050
El silencio que siguió fue analgésico. El tren dejó de convulsionarse, como si hubiese logrado su objetivo de eliminar a uno de los supervivientes. Siguió avanzando a la misma velocidad, pero sin lluvias de chispas ni cabriolas al borde del descarrilamiento.
Las personas que llevaba en su vientre de metal no sentían lo mismo.
Fulgencio, Natalia y Gael sí que estaban a punto de descarrilar. Nadie sabía lo que pasaba por el cerebro del doctor ni del bebé, los únicos que en aquel momento permanecían tranquilos, sin que la taquicardia les hinchase venas en la frente. Gael seguía abrazado a su libro, sosteniéndolo por las esquinas más alejadas del ojo abierto pero sin desprenderse de él.
Y el ojo los miraba, fijamente.
—Por Dios… Pere ha… se ha… —balbuceó Natalia.
—Está sangrando mucho —dijo el sacerdote, desviando la atención hacia Blanca.
—Tenga —intervino Zurek, y le pasó el botiquín que habían robado del hospital.
Fulgencio lo cogió sin esperanzas.
—No… no sé usarlo…
—Yo sí —dijo el doctor, y procedió a hacer un rápido inventario de las medicinas disponibles. Se sentó junto a Blanca y, con ayuda de Fulgencio, le quitó la camiseta. Los pechitos de la joven eran tan pequeños que se acunaban en las copas del sujetador, apoyándose en ellas más que inflándolas con su volumen.
—¡Pere ha muerto! —insistió Natalia. Los demás procuraron no mirarla a los ojos. Estaba claro que si podían posponer esa charla, el encaramiento con ese hecho terrible hasta que hubiesen solucionado la actual crisis, sería mucho mejor para sus castigadas psiques.
Zurek examinó la herida. Sacó del botiquín una gasa y la limpió, extrayendo con sus propios dedos (nadie le discutió que, en semejantes circunstancias, no los esterilizase primero) los restos de las uñas de la pellejuda. Algunos habían llegado muy profundo.
—Va a sufrir un shock —dijo, con voz tranquila—. Pero es normal. Si pierde el conocimiento nos ayudaría; el dolor que sentirá cuando la desinfecte será muy agudo. Un centímetro más y le habría seccionado el tendón.
Rebuscó en el botiquín hasta encontrar una jeringuilla y dos frascos de cristal. La etiqueta de uno rezaba «Planoral», y la del otro, aunque estaba medio borrada, permitió al doctor que completase el nombre del fármaco en su cabeza.
—Propofol. Es un sedante muy potente, pero servirá, aunque a la larga podría generar anafilaxia.
Fulgencio lo miró como si estuviese hablando en chino.
—¿Se curará?
—Sí —simplificó el doctor.
Gael se acercó.
—¿Puedo ayudar?
Natalia se encogió como si la hubiese electrocutado con un táser.
—Aparta esa cosa de mí —dijo en un susurró que sonó a piedras rechinando sobre lava de volcán. Su marido se alejó un paso, asombrado por el cambio tan gigantesco que se había operado en su mujer.
—Se lo voy a inyectar —decidió el doctor—, aunque podría causarle ciertos trastornos.
—¿Qué clase de trastornos? —preguntó Fulgencio. La parte de atrás de su cerebro seguía gritándole a la delantera: «¡Pere ha muerto, idiotas! ¿Es que nadie piensa decir nada?»; a lo que su homónima objetaba: «Ya lo sé, pero ahora mismo hay asuntos más urgentes. Ya habrá tiempo de llorar a Pere después».
—Alucinaciones y estados de delirio, pero muy pasajeros. No tendrá secuelas una vez que su organismo haya metabolizado la dosis.
—Hágalo.
La aguja pasó inadvertida para Blanca cuando penetró en su brazo, buscando como un perro nervioso una vena, pues el dolor había sobrepasado un nivel en el que sus nervios parecían estancarse, dejar de enviar señales para sumirse en un nimbo brumoso. Era como llevar horas acostada en una cama de espinas y no sentir las punzadas a menos que una se moviera y las agujas encontrasen otro nervio que quemar.
Con la jeringuilla colgando del brazo y la química mágica del doctor hinchándole las venas, Blanca pasó
049
los siguientes cuatro días encerrada en su casa, con la excusa de una gastroenteritis. Tuvo que poner en práctica varios de sus trucos más refinados (como meterse el mango de un tenedor por la boca hasta tocar la campanilla, para vomitar el contenido de su estómago) con tal de hacer creíble la enfermedad, y acercarse de noche a escondidas hasta la nevera para reponer lo que las apariencias no dejaban entrar en su cuerpo durante el día. Pero por duro que fuese aquel proceso, prefería mil veces estar allí que volver al instituto. Tindaro se lo había advertido, y cuando un profesor aconsejaba no ir a clase a los alumnos, su palabra iba a misa.
Sus amigas inventaron excusas parecidas, pero, por desgracia, no todas tenían unos padres tan comprensivos como Blanca. Ana trató de simular una gripe, con cierto éxito (más que nada porque subió de madrugada a la azotea de su edificio, en medio de una tormenta, y se quedó en bikini y tiritando de frío hasta que cogió una gripe de verdad); Bea alegó que unos estudiantes estaban acosándola y grabándolo por el móvil, y que no quería volver hasta que pasaran unos días y pudiese entrar a hablar con el director (como prueba, mostró a su alarmada madre una foto que supuestamente le habían enviado por MMS, en la que se la veía a ella inclinada sobre el pasamanos de una escalera, mientras un estudiante la sujetaba por los brazos y otro le magreaba las tetas; lo que no le dijo a su madre fue que esa foto se la había hecho ella misma durante una sesión de flashing); y Jessica… bueno, Jessica era otra historia. Hizo lo de siempre: gritar y gritar y chillar y patalear hasta que su padre recurrió a la violencia, y cuando telefoneó a Blanca al día siguiente, prefirió hacerlo con la pantalla de videollamada en oscuro.
Blanca se preguntó muchas veces, durante aquellos largos días de reclusión en su cuarto, qué era lo que sabía realmente el profesor de educación física. Si estaba al corriente de lo que pasaba en los sótanos del instituto, ¿cómo es que no lo denunciaba? ¿Por qué no cerraban el centro hasta que la policía hiciera su trabajo, persiguiendo psicópatas? ¿O acaso era algo más retorcido?
Blanca se asustó al pensar que quizás Tindaro estuviese en el ajo. No era una idea tan descabellada. Había visto suficiente anime como para saber lo que eran las sectas de sangre y los cultos a dioses paganos cuyas liturgias acababan en orgías de inmolaciones y sexo. Algunas de sus series favoritas, como Urotsukidoji o Rebel Swimmers Force, mostraban a sus protagonistas enfrentadas a seres demoníacos que llegaban de dimensiones paralelas para violentar jovencitas y comerse crudos a sus novios. En esas pelis era muy frecuente la escena en la que la protagonista, inadvertida del peligro, era llamada al despacho de un profesor, que escondía en realidad en su cuerpo a un ente sobrenatural. Cuando la incauta joven se encontraba aislada de sus amigos, con la puerta del despacho cerrada con llave, al profesor se le partía en dos el abdomen (o la cabeza, o los brazos, o lo que se terciara) para dejar escapar docenas de tentáculos que… en fin. Sólo eran dibujos animados.
¿Verdad?
Pero no. Tindaro no podía ser culpable. Era demasiado guapo. Y tenía una voz potente, no el analgésico engolado típico de los maestros, que se derramaba en las aulas como el algodón lleno de polvo de tiza de los borradores. En el anime, los villanos siempre tenían un rasgo diabólico que los distinguía como tales. Y nunca, o casi nunca, eran gays.
Intentó llamar a su novio Óscar en numerosas ocasiones, pero su móvil siempre estaba apagado o fuera de cobertura. Tampoco en su casa respondía nadie. Esperó en vano cada noche por ver aparecer en la calle su coche ebrio de tunning, pero él nunca la llamó ni vino a verla.
Al cuarto día de aislamiento, Blanca decidió que no podía soportarlo más. Bajó a la cocina (sus padres vivían en un dúplex, con tantos metros cuadrados como un piso normal pero con una escalera en medio) y ante los atónitos ojos de su madre engulló un bocadillo de jamón y chorizo, media tortilla de patatas y tres polvorones de los sobrantes de la Navidad.
—Ya estoy bien, me voy a clase —fue su explicación. Agarró la mochila, metió en ella lo imprescindible y cogió el autobús. Media hora más tarde estaba entrando en el instituto, cruzando por el mismo rellano color natilla que había visto en aquel MP4 del terror.
Algo había cambiado en aquel siniestro lugar.
Los normalmente abarrotados pasillos no estaban llenos entre horas. Un silencio sepulcral ahogaba hasta tal punto las escaleras que los tacones de aguja de Blanca resonaban como cañonazos. Del patio de canchas de baloncesto no llegaban los silbatos y órdenes de las clases de gimnasia, y la cafetería (verdadero templo jedi del recogimiento estudiantil) permanecía con las puertas cerradas.
Blanca se asomó a varias aulas, a través de los ventanucos que tenían las puertas. El mar de cabezas gachas y sumisas de los alumnos la asustó más que nada. Era como ver a una congregación de budistas en el séptimo estado cataléptico de rezos. Todos tenían la cabeza inclinada más o menos en el mismo ángulo, y escribían en folios deslizando las manos perezosamente, arrastrando los bolígrafos sin levantar las puntas del papel. La letanía del profesor se escuchaba de fondo como una música de organillo, gastada e insistente, pero no era el clásico sermón sobre la tabla de Mendeléiev o la epistemología kantiana. Era un discurso caótico en una lengua extraterrestre, con ruidos goteantes en lugar de sílabas y gruñidos animales sustituyendo la puntuación.
Horripilada, Blanca corrió por el pasillo. La gran pesadilla de todo estudiante (llegar y ver un día el instituto convertido en feudo de monstruos) se había hecho realidad.
Un olor a quemado tomó al asalto sus fosas nasales. Se detuvo ante otra aula y miró por el ventanuco.
No debió de haberlo hecho. Se dio cuenta en el momento en que sus ojos vieron los pupitres en llamas, como si los hubieran recubierto con gasolina, con los alumnos todavía sentados frente a ellos y tratando de rellenar las preguntas de un examen. Sus brazos también ardían, bañados en fuego, pero ellos no sentían dolor: seguían con las cabezas inclinadas en posición sumisa, rellenando cuadraditos con equis en hojas que burbujeaban y se oscurecían y se enroscaban por los bordes dejando franjas de ceniza. El profesor paseaba lentamente entre los pupitres, con medio torso ardiendo y horribles llagas por toda la piel.
Era don Fernando, el profe de lengua. Los alumnos lo llamaban «el Patinete» porque cojeaba ligeramente de la pierna derecha, y cuando caminaba parecía que estuviera impulsando una tabla. Cuando alzó la vista y miró a Blanca a través del cristal, sonrió y le hizo una señal, invitándola a entrar y a unirse al examen. «Vamos, tú también puedes aprobar, sólo necesitas confianza».
—Ya está, el puto infierno ha acabado por desatarse —masculló, intentando contener el temblor de sus manos, y salió corriendo rumbo a la salida del edificio.
No pudo llegar.
El instituto estaba rodeado de Ellos. Una campana lejana retumbó en las vigas y los ventanales, marcando el cambio de hora. Algunas puertas se abrieron como espectros rechinantes. Blanca se asomó por el hueco de la escalera y miró hacia abajo y después hacia arriba. Se encontraba en un segundo piso; desde la planta cero subía por la escalera una procesión de muertos, una especie de Santa Compaña de alumnos destinados a septiembre. Por encima parecía estar desierto, pero ella sabía que ni aun llegando a la escalera de incendios o a la azotea estaría a salvo: la primera iba a dar al patio, cerca del aparcamiento pero a este lado de la línea de pellejos, mientras que la segunda no colindaba con ningún otro bloque. El instituto era un edificio abrazado por un jardín con bancos de piedra blanca, cúbicos, donde los enamorados y los amigos solían dejar sus mensajes de lealtad eterna para ser borrados con la llegada del nuevo curso merced a una mano de pintura. Por más que lo intentase, no lograría llegar al edificio más cercano de un salto. Tendría que ser una heroína de anime para conseguirlo, y Blanca no tenía los ojos tan grandes.
Entonces se le ocurrió una idea. Por la escalera del fondo, la de mantenimiento, podría bajar hasta la sala de profesores. Había una salida directa al aparcamiento desde allí. Todos los alumnos la conocían, ya que veían salir con envidia a los maestros con las llaves de sus coches desde las ventanas. Y una vez en el aparcamiento…
No lo pensó dos veces. Se descalzó, dejando los zapatos de tacón junto al pasamanos de la escalera (puede que sirvieran de cebo para llamar la atención de los pellejos, aunque eran tan bonitos que le dolió en el alma perderlos), y corrió como nunca antes en su vida hacia la escalera de mantenimiento. Bajar fue fácil; sólo dos pisos de puro terror, de ruidos detrás de las puertas y un hedor a putrefacción que superaba con mucho su trauma de la niñez (cuando se quedó encerrada en el garaje durante veinticuatro horas con la única compañía de un gato muerto), y llegó a la sala de profesores.
Al darse cuenta de que no estaba vacía, chilló.
Una mano le taponó la boca. Su tacto era cálido, no frío, y pertenecía a alguien cuya ceja única y grandes músculos eran bien conocidos en el centro.
—¡Mmmrofesor Nnninndaro! —gritó a través de su mordaza de dedos.
—¡Chisssst! ¡Cállate, niña, ¿es que quieres que nos descubran?!
Tindaro la apretujó contra una pared y cerró la puerta, echando un rápido vistazo para ver si la habían seguido.
—¿Por qué está aquí? —preguntó Blanca en un susurro furioso, en cuanto pudo hablar—. ¿Por qué no ha usado la ruta de escape del aparcamiento?
Él la miró de arriba abajo, como quien valora a un maniquí, y cogió una bolsa de deporte.
—¿La ruta de… qué? Has visto demasiadas telenovelas, guapa.
—Eso no contesta a mi pregunta.
—Todavía no puedo marcharme —respondió en voz baja pero enérgica—. Tengo un trabajo pendiente.
—Qué machote —se burló ella—. «Tengo un trabajo», como si fuera el maldito Castigador.
—Creía que las fashion victims no leían esa clase de cómics.
—He salido con muchos chicos. —Blanca cruzó los brazos—. ¿Cómo sabía lo que iba a pasar? ¿Por qué nos advirtió que no viniéramos al instituto, a mis amigas y a mí, pero no se lo dijo a la asociación de padres, o a la prensa, o al maldito ejército? ¡El instituto es un matadero!
Tindaro la observó con condescendencia, como si no fuese un vulgar profesor harto de horas de gimnasio, sino un ser increíblemente antiguo y sabio que odiase abundar en los sobreentendidos.
—Al fin se han abierto las puertas. Llevo esperando esto muchos años, aguardando en la sombra a que se diera la conjunción adecuada de eventos. Y por fin está aquí, la Gran Alineación. Las profecías escritas hace milenios tenían razón. Sólo nosotros podremos hacer algo para evitar el desastre total.
—¿Nosotros?
Tindaro le puso una mano en el hombro. El corazón se le aceleró, acusador.
—Tú y yo, Blanca. Y tus amigas también. Somos los verdaderos responsables de esta tragedia. Ahora hemos de unirnos para derrotar al Maligno, no podemos fallarles a los que confían en nuestra pericia.
—Yo… yo sólo quiero irme a casa…
—No, Blanca, no quieres. Mírate. Mírate a ti misma, y dime qué ves.
Cuando bajó la vista, sufrió una conmoción. Ya no vestía su traje rompecorazones número veintiséis, con más espacios abiertos y ventanas al interior que tela cubriendo su piel, sino un mono ajustado, amarillo yema, de protagonista de película oriental. Y colgando del brazo no llevaba un bolso, sino una funda de espada de la que sobresalía un mango largo, dividido en rombos negros y blancos.
Había visto muchas espadas como aquélla para no reconocerlas al instante, aunque nunca hubiera empuñado ninguna. Su tacto se le antojó cálido, tierno, casi sexual.
—¿Qué… qué está pasando aquí?
Su cerebro se reveló. Tenía que ser un sueño. El componente de extravagancia era demasiado elevado, incluso para lo que estaba ocurriendo fuera.
—Eres una campeona —afirmó Tindaro—. La que este instituto necesita para vencer la maldición. Ahora, Blanca, presta atención.
Blanca prestó atención. Le prestó toda la que tenía y sin intereses. Y cuando el profesor terminó de hablar, supo lo que debía hacer. Y también que no lucharía sola.
Las puertas de la sala se abrieron y sus tres amigas, Ana, Bea y Jessica, entraron pavoneándose de sus nuevos uniformes, como si hubiera una cámara oculta grabándolo todo. Ana vestía un bikini de combate que apenas le protegía las caderas y poco más. Una faldita corta azul, un piercing en el ombligo con forma de dragón y un bastón rematado por dos cuchillas de acero completaban su atuendo. Bea tampoco había sacrificado ni un ápice de su sex-appeal por ganar blindaje: su armadura recordaba una bandada de pájaros lanzándose al vuelo, partiendo de sus caderas y acabando engullidos por la voraz nada de su escote. Dos nunchakus giraban en elegantes cabriolas mientras coqueteaban con sus codos y sus manos. Jessica parecía una mezcla entre un caballero medieval europeo y un samurai, con una armadura completa coronada por una diadema y una lanza que combinara los registros de ambas culturas.
—¡El cuarteto de la muerte del instituto Reikibuom, listo para la lucha! —gritaron a la vez, adoptando una pose marcial.
Blanca miró hacia abajo, a la espada que tenía en la mano.
—¿Esto es real? —le preguntó—. ¿Está pasando de verdad?
La espada no le respondió. Permaneció allí, entre sus manos, con aire prepotente. Cuando alzó la vista, Tindaro había desaparecido y la puerta que daba al pasillo estaba abierta. Legiones sin fin de muertos vivientes corrían hacia ellas por un túnel angosto, con Oscar a la cabeza, ansiosos por deslizar sus pútridas extremidades por los crepitantes filos de aquellas armas sin parangón.
Las cuatro chicas, transformadas en algo más que humano y menos que onírico, más que probable y menos que imposible, se plantaron en frente de las inacabables hordas de pellejos, aferraron sus armas y las aprestaron a la lucha. Blanca gritó algo en japonés y las otras contestaron con una consigna. En el centro de su cerebro estallaron grandes fuegos artificiales. Los filos brillaron a la luz de los focos antes de volar hacia los enemigos. El
(¿sueño?)
mundo se convirtió en una catarsis de hormonas desatadas, dentelladas putrefactas, cráneos que se partían, jovencitas volando en cámara lenta sobre las cabezas de los zombis y volteretas que acababan en amputaciones sin fricción ni sonido. Explosiones de sangre que vistieron con encajes de bolillo las paredes, miembros que rodaron por el suelo, delírium trémens en su vertiente más gore, vísceras colgando de las lámparas, katas sangrientas festoneadas de cuchillos, maniobras acrobáticas entre océanos de garras extendidas y
048
nubes y rayos de una luz que parecía líquida, vertiéndose sobre ella cuando…
—¡Blanca!
… la masa de pellejos, el ente colectivo, el enemigo sin mente ni nombre propio, se abatió sobre sus amigas y las devoró entre monzones carmesíes invocados por su catana…
—¡Blanca, despierta!
Paf, paf. Dos bofetones en su cara. Sus ojos se entreabrieron un momento para distinguir una silueta afilada. No, no era una catana. Parecía más bien… algún tipo de jeringuilla.
—Puede que me haya pasado con la dosis —dijo Zurek—. El propofol es muy fuerte.
—¿Puede? —Natalia arrugó la frente. Blanca tenía los ojos abiertos, pero estaba como borracha, con las pupilas bailando al son de una rumba y saliéndose por el borde de los párpados.
—¿Do… dónde estoy? —preguntó a duras penas. El brazo ya no le dolía, pero tampoco sentía el contacto de la mano de Fulgencio sobre él. Un vendaje de aspecto profesional cubría la herida.
—Estás en el tren, cariño. —Natalia le acarició la cara—. Con nosotros.
—El ca… caballo…
—No es caballo lo que te hemos inyectado, tonta —sonrió el doctor—. Es sólo un derivado de la morfina que…
—¡No, coño! —se desesperó Blanca—. ¡El caballo! ¡Uno de verdad! ¡Estaba allí! —Trató de ponerse en pie, pero el mundo comenzó a dar vueltas.
—Mejor será que no te incorpores. Estarás como borracha durante un buen rato.
—¡Yo no estoy borracha!
Boum. Fue el sonido que hizo su cuerpo al caer al suelo. Fulgencio y Zurek corrieron a socorrerla.
—¿Lo ves? Todos los borrachos dicen lo mismo.
La sentaron otra vez en la silla. Blanca miró al infinito, reuniendo datos en su cabeza sobre lo que había pasado, y se sobresaltó.
—¿¡Dónde está Pere!?
Los demás apartaron durante unos momentos la vista. Ninguno respondió.
Los ojos de Blanca se llenaron de agua.
—No… no me dirás que…
Fulgencio le sujetó una mano entre las suyas, con una estudiadísima pose católica que había perfeccionado en sus años como pastor. Aquélla fue la confirmación definitiva de que Pere había muerto.
Blanca lloró amargamente en su hombro durante un rato. Su boca estaba tan abierta y sus gemidos eran tan espaciados que en más de una ocasión se quedó sin aliento, y le sobrevino un acceso de tos seguida de mocos. Fulgencio la consoló lo mejor que pudo, pero no apartó la vista en ningún momento del libro que sostenía Gael.
El monstruoso ojo de la solapa estaba fijo en él.
—Si sabe algo sobre lo que está pasando o lo sospecha, Fulgencio, creo que va siendo hora de que nos lo cuente —sugirió el doctor. Los demás lo miraron, expectantes.
El sacerdote asintió.
—No es más que una teoría, pero…
Gael se encolerizó.
—¡Da igual! ¡Queremos saberla!
Señaló al libro con un dedo tembloroso.
—Ese ojo… es en realidad un Sello. El primero de siete —reveló, y en el mundo exterior se escuchó un trueno lejano, un estampido que desgarró la noche como un zarpazo.
047
La ISS perdió durante breves segundos el suministro eléctrico. Una ola de oscuridad recorrió los módulos, apagando secuencialmente las luces y dejando en silencio hasta los sistemas fundamentales, los de mantenimiento de vida. Durante unos momentos que parecieron eternos, sus tripulantes miraron hacia su «arriba» particular, en la dirección en la que tiraba de ellos la fuerza centrípeta, y contemplaron las lámparas muertas como si fueran heraldos del desastre.
Cinco segundos después, más o menos cuando sus corazones estaban ya en el umbral del infarto, la electricidad regresó, y con ella la luz y el (escaso) calor.
046
—¿Qué coño ha pasado? —preguntó Piotr, saliendo del anillo de gravedad de los módulos en rotación y accediendo al eje central, donde la ingravidez era dueña y señora del complejo.
Claudio llegaba flotando en sentido contrario, a través del difícil conducto del QUEST, agarrado a un Herbie (pequeños drones flotantes desarrollados por la ESA para servir de herramientas para todo, y con capacidad de propulsión autónoma).
—¡Acabo de hacer un diagnóstico de sistemas! —dijo el italiano. Estaba sudando, pese a los diez grados sobre cero que imperaban en la estación—. Todo parece normal. Los generadores se han reiniciado por sí solos.
—¿Pero qué ha sido? ¿Un asteroide? ¿Un fallo en la pila?
Claudio sacudió la cabeza. El Herbie se le escapó de las manos y permaneció flotando a un lado, aguardando instrucciones. Sus algoritmos de inteligencia le permitían entender órdenes complejas, como «busca a la tripulante Eve y dile que venga» o «examina el cableado de la sección doce por si hay algún fallo, y si lo hay, repáralo».
—No… no lo sé. No parece existir ninguna causa razonable para ese fallo. La energía desapareció y luego volvió, eso es todo.
El capitán lo miró con preocupación.
—Eso es todo —repitió.
—Eso es todo.
—Pues esa respuesta no me vale. Si algo no tiene explicación, significa que podría volver a ocurrir en cualquier momento. Yo…
—Capitán, acuda a control de inmediato —irrumpió la voz de Eve, surgiendo del Herbie. Era una forma de economizar energía, más que usando el sistema de megafonía interna—. Algo se acerca a nosotros, en trayectoria tangente.
—¿Algo? ¿Cómo que «algo», Eve?
Las lucecitas del dron titilaron.
—Mejor que lo vea usted mismo, señor.
—Genial. —Piotr se dirigió a Claudio y le puso una mano tranquilizadora en el hombro—. Por favor, regresa al generador y haz otro chequeo. Yo iré en cuanto vea qué ocurre. Tenemos que aclarar este misterio o la próxima vez que se apaguen las luces podrían no volver a encenderse otra vez. No podemos correr ese riesgo.
Claudio asintió y se agarró al dron.
—Llévame al generador —ordenó, y el pequeño aparatito activó sus hélices, remolcando al italiano estación adentro. El capitán se apoyó en los garros y se lanzó de cabeza en dirección contraria, rumbo a la sección de mando.
Estaba deseando saber qué era eso que se acercaba, y que tanto preocupaba a Eve. Y rogó porque, para variar, tuviera una explicación lógica.
045
Muy, muy lejos de Fulgencio y de Natalia y de los demás, y muy atrás, en las profundidades del túnel, un bulto con forma de ser humano había caído sobre las vías, rebotando innumerables veces, hasta quedar encajado entre dos traviesas. Permaneció inmóvil bastante tiempo, jadeando, haciendo acopio de fuerzas… pero al final levantó una mano invisible en la oscuridad que lo bañaba y se arrastró hasta el arcén.
El sonido del tren que se alejaba acabó por desleírse también en la negrura.
044
—La idea me vino a la mente inspirada por Dios —comenzó el padre Fulgencio—. O eso creí en un principio. Es una explicación absurda, disparatada, pero la encontré muy cabal después de toparme con las marabuntas de pellejos que vagaban por los campos.
»Durante los primeros meses de la infección, cuando los muertos se levantaban por todo el mundo y los gobiernos no daban abasto para controlar el desastre en que se estaba convirtiendo nuestra civilización, vi a un montón de científicos y de militares yendo de un lado para otro, disparando contra todo lo que se moviera y metiendo los restos en probetas. Vi laboratorios móviles que eran como tanques enormes, y pueblos enteros acordonados por tipos vestidos de caqui. Tenían unas ametralladoras gigantescas, montadas sobre sus vehículos verdes, que vomitaban lenguas de fuego de un metro de largo cuando disparaban. Y bien que las vi disparar, sí señor. Cuando los militares todavía creían que el asunto de los pellejos era cosa de un virus que se extendía sin control, pensaron que podrían aislarlo, contenerlo como a una pandemia, pero no fue así. Hubo días trágicos en los que pude ver, desde las montañas, cómo los aterrorizados habitantes de esos pueblos trataban de escapar del cerco en sus cuatro por cuatro y sus coches familiares, y eran bombardeados sin piedad por aquellas ametralladoras. Los carros de combate entraron arrasando en las calles, aplastando con sus orugas los coches aparcados y los camiones de reparto de leche. Apuntaron a los ciudadanos que huían y los redujeron a pulpa con sus balas. Luego vinieron los aviones, dejando caer bombas terribles, que convirtieron los campos fértiles en lagos de lava y el aire mismo en fuego. Nada quedó de aquellos pueblos, pero su sacrificio fue inútil. Inútil. Yo ya lo veía venir, ¿pero cómo convencer a los tipos de las batas blancas y a los de los uniformes de que aquello no tenía nada que ver con la ciencia ni con el terrorismo?
»Por aquel entonces, yo ya tenía una teoría sobre lo que en realidad estaba pasando, pero no me atreví a comentarla con nadie (ni siquiera con otros miembros de la Iglesia que encontré en mi peregrinaje) hasta que no estuviese totalmente seguro. No era cuestión de añadir más leña a la paranoia en un mundo que de por sí se estaba convirtiendo en un huracán incontrolable de saqueos, fanatismo y muerte.
»Recuerdo que, cruzando por la calle mayor de uno de aquellos pueblos abandonados, pasé por delante de un cine. Estaban echando una película antigua, de ésas en blanco y negro, de un tal Bergman. Nunca he sido muy aficionado al cine, siempre me disgustó el saber que todo lo que veía en la pantalla eran mentiras, trucos que empleaban los técnicos para engañar al público… pero el título de aquella película me impactó. El séptimo sello, se llamaba. Creo que fue aquel cartel, con un actor vestido con una capucha negra y otro metido en una especie de cárcel, lo que me abrió los ojos. Y lo vi claro.
»Lo que estaba sucediendo en el mundo no tenía nada que ver con ningún virus, ni con ataques terroristas ni invasores extraterrestres, como un feligrés medio chalado me llegó a sugerir. No, era algo mucho más antiguo, la constatación de que las Escrituras no mentían cuando proclamaban que llegaría una fecha crucial para la Humanidad, en la que los muertos, literalmente, se levantarían de sus tumbas para buscar a Dios. Pues bien, ese día ha llegado. El problema es que los ana listas siempre pensaron que aquellos textos, escritos originalmente en griego y no en arameo, como mucha gente cree, se componían de metáforas, de sueños que los apóstoles tuvieron sobre el más allá y que transcribieron en sus papiros. Pero estábamos equivocados. El dominio del pensamiento racional en el siglo veinte no nos dejaba admitir en voz alta la opción más probable. No eran alegorías, ni metáforas, sino profecías textuales de lo que iba a acontecer cuando llegase el Día del Juicio Final…
Blanca, Natalia, Gael, Zurek, e incluso el bebé sin nombre, permanecieron en silencio, mirando a Fulgencio, mientras éste prolongaba su pausa dramática. Era un recurso que a veces empleaba en los sermones para que sus palabras impactasen más profundamente en los oídos de los feligreses, pero en esta ocasión no lo estaba usando conscientemente. Había expuesto su idea lo mejor y más claramente que había podido, y era hora de que los demás la evaluaran. No tenían ni siquiera por qué creerle; al fin y al cabo, la primera prueba que él mismo obtenía de su hipótesis era aquel libro misterioso, y no estaría seguro al cien por cien hasta que pudiera acceder a sus páginas y leer su contenido.
Gael, que había permanecido todo el tiempo de pie, tuvo que tomar asiento.
—¿Nos está diciendo… —balbuceó— que lo que está pasando ahí fuera… por todo el planeta… es la llegada del Apocalipsis? ¿El de verdad, el de Juan el Viejo, el último libro de la Biblia?
Fulgencio se rascó la barba. Él mismo parecía un evangelista, reunido con sus escribas en petit comité para dictarles una nueva versión de ciertos pasajes.
—¿Por qué no? —encogió los hombros—. Al fin y al cabo, ese libro se escribió para preparar a los cristianos para la última intervención de Dios en los asuntos humanos. Y vaya intervención, si me permiten decirlo. En aquella época, cuando vivieron los evangelistas, era muy normal que los textos sagrados incluyesen grandes intervenciones divinas en los asuntos de los hombres. Recuerden a los griegos, sin ir más lejos. Hoy en día, ninguna de las religiones de nueva hornada se arriesga a profetizar milagros cercanos en el tiempo y demasiado universales, para no caer en el ridículo ante el análisis científico.
—Eso es verdad —admitió Zurek—. Es lo que siempre pasa. Cada vez que una religión anuncia que se está produciendo un milagro en alguna parte, en seguida van los científicos para analizarlo y destrozarlo a gusto. Ninguna religión puede con eso.
—¿Será porque los milagros no existen? —aventuró Gael.
—Puede ser. Incluso cuando la Santa Iglesia tuvo que revelar por fin a la opinión pública cuál era la tercera profecía de Fátima, mantenida en secreto durante tantos años, optaron por decir que era un acontecimiento que ya había ocurrido, el intento de asesinato de Juan Pablo, y que por lo tanto era irrefutable. Si llegan a afirmar que era algo que estaba por acontecer, que no había sucedido aún, no habrían podido encajar el ridículo ante la prensa y la comunidad científica si tal profecía no se llega a cumplir. Se cubrieron bien las espaldas.
—Bueno, yo sí creo que los milagros existen —objetó Fulgencio, reconduciendo la charla a su terreno—. No hay más que mirar ahí fuera para comprobarlo. Los muertos se están levantando, los cuatro jinetes campan a sus anchas por el mundo repartiendo plagas y desastres… Y ahora, ese libro.
Todos miraron al tomo, que Gael por fin se había atrevido a abandonar en un rincón, apoyado de pie contra una de las esquinas del coche.
El ojo brillante los miró a ellos.
—Pero esto… esto plantea un grave problema a nivel filosófico —caviló Zurek, el menos religioso de todos—. ¿Se dan cuenta? La religión cristiana no es la única en albergar profecías escatológicas que hablan del fin del mundo. Hay muchísimas religiones por ahí que las tienen, desde las que siguen vigentes hoy en día hasta las que se extinguieron en algún momento de la Historia.
—¿Y qué? Puede que esta hecatombe sea la suma de todas esas profecías, de mil religiones distintas —dijo Natalia, tímidamente. Ella conocía bien las Escrituras, pues las había leído muchas veces en su etapa de profesora de catequesis, pero no se consideraba una erudita ni una teóloga como para ponerse a sacar conclusiones.
—Podría ser, sí… pero si el padre Fulgencio está descubriendo símbolos que son exclusivos del acervo mitológico cristiano, que no están en el musulmán, por ejemplo —señaló al libro—, eso valida al cristianismo por encima de las otras religiones. Todas creen que llegará un juicio final, vale, o algo muy parecido, pero si ese juicio final se manifiesta a través de la simbología descrita por un dogma concreto… ello implica que los demás estaban equivocados. Eso es lo malo de las religiones, que al intentar explicarlo todo, desde el origen de las cosas y del universo hasta su final, son excluyentes unas de otras.
—Es decir, que o bien el mundo es plano y navega sobre el caparazón de una tortuga, o bien fue creado por Dios en siete días —comprendió Gael—, pero no ambas cosas a la vez.
—Exacto. O también podría ser… —El doctor se quedó durante un segundo con la vista prendida del infinito. Su mente psicoanalítica volvió a instalarse en la torre de control de sus razonamientos—… que estemos viendo estos símbolos, este libro con siete sellos y ese caballo albo que describió Blanca, porque nuestra mente lo interpreta así. Puede que estemos llegando a la última Intervención Divina, como postula Fulgencio, pero que sea diferente según quien la observe…
043
—¿Quiere decir que los tíos esos del Dial de Oraciones están viendo ovnis enormes por todas partes, en este mismo instante? —se asombró el argentino. Él y Natalia cruzaron una mirada.
—No sé quién es esa gente ni cuáles son sus creencias —continuó el doctor—, pero supongo que si forman parte de una secta de ésas que conciben el fin del mundo a través de contactos masivos del tercer tipo, sí, supongo que estarán avistando platillos volantes por los cielos del mundo.
—Qué alucine…
Fulgencio gruñó.
—Eso no es más que una teoría.
—Igual que la suya, padre —sonrió Zurek.
—Sí, pero dígame una cosa… —Fulgencio se levantó de la silla, fue hasta el otro extremo del vagón y recogió el libro del suelo. Los demás se estremecieron—. ¿Podría tocar con mis manos una teoría si no fuese cierta? —Recorrió con los dedos la tapa roja, que parecía palpitar con vida propia, irradiando calor y una especie de zumbido que resonaba en el alma, no en los tímpanos—. ¿Estaría viendo esta… cosa… este objeto sagrado, y notando su peso en mis manos, si mi interpretación no fuese la correcta?
Zurek no respondió a eso. Realmente, hasta que no averiguaran si otros creyentes en otras mitologías no habían encontrado objetos de poder similares, no podía seguir argumentando, ni a favor ni en contra.
—Un filósofo dijo una vez… —recordó Zurek—, que el ser humano no es más que un gusano en la tripa de Dios. Por eso sólo puede asimilar dos perspectivas de Él: si mira hacia arriba, a la boca, verá luz y sentirá el aire fresco y dirá «eso es el Bien»; mientras que si mira hacia abajo, a los intestinos y a la mierda y la oscuridad, dirá «eso, sin duda alguna, es el Mal». Pero esto no implica que, si en realidad hay un Dios ahí fuera, llámelo Alá, materia oscura o como usted prefiera, no posea más perspectivas aparte de las dos que nosotros podemos ver.
—Me parece que el mundo se está alejando del tracto digestivo y está cayéndose por el desagüe lleno de mierda de ese dios —se lamentó Gael—. Y los malditos esfínteres están cerrados.
El comentario provocó la risa del propio Gael, pero también le valió una mirada ceñuda y feroz del padre Fulgencio.
—Si todo eso que usted dice sobre el Apocalipsis es verdad, ¿qué cree que es en realidad ese libro, padre? —preguntó Blanca, medio borracha aún por los efectos de la droga—. ¿Qué significa?
Fulgencio se quedó inmóvil, paralizado, como un niño jugando a las estatuas. El libro había comenzado a vibrar en su regazo, y mientras el segundo de los siete ojos se abría, él recitó las palabras:
—«Vi a la derecha del que estaba sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos. Y cuando el Cordero abrió el primero de los sellos, miré y vi un caballo blanco…».
—¿Lo veis, veis como no estoy loca? —exclamó Blanca, furiosa—. ¡Os dije que había un maldito caballo!
Todos menos el sacerdote se alejaron con miedo del libro. El segundo ojo era distinto del primero, tanto en el color como en la apertura y la forma del iris. Éste tenía un rasgo animal, de ofidio, y era ahusado en los extremos y rematado por dos puntas negras, en lugar de circular como el de los humanos. Su color fluctuaba entre verdinegro y ocre, y despedía un fulgor que dañaba si se lo miraba de frente y que ninguno de ellos pudo describir, pues no había arco iris en la naturaleza capaz de albergarlo.
Las solapas del libro se separaron un milímetro, relajando su titánica presión sobre las hojas, y Fulgencio creyó escuchar una voz que le hablaba desde muy lejos, en una lengua desconocida.
En ese momento, sucedieron varias cosas.
042
El tren frenó, con tal fuerza que la luz que generaron sus ruedas al herir las vías iluminó como un foco de gran potencia las paredes del túnel. Esas paredes desaparecieron al momento, pues fueron sustituidas por el espacio abierto de una estación término, sin carteles ni puestos de golosinas ni de venta de cupones de la ONCE. Sólo un muelle para trenes, un puerto en el que desestibar al final de la larga carrera. Las ruedas, al rojo vivo, despidieron humo y un resplandor rojizo, infernal.
Los ocupantes del metro, que no se esperaban aquella sacudida, se agarraron a lo que pudieron para evitar salir despedidos. Algunos, como Blanca y Gael, tuvieron la suerte de ser lo suficientemente rápidos o de tener un asidero tan cerca como para conseguirlo, pero los demás salieron volando de sus asientos. Natalia cayó de bruces al suelo y el bebé se le escapó de las manos, lanzado a gran velocidad contra la puerta de conexión con el otro coche. Natalia lo vio alejarse casi en cámara lenta, sabiendo que no podría cogerlo. A sus ojos les dio tiempo de humedecerse pensando en el inmenso daño que estaba a punto de recibir el chiquillo…
… hasta que un cuerpo cayó de costado frente a él, amortiguando el impacto y salvando al bebé de la muerte. Era la barriga de Fulgencio, blanda y fofa, un colchón en el que se hundió su cabecita sin sufrimiento. El sacerdote sonrió, acunando al bebé en sus brazos. Había tenido que soltar el libro para tirarse al suelo, pero el tomo, imposiblemente, había caído de pie y permanecía erguido sobre el canto de las páginas como un monolito rojo.
El doctor Zurek, que se había dado un buen golpe al salir despedido por el frenazo, se restregó la sangre de la cara (le manaba de un corte bastante profundo en la sien), y utilizó un pañuelo que guardaba en el bolsillo de atrás del pantalón para secarla. No era desechable, sino de tela, a la antigua usanza, con las siglas «LA.V.» cosidas en hilo dorado.
Pero eso no fue todo.
La puerta de acceso al vagón matadero se abrió. Y a su través, los supervivientes pudieron ver cómo un caballo blanco (sí, sí, albo, igual que el que la adolescente había descrito en su delirio, pensó Fulgencio) piafaba elevando ambas patas del suelo, relinchaba con un sonido de trompetas celestes, y se lanzaba trotando hacia ellos, a toda velocidad. A su paso, los torsos humanos estallaron en bolas de fuego, los pedazos de puzzle del suelo se congelaron hasta parecer restos de una nevada tardía en alta montaña, y la pellejuda del traje de fiesta asistió como una espectadora a su propio desmembramiento, a medida que los cascos del animal la partían en pedazos.
Los humanos gritaron de miedo y se protegieron la cabeza con las manos, pues el encabritado animal estaba a punto de pasarles por encima a ellos también, pero en el último segundo el caballo efectuó un giro en su loca carrera y salió por la puerta principal del vagón, perdiéndose en el andén. El sonido de sus cascos aún retumbó en las paredes mucho tiempo después de que a su figura albina se la hubiese tragado la oscuridad.
La cabeza de Gael se levantó la primera, el cuello largo y delgado como el de un tití de la selva amazónica. Miró en derredor y no movió un músculo más hasta constatar que había vuelto la calma.
—Se ha ido —anunció.
Otras cabezas comenzaron a asomarse por encima de las murallas de brazos. Natalia corrió hasta el bebé y lo recogió de brazos de Fulgencio, besándolo y dando gracias a la Virgen por protegerlo. Zurek miró con frustración su pañuelo, antes amarillo y ahora carmesí, sin saber cómo doblarlo para que no le manchase los pantalones. Blanca fue la única que se asomó por la puerta.
—Es una estación… —Miró hacia el vagón de cabeza y delante de él vio un muro. Se había parado justo al final de la línea—. Estamos en el final del trayecto, sea donde sea.
041
La figura humana que caminaba por las vías del metro se apoyó en una pared y se masajeó una pierna. Luego la otra. Después un brazo y por último la pelvis. Andaba encorvada, como si su cuerpo hubiese olvidado la combinación de músculos y articulaciones que había que mover para erguirse, y debido al dolor no se atreviera a hacer experimentos.
Las contusiones le dolían, pero después de mucho masajearse los miembros y de tocarse en los costados y en la nuca, había llegado a la conclusión de que no tenía nada roto. Alguna costilla, tal vez, pero nada que le impidiera seguir moviéndose. Eso era un verdadero milagro, pensó, y no ese rollo del libro con ojos, cuando alguien se cae de un tren en marcha y da más botes que el Correcaminos antes de incrustarse entre dos malditas traviesas.
Pere siguió andando, con una mano siempre pegada a la pared. Sus ojos se habían habituado a la oscuridad, lo cual no estaba muy seguro de lo que significaba. No parecía haber luz, ni la más mínima fosforescencia en aquel túnel helado e interminable, por lo que debía de estar mirando la negrura y dándole forma en su cabeza. Su cerebro jugaba con una plastilina de tinieblas (tan negras que sólo podían percibirse al tacto) y cada cierto tiempo sacaba un «¡voilá, escalón al frente!», seguido por un «¡voilá, nicho oculto en el muro!». Pero mientras sintiera la pared y pudiese seguir colocando un pie delante del otro, todo iría bien. Tarde o temprano llegaría a alguna parte.
O eso esperaba.
040
Los seis ocupantes del tren abandonaron su singular medio de transporte y se desperdigaron por la estación término. La primera apreciación que Zurek había hecho de ella era correcta: no parecía haber sido construida por el hombre. Parecía más bien lo que en psiquiatría llamaban un espejismo bicameral, es decir, una alucinación que apenas posee rasgos en común con el mundo real, pero que se apoya en la predisposición del que la imagina para ocultar sus incoherencias. Zurek había bautizado a ese fenómeno «mirar de soslayo», y no era en absoluto exclusivo de sus pacientes. Todas las personas, incluso las más cuerdas, miraban de soslayo a menudo. En sueños, por ejemplo. Él solía decir que el universo onírico que se creaba en la mente de los soñadores era un decorado sin detallar, una tramoya sostenida por cuerdas sensibles a las experiencias diarias. La escena de una película contemplada siempre en un difuso plano general. Pero si uno la miraba de cerca, fijándose en los detalles, entonces obligaba al cerebro a crearlos sobre la marcha para no verse atrapado entre la espada y la pared. Zurek solía aconsejar a sus pacientes que no distinguían entre el estado de sueño y el de vigilia: «Cuando no sepáis si estáis dormidos o despiertos, mirad de cerca. Acercad la cabeza a las cosas que haya a vuestro alrededor y miradlas con detenimiento. Si los detalles están difuminados o son confusos, entonces es que tenéis los ojos cerrados».
Aquella estación le recordaba ese efecto de espejismo bicameral. Parecía un andén normal, con espacios para las máquinas expendedoras y para los kioscos, para los carteles publicitarios e incluso para los bohemios que se sentaban a pedir limosna con una guitarra. Pero sólo eran espacios. Ninguno de aquellos elementos estaba presente, aunque el decorado aguardaba por ellos.
—¡Ahí, una salida! —exclamó Natalia, señalando al nacimiento de una escalera protegida por controladoras de billetes.
El doctor probó la resistencia de la barrera. En efecto, estaba bloqueada. Saltó por encima y ayudó a los demás a pasar. Gael esperó al último lugar, dudando como si olvidara algo importante. Y cuando recordó lo que era, los demás ya estaban desapareciendo escaleras arriba, sin esperarle.
—¡El libro!
Natalia se volvió para mirarlo.
—¡Nos dejamos el libro! ¡Es lo más importante que hemos encontrado hasta ahora, y nos lo hemos olvidado en el tren!
—No es lo más importante, maldito egoísta —dijo ella con una calma que se le antojó espeluznante. Abrazando al bebé, subió a toda prisa las escaleras.
Frustrado, Gael permaneció allí un minuto más, inmóvil, debatiéndose entre la necesidad de ver la luz del sol y salir de aquellos malditos túneles, y la urgencia por volver atrás y rescatar el libro de aquel vagón vacío. Desde un primer momento lo había atraído más que a ninguno de los otros, no sabía por qué, y la idea de dejarlo abandonado allí, para que cayera en manos de cualquiera («¿qué cualquiera?», se rió la vocecilla de su mente; «¿los pellejos lectores de la Real Academia de Pellejos?») se le antojaba insoportable.
Mientras Gael se debatía en ese profundo dilema, los demás salieron a la superficie. Zurek fue el primero en notar el sol, parapetado tras dos ejércitos de nubes que libraban una batalla inalcanzable en las alturas. Sus lanzas de luz se filtraban por los agujeros en el escudo de nubes y caían sobre una tierra silenciosa, gris, desprovista de sonidos y de movimiento.
Zurek oteó en derredor desde la salida del metro. Estaba en una calle sin rasgos distintivos, flanqueada por edificios bajos, de no más de dos plantas, pero que habían caído, todos y cada uno de ellos, presa de una vegetación agresiva, usurpadora, jurásica, antinatural. En efecto, cada bloque de viviendas que se divisaba desde allí estaba cubierto por un manto de enredaderas que lo hacía parecer una de aquellas viejísimas pirámides mayas, reclamadas por la naturaleza una vez que sus constructores hubieron desaparecido de la historia.
La calle escalaba una pequeña colina antes de desmembrarse en un cruce de tres vías, y detrás de esa elevación no se veía nada, sólo llegaba un rumor cadencioso, relajante, de ir y venir de olas.
—Por el tratado de Ferris —masculló Zurek—. ¿Qué le ha pasado a Madrid?
039
—No creo que estemos en Madrid, ni cerca de ella… —dijo Fulgencio, acercándose a uno de aquellos mausoleos de vegetación, a aquellas montañas de enredaderas.
—Tenga cuidado, no se aleje —advirtió el doctor—. Esos bloques podrían estar infestados de cadáveres.
—Los pellejos buscan la luz del sol, no la oscuridad —dijo el sacerdote, introduciendo una mano en el manto verde. Docenas de insectos tamborilearon con sus patitas sobre la hojarasca y la red de lianas, asustados por la intromisión de un ente ajeno a su microcosmos.
—Claro que buscan la luz —se estremeció Blanca, comprendiéndolo por primera vez—. Miran al cielo porque… porque…
—Se han levantado de sus tumbas, y no encuentran a Dios —completó Natalia, derramando una lágrima. Era un asunto demasiado cruel, demasiado fiel a sus creencias y miedos infantiles como para darlo por cierto. Pero allí estaba. Por mística y anticientífica que fuese, la explicación de Fulgencio cobraba fuerza: la Biblia aseguraba que los muertos se levantarían de sus lechos en el último Día. Y, literalmente, lo hicieron, en el mismo grado de putrefacción en que estuviesen en ese momento. Que ella recordara, el Apocalipsis no abundaba en detalles sobre este hecho clave en el dogma cristiano, la resurrección de los muertos. En ningún pasaje decía que los resucitados volverían con un cuerpo nuevo y lozano, henchido de vida y de juventud. Sólo vaticinaba que se levantarían de los cementerios para adorar al Señor.
Eso era lo que hacían los ejércitos de pellejos por todo el planeta, pensó con una profunda contracción de su corazón; vagaban de un lado para otro mirando al cielo, buscando a su Creador. Y por lo que parecía, aún no lo habían encontrado.
Natalia se dejó caer en la calzada de aquella carretera abandonada, entre pecios oxidados de coches de lujo y autobuses escolares siniestrados. La locura por huir de los enclaves habitados había provocado casi más muertos que la represión militar. Un camión de obra se había salido de la carretera tras embestir a un turismo y había impactado contra uno de aquellos autobuses. Los cadáveres triturados de sus ocupantes (demasiado molidos como para remedar la vida, aunque los trozos más grandes hacían lo posible por arrastrarse) yacían cruzados sobre los asientos de vinilo como una hemorragia al sol, detalles de matanzas ensamblados como las ilustraciones de un vademécum de cirugía plástica. La carga de un camión cisterna, incontables litros de gasolina que habrían valido una fortuna en otro tiempo, formaban su propio Guadalquivir sobre el asfalto, calentándose al sol y dejando en el aire una nube de toxinas que hacían escocer los ojos.
Allí sentada, entre dinosaurios de acero con costillas retorcidas que aún protegían sus estómagos, ventanillas rotas, espolones cromados y granizadas de vidrio que se escarchaban sobre las caras de los muertos, Natalia dejó salir las lágrimas, toda la angustia contenida en su interior. Sus hombros se arquearon, preparándose para acoger el contacto de unos brazos cálidos, alentadores, ¡incluso los de su mezquino y traidor marido!, pero Gael aún no había asomado la cabeza fuera de la estación término. Tuvo que ser el estirado doctor quien la rozara con sus dedos, un contacto mínimo y distante pero infinitamente más agradecido que el del viento frío.
—¡Eh, venid, venid corriendo! —gritó Blanca, que se había alejado hasta coronar la elevación del terreno. Su silueta delgada estaba de pie sobre el cruce de carreteras, y señalaba frenéticamente a lo que había al otro lado—. ¡Tenéis que ver esto, rápido!
Fulgencio abandonó su examen de las plantas, recogió a Natalia y la ayudó a caminar. Zurek se adelantó, subiendo en segundo lugar la colina después de Blanca. Se quedó allí, inmóvil, mirando al otro lado, con una genuina e insólita expresión de perplejidad en el rostro, la primera que le veían componer desde que lo habían conocido. Fulgencio dedujo que, fuera lo que fuese lo que había descubierto Blanca, era tan impactante como para resquebrajar la máscara estoica del doctor.
El sacerdote escaló los últimos metros jadeando. Con toda la tensión de las últimas horas, se sentía como aquel corredor de fondo que acabó la maratón y cruzó la línea de meta sólo para morir de un infarto al otro lado. Pero al ver lo que ocultaba aquel horizonte lejano y limpio, libre del humo de los incendios y de los mausoleos en que se habían convertido las ciudades, su corazón hizo lo posible por latir con más fuerza, al límite de sus posibilidades. Y su mente estuvo a punto de cruzar también esa frontera sin retorno.
038
Pere aún no había perdido la confianza. Le quedaba un poquito, pero ese poquito se iba evaporando a cada paso que daba como un pedacito de nieve al sol.
El túnel parecía no tener fin. Si realmente seguía estando en la red de Metro de la capital, debería de haber encontrado ya una parada. Las estaciones y paradas de cualquiera de las líneas, la roja, la azul, la marrón, todas, no estaban muy separadas unas de otras. Por eso los trenes circulaban a relativamente poca velocidad (no con la aceleración de bólido de carreras que se veía en las películas), porque tenían que ir deteniéndose cada poco tiempo. La única parada muy alejada de las demás era la que estaba situada en Barajas, pero le resultaba harto improbable que ése fuera el destino del tren matadero.
Pero él llevaba horas caminando, sintiendo cómo las costillas rotas le punzaban las entrañas, y aún no había ni una chispa de luz.
Su pie tocó algo, un objeto que rodó por el suelo por efecto del puntapié. Pere se detuvo en seco. Palpó el suelo con la mano derecha (la izquierda la tenía siempre en contacto con la pared del túnel, no fuera a alejarse demasiado y tropezar con las vías) hasta que localizó un asa de cuero. Raspaba al tacto, como si estuviese dividida en pequeñas celdillas para generar fricción. Siguió el asa hasta su final, y lo que encontró fue un objeto metálico, frío, con aristas suavizadas y botones en un lateral. Era del tamaño de un puño, y por uno de los extremos le brotaba una especie de tubo acabado en un cristal redondo.
Una cámara fotográfica.
Pere la recogió del suelo y se incorporó. Una costilla le acuchilló por dentro, enviándole una corriente de dolor por el árbol de conexiones nerviosas hasta la cabeza. Pere se tambaleó, maldiciendo en arameo, pero aun así estaba contento de su descubrimiento. ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Era acaso el recuerdo de algún pellejo que vagaba por los túneles, de cuando estaba vivo y era algo más que un esperpento caníbal? Era más que probable que la batería estuviese agonizando, si no agotada por completo, pero aquellos cacharros tenían un modo de visión nocturna, y si aún le quedaba la más mínima chispa de vida, como dijo Víctor Frankenstein, podría conseguir que abriera un ojo para que fuera testimonio lapidario de su esperanza.
De repente se tensó. Algo se había movido en el túnel. Lo notó gracias a una débil corriente de aire que le golpeó la mejilla. Afiló los ojos, esforzando su capacidad de bucear en la oscuridad por encima del límite, y distinguió un contorno, un poco de cinética, un violento desgarre de siluetas en negro sobre negro.
No estaba solo.
Los dedos de Pere buscaron a tientas el botón de encendido de la cámara, mientras ponía terreno entre sus alucinaciones y él. Una vez, en una revista de temas militares llamada Calibre de la que era suscriptor, había leído un artículo sobre la preparación de algunos comandos en el arte de la oscuridad. Se pasaban días enteros con una venda en los ojos, sin quitársela ni de día ni de noche, para aguzar el resto de sus sentidos como los ciegos. Pere deseó haber hecho aquel cursillo, para que las yemas de sus dedos fueran tan sensibles como para leer Braille.
Al fin distinguió un botón, pequeño y muy poco sobresaliente, situado en el costado superior derecho del aparato con respecto a la posición del objetivo. Lo pulsó. El aparato tardó un segundo en responder (segundo que Pere alargó indeciblemente, rogando a todos los dioses de los panteones presentes y pasados para que se acordaran de él), pero estiró hacia fuera el objetivo y la pantalla dio un lastimero aviso de BATERÍA CASI AGOTADA.
El militar dio gracias por lo bajo y buscó el modo de visión nocturna. Probablemente sólo tendría una oportunidad de usarlo antes de que la máquina expirara, por lo que colocó la pantalla ante sus narices, enfocó a lo que él pensaba que sería el centro del túnel, y pulsó el botón.
Como había predicho, la cámara sólo aguantó un instante en esa modalidad antes de apagarse. Pero el cuadro que le dejó, enmarcado en las aristas de plástico verde de la pantalla, bastó para acelerar su pulso y hacer que contrajera (involuntariamente) los músculos del abdomen.
El túnel estaba infestado de pellejos. Varios cadáveres no eran más que manchas purulentas sobre las vías, allá por donde había pasado a velocidad de vértigo el tren y los había aplastado, pero aún quedaban otros diez, por lo menos, que caminaban por los laterales bien pegados a la pared. Un pellejo estaba casi encima de él, el cuello ladeado como si le pesara el vacío que se había apoderado de su cerebro y las manos extendidas, anhelantes de un nuevo contacto con la carne viva. Tenía la piel lesionada bajo el esternón, donde una llaga tendía un puente entre las dos tetillas, un arco iris jaspeado y lleno de protuberancias como un mapa topográfico de la dorsal de Walvis. El ser había logrado acercarse a él con el sigilo fantasmal propio de los de su especie, y cuando la cámara lo encuadró lo hizo en plano medio, tan cerca del objetivo que hasta estaba desenfocado.
Pere dio un salto hacia atrás, dejando caer la cámara. El aparato disimuló su último quejido con un sonido de fractura y de lentes estropeadas. Luego el pie del zombi pisó donde habían quedado sus restos y los esparció un poco más.
037
El militar tomó aliento. Si no hacía algo ya, de inmediato, los pellejos cerrarían filas en torno a él y sería el fin. Podía retroceder, dejarles que se agruparan y buscar una salida en sentido contrario, pero era lo último que deseaba hacer. Instintivamente, se llevó la mano al cinturón, en busca de su cuchillo de supervivencia, su «sable Rambo», como lo había llamado una vez Blanca. No lo encontró. Lo habría perdido cuando se cayó del tren.
Estaba desarmado.
Dio otro paso atrás. El pellejo estaba casi sobre él, podía sentirlo. La pestilencia se adhería a su piel como un papel cazamoscas. El ruido de pasos que hacían los demás, casi al límite de la audición humana, le sugirió que estaban empezando a seguir a su líder en penosa procesión, rogando porque les tocara un pedacito de carne.
Pere gritó y saltó a la vía, el único espacio libre de pellejos. Si había una forma de atravesar la muralla de manos y bocas hambrientas, era ésa. El latigazo de dolor que le enviaron las costillas fue indescriptible. No pudo aguantar los retortijones de su estómago; abrió la boca y vomitó lo poco que había comido en los últimos días sobre una de las manchas purulentas que había visto antes. Los friskies medio digeridos (los sacos de comida para perros eran la mejor opción en un mundo sin neveras, pues aguantaban hasta un mes sin pudrirse) se mezclaron con la pulpa en que las ruedas del tren habían batido los órganos internos de aquel pellejo.
Intentó ponerse en pie, pero el dolor era una barrera impermeable, física, infranqueable, que no dejaba circular las señales nerviosas. La mente de Pere sabía lo que debía hacer, «¡sigue moviéndote!», pero los músculos le respondían «ni de coñas, tío». «¡Mándanos unos cuantos ejércitos de navecitas de ésas de Érase una vez la vida con sedantes y glóbulos rojos empapados en morfina y tal vez te hagamos caso!», le enviaron por correo sináptico postal las dos piernas. Los dedos de Pere se incrustaron en la gravilla que separaba las traviesas de la vía. Unos profundos mordiscos de pánico se combinaron con el dolor, dos unidades de medida distintas pero no incompatibles, allá abajo, por la zona de sus intestinos, como si unos catéteres delgados le atravesaran las arterias del vientre y le revolvieran las heces.
Oyó un golpe sordo, dual, de pies golpeando esa misma gravilla. Uno de los pellejos había saltado a la vía, como él, despreciando el peligro de que otro tren apareciese de repente y se los llevara a los dos por delante.
Pere no sabía cuántos trenes post-apocalípticos circulaban en ese momento por el mundo, pero no quería arriesgarse a ver otro, y mucho menos encontrárselo de frente. Dio otra orden imperiosa a sus rodillas. Éstas se le descojonaron en la cara.
El pellejo extendió sus garras hacia él.
036
Fulgencio siguió con la vista el dedo de Blanca, y más allá de su punta vio el mar.
El mar.
No un río serpenteando entre colinas bajas dedicadas al pomar, como hacía el Manzanares, sino un horizonte vasto e interminable de agua, reñido con las nubes allá donde la vista perdía definición bregando con la calima.
El mar.
Estaban en la costa (en una costa, aún no sabía cuál), no en las cercanías de Madrid, mirando hacia un paisaje de tarde verdeoro, de silencio y paz horizontal, frente al caos perpendicular y sucio de los edificios de la capital. Aquel tren los había hecho cruzar media península en un tiempo imposiblemente corto, hasta desembocar en ese lugar. Pero esto no era lo único perturbador de aquel inmenso cuadro: un monstruoso embotellamiento bloqueaba por completo una autopista que avanzaba paralela al litoral, taponando sus salidas y pasos elevados, y dejando para el recuerdo muchas esculturas siniestras de coches aplastados como la que habían visto en el aparcamiento del psiquiátrico. Era un cementerio de vehículos en línea recta, un pozo de brea lleno de paquidermos metálicos que brotaban como oxidadas eflorescencias de hongos, un adarve de asfalto y cromo que protegía la ciudad del asedio de la naturaleza, allá donde rompían las olas y guerreaban las mareas.
Y por ese río de metal y caucho vagaban cientos de pellejos, caminando entre los coches o por encima de ellos, moviéndose (como hacían siempre) en una misma dirección. Hombres y mujeres, niños y ancianos, blancos, negros y orientales en diversos estados de descomposición. Todos, absolutamente todos, cambiaron el sentido de su marcha a la vez, como una bandada de palomas que hubiera recibido una orden en clave del colombófilo. Pero no abandonaron la autopista; se limitaron a caminar en sentido contrario, sin dejar de mirar a las nubes. De repente, una manada de perros surgió de la nada y se abalanzó con rabia famélica sobre algunos de aquellos pellejos. Los canes destrozaron varios a dentelladas, catando la carne en un vano intento por encontrar alguno que no fuera venenoso. Un perro aulló al viento, con un espantoso dolor en la tripa, y los demás se marcharon por donde habían venido, entre espumarajos de rabia y ladridos de frustración. El silencio reinante era tan extremo que se podían oír los jadeos de cada perro individual.
Un pellejo medio devorado continuó tranquilamente su camino, sin darse cuenta de que arrastraba una pierna tras de sí, colgando de un único tendón que se estiraba como el chicle de un niño. En vida, aquel hombre habría sido un ejecutivo de alguna importante empresa, pues todavía llevaba un traje caro y un maletín al que se aferraba como si fuera su único punto de contacto con lo que había sido y dejó de ser.
—Que alguien me diga que estoy soñando… —suplicó Natalia. Pero nadie se lo dijo, pues si eso era cierto, entonces todos eran compañeros de sueños, cómplices en la misma quimera.
—¿Qué ocurría en la historia cuando se abría el segundo sello, padre? —preguntó Blanca, aunque en el fondo no quería saberlo.
Fulgencio cerró los ojos, tratando de recordar. Había pasado mucho tiempo desde la última lectura profunda que había hecho de las Escrituras, y rememorarlas al pie de la letra era tan difícil como viajar con la memoria a un día concreto de su juventud, décadas atrás, y desglosarlo hora a hora, minuto a minuto, para averiguar qué hizo entonces.
—No estoy muy seguro, pero creo que apareció otro caballo. Uno bermejo. «Y al que cabalgaba sobre él —improvisó— le fue concedido desterrar la paz de la Tierra y que se degollasen unos a otros. Y le fue dada una gran espada…».
Blanca se arrodilló y juntó las manos. Empezó a entonar un padrenuestro. Era la única oración que recordaba de su paso por la escuela de monjas, la que mejor le habían importado tras años y años de rezos y repeticiones al comienzo de cada clase. Las demás «preces formulaicas», como las había llamado su profesor de religión, las había sustituido por letras de canciones de Take That.
Los pellejos volvieron a cambiar de dirección. Algunos levantaron las manos hacia el horizonte, arañándolo en sus cerebros, modelando en sus caras todas las expresiones de dolor concebibles para la fisiología humana, al tiempo que se escuchaba un relinchar lejano de caballos.
Fulgencio y Natalia se sostuvieron la mirada unos momentos, como esperando a que el otro dijera algo. Luego divisaron los barcos.
035
—¡Barcos! ¡Allí! —señaló Natalia.
El doctor Zurek entendía bastante de alucinaciones, incluso de aquellos fenómenos ficticios que la prensa usaba bajo el nombre de «psicosis colectiva» o «espejismo de masas», y que en realidad no tenían una base científica probada. Pero si había algo maravilloso en el lenguaje moderno, era su capacidad para crear nuevos conceptos, nuevas definiciones, a medida que los usuarios las iban necesitando.
En momentos como aquél, hasta un psiquiatra de renombre se preguntaba si esas manifestaciones del delirio, ese juego mental de espejos deformantes y trucos de feria, aunque careciera de base, podía llegar a manifestarse incluso en mentes fuertes como la suya.
La respuesta, obviamente, era sí.
¿Cómo explicar, si no, de un modo más o menos lógico lo que sus ojos le estaban mostrando? Pues era cierto que él también veía los barcos a medio construir sobre la blanca arena de una playa. Eran tres, grandes balandras capaces de llevar más de cien personas cada una, y con capacidad para uno o dos mástiles, como se deducía de los andamios elevados sobre la arena y que tensaban una malla de estays como dedos de un prestidigitador. Pero no había nadie junto a aquellos barcos. Las playas parecían desiertas, y el viento esparcía a su gusto la arena por encima de lo que, de lejos, semejaban montones de vergas y balumas de seda blanca.
—En efecto —asintió, eligiendo con cuidado las palabras, como si una frase equívoca pudiese variar de alguna forma lo que veía—. Son balandras. Pero el costillaje todavía está a la vista. Están a medio montar.
—¿Usted sabe de barcos? —preguntó Blanca.
—Tengo un yate —dijo Zurek, como si fuese lo más natural del mundo—. Pero está anclado en el puerto deportivo de Torre del Cap, en Cullera.
—Eso nos queda lejos, ¿no?
—Ni idea —dijo Zurek, y era cierto. Si no sabían qué costa era aquélla, lo mismo podían estar a setecientos kilómetros que a cien metros de su yate. La quietud y serenidad de esas aguas, junto a su color, menos añil que el del Atlántico, sugerían que estaban mirando el Mediterráneo. En el cielo había gaviotas.
—Me ha parecido ver algo que se movía —dijo Fulgencio, apantallando el sol con la mano.
—Será algún pellejo.
—Puede… pero fíjese en eso —señaló a la carretera—. Ninguno atraviesa la calzada en dirección a la playa. Es como si les diera miedo el mar.
—Qué tontería… —dijo Blanca a sovoz, sin darse cuenta de que el sacerdote sí la había escuchado.
—Propongo que vayamos hasta allí —dijo Natalia, con los ojos rasgados por el sueño. Hasta el bebé comenzaba a pesar como un hipopótamo en sus brazos—. Si queda alguien vivo aparte de nosotros, sería bueno que nos reuniéramos.
—Por mí de acuerdo —dijo Zurek—, pero primero deberíamos buscar un lugar para descansar un poco. ¿Hace cuánto que no duermen?
—Pues… unas… —Natalia se asombró al sopesar dígitos. Era un verdadero milagro que hubiesen llegado hasta allí sin comer nada ni descansar, a puro bombeo de adrenalina.
—Vamos —dijo el doctor, y encabezó la marcha hacia uno de los bloques de apartamentos que flanqueaban la playa. Como muchas otras ciudades españolas enfocadas al turismo de entre las que habían prosperado en los años sesenta, durante el boom, aquel afloramiento de edificios viejos estaba concebido para albergar residentes sólo la mitad del año. Plagados de balcones de reja o paneles translúcidos, piscinas protegidas por muros, y jardines (ahora invadidos por el verdor jurásico) y terrazas casi a ras de suelo, apenas quedaba espacio en su base para locales comerciales, salvo unos cuantos supermercados dispersos y tiendas de souvenirs, con puertas condenadas con clavos y tablones, cuyos delfines hinchables estaban ya medio desinflados. Las enredaderas llegaban a la altura de un noveno piso.
Natalia miró una última vez atrás, a la boca del metro, pero no vio a su marido. En aquel momento, tenía una expresión en el rostro absolutamente impropia de ella. Trataba al bebé con una profunda suspicacia y un acusado sentido de la propiedad, pero al mismo tiempo echaba de menos dejarse llevar por las decisiones de otro. En la relación que había mantenido con Gael, su marido era el que tomaba casi todas las decisiones, y desde luego todas las importantes.
Podía sustituir esa sensación de estar siendo gobernada por alguien más inteligente o más voluntarioso con el padre Fulgencio. Ahora que sabía que era un sacerdote, algo en su interior la animaba a confiar en él, en todo lo que dijera. ¿Pero significaba eso que había dejado de querer a Gael?
Era duro decir adiós a alguien, pero un poco menos si ese alguien la había traicionado hasta más allá de lo que el amor conyugal, por muy estricto que fuese, podía perdonar.
—Adiós —murmuró, y siguió al padre Fulgencio hasta el primer bloque de apartamentos.
No parecía haber actividad de pellejos en la zona. Zurek llegó hasta el muro que separaba la piscina del paseo marítimo, y por primera vez vio un cartel indicador, con un nombre en letras negras y grandes:
PASSEIG MARÍTIM NEPTÚ
Y más abajo, en caracteres un poquito más pequeños:
PLAYA DE GANDIA
Informaba el mismo cartel.
Blanca no iba muy desencaminada cuando lo preguntó. Sí que estaban relativamente cerca de su yate.
034
Zurek saltó el muro, procesando esos nuevos datos a un nivel introspectivo. El mismo nivel donde debía guardar sus emociones, o muy cerca de él, pues apenas dejó traslucir la sorpresa. Estaban en la costa valenciana, en una playa que él había visitado con su barco en más de una ocasión. Y respecto a por qué precisamente allí…
… necesitaba un mapa para confirmarlo. Fulgencio les había contado su Teoría. Bueno, él ahora podría aportar un Corolario.
Los demás también habían visto la señal, y estaban bastante más excitados que Zurek. El tren los había hecho recorrer bajo tierra más de trescientos kilómetros en menos de diez horas, a lo largo de un único túnel. Y teniendo en cuenta que no habían cerrado los ojos, no era factible que los hubieran drogado y hubiesen pasado varios días sin darse cuenta de lo que pasaba. No, era un suceso paranormal, o sobrenatural, o como quisieran llamarlo. No tenía maldito sentido.
—¿Gandia? —dijo Blanca, alucinada—. Joder, mis padres veraneaban aquí. Pero siempre cogían un puto avión para venir.
—¡Habla bien, por favor! —estalló Fulgencio. Llevaba queriendo soltarle el sermón desde hacía horas, pero había logrado contenerse. Ahora, por desgracia, estaba demasiado cansado como para soportar a los adolescentes y su lenguaje soez—. ¿Tanto te cuesta no decir palabrotas?
Blanca lo miró, aturdida por aquel inesperado ataque. Su complejo de independencia tomó el relevo sobre la marcha.
—Yo hablo como me sale de los ovarios, viejo carcamal de los…
—Vamos, vamos, no se detengan —presionó Zurek. Cogió al bebé mientras Natalia saltaba el muro y luego se lo devolvió. Los antebrazos de la mujer estaban rojos por el esfuerzo, pero no quiso dejar que él lo llevase mucho rato—. Será mejor que entremos en el edificio antes de que nos vean.
Rodearon la piscina. Había algo hundido en el fondo, pero ninguno quiso fijar la vista para ver qué era. Al pasar junto a una de las tumbonas, Zurek recogió un periódico doblado. Tenía varias semanas de antigüedad. La primera página la acaparaba una sola imagen, en color y con un escueto pie de foto, en la que se veía una calle sevillana con la Giralda al fondo, un tranvía volcado de costado y un grupo de pellejos andando con su clásica mirada vacía hacia el fotógrafo. En primer plano, y mejor enfocada, aparecía una monja con el hábito manchado de sangre y el cadáver de un niño medio devorado colgando de su mano izquierda. En la derecha seguía sosteniendo un crucifijo. La torre de la Giralda estaba ardiendo y de ella sobresalía la cola de un helicóptero, de ésos que solían alquilar las agencias de noticias para cubrir grandes catástrofes desde el aire.
El titular rezaba:
LA PANDEMIA GLOBAL TAMBIÉN AFECTA A NUESTRO PAÍS ¡SACAD A VUESTROS MUERTOS!
«Sacad a vuestros muertos». Era el clásico grito del recogedor de cadáveres del siglo XIII, mientras recorría con paso cansado las calles de las ciudades afectadas por la peste tocando una campanilla. «Sacad a vuestros muertos, no los escondáis dentro de vuestros hogares, que el obispo les dará santa sepultura». Zurek había leído un libro en una ocasión sobre la epidemia de peste europea, y sabía que una de las causas de que la enfermedad durara tanto y matase a tanta gente, era que los familiares de los enfermos a menudo los escondían en sus propias casas para que el recogedor o los alguaciles no se los lle varan a la fosa común. Según la creencia popular, por mucho que el obispo bendijera aquellas fosas, si los muertos no eran enterrados en tumbas individuales y siguiendo el ritual católico, sus almas no descansarían en paz.
Cuando el recogedor pasaba por delante de una casona con las puertas y las contraventanas cerradas, tocaba su campanilla. Si nadie respondía, se acercaba a la puerta a olfatear la madera. Si ésta olía de manera normal, a humedad, seguía de largo. Pero si a través de los tablones se filtraba una peste capaz de tumbar a un caballo, avisaba al alguacil para que desalojara por la fuerza el inmueble. Normalmente encontraban a varias familias en su interior, montando guardia frente a dormitorios en los que se apilaban hasta una decena de cadáveres, negros por efecto de la peste, con masas densas de moscas rebullendo alrededor. Los soldados procedían a vaciar o quemar directamente la casa, pero claro, para entonces los vivos que honraban a sus difuntos también estaban contagiados.
Zurek se preguntó si el regreso de los muertos no se habría producido ya en varias ocasiones, a lo largo de la historia, y por lo tanto no era un suceso aislado y excepcional como afirmaba Fulgencio. ¿Podrían haberse levantado los inquilinos de las fosas comunes de Europa y América para extender las plagas? ¿Se habría asentado tanto el cristianismo por la Europa aún humeante de las cenizas del Imperio Romano… gracias a que los testigos de aquellas plagas de pellejos vieron en ellas una prueba de que, efectivamente, existía la Resurrección? ¿Fue jesús el primer zombi, o el primer vampiro, y por eso regresó al tercer día para contaminar a los miembros que quedaban de su secta?
«Ésta es mi sangre, comed mi cuerpo…».
Puede que lo dijera en sentido literal.
Zurek sonrió ante lo disparatado de aquellas ideas. Y lo cabales que sonaban al mismo tiempo desde cierto punto de vista. Le vino a la memoria una discusión que tuvo hacía meses con otro médico, cuando
033
se reunió con el grupo de cirugía neurovascular para discutir la intervención en un enfermo. Aquel grupo era llamado de manera informal «los galácticos», y no es que fueran forofos del Real Madrid. La dirección del hospital lo bautizó así porque aglutinaba a todo su equipo de grandes estrellas, los médicos y cirujanos más caros que tenían en nómina. Zurek, por supuesto, estaba entre ellos.
La reunión empezó con comentarios sobre el calor que había hecho en los últimos días. Entre tazas de café y algún que otro refresco, los médicos disertaron como verdaderos expertos aburridos sobre lo despejado que estaba el cielo, y el bochorno casi veraniego que los aplastaba en pleno mes de febrero. No era normal salir a la calle en Madrid en camiseta cuando debería haber diez o doce grados en plena Puerta del Sol, en las semanas en que este epíteto era más que nunca un eufemismo. Alguien mencionó que había sintonizado el canal del tiempo la noche anterior, y que la sonriente meteoróloga de labios carnosos había asegurado que se trataba del invierno más cálido en el último porrón de años. Por supuesto, era una exageración, pues en un mundo contaminado por tres mil millones de coches y con un clima más esquizofrénico que algunos de sus pacientes, las estaciones hacía mucho que no se respetaban a sí mismas, y era normal que se robasen unas a otras pequeños trocitos de calor o frío, de lluvia o estiaje, para amenizar un poco la monotonía.
Todos eran conscientes de aquello, pero el tiempo era un tema de conversación demasiado bueno para echarlo a perder reconociéndolo. La persona con la que Zurek solía mantener discusiones como ésa (siempre de manera informal, claro, aunque muy de vez en cuando sus voces subían un poquito de tono) era una doctora apellidada Grillo. Era una médico como las de antes, las que creían que la Naturaleza era el mejor aliado del enfermo, y que no había que sustituir la curación natural por la intervención directa, sino potenciarla de manera holística. Era el tipo de mujer que recortaría los códigos de barras de los tratamientos neurológicos, recitaría las advertencias de costumbre y mandaría a casa al paciente deseándole buena suerte y el amparo divino.
Zurek no estaba de acuerdo con esa forma de afrontar las enfermedades, la mayoría incurables (aunque sí paliables), que padecía el cerebro humano. Él abogaba por la intervención directa, por quebrar el hueso y bucear en la masa encefálica con la cortante y occaniana sinfonía del bisturí y la endovasculación.
—Ayer me trajeron a una nueva paciente —decía Grillo, hundiendo su afilada nariz en los efluvios de la taza de café—. Me tiene desconcertada, es la verdad.
—¿Qué cuadro presenta? —preguntó Zurek, tieso en su silla y sin haber probado todavía un sorbo de su bebida. Por la planta circulaban distintas teorías sobre por qué la dejaba reposar siempre una cantidad indeterminada de minutos. Algunos sostenían que Zurek esperaba a que estuviese a la temperatura correcta, ni un grado menos; otros creían que estaba dejando que el café se retorciera de miedo, sabiendo que iba a ser tragado por aquellos labios fríos e indolentes de psiquiatra.
—Pues la verdad… —La doctora torció el gesto—. Por primera vez en mi vida, no sabría decirlo.
Eso consiguió levantar una pizca una de las cejas de Zurek.
—¿En qué estado llegó?
—Es una indocumentada. La trajeron en ambulancia. Al parecer, la policía la encontró vagando por el arcén de una carretera, vestida con harapos y con una grave desnutrición. —Miró al fondo del vaso, a la negrura mezclada con burbujas—. Parecía haberse escapado de un campo de concentración tipo Guantánamo.
—Me gustaría examinarla… si no tienes inconveniente.
Grillo le lanzó una mirada desangelada. En otras circunstancias se habría negado rotundamente, alegando que la mujer misteriosa era su paciente (porque, a nivel de expediente, los enfermos eran una propiedad, como los coches o las batas), pero la verdad es que estaba desconcertada. Y era malo que un profesional experto lo estuviera. En su círculo, era preferible estar lisiado o enfermo de cáncer a estar desconcertado.
—Como quieras. No me vendrá mal una segunda opinión.
—Más bien será una primera, ¿no? —precisó Zurek. Se levantó y vació la taza de dos pulcros sorbos, que duraron exactamente el mismo tiempo. Luego se pellizcó la pernera de los pantalones y dejó la raya como la tenía antes, recta y afilada como una navaja de afeitar.
—Voy a bajar a la planta —informó, y salió por la puerta.
Sus compañeros permanecieron en silencio. Grillo estaba colorada como una cereza.
—Es un autista emocional —farfulló—. Un maldito autista emocional.
—No es eso —rió otro de los médicos—. Es sólo que es un cabrón, y no se molesta en disimularlo.
Zurek ya estaba en el ascensor. Una dulce música de ambiente rellenaba los espacios que no ocupaba su cuerpo. Cuando las puertas se abrieron se encontró en otro lugar muy distinto, aunque perteneciente al mismo edificio. Las paredes ya no mostraban un suave y relajante color crema, como en el ala donde estaban los despachos y la sala de visitas, sino un impersonal tono blanco, con azulejos sanitarios hasta una altura de un metro. La habitación cinco tenía la puerta abierta; era donde se realizaban ciertas evaluaciones con técnicas no físicas, como los tests de proyección y el MMPI y otras herramientas psicológicas. A Zurek no le gustaban esas técnicas porque no usaban electricidad.
Se asomó a la habitación. Un becario le estaba pasando un test de Rorschach, manchas simétricas de pintura sobre fondo blanco, a uno de los pacientes, el insignificante (pero peligroso en según qué circunstancias) José Marinero. Al verle, el becario le saludó y José se puso pálido de miedo. Eso era bueno, pensó el doctor; que los pacientes supieran cuál era su sitio.
—¿Todo bien? —preguntó. El becario le mostró otra mancha de tinta a José.
—Perfectamente, doctor. El paciente se está portando muy bien esta mañana.
—Estupendo. ¿Qué ves ahí, José?
El viejo se estremeció.
—Veo… una libélula —dijo con voz tímida—. Con alas anchas y dos colas.
—Eso es lo que diría un paciente normal, sin una personalidad psicótica extrovertida. Pero tú ves otra cosa, ¿verdad, José?
Esperó unos segundos en silencio, como el profesor cruel que sabe que el alumno no se ha preparado la lección y aun así quiere humillarle en público. El paciente se hizo diminuto en su silla.
—Yo… yo veo… un coche abierto por la mitad —declaró, con el tono de las personas que empiezan a comerse los finales de las palabras cuando están emocionalmente alteradas—. La herida del techo sangra, y los órganos son sus ocupantes, vestidos con trajes que parecen pulmones e intestinos y páncreas y… y cosas así… Y están unidos por hilos de semen petrificado —añadió, porque lo consideró útil—. Semen seco que apesta a higos podridos.
—Eso está mejor. Más imaginativo, creativo y original… pero no es verdad. —Zurek se aproximó al paciente, que reculó a punto de caerse de la silla. El becario, que había apuntado con entusiasmo la última descripción de José, la tachó con tristeza del cuaderno—. Es lo que supones que nosotros queremos oír, lo que un demente como tú debería decir para que los demás estén contentos. —Sus ojos llamearon—. Dime la verdad. ¿Qué-ves-en-esa-mancha-negra?
—¡El coño de mi hermana! ¡Por el amor de Dios, veo el coño de mi hermana! —confesó a gritos, con lágrimas rodándole por la mejilla.
Zurek asintió, satisfecho, y se dirigió al becario:
—Eso sí que puedes apuntarlo. Cuando acabes, introduce los resultados en la base de datos.
—Sí, doctor.
Zurek dejó al angustiado José llorando en aquella habitación, llevándose las manos a las rodillas como queriendo adoptar una posición fetal, y siguió avanzando hasta la número doce. Allí era donde confinaban a los recién llegados hasta que se decidía qué hacer con ellos, en cuál de las plantas del hospital los ingresarían. Pero antes, como era su costumbre, visitó otras estancias y comprobó la salud de otros enfermos. Se detuvo un momento en el centelleante lavabo para hacer sus pulcras necesidades; cuando separó las posaderas de la taza, un cepillo automático hizo un giro de trescientos sesenta grados rezumando productos de limpieza. Aquello era en lo que los jefes habían invertido gran parte del presupuesto anual: reservados higienizados y duendecillos de amoniaco en el orinal. Casi daba apuro mearse en ellos. A continuación pasó por la celda de David, un antiguo dramaturgo que se empeñaba en escribir su nombre acabado en Z mayúscula, y que sufría de una extraña psicosis: estaba convencido de que, cuando alguien le examinaba el interior del oído con una telelupa, era capaz de ver el escenario que ocupaba su cabeza. Y éste no era otro que una sitcom (una de esas teleseries cómicas con risas enlatadas) protagonizada por escarabajos. El diagnóstico de DaviZ mejoraba poco a poco, conforme los medicamentos hacían efecto, pero a medida que los escarabajos iban muriendo, su coeficiente intelectual decrecía en la misma medida. Zurek lo visitó y se interesó por su gráfica, y siguió de largo sin sentir la más mínima empatía por él. En su opinión profesional, todos teníamos insectos en la cabeza, sólo que había personas que no podían soportar su alboroto.
La habitación doce no estaba vacía.
En su interior, en el centro simétrico, había una silla, con unas correas en los apoyabrazos que recordaban a los instrumentos de tortura de la Inquisición. Y en ella descansaba una mujer. Tenía unos cuarenta y cinco años, era delgada (más bien demacrada, pensó) y exhibía algunas manchas en la piel, huellas de antiguas heridas que no habían cicatrizado del todo. Su larga melena negra le caía como un trapo sucio sobre los ojos, y de la boca le brotaba un hilillo de baba.
Zurek la observó con clínica indiferencia mientras ella emitía unos gorjeos, parecidos a los de un pájaro, y decía unas frases incoherentes. Una enfermera la estaba limpiando un poco con un paño húmedo, pero la mujer no parecía ser consciente ni siquiera de que ella estaba allí, tocándola.
—Soy el doctor Damián Zurek. ¿Sabe dónde se encuentra? —preguntó con su voz más imperiosa, la que usaba para asustar o sacar del letargo a los enfermos más reticentes. La enfermera dio un respingo, como si aquella frase llevara una lengüeta de fuego, pero la mujer morena ni se movió. Continuaba mirando al infinito, y de vez en cuando, en periodos de tiempo muy separados, sus labios formaban una palabra. Zurek pidió a la enfermera que se retirase y cogió otra silla. Se sentó frente a la mujer. Le entusiasmaban los retos, y aquella nueva paciente, aunque parecía estar en shock, en realidad no mostraba los signos completos de una regresión nerviosa. Estaba allí, con ellos, consciente de lo que ocurría en su entorno, pero de alguna manera lo relegaba a un segundo plano, como si la realidad fuera una historia que un narrador estuviese contando para ella, pero en la que no participase de ninguna forma.
La doctora Grillo entró en la habitación.
—¿Qué te parece? —preguntó de mala gana.
Zurek estaba rígido, tan inmóvil como la silla que lo sostenía, mirando a la mujer. Durante un rato pareció que no iba a contestar, pero de pronto sus labios se movieron, como si fueran un periférico a control remoto de su cuerpo:
—Nos está dando una pista de lo que le ha pasado —dijo.
—¿Qué pista?
Zurek esperó un par de minutos más, en la misma pose, y cuando la mujer volvió a murmurar aquella palabra, señaló sus labios.
—Ésa.
Era un nombre. Aquella sesión estaba siendo grabada con una cámara de vídeo. Zurek se levantó, desconectó la cámara y se la llevó al cuarto de control. Allí, un aburrido técnico, proveniente del campo de la imagen y el sonido, no de la medicina, la pasó a cámara lenta mientras hacía zoom hacia la boca de la mujer misteriosa.
No les resultó complicado leer la palabra en aquellos labios, con la ayuda digital. Decía:
—B… a… s… t… i… á… n…
Y eso
032
fue todo lo que lograron sacarle el primer día. Aquél iba a ser el último caso de la carrera del doctor Zurek, aunque en aquel momento no lo sabía. El cara a cara entre la cordura humana y la supresión de la muerte como concepto, aunque no del dolor ni de la pena. Los experimentos que realizó con la mujer (luego supo que se llamaba María, y que había perdido a sus dos hijos recientemente… aunque uno de ellos había conseguido volver) le abrieron los ojos a nuevas y asombrosas interpretaciones de la psicología. Skinner y otros padres del conductismo habrían dado lo que fuese por tener no sólo a la madre, sino también a su hijo regresado, metidos durante un mes en la misma habitación. Un experimento radical, sin grupo de control al que poder asirse, del que habrían surgido miles de libros y manuales de estudio.
Pero la civilización se derrumbó antes que eso. Y con ella, el sistema sanitario subvencionado por el Gobierno. El planeta entero se había convertido en un entorno experimental plagado de casos interesantes, pero no había suficientes psicólogos para documentarlos.
Qué gran pérdida para la ciencia.
031
El objeto que se acercaba a la estación espacial no era tan grande como ella, pero poco le faltaba. Eve lo había detectado en el radar de largo alcance, pero no había dado crédito a sus ojos hasta que lo tuvo a distancia visual a través de la portilla, y pudo verlo sin mediación de cámaras.
El estupor que reflejó su cara fue más o menos el mismo que se desparramó por la de Piotr cuando miró la pantalla.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó el capitán. La norteamericana tecleó unas órdenes en la computadora.
—No se lo va a creer, capi, pero está viendo una reliquia de la Guerra Fría. El Global Observer Device, abreviado G.O.D.
Eve amplificó la imagen. Lo que llenó la pantalla fue una paradoja, una bestialidad producto de otra época, de una manera de entender el espacio más paranoica y salvaje. Se trataba de un satélite no tripulado, pero de un tamaño completamente desproporcionado para un ingenio de su categoría. Su diseño parecía extraído del diagrama de un reactor nuclear mezclado con una estatua vanguardista de Lammecros, pero llena de púas, antenas de diseño arcaico y sistemas de vigilancia activa.
Cuando Piotr solicitó más datos, se dio cuenta del porqué de tanta locura en el diseño.
—Era un lanzamisiles —comprendió, apretando los labios—. De ésos que Reagan jamás financió.
—Según la base de datos de la NASA —Eve siguió tecleando velozmente—, el GOD dejó de estar en servicio para el ejército a finales de los ochenta. Luego lo vendieron a un consorcio de empresas privadas, entre las que se encontraban Boeing y algunos inversores japoneses. Se desmontó el armamento nuclear y toda la óptica de espionaje y el satélite pasó a ser de propiedad civil.
—¿Y para qué lo han usado desde entonces?
—Para averiguar eso tengo que acceder a… ¡ups!
Eve separó las manos del teclado como si le hubiese soltado una descarga. La pantalla acababa de quedarse colgada en una nube de basura digital sin sentido.
—¿Estás bien? —preguntó Piotr.
Eve asintió.
—Sí, es que he perdido la conexión con el último servidor que quedaba. —Se cruzó de brazos—. Vale, chicos, es oficial. Ya no existe Internet. Ni ninguna otra red inalámbrica que yo conozca.
Piotr seguía mirando con desconfianza el objeto sideral que se acercaba en un rumbo que lo traería demasiado cerca de la estación para su gusto. Él pertenecía a una generación criada en la cooperación internacional y con una concepción pacífica del espacio, pero recordaba los tiempos en que su padre aún miraba las luces del cielo preguntándose si allí estaba el enemigo y cuándo descargaría su furia nuclear sobre los barrios y las granjas y las ciudades. Ahora, Piotr entendió un poquito ese sentimiento, ese miedo a la tecnología provocado por ingenios como aquél, monstruos huérfanos de la demencia humana que jamás debieron de haberse fabricado.
—Utiliza nuestros propios ojos —dijo el capitán—. A ver qué podemos averiguar de esa cosa.
Eve orientó hacia el satélite la óptica y los sensores de radiación de la ISS. Unas curvas muy extrañas llenaron la pantalla.
—¿Qué estamos viendo?
—Ese trasto… está activo. —Eve frunció el ceño—. Aún tiene mucha energía. Detecto un flujo de radiación manando desde su eje de rotación, en dirección al planeta.
—¿Un flujo? ¿Qué clase de flujo?
—No tengo ni idea. Es un tipo de radiación que no había captado nunca con estos instrumentos. La computadora tampoco sabe lo que es.
Piotr ocupó la silla contigua a la de Eve y se abrochó los cinturones de seguridad. Aquello cada vez le gustaba menos.
—Acabas de decir que tiene mucha energía. ¿De cuánto estamos hablando?
—Debe de tener un reactor nuclear funcionando dentro, porque esto va más allá de lo que puede proveer un sistema de paneles solares. Probablemente ya lo tendría instalado en los tiempos en que era un satélite militar.
—O sea, que tiene una fuente de energía prácticamente infinita…
Eve lo miró.
—¿En qué estás pensando?
Piotr abrió una ventana en la pantalla para enfocar a Claudio, que aún seguía enfrascado en su infructuosa revisión del sistema eléctrico.
Se rascó la frente.
—En que tal vez deberíamos dejar que se nos acercara todo lo que quisiera, esa maldita antigualla cósmica…
030
El sonido del cierre al descorrerse precedió a la apertura de la tapa de alcantarilla. En realidad no era una alcantarilla, sino una salida de emergencia del túnel que cruzaba por debajo de aquel campo, pero vista desde arriba nadie podría distinguirlas.
La tapa se elevó verticalmente, como la esclusa de un submarino, y una mano ensangrentada, seguida por un brazo y un torso igualmente ensangrentados, salieron a la luz del sol. Y el propietario de todos aquellos miembros suspiró de alivio y de alegría al sentir la caricia del astro rey. Con pesadez, movió el resto del cuerpo fuera de aquel pozo y se sentó unos momentos a descansar sobre la hierba. Miró alrededor. Estaba en las afueras de una ciudad no muy grande, cuyo perfil oscuro se adivinaba en la lejanía, en un campo con hierba y flores y pequeños sotos de olivos. Un oasis de paz entre flores, hojas, ramas y un millar de pequeños claros donde el sol atisbaba…
… y lo que parecía la verja que cercaba un recinto militar, con carteles en tres idiomas de NO TRASPASAR y cámaras inmóviles cada cien metros.
Pere sonrió por segunda vez desde que viera el sol. Un recinto militar significaba muchas armas y vehículos y material útil que, si no estaba custodiado por sus dueños originales, podría utilizar. Y si lo estaba, aun mejor: un poco de ayuda especializada no vendría mal.
Se puso en pie. La sangre que lo bañaba no era líquida, sino una especie de polvillo coagulado. Era lo que pasaba cuando le reventabas los miembros a los pellejos: sobre ti llovía lo que tenían en las venas, algo más parecido a la pasta de encalar paredes que a savia caliente y líquida. Pere se había abierto paso con uñas y dientes entre los pellejos del submundo, como un Eloi frenético repartiendo justicia poética entre hordas de Morlocks, gritando consignas de guerra que había oído en sus series favoritas. Al final, había encontrado lo que tanto ansiaba: una escalera de acceso a la superficie. Trepó por ella mientras el vendaje que se había hecho con la camisa para mantener quietas las costillas se aflojaba, y ahora estaba allí. Contento de estar vivo, fuera donde fuese ese «allí».
Se apretó el vendaje y echó a andar. Se le ocurrió mirar una última vez por la esclusa hacia abajo, hacia el túnel, por si acaso algún pellejo lo estaba siguiendo, pero lo que vio no fue nada de eso. Allí no había pellejos, y por no haber, ni siquiera había un túnel de metro. Aquella esclusa daba a un pozo de control de residuos, donde convergían varias cañerías procedentes del cuartel.
Pere creía que a esas alturas estaba inmunizado contra la sorpresa y el desconcierto, pero no era así. Acababa de trepar por aquella escalera, y ahora resultaba que no conducía a ninguna vía subterránea de trenes.
«Claro», le dijo su parte racional, «¿acaso pensabas que alguien iba a estar tan loco como para construir una línea desde Sol a Valencia por debajo de la tierra, sin que nadie lo supiera? Si estás alucinando o te has vuelto esquizofrénico, esto sin duda forma parte de la enfermedad, chico».
Lo más sensato era encajar el descubrimiento sin racionalizarlo. El mundo se había vuelto un lugar mágico, de magia negra y extraña, nociva para los hombres. Y a estas alturas no podía permitirse el lujo de volverse loco. Tenía que seguir adelante, costase lo que costase. Ya habría tiempo para pensar en la magia cuando cayera la noche y no hubiese espacio más que para los sueños.
Bordeó el cuartel, pegado a la valla de seguridad. Tarde o temprano hallaría una forma de entrar. Lo primero que le llamó la atención fue que estaba desierto, o al menos no había centinelas en las garitas ni tipos vestidos de caqui paseando entre los edificios. Dentro del recinto había varios hangares y un par de pistas de despegue para helicópteros. En una de ellas descansaba una versión HAP del eurocóptero Tigre, con las aspas aseguradas con anclajes y dos palas axiales con cohetes ya cargados. Era una estupenda máquina de guerra, con la que de seguro podría exterminar a cientos y cientos de pellejos sin derramar una gota de sudor. «Sólo con hacer un click», como rezaba la publicidad. Sólo había un problema: Pere no sabía pilotar helicópteros. Ése era uno de los cursillos urgentes que tendría que seguir si lograba encontrar a alguien que se lo impartiera. Una vez vio una película del Travolta, mala hasta el insulto, donde un grupo de trogloditas aprendían a pilotar aviones Harrier metiéndose en un simulador de vuelo. Al salir de la sala, estuvo riéndose tanto de las burradas de aquel guión tan descerebrado que acabó con agujetas en el abdomen. Si pilotar aviones fuera tan fácil, ahora mismo se descargaría un manual en PDF de algún servidor que funcionase y se lo empaparía en cuatro noches.
Detrás de los hangares había garajes para vehículos de tierra, la mayoría vacíos o con grupos electrógenos móviles de mástil largo esperando a los camiones que se los colgarían como amuletos de la suerte. Aparte, unas motos y una furgoneta que no parecía de la Base. Nada útil por aquí, nada útil por allá… aunque claro, aquel cañón que sobresalía por debajo de una lona de camuflaje, con una anchura de ciento veinte milímetros y dos ametralladoras coaxiales siete-sesenta, podría pertenecer a algo más grande que un camión de transporte de tropas. Eso bastó para ponerlo cachondo. Si sus ojillos ansiosos no lo engañaban, se trataba de un Leopardo A5, una de las últimas adquisiciones del ejército. Y si sus dueños se lo habían dejado allí, tan resguardadito de la lluvia y sin vigilancia activa…
En fin, robar un simple tanquecito abandonado no podía considerarse hurto, ¿no?
029
Habían pasado ya más de dos horas, y el andén continuaba desierto.
Tic, tac. Gael respiró hondo (aquel polvo seco, como de museo, que llenaba el aire), se ajustó su chaleco a prueba de balas emocional y se preguntó, sinceramente y sin asomo de malicia, dónde estaría su mujer. Si seguiría con vida o se la habría comido algún pellejo vagabundo. La echaba de menos, joder. La soledad era algo muy grande, demasiado para la escala humana. Incluso para hombres fuertes y cínicos como él.
Había decidido permanecer en el tren, con su querido libro rojo bien acunado en los brazos, esperando realmente que Fulgencio y los demás entrarían en razón y volverían. Pero no sucedió. ¿Sería esto una prueba? ¿Estarían esperándole ellos en el exterior, concediéndole un tiempo para que reflexionase? No, era harto improbable. Tal vez hubiesen caído en una emboscada de pellejos. Tal vez ellos fuesen ya pellejos.
El libro vibró. Gael lo miró fijamente durante unos largos instantes, con los ojos llameantes como quemadores de gas. «Sellos», había llamado Fulgencio a aquellos ojos que nunca parpadeaban. Cada uno el guardián de un secreto universal, y de una noticia terrible para el planeta Tierra.
Entonces se le ocurrió. Tenía que conseguir una Biblia. En una edición de bolsillo, de ésas tan mal encuadernadas que vendían en los kioscos o en algunos supermercados. Si la teoría de Fulgencio era cierta, en esas páginas obtendría un manual fidedigno de lo que iba a ocurrir, y podría estar preparado. A ver, página cien… con ustedes, señoras y señores, ¡una plaga de insectos!, y después, ¡la Luna se volverá roja! Luego invertiremos todo el presupuesto que nos queda en efectos especiales y les ofreceremos una genuina guerra nuclear —no hagan estas cosas en casa—. No sabía si el bueno de Juan el Viejo, entre tanto vaticinio a dos mil años vista, habría aprendido lo que significaba el concepto «guerra atómica», o si la habría entendido de haberla presenciado. A lo mejor sus visiones le mostraron hongos nucleares sobre las grandes ciudades y él, que no era más que un anacoreta ignorante, las describió mediante metáforas de ciudades de fuego y árboles de llamas y todas esas movidas que llenaban los Evangelios. A lo mejor la Luna no se teñía de sangre, literalmente, sino que desde la Tierra se vería así por la capa de ceniza de un invierno nuclear.
¿Era éste el momento en que el sentido común de Gael se impondría y le soltaría un discurso sobre la conveniencia de unirse a los suyos, de buscar ayuda allá donde hubiera otros supervivientes? ¿El amor de los semejantes?
No. Hubo una voz, en efecto, pero fue la de su profesor de tercer curso, que volvió a la carga para seguir aplastándolo, humillándolo y riéndose de su fracaso en la vida:
¡Eh, Gaelcito, hola, macho! ¿Cómo va eso? Hacía tiempo que no charlábamos, ¿verdad? ¿Qué despropósitos hemos cometido hoy, qué nuevas estupideces de las que avergonzarnos? ¡No me digas que la has vuelto a cagar otra vez! ¡Claro, es tu destino! Por más que intentes hacer las cosas bien, sabes que tus proyectos son pura diarrea mental, porque todos te salen hechos una mierda. ¡Ja, ja! ¡No eres capaz ni de sobrevivir al Holocausto final de la humanidad, pedazo de inútil! Ella tiene la culpa, Gael, ella y sólo ella. La zorra católica y apostólica de tu mujer. Ella y sus congéneres, los correligionarios de esa fe absurda y trasnochada, han conseguido desatar este desastre sobre su mundo con tanto lloro y tanto rezo y tanta jodida mea culpa. El cristianismo es una religión de débiles, Gaelcito, de masoquistas que adoran a un tipo torturado y lleno de sangre. No, ellos no podían rezarle a una flor o al sol o a cosas bonitas, como hacían nuestros antepasados. Tienen que arrodillarse ante un instrumento de tortura (hacerse la señal de la cruz en el pecho es como hacerse la señal de la pistola, ¿te das cuenta? En el fondo se trazan el contorno de un arma sobre el pecho y la frente, y luego la besan). ¡Adoran a un instrumento de tortura!
—Cállate de una vez… —Gael se clavó los dedos en las sienes. El libro se estaba resbalando lentamente de sus brazos.
—Ha sido Natalia, la zorra de tu mujer, con sus rezos y sus plegarias. —Por la señal de la santa pistola…—. ¿Qué dirán los musulmanes de esto, eh? ¿Y los budistas? ¿Y los vástagos sectarios del Kagnapak de Tucumán? Toma ya, puñetazo de dogmatismo en sus heréticas narices. Mi religión es la verdadera, no la vuestra; que mi profecía escatológica sea la que se ha cumplido y no la de los otros lo prueba. Tu mujer piensa que en el Vaticano deben de estar de luto y cagándose de miedo por la condenación de la humanidad, pero no es verdad. Lo cierto es que tienen montada una fiesta de mil pares de cojones. Seguro que el Papa agarró una borrachera de cuidado hace dos días y aún están intentando bajarlo del Baldaquino.
—¡Cállate, cállate, cállate! —Se retorció de desesperación sobre el asiento. La voz hacía algo más que aplastar su dignidad; también le taladraba el cráneo con la fuerza de un martillo pilón.
Tienes que dejarla, ¡olvídate de ella! Está condenada al infierno que, en el fondo, siempre veneró, con su devoción a las imágenes de tipos mutilados y las señales de la santa pistola en el pecho. Natalia ya está condenada, y a ti te queda poco para precipitarte en el abismo. Huye, Gaelcito, corre hasta que los pies te lleguen al culo, porque yo estaré allí para recordarte lo inútil que eres, te lo diré una y otra vez, una y otra vez, una y otra…
—¡Basta! —El libro rodó finalmente de sus brazos hasta el suelo. Gael, con los ojos inyectados en sangre y una expresión que iba más allá de la locura, lo vio rebotar y soltar algo parecido a un gemido, como si hubiese sido un gatito o un perrito tullido lo que hubiese impactado contra el suelo del vagón. Un tercer ojo se había abierto en la tapa.
Allí estaba, por fin; era eso, entonces.
Leguas de viaje subacuático por los océanos de la irrealidad, de la experiencia compartida con el Cordero Genocida, mientras que
Voces de santos y de gente muerta se convertían en luz y traspasaban sus párpados, atisbos de profetas insensatos con bulbos raquídeos y quiasmas ópticos amputados, que le susurraban tremendas profecías y no le dijeron si alguna de ellas era mentira.
028
Gael tuvo una apremiante sensación de urgencia, como si el tiempo fuera un hecho vital y amargamente importante. Su profesor le estaba metiendo prisa para que hiciera algo, algo radical y extremo para intentar arreglar aquel desbarajuste, ¿pero qué? Si él tenía razón y eran los cristianos los que les habían ganado la carrera del rezo a los musulmanes y por eso se acababa el mundo (tic tac tic tac tic tac), ¿no deberían ser ellos quienes lo arreglasen?
Su mente estableció una aberrante asociación de ideas, que eran casi como referencias recíprocas. Faltaba un altavoz en el techo del que de repente saldría un negro enorme armado con un saxo y amenazándolo con tocar todo el repertorio de Fletcher Henderson en versiones de Richard Clayderman. Soltó una carcajada seca. Una vez se había colocado con éter, junto con dos amigos de Ingenio San Pablo, y había comprobado que el dicho era cierto: no había nada más incoherente, depravado y pasado de rosca que un hombre colocado con éter. En este momento se sentía igual.
En la lejanía restalló con fuerza un trueno, tan violento que desgarró en mil jirones humeantes la noche.
027
La violencia de la detonación los despertó. Estaban durmiendo en uno de los apartamentos de aquel edificio vacío; Natalia, Blanca y el bebé en una habitación, y Fulgencio y Zurek en el salón, sobre un sofá cama. Habían pasado varias horas desde que abandonaron la estación de metro, y ya era noche profunda. En el edificio quedaban muchos más apartamentos abandonados para escoger, además de aquél, pero por seguridad habían decidido quedarse a pasar la noche todos en el mismo.
—¿Qué ha sido eso? —se asustó Blanca. Natalia se asomó a la ventana, que daba al mar, y se encontró con los hombres asomados al balcón, a su derecha.
Fulgencio señaló a la lejanía.
—Allí, mirad.
En el mar, a varias millas náuticas de la costa, flotaba un objeto que ardía como una tea gigante. El resplandor de las llamas iluminaba las nubes bajas y despedía una columna de humo que el viento estaba mezclando con la lluvia, convirtiéndolo en una confusa alucinación. Otro relámpago se extendió por el cielo como un árbol de fuego eléctrico.
—¿Qué es? —preguntó Natalia, elevando la voz. El viento parecía un coro de almas en un frenesí discordante.
—Parece un petrolero —dijo el sacerdote. El doctor Zurek, que se había asomado junto a él, afiló lo ojos y hasta que no estuvo seguro, no lo dijo:
—No es un barco. Tiene cuatro patas.
Un estremecimiento recorrió la piel de Natalia, que por un momento pensó en leviatanes y otras criaturas de la mitología hebrea saliendo del océano. Pero luego comprendió a qué se refería.
—¿Quiere decir… que es como una plataforma de ésas de buscar petróleo?
Zurek asintió.
—Eso mismo parece. Una plataforma petrolífera. Deben de haber estallado sus tanques de almacenaje.
Los tres permanecieron un rato asomados, contemplando el espectáculo, hasta que Natalia miró hacia abajo, a la calle, y se tapó la boca con la mano para no gritar.
El edificio estaba completamente rodeado por pellejos. Formaban una muchedumbre silenciosa que no hacía nada, sólo estaba allí, de pie, mirando hacia el balcón que ellos ocupaban.
—Mejor vayamos dentro —sugirió el doctor. Corrieron las cortinas y apagaron las luces (linternas que habían encontrado en una tienda) para no llamar más de lo necesario su atención. Pero los pellejos siguieron allí, inmóviles, mirando a la fachada del edificio.
—Al menos no están tratando de entrar —se consoló Natalia.
—Me duele otra vez —dijo Blanca, medio dormida todavía. Se sentó en el sofá y Zurek le miró el vendaje de la herida. Ésta había vuelto a abrirse.
—Esto ocurre porque no he podido cosértela como Dios manda —refunfuñó—. Pero no te preocupes; aunque no tengamos a mano hilo ni aguja, quedan otras opciones. —Comenzó a abrir los cajones del apartamento. Aparte de unos cubiertos de metal y un cenicero astillado, no encontró nada más. Zurek abrió la puerta del apartamento y salió al pasillo.
—¿Adónde va? —se inquietó Blanca.
—Enseguida vuelvo. Voy a ver qué encuentro por ahí.
Y se marchó, cerrando otra vez la puerta.
Fulgencio se quedó en el apartamento con las dos mujeres. No había mucho más que decir, así que se aplicó en limpiar la herida de Blanca. Aún corría un poco de agua por las cañerías, aunque estaba un poco gris.
—¿Recuerda algo más sobre las Escrituras, padre? —preguntó Natalia—. No sé, algún detalle que explique de dónde sale toda esta vegetación, por ejemplo. ¿Es el jardín del Edén, que está volviendo a extenderse por el mundo?
Fulgencio ahogó una risita. Nunca se le había ocurrido esa explicación. Sí, por supuesto que era posible (una vez abierta la caja de Pandora de la mitología, e implantadas sus reglas en el mundo físico, nada era del todo ilógico ni improbable), pero él no lo creía.
—No debemos descartar ninguna hipótesis, querida mía, pero… no sé. No lo creo. Habría que buscar una explicación en textos que no aparecen en el canon de la Biblia.
—¿Qué textos, padre?
Fulgencio frotó con delicadeza una servilleta (la habían sustraído del comedor del hotel, junto con la comida que no se había estropeado) contra la herida de Blanca. La joven gimió.
—Hubo algunos libros… —recordó Fulgencio— libros que no fueron admitidos en el concilio de Trento… que contenían ciertas profecías escatológicas anteriores a Juan. La Septuaginta, por ejemplo, una de las arcaicas traducciones del Antiguo Testamento usadas en la judería de Egipto, contenía un último capítulo en el que se vaticinaba el fin de la humanidad y el reino de las bestias y de los árboles, y de todo lo natural que no incluyera a los hijos de Adán.
—Pero… —Natalia estaba confusa, como todos los creyentes a los que Fulgencio había hablado alguna vez de los libros perdidos del Cristianismo. La mayoría se sentían incómodos al pensar en toda la información adicional que no se les había revelado, y sobre todo, al preguntarse qué criterios se habían seguido para decidir qué era verdad y qué no, cuando de lo que se hablaba era de hechos indemostrables. Hechos del espíritu.
—Tengo muy vagos recuerdos sobre esto —se frotó la nuca—. Son temas en los que se profundiza muy poco en la carrera de teología, así que… —Tomó aliento—. En su momento leí ensayos sobre los libros perdidos, y todos coincidían en que, una vez Dios se llevara a los verdaderos creyentes al Cielo y matase al resto mediante plagas y guerras (según el Nuevo Testamento, Dios nunca tuvo intención de perdonar a los que no creyeran en él, sino de exterminarlos a todos), el mundo sería un vergel destinado a albergar sólo a animales y plantas. Una especie de gigantesco parque natural consagrado a la divinidad. —Miró a las enredaderas, que trepaban hasta el balcón y ya comenzaban a introducir sus zarcillos dentro de los apartamentos—. Podría ser que ese tiempo de pureza recién descubierta estuviera llegando al fin. Aunque para ello haya que reducir a cenizas todo lo que había antes.
—Y el tren que nos ha traído hasta aquí…
—Podría ser el caballo hebraico. O una especie de versión moderna del mismo.
—¿El qué? —Blanca arrugó su naricilla respingona, aunque no dejó claro si era por las palabrejas que estaba usando el sacerdote o por el doloroso lavado de su herida.
—Según la Septuaginta —recordó Fulgencio—, un caballo gigantesco, con capacidad para transportar a siete hombres y mujeres sobre el lomo, llevaría a los supervivientes por encima y por debajo de la tierra hasta su destino final, junto con los restos de muchos pecadores reducidos a carne y sangre. Siete, uno por cada tribu cristiana de Oriente. En esa última parada del viaje les estaría esperando…
Hizo una pausa. Blanca y Natalia lo miraron, angustiadas.
—¿Qué les estaría esperando? —preguntaron a la vez.
—Con franqueza, no me acuerdo —sonrió—. Recuerden que leí esos textos hace muchos años.
Las mujeres bufaron.
—¿Y por qué… —Natalia movió las manos, nerviosa— no usamos el libro rojo? ¡Ahí podrían estar todas las respuestas! ¡Podríamos usarlo para comunicarnos directamente con las Alturas y suplicar clemencia! Usted mejor que nadie, ya que es un soldado de Cristo…
Fulgencio endureció sus facciones.
—Créeme, Natalia —dijo con una voz muy seria y tranquila—. Ese libro, si es lo que creo que es, sólo contiene muerte, sufrimiento y desgracia. No está hecho para que lo lean e interpreten los hombres, sino para exterminarlos. Estaremos mucho mejor cuanto más nos alejemos de él, puedes poner la mano en el fuego con respecto a eso.
026
Gael se dio cuenta de que, con la apertura del nuevo Sello, el libro se había abierto unos milímetros. Con un profundo rendibú hacia aquel objeto, encajó sus dedos entre las tapas y tiró hacia fuera con todas sus fuerzas. Llegó a ver la escritura que colmaba una de las hojas. Estaba grabada en símbolos crípticos, alienígenas, pero que de alguna manera encontraron hueco en su cerebro. Él había visto esa escritura antes, o tal vez era un destello de la memoria genética de su especie, pero lo cierto era que, aunque críptica, la simbología le era tremendamente familiar.
Gael se pasó la lengua por los labios resecos y ejerció más presión para separar las tapas, para así mirar (por primera vez en miles de años) los secretos prohibidos que éstas custodiaban.