075

—Algo está ocurriendo con la Naturaleza, estoy seguro —dijo Fulgencio, sin venir a cuento. O ésa fue la impresión que tuvo Gael, que no logró enlazar eso con el discurso de ciencia infusa preliminar.

—¿A qué te refieres?

El hombre gordo y bajito señaló con respeto (y una chispa de recelo) a las raíces que surgían del techo y se abrazaban a las tuberías.

—Yo antes sabía de plantas. No es que fuera un botánico ni nada por el estilo… —se rascó la calva—, pero algunos libros he leído. Y te digo que esa vegetación no es la misma que existía antes en nuestro mundo. Ha cambiado, igual que los muertos.

Gael se sintió cansado. Cansado de tener otro motivo para estar intranquilo y temer a lo desconocido. ¿Ahora también las plantas? ¿Qué se pensaba aquel tipo achaparrado, que las semillas de los nuevos bosques habían venido del espacio y eran las responsables de animar a los clientes de los cementerios?

Le vino a la mente una antigua portada de novela de ciencia ficción que había visto una vez (hacía muchos años, antes de meterse en el negocio de los tabloides y saturar con fantasía su propia vida), durante la fiesta de aniversario de una revista argentina. Era un libro de ésos que los norteamericanos llamaban pulps, y que mostraba a una chica con escote generoso mirando con alarma a los cielos, mientras las nubes se abrían y una especie de platillo volante esparcía esporas alienígenas por los campos. El relato se llamaba Esquejes del espacio, o algo así de ridículo. No se lo compró, aunque se lo ofrecieron a buen precio.

En aquellos años quedaban todavía muchos aficionados a ese tipo de fantasía, tan inocente como herética con respecto a la ciencia; Gael suponía que les hacía sentirse nostálgicos, pues poca gente era capaz de creerse que unas plantas alienígenas podían sobrevivir a la reentrada en la atmósfera, aterrizar en nuestro mundo y germinar como si las condiciones aquí fuesen iguales a las de su planeta. Y la idea de que enterrasen las raíces en la tierra buscando tumbas e inyectasen algo en los muertos para hacerlos caminar, ya era de película hispano-italiana cutre, de ésas que se hacían en los años setenta con cuatro chavos.

Aunque claro, pensándolo bien… había quienes creían que una colonia de humanos avanzados habitaba en Ganímedes como si tal cosa, y que su alcalde o presidente electo era Jesucristo. Visto eso, visto todo.

Pero Fulgencio no parecía uno de esos zumbados esotéricos. Él no era de los que veían a un actor famoso dando un discurso por la tele y en seguida iban a comprar las acciones de la secta a la que tal actor pertenecía. No, parecía un hombre más centrado, con los pies sobre la tierra… pero que seguía mirando las raíces de aquellos árboles como si las criase el mismísimo Diablo.

«Bonsáis del infierno. Tiene gracia».

—Esto ya está, moveos —anunció Pere.

Sus compañeros procuraron no mirar la carnicería que había hecho con los brazos de la mujer. Pasaron por encima del cadáver con rapidez (no fuera a levantarse y darles un susto de muerte) y cruzaron a toda velocidad la puerta.

Fulgencio se detuvo unos instantes, mirando a la mujer muerta. Era imposible, completa y rematadamente imposible, pero había algo en ella, en aquel rostro cárdeno y monstruoso, que…

—¡Fulgencio! —urgió Pere—. ¡Date prisa, vamos!

Descartó la idea con una sacudida de cabeza y siguió a sus compañeros a través del túnel. Lo primero que hallaron al otro lado fue oscuridad. El haz de la linterna se saturó de partículas flotantes. Pere lideró la marcha hasta que el angosto túnel desembocó en uno mucho mayor, junto a un puesto de venta de tiques. Y fue en ese momento cuando supieron con toda certeza que habían regresado.

—Estamos otra vez en el metro… —se asombró Blanca.

—¿Es la misma estación de la que partimos? —preguntó Natalia.

La joven hizo un gesto en dirección al andén. En efecto, allí seguía el misterioso tren que los había hecho dar vueltas y vueltas por el subsuelo como lombrices, sin rumbo fijo. El tren matadero, que llevaba vagones llenos de cuerpos descuartizados igual que las antiguas máquinas de vapor llevaban leña.

Pero no todo seguía igual que cuando ellos abandonaron la estación. Un detalle muy pequeño, sutil y casi sin importancia, sí que había cambiado.

En el mismo vagón en donde ellos habían viajado había alguien.

074

La ISS ya había dejado atrás por quincuagésima vez el espacio de Canadá, y junto a él el cono de ondas de Puerto Losange. El capitán de la estación, Piotr Botvínnik, añadió una nueva pestaña a su diario electrónico personal y la tituló Cosas de las que nunca hablaremos al Planeta Madre.

Pese al carácter poético o filosófico del título, en realidad no iba a guardar reflexiones ni adendas personales en aquel archivo. No lo había creado para especular por enésima vez sobre los acontecimientos de los últimos meses, sino para guardar los interminables gigas de datos que poseían sobre sus investigaciones en baja gravedad. En un día normal de un año normal en la estación, los científicos habrían realizado sus experimentos, habrían recopilado datos sobre nanoingeniería de tubos, análisis por activación de neutrones o pruebas de superconductores, y los habrían enviado a casa mediante haz de láser o comunicación encriptada. Pero ese día no era normal. Las computadoras de la estación estaban a reventar con toneladas de datos muy valiosos para la investigación en nuevas tecnologías, ¿y todo para qué? Para que no pudieran sacarlos nunca de allí. En aquellos archivos podría estar la esperadísima cura contra el cáncer o el material diamagnético que revolucionaría los aceleradores de partículas y los aparatos de resonancia de los hospitales, pero nadie se aprovecharía de ellos.

Estaban solos. Ya era hora de que se fuese haciendo a la idea. Robinsones abandonados en una isla en el espacio, como en aquella vieja teleserie en blanco y negro.

Piotr cargó una nueva remesa de datos en el diario y lo cerró, haciendo una copia de seguridad. El rótulo: Avances en mecánica de materiales compuestos. Luego apoyó los pies en un garro, flexionó ligeramente las rodillas y se impulsó a través de la escotilla hacia el módulo anexo. La ISS se componía de diversos módulos anclados unos a otros como un inmenso collage, formando una espina dorsal de cilindros de la que partían alas de gaviota con los paneles solares. Había un anillo externo que giraba proporcionando gravedad, pero sólo en los últimos módulos añadidos al complejo. Piotr cruzó del ZARIÁ al UNITY, pasó por delante de la recientemente instalada cámara de descompresión (que permitía a los astronautas salidas al espacio sin la mediación de una lanzadera) y llegó al QUEST. Por fuera de éste, en el silencio extremo del vacío, el brazo robótico Canadarm efectuaba una de las comprobaciones rutinarias del casco, buscando impactos de meteoritos del tamaño de una uña.

Ése era otro problema colateral del abandono, aparte de la falta de suministros; si tenían la desgracia de toparse con algún fragmento de roca o de basura espacial que vagase a velocidades normales de mil o dos mil kilómetros por hora, y sufrían daños en los paneles o en alguno de los módulos, tendrían serias dificultades. A Piotr le gustaría saber cómo se las iban a arreglar para reparar un panel dañado o una fisura en el casco. O incluso (cruzó los dedos para alejar la mala suerte) un impacto directo en los propulsores que ayudaban a estabilizar el complejo. Si por efecto de una colisión se precipitaban hacia la atmósfera en una reentrada sin control…

«Arderíamos como una antorcha untada en aceite y caeríamos en algún lugar del Pacífico», pensó. «Como aquellos fuegos artificiales que estallaban y quedaban colgando de diminutos paracaídas, en las fiestas de mi pueblo».

Vale, era inútil preocuparse. Tenía que procurar mantener la cabeza centrada en pensamientos constructivos, no en malos augurios, o se volvería loco. Al fin y al cabo, eran tres seres humanos metidos en un tubo de cuarenta metros, del ancho de un hueco de ascensor, durante casi diez meses. Eran condiciones más que suficientes para lograr que cualquier persona normal perdiera la cordura.

«Pero nosotros no somos normales. Se supone que fuimos entrenados para soportar cosas peores».

Reflexionó un instante sobre este pensamiento.

«¿Cosas como que la Tierra haya sucumbido a una plaga mortal y seamos los únicos supervivientes, a pocas semanas de nuestra propia muerte, por ejemplo?».

Llegó al siguiente módulo. Eve estaba sentada en la rueda de ejercicios, pedaleando con furia con la resistencia de los piñones al máximo. De su pecho y frente salían cables conectados a una máquina que los astronautas, por su parecido remoto con un hombre barbudo (si se la miraba de frente), habían bautizado Santa. A su lado tiraba de unos cables el tercer tripulante, el italiano Claudio Demerotti. Dadas las características de la microgravedad, el levantamiento de pesas no tenía ningún sentido, pero sí el tirar de cuerdas asidas a unos resortes cuya resistencia costaba un triunfo vencer. La elasticidad era el enemigo a batir, no la gravedad.

Piotr miró a sus compañeros y consultó el reloj digital de la pared. Les quedaban dos minutos de gimnasio. Se metió en el inodoro especial y se enchufó un tubo al pene. Para ello tuvo que retirar primero el adaptador para vagina que usaba Eve, guardándolo en el armario. Si al menos lograsen transformar algunos de los aparatos del laboratorio en una destiladera para la orina, tendrían suministro de agua para unos cuantos días más, hasta que incluso eso se volviera imbebible.

Por si acaso, había cancelado los protocolos de expulsión de residuos líquidos al espacio (la constelación de Orinón, como la llamaba Claudio).

Salió del inodoro. Eve ya había terminado y se estaba despegando los electrodos del pecho. Claudio dejó la silla de los cables y se secó el sudor con una toalla, atrapando las gotitas que escapaban de su pelo y quedaban flotando en el ambiente.

—Tenéis que ver una cosa —dijo el capitán a modo de saludo. Los otros le miraron.

—¿Has captado algo con el receptor de onda ultracorta? —preguntó Eve.

—No, pero… Es otra cosa. No sé muy bien cómo interpretarlo. —Piotr se apartó unos bucles de cabello de la frente. Estaba próxima otra sesión de peluquería a bordo del crucero espacial de placer, the love astroboat. Claudio, aparte de químico y experto en nuevos materiales, había demostrado tener unas manos privilegiadas en el uso de las tijeras Steinson—. Ayer, sólo por ocupar un rato el tiempo, estuve observando la masa continental con el telescopio óptico. Y descubrí… —La frase murió. El capitán parecía extrañamente absorto.

Eve y el italiano cruzaron una mirada.

Piotr parpadeó, como volviendo a situarse en el presente.

—Será mejor que lo veáis por vosotros mismos. Venid.

Los dos astronautas lo siguieron, intrigados, hasta el módulo de observación. Era un verdadero observatorio en miniatura, con pantallas que conectaban los nueve instrumentos de óptica (visual y electrónica) que erizaban como ganglios nerviosos el casco de la nave. Incluso tenían un enlace remoto y privilegiado con el Hubble, siempre que no estuviese usándolo en ese momento algún laboratorio terrestre para un experimento.

Piotr se sentó delante del ordenador y pulsó una combinación de teclas. Las pantallas se iluminaron, mostrando una imagen en tiempo real de la superficie de la Tierra. Gran parte de África y, en concreto, el perfil de la costa mediterránea, apareció nítido en colores amarillos, ocres y turquesas. Era de día en esa parte del mundo, y aunque el terminador del anochecer estaba cerca, tendiendo su lóbrego cendal por encima de Egipto, todavía podían verse escudos de plata del sol sobre las aguas.

Ninguno de ellos podía evitar emocionarse un poquito cuando contemplaba aquellas vistas. No importaba cuánto tiempo llevaran allá arriba ni cuántas veces hubieran apuntado los telescopios hacia el planeta; había un resorte en sus cabezas que siempre acababa saltando. Esta vez había detalles preocupantes, cierto, como la ausencia de luces en zonas del hemisferio que deberían de haber sido un enorme rosario de bombillitas. La Riviera, del color y la calidad del oro a vista de pájaro, se hallaba apagada, inerme, como si la electricidad (o las ciudades mismas) hubiera sido suprimida de la ecuación de Europa. Lo mismo sucedía en América y Oceanía.

Pero aunque sus cerebros les impelían a contemplar las grandes ciudades desde lo alto buscando alguna explicación, lo que Piotr quería mostrarles era otra cosa, casi igual de alarmante. Algo que estaba sucediendo en la costa norte de África.

—Lo vi de pasada, buscando fuentes de luz en las ciudades más grandes —explicó—. El Cairo sigue muerta, así como Damanhur y Suez, pero… —acercó un poco más el zoom—, mirad los aledaños del Nilo.

Los dos astronautas acercaron instintivamente las cabezas a la pantalla. Al principio no supieron a qué se refería, pues sus ojos estaban habituados a buscar tecnología, rastros de luz o de energía en los enclaves habitados. Pero si miraban un poco más lejos…

Entonces lo vieron, ocupando casi toda la costa norte del continente, extendiéndose como una gangrena teñida de verde, tenaz y agresiva. Y sintieron un escalofrío que nada tenía que ver con las bajas temperaturas de la estación.

073

Había alguien sentado en el interior del vagón. Era una sombra que parecía la de un hombre de cierta edad, con el pelo corto y vestido con alguna clase de traje y chaqueta hechos a medida. Aguardaba sentado tranquilamente en uno de los asientos a que el tren se pusiera en marcha, o esa impresión tuvo Gael. Las luces del techo emborronaban su silueta en conjunción con los cristales para hacerla más etérea, más irreal, como si en lugar de un pasajero fuese un boceto al carboncillo que luciera cuernos luciferinos en la cabeza.

La comitiva se detuvo a prudente distancia. La máquina principal del metro seguía hundida en la oscuridad del túnel, pero el militar la contempló con interés.

—Es nuestra oportunidad de saber quién conduce este trasto —dijo Pere, comenzando a andar hacia ella.

Fulgencio lo detuvo.

—¡Espera! ¡El tercer vagón!

Pere miró al coche lleno de cadáveres. Después de él todavía quedaba otro antes del de cabeza, y también tenía los cristales manchados de sangre.

—Yo no quiero volver a subir —imploró Blanca.

Pere le sonrió.

—Tranquila, sólo quería saber si había alguien más vivo.

—Es él. —Natalia señaló al hombre que esperaba en el vagón—. Es el maquinista.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Quién más podría ser? —concedió Fulgencio—. Las calles de arriba están atestadas de pellejos. Si queda alguien vivo, es razonable pensar que vino con nosotros.

—Pues vamos a salir de dudas —decidió Pere, hinchando el pecho. Esta vez no hubo quien lo detuviera mientras se acercaba al coche y pulsaba el botón.

Al abrirse las puertas con su siseo característico, el hombre lo miró.

Su silueta no los había engañado. Era un varón de unos cincuenta años, muy estirado, con aspecto de aristócrata tranquilo y de mirada inteligente. Tenía las sienes perladas, unas cejas espesas y también salpicadas de blanco, y unos ojos hundidos en las cuencas como depósitos de brea sepultados por siglos de sedimentación y viento. En los dedos anulares de cada mano lucía anillos de oro, con dibujos simétricos y a simple vista complementarios. Lo de los cuernos, por fortuna, no era más que un efecto óptico, una hábil pintura trompe l’oeil sobre la superficie esmerilada del cristal de la puerta.

Cuando vio a Pere giró la cabeza hacia él, pero permaneció sentado, con las manos sobre las rodillas.

—Buenas tardes —saludó, con una impecable pronunciación de las consonantes.

—¿Quién es usted? —preguntó Pere, sin rodeos. Aquel hombre estaba tan vivo como él, no había duda, pero había algo en sus ojos que le inspiraba una profunda inquietud. Por primera vez, el militar experimentó una sensación ante una persona viva muy similar a la que sentía al tener cerca a las masas descontroladas de pellejos.

—Me llamo Zurek —se presentó—, Damián Zurek. Soy médico psiquiatra. Trabajo… o mejor dicho, trabajaba, en el hospital que hay sobre nuestras cabezas.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí?

—Bajando por la boca de metro de Santa Inés. A sabiendas de que los muertos odian el subsuelo, la opción más lógica era buscar refugio en esta estación. Luego vi este tren con luces encendidas, y decidí esperar en su interior a que viniera alguien. Por incómodas que sean las sillas de plástico, siempre será mejor que sentarse en el suelo. —Su exposición de los hechos era tan fría, organizada y aséptica como la disección de un cadáver en una autopsia. Pere notó que aunque aquel hombre no elevaba en ningún momento la voz, tenía la sorprendente cualidad de imponerse a cualquier otro ruido que hubiese de fondo.

Pere levantó una mano e hizo señas a los demás para que se acercasen. No dejó de vigilar en ningún momento al tal Zurek, que seguía en la misma posición de examinador de tribunal, con las manos sobre las rodillas y la espalda tan recta como si hubiese nacido sin lordosis.

Los cinco adultos observaron al recién llegado desde fuera del vagón, sin atreverse a poner un pie en él. Zurek los recorrió a todos con la mirada. El bebé comenzó a llorar, y Natalia tuvo que mecerlo en un lento vaivén de delante hacia atrás para que se tranquilizara.

—¿No ha venido más gente con usted? —preguntó el militar. Zurek negó con la cabeza.

—Me temo que soy el último que queda. De hecho, hasta que aparecieron ustedes, me estaba planteando en serio si sería el único superviviente en toda la ciudad.

—Pues ya ve que no… pero salga de ahí, se lo aconsejo. No sabemos qué es ese tren, ni a dónde lleva.

—¿Se sienten más seguros fuera que aquí abajo?

La sonrisa de Pere vaciló.

—Me siento más seguro sabiendo a qué atenerme.

Un ruido llegó desde el túnel que habían empleado para pasar del hospital a la estación unos minutos antes. Eran muchos pasos, pies que se arrastraban y tropezaban de manera caótica y manos cuyos dedos se clavaban en las paredes.

—Deberían entrar —aconsejó el doctor—. Están viniendo hacia aquí. Y tienen hambre.

—No pienso volver a poner un pie en ese tren del infierno —aseguró Natalia. Empezó a mudársele el rostro—. Y muchísimo menos con un niño.

—Yo tampoco —coreó Blanca. Fulgencio permaneció sumido en el silencio, a la espera de acontecimientos.

Éstos no tardaron en producirse. El cacareo indistinto y lejano de los pellejos se convirtió en un zumbido de avispas cercano y molesto. Unas manos surgieron de la boca del pasadizo, arañando la negrura. «¿De dónde han salido?», se preguntó Gael. «¡Nos siguieron a los sótanos del hospital, seguro! ¡Nosotros mismos les hemos mostrado el camino!».

En ese momento, el tren arrancó. Comenzó a avanzar muy lentamente, pero ganando velocidad a medida que se iba internando en el túnel. Las puertas aún no se habían cerrado.

Pere no salió fuera del vagón, pese a que lo deseaba con todas sus fuerzas. No quería verse atrapado en aquel sótano con los pellejos. Los demás, salvo Natalia, entraron también.

—Natalia, métete en el vagón —ordenó Gael desde dentro.

—Ni hablar. —Ella se encogió un poco, como solía hacer cuando su marido se le acercaba con esa expresión de «obedéceme o te enseñaré quién es el macho de la especie», pero no se amilanó. No del todo.

Gael vio en aquélla rebeldía algo más que una mujer infiel y contestataria; vio la confirmación de sus temores: que él ya no era el que mandaba, ni en el grupo ni en su círculo privado, el que circunscribía a su familia. Eso le irritó hasta lo indecible. Pensaba que la reacción de Natalia a la hora de proteger a aquel maldito infante sería algo pasajero, y que con el tiempo volvería a su habitual y consabido borreguismo, pero podía estarse equivocando también en eso.

—¡Natalia, entra ahora mismo en el tren! —le gritó, pero ella no se movía del sitio. El vagón pronto desaparecería en las profundidades de la tierra con los que estuviesen dentro, y los que no, los que permanecieran en aquel andén solitario, se las tendrían que ver con una horda de pellejos famélicos, ávidos de carne humana.

Natalia era consciente del peligro, por supuesto. Era como si de una docena de lugares distintos estuviesen tirando de cuerdas amarradas a su cuerpo, unas para que se quedara, otras para que huyera lo más lejos posible de allí… pero no podía decidirse por ninguna de las dos opciones. Si se quedaba, sabía que sus posibilidades de sobrevivir eran escasas, pero la visión de aquel coche lleno de carne despiezada era demasiado para lo que sus castigados sentidos podían tolerar. No quería ser el cristiano que se introdujera motu proprio en la jaula de los sacrificios, ni el cerdo que se acercara de buena gana a la mesa del carnicero para ver qué aspecto tenía por encima.

Los muertos se desbordaron por la salida del pasadizo igual que el agua se fuga esculpiendo caballos de espuma de una presa agrietada. El bebé comenzó a chillar de nuevo. Natalia hinchó el pecho pero sus pulmones no parecieron encontrar aire; el espantoso cuadro de la carnicería del vagón anexo volvió a su mente, se desdobló y estalló en prismas de luz. Los pellejos se aproximaban con escalofriante rapidez, y cuando se dio cuenta de la situación, Gael ya estaba dentro del tren.

El argentino no apartó ni un instante la mirada de la lucha feroz que se estaba desatando a menos de dos metros: una minúscula guerra entre Natalia y Natalia.

—¡Está bien, zorra estúpida! ¡Si quieres quedarte, allá tú! —le gritó, y pulsó el botón de cerrar las puertas, ante la mirada horrorizada del resto de los compañeros.

072

El circuito correcto se cerró a tiempo en la mente de Natalia. Recibió las palabras de su marido como si una mano enguantada le acabara de cruzar la cara de un bofetón.

«¿Zorra estúpida? ¿Intento proteger a este niño, y tú me llamas zorra estúpida?».

Parpadeó para aclarar la visión y vio alejarse cada vez más rápido la entrada al vagón; oyó gritar a los muertos, inflando y desinflando pulmones perforados o llenos de líquido, articulando asonancias que sonaron muy parecidas a una frase coherente en su cabeza (Naaaatttaaaa​lllliiiiaaaa… vveeennn cccooonnn nnnooossoottrroossss…) y ordenó a su cuerpo que corriera como no había corrido antes. No por ella, sino por el bebé. En los músculos largos de las piernas y el vientre notó como si le estallaran rígidos haces de alambre.

Faltaban menos de dos segundos para que el tren desapareciera por el hueco del túnel cuando una mano se aferró a su muñeca y tiró con fuerza, metiéndolos dentro a ambos, a Natalia y al bebé.

No fue la mano de Gael.

Entre Pere y Fulgencio la ayudaron a entrar. Blanca cogió al bebé, que seguía llorando, ahora más histéricamente, y lo acunó en su regazo para intentar tranquilizarlo. La oscuridad del túnel se abatió sobre ellos, cegando las ventanas y dejándoles inmersos en un islote de luz fluorescente.

Natalia hizo el gesto de hinchar los pulmones, sólo (y sólo si) alguna potencia divina tenía a bien rellenárselos con oxígeno. Tampoco era mucho pedir, pero la taquicardia y la sopa de adrenalina que hervía en su sangre volvía doloroso cualquier esfuerzo, incluso el de respirar. Se tuvo que convencer a sí misma de que estaba allí, y además viva, para que los demás también se dieran cuenta.

Su esposo estaba mirándola, agarrado al mástil de hierro que en otro tiempo había servido para los pasajeros que viajaban de pie. Descorrió los labios en una parodia de sonrisa y avanzó unos pasos hacia ella, con la expresión del «ya hablaremos luego» que solía desembocar en una tremenda bronca.

—Has tenido suerte —dijo Gael, como si no hubiese sido él quien apretó el botón para cerrar las puertas—. ¿Estás bi…?

El mundo explotó en un millón de alfilerazos de luz. Gael se contorsionó y su cabeza chocó contra algo: el mástil de hierro. Luego cayó al suelo y rodó un par de metros, mientras su cerebro iba recibiendo el dolor en fuertes dosis. Primero de su ojo derecho, a continuación de su cráneo. Se hizo un silencio total, e incluso el bebé dejó de llorar súbitamente.

Pere bajó el puño. Le había golpeado con todas sus fuerzas, y aunque sentía unas ganas inmensas de volver a hacerlo (se le veía en la cara, desencajada de rabia, que si fuera por él sus pies también se sumarían a la juerga, pateándolo allí mismo), se contuvo.

—Me importa una mierda que sea tu mujer. La próxima vez que hagas algo como esto te reventaré la puta cabeza contra esa barra, ¿me has entendido?

Gael se incorporó como pudo (plic, plic, gotitas de sangre le manaban de algún punto de la cabeza, no sabía si por delante o por detrás) y echó una mirada rápida a los presentes. El único que se dignó a devolvérsela fue el recién llegado, el doctor, pero no fue una mirada de odio, ni de complicidad o de connivencia de ningún tipo. Era de conmiseración, lo cual la hacía aun más dolorosa.

—¿Saben hacia dónde va este tren? —preguntó el doctor. Pere rió por lo bajo.

—Ésa es la pregunta del millón, amigo. La última vez tardó más de una hora en detenerse.

—¿Han intentado ponerse en contacto con el conductor?

Pere le invitó a cruzar al vagón anexo.

—Si lo consigue, avíseme y robaré para usted una caja de habanos.

Zurek miró al acceso que comunicaba con el otro coche. Una raya de luz muy intensa escapaba a través de la puerta, como un trazo de lápiz, como si las lámparas del otro vagón fueran mucho más potentes. Gael no había logrado cerrar del todo la puerta, o bien ésta había vuelto a abrirse con el traqueteo de la marcha.

Natalia sintió el impulso instintivo de socorrer a su marido, pero no se atrevió a acercarse a él. Ambos acabaron sentados en partes opuestas del coche, lanzándose miradas furtivas de vez en cuando. Ella se echó a llorar con gemidos entrecortados, como si se estuviera asfixiando. Fulgencio se sentó a su lado, pero Gael no se movió de su silla, el rostro encadenado a una mueca de rencor.

El argentino no tenía arrestos como para enfrentarse con el militar, pero lo miraba con odio contenido, como si desde ya fuese preparando inauditas venganzas y nuevas formas de tortura (todas indirectas, claro) en su fuero interno. Lo veía dependiendo de él en algún momento crítico, y siendo traicionado por Gael en el último segundo. Imágenes de una jauría de pellejos tendiendo sus manos hacia ellos mientras trepaban por un pozo adquirieron una sorprendente nitidez en su cabeza, que aún le dolía como el infierno. El fondo del pozo estaba lleno de esos engendros caníbales, y Pere trepaba por debajo de Gael. En un momento determinado, perdía asidero y le suplicaba al argentino que lo ayudase. Gael le daba un buen puntapié en plena frente, adornado por un chascarrillo gracioso, y el insufrible soldado caía a plomo sobre el colchón de uñas afiladas y bocas abiertas. Incluso pudo imaginar los gritos que lanzaba Pere al ser desmembrado por las bestias, al sentir cómo le abrían la carne para extraer el hueso que había debajo y sorber el tuétano. Luego Natalia o Blanca le preguntarían a Gael qué ocurrió, por qué su ídolo había caído al pozo, y Gael las miraría con lástima (la misma conmiseración que había recibido él de los ojos del doctor Zurek) y les diría que a partir de ahora se proclamaba nuevo líder.

Alguien se sentó a su lado. Gael dio un respingo, pues se imaginó que sería Pere, que venía para seguir atormentándolo. Pero no se trataba de él. Era el doctor.

—No se preocupe —dijo con calma—. La herida no es profunda. Le duele, pero no le quedarán secuelas.

Gael lo iba a espantar con un colérico «¿y usted qué coño sabe de esto?», pero claro: era médico. Le convenía tenerlo cerca.

—No sabe cómo me alegro…

—Con toda seguridad, no querrá que nadie le dé consejos sobre cómo manejarse con su familia, pero permítame que me tome la libertad de inmiscuirme.

—Inmiscúyase todo lo que quiera, me da igual.

—Pues entonces, empecemos como Dios manda.

El doctor le tendió la mano, en un gesto cordial con el que seguramente abriría sus sesiones de terapia. Gael le tendió la suya, y los largos dedos de Zurek la engulleron.

071

Damián hablaba en voz alta, para que los demás pudieran escucharle, aunque el tono era de confidencialidad, del típico hermanamiento paciente-terapeuta. Gael dedujo que el doctor quería que los demás supieran que no se estaba poniendo de su parte, cerrando filas en torno al débil, sino ayudándolo como era su deber. No era un aliado.

—Llevo media vida trabajando junto a pacientes muy enfermos, con patologías de las que no se curan de la noche a la mañana. Algunos ni siquiera tenían posibilidad real de mejora, sino sólo de aguantar hasta que sus cerebros terminasen de atrofiarse. Sé, por lo tanto, lo frágil que es la mente humana, lo cerca que se encuentra del punto de ruptura y lo dolorosa que es ésta cuando al fin se produce.

—¿Qué insinúa, que estoy loco por haber tratado de sobrevivir? ¿Por haberme puesto a salvo cuando salvarse era una cuestión de segundos? —Gael también elevó la voz al exponer sus argumentos. Quería que Natalia, y sobre todo Pere, los escucharan.

—Sé con certeza que no está loco, señor. No necesito hacerle ningún test para garantizarlo. Pero en estas últimas semanas he encontrado a muchas personas que no necesitaban estar enfermos para comportarse como tales. Las situaciones límite fuerzan demasiado el aguante de las personas, y cuando esas situaciones alcanzan un pico, un momento en el que el terror o la incertidumbre se hacen insoportables, la conducta de un hombre sano no se diferencia mucho de la de un psicópata.

Gael tenía la sensación de estar flotando en los ojos de Damián Zurek, en una especie de espuma roja. Sabía de lo que hablaba, aunque traducido a un lenguaje más coloquial: el miedo sazonaba el odio para convertirlo en un pozo de brocal resbaladizo, un cepo de dientes ocultos que podía volverse en situaciones de gran peligro contra la persona menos adecuada.

Incluso contra la esposa de uno.

—Tomé una decisión —esgrimió como único argumento—. Le advertí que entrase, que el tren se iba a esfumar dentro del túnel y ella se quedaría fuera…

—Pero cerró la puerta, y de una manera bastante iracunda, debo añadir.

—¡Sí, maldita sea, pero fue culpa suya! ¡Tenía que haberme obedecido cuando le ordené que entrara!

Natalia lo miró desde el fondo del vagón y se echó a llorar de nuevo. Fulgencio le pasó una mano por los hombros.

Gael enterró la cara entre las manos.

—Mierda puta…

—Es curioso que usted interprete el cariño hacia su esposa desde una perspectiva egocéntrica. Amor centrípeto, lo llamaría yo —sonrió el doctor—. Lo cual, por definición, contradice el sentido mismo de la palabra «amor».

—¿Qué cojones quiere decir eso?

—Que en ningún momento se planteó salir fuera a ayudarla. Usted se conforma con haberle ordenado que entrase, pero nunca estuvo dispuesto a quedarse con ella en ese andén para protegerla, en caso de que no pudiese entrar.

Gael no respondió a eso. Zurek se metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó un puro enano, con una etiqueta roja. Los demás lo miraron con curiosidad. El doctor sacó un mechero de oro y se lo ofreció a Gael.

—Calvino tenía razón al proclamar que algo que le hiciese sentir a uno tan bien no podía ser bueno, y lo decía… porque sabía de sobras que el mundo estaba lleno de cosas mucho más dulces y relajantes que una pausada lectura del catecismo. —Su sonrisa se ensanchó aun más. Los dientes sobresalieron de ella como la dentadura de una calavera—. ¿Acaso podría haber previsto que la nicotina crearía más adicción que las enseñanzas de la Biblia?

Gael aceptó el puro. La espuma de aquellos ojos se volvía más densa por momentos. Era como una pleamar hipnótica que dependiera de las cadencias de una luna freudiana.

—Yo habría salido a buscarla —aseguró el argentino, pero ni él mismo se lo creyó.

070

Natalia no escuchó esta última frase. Había estado atenta a las palabras tanto de su marido como del doctor, y ninguna le había gustado. Ni las insinuaciones de aquel «exprimesesos» de que Gael podía estar volviéndose loco (si lo estaba, no era más de lo que había estado siempre), ni las respuestas de él, echándole la culpa por tener miedo. Por sentirse tan agarrotada por el pánico que ni siquiera podía respirar sin que le doliera.

Amor centrípeto. Era un concepto audaz. El de Natalia siempre había sido un amor más bien centrífugo, hacia su familia, hacia Gael… o hacia aquel bebé que de repente sonreía como si todo marchase bien, pese a que tenía que estar muerto de hambre. La felicidad de los demás era el campo de batalla donde ella plantaba sus banderas, no en su propio pasto interior.

Gael la había ido educando con el tiempo para acostumbrarla a su carácter, a sus salidas de tono, pero nunca se había atrevido a llegar tan lejos. Una vocecilla que no era la suya le dijo: «Ha estado a punto de matarte, o de permitir que otros te mataran, anteponiendo siempre su seguridad». Natalia estaba acostumbrada al vaivén de cariño y recelo de su matrimonio, con las peleas seguidas de besos, las amenazas orladas de te quieros, los armisticios coléricos en lugares vacíos… pero Gael había traspasado aquel día una línea. Sí, señor; una línea brillante que existía en el cerebro de Natalia, ancha como el canal de Panamá, y que no había forma de cruzar a la inversa.

Alzó el pecho bruscamente; un resuello de desánimo, siseante, se coló garganta abajo.

Fulgencio lo interpretó bien.

—No te culpes por lo que ha pasado —dijo en voz baja. Él sí buscaba la confidencialidad con Natalia—. Salvaste al niño, en el hospital y aquí abajo. Eso es un acto de grandeza.

—¿Usted cree que lo he salvado? Si no me llegan a sujetar…

—Pero la sujetamos, y no fue para nada un acto de heroísmo. Lamento confesarlo, pero ninguno de nosotros salió del tren para ayudarla. Gael no fue el único que eligió quedarse dentro, a salvo, en aquellos fatídicos instantes. —Suspiró—. Si usted no llega a reaccionar y a correr como una liebre, nunca habríamos podido agarrarla, ni tampoco al bebé.

—El bebé… tenemos que darle de comer.

Al pensar en la criatura, Natalia respiró hondo, se ajustó su chaleco a prueba de balas emocional y dejó para luego el trabajo de sentirse menos que nada. Era fácil, cuando se tenía a alguien tan frágil y dependiente en los brazos, más poquita cosa aun que ella.

—No se preocupe. Cogí uno de éstos del hospital, pero creo que es leche para adultos, no para niños. —Fulgencio le mostró un bote precintado, tan pequeño que apenas daría para una ración de desayuno. Era uno de ésos que se ponen en las bandejas de comida de los hospitales y que encajan en una muesca hecha a su medida.

Natalia lo abrazó.

—Gracias, de verdad. ¿Por qué lo hizo?

—Buscaba esto para mí mientras Pere registraba la enfermería. Soy hipocalcémico.

Natalia destapó el bote y cogió al bebé. Éste pegó sus diminutos labios a la boquilla como si fuera a mamar de una tetina, por lo que la mitad de la leche cayó por fuera. Entre Fulgencio y Blanca tuvieron que arreglárselas para que el niño abriera del todo la boca, mientras Natalia le suministraba el líquido con el dedo.

—Espero que no le haga daño. Esta leche es muy fuerte para su estómago.

—Claro que no —dijo Natalia, suavemente—. Aguantarás hasta que encontremos una farmacia, ¿verdad, pequeñín?

El bebé le rechupeteó los dedos, todo ojos y pestañas.

Entonces, Fulgencio hizo algo que les sorprendió: se mojó los dedos en leche, recitó unas palabras en latín y trazó un signo de la cruz sobre la frente del niño.

—¿A qué ha venido eso? —preguntó Natalia.

—Simple precaución. Por si acaso no estuviera bautizado.

—¿Es usted supersticioso?

Fulgencio se masajeó el cuello.

—No exactamente.

—¿De qué le va a servir estar bautizado o no al niño? —preguntó Pere—. La mayoría de los pellejos que nos hemos encontrado seguro que lo estaban, y mire para lo que les sirvió. Si Dios ha decidido mandarnos al carajo a todos, lo ha hecho a conciencia.

—Lo que vemos son cuerpos podridos —precisó Fulgencio—. Sólo cáscaras. El alma sigue su camino natural, estoy convencido. Es otra cosa lo que los posee y los hace caminar.

—Pues yo no creo que el alma logre encontrar el túnel ese de la luz. En estos tiempos, haría falta una estación tipo Chamartín con carteles luminosos para recibirla y que no se pierda.

—¿Es usted católico, Pere?

—Lo fui hace mucho, cuando tenía trece o catorce años. Luego me hice mayor.

Fulgencio acarició la frente del bebé, extendiendo la mancha de leche.

—Todo buen vino se echa a perder si no se lo cuida. Rezo porque a este muchachito no le ocurra.

—Aunque no estuviese bautizado… —intervino Blanca—, este tipo de cosas sólo las puede hacer un sacerdote, ¿verdad? Aunque usted lo haga, no tiene validez… Para Él, me refiero. Para la administración del Cielo.

Fulgencio la miró en silencio, unos segundos, y luego sacó un pequeño objeto del bolsillo de su pantalón. Una tira endurecida gris marengo y blanca, preparada para ajustarse a una camisa o a una sotana.

Era un alzacuello.

069

—¡Padre Fulgen, padre Fulgen!

El monaguillo era un poco torpe, pero Fulgencio esperaba que no lo suficiente como para subir un corto tramo de escaleras sin tropezar. Se equivocó; al tratar de ganar de dos en dos los escalones de la sacristía, el muchacho enredó los pies de tal manera que la gravedad, la inercia y su escaso equilibrio no tuvieron que luchar demasiado, y se vino de bruces contra el suelo.

Fulgencio lo ayudó a levantarse, sacudiendo la cabeza con un gesto de infinita paciencia.

—Esto te pasa por atolondrado. Y te he dicho muchas veces que no me llames «padre Fulgen».

—Lo siento, padre, es que…

—Ya sé que con los teléfonos móviles esos tenéis la manía de abreviarlo todo, pero si te acostumbras a hablar así, imagínate lo que pasará cuando me ayudes en misa. «Pad Fulg —puso voz de falsete—, pued ya llev x fav las flors al Inri?»

El chico pareció turbado.

—Yo… yo nunca llamaría a jesús «el Inri», padre, como si fuera un colega del barrio…

—Más te vale que no lo hagas, si no quieres ver a un cura como los de antes, los de la vara de madera. —Le limpió de un par de sacudidas los pantalones. Había que barrer y fregar otra vez aquel suelo, y despedir de una santa vez (nunca mejor dicho) a la empresa de limpiezas que había contratado el anterior párroco—. ¿Qué diantre te ocurre ahora?

—Hay otra pintada en el muro de la iglesia.

Fulgencio apretó las mandíbulas. Para estar situada en un pueblo tan pequeño como Alcarria de la Sierra, era sorprendente la cantidad de problemas que tenía aquella parroquia con los gamberros y los niñatos que venían a hacer cross a las montañas. No era la primera vez que los ruidosos moteros dejaban pintadas sobre la fachada de la iglesia, la mayoría con carácter obsceno. El padre Fulgencio tenía algo parecido a un trato con el pintor del pueblo, José Lamarra, propietario además de la única ferretería, a cuenta de estos desagradables sucesos: cada vez que algún mozalbete con ganas de divertirse en la tierra a costa de perder unos cuantos días de paraíso volcara sus pajas mentales en el muro, José iría al día siguiente y las taparía con una mano de pintura fresca. Al ferretero no le importaba esperar a que el obispado le mandase el cheque, aunque tardara meses, con tal de estar a bien con la parroquia. Su hija se había beneficiado de esta relación de amistad (favoritismo era una palabra demasiado injusta; al fin y al cabo, José estaba haciendo más por la iglesia que la iglesia por él), cuando Fulgencio había decorado con flores y alfombras el día de su boda, sin cobrarle ningún extra. El rojo de las alfombras combinaba muy bien con el blanco cremoso de su vestido, que parecía un merengue, y le había hecho sentirse la mujer más importante del pueblo.

Cuando Fulgencio salió al patio de la iglesia y vio la pintada, el pintor-ferretero aún no había llegado. Pudo comprobar con un fruncimiento de ceño que el ingenio de los vándalos se iba refinando con el paso de los años. Esta vez habían dejado un simple mensaje, con falta de ortografía incluida, que decía:

SE TRASPASA POR CRUSIFIXION DEL DUEÑO

«Muy graciosos», pensó. Cómo se notaba que eran la generación de la MTV ésa. Al menos no habían acompañado el anuncio con los consabidos penes y testículos llenos de pelos que solían adornar los grafitis.

Esa mañana, al levantarse, había oído unas sirenas en la lejanía. Dejándose tentar por el diablo —sólo un poquito, lo que curaba un avemaría—, deseó que fuesen de la policía y que hubiesen pillado a esos chavales haciendo alguna diablura (preferentemente ilegal) que les costase un par de noches a la sombra.

—Malditos bromistas… —masculló con los brazos en jarras. Ahí se iban otros cien euros en pintura, aunque ni de broma pensaba volver a encalar. ¿Sería pecado instalar un sistema de videovigilancia colgado del capitel de la columna y gravar con ese gasto a las arcas del Obispado?

El sonido del viejo SEAT Fura 127 de José era inconfundible. No sonaba como un ronroneo, a menos que los gatos supieran ronronear con la nariz sumergida en melaza, y desde luego no tenía un silenciador de ésos que tanto se prodigaban en los coches modernos. Con una especie de tosido y un latigazo del tubo de escape, el veterano de la 26 (como lo llamaba el dueño original que se lo había vendido a José, el frutero Isidoro Dorta) escaló la rampa que enlazaba la carretera con el patio de la iglesia y aparcó debajo del abedul. El ferretero salió sin quitar las llaves del contacto y saludó con un ademán afligido al padre Fulgencio. Llevaba puesta su chaqueta preferida, la que traía siempre a la misa del viernes por la tarde, una guerrera color cervato con parches en los hombros. Su intención, por tanto, no era esgrimir la brocha.

—Buenos días —barruntó.

—Buenos los tenga. —El abultado centro de la ceja única del cura se arrugó—. ¿Qué le pasa, don José? Parece como si los ratones se le hubieran comido al gato.

El hombre se las arregló para soltar un suspiro que llevaba dentro una queja, una afirmación y la explicación de por qué parecía tan abatido, todo ello batido en un lento fffffffssss​hhhhhppprrrrrr. Una vez desgranadas las palabras y separadas por categorías, la frase podría haber sonado tal que así:

—Es el hijo pequeño de María, la de las flores. Ha tenido un accidente mortal con el coche de su hermano.

Fulgencio olvidó al instante la pintada y se encaró con él. Sintió como si hubiera tropezado con una valla por la que corriera una moderada carga eléctrica.

—¿El pequeño Bastián? ¿Ha cogido el Pedromóvil sin permiso?

La familia de María había tenido muchos problemas con ese engendro que sus hijos llamaban «tragamillas» o «espada del infierno». Como este último epíteto no le agradaba nada a su madre, y ante su incapacidad para recordar la marca o modelo del coche (siempre decía que era un mancia, un trancia o algo así), ella lo llamaba Pedromóvil, ya que había sido su hijo mayor, Pedro Serafín, el que había ahorrado durante tres años del poco sueldo que le pagaba su madre por tenerlo de ayudante y se lo había comprado. Tanto Pedro como su hermano encajaban como un guante en el perfil del típico adolescente de un pueblo pequeño y aislado: estaban mortalmente aburridos, y ansiaban tanto parecerse a los chicos de una gran ciudad, estaban tan obsesionados con imitar sus modos de vida y su lenguaje soez, que asimilaban todo lo malo en lugar de lo bueno. No era sólo que la policía los hubiera trincado en varias ocasiones fumando petardos y esnifando coca (un material de fabulosa calidad, según le había dicho el inspector una vez; una coca tan fina que se podía ver cómo relucían sus limpias escamas bajo los focos), sino que eran incapaces de concebir la diversión sin una tranca del carajo, que normalmente desembocaba en disturbios y cajas vacías de Tranquimazín en la cómoda de su madre. No necesitaban el ambiente deprimente de los bajos fondos de Madrid, con todas esas callejas retorcidas que morían en patios sucios y en solares llenos de desperdicios, pero seguro que lo echaban de menos. Fulgencio, que los conocía a ambos desde la puesta de largo de la piedra bautismal, no descartaba que estuviesen detrás de algunas de las pintadas más hirientes en la fachada de la iglesia.

La llegada del nuevo bólido había sido más una maldición que una ayuda para la familia. Pedro lo conducía de manera habitual, al fin y al cabo el coche había salido de sus ahorros, y el hecho de que no se lo dejara a su hermano no tenía tanto que ver con su minoría de edad (Bastián sabía conducir desde los trece), sino más bien con el temor de que se lo rayara o lo estampara contra un árbol en sus locas correrías de domingo. Era como un taxista con un flamante coche nuevo, con los cromados brillantes y el odómetro marcando cero coma cero kilómetros.

Una vez, Bastián había aparecido por la escuela con varios círculos morados bajo los ojos. Él alegó que se había tratado de una trifulca entre adolescentes que, por supuesto, había ganado. Pero el padre Fulgencio se imaginó al jovencito entrando medio colocado en el garaje de su hermano y robándole el bólido para llevar a alguna incauta del pueblo al huerto. Y Pedro Serafín no era de los que reaccionaban bien a esas provocaciones.

—Lo único que se sabe es que encontraron el coche siniestro total, volcado en una cuneta —explicó el ferretero, afligido. Para él, siniestro total no era un estado, sino un lugar, una especie de antesala del purgatorio que se llevaba las almas de los conductores imprudentes—. El pequeño Bastián estaba dentro. Tuv… —le falló la voz—, tuvieron… que cortar los hierros con una tenaza para sacarlo.

«Así que ésas eran las sirenas que oí esta mañana». El cura tragó saliva. «Voy a necesitar más de un avemaría para expiar esta culpa. Una caja de ellos, más bien».

—¿Dónde está la familia ahora?

—En el centro de salud. Creo que tienen allí el cuerpo…

—Llévame.

Tanto el cura como el ferretero eran personas de generosa circunferencia, pero se apretaron dentro del minúsculo Fura y se trasladaron a la máxima velocidad posible (es decir, la que no permitía coger los desvíos hacia «siniestro total») rumbo al centro de salud del pueblo. El pequeño edificio era una adusta construcción de ladrillo rojo, superviviente de los tiempos en que los alcaldes de los partidos políticos abogaban por tener edificios municipales nada ostentosos, que disimularan un poco el boato de sus haciendas personales. La familia del accidentado ya estaba allí, sembrando de pañuelos negros y humo de cigarrillos el patio de atrás.

José aparcó en la puerta y Fulgencio se apeó. Al verlo llegar, las matronas y las viejas de pañoleta negra se deshicieron en gimoteos y se santiguaron, todas a la vez. El cura sabía que muchas de aquellas venerables damas eran lo que se conocía como «plañideras», es decir, viudas curtidas en funerales que se personaban en cada velatorio que tenía lugar en el pueblo, comandos depresivoreligiosos con una única función: soltar gemidos de dolor, perfectamente entrenados, cada cierto tiempo, para que no decayera en ningún momento la sensación de tragedia. Los niños las odiaban a muerte. Los adultos no tenían más remedio que soportarlas porque era tradición tenerlas allí, y las mujeres jóvenes sabían que, a la larga, ellas también acabarían siendo plañideras.

—¡Padre Fulgencio! —exclamó una voz cargada de pena. Era María, la madre del fallecido, que se le arrojó a los brazos nada más verlo, como si él fuera una especie de doble colchón, físico y emocional.

—Calma, calma, hija mía —dijo el cura, dándole palmaditas en la espalda—. Siento muchísimo lo que ha pasado. ¿Cómo ha podido suceder?

—Ay, padre, yo no sé de estas cosas. ¡Sólo sé que cuando ese maldito coche llegó a esta familia, trajo al diablo con él! —estalló, mirándolo con ojos empañados, de parabrisas sucio y húmedo de lluvia.

«El coche, sí, pero también las drogas y el alcohol y todo lo demás», se lamentó Fulgencio. Aquel accidente no era sino el eslabón final de una cadena que no había comenzado ni mucho menos con el bólido, sino muchísimo antes, con el primer porro que se fumaron Pedro Serafín y Bastián cuando sólo eran unos críos sin nada que hacer, ni ningún futuro al que dirigirse.

—¿Cómo ha podido quitármelo Dios? ¿Cómo pudo decidir que Bastián ya había vivido suficiente? —sollozó la madre.

Fulgencio asintió, como si esa frase no fuera un simple lugar común.

Sólo tuvo que levantar un poco la vista para localizar al propietario del vehículo. Pedro Serafín era de media unos centímetros más alto que el resto del pueblo, así que destacaba no sólo por la cazadora de cuero y las botas militares, sino también por la cresta estilo Beckham que sobresalía como una quilla de barco del mar de cabezas.

Fulgencio dejó a María a buen recaudo con las viejas y se aproximó al joven. Se le hizo raro verlo fuera de su cascarón habitual, su bólido con motor rugiente de noventa y seis octanos con más cicatrices de tunning que el monstruo de Frankenstein, dos escapes y el culo levantado de tal manera que el morro apuntase siempre hacia el asfalto, al que se agarraba como un ave prehistórica. Incluso tenía un insólito tercer faro mirando desde encima de la parrilla, colocado a la altura exacta para deslumbrar a los que vieran surgir a la bestia por el espejo retrovisor. Todo un símbolo de poderío masculino con el que seguro que Pedro había desvirgado a la mitad de las jovencitas de la comarca. Fulgencio se preguntó cuántos sosias de Meteoro se estarían incubando en aquellas estriadas barrigas de quinceañera.

—Mis condolencias, muchacho —dijo a modo de saludo. El joven lo miró sin decir nada, pero se le notaban el odio y el desprecio batallando y echando chispas detrás de las pupilas.

—Piérdase. Vaya a darle la brasa a mi madre. A mí no me vale su cháchara sectaria de comecocos.

—Cháchara sectaria de comecocos —repitió Fulgencio, metiéndose las manos en los bolsillos—. Apuntaré esa expresión para el responso. Me gusta.

—Que le jodan. A ver si ésta le gusta más.

De fondo se oyó un suspiro ahogado, coreado al instante por otros similares. Las plañideras empezaban a calentar motores.

—El cuerpo de tu hermano descansa dentro de ese edificio —señaló el cura, con un súbito endurecimiento de la voz—. Aún no lo he visto, pero seguro que está hecho trizas. Dicen que los curas somos unos tíos entrenados en echar la culpa de todo a la gente, a todo el mundo menos al Altísimo, pero esta vez te puedo asegurar que tú has tenido mucho que ver en esta tragedia, Pedro. Tú y nadie más que tú. —Le clavó un dedo en la coraza de cuero de su chaqueta—. Te acabas de quedar sin hermano pequeño, así que no me vengas con gilipolleces y ve a consolar a tu madre, antes de que la eches de menos en el cuartelillo.

El joven lo miró con una mezcla de rabia y miedo, a partes iguales. Nunca le habían hablado así, pues su pinta de macarra lo hacía parecer mayor y más peligroso de lo que era. Sostener la pose de ser más duro que nadie era una buena herramienta de disuasión, pero Fulgencio estaba acostumbrado a lidiar con ovejas descarriadas que más que la vara del pastor, lo que necesitaban era un buen latigazo en sus cuartos traseros para que volvieran al redil.

—No tengo motivos para hablar con la policía —se defendió. Sus ojos saltaban de un punto a otro con un aire de furiosa y malsana suspicacia—. Mi hermano se llevó el coche para mojar la marrana y tuvo mala suerte. Le dije que no lo cogiera, que era mucha máquina para él, pero pasó de mí.

—Por lo poco que sé, estaba solo cuando tuvo el accidente. No iba acompañado de ninguna chiquilla para «mojar la marrana», como tú dices. Pero no es a mí a quien tendrás que explicárselo, sino al inspector Rodrigo, esta tarde o mañana. —La amenaza le golpeó, tan brusca y horripilante como la estocada de un punzón para el hielo. Pedro Serafín retrocedió un paso, pero el cura se pegó a él para no darle cancha—. Seguro que tu hermano estaba haciendo un trabajito para ti, y que le prestaste tu coche para que fuera y viniera más deprisa.

—Viejo loco —escupió el joven—. Me encargaré de ti y de tu iglesia en cuanto esto se calme. —Lo dijo en voz muy baja, pero Fulgencio se lo leyó en los labios, aunque no estaba seguro de si estaba oyendo a Pedro Serafín o a alguno de los estimulantes que hubiera tomado nada más conocer la noticia.

—Nos veremos por la sacristía, entonces —accedió el cura, sorprendido del tono defensivo que notó acechando en su propia voz.

José Lamarra se unió a ellos, huyendo de los corrillos en donde había viejas de negro. Pedro sacó sus gafas de sol de un estuche, abrió las patillas con un gesto seco y se las puso.

—Allí nos veremos —prometió, y se fue dándole un empujón con el hombro a José. No se acercó a consolar a su madre. Más bien, se subió en la motito que usaban para los repartos de la floristería (su motor despertó con un rugido tan feroz como él se sentía) y se marchó, rumbo a algún pozo de desolación y de sustancias estimulantes del que no saldría en varios días.

Bajo el bigote de morsa del ferretero asomó una sonrisa antipática.

—¿Se te ha puesto gallito?

—Creo que él tiene la culpa de lo de su hermano. Pero no voy a insistirle más sobre el tema. Que se encargue la policía, que para eso está.

En ese momento, el doctor salió del centro médico para informar a la familia de las novedades. Fulgencio no escuchó las subsiguientes quejas, demandas y súplicas. Se perdió en sus pensamientos, aislándose como una ostra en un mar de perlas desnudas, sin protección contra las mareas caprichosas. El motivo por el que había atacado directamente a aquel chico se volvió indeterminado, elusivo. Esa noche llegaría a parecerle incluso desproporcionado que le dejase marchar sin la buena suerte y el amparo divino. Pedro Serafín no era un ejemplo para la comunidad, y viéndolo recorrer la senda de la vida en compañía de aquella furia, estaba convencido de que necesitaría ambas cosas. Pero si había venido a ver el cuerpo de su hermano era porque debía de seguir sintiendo algo por él, aunque fuese una chispa de amor filial, de ése que se traduce en esperanza.

Una cosa empezaba a tener clara desde ya, y era que

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cada vez le resultaba más difícil controlar aquellos accesos de furia, tan indignos de un hombre de su condición. El episodio con Pedro y todo lo que aconteció después, los problemas con la familia y el increíble suceso con el cadáver de Bastián, no fueron más que ejemplos palpables de ese cambio. Un clavo más en el ataúd que encerraba su carácter.

Fulgencio tenía demasiada rabia acumulada en su interior, demasiado odio hacia todo lo que no encajaba con sus esquemas mentales de lo que estaba bien y lo que era correcto. Demasiado incluso para un cura de pueblo, de ésos que aún se podían permitir el lujo de ser «como los de antes» y mostrar de vez en cuando un poco de mano dura. No como los seminaristas domesticados de hoy en día, a los que la opinión pública y la falta de garra de la Iglesia —o más bien su falta de credibilidad, en un mundo cada vez más laico— había convertido en llorones políticamente correctos. El mensaje fundamental del clero había dejado de ser «pon la otra mejilla y ama a tu prójimo», para centrarse en un repetitivo y tedioso «rellene la casilla de ayuda a la Iglesia en su próxima declaración de la renta, por favor».

«¿Lo ves? Demasiada rabia».

El bebé de Natalia había acabado con toda la reserva de leche de aquel bote. Eructó contento y permaneció con la mirada fija en el infinito, como si el sistema operativo básico que traía su mente al nacer le estuviese diciendo que le faltaba algo (dormir, probablemente), pero que no sabía cómo llegar hasta ello. Si su cabecita no salía por sí sola de aquella encrucijada, se echaría a llorar en breve, reclamando ayuda del exterior.

—Acúnalo —aconsejó Fulgencio, y dejó a Natalia a solas con el niño. Ella lo apretó contra sus pechos y ronroneó una canción de cuna.

—¿Alguien ha intentado acceder al vagón trasero? —preguntó el psiquiatra, con esa voz tan tranquila que parecía sintetizada por un ordenador.

Todos miraron hacia la puerta opuesta a la que habían abierto, la que llevaba al vagón de atrás. Habían estado tan ocupados intentando acceder a la cabina del conductor, que no se les había pasado por la cabeza investigar en los demás coches.

—Puede que esté lleno de pellejos, o de restos humanos, como el de delante —opinó Gael.

—O puede que no —dijo el psiquiatra—. Tal vez haya más gente atrapada, como nosotros, que no saben que estamos aquí.

Sonaba lógico, o tan lógico como para intentar salir de dudas. Pere repitió el mismo proceso previo que con la puerta anterior (golpes en el metal, un código de aviso, tirar para ver si se abría) y tuvo la misma suerte que la primera vez. La puerta estaba cerrada a cal y canto, y nada ni nadie respondió del otro lado.

—Es inútil —sentenció. Y ante la mirada inquisitiva del resto, procedió a aclarar—: No pienso volver a hacer de Tarzán por fuera del tren, lo siento.

Fulgencio se acercó a la puerta. La tocó. Estaba fría.

—Cuidado —advirtió Pere, como si pudiera abrirse de improviso para descubrir el horror que aguardaba detrás. La paranoia estaba haciendo estragos en las mentes de todos, pensó el cura, menos en la del doctor. Por algún motivo, éste era capaz de controlar hasta el último ápice de sus emociones externas. Tal vez se estuviera cagando de miedo por dentro, como todos, pero su aspecto seguía siendo el de un hombre calmado y sofisticado, que esperaba con tranquilidad a que fueran sucediendo las cosas.

—Tranquilo. Si ha permanecido cerrada hasta ahora, no creo que vaya a moverse sólo porque alguien se lo pida —dijo con sorna.

Y en ese momento, la puerta se abrió, desplazándose sin el menor ruido sobre las guías.

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Fue como diseccionar grano de plata a grano de plata una fotografía antigua. Los siete supervivientes, incluyendo al bebé, permanecieron estáticos y completamente mudos mirando a través de aquel acceso al otro coche.

Ninguno se atrevió a hacer el más mínimo movimiento, hasta que Fulgencio, que era quien estaba justo delante de la puerta, soltó el aire retenido en sus pulmones con un silbido, y antes de aspirar de nuevo, inclinó la cabeza hacia delante para ver mejor.

—T… ten cuidado… —advirtió Gael, y a Fulgencio le sonó como aquel pobre tartamudo que asistía a la logopedia de los miércoles en la iglesia, uno de los servicios que se daban en cooperación con el centro de salud del pueblo.

El cura no sólo tuvo cuidado. Se atrevió a más. Puso un pie dentro del vagón y metió bien la cabeza, para que sus ojos distinguieran mejor los detalles. La luz no era la misma; era más tenue, más relajante, casi de templo o catedral. Los fluorescentes del techo palpitaban con un resplandor suave, como si se hubiesen quedado a medio prender.

El coche estaba limpio. No había rastro de matanzas ni carnicerías de ningún tipo. Incluso el sonido de la máquina se le antojó más débil, amortiguado por la misma sensación de quietud, como si fuera algo sólido y esponjoso.

Fulgencio introdujo aire en sus pulmones, al tiempo que lo veía.

Era la decoración de las paredes. Lejos del aspecto funcional y áspero de un tren de metro común, aquél estaba profusamente decorado, como si fuera en realidad uno de los coches de lujo de los antiguos trenes hindúes, y en él viajara un alto comendador de la casta mayor, con su escribanía de roble, sus baúles charolados y su obediente séquito de lacayos. Había incluso candelabros bañados en oro, siete en total, acompañados por otras tantas estolas con forma de espada, que colgaban enrolladas de los mástiles.

Pero lo más asombroso de todo eran las estatuas que bloqueaban el paso hacia la salida opuesta. Parecían figuras de madera sin demasiado grado de detalle, como las que se usaban para atrezo en las obras de teatro. Alguien las había dejado allí, amontonadas sin ton ni son, como si el vagón fuera el almacén de una compañía ambulante.

Eran cuatro estatuas desgastadas, la primera parecida a un león con la piel llena de ojos; otra como un toro con tres cornamentas superpuestas y retorcidas como las ramas de un alerce; una tercera como un ave Roc de ésos de la mitología árabe, que tanto aterraron a Simbad el marino, con un diminuto elefante preso en las garras; y la última parecida a un hombre de cuatro rostros, cada uno dirigido hacia un punto cardinal y con siete ojos poblando cada frente. Ninguna de las efigies era especialmente hermosa ni turbadora, sencillamente estaban allí, ansiando descubrir el siguiente proscenio que vestirían con su quimérica presencia.

El asombro, como un enorme tablón de madera, cayó sobre la mente del sacerdote y borró de ella cualquier pensamiento objetivo. Por unos momentos fue incapaz de articular palabra, al tiempo que un temblor incontrolable se apoderaba de sus manos. Si hubiera tenido anillos, por más apretados que estuvieran, el temblor los habría deslizado hasta la uña.

—¿Fulgencio? —se asomó Pere, el cuchillo desenvainado—. ¿Estás bien?

El cura no respondió. Un mal presagio estaba adueñándose de él, una comezón que empezó en su nuca y fue bajando lentamente hasta los testículos. Se acercó con cuidado al amontonamiento de estatuas, como si intuyera un nido de víboras en su interior. Parecían estar sepultando algo, una especie de…

No.

¡No!

No podía ser. ¡Era una condenada locura!

Fulgencio retrocedió y trató de cerrar la puerta del vagón. Ésta no se movió. Su respiración era como el trueno de los cascos de los caballos en un hipódromo. Los demás lo miraban, intranquilos.

Sintió un contacto en el hombro, que lo hizo saltar con una descarga eléctrica. Había sido la mano de Pere.

—¿Qué te ocurre, Fulgen? —preguntó el militar—. ¿Qué has visto?

El cura lo miró, como descubriéndolo a su lado, y musitó:

—No… nada… es sólo… —Continuó hablando en un grave murmullo, con las mandíbulas flojas y los ojos ofuscados—. Es que no esperaba ver esas estatuas, es todo.

—¿Pero qué es lo que le preocupa? ¿Qué tienen de raro esas figuras para que esté tan nervioso? —intervino Blanca, que volvía a juguetear con el móvil.

¿Nervioso? Fulgencio se echó a reír. Estaba tan alterado que podía ver sus propios latidos como brillantes puntitos luminosos ante los ojos. Pero no, pensándolo bien no eran nervios. Pánico, tal vez, o quizás lasitud, o el sobrecogimiento extremo que sentía cuando

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creía estar en presencia de un milagro.

Y aquello era, sin duda, algo que encajaba en la definición de milagro que venía anotada en la Biblia. Decía Samuel, relatando sin un prurito de rigor histórico la alianza entre David y Jonatán: «En exvoto de sangre pagarán los injustos aquellos pecados que sólo mediante la palabra de Él, sin explicación natural, puedan recaer sobre los hijos de Adán».

Un galimatías típico de la forma de escribir de los evangelistas, pero que encerraba la primera definición de suceso increíble que Fulgencio había leído nunca. Ahora, mientras miraba a Pedro Serafín salir de la floristería con un ramo cargado de rosas blancas y media docena de gladiolos, irradiando sonrisas y buen humor a quien quisiera saludarle, pensó que el bueno de Samuel no iba muy desencaminado. Sólo Él, el Altísimo, podía dar una explicación mínimamente razonable a aquella estampa.

Pedro Serafín no saludaba a la gente, y punto. Estaba dominado por un comportamiento atávico; era el típico bruto que se sentiría a gusto viviendo en un árbol y arrastrando a su mujer por el moño mientras no estuviera cazando mamuts o degollando enemigos. Para él y para su difunto hermano, «civismo» era una marca extranjera de tabaco o la capital de la India. Así que un comportamiento tan amable, tan cordial, sólo podía ser síntoma de que algo extremadamente raro estaba ocurriendo en el seno de aquella disfuncional familia.

Lo siguiente que vieron los ojos de Fulgencio fue el rótulo:

DÍA DE TODOS LOS SANTOS. ¡NO TE QUEDES SIN TU RAMO! ¡DEMUÉSTRALES CUÁNTO LES QUIERES ANTES DE QUE LOS VUELVAS A VER!

En la puerta de la floristería. No le prestó demasiada atención. El díscolo joven estaba ayudando a su madre a hacer los ramilletes (había días en que ella no podía ni siquiera cerrar el puño, pues los nódulos de la artrosis le agrandaban de forma grotesca los nudillos) y colocándolos pulcramente en su mochila de reparto. Varios vecinos se le acercaron e incluso se atrevieron a iniciar conatos de charla.

El cura no pudo soportarlo más. Con andar distraído, se acercó a la floristería y fingió valorar unos centros de petunias para el altar. Caléndulas, ásteres y cimicífugas se peleaban por ocupar el puesto de honor en el centro del escaparate. La etiqueta mostraba un precio antiguo tachado con rotulador y uno nuevo en números grandes y vistosos.

Pedro Serafín alzó la vista y lo descubrió allí, mirándolo de reojo. Le dirigió una sonrisa extrañamente compleja.

—¡Buenos días, padre! —Sus dientes asomaron como gallos aprestándose a una pelea—. ¿Hace o no hace un maravilloso sol de verano?

—Eh… sí, supongo que sí…

—Tenemos una oferta por el Día de Todos los Santos (aquí lo abreviamos DTS, y perdone por el atrevimiento): un tercer ramo a mitad de precio por cada dos que superen los diez euros. ¡Aproveche para decorar la iglesia!

—Lo… lo pensaré.

«Esto es inverosímil. Aquí hay truco», se repitió Fulgencio. La última vez que había visto a aquel macarra tenía la mente y las emociones revueltas en un guiso de rabia, tristeza y resentimiento. Incluso lo había amenazado con algo más que pintadas heréticas en el muro de la sacristía antes de irse.

Para ser un buen sacerdote había que ser, además, un excelente juez del carácter humano. Fulgencio se preguntó si el shock por la muerte de su hermano, combinado con el de la pérdida del bólido, habría afectado hasta tal punto la mente de Pedro que lo había vuelto loco. O eso, o se había inyectado una porquería tan densa, nociva y potente, en cantidades industriales, que lo había catapultado a un imaginario mundo de Oz del que caería tarde o temprano, con secuelas imprevisibles para su salud.

—¿Está tu madre, Pedro?

El dedo anular del joven, el único que no estaba ocupado sosteniendo ramos, se estiró en dirección a la trastienda. De ella salió María con una sonrisa de modelo de pasta dentífrica y el cambio para unos ancianos. Había gente en el pueblo, sobre todo la gente muy mayor, que aún le pagaba en pesetas, moneda que la dueña aceptaba siempre que se la siguieran cambiando en el banco.

Pedro Serafín, que por primera vez en su vida parecía encajar en el nombre que su madre le había puesto a despecho del santoral, aceleró y se perdió con la motito entre las calles del pueblo. Fulgencio entró en la tienda.

—¡Padre, bienvenido! —prorrumpió la dueña, todo gozo y brazos extendidos. Llevaba el cabello en una melena revuelta, de mucho trabajo y poco tiempo para acicalarse, con un flequillo desordenado sobre la frente. Fulgencio la besó en la mejilla, pero mantuvo un cierto distanciamiento al estilo púlpito, desde el otro lado del mostrador.

—Buenos días. Quisiera llevarme un par de centros para el altar. Petunias.

—Llévese tres, mejor; tenemos una nueva oferta que consiste en…

—Sí, su hijo me lo contó. A mitad de precio. Vale, me llevaré el tercero.

María rebuscó en la trastienda y volvió con dos centros. El último lo sacó directamente del escaparate.

Los ancianos se marcharon con sus monederos llenos de pesetas, y Fulgencio se quedó solo en la tienda, con la dueña. Era el momento de lanzarse.

—Por cierto, hablando de su hijo… —carraspeó—. Pedro…

—Acaba de marcharse a repartir.

—Lo sé, me lo encontré ahí fuera. Pero quería preguntarle algo, María…

La mujer se inclinó sobre el mostrador, tapándose el escote con la mano.

—Usted también lo ha notado, ¿verdad? ¡Está cambiadísimo! —comentó, en una imitación más que aceptable de la seriedad.

—Cambiado no es la palabra que yo utilizaría. —La miró con intensidad a los ojos, como cuando le sacaba las más profundas confesiones en la iglesia—. Dime, María: ¿va todo bien en tu casa? ¿El resto de la familia está bien?

Ella reaccionó en parte a aquel reflejo aprendido, el de ponerse seria y trascendental y sentir ganas de desnudar su alma cada vez que un sacerdote le hablaba en ese tono. Era un condicionamiento férreo inculcado desde la infancia.

—Sí… todo va… Bueno —se sonrojó—, no todo. Podría ir mejor, pero no mucho mejor. Ya… ya no estoy apenada por que Bastián se marchara.

—¿Has dejado de sentir el dolor de una madre?

—¡No! Eso nunca —se apresuró a aclarar—. Pero es… es distinto. Sé que Bastián está… estuvo siempre de acuerdo con permanecer al lado de los suyos, y no abandonarnos nunca. Su amor es infinito ahora, porque ha visto cara a cara a Dios.

Fulgencio entornó los ojos.

—Me alegra que hayas reflexionado sobre este angustioso tema, y que hayas llegado a tales conclusiones, pero… ¿y Pedro? ¿También ha conseguido ver a Dios más de cerca?

María rió, con esa risa limpia y saludable que nace en la parte inferior de los pulmones y que sólo tienen las personas que son realmente felices. Lanzó una mirada de complicidad al Cristo de la pared y dijo:

—Ay, padre… ¿quién no sentiría al Altísimo más cerca, cuando es capaz de mandarle un mensaje tan claro de Su bondad?

Fulgencio no pudo seguir interrogando a María, porque las golondrinas de metal que hacían de campanillas tintinearon y otros vecinos ocuparon la tienda. Todos querían llevarse tres ramos de cada cosa, ni uno menos. María los atendió gustosa, y envió a un niño que la ayudaba por las tardes a cambiar las monedas al banco (una sucursal del Banco Pastor, el único que había en la villa).

Fulgencio regresó con paso rápido a la sacristía. Sorprendió al monaguillo con la mano dentro del pantalón, frotándose ocioso sus partes mientras colocaba rectos los cien pabilos de la parrilla de velas. Le dio un coscorrón y le ordenó que fuera a casa de María, a llevarle más panfletos de propaganda del DOMUND para que los repartiera en sus ratos libres.

El joven, frotándose la nuca por el dolor (con la misma mano con la que había estado masajeándose los testículos, y que Fulgencio le ordenó lavarse), le dijo que ya le había dejado un buen taco el día anterior en la tienda, y que si le llevaba otro la pobre mujer tendría publicidad de la ONG como para abastecer a cinco colegios de San Ildefonso. Fulgencio insistió, y le dijo que se fijara bien cuando llegase a la casa… por si veía algo extraño. Cualquier cosa. Y que si veía algo no se quedase a disfrutar del espectáculo, sino que volviera corriendo, o volando a MACH 3 como el Espíritu Santo, a decírselo.

El aturullado joven agarró el taco de folletos y se marchó en su bicicleta a casa de la dueña de la floristería. La más genuina incomprensión batallaba en su rostro con la vergüenza por haber sido descubierto haciendo algo muy común en los adolescentes, en terreno sagrado. Por eso, y porque el cura aún no le había soltado la semanada, obedeció sin rechistar. Desapareció pedaleando por la cuesta de San Patricio y se pasó al lado izquierdo de la carretera, donde los coches podían verlo llegar de frente.

Fulgencio paseó de un lado para otro, haciendo cosas, esperando a que volviera. Un reloj de péndulo, mientras tanto, lanzaba su tranquilo tic-tac en un rincón. Cuando terminó de hacer las tareas que le tocaban aquel día, siguió paseando y rematando otros asuntos pendientes. Cuando éstos también se acabaron, hizo los deberes de su monaguillo. Y cuando éstos también se habían agotado, siguió paseando a secas. El San Luis de palo que tenía en una de las capillas abrió con estupefacción los ojos, de tanto verlo cruzar de derecha a izquierda, dejando un surco en el suelo.

El muchacho tardó dos horas largas en regresar. Ya eran cerca de las tres de la tarde. Fulgencio oyó el timbre de la bicicleta cuando cruzó la línea continua de la carretera y frenó ante la iglesia. Luego la puerta se abrió.

—¡Roberto! —así se llamaba el monaguillo—. ¡Por fin! ¿Le dejaste los panfletos en el buzón?

El joven tenía la mirada perdida, flotando en una especie de espacio intermedio entre la sorpresa y el miedo. Cuando Fulgencio le tocó el hombro, dio un saltito.

—¿Qué…?

—Los folletos. ¿Se los dejaste a María en su casa?

—Sssss… no. Sí. No lo sé —confesó. Su mirada era irremediablemente atraída por una de las capillas, y se perdía en ella como un velero en una noche de tormenta. «Ido» no era el adjetivo correcto que se podía aplicar al joven. Más bien… perdido en una especie de sutil catatonia.

El párroco se situó entre él y aquella capilla, tapándola con su cuerpo. Entonces el joven lo miró a la cara.

—¿Qué viste en esa casa, Roberto? ¿Qué había allí?

El muchacho estalló en lágrimas. Sus sollozos eran tan agudos y explosivos que parecía que se fuera a asfixiar. Fulgencio lo llevó a la habitación que tenía las sillas más cómodas (donde habitualmente se impartían las catequesis) y lo sentó. Él mismo le sirvió un vaso de agua. El joven estaba conmocionado.

No logró sonsacarle mucha información. Sí, había estado en el hogar de Pedro Serafín y su beata madre, una casa terrera de las afueras. Y sí, al final sí le dejó el taco con los doscientos folletos del DOMUND en el porche. Pero había visto algo, una especie de sombra que lo miraba desde una de las ventanas, la que daba al comedor o a la cocina, y que le costó horrores describir. Para empezar, ni el mismo Roberto sabía con exactitud lo que había visto, por lo que describirlo era más un ejercicio de imaginación que de memoria. Fulgencio insistió en que recordara los detalles, y el chico habló de una figura negra, o más bien cubierta con una tela oscura como si fuera un mueble viejo que uno no quiere que se le estropee. La figura tenía forma vagamente humanoide y estaba de pie frente a la ventana, observando el exterior a través de dos agujeritos practicados en la tela, como cuando los niños se disfrazan de fantasmas para asustar a sus amiguitos. Tenía más pliegues por un lado que por otro, como si se hubiese pisado la sábana y estuviera a punto de caérsele.

Roberto se había escondido, apartando también de la vista su bicicleta, una Avalanche con rodado de veinte pulgadas (la semanada de monaguillo daba para mucho, si se sabía administrar). Pero no se marchó. Permaneció cerca de la casa un par de horas, viendo cómo entraba y salía gente. Primero llegó Pedro Serafín; dejó la motito de reparto en la entrada y fue hasta el garaje. Abrió la puerta y Roberto pudo ver aquellos restos, depositados allí dentro entre botes de pintura y herramientas variadas de la floristería. Eran los restos del bólido con el que se había matado su hermano. Este dato sorprendió a Fulgencio; María perjuró que la grúa se había llevado el amasijo de hierros al depósito de la Policía Municipal, y que ellos no lo habían reclamado. Cuando le preguntó al monaguillo cómo estaba tan seguro de que aquél era el derrelicto del bólido, y no de otro coche, Roberto le describió con espanto la mancha de sangre que había visto sobre el capó, justo encima del tercer faro. Era la huella sanguinolenta que Bastián había dejado cuando atravesó el parabrisas, rebotó en el capó y su cuerpo fue a partirse en dos contra el árbol, la cabeza abierta como un melón.

Pedro Serafín descolgó un hato de cuerda de un gancho, agarró tres o cuatro escobas y un serrucho, y lo metió todo en la casa. A partir de ahí el relato del monaguillo se volvió confuso. Roberto empezó a mezclar sucesos que habían ocurrido en distinto orden, como si su mente no fuese capaz de (o no quisiese) ordenarlos correctamente. Dijo que María volvió a la casa con bolsas de la ventita de doña Manuela, con abundante comida (más que suficiente para alimentar a dos personas, e incluso más, como si hubiese otros inquilinos en la casa) y que la chimenea empezó a funcionar. La luz de la cocina seguía encendida a pesar de que era de día y, como bien había señalado Pedro, lucía un sol radiante, sin apenas nubes que lo apantallaran. En algún momento, el cura no supo si antes o después de que Pedro abriese el garaje, Roberto había vuelto a aproximarse a la ventana, y miró en su interior. Había visto a la madre

(un temblequeo en las piernas del muchacho mientras lo contaba)

dándole de comer con una cuchara de mango largo a la figura cubierta por la sábana. La tenía sentada en una butaca, inerte, con los brazos colgándole por los lados como un títere sin cuerdas. Había remangado la tela de la sábana hasta justo por encima de su boca

(otro temblequeo)

y le introducía con cariño la espátula de plástico entre los labios, llena de comida, tirando hacia abajo del maxilar igual que una madre hace cuando alimenta a un bebé que empieza a degustar compotas. Cuando los ojos nerviosos de Roberto tropezaron con aquella boca

(el monaguillo retomó los jadeos, y su corazón se aceleró)

el miedo de aleación más pura se encendió en su interior, cosquilleante y tremendo como la sensación del primer orgasmo. Era una boca cortada por una profunda cicatriz, que parecía no haber sanado del todo ni haberse cerrado. Los dientes, embadurnados en una verdosa mezcla de potaje de acelgas, estaban rotos y astillados, afilados por un golpe contra algo que había hundido unos centímetros el maxilar, formando una concavidad no natural en la que la madre aprovechaba para dejar caer la comida. La piel estaba reseca y negruzca, y se le había desprendido en trozos, en paneles de abeja que dejaban al descubierto los músculos.

Roberto no lo soportó más y salió corriendo, levantó la bici por el manillar (llevándola en volandas unos metros, en lo que él seguía alejándose de la casa), se la encajó como pudo debajo del trasero, y enfiló a toda máquina por la carretera en sentido contrario al del tráfico. Tuvo la sensación de que alguien le estaba mirando, clavándole los ojos en la espalda con una intensidad casi física, y entonces recordó que no había visto al hermano mayor, Pedro Serafín, en la cocina. Le había perdido el rastro cuando entró en el garaje, pero podía haber salido de nuevo. Podía (oh, Dios mío) haber estado junto a él, a su espalda, todo el rato, mientras espiaba a la madre y a la cosa aquella de la boca destrozada. Podía haberle visto marcharse pedaleando y esquivando a don Severo, el marido de Manuela, cuando se encontró con su furgoneta tomando a demasiada velocidad un cambio de rasante.

El joven empezó a temblar y tiró el vaso de agua al suelo. Fulgencio lo calmó como pudo y le dio el sobre con su semanada. Esto tenía un efecto curiosamente balsámico en el muchacho. Luego lo mandó a su casa, a dormir, y le aseguró que no tenía que preocuparse por nada.

Él mismo iría esa misma tarde a ver en persona a María, y le pediría explicaciones sobre lo que estaba pasando en aquella casa. Si la mujer estaba tan enferma como para haber robado el cuerpo de su difunto hijo del tanatorio (Pedro Serafín seguro que tenía medios más que sobrados para conseguirlo), es que necesitaba ayuda urgente. De los mejores profesionales.

Lo que Fulgencio estaba a punto de levantar, aunque en ese momento no lo sabía, era

065

la primera piedra de una muralla que se estaba edificando en su cabeza. Una protección contra el horror que venía de fuera, del mundo exterior, y que tenía mucho que ver con las creencias que hasta ese momento habían sido los pilares de su vida.

—¿Qué le ocurre? —Los ojos de Blanca capturaron los suyos. El breve contacto con la piel de la muchacha bastó para situarlo en el ahora.

El sacerdote elevó la vista. Pere y Gael se habían metido en el nuevo vagón, para examinarlo. Tuvo el inmediato y poderoso impulso de gritarles que salieran de ese lugar, que no sabían dónde se estaban metiendo, pero se contuvo. Sí, lo que había encontrado en el vagón ató muchos cabos en su cabeza, cabos que habían permanecido sueltos desde que vio al hijo de María, allá en el pueblo… pero bien podía ser una coincidencia. Bien podía ser que su mente, agotada tras tantas horas corriendo sin parar ni dormir, estuviese construyendo castillos en el aire.

Pero la puerta se había abierto cuando él, y sólo él, trató de abrirla.

Y las efigies, los candelabros y las espadas coincidían con los elementos que recordaba haber leído en el libro.

Eran demasiadas coincidencias para ser accidental.

—Estoy bien —mintió, pero su sonrisa bastó para tranquilizar a Blanca. De reojo, vio cómo Gael y el militar inspeccionaban el vagón, buscando en cada rincón algo que les resultara útil.

El argentino se acercó a las efigies (alejándose a propósito del militar; aún le dolía la mandíbula). A él también le resultaban tremendamente familiares, ¿pero por qué? ¿Dónde había visto cosas parecidas antes, y por qué le resultaban tan turbadoras?

Tocó la piel del león. Alguien había tallado minuciosamente docenas de ojos abiertos en ella. No estaban pintados, sino cincelados con un cuidado exquisito; mostraban todas las pigmentaciones posibles en un iris humano, y otras que Gael no había visto nunca, como un verde tan diluido que parecía violeta, y un marrón tan difuso que recordaba al naranja.

Pero lo que más le turbó fue la efigie que representaba al ser humanoide, el hombre con cuatro rostros y siete ojos en cada frente. Lo habían tallado en la posición del loto, como un Buda alegórico, y tenía seis dedos en cada mano, de los cuales trababa dos bajo el pulgar. Cada panel de ojos formaba un rombo apoyado en un vértice sobre la nariz; las bocas estaban abiertas y mostraban los pliegues característicos de orejas en su interior, no paladares ni gargantas.

Gael se fijó en que, realmente, no podía afirmar que fuese un hombre. Había trazos en la madera, como guías para emplazar genitales, pero el escultor no se había tomado la molestia de representar ninguno. La figura era un ente andrógino que meditaba sobre algún misterio impreciso. Como el significado de aquel tren, por ejemplo.

—¿Quién viajaba aquí, una compañía de teatro? —se burló.

Pere tocó las velas de los candelabros. Frotó los dedos contra el sebo, pero algo no encajaba con lo que esperaba sentir.

—Qué extraño. Estas velas no están hechas de cera, ni de estearina. —Las olió—. No, desde luego que no es cera. Parecen amasadas con… —… pero no lo dijo. Apartó la mano del sebo como si pudiera morderle.

Gael metió la cabeza entre las efigies. Puede que allá abajo, entre tanta pata de animal y alas de bicho raro, hubieran dejado algo escondido. Se conformaría si tan sólo hubiera…

Un color distinto, más brillante que el de las efigies, tiró de su vista como un anzuelo.

—¡Aquí hay algo! —exclamó Gael, contento por su descubrimiento. Apartó las estatuas con determinación, inclinó el cuerpo hacia el interior del espacio que éstas ocupaban, y recogió un objeto lleno de polvo que estaba tirado en el suelo.

Era un libro.

064

—Oh, no —murmuró Fulgencio. «Oh no» era una descripción muy precisa de lo que estaba pasando. De hecho, si alguna vez en su vida había visto un «Oh no» realmente sobrecogedor, era ésta.

El libro era un tomo bastante grueso encuadernado en piel roja, con siete ojos cerrados dibujados por toda su superficie. Un grueso cerrojo lo custodiaba, por lo que resultaba imposible abrirlo, aunque no parecía estar hecho de metal, sino de cabello humano trenzado. Aun así, por más que lo intentó, Gael no pudo romperlo.

—Esto tiene que ser una coña —bufó, agarrando la solapa con ambas manos y tirando, pero ni una fibra de cabello se rompió. Luego trató de separar las páginas con los dedos, pero estaban tan pegadas unas a otras, tan comprimidas, que sólo pudo mover una mínima porción de las esquinas.

—Anda, dámelo —pidió el militar, y se lo quitó de las manos. Gael no protestó: si quería hacerse el listo, que lo intentara. Él disfrutaría de su fracaso o se haría el distraído si triunfaba.

Pere lo examinó. El tomo pesaba mucho, como si debajo de la solapa de piel hubiese placas de metal. Estaba encuadernado con las páginas cosidas directamente al cuero, cada una con su propia cicatriz, y olía a viejo, muy, muy viejo, pese a que las páginas no estaban amarillentas.

Sacó su enorme cuchillo y lo deslizó sobre los cabellos del cerrojo. Nada. Probó otra vez, más fuerte, con el mismo resultado. Su mirada se cruzó con la de Gael.

—Esto no puede ser pelo de verdad —concluyó. Miró el filo de la hoja, y distinguió unas finísimas estrías que antes no estaban—. Es lo que tú dices —admitió—. Es una coña. Alguien se está burlando de nosotros.

—Pues ya me dirás quién.

—¿Un libro? —preguntó Natalia—. ¿Qué libro?

Pere se lo mostró. La tapa roja le dio repelús.

—Será parte de la obra, también —opinó Gael.

—¿De qué obra?

—De la que representaban estos tíos.

—Y los camerinos estaban en el puto metro, ¿no?

—¡Dejad de pelearos! —estalló Natalia. Del bebé que tenía en los brazos manaba un hedor a pañal sucio que, al tenerlo cerca, competía con la peste a descomposición que llegaba desde el vagón matadero—. No, no, ¡no! El pequeñín necesita cambiarse.

—Rebusca por aquí —se burló Gael—. A lo mejor encuentras pañales junto a los candelabros.

Pere lo silenció arrojándole el libro. Gael lo atrapó al vuelo, con una mano y gran ligereza.

—Eso, dámelo a mí, que para eso lo encontré yo. El… ¿Por qué me miráis así?

Pere lo miraba, cierto, y también los demás. Se habían dado cuenta del detalle.

—¿Qué coño pasa? —preguntó el argentino, con una sonrisa boba en los labios.

Fulgencio tendió la mano hacia él.

—Pásame el libro un instante, por favor. Prometo devolvértelo en seguida.

Gael dudó. ¿Qué era aquello, otra maniobra más para ridiculizarlo? Pero no, no había jugadas sucias detrás de los ojos del viejo.

—Ya me explicarás que es eso del alzacuello. ¿Qué eres, un sacerdote? —Le arrojó el libro. Fulgencio fue a cogerlo en el aire, pero su peso resultó ser demasiado para sus rechonchas piernas. Como si le hubiesen lanzado un ladrillo, el sacerdote recibió con una mueca de dolor el tomo y cayó de espaldas.

—¡Padre Fulgencio! —exclamó Natalia, corriendo a socorrerlo. Pere lo ayudó a levantarse, apartando el libro con el pie.

Gael no daba crédito a sus ojos.

—Venga, dejad de vacilarme —rió—. ¿No le quedan fuerzas para sostener un simple librito?

Todos llegaron a la vez a la misma conclusión, pero fue Natalia la primera en decirlo en voz alta.

—Gael no tiene tanta fuerza.

—No… —Pere volvió a golpearse los incisivos, esta vez con la culata del cuchillo, en un gesto de pensar muy propio—. Creo que cada cual percibe ese libro de un modo distinto. Quiero decir… que según quién lo coja, pesa más o menos. —Se volvió hacia sus compañeros—. Ya sé que es una locura.

—Ahora nada lo es… —tembló Blanca, y se apartó del libro hasta que su espalda tocó el extremo opuesto del vagón, la puerta que daba al vagón matadero.

Al ver que nadie hacía nada por recogerlo, Gael lo volvió a levantar del suelo. Natalia le espetó:

—¡No lo toques! ¡Ese libro está maldito!

—¿Maldito? ¿Qué es, el puto Necronomicón, o qué?

—Mejor tíralo por la ventana —sugirió el doctor Zurek. Las mujeres estuvieron de acuerdo.

—Ni hablar —reculó Gael—. Lo he encontrado yo, y yo decidiré qué se hace con él.

—¿Ah, sí? —se encolerizó Pere—. ¿En contra del grupo?

—¡Qué grupo ni qué leches! —gritó el argentino, aferrando el tomo con ambas manos. Para él no pesaba más que un ejemplar de bolsillo de la guía de Madrid—. ¡Aquí cada cual se cuida solo! Yo sólo quiero abrirlo para ver qué hay en las páginas. Puede que nos sirva de ayuda.

—No vais a poder abrirlo, hagáis lo que hagáis.

Esta última intervención fue de Fulgencio. Jadeaba todavía, con el pecho resentido por el golpetazo del ladrillo (perdón, del libro encuadernado en piel), pero se levantó ayudándose por una barra.

—Aunque lo metáis debajo de las mismas ruedas de este tren, lo único que conseguiríais sería hacernos descarrilar —aseguró, con toda la entereza que pudo reunir—. Ese libro no es… lo que vosotros pensáis que es.

El silencio se prolongó hasta que el primero de ellos no pudo más y dijo:

—¡Ande, hágale un chequeo a ese hombre! —Gael se dirigió al doctor Zurek, que continuaba silencioso. Observaba el circo de pasiones que se desataba a su alrededor con interés de antropólogo, atento a los más mínimos detalles—. Desde luego, necesita tratamiento.

Fulgencio sacudió la cabeza. No, no necesitaba que un psiquiatra de tres al cuarto le dijera que estaba cuerdo para creérselo o dejar de creerlo. Él había visto frente a frente a la locura en otras ocasiones, como

063

en la casa de María y de Pedro Serafín, hacía una verdadera eternidad de tiempo. Y sabía muy bien cuál era su poder, a qué hedía su pudrimiento.

Después de enviar al monaguillo a casa y arreglar el pequeño desaguisado que había montado en la sala de catequesis, Fulgencio se mudó de ropa, cambió la sotana que usaría en el siguiente oficio por unos vaqueros y una chaqueta de cuero, y salió a la calle. No tenía coche y la casa de María estaba a media hora a pie, pero tampoco quería telefonear al único taxista del pueblo (Manuel Reina, un hombre viudo, verborrágico y viborezno, que parecía confundir a todas horas el lupanar del pueblo de al lado con la parada de taxis) para que lo recogiera.

Mientras menos testigos hubiese de lo que ocurría en aquella casa, mejor.

Cerró hasta el cuello la cremallera de la chaqueta y abandonó las manos en los bolsillos. Ya había anochecido, y un cierzo helado bajaba de las colinas, inclinándose a poniente, para hacer temblar cada brizna de hierba que encontraba en su camino. Sus piernas se abrieron y cerraron como un par de tijeras, marchando con ímpetu junto a edificios bajos, no más de dos plantas y azotea, y patios traseros con cuerdas de tender la ropa que vibraban con su carga de camisas y sábanas. Una carga que pronto alguien recogería para protegerla del sereno de la madrugada. Las farolas se encendieron, y Fulgencio vio pasar su sombra, rechoncha y veloz, por encima de los charcos de luz y los derrames de óleo de los coches en la calzada mojada. Ya habían empezado a caer algunas gotas.

El cielo estaba realmente feo cuando llegó a los dominios de Pedro Serafín y de su madre. Tal y como había relatado el monaguillo, las luces de la casa estaban todas encendidas, incluso la del porche y la del garaje, que se filtraba bajo la puerta corredera como un trazo de crayón grueso. Un perro ladró, lejos, provocándole a Fulgencio una breve sensación de alarma. Pero no, no debía preocuparse: María era alérgica al pelo de perro. Ellos nunca habían tenido ningún chucho o dogo guardián, ni siquiera manteniéndolo fuera del hogar.

El cura se acercó a la casa, una vivienda unifamiliar, con paredes de yeso sucio y un tejado tendido con jabalcones. En el barro, junto al camino, aún había surcos largos y finos, provocados por las ruedas de la bici de Roberto al acelerar como un coche de carreras. El chiquillo había salido corriendo como si el mismísimo diablo le pisara los talones. Fulgencio sintió una punzada de remordimiento por haberle encargado tan arriesgada misión.

No pudo evitar agacharse un poquito mientras avanzaba, como si fuera un ladrón, cosa que le dio mucha vergüenza. Se consoló pensando en que los soldados de Cristo a veces tenían que adoptar prácticas militares, como su propio nombre indicaba, para cumplir con su sagrada misión.

La puerta del garaje seguía abierta, trabada a media altura. Los restos del bólido asomaban por debajo, con los neumáticos taladrados en irregulares sonrisas de caucho. En una esquina yacía apoyada una llave de casquillo, ajustable a dos sistemas métricos, junto a unos paletines y una perfiladora mecánica. Puede que la jardinería y la silvicultura le gustasen a alguien más en aquella familia, aparte de a la madre.

Al llegar junto a la ventana que daba a la cocina se detuvo unos momentos, pendiente de cualquier ruido que pudiera provenir del interior. El perro volvió a ladrar. Muy de fondo se escuchaba la música de un televisor sintonizado en un culebrón, de esos sudamericanos que venían en paquetes de quinientos capítulos. Pero el volumen estaba bajo, como si alguien hubiese conectado la tele para dormir (la doble faceta lenitiva de aquel vil aparato, como todo el mundo sabía), y no la estuviese mirando.

Se arriesgó a levantar la cabeza y echar un vistazo por la ventana. La cocina estaba vacía. En el suelo había manchas de comida, como si alguien hubiese derramado hacía varias noches un plato entero de potaje y no lo hubiese limpiado. La mayor parte de los estantes y cajones estaban abiertos, con el contenido revuelto, y por doquier había cuchillos, tenedores y cucharas llenos de manchas de suciedad.

Pero lo más perturbador era la presencia de una cuerda tirada en una esquina, en un ovillo, que había sido usada recientemente, pues también estaba manchada de comida. En distintas partes de su longitud había nudos, la mayoría viejos, junto a otros que parecían haberse hecho recientemente.

¿Quién querría usar una soga tan larga en una cocina? ¿Para atar qué? Puede que para mantener bien sujetos los (secretos) animales que Pedro Serafín mantuviese dentro de la casa y de los que nunca le había hablado su alérgica madre. Una vez, Fulgencio había confesado a un joven que aseguraba tener dieciocho especies de tarántulas de distintos países metidas en su cuarto. Su madre las había descubierto y quería tirarlas una a una por el retrete (y lo habría hecho si se hubiera atrevido a tocarlas). El joven sintió deseos de colarle algunas esa noche bajo las sábanas, para que las inocentes arañitas hiciesen el trabajo que estaba en su naturaleza hacer. Dos horas y cinco minutos después de ese pensamiento, el muchacho estaba arrodillado en el confesionario soltándolo todo con una mezcla de sorpresa y remordimiento en la cara.

Si las cuerdas eran para sujetar animales, seguro que serían más grandes que una tarántula. Pero conociendo a Pedro, el sacerdote estaba seguro de que su grado de peligrosidad no sería menor que el de una viuda negra.

En el interior de la casa, cruzando por el pasillo, una sombra interceptó la luz que provenía del televisor. Fulgencio se agachó y aguardó unos minutos, atento a cualquier sonido. Unos pies enfundados en chanclas entraron en la cocina, y su propietario lanzó algo dentro del fregadero, haciendo un ruido como a explosión de platos que asustó al cura. Luego, las chanclas volvieron a alejarse. La nevera no se libró de su asalto.

Hasta el momento, aparte de una cocina en lamentable estado, no había visto nada que se saliera de lo común. Sí, era cierto que una mujer tan cuidadosa con sus enseres como María no iba a permitir que su propio santuario, su hogar bendecido por una estatuilla de San Antonio, decayese hasta ese extremo de abandono; pero si lo pensaba bien, una mujer sola que cuidase de dos monstruos como Pedro y Bastián podía tener perfectamente dos caras. De puertas afuera todo sería decoro y buenos modales, salmos entonados en la iglesia y reparto de folletos para contribuir con los deberes de todo cristiano. Pero en la intimidad, allí donde sólo Dios y la conciencia de uno son jueces y testigos, la batalla contra sus terribles hijos podía haber concluido hacía mucho.

Y para mal.

Fulgencio sentía revolverse una especie de gusano largo y seboso en sus tripas. Tenía la necesidad urgente, insoslayable, de abrir aquella puerta y entrar en la casa como un torbellino, con la fuerza de uno de los sangrientos ultimátums de Moisés ante el faraón. «Deja marchar a mi pueblo o desataré una plaga que liquidará a un montón de niños». Y lo hizo, el muy cabrón. Por las almas de todos aquellos desgraciados infantes, que no tenían la culpa de vivir en aquella sociedad con aquellas reglas, no sintió Yahvé la más mínima compasión. Fulgencio se inflamó con esa misma clase de furia divina e irracional, con esa determinación toraica y pentatéutica, e hizo girar el pomo de la puerta.

Estaba abierta.

El cura (con el temor combinado con el orgullo de saberse soldado de Cristo que debió de sentir el sacerdote de aquella película sobre la niña poseída, al entrar en la habitación donde aguardaba el Demonio) entró en la casa de María y avanzó a grandes pasos hasta el salón.

No estaba preparado para lo que encontró.

En la televisión estaban pasando el enésimo episodio de La Repudiada, una telenovela mejicana en la que los protagonistas ya tenían hijos y nietos, pero no habían perdido ni una pizca de su belleza de juventud, con todos aquellos musculitos de gimnasio y los pechos de silicona de las actrices empapados de ríos de lágrimas. El Cristo de la pared tenía los ojos entornados bajo la corona de espinas, como si prefiriese cualquier otro programa, incluyendo la reposición de El Equipo A, antes que la tortura de un culebrón.

Delante del televisor estaba la familia al completo, paralizados en mitad de sus quehaceres, mirando al cura con cara de pasmo. Y cuando Fulgencio recordaba haber visto a la familia al completo, quería decir sin que faltase ni un solo miembro. Ni siquiera el que había muerto.

María, la madre, estaba cosiendo el desgarrón de una camisa. Era una de las pocas camisas de botones, más o menos elegante, que Fulgencio había visto lucir a Pedro Serafín en un acto oficial. En este caso, la firma ante notario de la hipoteca de la casa y la posterior bendición de aquel documento por el párroco (una costumbre del pueblo). Ella misma presentaba un aspecto desaliñado, con un moño mal recogido y un traje de sarga del que asomaban dos dedos de combinación.

Pedro estaba de pie, con dos cepillos de escoba en las manos, a medio gesto de abrir una bolsa de basura para tirarlos. Los cepillos eran de madera y con cerdas largas y gruesas, como en las escobas para patios, y aunque no habían sido concebidos como instrumentos de muerte, en manos de aquel chico a Fulgencio se le antojaron dos armas letales.

Y luego estaba el tercer miembro, sentado como los demás ante el televisor, mirando sin ver cómo evolucionaban las figuras de los actores por la pantalla.

Fulgencio tuvo que hacer un esfuerzo por retener el contenido de su estómago. El hedor a descomposición que reinaba en la estancia apenas era paliado por los seis incensarios que estaban repartidos aquí y allá, encima de los muebles. Bastián, si es que aquella cosa era Bastián, estaba sentado en el sillón más mullido, cubierto por una sábana manchada de potaje (como la que había descrito Roberto). Estaba inmóvil como una estatua, pero un sonido de respiración hueca brotaba de debajo de aquella tela. Si estaba muerto o no, o si necesitaba realmente hinchar los pulmones o era sólo un reflejo, la memoria remanente de sus procesos vitales, eso Fulgencio no lo sabía. Pero en un detalle inquietante sí que se fijó: el cuerpo estaba atado con las sogas a tres palos de escoba, que a modo de columna vertebral sostenían erguido su torso. Recordó con un escalofrío la descripción que le habían dado del accidente: Bastián se partió como un palillo literalmente en dos mitades, cuando su cuerpo salió despedido por el parabrisas y chocó contra el árbol.

Sin aquel refuerzo que hiciera las veces de columna, la mitad superior del chico estaría colgando por un lado del sillón, como una marioneta rota, un juguete al que un niño travieso hubiese usado de blanco para su nueva escopeta de balines.

—Por Cristo bendito… —fue lo único que alcanzó a decir.

—¿¡Qué cojones hace usted aquí!? —Pedro Serafín se enderezó como un jugador de baloncesto al coger un rebote, y apuntó hacia él los dos cepillos de madera. Fulgencio tenía razón: usados como mazas, aquellos instrumentos podían perfectamente abrirle la cabeza a un hombre.

El cura sólo tenía una posibilidad: darle toda la cuerda posible al impulso pentatéutico para ver hasta dónde llegaba. Si relajaba lo más mínimo su pose de ejecutor del designio divino, una especie de San Gabriel de barrio, Pedro notaría su flaqueza y la aprovecharía.

Elevó una mano lenta, admonitoria, inmisericorde, y extendió un dedo igualmente acusador hacia María. Ni el bueno de Moisés, cuando bajó del monte Sinaí con casi cien años y dos pesadas tablas de la Ley a cuestas, y descubrió a los desagradecidos hebreos montándose una orgía en loor de un dios pagano, pudo poner la misma cara de odio y de purga celestial que tenía Fulgencio en aquel instante.

—Oh, mujer, pecadora indigna de llamarse hija de Eva —entonó con voz grave, de trueno, de murallas de agua cayendo sobre las huestes egipcias y convirtiendo a sus carros en los primeros pecios hundidos de la historia—. Tú que has venido en innumerables ocasiones a la casa del Señor a suplicar el perdón y la gracia, la suerte para tu negocio y para tus hijos. ¡Tú! —Alargó tanto el dedo que las falanges estuvieron a punto de desencajarse unas de otras. María se puso en pie, aterrada, y dejó caer la labor—. ¡Tú, pecadora miserable, que sumerges el dedo en la pila bautismal y cobijas al mismo tiempo al diablo en tu casa! ¿Qué explicación tienes para esto? —preguntó a voz en grito, señalando el montón de tela que recordaba lejanamente a Bastián.

La mujer tembló. Tenía el aire de un soldado que necesitara con todas sus fuerzas que alguien le ordenara ponerse firmes. Puede que lo que hubiera hecho fuese un pecado mortal, pero seguía siendo una oveja del rebaño, descarriada pero aún temerosa del Pastor. Y aquellas palabras hicieron mella (y daño) en su corazón.

—¡Padre! —gimió. Un intenso rubor bañó sus mejillas, volviéndolas del color del ladrillo viejo—. ¡Usted no lo entiende!

—¡Claro que lo entiendo! —Le lanzó una mirada tan lobuna que María retrocedió un paso—. Ni siquiera puedo imaginar por medio de qué oscuro ritual pagano habéis conseguido devolver a Bastián de la tumba, pero si eso es lo que necesitabas para ser feliz, si no te bastó la piedad de nuestro Señor para consolarte, mereces cualquier castigo que se te imponga. Por duro y cruel que sea.

—¡No! —chilló—. ¡Ha sido Él, ha sido Dios mismo quien me lo ha devuelto! ¿Es que no lo comprende? ¡Ninguna magia perversa ha obrado en esta casa, sólo la fe pura! —María se arrodilló junto a la sábana. Metió una mano por debajo y sacó una de las manos de Bastián. Estaba manchada de negro, como si un tumor carbuncoso le hubiese levantado la piel y formado una costra de llagas debajo. El hedor, pese al incienso, era insoportable—. Yo recé y recé para que Dios me perdonara, para que no hiciera pagar a mis hijos por mis pecados, y Él, en Su infinita misericordia, ¡me escuchó!

—Dios no puede haber sido el artífice de… de esto. —Fulgencio pronunció la palabra con repugnancia. Era consciente de la presencia callada del hijo mayor, que sostenía aún los cepillos, y lo miraba como preguntándose dónde podría esconder su cuerpo para que nadie lo encontrase.

Entonces se fijó en las esquinas de la habitación, y vio los restos de velas consumidas y de cirios coloreados, los mismos que se usaban en liturgia. Había estatuillas de santos por todas partes, rodeándoles como un cinturón de asteroides; todas veneradas, todas henchidas de ramos de flores y de ofrendas. Aquel salón parecía más bien el refugio de una fanática religiosa que de una hechicera pagana.

Fulgencio comprendió que María no era la artífice de aquello. Simplemente, era demasiado inocente como para pensar en rituales mágicos que recuperasen a su difunto hijito de la tumba. Pero entonces, ¿quién? ¿Pedro? No; si se reuniera toda la energía de la fe que había en su cuerpo, no daría ni para encender una bombilla. Aunque se hubiese convertido a otra religión que permitiese estas barbaridades, su podrido corazón y su limitado cerebro no se habrían puesto de acuerdo ni para llevar a cabo los sacrificios que exigía el embrujo.

No podía admitir, ni por un momento, que la hipótesis de aquella madre desesperada fuese cierta. Iba en contra de todo lo que le habían inculcado desde niño, de los principios de la Iglesia Católica y de todas las demás sectas del Cristianismo. Dios no devolvía a los muertos a la vida, y punto. Sólo Su hijo había realizado tal hazaña, y si las Escrituras estaban en lo cierto, jesús había regresado de la muerte con el cuerpo impoluto, no podrido ni medio devorado por los gusanos. Ni siquiera Lázaro había tenido tiempo de ser pasto de alimañas antes de que el soplo divino pusiera en marcha de nuevo su corazón.

Tenía que haber, por fuerza, otra explicación. Científica, tal vez. Un virus o radiación o fenómenos cuánticos de ésos que ahora estaban tan de moda. Física herética. Y si no era algo racional, pues tenía que ser mística, pero en ningún caso relacionada con Dios.

—Esta abominación tiene que regresar al lugar de donde vino —sentenció, con el consiguiente pánico en los ojos de María y un bufido de odio en los labios de su hijo mayor.

—Se lo advierto, padre —murmuró Pedro, interponiéndose entre él y el cuerpo de Bastián, que ya había empezado (Horror) a abrir y cerrar los dedos

(«Dios mío, protégenos de esta pesadilla, de esta espantosa trampa») de la mano que sostenía su madre.

—No se entrometa.

—No me queda más remedio —se obstinó Fulgencio, que ya sacaba del bolsillo interior de la chaqueta el ejemplar de la Biblia que siempre llevaba encima. Si tan sólo pudiese recordar cómo empezaba el salmo del exorcismo, los versos de apertura, sería más fácil: Inveat camptur… no. Inveat imptur… tampoco. Maldición. Sólo había dos sacerdotes autorizados por el Santo Padre para realizar ese ritual en España, y él no era uno de ellos. ¿Fortea, se apellidaba el más joven?—. Es mi deber, como representante eclesiástico, conceder a este alma en pena su descanso, y asegurarme de que los responsables de haber turbado su viaje al otro mundo encuentren pronto la redención que…

Crac.

Fue el sonido de su maxilar al encontrarse con uno de los cepillos de Pedro.

El cura se encontró con el suelo antes de que las piernas le enviasen el mensaje de que habían perdido el equilibrio. Su cabeza golpeó algo duro y empezó a sangrar. La boca, palpitando con el intenso dolor, se llenó en segundos de algo denso y dulce, mientras notaba cómo uno de los dientes se desprendía alegre y feliz de su anclaje y salía a conocer el mundo.

Fulgencio levantó una mano para asirse a algo, y lo que encontró fue el tacto áspero de la piel de María. La madre de Bastián lo ayudó a incorporarse y quedarse en cuclillas, mientras el hijo (vivo) se colocaba a su espalda. Al cura le daba vueltas el suelo, la habitación, el municipio entero; nunca había encajado un golpe tan brutal, y pensó por un momento que su cerebro estaría dando vueltas un rato dentro del cráneo, por efecto de la sacudida, y que podía pararse mirando hacia atrás.

—Qué lástima que usted no lo comprenda —dijo María con una vocecita piadosa, la misma que ponía los domingos cuando le tocaba leer los pasajes del Nuevo Testamento ante los feligreses—. Qué terrible tragedia. Yo lo tenía por un beato, padre Fulgencio, un hombre cuya santidad podía llegar a iluminarnos a todos y mostrarnos el camino a la salvación. —Apretó un poco más su mano con aquella garra de porcelana. Los dedos de Pedro, fuertes y grasientos, se le hundieron en la clavícula, manteniéndolo inmóvil—. Llegué a creer que, bajo su tutela, los jóvenes podrían huir del infierno de las drogas, la violencia callejera y los videojuegos. Pero veo que estaba equivocada.

»Ahora que Dios me ha devuelto a Bastián, demostrando de una manera imposible de negar, ¡imposible!, Su existencia… Su infinito amor… usted le da la espalda y trata de hacernos daño. Quiere destruir Su obra.

—María, por lo que más quieras, en nombre de… —suplicó el cura, pero Pedro le agarró la cabeza con ambas manos y apretó hasta hacerle daño. Fulgencio abrió la boca, pero ningún alarido brotó de la garganta. Parecía como si sus pulmones estuviesen inflados con dolor en lugar de con aire.

—Mírelo, padre. Y dígame si no es lo más hermoso que ha visto en su vida. ¡Es el legado del Señor, aleluya! ¡Retornado tal que Lázaro de entre las sombras del Purgatorio!

María, arrebatada de fervor religioso, levantó la sábana que cubría a su hijo. Esta vez, Fulgencio sí que pudo y supo y logró chillar; soltó un aullido como jamás antes había lanzado en su vida, y su mismo corazón estuvo a punto de sufrir una parada.

Bastián giró lentamente la cabeza podrida hacia él, para enfocarle con ojos que no eran ojos, sino estanques de pus en los que nadaban ejércitos de lombrices. Las huellas del accidente todavía estaban allí, en la frente abierta, en el cráneo fracturado, en las astillas de cristal que se habían introducido como estiletes en su cuello y en su tabique nasal. La soga con la que Pedro había anudado su cuello a los palos de escoba le comprimía la laringe hasta más allá del punto de ruptura, mientras que la punta superior de esos mismos palos desaparecía dentro del cráneo, como si la cabeza hubiese llegado suelta y ellos mismos la hubiesen cosido y plantado en el soporte.

Aquella cosa, con rasgos que sin duda pertenecían al joven Bastián, continuaba moviéndose, abriendo y cerrando la boca en un ansia irrefrenable por alimentarse.

—Tiene hambre, mamá —señaló Pedro, y obligó al padre Fulgencio a inclinarse hacia su hermano. María le agarró con fuerza la mano para que no la retirase, y cogió una de sus agujas de tejer.

—Sí, cariño, el pequeño Bastián sabe que le toca merendar. Le daremos el manjar que más le gusta, y no pasará nada porque provendrá de un pecador, ¿verdad? Dios premia a los que cuidan de Su legado, y lo protegen de aquellos que obran engañados por el Maligno.

Aplicó la aguja sobre la palma de la mano de Fulgencio, hundiéndola hasta que la sacó por el otro lado. El cura gritó, más por el dolor que pidiendo ayuda, pues en su fuero interno ya se había dado cuenta de que nadie vendría a socorrerlo. Pedro estaba prácticamente apoyado en él, usando su peso y sus brazos para que el cura no se retorciera. Un chorro de sangre manó de la herida, salpicando viscoso en la alfombra.

—Vamos, padre, no se resista… —gruñó Pedro, empujándolo más hacia su hermano. Fulgencio sintió arcadas cuando notó los labios de Bastián, o lo que quedaba de ellos, rozando tumefactos la herida de su mano y sorbiendo la sangre, moviendo la lengua podrida para escarbar dentro del agujero y agrandarlo. Aquella cosa gimió, experimentando toda suerte de placeres antropófagos, de orgasmos caníbales. El dolor lacerante se incrementó. Cerró los dedos y los clavó en el rostro del cadáver. La piel se deshizo bajo sus uñas hasta que notó cómo se le enredaban pequeñas cuerdas en las yemas. Eran los restos del músculo, rígidos y destejidos como las hebras de un saco.

Fulgencio miró al Cristo de la pared y la primera de las Grandes Dudas se instaló en su cabeza. ¿Él lo estaba permitiendo? ¿Era realmente Bastián un emisario del Otro Lado, con un mensaje de desesperanza para la Humanidad?

Ciego de ira, el sacerdote gritó:

—¡No!

… Y relajó de improviso su espalda, su brazo, todo el cuerpo. Había estado ejerciendo una fuerza descomunal en contra de Pedro y de la madre, pero de repente cerró el puño y ejerció presión hacia ellos. Fue como si uno de los equipos que tiraban en dirección opuesta en el juego de la soga la soltase de repente, provocando que los contrincantes cayeran de espaldas.

Los tres se desplomaron sobre Bastián, el cual recibió un tremendo impacto y cayó de costado. Los palos de escoba se salieron de su sitio, las cuerdas que le sujetaban el torso se aflojaron, y el cuerpo se desmembró como un muñequito de Hasbro en manos de un niño travieso.

La mandíbula inferior de María se desencajó por la consternación ante semejante cuadro: su hijo esparcido por el suelo, el torso por un lado, los pies por otro y la cabeza rodando como en un juego de bolera bajo la mesa del comedor. Los gusanos se derramaban de sus ojos en charcos de pus y su boca aún se abría y cerraba, sorbiendo parte de aquel mismo pus, intentando hallar de nuevo la fuente de sangre.

El rugido de furia de Pedro resonó con ecos en su cabeza después de recibir el impacto. Algo duro chocó contra su cráneo, y Fulgencio perdió el sentido. Una piadosa oscuridad se abatió sobre él, separándolo del infierno en que se había convertido el mundo, y sumergiéndolo en un pozo de tinieblas aun más oscuro.

Cuando volvió

062

en sí, Pedro y su madre se habían ido. La casa estaba desierta. No había el menor rastro del cadáver de Bastián, pero los palos seguían tirados por el suelo y el televisor continuaba encendido. Un noticiario se regodeaba en la expresión incrédula de su presentadora mientras ésta leía un comunicado del Papa de Roma, en el que exhortaba a la población a mantener la calma con respecto a los insólitos sucesos que se estaban registrando en toda Europa. Imágenes de pésima calidad, tomadas por aficionados mediante teléfonos móviles, mostraban a gente encorvada que caminaba torvamente por los cementerios.

Fulgencio no volvió a ver nunca más a María ni a Pedro Serafín. Muchas veces, desde aquellos días, se había preguntado por qué lo habían dejado vivir. Tal vez Pedro pensara que lo había matado del golpe en la cabeza, lo cual era lo más probable. O tal vez, sabiendo que de todos modos se iba a volver a levantar, no quería acercar demasiado al sacerdote a Dios, no fuera a delatarlos y a señalarlos con su dedo justiciero desde el púlpito de las almas. María era una mujer muy temerosa de esas cosas, y ahora que había visto regresar a su hermano, Pedro se habría vuelto como mínimo tan supersticioso como ella.

Las cosas no fueron demasiado bien para el sacerdote después de aquello. Su informe al obispado fue recibido con frialdad, con mal disimulado desprecio, y no fueron pocos los que pensaron que el padre Fulgencio había perdido la chaveta a cuenta de uno de los golpes que le propinó Pedro en el cráneo, y que su repentino descrédito de la profesión de sacerdote era producto de una lesión cerebral. Pero él sospechaba que Bastián era sólo el primero de muchos, y cuando los muertos comenzaron a volver… ya no importaba lo más mínimo la opinión del obispo. Ni la del alcalde ni la del presidente del Gobierno ni la del Santo Padre de Roma. La plaga de resurrecciones en masa se extendió por el mundo, y todos aquéllos que aún respiraban y tenían una religión a la que aferrarse rezaron a sus respectivos dioses suplicando el perdón, como si sus míseros pecados hubieran tenido realmente algo que ver. Los cristianos rogaron porque los Arcángeles encontrasen las llaves perdidas del Purgatorio y alzasen de una vez el puente levadizo. Los musulmanes vieron en el fenómeno el esperado retorno de los mártires y les abrieron las puertas de sus casas, antes de ser devorados por las huestes de zombis hambrientos que nada sabían de sacrificios o inmolaciones. Los budistas se preguntaron en qué momento se salió de sus ejes la rueda de la vida por falta de engrase espiritual; los animistas se llevaron las manos a la cabeza; los escatólogos celebraron fiestas salvajes en honor del fin del mundo, disfrutando del miedo a su miedo; y los aficionados a las profecías descubrieron párrafos de Nostradamus en los que este asunto ya se veía venir, sólo que no los habían leído con atención antes.

061

Fulgencio aguantó todo lo que pudo en su pequeña iglesia, exprimiendo el eucologio como si todo tuviera arreglo y ofreciendo consuelo a sus feligreses hasta que la situación se volvió insostenible. Todos los templos del mundo fueron tomados al asalto por hordas de refugiados que allí se sentían a salvo. Muchísima gente se aferró desesperadamente a la idea de que los muertos vivientes no podrían entrar en las iglesias, catedrales o mezquitas, pues el poder de Dios los mantendría fuera, y cuando descubrieron la verdad ya era tarde para huir. Los pellejos rodearon aquellos edificios donde su comida se encerraba voluntariamente, en lugar de huir despavorida por los campos, y los convirtieron en suculentos supermercados. Justo antes de que esto sucediera también en su pueblo y en su iglesia, Fulgencio hizo las maletas y se marchó, con su fe tambaleándose al borde del abismo. Nunca supo lo que fue de Roberto, su travieso monaguillo.

A lo largo de los siguientes meses tuvo muchas pesadillas. En ellas (mientras dormía escondido en vagones de tren descarrilados o en los sótanos de granjas quemadas), su extenuado cerebro postulaba un mundo en el que el único regresado era Bastián, y cómo habría reaccionado el pueblo ante semejante noticia. Vio a María empeñándose en integrar a su hijo en una vida normal, con amiguitos y fiestas de cumpleaños y consejos sobre qué hacer cuando estuviese a solas con esa chica que le gustaba y Luzbel echase leña a sus testículos. Eran cuadros surrealistas, pero aterradores en el sentido de que, si la hubiesen dejado, seguro que María los habría puesto en práctica: Bastián pudriéndose en una esquina del aula mientras sus compañeros de clase apuntaban lo que era una derivada con mascarillas para disimular el hedor; una fiesta de fin de curso en la que las chicas bailaban con los chicos mientras al joven Bastián se le caían trozos de carne dentro del ponche; una gloriosa entrevista en la televisión en la que los reporteros de cien cadenas apuntaban al joven Bastián con sus micrófonos, y le dejaban comunicar el mensaje que había traído del Otro Lado para toda la Humanidad. Un mensaje de paz, amor y consunción de la carne.

Eran sueños saturados de un humor negro involuntario, sitcoms de pesadilla en las que las risas enlatadas habían sido sustituidas por gritos de pánico enlatados, y en las que los actores, en lugar de hacer pausas después de cada chiste para que el público se riera, las hacían tras cada mordisco mientras devoraban a ese mismo público.

Pero… ¿y si ella, en el fondo, tenía razón? ¿Debió de haber apoyado a María en su visión? ¿Se había opuesto a los planes del Altísimo al hacerle daño a aquella familia, y por eso el mundo se sumergía en el caos…?

No. Y no. Y otra vez no.

Puede que al principio el caso de María le pareciese singular, pues era sin duda una mujer con problemas mentales y castigada por unos hijos que más que una bendición eran una penitencia por los errores de una vida pasada. Pero pronto descubrió que el mundo estaba lleno de Marías y de Pedro Serafines. En su larga marcha hacia Madrid, hacia la sede espiritual del país (donde Fulgencio esperaba encontrar refuerzos en aquella guerra contra el Maligno), se tropezó con restos de otras pesadillas, de historias de gente desesperada que había hecho las cosas más inverosímiles con sus muertos. Una vez vio un cadáver al que le habían asegurado con cinta de embalar una grabadora al pecho, para que registrara sus balbuceos en busca de la lengua celestial que hablaban los regresados, y que ya en épocas anteriores los filósofos habían tratado de encontrar en los sonidos de los bebés. En Toledo encontró una nueva clase de templo en el que los fieles caían de hinojos ante un crucificado que repartía pedazos de su cuerpo para que lo devoraran sus acólitos. En otra ocasión tropezó con un árbol, un frondoso fresno de corteza cenicienta muy ramoso, del cual colgaban docenas de cadáveres en una suerte de tiovivo de la muerte. Todos tenían dianas pintadas en el pecho, y habían sido objeto de un cruel juego de tiro al blanco mientras sus captores se emborrachaban.

¿Cómo podían haber preparado los líderes espirituales del mundo entero a los creyentes para semejante cataclismo? ¿Cómo preparar a siete mil millones de personas para el fin del mundo?

La respuesta era sencilla.

No pudieron. Ni siquiera tras dos mil años de plegarias.

060

—Hay que deshacerse de ese libro —sugirió Blanca, con la espalda aún pegada a la puerta del otro vagón. Gael sujetaba el objeto de su codicia como si fuera un tesoro que hubiese encontrado en el lugar más inverosímil y que sólo le perteneciera a él. Pere lo miraba con un resplandor apetente en la mirada.

—Os repito que yo lo he encontrado y que me pertenece —replicó el argentino. «Y no se te ocurra quitármelo porque me verás enfadado de verdad», añadió su expresión.

—¿Qué estáis diciendo? ¿No os dais cuenta de que no es más que un sucio libro? —preguntó Natalia, exasperada. No podía creer que los adultos estuvieran peleando como niños que se acaban de encontrar un billete de cien euros en el suelo.

Los ojos de Gael centellearon peligrosamente.

—Eso es, no es más que un sucio libro. Pero es mío.

—Creo que su esposa tiene razón —opinó el doctor Zurek con su voz más sedante—. Este comportamiento responde a la tensión que hemos vivido en las últimas horas, pero tenemos que controlarlo.

—A mí no me venga ahora con la vaina esa del psicoanálisis —bufó Gael—. Váyase a examinar a los pellejudos, que seguro que serán más fascinantes que nosotros.

Pere se volvió hacia el cura.

—¿Por qué dijiste antes que era especial? ¿Qué tiene ese maldito libro para hacer que nos estemos peleando por él? —añadió con inquina, igual que el cómico que se da cuenta de que sus chistes ya no hacen la menor gracia a la audiencia.

Fulgencio se persignó. Era la primera vez que lo hacía desde que abandonó el pueblo. Su tono de voz había pasado de la temperatura de una chocolatina en una nevera al equivalente verbal del nitrógeno líquido.

—Yo… no… no estoy seguro.

Pere se arrodilló junto al sacerdote y lo miró fijamente a los ojos.

—Fulgencio, si sabes algo, dínoslo, por favor. Necesitamos conocer todos los datos disponibles si queremos trazar un plan de actuación.

Natalia le apoyó una mano en el hombro. Ése era un gesto de un calibre de familiaridad que su marido no habría permitido en circunstancias normales, pero desde que trató de dejarla fuera cuando arrancó el tren y encontró después aquella alhaja encuadernada en rojo, llena de bultos que eran ojos cerrados, su mujer se había descolgado de su mente como un mal pensamiento.

—Eso, padre, díganos lo que hacer —suplicó Natalia—. Por favor. Usted sabe algo, estoy segura.

Fulgencio retrocedió, alejándose de Gael, y luego volvió a acercarse de nuevo. Unos sentimientos encontrados, cada uno gobernado por su propia voz imperiosa, tiraban de él en distintas direcciones. Él no era una persona propensa a las fantasías, ni a imaginar escenarios locos donde los poderes ocultos bobinaban la madeja del destino. Pero sí que tenía una teoría. La Teoría. Como todo hombre de fe que además conociera a fondo las Escrituras. Se le había ocurrido al poco de llegar a Madrid, pero pensó: «Qué demonios, se trata de una fantasía como cualquier otra. Una fantasía sin base alguna, además; sin pruebas que la respalden». Él, como todo buen cristiano inteligente, creía firmemente en la ciencia, y en que ésta complementaba a la religión. Era una fuerza en el mismo sentido pero de otro signo, no una que tiraba en sentido contrario a la fe. Por eso, cuando los inevitables porqués se acumularon tras su frente, Fulgencio llegó a la conclusión estándar: «Ha sido el gobierno, o una empresa que ha dejado escapar un virus, o una invasión extraterrestre que se propaga en forma de plaga, lo que ha provocado todo esto». Toda explicación parecía válida, siempre que atañera al campo de lo tangible, de la genética y la nanotecnología y todas esas cosas tan modernas. Pero había otra explicación. Una que Fulgencio había descubierto y se negaba con todas sus fuerzas a aceptar.

Al menos, hasta el momento en el que vio aquel libro.

—«Y vi a la derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. Vi a un ángel poderoso que pregonaba a grandes voces: ¿Quién será digno de abrirlo y soltar sus sellos…?» —recitó Fulgencio, con el ritmo de una canción extempórea y muy ominosa.

Los demás lo miraban con ojos desorbitados. Casi ninguno había leído la Biblia (menos Natalia, que se la conocía bien), pero el tono y el contenido de sus palabras hablaban por sí mismos. No necesitaban explicación adicional, igual que el gesto de horror del sacerdote cuando sus dedos se acercaron a la solapa del libro y uno de los ojos grabados en el cuero se abrió.

Todos retrocedieron como si les hubieran aplicado un hierro candente. Incluso Gael, que dejó caer el tomo al suelo. Éste no rebotó ni se deslizó por la plancha, sino que se pegó a ella con un sonido como de campana y una fuerza de atracción magnética, de imán metafísico.

Pere apuntó al libro con el cuchillo. Natalia ahogó un grito y protegió al bebé con sus brazos. Zurek permaneció tranquilo. Blanca arañó con las uñas la puerta, deseando que el vagón midiese un kilómetro de largo para poner una distancia infinita entre aquel horror y ella, y Fulgencio permaneció inmóvil, su rostro una máscara de cera, mirando al ojo abierto en la solapa del libro.

Estaba vivo, y giraba lentamente en su órbita para mirar todo lo que tenía alrededor. No era un sofisticado mecanismo, ni un objeto de broma hecho con microelectrónica, sino una bola de esclerótica húmeda, palpitante, inyectada de vasos sanguíneos, cuyo iris se dilataba poco a poco para fagocitar e interpretar la escasa luz.

«Es La Teoría», se dijo Fulgencio; era cierta, por doloroso e inverosímil que resultase. «Ahí tienes la prueba, por mucho que te empeñes en negarlo, viejo estúpido. ¡La Teoría! ¡Tú, y sólo tú, tenías razón, no aquella legión de científicos y militares idiotas!»

—Por Dios misericordioso —susurró, y al ir a recoger el libro del suelo, sintió la vibración.

Todo el tren estaba moviéndose sobre las vías, a punto de salirse de ellas, como si en lugar de un tubo de metal fuese el esófago de una criatura viva y sulfurada. El vagón sufrió una sacudida brutal y rozó el techo del túnel, levantando una nube de chispas. Las estatuas de seres fantásticos rodaron por el otro coche junto con los candelabros. Los seis adultos tuvieron que buscar de inmediato algo donde agarrarse, pero el libro no se movió ni un milímetro de su posición en el suelo, afianzado por clavos invisibles.

Con un potente chirrido, la puerta contra la que estaba apoyada Blanca se abrió, y la joven cayó hacia dentro del vagón matadero.

059

Eve Lambrosky estaba de turno de guardia en el observatorio. Tenía una bolsita de hierbas aromatizadas en la mano, a la que daba vueltas sin cesar, sin atreverse a abrirla. Sabía perfecta mente que era la última que les quedaba en el almacén. Sentía unas ganas espantosas de volcar el contenido en un bote con agua, ponerle la tapa, agitarlo como si fuera un martini y bebérselo hasta que no quedase ni la más mínima gota humedeciendo las paredes de plástico.

La etiqueta decía que era una variedad de té negro llamada innovis, con ciertas características del pekoe chino. Lo habían recolectado en Francia, en un campo cercano a un centro de seguimiento espacial de la ESA en el que ella había hecho prácticas tras graduarse. Recordó haber paseado por aquel mismo campo con unos amigos, antes de que su prima Linda se casara y se fuera a vivir a Isére, a regentar un restaurante. ¿Quién ponía un restaurante americano en Francia, se preguntó entonces? Bueno, si el horroroso e insano McDonalds lo hacía, su familia también tenía derecho.

Recordó lo extenso de aquel campo, la cantidad de té que podía recogerse allí, y sintió una profunda tristeza. Todo se había reducido a aquella simple bolsita. Si lo hubiera sabido antes, habría insistido en que le subieran una caja entera en el transbordador, aunque hubieran tenido que desestibarla con el maldito Canadarm.

«No, si hubieras sabido antes lo que te esperaba no habrías venido en este viaje», se lamentó. «Te habrías quedado abajo, para saber qué fue de los tuyos».

Notó un movimiento con el rabillo del ojo. La sombra de Piotr pasó por delante del panel antes de que el cuerpo del capitán cruzase la escotilla. Eve sólo tenía encendida una de las luces, ya que algo en su interior le sugería que ese momento estaba diseñado expresamente para ser un crepúsculo, no un mediodía ni un amanecer. Era un antojo, teniendo en cuenta que electricidad era lo único que les sobraba. Pero se sentía crepuscular aquel día.

Piotr ocupó el asiento contiguo de la consola.

—¿Algún cambio? —preguntó.

Eve se metió el sobre de té en uno de los bolsillos del traje. Era su talismán, su pata de conejo particular, hecha trizas, molida y etiquetada pulcramente en los laboratorios de la agencia.

—Se sigue extendiendo con cierta regularidad por todo el planeta —informó. Las pantallas mostraban una mancha verde y otra en infrarrojo que ocupaba casi todo Egipto y se movía sin pausa en una lenta invasión del desierto—. Europa ya está prácticamente cubierta por ese manto vegetal tan agresivo. América del norte es casi por entero una selva, y sólo quedan ciertas zonas del desierto del Chad y del Sahara sin invadir.

—Invadir… Buena forma de expresarlo.

Piotr besó una cadenita que le colgaba del cuello. Eve comprendió que era su talismán, su bolsita de té negro.

—¿Pero qué es? ¿Qué puede crecer a tal velocidad y sin depender de cambios climáticos a gran escala?

—Es vegetación, no hay duda —suspiró la bióloga—. De un tipo y con una capacidad expansiva como no se había visto en la Tierra desde el periodo Pérmico.

—Y si dos más dos son cuatro…

—Aún no estoy segura de que tenga algo que ver con lo que le está sucediendo a la especie humana, lo siento.

—Vamos, Eve… —protestó. Ella se puso a la defensiva.

—¿Qué? ¿Acaso tenemos pruebas de que haya una relación causa-efecto con la desaparición de energía en las ciudades y la falta de contacto? Lo más lógico es pensar que cuando dos fenómenos inusuales se dan a la vez, y en un área masivamente extensa, tengan puntos de contacto en el origen —concedió—, pero hasta que no bajemos ahí y tomemos muestras, sólo será una conjetura.

—Tú misma has dicho que algo como esto no se veía desde hace millones de años. Y los cataclismos que pueden afectar a una especie entera, en este caso la humana, para que desaparezca de la noche a la mañana de la faz de la Tierra, sólo se dan cada varios cientos de miles. Si es un evento de extinción…

—Las probabilidades de que ambos sucesos coincidan en el mismo periodo geológico son extremadamente bajas, lo sé. Por eso no descarto que haya una relación, lo único que digo es que ésa es la explicación fácil. La trivial. Tenemos que sopesar todas las posibilidades.

El capitán se reclinó sobre el asiento, llevándose las manos a la nuca. La falta de agua también estaba redundando en una falta de higiene personal, y Eve pudo percatarse de ello al oler el hedor que desprendían sus axilas. Se preguntó si ella también olería igual de mal. Aunque lo tenía corto en comparación a como solía llevarlo en la Tierra, su cabello era sustancialmente más largo que el de sus compañeros, y no se lo lavaba desde hacía semanas. La falta de polvo y tierra en el ambiente de la estación hacía que las cosas se ensuciaran menos, pero había un punto en el que los meros desechos que generaban sus cuerpos (sudor, partículas de piel muerta, saliva y moco que se escapaba de sus fosas nasales) llegaban a demandar una limpieza a fondo.

—Seguro que todo está relacionado, y que nosotros tenemos la culpa —se obstinó Piotr.

—¿Nosotros?

—Los humanos, como especie. Hemos sido más un cáncer invasivo que un simbionte durante los últimos miles de años. Seguro que la Tierra está más que harta de toda esa manipulación, y ha montado todo este tinglado para deshacerse de nuestra especie.

Eve sonrió de medio lado.

—Ese pensamiento no es muy científico.

—También podría ser producto de un experimento que salió mal —continuó Piotr, sumergido en su mundo interior de conspiraciones globales—. Seguro que algún tipo de bacteria o de agente nanométrico usado en Defensa se volvió loco, o algo así, y se escapó del laboratorio. Podría ser el argumento para una película de serie B, ¿no te parece? —Extendió las manos, como un productor de Hollywood viendo perfilarse una historia en el horizonte—. Fuga en el precinto de seguridad, agente viral reproduciéndose sin control… los científicos, aterrados, no saben cómo pararlo. El protagonista, aislado en su estación espacial particular, se despide por videoconferencia de su familia…

—¿El protagonista tiene una estación propia? Pues sí que le van bien las cosas. ¿Qué agencia le paga, para apuntarme mañana mismo?

—La naturaleza reacciona volviendo a un periodo geológico invasivo —continuó la faceta de productor de Piotr—, como en el Pérmico. Las selvas cubren todo el terreno disponible, desde Tierra del Fuego hasta Múrmansk. Los pocos humanos supervivientes involucionan hasta una sociedad tribal, de monos desnudos, salvo aquellos que siguen atrapados en su estación espacial, presos en una cárcel de tecnología improductiva…

—No está mal, tengo un amigo en San Francisco que podría contratarte.

—Bromas aparte… —suspiró— estoy seguro de que la culpa la tenemos los humanos.

—Y la paranoia vuelve a descontrolarse, capitán. Pasen y vean.

—¡En serio, Eve! ¿Quién si no podría haber jugado tanto con los dados del universo como para sacar unas tiradas tan extremas? ¿Dios?

—Dios no existe, camarada.

—Y tanto que no existe, joder… Él jamás habría permitido esto. —Piotr bajó de nuevo los brazos, cosa que Eve agradeció—. Todo lo que hacemos los hombres está podrido. Incluso esta estación es una cagada millonaria. La que pusimos en órbita nosotros, al final del programa Salyut, sí que valía la pena. Era una obra de arte de la ingeniería rusa.

—¿La Mir?

—Sí… Mir. Paz. Qué nombre tan bonito. No como ISS, que parece el silbido de una cobra.

Eve tosió. Se le estaban cerrando los ojos. En ese momento se dio cuenta de que llevaba un montón de horas sin dormir.

—¿Sabías que ISS significa polla en húngaro? —comentó el capitán.

Tras unos segundos de silencio, ambos estallaron en carcajadas. Piotr hizo un gesto como si sus genitales fuesen disparados a la órbita por una lanzadera. Eve rió hasta que las lágrimas le brotaron de los ojos.

058

Durante el siguiente ciclo de sueño, la mente de Eve estuvo danzando, inquieta. Se vio a sí misma en el campo de té de Francia, paseando entre brotes de plantas extintas, de un periodo glacial distante. Era una vegetación de aspecto alienígena, claramente peligrosa para los humanos, pero nadie salvo ella parecía darse cuenta.

Su prima Linda también estaba por allí, con su marido, recogiendo hojas y frutos de aquellas plantas para el restaurante, que ahora se llamaba «Pleistocen-Hut». De fondo se veía a Piotr vestido como un cineasta de Hollywood, con una gorrita de ésas que se ponen los directores y que llevaba impreso el nombre de su anterior éxito en las taquillas, Conspiración Selvática. Estaba filmándolo todo con una cámara de cine.

Eve avanzó por aquel campo hacia su prima, intentando decirle que no recogiera esas plantas, que podrían ser muy venenosas. Pero mientras más se lo advertía, más se llenaba la cesta de Linda. Esta incluso se arriesgaba a probar algunos tallos, masticándolos y tragándoselos, de una manera tan negligente que no parecía racional. La piel de Linda se iba cubriendo lentamente de un sarpullido sarnoso, que adoptó la forma de la Riviera.

De fondo, Piotr gritó:

—¡Ahora, preparados para un fundido a rojo!

Y los cuerpos de Linda y de su marido se descompusieron, envenenados por aquellas plantas maléficas. La piel y los músculos se deshicieron como arcilla mezclada con barro, y de ellos pronto no quedó sino unos esqueletos que las plantas procedieron a fagocitar.

Desesperada, Eve se agachó para recuperar sus cráneos, con la intención de darles santa sepultura. Pero cogiese lo que cogiese, siempre tenía las manos llenas de pollas húngaras.

057

Blanca cayó de espaldas debido a la fuerza con la que se convulsionó el tren, y rodó un metro hacia atrás, al interior del vagón contiguo. Cuando consiguió ponerse en pie, la puerta que comunicaba ambos coches volvió a cerrarse por sí sola.

La adolescente sintió llegar el pánico, la sensación de que una fuerza misteriosa e incognoscible la había separado del resto de sus compañeros, aislándola en una especie de cacería desquiciada para que no pudiera aprovecharse de la fuerza del grupo. Golpeó con todas sus fuerzas el metal de la puerta, clavó las uñas en el raíl y tiró hasta partirse la espalda, pero ésta no se abrió.

¿Era así como se sentía la gacela cuando se abalanzaba la leona sobre ella? Si no era exactamente así, tenía que ser una comezón de estómago muy parecida, un arder la sangre en las venas al sentir la cercanía de la muerte.

Blanca se giró en redondo. Estaba en el vagón matadero, donde alguien había colgado de ganchos toda aquella carne y la pellejuda del traje de fiesta se había arrastrado hacia ellos. No había ni rastro de la mujer, lo cual era un alivio, pero eso planteaba más preguntas. ¿Adónde había ido? Si no estaba allí, ¿habría salido por la otra puerta, rumbo al vagón de cabeza? ¿Se la habría llevado el que manejaba los hilos de aquella locura para guardarla en un armario y sacarla en otro momento más dramático de la aventura?

Estaba perdiendo la cabeza. El terror ahogaba sus pensamientos, revolviéndolos en una mezcla inconexa y deslavazada. Se imaginó como la protagonista de aquella película tan terrorífica en la que los tíos con clavos en la cabeza venían del infierno y colgaban a la gente de ganchos y cadenas. Su ex novio había insistido en que la viera, pocos meses antes de cortar, y Blanca —una joven bastante influenciable para según qué cosas— no había dormido en una semana. Aquel sitio parecía un decorado para aquella película; seguro que si se descuidaba, una cadena rematada por un garfio bajaría del techo, se le acercaría por la espalda y la ensartaría como a un jamón de pata negra.

Blanca ordeñó fuerzas de ese simple pensamiento para recargar baterías y volver a chillar.

—¡Socorro! ¡Por lo que más queráis, sacadme de aquí, joder!

Unos golpes hicieron vibrar la puerta desde el otro lado.

—¡Blanca! —sonó la voz de Pere—. ¿Estás bien?

—¡No, no estoy nada bien! ¡Estoy atrapada!

—¡Aproxímate a la ventana!

La ventana, claro. Pere la había roto al entrar, y aún seguía siendo una vía de escape. Blanca se asomó por ella, procurando no rozar los dientes del cristal roto que el vaivén acercaba peligrosamente, y se encontró con el rostro de Pere, que había asomado la cabeza por la ventana del vagón gemelo.

—No te preocupes, cariño, te sacaremos de ésta —prometió, pero hasta a ella le sonó a promesa vacua.

—No me dejes aquí dentro, por piedad —lloró. Se tocaron las manos extendiendo los brazos por fuera del tren, y Pere le mandó un beso volado.

—Voy a intentar abrir la puerta. Ayúdame desde ese lado.

Ella movió de arriba abajo la cabeza con brusquedad. Procurando no pisar los charcos de sangre (tentativa inútil, pues los pequeños lagos de los que colgaban afluentes carmesíes estaban por todo el suelo, tatuados con las huellas que Pere había dejado en su periplo anterior), se apoyó contra la puerta y empujó.

—¡Ahora! —le llegó el aviso desde el otro lado—. ¡Empuja!

Sus manos resbalaron generando fricción y calor por la chapa. Nada. Blanca apretó los dientes hasta que los notó moverse en las encías. Estaba segura de que sus compañeros estaban haciendo lo mismo desde el otro lado, sin el menor resultado. Fuera quien fuese el que había abierto la puerta para engullirla, se había asegurado de cerrarla a conciencia otra vez.

—¡No funciona! —lloró, resbalando impotente metal abajo. Alguien le dio consejos para que se tranquilizara y se concentrase en su respiración, en hacerla lenta y cadenciosa como la subida y bajada de las mareas en las playas de Tenerife. Pero ella no podía concentrarse en eso: el miedo que sentía era tan puro, tan absolutamente limpio, que iba más allá de lo mental. El mundo empezó a desvanecerse a latidos, en grandes círculos lentos, y el foco de su visión iba y venía a medida que las cosas se sumían en una bruma lechosa.

Si era la inconsciencia, no iba a darle la bienvenida. No quería dormirse. Ahora no. Lo último que deseaba era cerrar los ojos y dormir mientras la pellejuda del traje caro aparecía de nuevo y se la comía lentamente, empezando por los pies.

—¡Espera, vamos a intentar algo diferente! —gritó el militar. Blanca notó una arcada de risa: como si pudiera ir a alguna parte.

Se sentó. Estaba sobre uno de los charcos de sangre, pero ya no le importaba. Intentó hacer el truco de la respiración, eso de llenar de manera controlada los pulmones para que el corazón se acoplase a ese ritmo, a pesar del chute brutal de adrenalina. Aspira, expira. Aspira, expira. Aspira, cómo duele, expira, su puta madre en almíbar. Aquello no estaba funcionando. Los pulmones podían sugerir un ritmo, pero el corazón seguía interpretando la percusión del pánico como el batería del concierto más desfasado de un grupo thrash metal.

—Vale, de acuerdo, está bien —se ordenó a sí misma, para centrarse—. Soy Blanca. —Extendió y cruzó los dedos en una pose de artista marcial que había visto en un telefilme—. Soy valiente. Capaz. No soy de esas típicas niñatas que no saben salir solas de una situación… —iba a decir «mortal», pero no quería pronunciar esa palabra—…

Miró al techo. Los torsos humanos se balanceaban colgados de los ganchos. Recordó la imagen del garfio asesino que reptaba como una anaconda y pegó la espalda a la pared, tan rápido que incluso le dolió el golpe.

—Estoy aquí, a menos de un metro de mis compañeros, a tan sólo unos palmos de distancia. —Hablaba en frases sencillas, enunciativas, como se les enseña a los alumnos a contestar en un examen de tribunal, sin irse por las ramas ni abusar de las deixis—. Ellos lo saben. Quieren rescatarme. Están haciendo todo lo posible por llegar hasta mí. Y lo conseguirán. Pere es muy capaz de sacarme de este lío, ha tenido un entrenamiento severo. Lo han entrenado para salir de las situaciones más extremas, para… para…

De repente tuvo un ataque agresivo y doloroso de déjá vu; una sensación tan vívida que parecía que la hubiesen metido en una máquina del tiempo y la hubiesen transportado unos meses atrás, al comienzo de aquella pesadilla. Y era tan vívida porque se sintió tan absoluta y radicalmente sola como cuando cortó con su novio, el hombre que iba a buscarse un trabajo decente en cuanto terminara el instituto, y proponerle matrimonio y darle hijos y todas esas cosas. Antes de aquel nefasto día, el día del horror en el instituto, antes de las persecuciones, las violaciones de estudiantes y la violencia desmadrada, el nombre de su ex era sinónimo de pasión y de alegría. De revolcones incómodos y salvajes en asientos de atrás y helados riquísimos comprados con lo que sobró de ponerle gasolina al coche. Pero desde entonces, cada vez que alguien decía

056

«Óscar» cerca de su oído, ella daba un respingo.

—¡¡Óscar!! —llamó el profesor por tercera vez. Casi gritó el nombre, aunque sólo con el estampido del borrador sobre el pupitre el joven salió de su mundo de sueños, en el que se había perdido entre las dos últimas demostraciones de la ley de Avogadro garabateadas en la pizarra.

El aludido levantó la vista y miró al profesor con una mezcla de odio y respeto. El señor Villaurrutia era un pringado, uno de esos maestros sin suficiente presencia como para imponerse sobre una clase de veintitantos adolescentes que se creían los reyes del mundo, como Leo en Titanic, y que encima vestía esas horribles chaquetas color vino con parches en los codos de cuando Para Elisa era un hit. Pero al mismo tiempo, sabía que el as en la manga que escondía en los sucios recovecos de su chaqueta le garantizaba un respeto por parte de los alumnos. Química era un «hueso», la asignatura más difícil y odiada por todos, y sin esos créditos no había título de bachiller posible. Y sin título de bachiller, en una España enferma de titulitis y de crisis financiera, los jóvenes sabían que sus posibilidades de encontrar trabajo menguaban considerablemente, y que cualquier niñato universitario con notas mediocres les pisaría todos los trabajos buenos, dejándoles sólo la morralla. Los contratos de esclavitud en los que había que asomarse a una zanja y arrimar el hombro junto a diez inmigrantes, trabajos sudorosos en los que ningún adolescente se imaginaba de mayor.

—… Así que bajo idénticas condiciones de temperatura y presión —insistió el profesor, consciente de que estaba hablándole a una pared con forma de alumno—, ¿qué ocurre con las moléculas de los volúmenes de gases?

«Se van de botellón a follarse a los moles de la sustancia de al lado», pensó Oscar, pero respondió con voz tímida, consciente de que podría estar diciendo una burrada:

—¿Se excitan…?

Eso arrancó risas del resto de la clase. El profesor le golpeó con el borrador de la pizarra en la cabeza y él mismo completó con un suspiro la frase.

—… Volúmenes iguales de gases contienen igual número de moléculas. Ahora bien, si avanzamos unos años hasta las aportaciones en teoría atómica de Stanislao Cannizzaro…

… y bla bla bla reblá y recontrablá… Oscar se frotó la cabeza, allí donde el borrador había dejado su opinión, y miró al pupitre de Blanca. La joven le estaba observando, con la cabeza colgando sobre los apuntes y una espléndida sonrisa en la boca, disimulada por las celosías de la cabellera rubio platino. En el ecosistema de los institutos, ser humillado por un profesor al que todo el mundo odia no es un escarnio, como podría pensarse, sino una ayuda para ganar puntos de cara al resto de los compañeros. Era como vestirse durante unos minutos con el sayo de un mártir que nadie quería encarnar, pero que personificaba la rebeldía de todos. Algo así como «La Pasión de Oscar», que lo emparentaba con sus hermanos filisteos.

Blanca adoraba a aquel chico. No tenía muchas luces, y aunque había logrado llegar a duras penas hasta aquel curso en la frontera misma de la PAU, se veía venir con claridad que los exámenes finales exigían un recuento mayor de neuronas de las que él podría reunir. Pero era tan guapo… Era uno de esos chicos de barrio con pinta de ruinillas de poca monta, con coche propio y un tatuaje por cada novia desvirgada en el antebrazo. Eso era algo que Blanca sabía de sobras y le encantaba. Lo veía como una constelación de un zodíaco varonil en el que ella ocuparía algún día un sitio preferente, el de la Hardcorita Mayor, o algo así. Le molaban los chicos con experiencia en la vida, no los cerebritos de gafas a los que todavía les quedaban muchos años de dragones y mazmorras por delante hasta que se licenciaran y sus papás les dejasen coger un volante. Oscar no era el líder en notas de la clase, pero desde luego era el líder en popularidad, el chico duro y sobrado y con oscura historia familiar al que los demás querían parecerse, y eso la ponía increíblemente cachonda.

Y además, tenía coche propio.

El timbre los rescató de un choque frontal e incomprensible con la constante del tal Avogadro (que ojalá se hubiera dedicado al cultivo de la patata turca, el muy mamón, en lugar de amargarles la vida enunciando leyes estúpidas). Los chicos salieron en tromba por la puerta de la clase, que en opinión de todos debería haber sido una de esas anchas, de salida de incendios, con manillar en una sola de sus caras. Una vez en el pasillo, Blanca se acercó a medio camino de Oscar y dejó que él recorriera el otro medio.

—Hola, rubia —dijo él, mostrándole los dientes en una sonrisa manchada de nicotina. Tenía en la mano su bolígrafo favorito, con la imagen de una bailarina en el fuste que se desnudaba cuando se ponía horizontal.

—Hola, guapo. ¿Te duele? —Le acarició el chichón, pero el chico se irguió y puso en orden su cresta de estegosaurio.

—No… bueno sí, un poco. Ese cabrón… algún día le ajustaré las cuentas, y lo grabaré para que todo el insti pueda verlo.

—Cuidado con lo que haces, que todavía tienes que aprobar —le reprochó ella.

Pasar la mano por aquel cabello engominado era como clavarse mil pequeñas espinas de pez sobre la línea de la vida que le producían un dolor muy placentero. Se imaginó al chico paseándole esa misma cresta blindada por los pechos y raspándole con la gomina los pezones, llenándolos de arañazos y de tiernas cicatrices, y el encaje de sus braguitas se humedeció.

—A la mierda los exámenes —dijo en tono desafiante, acompañándolo con unos gestos provocadores a lo hip-hop, pero enseguida bajó el volumen, no fuera a estar escuchando don Villaurrutia y confundiera su bravata con una auténtica declaración de intenciones—. Puedo aprobar cuando quiera. No hace falta que sea este año.

Blanca iba a replicar (echándole en cara su pasotismo, aunque en el fondo no le importaba que se buscase un trabajo garbancero con el que pagarle a ella sus antojos) cuando la masa de estudiantes se abrió como las aguas del Mar Rojo, partidas en dos no por el bastón de Moisés, sino por la quilla de sus tres amigas, Ana, Bea y Jessica, con el que formaba el cuarteto de «wuapas» de la clase.

El trío de la muerte, como las llamaba todo el mundo, pasó ante la mirada atónita de los cerebritos luciendo más escote que un destacamento de vigilantes de la playa, y con más kilos de maquillaje que un cadáver en una funeraria. Eran el no va más de la calculada chulocracia que gobernaba el instituto, estándares divinos de la frívola «alta costura» de barrio bajo: pantalones con cinturones falsos, botas de invierno polar simulado, cabello pegado al cráneo por las ocho válvulas que había debajo y el embeleso del neón arriba. Se detuvieron ante Blanca con una mirada impertinente, de ésas de «¿por qué no estás con nosotras cuando hacemos lo que realmente importa?».

Y ella, que estaba genéticamente programada para hablar el mismo idioma (y al diablo con las sandeces pseudo intelectuales sobre la ramplonería de la juventud del Gran Hermano), lo captó a la perfección.

—Perdona, Óscar, pero me tengo que ir —se excusó—. Cosas de chicas.

Al joven se le estiró la piel en un gesto lascivo.

—¿Puedo apuntarme yo también a esas «cosas de chicas»…?

—Ya te gustaría —dijo Ana, con una voz tranquila que contenía un elemento de hostilidad.

—Tonto. Nos vemos después, a la salida —zanjó Blanca, y se fue meneando el trasero al mismo ritmo de cubana loca que sus compañeras. Cuando doblaron una esquina y se metieron en el baño de chicas, se miraron en silencio unas a otras, abandonaron a la vez la pose de rompedoras y se echaron a reír.

—¿Has visto cómo me miraba las tetas el idiota de Juanjo? —rió Ana, buscando con interés arqueológico una barra de labios en las profundidades de su bolso—. Seguro que se masturba con los ligueros de su madre, en cuanto termina los deberes de mates.

—Eso mismo —añadió Bea, una chica alta y morena de barriada que todas las mañanas luchaba por disimular con ejércitos de cosméticos el Peñón de Gibraltar que tenía por nariz, y todas las mañanas perdía la batalla—. Y seguro que después llena de leche una foto tuya que tiene escondida bajo los apuntes.

Ana le pegó en el hombro, asqueada.

—Guarra.

Jessica, más baja y pechugona que sus compañeras, se sacó las tetas frente al espejo, subiéndose la camisa y metiéndose las manos por debajo del enorme sujetador. Aún le dolían las cicatrices de la operación.

—¿Me he pasado con esto? —preguntó—. Le dije al capullo del cirujano que me las pusiera enormes, pero creo que se le fue la olla, al muy…

—Yo me cuidaría más bien de los dolores de espalda. A partir de ahora vas a caminar por la calle como si te colgaran dos campanas de los hombros —advirtió Blanca, y se subió a su vez la camisa. Dado lo minúsculo de sus pechos, ni siquiera usaba sujetador. Al comparar en el mismo espejo sus quillitas de tabla de surf con los volcanes en erupción de Jessica, frunció el ceño—. Esta vez pienso pedirle a mi padre la operación como regalo de Reyes. O por Navidad.

—Papá Noel viene este año cargado de bisturís… —canturreó Bea.

—Y si me dice que no, te juro que traigo una barriga a casa, para que se fastidien. A ver quién sale perdiendo.

—¿Una barriga de quién? —rió Ana—. ¿De ese imbécil de Oscar?

Blanca se ofendió.

—¡No es un imbécil!

—Blanca, guapísima, tú te mereces más que eso —le reprochó Jessica, guardando otra vez la munición antitanque dentro de las murallas—. El otro día oí cómo tu novio les decía a sus colegas que iba a ponerse a trabajar en el taller de su padre. Tiene menos futuro arreglando tubos de escape que un reality sobre monjas de clausura.

—Es verdad, cariño —opinó Bea, retocándose el peinado por un prurito de simetría—. Deberías buscarte algo mejor, un abogado o un médico o algo así. Tú eres lista; podrías meterte en la facultad aunque sea el primer año, lo justo para encontrar novio y engancharlo con una barriga. Y luego, a vivir.

—Dejadme en paz —se ofendió Blanca. Había reflexionado muchas veces sobre lo que decían sus amigas, sobre el futuro y el dinero y esas cosas, pero para la universidad todavía quedaban dos largos e interminables años, y ella no tenía ganas de perder su valiosa juventud estudiando. Además, Oscar tenía coche, y que ella supiera, ninguno de los cerebritos que sacaban buenas notas sabía conducir.

—No te enfades —la abrazó Ana—. Eres la más mona, pero también la más tonta.

—¿Hacemos un flashing? —propuso de repente Jessica, haciendo aletear las pestañas.

—¿Estás loca? ¿Para que corra por todo el insti de móvil en móvil?

—Es para una página web de un amigo mío. Dice que por cada foto que le lleve me pagará cien euros.

Sus amigas se miraron.

—Hombre, si es por una buena causa…

Las tres se colocaron en pose de foto. Blanca sacó su móvil y les apuntó con la cámara, sonriendo ante lo locas que estaban sus amigas. Sabía muy bien qué clase de página web tenía el colega de Jessica, y qué clase de contenidos mostraba; se llamaba Girlfriend Mad Party, o algo así. Oscar la visitaba a menudo, y era bastante habitual encontrar rostros familiares de novias despechadas enseñándolo todo ante la cámara. Aunque algunas lo hacían por placer.

Al fin y al cabo, pensó, era normal que las del cuarteto de la muerte vivieran así de aceleradas: los chicos las miraban con envidia, soñando con meterse en su cama y creyendo que si ligaban con ellas el cielo se les abriría de par en par. Pero Blanca sabía que a los pobres desgraciados que tuviesen la mala suerte de ser elegidos les caería encima todo el peso de los problemas que Ana, Bea y Jessica arrastraban como el ancla del Titanic. Ellas no buscaban un noviete para echar un polvo entre visita y visita a la biblioteca. Buscaban a un joven trabajador que las sacara del entorno familiar agobiante que convertía sus lindas vidas en una parodia del Estado de Bienestar electrofashion. Las tres eran chicas de barriada, la más afortunada con sólo dos o tres hermanos y un padre abstemio, y su único plan de futuro era casarse con el primero que les ofreciera estabilidad (no felicidad ni amor, sino estabilidad económica) y se las llevara lejos del barrio.

Blanca conocía a muchas chicas así. El mundo era un lugar cruel e inhóspito, donde había que ponerse tetas a los quince años porque si no los pocos chicos buenos que quedaban se irían con alguna pelandusca. Y había que elegir bien, porque los divorcios costaban una millonada y las barrigas seguían pesando más allá de los nueve meses. Una antigua amiga, Laura, había sido la reina de la clase durante años; todos los jovencitos imberbes bebían los vientos por ella, y hasta los profesores le auguraban un futuro brillante. Ella soñaba con ser diseñadora de moda, hacer el paseíllo por la Cibeles y después el casting de una serie de éxito. Se acabó casando con un chaval que la dejó preñada en la segunda cita, y que le largó en el dedo una alianza comprada a precio de baratija en el rastro del domingo. Ella lo llamaba «el anillo único», porque fue ponérselo y volverse invisible. Ahora trabajaba en un servicio de televenta, intentando transmitir por el teléfono la misma gracia y belleza que antes le brotaba por los poros, para estafar a los jubilados por un sueldo miserable a final de mes.

Sus amigas rieron mientras se colocaban en posición para el flashing: Ana y Jessica enseñando las tetas, y Bea levantándose la falda para lucir bien la raja del culo. Blanca apretó el botón de la cámara capturando aquel trocito de amargura, aquel destello de unas vidas impotentes a las que pronto abandonaría la belleza, y con ella toda posibilidad de comer perdices.

Al fin y al cabo, ellas no pintaban nada en el Gran Esquema. Otras generaciones de jovencitas se matricularían en el instituto, los maestros imprimirían nuevos exámenes, nuevos paquetes de fotocopias esperarían en la copistería, el mundo seguiría dando vueltas y vueltas, y

055

nada cambiaría. Nada.

Todo seguiría igual que siempre.

Los torsos humanos se balancearon colgados de sus cadenas.

054

Los ojos de Blanca iban de un lado a otro de sus cuencas como las bolas de un bombo de lotería. El tren seguía estremeciéndose como una culebra en el pico de un ave rapaz. La puerta transmitía con un eco sordo y violento los golpes que daban sus compañeros, pero seguía sin ceder un solo milímetro.

«Por favor, que la abran rápido, por favor, que la abran rápido, por favor, que la abran rápido…». La jaculatoria dio vueltas en su cabeza hasta que le dolieron los verbos, de tanto hacerlos rebotar dentro del cráneo. La luces parpadeaban cada pocos segundos, amenazando con apagarse si a ella no le daba pronto el infarto. Al lado contrario del vagón, la salida opuesta aguardaba como una promesa callada, un túnel de escape que ella no pensaba usar.

Quedaba un solo coche más hasta el de cabeza. De acuerdo, hasta ahí bien. ¿Pero y si estaba lleno de pellejos? ¿Y si la zorra aquélla con el traje de fiesta se había colado por esa puerta y estaba contándoles lo que había visto a sus amiguitos?

El acceso al vagón de cabeza podría estar abierto, y al otro lado estar aguardando el artífice de esa masacre.

Tal posibilidad se solidificó en certeza en su cabeza apenas unos momentos después de que se le ocurriera. No sabía cómo, pero sentía su presencia. Tirando de los hilos, abriendo caminos en el submundo a medida que aquel metro de pesadilla se dirigía… ¿adónde?

¿Qué demonios había visto Fulgencio, el sacerdote que no se enorgullecía de su profesión, en aquel libro? ¿Qué había en él capaz de asustarlo tanto… aparte del hecho de que había abierto uno de sus ojos para mirarlos a ellos?

El libro que mira a su lector y es capaz de leer en él. Era un concepto tan absurdo que le dieron ganas de reír, a pesar del pánico que le comprimía las entrañas.

Sintió unas ganas irrefrenables de vaciar la vejiga. Con manos temblorosas se desabrochó el pantalón y 1o deslizó hasta sus rodillas. De pie, apuntando lo más lejos que pudo, dejó salir el chorro caliente y lo vio mezclarse con los charcos de sangre. Le dolían las tripas como si se hubiera tragado un paquete de clavos, pero estaba tan asustada que dejar salir algo más que orina de su cuerpo era en ese momento una utopía.

Sólo tenía dos opciones: o regresaba junto a sus compañeros y ese objeto monstruoso, o avanzaba hasta el siguiente vagón, a ver qué nuevos horrores les tenía preparados aquel circo de la carne. Pensándolo bien, había una tercera opción: quedarse allí, quieta, hecha un ovillo y al borde de la catatonia, hasta que algo sucediese. Lo que fuera, pero que el universo decidiera por ella, en lugar de esperar a que los humanos tomasen decisiones.

«Los garfios. La santidad y la expiación a través del dolor. Acuérdate de la película», le susurró la voz interior.

Penosamente, Blanca se abrochó el pantalón. Cualquier cosa sería buena menos morir allí, como un cordero a las puertas de la matanza, triste valedor de su propio destino. Avanzó lentamente y esquivó los torsos, rasurados para que de ellos no quedase ni un solo pelo y preparados para ser ofrecidos en un banquete. ¿A quién? Puede que el ojo lo supiera, pero dudó de que pudiera decírselo, pues para ello necesitaría además una boca.

La longitud del coche acabó por agotarse, y Blanca se encontró a sí misma con las rodillas a punto de ceder y tirarla al suelo, ante la puerta del siguiente vagón. Extendió una mano. El tirador estaba frío.

—Jesús, ayúdame y prometo creer en ti a partir de ahora —murmuró—. Creeré en ti e iré a misa todos los días, y trabajaré a tiempo completo en Zara sólo para ponerte cirios y meter monedas en las huchitas del DOMUND. —Se besó ceremoniosamente un pulgar—. Smuack. Por ésta. Prometo que…

La puerta no estaba cerrada.

Blanca la descorrió con facilidad. Muy lejos se escuchó un potente trueno, aunque bien podía haber sido el propio tren cabriolando desbocado sobre las vías.

Detrás, en efecto, había otro coche, completamente vacío…

… salvo por el caballo.

053

La joven se frotó los ojos, por si la visión era una especie de pestaña de luz que se hubiera deslizado bajo los párpados. Pero no, el animal estaba allí. Era un caballo blanco, de constitución robusta y poca alzada, con pinceles de pelo sobre los cascos y una tupida y sedosa cola, como la de los caballitos de Sheena, los juguetes con los que ella jugaba de pequeña.

No estaba haciendo nada en especial. Sólo aguardaba allí, de pie, pisoteando con aire distraído con sus cascos el suelo de metal, un suelo salpicado de piezas de rompecabezas. Su piel era tan nívea que despedía un brillo intenso.

Blanca se llevó por acto reflejo la mano al pecho, a un dije de plata que ya no estaba allí. Era una joya que le había regalado su primer novio, cuando llegó el primer aniversario y la relación parecía incombustible. Lo vendió en cuanto conoció a Oscar, para ayudarle a pagar las llantas cromadas del coche. Luego se arrepintió, pero en ese momento sólo el presente parecía importante, un saco en el que se iban acumulando tantas experiencias increíbles que todo lo anterior era digno de ser olvidado.

Blanca se dio cuenta de que todavía estaba en el vagón anterior, el de los chorros de sangre, y avanzó un paso para entrar en el otro, no fuera a ser que la puerta decidiera cerrarse por sí sola.

El animal levantó la cabeza y la miró. Ella tragó saliva. ¿Qué ruidito se le hacía normalmente a un caballo para caerle simpático? A los perros era un silbidito, a los gatos una especie de siseo y un frotar de dedos…

El caballo siguió mirándola, sin pestañear, con aquellos ojos oscuros que eran puro iris, sin esclerótica. Dos inquietantes pozos negros en medio de la vastedad nevada de su piel. Un pensamiento atroz sacudió la mente de la joven en aquel momento: ¿acaso lo que veía era la constatación de que aquello no era más que un sueño? ¿Estaba realmente viajando en un metro de fantasía por los túneles de Madrid, o no era más que un juego de espejos de su mente?

Sí, ésa era la única explicación. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Ella en realidad no estaba allí; el metro no existía, ni el caballo tampoco. Puestos a pedir, hasta los pellejos eran una quimera producto de su imaginación. Seguro que la noche anterior se había cogido la cogorza de su vida, o había tenido un accidente con el coche de Oscar y ahora estaba sumergida en un extraño coma que la hacía alucinar y no darse cuenta de que estaba alucinando.

Ese argumento escapista le pareció lo más cuerdo a lo que podía agarrarse. ¿Cuál era la alternativa si no? ¿Tragarse la maldita incredulidad y admitir que existían libros con ojos y caballos de plata que alguien había enterrado bajo una metrópoli dominada por los muertos? No; estaba alucinando, eso seguro, y lo peor de todo era que no tenía unos zapatos rojos que entrechocar para volver a casa con el puto Totó. No existía una solución trivial al laberinto de sueños, a no ser que fuera mediante la deducción. Si deducía que estaba loca, puede que hallara un camino por mero descarte que la condujera a la cordura.

«¿Ese pensamiento tan raro lo he tenido yo solita? ¡Uauh, me estoy volviendo más lista!», se enorgulleció. «Chúpate ésa, Jessica, para que luego digas que yo no podría ser universitaria ni aunque me acostara con el Rector».

Se inclinó con mucho cuidado (no sabía si los equinos reaccionaban mal ante los movimientos bruscos, como los jabalís, pero era mejor no correr riesgos) para recoger una de las piezas de rompecabezas del suelo. Todo el vagón estaba lleno de ellas. Por una cara eran oscuras, y por la otra, donde debería haber impreso un pequeño fragmento de una fotografía o paisaje, había trazos blancos sobre fondo gris. No parecía que la gestalt de aquel puzzle diera origen a un paisaje; más bien parecían símbolos cabalísticos rotos en porciones. Letras en una lengua olvidada.

Vale, su cerebro era más retorcido de lo que ella pensaba. Posiblemente le habría dejado una clave para que entendiera lo que estaba pasando, aun estando dentro del sueño, pero no podía escribirla en una pizarra a la vista de todos, no señor. Tenía que usar una caligrafía etrusca o babilónica y romperla en pedacitos por el suelo, bajo las patas de un poni albino. Una vez había visto una película sobre el psicoanálisis y los universos desquiciados del tal Freud, con eso del yo y el superyó y el miniyó y toda la gaita. Tampoco la había entendido.

Sólo se había sentido tan perdida como en aquel momento en una ocasión, justo antes de que el mundo se fuera al cuerno. Fue el día en que

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el cuarteto de la muerte hizo flashing en distintas posiciones eróticas, en aquel baño para chicas de instituto. Para ellas era un juego, una oportunidad de ganar dinero fácil y (si había suerte) hasta para encontrar novio. Jessica se masajeó las tetas, tirando de los pezones con la intención de endurecerlos, mientras sus amigas se partían de la risa. Incluso hubo un momento en el que Ana y Bea se metieron sus pezones en la boca y tiraron con fuerza, alargándole las dos campanas que se había puesto por pechos hasta que la sombra del suelo recordó a las montañas gemelas del Kilimanjaro. Ana cogió el móvil y le hizo una foto a Blanca, para que ella también participara de los cien euros, mientras la joven se bajaba las bragas y se frotaba provocativamente un dedo por el borde del ano. Las tres rieron hasta que les dolió el estómago, mientras el mundo giraba loco a su alrededor y la realidad perdía toda importancia.

Entonces Blanca lo vio. Un reflejo de metal en el suelo, en la esquina de uno de los cubículos con retrete. Se colocó las bragas en su sitio, se lavó el dedo con un poco de jabón y se agachó para ver qué tesoro había caído del bolso de alguien.

Era un teléfono móvil.

—¡Eh, chicas, basta! ¡Mirad esto!

Las otras se agacharon. Blanca cogió el aparato y lo examinó. Era un Motorola bastante antiguo, de color indefinido, sucio y genérico, con un diseño primitivo y para nada chic. Estaba encendido.

—¿De quién será, de una profesora? —aventuró Bea.

—No seas tonta, los profes tienen su propio cuarto de baño —dijo Jessica—. Ellos no se mezclan con la chusma del alumnado.

—Seguro que es de alguna chica de nuestro curso. Me suena haber visto a alguna con este mismo teléfono.

—¿Esa horterada de móvil? ¿Quién saca cosas así a la calle?

Blanca pulsó un botón. La pantalla se iluminó. No tenía tapiz de fondo, detrás de los iconos, con la acostumbrada cara del novio o de la mascota de turno. Eso sí que era raro.

—No tiene activado el bloqueo. —Se acercó a una de las luces de encima del espejo, para ver mejor. Sobre las teclas había unas marcas, como de uñas—. Voy a acceder a la agenda. Por los nombres sabremos de quién es.

La agenda estaba casi vacía. Eso sí que les extrañó. Ninguna chica llevaba menos de cincuenta números memorizados en su móvil, y había algunas que hasta tenían la clave de myspace para acceder en mitad de las clases. La única explicación que se le ocurrió a Blanca era que alguien había perdido o estropeado su iPhone de última generación y se había visto en la tesitura de recurrir a un modelo viejo, cambiándole la tarjeta. Pero eso tampoco explicaba la aridez de la agenda.

Sólo había dos números en ella. Uno bajo el membrete POLICÍA, y otro con un nombre conocido, TINDARO. Tindaro era uno de los profesores más populares del insti, que impartía clases de educación física a los de segundo de la E.S.O., y estaba tan bueno como un gimnasta profesional. Tenía un mentón cuadrado, de modelo de revista, y unos modales finos que contrastaban con los otros profes de gimnasia, que parecían vaqueros que fueran a entrar en el aula escupiendo jugo de tabaco. Muchas niñas bonitas habían acudido a su clase intentando ligárselo, pero Blanca sabía que era una cruzada perdida. Tindaro era homosexual hasta los pantis.

—Este móvil es de alguien que conoce a Tindaro —dijo Blanca. En ese momento la puerta del baño se abrió y entraron otras dos chicas, de un curso inferior. La cháchara que llevaban se esfumó cuando se toparon con el concilio del cuarteto de la muerte, y en silencio entraron cada una en un cubículo. Al ratito, Blanca pudo oír los chorros de pis cayendo desde cierta altura a los inodoros. Ninguna chica en su sano juicio se sentaría en aquellas tazas, por lo que todas disparaban a cierta distancia con menos puntería aun que los chicos.

—A lo mejor es de su novio —se rió Ana por lo bajo.

—¿Y qué hace tirado en el baño de las chicas?

—Bueno, él también es una chica, a su modo…

—Pero nunca entraría aquí. Los gays no entran en los lavabos de chicas. Dicen que se meten en los de los hombres y miran por encima del urinario el paquete del que tienen al lado, a ver si le ven el nabo.

Jessica le pegó.

—¡Ordinaria!

—Oye, métete en la galería de imágenes —sugirió Bea, traviesa. Las demás estuvieron de acuerdo, y adosaron las cabezas sobre la pantalla para ver bien. Nada definía mejor al propietario de uno de aquellos aparatos que las fotos que guardase en la memoria.

Blanca pulsó los botones de acceso al menú. El móvil no tenía fotos, pero antes de que sus amigas protestaran, abrió la carpeta de archivos multimedia.

—Bingo —murmuró Blanca. Dos archivos, nada menos, y con un peso de bastantes megas. Accedió al primero y pulsó la tecla de reproducción.

Unas imágenes desenfocadas, con muy poca luz y sin sonido ambiente, llenaron la pantalla.

Comenzó con un plano muy breve de la cabeza de un perro muerto, tirada en el suelo. La cámara se apartó de ella para mostrar un pasillo. Parecía un sótano, con habitaciones vacías con material de mantenimiento y esas cosas que se guardan bajo los edificios públicos. La cámara giró, mostró a una chica (desde luego, era un rostro que Blanca conocía, de haberse topado con ella en las escaleras de camino al aula; ya se iba aclarando la cosa), y siguió apuntando al pasillo. Su portador se movía a toda prisa por él, seguido por la joven. Ella tenía el pelo alborotado y una marca en la mejilla, como si alguien la hubiese cortado con un cuchillo.

El móvil apuntó al suelo. Hubo una confusión de imágenes que desembocaron en un nuevo rostro. Era el de su portador. Se trataba de un chico rapado al cero y con marcas de contu siones en la frente. Tenía coágulos meciéndose como estalactitas del labio, y un piercing a medio arrancar bajo la lengua. Dijo un par de frases con expresión desesperada que el móvil no registró, y apuntó hacia una de las habitaciones.

Aquí, las chicas soltaron un gritito de terror.

Uno de los profesores apareció en pantalla. Era don Servando, el de geografía, el que dictaba a tal velocidad que había que ser mecanógrafa profesional para copiar todo lo que decía. Don Servando era un hombre por lo general bastante reservado, que tardaba en montar en cólera y también en desmontar de ella. En el vídeo aparecía medio desnudo, con la camisa y la corbata tan habituales en él cubriéndole el torso, pero sin pantalones ni calzoncillos. Sus partes habrían colgado diminutas entre los generosos muslos (Servando era una de esas personas con buzones de correo en lugar de piernas, que miraban a todo el mundo desde los abismos de su metro sesenta con una cara de cabreo constante) de no ser porque alguien se las estaba comiendo. Era un alumno, un chico de segundo de la E.S.O., que estaba arrodillado delante de él. En el momento preciso en que lo enfocó el móvil, tenía los genitales del profesor en la mano y estaba arrancando la mitad del pene de un mordisco. El chorro de sangre, oscuro y denso, le manchó la cara como una fuente. Luego procedió a masticar el miembro, con tranquilidad, con parsimonia, mientras don Servando miraba con expresión plácida a la cámara, sin sentir el menor dolor.

—Santa María… —jadeó Blanca.

—… madre de Dios —completó Jessica.

Blanca tenía la misma expresión vacía y perpleja que sus amigas, con esos ojos que se aprecian en la cara de los boxeadores un segundo antes de besar la lona. Contempló aquellas imágenes con creciente miedo (porque sabía que eran de verdad, no escenas de una película gore que alguien se hubiera bajado por la wifi), y tuvo la nauseabunda sensación, en la boca del estómago, de que su propietario no había vivido para enseñárselas a nadie. El primer archivo llegó a su fin, con la mano ensangrentada disponiéndose a abrir una puerta, y la pantalla quedó en negro. Blanca miró a las demás; estaban horrorizadas, pero ninguna se marchó. Querían (no, querían no, necesitaban) ver el siguiente archivo. Blanca pulsó el botón.

Una cisterna las hizo gritar a las cuatro. Las chicas de segundo abandonaron los inodoros y se fueron, mirándolas con expresión divertida. Una de ellas había usado el mismo cubículo en el que yació abandonado el móvil, quién sabe por cuánto tiempo.

Blanca se concentró en las nuevas imágenes. El archivo no era continuación directa del anterior, pues se notaba que algo había pasado en medio.

Ahora era la chica la que llevaba el móvil y grababa. El adolescente rapado no aparecía por ninguna parte. La cara de la joven era un poema, con lágrimas fluyendo entre la suciedad y la sangre como géiseres de sufrimiento. Estaba subiendo a toda prisa por una escalera, y cuando llegó al último peldaño, ante otra puerta distinta a la anterior pero igualmente cerrada, se apuntó con el móvil a la cara y, llorando con verdadera angustia, como sólo se llora en los funerales o cuando a una la abandona y la trata como a un guiñapo el amor de su vida, dijo una frase. Una última frase. Blanca distinguió las palabras «mamá» y «lo siento, lo siento mucho». Luego el móvil enfocó al pasillo, en dirección contraria. Dos figuras se acercaban a la joven, renqueando con total falta de equilibrio y las manos extendidas hacia la cámara. Eran el profesor Servando, ya sin testículos ni pene, sino con una gran mancha negra entre los muslos de la que goteaba líquido, y el joven antropófago, que visto de frente mostraba un profundo tajo en la cabeza del que sobresalía la mitad de un escoplo. Alguien se lo había clavado en el cerebro hasta el mango.

Esa bien podría haber sido la imagen más fuerte de todas, pero la que realmente hizo gritar a las cuatro chicas y obligó a que Blanca soltara el móvil, dejándolo caer al suelo con estrépito, fue la que vino a continuación.

Pues cuando la chica que había recogido aquella espeluznante escena se volvió y empujó la puerta, el rellano que apareció al otro lado no era el de una película hecha en Hollywood, ni el de un edificio desconocido y lejano que no tuviera relación alguna con ellas.

Era un rellano con puertas color natilla que Blanca y sus amigas veían a diario, porque lo cruzaban en medio de una marabunta de estudiantes para ir a sus clases, entre bromas y risas y cotilleos salpicados de malicia sobre quién había aprobado qué, o quién estaba saliendo con quién. Era el rellano del instituto, el mismo que se encontraba a un piso de distancia bajo sus pies. Incluso vieron el cartel pegado con chinchetas a un corcho que proclamaba:

DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER TRABAJADORA. ¡HAZTE UN HUECO EN EL MUNDO! ¡TÚ ERES UNA CHICA DE HOY!

Orlado con una miscelánea de fotos sobre mujeres de varios países. Luego el archivo de vídeo llegó a su final, y la pantalla del teléfono se oscureció.

Las chicas estuvieron escuchando sus propias respiraciones asmáticas, de aspirador viejo, durante un buen rato antes de reaccionar. Otros grupos de estudiantes entraron y salieron del baño, pero todas evitaron el cubículo del móvil, como si algo en él las repeliera.

Blanca fue la primera en salir del estupor. Asomó apenas la boca por encima del océano de embotamiento donde se ahogaba para decir:

—Te… tenemos que decírselo a alguien. A Tindaro. Esto tiene que ver con él.

Ana, Bea y Jessica la miraron, sumergidas muy profundamente en ese mismo océano y con pesos atados a los pies. Se les veía claramente en el rostro que

(mamá)

si fuera por ellas, declinarían toda responsabilidad con gusto. Compondrían una cara de indiferencia, saldrían del lavabo como quien no ha visto ni sabe nada

(lo siento, lo siento mucho)

y se marcharían a casa para que otro cargara con el muerto. Ya habría más estudiantes dispuestas a hurgar en los misterios de aquel móvil. Y Blanca lo entendía. Ninguna chica en su sano juicio querría saber nada sobre profesores caníbales ni alumnos con escoplos en el cerebro. Pero había que hacer algo.

—Hay que subirlo de inmediato a YouTube —propuso Jessica—. La gente tiene que saber esto.

—Voy a ver a Tindaro —decidió Blanca, recogiendo el aparato del suelo con dos dedos, con la misma repulsión que experimentaría si tuviese que recoger heces de perro—. Nos vemos después, en clase de geo.

—Y una mierda —dijeron las tres a coro. Se miraron y fue Bea la que tomó la voz cantante—: No te vamos a dejar sola. Podrían pensar que el móvil es tuyo y formarte un consejo escolar.

—¡O llamar a la policía! —añadió Jessica.

—… o llamar a la policía. Iremos juntas.

Blanca sonrió. Aquellos patéticos ejemplares de personas, jóvenes de futuro negrísimo que sólo pensaban en aumentar el diámetro de sus pechos, eran sus amigas. Y en el fondo, a su extraña y chismosa y retorcida manera, la querían. No iban a dejar que un miembro del cuarteto de la muerte arrostrara las consecuencias de algo así él solo.

—Vamos, entonces —accedió, y encabezó la marcha con el móvil por delante como el espolón de una galera romana. Las cuatro chicas avanzaron a paso rápido, formando una cuña y abriéndose camino en línea recta a través de los grupos de estudiantes que esperaban en el cambio de clase, por fuera de las aulas, a que entrase el nuevo profesor. Caminaban con decisión, taconeando con un calzado que parecía más apropiado para una discoteca que para una clase de matemáticas, moviendo las caderas como si les fuera la vida en ello y sosteniendo el mentón más arriba que un soldado de la Legión. Aún no sabían qué le iban a decir exactamente a Tindaro (¿bastaría con un «¡tatachán!, profe, tengo una peli snuff donde se menciona su nombre»?), pero eso era lo de menos. Lo crucial era seguir el impulso inicial, el chute de adrenalina.

Las chicas llegaron con ese pavoneo salvaje a la sala de profesores, y Blanca irrumpió:

—¿Está el señor Tindaro?

Tuvieron suerte. Un hombre que no parecía mucho mayor que ellas, aunque tenía el doble de su edad, se levantó del largo sofá negro que flanqueaba la única mesa. Era un chico guapo, con el rostro surcado por una única ceja que parecía un trazo de carbón, mandíbulas cuadriculadas y libres de la sombra de una barba, y agujeros en los lóbulos que sin duda ocupaba con pendientes caros cuando se iba de marcha. Como todo buen culturista, Tindaro usaba camisetas una o dos tallas menores, incluso mientras daba clase, para lucir el contorno de sus bíceps.

—¿Qué ocurre, chicas? —preguntó, acabándose un capuchino.

—Eh… profe, yo… —vaciló la joven. Toda su fuerza parecía haberse extinguido junto con el pavoneo—. Tengo algo… que creo que es suyo.

Le mostró el móvil. La expresión de Tindaro no varió un ápice, como si no lo reconociera o no le importase que lo hubiesen encontrado.

—Lo encontramos hace un momento en el baño de las chicas —explicó Blanca—. Abrimos la agenda para ver a quién pertenecía, no por otra cosa, y…

—Lo sé.

Tindaro cogió el teléfono. Lo activó. Accedió a la agenda y miró los mensajes. Luego cambió de ventana de menú y entró en la galería de vídeos. Blanca tapó la pantalla con una mano.

—¡Aquí no! —Los demás adultos la miraron, molestos por su intromisión en el sanctasanctórum del profesorado. Ella se ruborizó y bajó la voz—. Mejor que lo vea en un lugar privado. Lo que guarda ahí es…

Tindaro se metió el móvil en el bolsillo. Acompañó a las chicas hasta la puerta y les recomendó, en un susurro:

—Mañana no vengáis a clase. Poned alguna excusa frente a vuestros padres y quedaos en casa. Si no ocurre nada raro en tres días, ni os enteráis de nada por los noticiarios, pasad por mi despacho.

Y se marchó, clavándoles ese pedazo de expresión de estupor en la cara con tachones más gordos que los del trono de Luis XVI. Tatachán. Las cuatro amigas parpadearon a la vez, sincrónicamente, y sin mediar palabra se encaminaron hacia la salida del instituto.

En aquella fase tan temprana de la pesadilla aún no podían ni imaginar lo que iba a pasar, ni por qué un profesor llegaba al extremo de ordenarles que se fueran a casa y se perdieran el resto de las horas lectivas, pero Blanca estaba segura

051

de que pronto lo averiguaría. Sí señor. Averiguaría de dónde había salido aquel caballo níveo, y qué decían los trocitos del puzzle babilónico del suelo. Y entonces ella también tendría un secreto propio que contar, no sólo Fulgencio.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó al caballo, que seguía tan tranquilo como si estuviese en la más hermosa y verde pradera, en un parque natural inmenso—. ¿Tienes nombre, pequeñín? —Su interlocutor piafó. Bbbrrfff—. Tú sabes que los bichos como tú no pueden viajar en el metro, ¿verdad?

Fue en los ojos de aquel animal en los que vio reflejado el peligro. El caballo miró a algún punto a su espalda, y se oyó un ruido glutinoso, repugnante, de carne que frotaba otra carne y la desgarraba en el proceso, de manos que hundían los dedos en una musculatura atocinada y la apartaban para abrirse paso.

—Aaayyy… —gimió Blanca, haciéndose más pequeñita a medida que se le desinflaba el valor. Se dio la vuelta, muy a su pesar, y vio de dónde procedía aquel asqueroso sonido. Y, de paso, descubrió por qué no había visto a la pellejuda del traje de fiesta cuando cruzó el vagón.

Se había metido, o al menos la parte del cuerpo que le quedaba, dentro de uno de los torsos colgantes, como un canario en una jaula de huesos y grasa. La mano de la mujer muerta surgió de la herida que partía en dos al torso y la ensanchó. Paralizada de miedo, Blanca distinguió su cabeza allí dentro, en la oscuridad gelatinosa, doblada en un ángulo imposible y con la boca llena de fideos de músculo.

El pellejo la miró con hambre.

—¡Blanca!

El… horror…

—¡¡Blanca, reacciona!!

Sí, no había oído mal. Era la voz de Pere. El militar introdujo su cabeza por la ventana rota, teniendo en esta ocasión mucho cuidado con las aristas de cristal, y le hizo señas para que se acercara. Blanca no daba crédito a sus ojos: a pesar del nefasto resultado del primer intento, Pere se había descolgado de nuevo por fuera del tren para llegar hasta ella. En ese momento supo que esa misma noche se abriría de piernas ante ese hombre, y que le dejaría hacerle todo lo que él quisiera. Todo. Sin tabúes ni censura. Pero primero tenía que sacarla de allí.

—¡Pere, socorro!

—¡Ven hacia mí!

La joven miró una última vez hacia atrás, al caballo onírico, como si le estuviera pidiendo permiso para marcharse. El vagón se estremeció y la alfombra de puzzles sufrió un seísmo que giró casi la mitad de las piezas. El animal relinchó, y Blanca creyó ver volutas de humo manando de sus belfos.

Todo sucedió en un único movimiento: Blanca se volvió a toda velocidad, catapultó sus piernas y su cuerpo en dirección a Pere, y la pellejuda alargó un brazo rematado por dedos infestados de gangrena. Sus uñas fracturadas se le clavaron en el brazo y rasgaron hasta encontrar sangre y músculo. De la garganta de la pellejuda brotó un grito que más que sonido era hedor, una peste densa a especias venenosas y carne podrida.

Blanca chilló. Pere maldijo en todos los idiomas que conocía y trató de encajar las piernas de forma que pudiese saltar dentro del vagón, pero éste seguía temblando como un paciente psiquiátrico invitado a la fiesta del electroshock. La chica, sin embargo, pudo llegar hasta él a pesar de la herida. Su brazo sangraba copiosamente, y aunque se lo tapaba con la otra mano, todavía podían verse trozos de las uñas (y de los dedos mismos) del pellejo incrustados en la herida.

—Por lo que más quieras, no te desmayes —suplicó el militar. Blanca lo miró con unas fuerzas más que extintas, pero aferró su mano y se encaramó al marco de la ventana. A estas alturas, tras tanta adrenalina y tantas horas sin dormir, la rabia y el dolor eran los únicos octanos que mantenían su cuerpo en movimiento.

El cabello de Blanca ondeó como una bandera en un vendaval cuando sacó la cabeza por fuera del coche. ¿A qué velocidad estaban yendo para generar ese viento? No lo sabía, pero sus ropas flameaban con furia y los pocos detalles que se distinguían en la pared del túnel pasaban raudos, fotografías veloces que apenas dejaban tiempo al ojo para registrarlas.

Se estaban precipitando a velocidad supersónica, o eso parecía, hacia el final de la línea, donde un muro impenetrable estaba esperándoles para darle su opinión al maquinista sobre el «zi-bebez-no-conduzcaz».

Pere la asió con una mano por debajo de la axila. Estaba sujeto con la otra al techo del vagón y por los brazos de Fulgencio, que también tenía medio cuerpo por fuera, a la ventana adyacente. Su cinturón volvía a ejercer de cuerda de seguridad, aunque esta vez tenía también el del sacerdote atado a una pierna.

—Vamos, vamos, pequeña, haz un maldito esfuerzo… —rogó el militar, deslizando a Blanca entre su propio cuerpo y el vagón para escudarla del aire. La complexión de la muchacha, que casi rayaba en la anorexia, facilitaba este proceso, pero a él lo dejó durante unos cruciales segundos muy separado de su asidero. Fulgencio soltó el cinto de Pere con una de sus manos y agarró la de Blanca, tirando hacia sí. Durante unos segundos se impuso el caos, pues la joven perdió pie y quedó colgando literalmente de ellos, sus botas a pocos centímetros de la vía. Las ruedas del tren vacilaron, girando frenéticamente, a punto de salirse del raíl. Hubo varios estallidos consecutivos de chispas que bañaron la escena con una luz galvánica, irreal. Blanca sintió cómo su mano resbalaba de la de Fulgencio por el sudor, e hizo un último e inhumano esfuerzo. La herida que le había hecho el zombi ardía como el infierno, y su visión se apagaba, como si un fotógrafo estuviese cerrando poco a poco el obturador de su vida.

Pere hizo crujir los dientes con el esfuerzo y elevó a Blanca. Fulgencio la abrazó por debajo de las axilas y la introdujo, finalmente, en la relativa seguridad del vagón.

El militar perdió pie.

—¡No! —chilló Natalia, viendo cómo Pere desaparecía tragado por la tiniebla del túnel, al mismo tiempo que Fulgencio, con las manos manchadas de una sangre que no era suya, depositaba a Blanca sobre uno de los asientos.