginó a las dos haciendo un concurso de tetas, una al lado de la otra frente al espejo del salón (este pensamiento lo has tenido ya, idiota) y masajeándose una a la otra los pezones. Una madre madurita follándose a su hija adolescente, un ritual que ambas practicarían a diario nada más volver del trabajo y del instituto. Gael se inclinó sobre Blanca y le lamió las quillas, notándolas frías, frías y secas, indiferentes por completo a sus caricias. Le quitó los pantalones y metió la nariz en su entrepierna. El vello púbico le hizo cosquillas en la frente. Seguro que si introducía un poco el dedo en su ano no tendría que escarbar mucho hasta encontrar rastros de materia fecal. Oh, cómo había deseado llegar a aquel punto desde que había visto por primera vez a Blanca. ¿Sería un pecado demasiado imperdonable que le metiera su enorme y erecto miembro a aquel cadáver, disfrutando de los últimos ápices de calor de su cuerpo antes de que se evaporasen?

Se echó hacia atrás, repelido por el magnetismo inverso de su propio pensamiento. ¿Qué barbaridades estaba pensando? ¡Había estado a punto de violar a una chica muerta, por el amor de Dios! ¡Eso era necrofilia! ¿Desde cuándo era tan depravado? Una cosa era practicar sexo extremo de forma consentida con su esposa, encadenándola y azotándola y haciéndole todas esas guarradas que a ella le gustaban tanto, pero aquello…

… Aquello era demasiado cruel, hasta para un sádico como él. Acababa de cometer un asesinato. Y su miembro seguía tan duro como la bandera nacional del priapismo, borracho de un extravagante apetito venéreo.

El sonido. Era culpa del sonido, que le taladraba las sienes y cocinaba macarrones con sus neuronas y su materia encefálica, batiéndolas y trinchándolas y calentándolas al horno. El cántico sobrenatural que provenía de aquel libro maldito, y que sonaba a hordas de espíritus cantando loas a los muros de una ciudad celestial. Era más de lo que un cerebro humano podía tolerar sin haber muerto primero.

Tenía que solucionar aquello mientras aún tuviera consciencia de sí mismo, mientras conservara una noción clara de qué estaba bien y qué no. La clave estaba en el niño que habían encontrado en el hospital, un bebé parido por una muerta viviente. Era un absurdo contrario a las leyes de la naturaleza, un crimen contra Dios y Su obra de siete interminables días. Ese bebé híbrido entre el mundo terrenal y el infierno de Dante tenía que morir, y entonces las aguas volverían a su cauce. Seguro.

Con infinito cuidado, abrió la puerta del baño. Los ronquidos le confirmaron que la gente aún seguía durmiendo. Bien.

Era hora de comenzar a escribir el nuevo gran testimonio, el Evangelio según San Gael. Iba a ser glorioso. Y al igual que la historia de Herodes, también comenzaría y acabaría con la muerte de un niño.

019

Natalia tuvo un sueño magnífico esa noche (mientras su marido decidía que el contacto con la reliquia sagrada lo había vuelto loco y Blanca pagaba las consecuencias); magnífico aunque también bastante extraño. Toda una órdiga de surrealismo. Que ella recordara, no había soñado nada igual en su vida, aunque en ningún momento se sintió en peligro, con esa sensación de descontrol y arbitrariedad que define a las pesadillas. Fue un sueño pacífico y reconfortante, aunque la impactó por lo imaginativo de su paisaje.

Natalia formaba parte del complejo y poblado mecanismo de un reloj de agua (clepsidra, supo que se llamaba, aunque fue un dato que olvidó al despertar). Ella encarnaba a un engranaje con un vestido de metales y fusibles, que pasaba cuantos de energía de mano a mano a otros engranajes, a otras personas colgadas de la tramoya que había detrás. Había una buena cantidad de gente asida a la máquina mediante cuerdas, de ahí lo de poblado. Y todas exhibían grandes sonrisas de felicidad en el rostro.

Por lo que pudo descubrir, en lugar de medir el tiempo, aquel reloj tenía una finalidad muy distinta: producía bebés. Era como un enorme carillón construido por un gigante que a cada crescendo de su eufónica canción pariera un niño, que caía a una cubeta con forma de cuna que había en la base del mecanismo. Dentro de la cubeta había ya cien o doscientos niños, y una máquina distinta (o un apéndice remoto de la clepsidra) los iba cogiendo con suavidad y depositándolos en cestas de mimbre. Luego, unas cigüeñas de papel, autómatas origámicos, los transportaban por el aire hasta lejanos edificios con forma de hospitales. Cada cigüeña llevaba además un complejo instrumento, una especie de aparato ginecológico inventado por un científico loco, que servía para dormir a las madres y sustituir los globos de aire de sus barrigas por los bebés ya creados, para que se dieran el gustazo de traerlos al mundo ellas mismas.

Sobre una especie de púlpito había un hombre desnudo, junto a un cordero de nueve ojos armado con dos enormes espadas, que reflexionaba sobre su propia demencia en voz muy alta:

¡Daño en la cabeza!

El loco está sentado en la hierba, juega con sus sucios juguetes.

Sobre el balcón hay una rosa. Es gris y roja y me está mirando. Pienso que podría comérmela. Ahora todo es gris y azul y submarino.

No hay mucha gente a mi alrededor. Todo lo que toco, todo lo que veo, todo lo que siento, está formado por una sustancia extraña, básica. Veo una espada en el suelo, junto a los juguetes. ¿Es ella también un juguete? No puedo saberlo. La espada está afilada y su acero está hecho en la Luna. El mango es de color claro. La tomo entre mis manos con la suavidad de un amante. La beso. Ella me devuelve el beso. No sé por qué, pero la sangre mana de repente de mis labios.

Daño en la cabeza. Te quiero, pero no sé cómo expresarlo. No sé cómo decírtelo para que me entiendas y me perdones por ello. Escribo palabras en un idioma muerto. Escribo versos sobre un corazón que no existe.

El lunático está sobre la hierba, jugando con sus juguetes, y se ríe y se lo pasa de miedo, pero no tiene amigos que se rían con él. Es muy triste. El loco juega en mi salón. Rompe mis jarrones, rasga mis cuadros, orina en mi alfombra. El loco juega con mi salón. Mi salón es jugado por el loco.

Hay una guerra en el jardín. Sobre una colina los generales se divierten. Carne de horca, miles de infantes corren hacia su condenación. La muerte es un toro con dos cuernos hechos de madera. Sobre la colina hay un cartel que así reza: «por aquí al salón de los héroes». Los hombres mueren en el fango manchado de sangre, con espadas y mosquetes cargados de victoria. Los hombres mueren y nadie gana el juego. Los generales dejan de reír. Ya no queda público que quiera escucharlos.

Me gusta el número sie7e. El sie7e es un número muy bonito. Hay gente que lo adora porque cree que tiene propiedades mágicas. Son unos tontos; la magia no existe. Dios no existe. Nada existe. Ni siquiera este papel que se escurre entre mis dedos, ni tampoco lo que hay escrito en él. Lo que estás leyendo nunca se redactó.

Te quiero, pero no sé cómo decirlo. Escribo palabras en una lengua muerta. En un paisaje olvidado. El loco juega conmigo. Yo soy jugado por el loco. ¿Cómo de muerta estás? ¿Ya te has muerto? ¿Qué hay en ese lugar en el que estás ahora? No, no has muerto, pero tampoco estás aquí.

Natalia se dio cuenta de que el corazón de la clepsidra era un libro lleno de ojos. Un libro que le estaba diciendo algo importante en forma de sueño, de revelación abstracta. Y despertó, sólo para descubrir que le habían robado al bebé.

018

—¿Dónde está? ¿¡Dónde está mi pequeño!? —gritó, despertando a Zurek y a Fulgencio. Este último se sobresaltó tanto que casi resbaló por un costado del sofá y estuvo a punto de dar con sus huesos en la alfombra. Había un potente olor a quemado en el aire, una nube negra de humo y ceniza que lamía el cristal de la ventana como si el hotel mismo hubiese estallado en llamas. El sacerdote tosió.

—¿Qué… pasa, qué está pasando? ¿Hay fuego?

Natalia registró la cocina y el salón a toda prisa, el corazón a punto de saltársele del pecho.

—¡El bebé, no está! ¿Alguien lo cogió anoche? ¿Dónde está Blanca?

—¿El bebé…? —preguntó Fulgencio, todavía un poco aturdido. Vio la humareda y se asomó corriendo a la ventana.

—¿Es el hotel? —preguntó Zurek, bostezando.

Antes de que el sacerdote pudiera contestar, Natalia abrió la puerta del baño. Y vio a Blanca tirada en el suelo, medio desnuda, con los ojos abiertos y una expresión de reposada perplejidad en la cara, como si su mente, aún detenida en el tiempo, se siguiese cuestionando cómo demonios había llegado a esa situación. En el borde del inodoro había una mancha roja que casaba a la perfección con la de su frente.

Natalia chilló por el horror de ver a la joven muerta, y enterró su cara entre sus manos. Fulgencio abandonó la ventana y corrió a abrazarla.

—¡Por Dios! ¿Qué ha pasado aquí?

Miró al suelo y vio unas huellas impresas en la sangre. Unos zapatos del cuarenta y cinco. Sólo había una persona que estuviese viva en ese momento y que Natalia conociese que calzara ese número.

—Gael…

—¿Gael? —repitió el sacerdote—. ¿Ha estado aquí? ¿Él ha… ha hecho eso?

Del lavabo surgió un aroma tenue y polvoriento, como un temblor de violetas. Era como una firma, un impulso de aire caliente que barría las estancias a la altura del tobillo. De la misma forma olía el libro rojo.

Natalia respiraba a golpes, a cuchilladas, entre jadeos violentos que exhalaban el aire por su boca para poder inhalarlo de nuevo por la nariz, el mismo fenómeno que los fumadores expertos llamaban «doble bombeo». Sólo que ella no exhalaba humo, sino pena. Y dolor. Y un irrefrenable e irracional sentimiento de furia.

—La mató, y me robó a mi bebé —dijo más para sí misma que para Fulgencio. Y luego repitió, como si de esa manera lo hiciese más real—: Ha secuestrado al niño.

El silencio del horror y la perplejidad subió de volumen hasta que lo llenó todo, amortiguando con su caricia esponjosa los demás sonidos. Mientras Natalia y Fulgencio contemplaban atónitos el cuerpo que yacía en el suelo del lavabo, el doctor Zurek se aproximó a las ventanas. El viento jugaba con los zarcillos de humo y ceniza, raspándolos y enredándolos unos en otros en una especie de alfombra persa sin nudos. El calor era una entidad invisible pero también presente, en tanto que hacía vibrar con un sincopado suave la masa de aire y acariciaba el cristal de la ventana con unos dedos sin uñas. Cuando llegó una ráfaga fuerte apartó por unos instantes el tul de oscuridad y dejó ver a Zurek el origen de todo aquel humo.

No era el hotel lo que ardía.

La plataforma petrolífera, en su lento deambular al son de la marea, había acabado por encallar en el extremo de un largo espigón artificial, hecho de grandes bloques cúbicos de hormigón del tamaño de un ser humano. Estaba inclinada unos veinte grados hacia un costado, aunque sus enormes patas seguían elevándola más de veinte metros por encima de la línea de playa. Largas lenguas de fuego lamían los edificios de la parte superior y, entre esponjosas cortinas de humo, bailaba una grúa sin asidero que prolongaba su mástil más de diez metros sobre el espigón.

Zurek miró hacia abajo, a la calle, y vio al ejército de pellejos moverse con su andar tranquilo hacia el espigón. Parecían haber perdido todo interés en el hotel. Y entre ellos, aunque alejado de la masa principal de gente, corría (destacándose por su velocidad entre tanta chusma lisiada) un hombre vivo con un bebé entre sus brazos.

017

La ISS se había vuelto a quedar a oscuras, y cuando pasaron más de cinco segundos y los generadores de emergencia no se activaron, sus tripulantes supieron que esta vez era para siempre.

—Tenemos que abandonar el barco —gimió Claudio.

—No digas tonterías —dijo el capitán, ciñéndose el casco del traje EVA—. Todas las provisiones están en el módulo LIBERTY. Si nos vamos sin ser en un transbordador, moriremos de hambre en órbita.

—No vendrán a recogernos.

—Por eso debemos acoplar la fuente de potencia del GOD. Eve, por favor —se giró hacia la mujer, que apartaba con el brazo una capa de escarcha que se había condensado sobre el monitor, y que diez minutos antes no estaba—, ponte el casco y deja el cierre abierto. No dependas todavía del suministro interno, pero protégete del impacto directo del aire en la cara. Dentro de poco estará a veinte bajo cero.

—¿Qué hacemos, jefe?

Piotr se asomó a la ventanilla. Sólo se veía media Tierra. La otra mitad estaba oculta por la mole del GOD.

—Supongo que el Canadarm tampoco funciona ahora —gruñó—. Claudio…

—Voy a revisar el generador otra vez, a ver si encuentro algo —asintió el italiano, y se enganchó a un Herbie. Fuera lo que fuese lo que le pasaba a la energía, sólo afectaba al suministro general, pero no a los drones.

—¿Qué vas a hacer tú? —preguntó Eve.

El capitán se ciñó del todo el casco y puso rumbo al anillo de trasbordo. Allí se encontraba la esclusa que les servía para salir al exterior, a los paseos espaciales.

—Si no podemos usar el brazo para asegurar el satélite —transmitió por radio—, habrá que hacerlo in situ.

—¿Cómo? —se asustó la americana—. ¿Vas a salir?

—Tú ya no puedes controlar el satélite desde ahí. El riesgo de que colisione con la estación es altísimo, a menos que lo aseguremos desde dentro. Me introduciré en su panza, buscaré una consola y haré que el GOD se acople a nosotros. —«Siempre que el teclado de su ordenador no esté en japonés», pensó.

Eve no dijo nada. Sabía que el plan de Piotr, por suicida que pareciese, era su única posibilidad de no colisionar, así que se ajustó su propio casco y siguió los pasos del ruso hasta el módulo anexo. Allí, en el anillo de salida, se abrazaron con cuidado a través del armatoste que suponía no sólo el traje de vacío, sino la voluminosa mochila-cohete que Piotr ya se había acoplado al traje.

—Ten cuidado —dijo Eve—. Te abriré desde aquí cuando vuelvas.

—Voy a llevarme un par de drones —informó el capitán—. Por si acaso.

—Oye…

Él sonrió.

—Lo sé. Tendré cuidado.

—No es eso.

Piotr le pasó una mano tierna por el cristal del casco y se alejó de ella. Dos Herbies flotaron con él al interior del anillo y aguardaron instrucciones. Piotr comprobó la mochila-cohete y se dio la vuelta sobre su eje, hasta quedar encarado con la esclusa de salida. Eve cerró manualmente la puerta detrás de él y echó los cierres. Ahora estaba solo.

El ruso sacó una llave de tuerca y abrió lentamente la esclusa exterior. Un chorro de luz muy potente se filtró por debajo de la plancha de metal a medida que se iba elevando, hasta que ya no hubo nada entre él y el espacio.

Piotr contuvo el aliento.

Dio un paso y estuvo fuera. Un simple paso, y ya no estaba tocando nada familiar, nada a lo que agarrarse si algo fallaba. Nada que sirviera de anclaje a su cordura, a su noción de ser vivo circunscrito a una membrana llena de mucosas englobada a su vez en un traje espacial. A la sensación de ser una mota de polvo en mitad de una inmensidad inabarcable para sus sentidos. «No mires abajo», le habían aconsejado cuando dio su primer paseo, pero «abajo» era un eufemismo. Un juego mental de malabares y, también, una decisión arbitraria del insecto en el traje espacial. Aquel inmenso planeta azul no estaba abajo, ni arriba, con respecto a él. Era el objeto más lejano y colosal que sus ojos podían percibir, y junto a él, una brizna de hierba en comparación a toda la selva del Amazonas, estaba el satélite.

Piotr apuntó el brazo de la mochila-cohete hacia él y apretó el botón. Sintió un empujón en la espalda y empezó a desplazarse sin fricción alguna hacia la base del ingenio. Era una sensación muy rara, como saberse cayendo sin control pero en horizontal, no en vertical.

—Estoy aproximándome —radió—. Me faltan unos veinte metros, no, quince, para tocar el casco. Está cubierto por una especie de polvillo gris.

—Detrito meteorítico —respondió Eve—. En todo el tiempo que lleva en órbita, ese trasto ha debido de imantarse y atraer toda partícula metálica, bien de asteroides o bien de basura espacial, que pasaba por su lado.

—Acabo de tocarlo —informó Piotr, apoyando una mano en la chapa metálica del satélite. Sus dedos dejaron un rastro de pequeñas carreteras en la pátina gris que lo cubría como un maquillaje celestial—. Los Herbies siguen flotando a mi alrededor, así que por ahora todo va bien. Veo una abertura.

Pasaron unos segundos. Eve seguía controlando sus evoluciones desde la ventanilla de observación, y contuvo el aliento cuando su capitán desapareció en el interior del ingenio por su abertura inferior, una especie de boca de pulpo que se abría en el extremo de su perfil de calentador de agua gigante.

—No os vais a creer esto… —murmuró el ruso. La respuesta de la estación le llegó entrecortada, con interferencias:

—¿N… va… qué…?

Pulsó ligerísimamente el botón de la mochila y ganó un par de metros por segundo de velocidad hacia las entrañas del aparato. No, no se lo iban a creer. Y si Piotr mismo no fuera la persona que estuviera allí, viendo lo que ocultaba aquella reliquia, él tampoco le habría dado mucho crédito.

016

Pere estaba contento con su nuevo amigo. Y no, no se refería al tanque Leopardo que había robado del cuartel del ejército. Se refería al único militar vivo que había hallado en la base, después de colarse ante las mismísimas cámaras de seguridad con todo su rostro y por la puerta principal.

Aquellos hechos habían sucedido horas atrás, cuando la luna todavía estaba alta en el cielo, pero para su percepción el tiempo había transcurrido con la velocidad de un coche de carreras, y lo recordaba todo a base de viñetas de cómic, grandes y espaciadas, cada una con mucha información para el ojo, mucho dibujo y apenas unas líneas aclaratorias de texto.

La primera viñeta mostraba a Pere bordeando con cuidado el cuartel, buscando cualquier signo de vida. Que no quedaran vigilantes no significaba que no hubiese peligro. Puede que aquellos barracones estuviesen abarrotados de pellejos con uniforme caqui y fusiles ametralladores, hombres y mujeres que no tuvieron tiempo de volver con sus familias antes de sufrir el ataque de los zombis o de patéticos grupos terroristas que ya no le importaban un carajo a nadie y que veían el caos como una forma de hacer su agosto.

Pere entró por la puerta principal, saludó a las cámaras con aire divertido por si todavía quedaba alguien mirando, y fue directo a los hangares. Donde estaban aparcados los vehículos. La segunda viñeta mostraba a Pere entrando por el que contenía al Leopardo, aún cubierto por la tela de camuflaje, y haciendo un descubrimiento sorprendente: había alguien vivo apoyado contra las orugas del tanque. Sabía que no estaba muerto porque los pellejos no se cagaban en todo a voz en grito y maldecían a Mahoma y al barbero que le diseñó la barba mientras trataban de sacarse una vara de hierro que les había atravesado el costado.

Pere socorrió a aquel joven (un chico de peinado reglamentario y mentón lleno de ángulos, como cortado a buril, y que no podía levantar más de diecinueve años del suelo). Se llamaba Antonio, y era un valenciano del pueblo de Gata de Gorgos, enlazado con el cuartel por la comarcal quince. Ésa fue la confirmación para Pere de que ya no estaba en la comunidad de Madrid, aunque tampoco le asombró demasiado. Su mente racional ya hacía tiempo que había preferido colocarse en modo de espera y recarga; después de asomarse hacia el túnel por el que él mismo había abandonado el metro y ver sólo una habitación cerrada, su sentido de la incredulidad se había ido a tomarse unos carajillos de absenta con coca-cola con el de la coherencia. ¿Que estaban en Valencia, en la costa del Mediterráneo? Bien, pues a gusto con eso. Lo único que le importaba era registrar los arsenales y coger las armas más gordas y que más caña dieran, para darles su merecido a esos malditos despojos humanos que andaban sueltos por ahí. Viva Ridliescot, coño.

Antonio había resultado herido durante la defensa del cuartel. Como Pere sospechaba, las fuerzas armadas habían salido para proteger a la población, llevándose la mayoría de los helicópteros y los carros de combate, dejando atrás los cuarteles con el personal mínimo para su defensa y mantenimiento. Ese personal había resultado insuficiente, empero, cuando los pellejos rasparon sus narices contra la verja de metal y traspasaron por pura fuerza de su número el perímetro electrificado. Hubo un cortocircuito y la corriente se esfumó. Después de eso hubo una lucha, los fusiles escupieron fuego y las granadas interpretaron su capela particular para percusión y metralla. Pero todo resultó inútil. Eso había ocurrido menos de tres horas antes. Antonio se había escondido debajo del tanque (él era mecánico, y en el momento del ataque estaba poniéndolo a punto) y había resultado ileso. La mala suerte quiso que se hiriera de la manera más estúpida concebible, tropezando con una cubeta cuando las hostilidades habían terminado y clavándose él mismo la vara que usaba para recoger la lona de camuflaje.

Desde entonces llevaba sentado con la espalda apoyada en el tanque y preguntándose dos cosas: la primera, si habría quedado alguno de sus compañeros con vida para ayudarle, y la segunda, por qué demonios la pata de conejo que le había regalado su madre había decidido expirar su garantía aquella misma tarde.

Pere le ayudó, extrayéndole el metal y vendándole la herida, todo ello sin olvidar ni por un segundo sus propios dolores internos. Y luego, cuando ambos hubieron reposado sin hacer absolutamente nada durante una hora, cuando se les empezaba a dormir absolutamente todo de cerebro para abajo, se sentaron dentro del Leopardo y arrancaron el motor.

En aquel momento se les planteó una duda, una cuestión realmente decisiva: ¿ir en dirección al campo o a la ciudad más cercana? Tenían un vehículo que ningún pellejo podría violentar, un castillo móvil lleno de fuel y armamento. Si ponían rumbo al campo, podrían buscar un pueblecito pequeño, muy alejado de las grandes ciudades, donde tal vez hubiese sobrevivido alguien. Y en el caso de que no, habría menos cantidad de enemigos a freír con el lanzallamas. Pero por otro lado, en las ciudades había más recursos, y gasolina, y puestos de la Guardia Civil y del ejército de donde poder requisar más munición y aparatos sofisticados, como radares o antenas de conexión vía satélite. Puede que en otros países no hubiese plaga de pellejos (aunque si la teoría de Fulgencio sobre el Apocalipsis era cierta, Pere dudaba de que así fuera), o encontraran grupos militares aislados, como las tripulaciones de los portaaviones o los submarinos, que pudiesen venir a recogerlos.

Una decisión compleja.

Al final optaron por acercarse a la ciudad más próxima. En el panorama actual, según le reveló Antonio (que medio deliraba por la pérdida de sangre en el asiento del artillero, mientras Pere conducía; tenía que encontrar un hospital o un centro de salud cuanto antes, se dijo, o acabaría perdiendo al chico), la ciudad en cuestión era un antiguo paraíso turístico llamado Gandia. Pere apretó el acelerador, atravesó la verja de la base y cogió la carretera principal. Había algunos vehículos abandonados cruzados en mitad de la calzada, pero salieron volando ante sus embestidas de rinoceronte como si estuvieran hechos de cartón. No pudo evitar que una sonrisa maligna aflorase a sus labios a medida que movía palancas y el aparato respondía como un bebé a sus deseos. El Leopardo era un tanque de alta tecnología, que podía correr lo mismo que un Ferrari y hacer derrapes a ciento cuarenta sin que se le fuera lo más mínimo el centro de gravedad. Era como conducir el coche de Fernando Alonso pero llevando un blindaje de quince centímetros y un pedazo de cañón del Averno asomando por la proa. A ver qué gallito se atrevía a adelantarle.

Una vez, alguien le dijo que los hombres que se sentaban en aquellos trastos y sentían cómo aumentaba su masculinidad y sus ganas de romperlo todo eran como niñatos simplones con un cheque en blanco de Papá Noel. En el fondo era cierto. ¡Pero cómo se sentía él de simplón en aquel momento, rediós!

El tanque pasó a ciento veinte por hora junto a un cartel que rezaba:

GANDIA, EL MAR Y NOSOTROS ¡BIENVENIDO!

Al que casi tumbó con la presión del aire de su estela. Una luz difusa que venía de arriba lo iluminó de rojo. El más extraño crepúsculo que Pere hubiera visto en su vida dio paso a una tormenta espectacular, de ésas que lo obligan a uno a salir en bata y zapatillas a la terraza en plena noche, con la lluvia y los resfriados clavándose con ahínco a su alrededor, para sentirse vivo rodeado de relámpagos y de más carga eléctrica que un concierto de Jean-Michel Jarre. Graves truenos barrían los campos en todas direcciones. Gandia era una silueta de papel rizado, negra como el luto, que alzaba sus colmillos como una vieja leona frente a la tensa línea del mar. Y la carretera se afilaba en dirección a ella como el estilete de un cirujano, dispuesta a hacerle una autopsia a sus secretos. Pere no era muy amigo de buscar simbologías cabalísticas en el paisaje o en los fenómenos meteorológicos (eso de que «Zeus apuñala el cielo con sus relámpagos» era muy poético, pero había quedado muy atrás), mas la visión de aquella violenta tormenta le causaba espanto. Era un miedo atávico, irracional, que no tenía nada que ver ni con la lluvia ni con el viento, sino con la memoria ancestral de sus antepasados. Una nube amenazadora se elevaba sobre las demás como el gnomon de un colosal reloj levógiro, proyectando una sombra de luz de luna sobre el colchón de electricidad estática de los nimbos. Si Zeus estuviese por los alrededores, vigilando con su ojo medio tuerto de viejo cabrón, sería allí donde habría plantado el trono.

—¿Dónde serviste? —le preguntó Antonio, más para desviar la atención del tremendo dolor de su herida que por verdadero interés.

—¿A qué te refieres? —Blom, otro obstáculo en la carretera que volaba por los aires. Un Ford Fiesta.

—¿En qué unidad? ¿En infantería o en algún otro cuerpo?

Pere sonrió. Ésa era una pregunta muy común entre la gente que acababa de conocerle. Y más todavía entre los que visitaban su casa y veían todos aquellos pósters de héroes del cine de acción de los ochenta colgados de las paredes (sobre todo su favorito, Chuck Norris en una olvidada peli de ciencia ficción llamada Código de silencio), y las pilas de revistas Mercenario 5 en los rincones, esperando ser encuadernadas.

—Nunca he sido militar —confesó—. Ni siquiera hice la mili en mi juventud, cuando todavía existía el servicio obligatorio. Pedí excedencia por objeción de conciencia.

Antonio lo miró, desconcertado. El puesto del artillero estaba situado unos centímetros por encima del asiento del conductor, y podía verle la nuca cubierta de sudor. Hacía calor dentro del tanque.

—¿Qué estás diciendo, que fuiste objetor?

Pere torció el gesto. Le fastidiaba recordar esa parte de su vida.

—En una fábrica de pañales para adultos. Yo los doblaba y los metía en unas bolsitas muy pulcras, en algún punto entre el principio de la cadena y el «oiga, póngase esto cuando se tome el laxante». —Hizo girar la muñeca sobre el volante—. Acabé con tendinitis, macho, te lo aseguro. Menudo trabajo de mierda.

—¿Pero entonces… cómo sabes tanto de…?

—Me gustan las armas, eso es todo. Llevo desde los catorce años suscrito a revistas especializadas y yendo a campos de tiro, a practicar. Empecé con los calibres veinte y fui subiendo poco a poco. El cuchillo de supervivencia me lo compré en una tienda de deportes.

La cara de Antonio era un poema. Pere rió ante lo perpleja que esa información siempre dejaba a la gente.

—En realidad, antes de que todo empezara, yo era dueño de una tienda especializada, en Madrid. Con eso me ganaba la vida.

—¿Especializada en qué?

—Cómics, rol, figuritas… esas cosas. Una tienda de género, Gilgamesh. Se gana mucho dinero a costa del frikismo, te lo aseguro.

—Vendías cómics…

—Sí. Americano, europeo, japonés, checoslovaco, lo que demandara el cliente. Y juegos de cartas coleccionables. No veas cómo se les saca la pasta a los jovencitos con eso.

Hubo un largo silencio. Luego Antonio barruntó:

—Me suena eso de Gilgamesh. ¿Salía en una película?

—Es un héroe despótico de la mitología sumeria, un tipo que buscaba el árbol de la eterna juventud. Huelga decir que no lo encontró, u hoy en día seguiría gobernando en Irak y habría tenido mucho que decir en la Guerra del Golfo. —Blom. Una Mitsubishi.

—Ah… —fue la valoración de Antonio.

Pere se recostó en el asiento. Ya era de noche, y los potentes faros del vehículo proyectaban dos lagos de oro sobre la calzada que corrían a la misma velocidad que ellos, siempre por delante. Curiosamente, recordó, una figurita articulada de Gilgamesh era lo último que había vendido en la tienda antes del desastre. En aquellos tiempos tan lejanos (subjetivamente) se había hastiado de la vida tan cómoda que llevaba, con todo eso de atender a los muchachos que entraban en la tienda, colarles el merchandising del último manga de moda, importar novelas en inglés de una franquicia u otra… Aburrido, aburrido y aburrido. Estaba harto de pasarse horas detrás del mostrador discutiendo temas tan profundos como el nivel de superguerrero de Son Goku o por qué habían dejado de publicarse los suplementos para el juego de rol de Caponata. Necesitaba emociones más fuertes, y para su desgracia las

015

obtuvo, de la forma más inesperada y cruel que pudiera haber imaginado.

Todo comenzó con una chica, una otaku de ésas que frecuentaban la sección de anime de la tienda. A Pere le encantaban las nuevas generaciones de féminas frikis (algo desconocido cuando él era joven), que estaban tan enganchadas al mundo de la fantasía japonesa como sus homónimos masculinos, si no más. Las veía llegar con las botas de colores, las camisetas estampadas con dibujos de ojos grandes y las pulseras de fantasía, y jugaba a intentar reconocer a qué personaje de manga estaban imitando, tanto en la moda como en la forma de hablar y de moverse. Ese mesmerismo tenía un nombre, pero ahora no recordaba cuál era. Uno dejaba de ser como uno mismo durante un tiempo para parecerse a su personaje favorito, y los demás lo trataban en consecuencia. Qué juego más delicioso. Como un Walden Pond pero sin misántropos a lo Thoreau.

La chica en cuestión se llamaba Raquel. Su nick en la página web de la tienda era Sayaka/1994. Era una quinceañera preciosa —con una cresta violeta que inmediatamente la retrotraía a la era punk—, que se había comprado unas lentillas del mismo color que su pelo, y siempre entraba en la tienda con una sonrisa radiante y unos ojos extraterrestres. Raquel era muy espabilada para su edad; podía conversar de manera fluida sobre temas de actualidad, además de las andanzas de sus personajes de cómic (había muchos otros a los que no se los podía sacar de ciertos círculos redundantes y monotemáticos o se ofuscaban), y tenía los clásicos problemas en el instituto con un grupo de niñas fashion horteras que se hacían llamar «el cuarteto de la muerte», o algo así. A Pere le caía muy bien Raquel. No estaba interesado en ella más allá de su condición de amiga, pero la quería casi como a una hija, y en más de una ocasión le había pedido que le avisara si alguien la molestaba, para él hacerse cargo del asunto. No es que fuera a mandar a unas chiquillas de instituto al hospital con su porra de autodefensa (recién comprada en Armasport), por supuesto, pero una charla con ellas vestido con su uniforme antidisturbios las acojonaría lo suficiente como para que dejasen a Raquel vivir su vida como ella quisiera.

Pere estaba etiquetando una nueva remesa de libros para la sección de novela cuando Raquel entró en la tienda, con lágrimas brotando de sus ojos marcianos.

—¿Qué te ocurre, cariño? —preguntó, saltando atléticamente por encima del mostrador y abrazándola. Un par de grupitos de chicos que revoloteaban por la tienda mirando precios se volvieron hacia ellos—. ¿Te han vuelto a molestar esas niñatas del insti?

Raquel se enjuagó las lágrimas con un kleenex.

—Ha muerto —sollozó, entre hipo y jadeos—. La han matado, Pere.

—¿Quién? —se preocupó él—. ¿Quién ha muerto?

La joven se sentó en la silla que Pere tenía junto a la mesa de los dioramas. Pere cogió un taburete y se colocó frente a ella.

Raquel tardó un poco en contestar.

—Susana. —Más hipo—. Susana Mateo. La mataron anoche, ¡anoche mismo, en el instituto!

Pere dejó caer el mentón unos centímetros. Conocía a Susana, era otra de las otakus habituales de la página de la tienda. Se hacía llamar Sailor Júpiter. Cursaba tercero de la ESO en horario nocturno, porque durante el día ayudaba a su madre en la tienda de golosinas.

La sujetó por los hombros, mirándola muy seriamente. Varios de los libros que estaban por etiquetar cayeron al suelo, entre ellos una edición en tapa dura de Las islas del infierno, de uno de sus autores favoritos, A. Thorkent.

—¿Quién te lo ha dicho? ¿Has hablado con la policía?

Por toda respuesta, Raquel sacó su móvil del bolso. Activó la función de vídeo y le enseñó unas imágenes que tenían el sello inconfundible de YouTube en una esquina. Mostraban un sótano oscuro, unos pasillos y a unas personas que corrían por ellos. En un momento dado, la cámara enfocó a una habitación donde había un hombre, de pie, con un muchacho en cuclillas. Pere torció el gesto, pensando que sería alguno de esos vídeos pederastas que tanto se prodigaban por la Red, pero se asustó al ver que lo que el joven le estaba haciendo al adulto no era una felación, sino un acto de canibalismo. Le estaba arrancando sus partes a mordiscos.

La cámara se apartó de esa escena y apuntó a la cara de su portadora; era Susana, no había duda. Dijo llorando algo así como «lo siento, mamá», y el vídeo concluyó.

Pere miró a Raquel, horrorizado. Ella volvió a guardar el móvil.

—Encontraron su cadáver doblado de cualquier manera en un trastero —siguió explicando la joven—. ¿Qué clase de monstruo pudo hacer esto, Pere? ¿Y qué chiflado tuvo valor para subir el vídeo a Internet? ¿Es que nos hemos vuelto todos locos?

La abrazó para que se descargase sobre su hombro. La joven se vino abajo y dejó salir un torrente de lágrimas, mientras él le daba suaves palmaditas en la espalda. No sabía qué decir que no resultara una memez, un eslogan del típico barman que en realidad no sabía de qué pata cojeaba su cliente. Odiaba la moda que imperaba en la Red de que todo dios subiera sus vídeos estúpidos para compartirlos con mil millones de estúpidos más. Esa fiebre del broadcasting, del hypercasting, del compartir las experiencias más absurdas con desconocidos porque si no en el mundo real parece que no existes, lo sacaba de quicio. Y en una época donde había trescientos mil millones de cámaras a disposición de la especie humana, cada vez era más necesario grabarlo todo, subirlo todo, descargarlo todo, verlo todo, deglutirlo todo y no pensar en nada.

Un ruido mecánico y martilleante llegó desde fuera de la tienda. Era un motor muy potente, acompañado por orugas pesadas y un desfile rítmico de botas. El suelo vibró con esa música tectónica, y las figuritas de plomo bailaron en los estantes. Pere dejó un momento sola a Raquel, apoyada gimoteando en el diorama (una escena de marines espaciales acercándose con reverencia a un monolito negro mientras uno de ellos arrojaba un rifle de plasma al aire), y salió a la calle. No tuvo que asomar mucho la cabeza para darse cuenta de lo que pasaba: un vehículo blindado dobló la esquina, subiéndose a la acera, y pasó justo por delante de la tienda. Lo siguieron varios camiones de suministros y un jeep. Detrás venían los soldados, formados en un rectángulo perfecto, moviéndose a paso ligero por mitad de la Castellana. La gente los veía pasar con miedo, pues no era normal que el ejército tomara las calles de esa manera, interrumpiendo el tráfico y armando un escándalo terrible. Al menos, no lo era desde los tiempos de Franco. Pere cerró la puerta de cristal de la tienda y se asomó a la acera, a ver si se veía algo más.

Una mano lo tocó en el hombro.

—¿Qué está ocurriendo? —preguntó Raquel. Era raro ver lágrimas en torno a sus pupilas violetas.

—No tengo ni idea. Pero será mejor que…

Se escuchó una explosión lejana. La gente señaló al cielo y se oyeron voces de alarma. Más de uno gritó «¡ataque terrorista!», mientras que otros sencillamente echaban a correr. El perfecto paralelogramo que formaban los soldados se descompuso en un enjambre de botas altas y fusiles cargados. El blindado frenó en seco y su portezuela trasera se cerró. Los camiones buscaron cobertura junto a los edificios, y pusieron en serio peligro a los peatones cuando subieron de golpe sus grandes moles a las aceras.

Pere elevó la vista y sintió cómo se le encogía el corazón. Pasando por encima de la Castellana, desde el edificio de la Biblioteca Nacional y moviéndose hacia el Palacio de las Cortes, cruzó una gran sombra negra acompañada por un fuerte rugido. La sombra era tan ancha como la avenida y rematada por dos amplias alas que surgían de sus costados, como una inmensa ave prehistórica que sobrevolase la ciudad en busca de presas.

Pere se echó al suelo, cubriéndose por acto reflejo la cabeza, cuando el enorme Airbus 310 pasó por encima de los edificios a menos de veinte metros de sus azoteas, e inclinado tanto hacia estribor que el ala derecha cortaba el cielo como un cuchillo y apuntaba hacia el suelo con el borde de ataque. Los militares corrieron igual de asustados que los civiles, metiéndose algunos incluso debajo de los coches aparcados. Apenas dos segundos más tarde, el ala del Airbus tocó el suelo y se deshizo en fragmentos mientras seccionaba un tajo de cien metros de largo en la avenida, partiendo en dos el asfalto, los túneles que había debajo, árboles, diez turismos, cuatro autobuses, dos vallas publicitarias y un edificio de cinco pisos. El resto del avión se incrustó en la masa ciega, sin ventanas, de un gran centro comercial, explotando con una nube de humo y de fuego que reventó los cristales de media ciudad.

Pere no vio estrellarse al avión, porque le tapaban la vista varios edificios, pero sí que vio llegar la onda expansiva de la colisión. Era como un viento muy veloz y silencioso que azotara con su plumero las fachadas y levantase una nubecilla de partículas plateadas que refractaban la luz.

Con la siguiente bocanada de aire inhaló también miedo. Los cristales de su negocio no se habían roto porque, al no tener cancela de hierro (eso volvía más inaccesible el escaparate para el cliente potencial) los había instalado de seguridad. Pero incluso así se habían astillado, y grandes venas de fractura los recorrían a lo largo como relámpagos estáticos en un cielo de cristal.

Pere entró y cerró la puerta de la tienda. Por fuera la gente seguía huyendo despavorida, aunque no sin un rumbo fijo como antes, sino con un objetivo muy básico y comprensible en la mente: alejarse lo máximo posible del lugar donde había caído el aparato. Sirenas de ambulancias y coches de bomberos y el claxon de un millar de utilitarios contrapunteaban el griterío dotándolo de cierta sonoridad sinfónica.

Pere se ocultó tras una de las mesas centrales de exposición y permaneció allí, abrazado a Raquel, esperando a que las cosas se calmasen. Uno de los chicos que había estado mirando artículos al fondo de la tienda se acercó, gateando, y le preguntó:

—¿Van a venir a rescatarnos?

—No creo que aquí estemos en peligro. Pero cuando se disipe un poco el humo, deberíais iros a casa. Vuestros padres estarán preocupados.

—Bueno —sonrió el adolescente, mientras palpaba los juegos de mesa que se amontonaban sobre el expositor—. Al menos tenemos provisiones para resistir mucho tiempo.

Pere lo miró, y soltó una

014

sincera y profunda carcajada. Tan fuerte y espontánea que sobresaltó a Antonio.

—¿De qué te ríes? —preguntó el militar.

—De nada. Me estaba acordando de una anécdota. —Se frotó los ojos—. Cosas de mis clientes.

—Cuidado ahí delante.

Pere se puso serio. Miró a través de la escueta saetera que tenía por parabrisas y vio la barrera de vehículos. Ya no eran coches abandonados aquí y allá que se podía esquivar o embestir sin problemas, sino un verdadero amasijo de metal de un kilómetro de largo que colapsaba la carretera de entrada a la ciudad.

—Esto vamos a tener que rodearlo —dijo Pere, y giró el volante. El tanque se salió del asfalto y atravesó los jardines de los chalets de la periferia, derribando sus muros. Redujo la marcha a veinte por hora, pues las piscinas eran en ese momento trampas mortales, y no quería verse con medio tanque hundido junto a un castillo de goma inflable.

A pesar de todo el estrépito que había en el exterior (a nadie le pasaba un blindado de veinte toneladas por el jardín sin que se enterase, a menos que fuese sordo), ninguna luz eléctrica o de velas se encendió en los chalets. Ninguna puerta se abrió ni nadie salió a protestar o a pedir auxilio.

—Esto está muerto —murmuró Antonio.

—Preferiría que no usases esa palabra.

—¡Ahí veo a alguien!

—¿Dónde? —Pere pisó el freno. Antonio acercó el zoom de la pantalla que tenía para ver y apuntar al mundo exterior y enfocó a una ventana. En efecto, en el segundo piso de una de las casas había personas. Eran tres, un hombre, una mujer y un niño, que desde una ventana les hacían señas lentas, apáticas, como si llevaran días así y no les hubiesen dejado descansar. Había algo en sus siluetas que incomodó hasta el extremo a Pere.

—¡Vamos, tenemos que sacarlos de ahí!

—Espera —lo detuvo cuando se disponía a abrir la compuerta—. Antes pasa a infrarrojos.

—¿Infra… por qué? ¡Son supervivientes!

—Hazme caso, por favor. Quiero ver bien esto.

Antonio pulsó un botón, de mala gana, y la imagen se tiñó de azules, púrpuras y negros. La familia seguía estando en el punto central del enfoque, pero de ellos no se irradiaba ni un miserable blanco (el color que indica la alta temperatura en los infrarrojos). Ni una pizca de calor salía de aquellos cuerpos, fríos como el hielo.

—Dios mío… —se angustió Antonio.

—Lo suponía. Vámonos de aquí.

Volvió a pisar el acelerador, pero su compañero no permaneció quieto. Presionó ligeramente con un dedo el joystick del artillero y la torreta entera se movió, girando sobre su eje. El ruido de amortiguadores engrasados y de cojinetes llenó la carlinga. Mientras Pere avanzaba con el tanque, el cañón se incrustó en la casa y cortó los tabiques como un cuchillo, haciendo polvo las columnas y el artesonado. El techo se derrumbó sobre la familia de pellejos, que ya no siguió saludando nunca más.

Antonio volvió a apuntar hacia el frente, y siguió un incómodo silencio.

Pronto se acabaron los chalets, y con ellos los jardines que poder atravesar para sortear el atasco. A partir de ese momento, sólo edificios de apartamentos de entre cinco y diez pisos jalonaban la avenida. Antonio elevó la silla del artillero y sacó medio torso por fuera del blindado, apoyándose en la ametralladora coaxial. Se sentía más seguro con ese gatillo cerca del dedo.

—¿Qué ves? —preguntó el conductor.

—La calle está abarrotada. ¿Es que esta gente no tuvo oportunidad de huir, por el amor de…? Un… un momento. Espera… —Elevó los prismáticos.

—¿Qué ocurre?

—Por la derecha, ¡rápido! Hay un pasillo que llega hasta la avenida marítima.

Pere torció de inmediato el volante, y giró el vehículo sin hacerlo avanzar ni un solo metro mediante el juego de orugas. La senda más o menos despejada que había visto Antonio apareció ante él, con sólo un par de coches pequeños asomando sus morros y un par de farolas que no les costaría derribar. Más allá estaba la negrura absoluta del mar, iluminada cada vez con más frecuencia por los potentes relámpagos.

El mar. Aún no podía creerlo.

—¿Sabes si es cierta la leyenda urbana esa de que los tanques atraen los rayos debido al metal que llevan?

Antonio rió.

—La he oído, es famosa en Artillería. Pero tranquilo, es sólo una leyenda.

—¿Estás seguro? ¿Al cien por cien?

Antonio permaneció unos segundos callado, mirando a las nubes, y luego se metió dentro y cerró la compuerta.

—Por si acaso —concluyó. Luego se llevó la mano a la herida del costado. Estaba volviendo a sangrar—. Oh, oh. Esto tiene mala pinta, tío.

Pere le examinó el vendaje. En efecto, era uno de esos «oh, oh» con los que no deseaba toparse en una noche de tormenta.

—Tranquilo, en la calle principal siempre hay algún centro de salud o alguna farmacia. La encontraremos.

En cuanto alcanzaron la avenida, Pere vio algo que lo dejó clavado al asiento: cientos, miles de pellejos atestándola, y algo enorme y sostenido por cuatro titánicas patas que ardía encallado en el malecón.

—Agárrate, porque vamos a hacer pulpa de pellejo. —Afiló los ojos y metió la primera marcha. El tanque avanzó hasta los pellejos, que se volvieron lentamente y alzaron sus manos hacia él, como queriendo abrazarlo, besar su metal y el cañón y cada uno de sus intersticios.

Lamentablemente para ellos, las orugas llegaron primero.

013

Los rayos caían como artillería pesada en el cielo. El antiguo paseo turístico, en tiempos repleto de vida, de gente joven que disfrutaba bajando a los sótanos mal iluminados del Estado de Derecho y de jubilados que se amparaban en tal Estado para que los jóvenes no les pasaran por encima…, en tiempos festoneado por tiendas alumbradas con mercaderías navideñas que rutilaban como el oro y de baratijas de Tous vendidas a precio de joyas… ese mismo paseo, como digo, parecía una Pompeya moderna sobre la que empezaba a llover escoria incandescente. Una nube roja ocultaba el cielo, y aunque ya había amanecido, el fulgor de los incendios era más poderoso que el del tímido astro rey. Parte del petróleo almacenado en la plataforma no había ardido en los tanques, sino que al estar éstos agujereados, fluía sin control hacia el mar en largas cascadas y formaba un piélago de llamas que ardía, milagrosamente, sobre las mismísimas olas.

Fulgencio, Natalia y Zurek bajaron a toda prisa por las escaleras del hotel y salieron a la calle. Era una situación absurda: los pellejos pululaban por todas partes. Las explosiones de la plataforma petrolífera sacudían el cielo y el mar, lanzando pedazos enormes de tuberías y torres de prospección al agua. Los tres supervivientes se plantaron en medio de la calle, como si nada de eso les importara, y buscaron con la vista a una única persona. Gael. El ladrón de niños. El tipo que daba miedo con su mirada de pervertido sexual y por la forma como abrazaba el libro rojo, tan protector que parecía que en cualquier momento iba a sisear «mi tesssssoroooo» como el bicho aquel de la novela de Tolkien.

Fulgencio vio cómo se les acercaban unos cuantos pellejos y regresó a toda prisa a la recepción del hotel. Sus ojos se pasearon nerviosos por el mostrador y sus cercanías, buscando cualquier cosa que pudiese servir como arma, hasta que localizó el mismo palo alargado y acabado en un gancho que Zurek había usado para refutar su teoría sobre el mapa.

Lo cogió, sintiéndose como un antiguo soldado romano (los de los tiempos posteriores a Constantino, claro, los que ya eran cristianos), lanza en ristre, dispuesto a atravesar el corazón de los infieles. Volvió a salir a la calle. Zurek y Natalia seguían inmóviles, oteando con desesperación en la distancia en busca de Gael, y un par de pellejos se les acercaban por la derecha, hambrientos de carne humana. El sacerdote gritó:

—¡Dios, te devuelvo otro, cierra las puertas! ¡Cierra las puertas!

… Y cargó como un caballero medieval con sobrepeso y sin armadura contra los pellejos. Uno se encaró con él, un hombre obeso con la garganta degollada como una segunda boca roja. El padre Fulgencio descargó el arma sobre su abultada panza, abriéndola en canal con el garfio. A pesar de que estaba protegido por suculentas capas de grasa (ahora en descomposición y llenas de poros como plástico quemado), el estómago sufrió un corte que lo partió en dos mitades y dejó caer una masa dura como una piedra, un bolo alimenticio que se partió en trocitos al golpear el suelo. El pellejo no sintió ningún tipo de dolor, y agarró al sacerdote por los brazos para intentar atraerlo hacia su boca, acostándolo sobre su propia barriga rajada. Lo habría conseguido de no ser porque Zurek acudió en ayuda de su compañero, sujetó la cabeza del gordo desde atrás y tiró con todas sus fuerzas. Fulgencio alzó de nuevo el garfio y lo clavó en los ojos del pellejo, introduciendo el metal curvo por el ojo derecho y sacándolo por el izquierdo, y tirando a continuación hacia fuera. Los globos oculares, así como el puente de la nariz y media cara, salieron disparados como pedacitos de argamasa del zombi, que siguió pataleando en el suelo con el rostro convertido en un cuenco rojo.

Mientras tanto, ajena por completo a la masacre que se estaba produciendo a sus espaldas, Natalia seguía oteando. Su cuerpo era un nudo de puro nervio. Tenía el cuello tan estirado que en cualquier momento se le desencajarían las vértebras. Al principio le resultó imposible distinguir otra cosa que no fueran muertos andantes y humo, e incluso pudo ver un enorme camión cisterna, de ésos que abastecían a las gasolineras, bloqueando lateralmente la carretera. Un cartel amarillo y verde proclama REPSOL en un costado, junto al llamativo dibujo de un transbordador espacial. Su conductor había frenado en seco, semanas o meses atrás, empotrándose sobre varios turismos y dejando el gigantesco contenedor cilíndrico del combustible justo en medio de la vía. Natalia consideró prudente no avanzar en esa dirección, con todas las ascuas que llovían del cielo. Al final su esfuerzo valió la pena, pues por fin pudo localizar a Gael. O al menos a una sombra que ella creía que era su marido, por el bulto que llevaba en los brazos.

Echó a correr hacia él gritando su nombre. Otros pellejos volvieron sus cabezas (uno la tenía colgando sólo de los tendones del cuello, y la meneaba como un badajo a medida que caminaba), y extendieron sus manos hacia ella, las uñas buscando sangre. Gael avanzaba entre las hogueras, pasando de un charco de luz al siguiente mientras su sombra corría altísima, a mayor velocidad que él, por las fachadas del hotel, una tienda de telefonía móvil y un concesionario de la Opel. Tenía los ojos enrojecidos fijos en lo que tenía delante, el final de la playa de arena y el comienzo del espigón. Este partía el litoral en dos partes, dos playas distintas. En una había sombrillas y tumbonas, y en la otra estaban los barcos a medio construir. El libro, que sostenía con extremo cuidado en su regazo (mientras sujetaba de cualquier manera al bebé con la otra mano) tenía todos sus ojos abiertos girados hacia esos barcos. Cuatro ojos ya, y los cuatro miraban fijamente esa otra playa a la que rodeaba un mar de fuego. Tenía que dirigirse hacia allí, aunque los pellejos formaban una muralla infranqueable. La única forma de librarse de ellos era trepar por el propio espigón y sortearlo de bloque en bloque.

En un momento determinado creyó oír su propio nombre, aunque al principio le pareció una alucinación. Pero cuando se volvió, pudo ver cómo su mujer sorteaba corriendo a los grupos de pellejos y se lanzaba sobre él como una arpía furiosa.

Natalia se plantó a pocos metros de su marido, jadeando. El resplandor del fuego puso oro en su pelo y ascuas en sus pupilas. Tanto ella como su marido estaban subidos a los bloques de hormigón, entre los pellejos y los barcos bíblicos. Detrás de Gael vio la silueta de la plataforma, toda ella ángulos negros contra el resplandor de las llamas.

012

Pere hizo avanzar el tanque hasta que las orugas patinaron sobre los cuerpos triturados de los pellejos. Veinte toneladas no eran moco de pavo, y menos cuando se deslizaban sobre lo más parecido que había en la Tierra a una prensa móvil. El camino por donde había pasado el blindado podía distinguirse a la perfección entre la masa de pellejos, pues era como un pasillo de carne apisonada, un tajo hecho en el trigal por la guadaña de un segador gigante.

—Joder, esto parece los putos carnavales de Tenerife, pero sin música —rezongó.

Pere llegó hasta el malecón y vio algo que se movía entre los zombis con gestos muy impropios de ellos. No, no un algo, sino un alguien. Una persona que, subida a un árbol, le hacía señas de socorro de manera desesperada.

—O me estoy volviendo loco, o juro que conozco a ese hombre —se asombró Pere. Situó el tanque paralelo a la acera y avanzó, triturando docenas de pellejos, hasta que llegó hasta el árbol en cuestión—. ¡Abre la compuerta!

—¿Estás loco?

—¡Ábrela, tío, ahí fuera hay un amigo mío!

Antonio lo miró, buscando rastros de locura en él, pero el antiguo dueño de una tienda de cómics sonrió de oreja a oreja y se encaramó sobre él, abriendo la esclusa. Un cuerpo cayó dentro, apoyándose en Antonio, que gritó de dolor, y cayendo luego junto a Pere. La compuerta volvió a cerrarse.

—¡Padre Fulgencio!

—Lo… lo siento, hijo —balbuceó el sacerdote, dirigiéndose a Antonio, que tenía los dientes fuertemente apretados por el dolor. Al entrar, había apoyado sin querer un pie sobre su herida—. ¡Este hombre necesita un médico!

—Bingo, premio a la perspicacia —sonrió Pere, sentándose otra vez al volante—. ¿Qué demonios hace aquí, Fulgencio? ¿Cómo ha llegado a este manicomio?

—¡Pere! —exclamó el sacerdote, cuya mente iba procesando las sorpresas una a una—. ¡Estás vivo! Cuando caíste del vagón, pensamos que…

—Yo también lo pensaba, pero encontré una salida y este juguetito aparcado en un cuartel. ¿Le gusta?

—Cla… claro que me gusta, es… ¡Los otros!

—¿Otros? ¿Los demás también están aquí?

—¡Creo que sí, que están cerca! ¡Acabo de ver a Natalia subiéndose al espigón, detrás de Gael y el niño, y el doctor desapareció entre la muchedumbre!

Antonio los miraba alternativamente, trasladando la vista de uno al otro sin entender nada, hasta que explotó.

—¿Me queréis decir qué coño pasa aquí? ¿Quién cojones es este tío?

Pere rió.

—Es un superviviente, Antonio, uno de verdad, no como los fantasmas aquellos del chalet. Y hay más cerca.

—El doctor debe de haber vuelto al hotel. Si no lo ha hecho —dijo Fulgencio—, a estas alturas ya estará muerto.

—¿Dices que o bien han vuelto al hotel o se han subido a ese espigón? —preguntó Pere con malicia. Acababa de ver algo por la saetera que le había dado una idea muy… explosiva.

—Supongo que sí… —confirmó el sacerdote.

—Muy bien. Antonio, busca el blanco a las once en punto. Desviación ocho grados, distancia doscientos metros.

El artillero obedeció: giró la torreta en la dirección indicada y acercó el zoom de la cámara hasta que vio el objeto. Era un camión de combustible de REPSOL que estaba cruzado en medio de la avenida, con los centenares de pellejos hormigueando a su alrededor, en la dirección justa de la onda expansiva.

Entendió lo que Pere quería hacer. Cargó una ojiva y fijó el blanco, dejando que el ordenador calculara la trayectoria y factores externos como la presión del viento o los posibles obstáculos que hubiera en medio. A continuación, apoyó su dedo en el gatillo rojo del joystick.

—Listo. Cuando quieras empezamos la fiesta.

—¿Fiesta? —Al sacerdote se le encogieron las pupilas de temor—. ¿De qué fiesta están hablando?

Pere le pasó unos cascos para que se protegiera los oídos, y él se puso otros.

—Póngase esto y disfrute, padre. Esto va a ser mejor que el sensovision.

Fulgencio apenas se los había colocado cuando Antonio presionó el gatillo. El tanque entero se convulsionó, por más que los amortiguadores hicieron lo que pudieron para disipar la inercia. A pesar de los cascos de aislamiento, Fulgencio sintió en la piel —más que oírla— la detonación, y del cañón surgió un resplandor y un montón de humo. La bala impactó justo en el centro del tanque de combustible del camión cisterna, atravesándolo y volando por los aires un puesto de vigilantes costeros que había detrás. Pero el calor de la bala, generado por la cabeza giratoria y comprimido en la estela de aire que la seguía justo detrás, bastó para incendiar la gasolina. En varias ocasiones, Pere había visto en películas de Hollywood cómo los protagonistas hacían volar cosas pesadas por los aires y se desataban espectaculares explosiones, con mucha llama y brillos y fuegos artificiales, pero todas se quedaban cortas ante la realidad. Cuando diez mil litros de combustible ardían en menos de tres décimas de segundo, el resultado no era un fogonazo brutal y fotogénico, sino un maldito infierno desatado, un paroxismo de fuego y de muerte rabiosa al que escoltaba una pared de aire comprimido, la onda expansiva, con la fuerza de un muro de hormigón lanzado a ochocientos kilómetros por hora. Esa onda barrió la avenida marítima, convirtió en andrajos a los zombis y destrozó la fachada del hotel que tenía justo enfrente. Dos coches volaron por los aires, yendo el primero a caer al mar y el segundo a aterrizar en un sexto piso.

—¡TOMA YAAAA! —alucinó Pere, quitándose los cascos con un ademán enérgico—. ¡Asimilad eso, hijos de la gran puta!

—¡Uauh! —se asombró Antonio. Era la primera vez que rompía algo tan grande, y estaba contento como un niño.

La cara de Fulgencio no tenía parangón. Tenía una máscara de cera en el rostro, que recordaba a la Mona Lisa después de que el pintor le hubiese ofrecido un vaso de vinagre con gusanos.

—Y ahora, vamos a buscar a los demás —dijo Pere, y aceleró a fondo.

011

Natalia no vio llegar el tanque. Escuchó el ruido del motor, sí, y una voz que llegaba desde muy lejos (la de Fulgencio, tal vez) pidiéndole que no fuera sola detrás de Gael. Pero ella sólo tenía cabeza para una cosa: rescatar al bebé de las garras del psicópata en que se había convertido su marido.

Desde que sus pies pisaron las colosales rocas del espigón, los pellejos dejaron de perseguirla. Natalia miró a su espalda y los vio detenerse al borde mismo de la playa, balanceándose como tentetiesos, en el punto mismo donde acababa oficialmente la costa y empezaba el reino del mar. ¿Estaban programados de algún modo para pararse allí? ¿Acaso los locos algoritmos que regían sus putrefactos cerebros les estaban diciendo «basta, hasta aquí puedes caminar, más allá comienza un reino que no te pertenece»?

Gael también lo notó, porque dejó de correr por las piedras en dirección a la estación petrolífera y se giró en redondo, encarándose con su esposa.

Ella le devolvió la mirada sin acobardarse.

—¡Dame a mi hijo! —exigió.

—¿Ya lo llamas así? ¿Tu hijo? —rió como un poseso. Como Moisés cargando las Tablas de la Ley, tenía un objeto apoyado en cada brazo: el niño en uno, el libro en el otro—. ¿Con qué derecho te crees digna de reclamarlo para ti sola?

—Quién sabe si volverá a nacer un solo niño más en este mundo maldito. No podemos correr el riesgo. Ese niño necesita una madre, y yo lo necesito a él.

—Este niño tiene la culpa de todo, ¿es que no lo entiendes? Tu limitado cerebro no es capaz ni siquiera de darse cuenta de la verdad ni aunque la tenga delante.

—Tú antes no eras así, Gael. Por favor, recuerda quién eras…

Dio un paso hacia él. Su marido no retrocedió, pero extendió unos centímetros el brazo con el que sostenía al crío hacia un lado. Al borde del espigón.

Natalia contuvo un escalofrío. Comprendió que estaba en clara desventaja con respecto a él. Si su marido tiraba al niño al agua, su cuerpecito no caería a un líquido frío y sereno (que también podría ser letal para él), sino al mar de fuego provocado por todo el combustible que vomitaba la estación. El camino que había elegido Gael era en sí mismo un callejón sin salida, pues si no lo mataban las llamas lo acabaría asfixiando el humo, pero tal vez eso era lo que quería, se temió: convertirse en una especie de mártir desquiciado de la Nueva Era de los Pellejos.

—Ninguno éramos así antes —dijo Gael. Unos anhelos que Natalia no terminaba de comprender le alisaban y atirantaban el rostro—. Ni tú, ni yo, ni ninguno de esos desgraciados que murieron sin saber por qué ni cómo. ¿Tú crees que se merecían semejante suerte? ¿Qué clase de juego cruel de profecías pueden conducir a la especie humana a este pozo de inmundicia? ¿Qué clase de dios las respaldaría con sus actos?

—Uno muy diferente a aquél en el que tú y yo creemos…

—¡Pues se trata del jodido dios verdadero, el que ha organizado toda esta mierda! —Le mostró el Libro—. ¡El que lanzó una maldita tormenta de meteoritos sobre Sodoma y la arrasó hasta los cimientos, sin cortarse un pelo! ¡Aquí viene recogida Su palabra! Yo lo he leído, todo lo que me ha dejado hacerlo, y he aprendido muchas cosas. Y este niño… —Lo miró como el verdugo que ya ha sido perdonado por el reo, y que por desgracia tiene que continuar con su trabajo—. Este vástago de una mujer muerta, surgido de un vientre corrupto… él es la personificación del pecado de la humanidad. Tiene que ser purgado.

—Estás loco… —Natalia no lo dijo con la intención de insultarle, sino como la constatación de un hecho. Él sonrió con tristeza.

—¿Eso crees? Claro. Es lógico que pienses así. —Dio otro paso atrás, hacia la estación en llamas. Las olas de calor y ceniza que arrastraba el viento hicieron flamear sus ropas. El niño lloraba, medio abrasado ya por el calor reinante—. A todos los profetas se los malentendió en su época, cuando trataron de transmitir el mensaje que les había sido confiado.

—Tú no eres un profeta, Gael.

—¡Yo soy el guardián del Libro! Y el Libro dice que nacerá un niño de un vientre marchito, y ese niño será llevado a Tierra Santa. Y entonces el mundo llegará a su fin, tal y como hoy lo conocemos. Éste, Natalia, es el niño de la profecía. Voy a impedir que se cumpla su destino, pase lo que pase, o ya no quedará nadie sobre la faz de la Tierra para ver lo que vendrá después.

—Por favor, déjame que me lo lleve. —Se arrodilló sobre una de las grandes piedras. Sabía que a Gael le gustaban las mujeres sumisas. Si pudiera ganar un poco de tiempo…—. Te lo imploro. Ese niño no tiene la culpa de nada. Si vive o muere, no es potestad de ningún hombre decidirlo, sino de Dios. Sólo de Dios.

—Sé que es difícil de aceptar, pero todos los grandes sacrificios lo son. Si el niño vive, los muertos seguirán vagando por el mundo. Si muere… —Bajó la vista, perdiéndose en algún razonamiento interior que sólo tenía lógica para él—. Si muere quizá tengamos otra oportunidad. Quizá no muera nadie más, o los muertos dejen de levantarse de sus tumbas. Es mi misión, Natalia.

—¿Y si cambio mi vida por la suya? —se ofreció ella, avanzando de golpe los cuatro metros que los separaban. Gael no se lo esperaba, pero no hizo nada por detenerla. A su espalda se alzaba una barrera de combustible en llamas. A ambos lados, un océano de fuego moldeado por la marea—. Si lo que tu dios busca es un sacrificio, dile que me arranque la lengua o que me lapide o me convierta en sal, o cualquier cosa de esas que Él suele hacer. Lo aceptaré gustosa.

Gael la miró, atónito, buscando el truco, la chispa de picardía que revelaría el engaño. Pero no lo encontró. Nunca antes le había parecido que su mujer hablara tan en serio de algo.

—¿De verdad lo harías? —preguntó—. ¿Darías tu vida por este niño que ni siquiera es tuyo?

Arrugó el gesto cuando el estruendo de los rayos le dio la réplica. Natalia acercó una mano y acarició al niño, que había dejado de llorar. Una repentina tranquilidad se reflejó en su mirada al sentir en la piel, completamente enrojecida, el contacto de los dedos de Natalia. Una caricia de puro amor, de pura bondad, que era como sentir la caricia de una noche profunda de estío.

—Sí —dijo Natalia. Y en ese preciso momento, hubo una gigantesca explosión.

010

—¿Me recibes, Eve?

La estática de la radio lo empantanaba todo. El capitán Piotr flotaba como una tenia con inteligencia propia, un parásito orgánico en un mundo de metal, y no podía creer lo que le mostraban sus ojos.

Aquel satélite estaba lleno de cadáveres. Al principio pensó que eran sólo trajes EVA que alguien había dejado allí abandonados, por alguna razón misteriosa que sólo los ejecutivos de las grandes empresas entendían, y que estaba fuera de la lógica de una misión tripulada normal. Pero cuando se acercó al primer traje y miró dentro del casco, Piotr se acordó de cuando era niño y las historias que su abuelo le contaba de fantasmas aún tenían cierta verosimilitud, y aún eran capaces de darle miedo.

Piotr vio el rostro momificado del inquilino de aquel traje y se acordó de aquellos cuentos macabros de su infancia. Y volvió a tener miedo, por primera vez en cuarenta años.

Todos los trajes contenían cadáveres petrificados. Se notaba que no habían muerto en circunstancias agradables, y ni tan siquiera instantáneas: todos mostraban rictus de horrible sufrimiento, y se habían quedado paralizados en poses aberrantes, de dedos engarfiados y piernas encogidas, cuellos retorcidos hasta el límite de la ruptura y cuencas vacías, sin ojos, pero con los restos de pequeñas descompresiones explosivas manchando las escafandras. Era lo más horrible que Piotr hubiera visto jamás, y se desplegaba ante él como un cuadro tenebrista, el testimonio silencioso y brutal de un experimento (lo que fuera que estuviesen haciendo aquellas personas cuando les sobrevino la tragedia) que salió terriblemente mal.

—Eve, no sé si me oyes, pero voy a tratar de poner en marcha los retrocohetes del satélite y lo voy a mandar al infierno, lejos de la ISS —susurró al micrófono—. Me importa un carajo si nos quedamos sin su energía o no. Esto me da muy mala espina. ¿Me captas, Eve?

Estática.

El astronauta se acercó al núcleo alrededor del cual orbitaban los restos humanos. Era un generador de impulsos de alta potencia, conectado por gruesos cables a los gigantescos acumuladores que ocupaban las cunas reservadas en otro tiempo a los misiles. Justo al lado del generador (aunque era el último lugar a donde Piotr quería acercarse en aquellos momentos) se hallaba la consola de mando. Y para su tranquilidad, los caracteres no estaban en japonés.

Apartó un cuerpo que flotaba justo ante la consola. No llevaba una bandera en el hombro, sino un parche con una marca comercial: McDonalds.

—Lo que me faltaba por ver —rezongó Piotr—. Si es que ya sabía yo que vuestras recetas no iban a acabar trayendo nada bueno para el mundo…

Hizo una señal a uno de los drones para que se acoplara con su interfaz óptico a la consola. El aparato en forma de disco zumbó a su alrededor (aunque él, claro, no podía oírlo), y enlazó por láser con el sistema operativo del satélite. Piotr tecleó lentamente unas órdenes en la consola y usó al dron como intérprete.

Miró hacia abajo, a sus pies, y vio que el pozo se prolongaba hasta abrirse en un enorme cañón emisor de partículas, que seguía apuntando al planeta y emitiendo su letal carga.

—¿Fue eso lo que os mató? —preguntó en su idioma natal—. ¿Presionasteis el botón creyendo que os haríais ricos y os salió el tiro por la culata? Pobres imbéciles…

El cadáver no se atrevió a rebatirlo.

—Conectando los impulsores, ahora —informó por si había alguna posibilidad, por mínima que fuese, de que su tripulación estuviese escuchando.

Hubo un chasquido de energía, unos relámpagos encadenados que sacudieron las entrañas del monstruo (y que hicieron que Piotr se santiguase), y el pecio espacial comenzó a moverse.

009

El doctor Zurek se había distanciado de sus compañeros cuando oyó un motor potente que se acercaba por la avenida, arrancando ecos de los grises bloques de pisos. Dos chorros de humo eran proyectados hacia arriba por la bestia, y por un momento, sólo por un breve y angustioso instante, su mente racional quedó relegada a un segundo plano y la parte derecha del cerebro (la que albergaba el subconsciente y el potencial para la locura) tomó el control. Oyó aquel rugido y vio las dos fumarolas de humo negruzco y pensó en el Dragón, el que había vencido un feroz guerrero de la antigüedad llamado San Jorge. Pero el instante pasó, y la otra mitad de su cabeza puso enseguida las cartas sobre la mesa: un camión, probablemente, o algún vehículo pesado de la construcción que alguien había logrado arrancar. Por desgracia, estaba a bastante distancia, al otro lado del paseo de palmeras, y en torno a él cerraban filas los pellejos.

Zurek corrió en dirección al hotel. Salir había sido una locura. Allí fuera sólo había lluvia y relámpagos y bocas caníbales. De algún modo logró llegar a la verja y, tan torpe como un jabalí embutido en un traje caro, la sorteó antes de que los pellejos le clavaran los incisivos en los tobillos. Rodó sobre la hierba. Detectó movimiento a su alrededor, casi se podía decir que lo presintió, antes de que sus ojos enfocaran el nuevo horror que había salido de la piscina del hotel. Eran tres pellejos fundidos en una sola masa de carne y huesos, que se arrastraba como si fuese un único ser de aspecto lejanamente insectoide. No es que sus cuerpos se hubiesen fundido literalmente debido a un intenso calor, sino que el brazo de uno atravesaba el abdomen de otro y surgía por la espalda, la cabeza del tercero estaba atrapada dentro de las costillas del primero, y así. Otra vez la parte izquierda del cerebro de Zurek se puso a postular teorías sobre cómo podría haberse creado aquel engendro, mientras la derecha le gritaba:

«¡Corre, maldición, déjate de hipótesis y corre por tu vida!».

Sí, seguramente aquellos tres desgraciados se habían enzarzado en una pelea justo antes del morir, y una vez muertos, se habían devorado el uno al otro hasta quedar reducidos a una sola ansiedad, a un solo impulso carnívoro. El engendro, que ni por asomo había saciado su hambre, se arrastró hasta el lugar donde yacía Zurek y lo agarró de una pierna.

El doctor se retorció como una culebra presa de una corriente eléctrica, y comenzó a dar puntapiés con la esperanza de que alguno lograra hacerlo retroceder, pero aquella cosa sacó manos de donde era imposible que las hubiera, y una cabeza que no debería de haber surgido de aquel torso le mordió en el muslo.

Zurek permaneció fiel a su estoicismo incluso cuando vio cómo le arrancaban un cuarto de kilo de carne de sus michelines. Alargó desesperadamente las manos hacia atrás, intentando buscar un asidero para los dedos, pero lo que encontró fue un antebrazo amputado. Estaba tirado encima de una bandeja con vasos y jarras de cerámica. Al lado había un caballete caído sobre un macizo de gardenias. Captó la ironía del mensaje: alguien se había entretenido pintando una naturaleza muerta, mientras su pareja o sus hijos se bañaban en la piscina, sin llegar a sospechar que semejante elemento macabro quedaría añadido alguna vez al cuadro. En el fondo no alteraba el contenido, pues sólo había cosas muertas en la composición.

Zurek agarró el antebrazo y se lo arrojó al engendro, con tan mala fortuna que una de sus cabezas se alargó para atraparlo y se llevó también tres dedos de Zurek. Pero gracias a eso pudo liberarse. El mismo jabalí torpe que había saltado el muro se convirtió en gacela, y corrió como el viento al interior del edificio mientras la criatura daba cuenta de su premio.

El doctor no se detuvo hasta que se encontró bien dentro del complejo, en el primer semisótano, y después de haber cerrado lo menos cuatro o cinco puertas a sus espaldas. El oxígeno accedió a regresar a sus pulmones con la condición de que le dejara hacerle daño, constriñendo los alvéolos con dedos helados. Zurek tosió y sintió un fuerte dolor en el brazo izquierdo. «¡Un ataque!», pensó, pero no: eran los dedos desaparecidos, que exigían su atención una vez eliminado el peligro principal.

—Aaaaahhh, aaah, aaaahhhh —canturreó de puro dolor mientras buscaba algo con lo que vendarse no sólo la mano, sino también el cráter rojo que lucía en la barriga.

Entonces se dio cuenta de dónde estaba.

Era una habitación de techo bajo y sin ventanas, sumida en la más completa oscuridad salvo por la débil claridad que entraba por la puerta. Esa claridad, rojiza, generada por el fuego que dominaba el mundo en el exterior, perfilaba en débiles trazos de carboncillo unos bancos alargados, una cajita donde depositar ofrendas y una pila de agua bendita. Una imagen de la Virgen María consumía su soledad mirando desde lo alto de un altar de plástico, sobre unos escalones decorados con flores.

Era una capilla, muy pequeña pero que en tiempos debió suplir la necesidad de religión que unos pocos tenían en las tardes en las que no estaban durmiendo la mona. Puede que se hubiesen celebrado bodas ultrarrápidas, como en Las Vegas, donde el sacerdote podía salir vestido de Elvis si eso era lo que demandaba el cliente. Zurek no sabía hasta dónde había llegado la decadencia en las zonas turísticas españolas (que él recordara, la última vez que salió a divertirse por la noche fue cuando nació), pero no le extrañaría que de repente surgiese un monaguillo armado con un tupé de detrás del altar.

Zurek se aproximó a la estatua de la Virgen y se sentó en los escalones, lo suficientemente cerca como para susurrarle:

—En tiempos te llamaron Ashtarté, ¿eh?, o Shiva. Ahora María. Las diosas nunca cambiáis, sois como la energía, transformación pura, cambio y adaptación. —Escupió un esputo de sangre—. Tienes que tener un cabreo… Estaban a punto de dejar de creer en ti, ¿verdad? De hacer la adaptación definitiva del dogma a un mundo de mitos tecnológicos. De llamarte Internet o Televisión, pero nunca más adorarte bajo ese aspecto de ser humano que te gusta adoptar para sentirte importante. —Otro seísmo de tos sacudió su estómago, clavándole espinas donde jamás pensó que un hombre pudiese rendirse al dolor. Cuando logró hablar de nuevo, masculló—: Si tú, mala pécora asiria, has organizado esto…

Pensó en lo que iba a decir. Si sólo pudiese pedir un deseo antes de morir, satisfacer una curiosidad, ¿sería el saber por qué los antiguos dioses habían negado el descanso a los humanos?

No. Para ser sinceros, ésa no era la pregunta que le acuciaba en las entrañas, sino otra mucho más práctica.

—¿Por… por qué nosotros? —preguntó con genuina sinceridad—. ¿Por qué de entre todos los que pudieron haberse salvado elegiste a tan mala gente? Sé que ninguno somos perfectos, ni siquiera el cura. Estamos tan podridos por dentro como los pellejos esos de la calle…

Sí, eso era lo que realmente le preocupaba. Si la selección de supervivientes había sido al azar, entonces no había discusión. Podía haberle tocado a cualquiera. Pero si había una lógica mística oculta tras aquellos hechos (siete supervivientes, siete cartas del Apocalipsis anunciando la catástrofe, un caballo subterráneo, un libro de profecías), Zurek se preguntaba por qué él, y precisamente él, era uno de los escogidos. Qué demonios pintaba un psiquiatra en las postrimerías del holocausto.

Y en ese preciso momento, hubo una gigantesca explosión.

008

El hongo de fuego se expandió desde la avenida hasta consumir los árboles del paseo y lamer la fachada del hotel. Natalia escuchó un sonido aplastante, como si le hubieran pegado dos altavoces graduados al máximo a los tímpanos, y un chorro de aire la empujó hacia delante, hacia Gael, con una fuerza tal que los tres volaron un par de metros. El bebé cayó entre ambos, medio aplastado por sus cuerpos, pero no se golpeó contra las piedras.

Ella no perdió el tiempo. No se preguntó qué era lo que había explotado ni por qué. Agarró al niño y se lo llevó bien apretado contra su regazo, lejos de su marido, que también se levantaba a duras penas.

—¡No dejaré que arruines la salvación del mundo, zorra! —gritó el argentino. Pero antes de que pudiera dar un paso en dirección a Natalia, ésta se volvió.

Estaba sonriendo.

—¿Por qué te ríes? —preguntó, colérico. El universo entero se estaba yendo por el retrete y aquella estúpida mujer de pueblo se reía.

Natalia se irguió, recta y solemne, con el niño a buen recaudo entre los brazos, y señaló con la cabeza a la pared de llamas que se levantaba detrás de Gael.

—Es tu momento de probar esa fe que acabas de encontrar en tu corazón, esposo mío —dijo con inquina—. Decide qué es más importante, si el niño o tu querido libro.

Gael miró a las llamas, horrorizado, y vio el Libro entre ellas, apoyado en una de las titánicas patas de la estación, rodeado por un capullo de fuego.

—¡¡Noooo!! —chilló, y se lanzó al fuego para rescatar el legado de Dios.

Natalia no supo qué pasó a continuación. Dio la espalda al hombre al que le había entregado la vida durante los últimos años, dejando que se consumiese si quería en el fuego de su locura, y desandó el camino hasta la playa. Comparada con un Gael desquiciado y fuera de sí, una horda de pellejos tampoco suponía un gran problema. Puede que lograse sortearlos si corría tan rápido como para…

Se detuvo.

Había algo enorme plantado delante del espigón, encarado hacia ella, y no era un grupo de zombis.

Era un tanque del ejército.

Natalia parpadeó como para espantar la visión, pensando que por fin su cerebro había decidido rendirse, pero el tanque siguió allí. Y cuando su esclusa superior se abrió y una persona sacó la cabeza, ella no pudo contener las lágrimas de alegría.

—¡Pere!

—Si es que yo siempre lo he dicho: mi nombre debe significar «aquél que pone las cosas en su sitio» —sonrió el aludido.

Natalia no podía creerlo. Del centenar de pellejos que abarrotaba la calle hacía sólo unos minutos, ahora quedaban apenas una docena. Los demás habían sido barridos por la explosión o aplastados por las ruedas de aquel vehículo monstruoso. Otros muchos pellejos asomaban su cabeza en la lejanía, caminando tranquilamente por la autopista o sacando los brazos por las ventanas de los edificios, pero no suponían un peligro inmediato. De alguna forma, Pere se las había arreglado para esterilizar la zona.

—¿Y los demás? —preguntó entre sollozos—. ¿El padre Fulgencio, Zurek…?

—Aquí abajo tengo a un artillero que necesita cuidados médicos y a un cura que ya me ha preguntado dos veces cómo funciona la coaxial de alto calibre. Creo que está empezando a sentir nostalgia de la época de las Cruzadas. Al buen doctor no lo hemos podido localizar, ni a Blanca.

—Blanca está muerta —dijo Natalia, y dejó que Pere la ayudase a subir al tanque mientras le contaba lo ocurrido en el hotel. Antes de desaparecer en las entrañas del blindado, sin embargo, oteó una última vez hacia el espigón.

No había rastro de Gael, sólo humo y fuego. Natalia experimentó entonces una visión de su propia vida como ganada a pulso, injustamente pueril aun en las contadas ocasiones en las que había parecido brillar, pero que había valido la pena sólo por el hecho de haber desembocado en aquel preciso instante.

«Si lo que querías era el martirio», le escupió mentalmente a su ex marido, «ya lo has encontrado. Disfrútalo».

007

El pecio espacial se alejó con la lentitud ilusoria de las cosas muy grandes de su compañera en la danza orbital, la ISS. Los impulsores expulsaron el poco gas que quedaba en los tanques, dotándolo de una velocidad de apenas un par de metros por segundo, pero suficiente como para separar ambas naves para siempre.

Piotr sonrió, satisfecho, y se separó de la consola.

—Estoy regresando al nido —radió—. Espero que esta vez sí me escuches, o al menos me veas llegar.

Había elegido un rumbo al azar para el pecio, una trayectoria de caída que lo conduciría sin remedio a un encontronazo con la atmósfera terrestre, y que lo desintegraría en una verdadera lluvia de fuegos artificiales. Piotr activó la mochila y salió por el foso del emisor de partículas seguido por su cohorte de drones, mientras el cañón dejaba de apuntar a la Tierra y enviaba su haz a las profundidades del espacio.

—No sé si habrás tenido algo que ver con lo de allá abajo —dijo el ruso a modo de despedida—, pero en mi país tenemos un dicho: por si acaso, que te jodan.

Le hizo un corte de manga al pecio y se encaró con la estación, a la cual estaba volviendo a gran velocidad.

Cuando supo que estaba lo suficientemente cerca como para que la radiación no supusiera un problema, activó la radio:

—Eve, ¿me recibes? Me estoy aproximando por la esclusa tres. Abre el nido y deja que el pajarito entre en casa, por favor.

Más silencio de radio. Pasó un segundo.

Dos.

Tres.

Y continuó el silencio.

—¿Eve? ¿Claudio? —llamó—. ¿Hay alguien ahí?

Apagó el propulsor. Aquello ya no le estaba gustando lo más mínimo.

006

La detonación del camión cisterna no sólo barrió el paseo marítimo, sino que sacudió como la mano de un gigante rabioso la estructura del hotel. Las paredes de la capilla temblaron y la mayor parte de los adornos y figuras de santos se hicieron añicos. La de la Virgen pivotó sobre su eje, pareció que iba a mantener el equilibrio, pero al final también se fue al suelo, al mismo tiempo que una viga se desprendía del techo y se incrustaba en el altar.

Zurek se cubrió la cabeza con los brazos para protegerse de los cascotes. Intentó deslizarse debajo del altar (el dolor fue cegador, paralizante; el mundo volvió a detenerse en un frío destello), pero la lentitud con la que se movía por efecto de las heridas le salvó la vida: sólo había logrado empezar a meterse bajo aquella mesa de dos patas cuando la viga se clavó en ella como un puñal de acero.

Hubo un derrumbe, pero salvo por algunos pedazos de madera del artesonado y unas contusiones, el doctor salió ileso. Todas las salidas de la capilla, por desgracia, habían quedado sepultadas. La oscuridad era total, y en lugar de aire parecía que estuviese respirando polvo. Zurek tosió, palpó el suelo que había quedado libre de escombros para hacerse una idea de cuánto espacio disponía, e imprimió más empeño a los empujones con los que estaba tratando de abrirse paso entre los obstáculos.

—Está bien —barruntó—, lamento haberte llamado mala pécora asiria…

Halló por casualidad la cabeza de la Virgen y la sostuvo ante su nariz, sobre la palma de la mano, en un remedo de la pasión de Hamlet. La pasión de un lord danés extraviado en una pesadilla judaica.

—¿Y ahora qué, diosa? ¿Me salvaste sólo para traerme a este agujero y dejarme morir a solas? No suena muy inteligente. Demasiados recursos gastados para desembocar en un callejón sin salida.

La cabeza de la Virgen no contestó, pero Zurek descubrió de pronto que podía verla. Una tenue luminiscencia brotaba de algún punto al otro extremo de la sala, entre la montaña de escombros, y se iba haciendo más potente a medida que pasaban los segundos. Era una luz plateada, celestial, que brotaba de una lámpara primitiva que algo (no alguien, sino algo) sostenía en la mano.

005

Era un cordero que caminaba erguido sobre las dos patas traseras.

Zurek lo miró con calma mientras el extraño animal se acercaba a él. Tenía varios ojos en la frente, dos pequeños cuernos lechales y una ubre sonrosada que colgaba como un pellejo de vino. En la pezuña en la que no sostenía la lámpara traía una espada tosca, hecha de ortigas trenzadas y sin guarda en la empuñadura.

El animal se detuvo a tres pasos del doctor. Se sostuvieron largo rato la mirada. Luego Zurek (empezando a comprender al fin su papel en aquel drama) tragó saliva y dijo:

—Muy bien, ya lo comprendo. Ya sé por qué me habéis traído aquí. —Se sentó con la espalda más recta, ignorando el dolor. Quería adoptar la pose de catedrática superioridad y de sano distanciamiento que era habitual en sus consultas. En aquel momento, lo único que echaba realmente de menos era su pipa—. Muy bien, muy bien… supongo que todos tus problemas tendrán su origen en el episodio de tu madre con la paloma, ¿no? Son recuerdos difíciles de asimilar y que podrían dar origen a un complejo de inferioridad o incluso a un fuerte desplazamiento de la culpa.

»A ver —lo miró con frialdad clínica—; si de verdad quieres que te ayude, cuéntame más cosas sobre tu infancia.

El cordero se sentó frente a él y le contó cosas de su infancia.

004

Piotr entró en el anillo de anclaje del transbordador y usó la llave hidráulica para abrir la esclusa. Había tratado de contactar con sus dos compañeros, sin éxito, y ya se estaba temiendo lo peor. ¿Habría habido un fallo interno mientras él estaba fuera? ¿Un incendio, o alguna contingencia que hubiera obligado a Eve y a Claudio a refugiarse en uno de los módulos sin sistema de comunicaciones?

Todo era posible. Pero por si acaso, decidió andar con pies de plomo.

003

Penetró en el módulo QUEST a través del anillo, pero no se quitó el casco. Prefirió seguir dependiendo del suministro interno un rato más (en el contador digital que veía en una esquina del cristal de la escafandra comprobó que aún le quedaba reserva de aire para una hora) por si acaso se trataba de una fuga de gases peligrosos. O de algo, cualquier cosa que ahora mismo no pudiera imaginar, que hubiera en el ambiente.

Los pasillos estaban aun más fríos que cuando se fue. Cristales de hielo y pátinas de escarcha cubrían las aristas de los garros, y bañaban los monitores y las tuberías que no estaban ocultas tras las mamparas. Piotr avanzó con mucho cuidado de un módulo al siguiente, esperando encontrar en cualquier momento la sección quemada, o el agujero de la explosión, o la huella que hubiese dejado lo que sea que hubiera salido mal.

En lugar de eso, lo que vio fue la espalda de Claudio.

Piotr estaba atónito. Fuera del traje la presión parecía normal. Y su compañero estaba allí, inclinado, haciendo algo que su propio cuerpo no le dejaba ver bien. Y sin escafandra. ¿Entonces por qué, en nombre de todos los fiordos helados de Vlostok, no había respondido a sus llamadas?

—¿Claudio? —preguntó, rozándole con un dedo enguantado.

Su antiguo subordinado se giró y Piotr volvió a descubrir el horror de los cuentos de su abuelo. El italiano, como si una demencia febril se hubiese apoderado de él, estaba devorando los restos de Eve. El cuerpo de la científica tenía un agujero en el cuello, del que manaba sangre en pequeños corpúsculos redondos e ingrávidos que formaban un puente de estrellas entre su cabeza y los dientes de Claudio, que estaban masticando lo que quedaba de su músculo omohiodeo.

Piotr retrocedió, y su casco golpeó contra una tubería. Él apenas se dio cuenta. Estaba demasiado ocupado sintiendo arcadas por el espectáculo caníbal que se estaba desarrollando ante sus mismas narices.

—¡Claudio! —gritó—. ¿Qué… qué estás haciendo, por Cristo bendito?

El pellejo se puso en pie, tal vez con demasiado ímpetu, y flotó hasta que su cabeza se estrelló contra el techo. Su expresión no varió un ápice.

Los ojos de Piotr iban sin cesar de su boca, que chorreaba sangre y trocitos de músculo, hasta el cuerpo de Eve, que aún seguía mirando estúpidamente el techo, como si no entendiese la crueldad del chiste. Y comprendió entonces dónde había visto antes aquella mirada vacía, aquella gelidez en el alma que se escapaba a través de las pupilas llenas de venas estalladas de Claudio: en los cadáveres del pecio. Fuera lo que fuese lo que la radiación había hecho con ellos, también se lo había hecho a él.

—No, por favor… —Retrocedió, pero el italiano no dejó de moverse hacia él en un remedo de vida. En ese momento, Piotr comprendió muchas cosas. Y supo lo que el GOD había hecho a los que habían creído ciegamente en él.

002

El mediodía llegó tranquilo, sin prisa, brotando de un cielo ebrio de ceniza igual que los antiguos remedios para la tos de las abuelas, que iban aclarando poco a poco el vino hasta dejarlo transparente.

Algunos de los primeros rayos que lograron atravesar el humo cayeron sobre la playa, acariciando el metal de un tanque aparcado en la arena y el costillar de un barco al que le faltaba poco para poder surcar los mares, sólo acoplar una quilla que ninguno de los supervivientes sabía cómo levantar.

—Debe de pesar una tonelada —dijo Pere, frotándose el mentón. Él y los demás formaban un círculo alrededor de aquella pieza de madera del tamaño de un hombre, intentando buscar alternativas. Los pies de Antonio surgían de una tienda de campaña, a la par que sus ronquidos. Ninguno había querido despertarle para que aprovechara las horas de reposo.

—¿Y si usamos una grúa? —aventuró Fulgencio—. Seguro que encontramos alguna que funcione por ahí.

—Sería un riesgo. Ellos no nos dejarán pasar a menos que nos los llevemos por delante. —Pere señaló al límite de la playa, donde acababa la arena y empezaban las líneas de aparcamientos en batería. Cientos, tal vez miles de pellejos habían ido llegando en un goteo constante durante las últimas horas. Había muchos más ahora que cuando ellos habían llegado por primera vez al hotel, pero seguían sin poner un pie en la playa. Aquél era terreno sagrado, o eso afirmaba Fulgencio, y por lo tanto anatema para los pellejos.

—El problema no sería ir —continuó Pere—, sino volver. Ir es fácil: nos metemos en el tanque y hacemos tarta de zombi hasta que encontremos la grúa. Pero al volver alguien tendría que ir detrás, conduciéndola, y sería vulnerable a sus ataques. Fulgencio se rascó la barba.

—¿Y si construimos una polea y usamos el tanque como remolque?

—No es mala idea, pero seguimos en las mismas: hacen falta herramientas. De todas formas tendremos que acabar saliendo de la playa, un día u otro. No tenemos muchas provisiones.

Fulgencio contempló los enormes barcos. Fuera quien fuese el que los había empezado a construir, pensaba trasportar en sus bodegas grandes cantidades de gente. O de otra cosa.

—¿Gandia tiene zoológico? —preguntó de repente.

Pere hizo un mohín.

—Ni idea. ¿Por qué?

Fulgencio sacudió la cabeza.

—Por nada. Una tontería que se me acababa de ocurrir.

Natalia se sentó en la arena. Acomodó al bebé a su lado, que ya se mantenía erguido por sí solo, y le mostró unas conchas. Mientras con una mano jugaba con él, con la otra evitaba que se las llevara a la boca.

Estaba distinta aquella mañana. Se había peinado de otra manera, y en el intervalo que tardaron los pellejos en ocupar de nuevo la avenida, mientras los demás requisaban comida y medicamentos de los locales cercanos, ella había robado algo de ropa de una boutique. Se había agenciado un traje rojo de dos piezas y una falda plisada que le llegaba hasta las pantorrillas, una chaqueta atrevida de medio torso y un gran collar de perlas que no casaba con nada de lo anterior, pero que jamás se habría atrevido a ponerse antes. Era su forma de exteriorizar la idea de que la Natalia que logró ver ese nuevo amanecer no era la misma que se despidió del mundo la noche anterior.

—Si puedo opinar… todavía no tengo claro por qué deberíamos salir a navegar —comentó, cansada—. ¿Está seguro de que es la mejor opción, padre?

Fulgencio asintió, sentándose en cuclillas junto a ambos.

—Creo que sí, querida mía. Si meditamos bien sobre la cadena de acontecimientos que nos ha traído hasta este lugar… el corazón me dice que hay un motivo muy sólido detrás de todo lo que ha ocurrido. Hemos visto demasiados prodigios, demasiados fenómenos imposibles para considerarlo una casualidad. —Trazó unos surcos en la arena con los dedos—. Gael te dijo que el niño era la clave, ¿verdad?

Natalia contempló el aberrante esqueleto de la estación petrolífera, encallado en el espigón. Todavía no se había extinguido del todo el fuego, y si había que hacer caso a Pere, podría tardar semanas en hacerlo.

—Gael me dijo muchas cosas, y la mayoría eran mentira.

—Pero leyó el libro.

—Eso es lo que dijo, pero quién sabe si será verdad o si se lo inventó. Además, ¿cómo iba mi marido a saber leer en etrusco?

—Griego antiguo.

—Lo que sea.

Fulgencio acarició la cabecita del niño.

—Yo estoy dispuesto a creer en esa teoría, sencillamente porque es lo único que tenemos. Creo que hay que llevar a este niño a Tierra Santa. No sé por qué, ni qué encontraremos allí… pero cuando era joven me enseñaron que en algún lugar de ese desierto tan lejano y tan inhóspito fue donde todo empezó. Y puede que sea el lugar donde todo tiene que terminar.

Natalia lo miró, indecisa.

—¿Está dispuesto a buscar un final para este niño? Él lo que necesita es un principio, padre.

—Contempla la ciudad, Natalia. —El sacerdote abarcó la avenida con un ademán—. Lo que quedó atrás no es más que muerte y podredumbre. Ahí sí que no hay lugar para la esperanza. Si lo que quieres es buscar un nuevo comienzo, tienes que acabar necesariamente con esta historia.

Natalia buscó los ojos de Pere. Éste sonrió.

—Mi plan es encontrar una islita no demasiado grande donde estar a salvo de los pellejos y cultivar mi propio huerto —dijo—. Pensaba coger un velero y poner rumbo a la costa de Croacia, pero… cualquiera de las del Mar Egeo servirá. Si queréis os acompaño hasta allí.

Ella asintió.

—Sí, quiero. —Abrazó al niño—. Queremos. Pero a ser posible, si el viaje va a ser tan largo, preferiría no ir en un barco de madera. Dicen que cuando al Mediterráneo le salen las malas pulgas, te sacude con unas tormentas de vértigo. ¿No podríamos robar una avioneta?

Pere se cambió de lado la visera de su gorra de hincha futbolero.

—Ninguno sabemos pilotar avionetas… pero aquí cerca hay un puerto deportivo. Me fío más de la fibra de vidrio que del nogal con brea, la verdad.

De la tienda donde estaba tumbado Antonio brotó un sonido musical, un silbido acompasado. El militar estaba optando por la pesca de altura, rescatando una suerte de rumba animada de las nieblas de su memoria. Era un buen contrapunto para los farallones púrpura y los curiosos despliegues cromáticos de las olas, visibles sólo a esa hora del día, cuando la espuma lidiaba con los restos aún calientes del petróleo.

Pere hizo bocina con las manos llenas de salitre y le gritó, imitando la voz hueca de un comentarista de radio:

—¡Eh, el del fondo sur! ¿Madera o fibra?

La tonadilla latina que cantaba Antonio fue sustituida por una versión más o menos libre de Vacaciones en el mar. Los demás rieron.

—Eso lo sella todo, creo.

—¡Mirad! ¿Qué es eso? —exclamó Fulgencio, señalando a lo alto.

Cuando los supervivientes levantaron las cabezas, vieron cómo un grupo de estrellas fugaces saltaba de oasis de cielo a oasis de cielo, dejando un rastro de luz contra el azul claro que imperaba tras las nubes. Y se preguntaron qué clase de nuevo prodigio sería ése, y si, al igual que los augurios que los antiguos navegantes buscaban sin denuedo en el vuelo de los pájaros o en el humo de las bacantes, sería una señal de buena o de mala suerte para el difícil viaje que les esperaba.

001

El astronauta Piotr Botvínnik estaba sentado en el módulo de mando, su antiguo sanctasanctórum, mirando la Tierra. El satélite GOD ya se había hecho pedazos en su alocada reentrada sin control en la atmósfera, y ahora les tocaba a ellos.

Ellos. Era un plural nostálgico más que realista. Claudio yacía al otro lado de la puerta, en el suelo, con un dron incrustado en la frente que le había clavado el propio Piotr, su antiguo capitán. Pero todavía seguía moviéndose, intentando arrastrarse hacia él. Y por las cámaras del circuito interior había visto que Eve también había vuelto a la vida (era un decir), y vagaba por los pasillos remedando algunos de los trabajos que habían sido su competencia.

Era aterrador. Pero no más que lo que le estaba pasando a él. Piotr se quitó el traje EVA y se miró un sarpullido de la piel. No era algo natural. También estaba presente en Claudio y la joven doctora. Si era por culpa de la radiación del pecio, o de algo en mal estado de la última cena, había tardado más de lo habitual en afectarle a él. Pero también lo tenía.

Y pasase lo que pasase, no quería convertirse en una cosa como en la que se había convertido su amiga.

Estaba a punto de pulsar el botón que llevaría a la ISS a una reentrada mortal, a una cauterización de todos los virus o los males que llevara dentro, pero antes quería completar una última tarea. Tenía en la mano un disco holográfico de datos con su último trabajo, Cosas de las que nunca hablaremos al Planeta Madre, al que había añadido una extensa agenda con los descubrimientos de sus compañeros. Allí estaban los experimentos, incluso los que aún estaban a medias, de Claudio con sus polímeros nuevos y sus gases de diseño. Y las observaciones de Eve sobre el manto de verdor que estaba sumiendo al planeta en un nuevo Mesozoico. Todo aquello que habían pensado, escrito, opinado o rebatido, todas sus conjeturas y sus observaciones científicas, atrapadas en un pedacito de cristal del tamaño de un ratón.

Lo metió en la ojiva de un Hermes. Éste era un sistema de pequeños cohetes sin demasiada potencia que a veces se usaban para enviar cosas al planeta. Eran demasiado pequeños como para que dentro cupiera un ser humano, pero aguantaban bien la reentrada y poseían un paracaídas que los llevaría sanos y salvos hasta la superficie.

Sin embargo, no era intención de Piotr apuntar al planeta para ese último disparo.

Cargó la ojiva en el lanzador y pulsó el botón. Vio salir el proyectil a través de la ventanilla y perderse en la negrura del espacio. Dentro de unos veinte segundos se le agotaría el combustible, y luego seguiría con su propia inercia, por toda la eternidad. Si había suerte, dentro de un centenar de años llegaría a Marte. Si no se tropezaba con el planeta rojo, puede que lo atrapara dentro de mil años la gravedad de Júpiter, y que acabase cayendo en alguna de sus lunas.

Sea como fuere, era su último mensaje. Su adiós definitivo y en nombre de toda la humanidad a la que ya no sabía si seguía representando. Esto fuimos nosotros, diría el mensaje; nuestra ciencia. Nuestro conocimiento, y nuestros sueños truncados. Si hay suerte y este pequeño cohete llega lo suficientemente lejos, puede que no todo se hubiera perdido.

El capitán se acomodó en su silla, encendió un puro (le había costado sudor y lágrimas traerlo de contrabando, pero ahora valía la pena todo el esfuerzo) y vio encenderse y brillar el ascua durante largos minutos, en los que pensó en Eve, y en Claudio, y en el bosque tipo Pangea al que aún no le había puesto nombre.

Y decidió que no podía irse sin bautizarlo.

Lo llamó bosque Myr.

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Gracias a la estación espacial, aquel verdor agresivo, aquella naturaleza que se veía por fin libre de ese cáncer llamado Hombre, celebró el inicio de su nueva era de virginidad con un buen paquete de fuegos artificiales.

Naturaleza Viva.