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Dejad que os hable del hambre.

099

El hombre que miraba por la ventana de aquella celda acolchada no creía que estuviera loco. De ningún modo.

Él mismo había llegado a establecer diferentes conceptos y definiciones para la locura a lo largo de aquellos años de encarcelamiento, a través de todas las horas perdidas y las noches sin dormir y los días sin esperanza. Nociones que apenas raspaban la superficie de lo que se escondía en ese cajón oscuro lleno de pesadillas que los Hombres de Batas Blancas llamaban «el subconsciente». Ellos decían que José Marinero era diferente de los demás hombres porque había perdido los candados del cajón oscuro y, por no encontrar las malditas llaves, había dejado que las pesadillas escapasen y pudriesen su cerebro con las más insólitas aberraciones. Con imágenes valientes y obscenas y terribles y benditas que lo habían acompañado cada día (desde que el sol salía por su Este particular hasta que caía derribado al fin por los antiaéreos en alguno de los otros puntos cardinales) desde la pubertad. Eso era todo, un problema de mala organización, de no saber guardar unos candados en su sitio.

¿Pero qué sabían ellos, al fin y al cabo? Los de las Batas Blancas no estaban locos, o eso les aseguraban a sus lindas esposas cada noche. ¿Cómo puede alguien que nada sabe de la locura pretender estudiarla a distancia y, aun peor, decidir qué hacer con ella? La estúpida psicología no es más que un engaño, una cuestión de estadística y observaciones (todas desde el exterior lejano y aséptico, ninguna desde dentro) y predicciones matemáticas que nada se adecuan a la realidad, eso opinaba José Marinero. Ninguno de los Batas sabía en realidad cómo funcionaba el cerebro. Ellos decían «vale, si tiene cuatro patas y se lame el culo, es que es un perro», pero el perro podía ser un hipopótamo disfrazado, o un gato con anginas. No tenían ni la más remota idea de por qué un chispazo eléctrico sobre la neurona adecuada podía equivaler a la Quinta Sinfonía o al asco por verse el pene goteando semen tras la paja regular de por la mañana. Todo lo veían como pura estadística, y mediante los estúpidos tests y los dolorosos electros mantenían a todo el mundo en aquel edificio con las manos clavadas en sus putos candados, no fueran a perderlos y les pasara como al pobre José, cuya cabeza se le había podrido por dentro.

Por eso se sorprendió tanto cuando miró a través de la ventana de la celda, aquella mañana, y examinó horrorizado el mundo exterior.

Algo le ocurría al mundo exterior.

Todavía no había el menor rastro de humedad. Faltaba poco para que septiembre se retirara a una vida mejor, más contemplativa, y en el aire todavía flotaba un colchón de smog que, una vez troceado y diluido por la lluvia, empaparía los ánimos de todos aquéllos que salieran a regañadientes a las seis de la mañana de sus confortables hogares para ir a trabajar. Pero eso sería más adelante; por el momento estaban en ese mes y en Madrid dejaban que septiembre durase todo el tiempo que quisiera.

Se suponía que desde aquella prisión de suelos de goma José no podría acceder, ni con la vista ni con la imaginación, a lo que fuese que estuviera esperándolo fuera. Sólo habría podido mirar al cielo y preguntarse por qué no llegaba de una santa vez el mal tiempo, para hacerse ilusiones de que él también era uno de esos desgraciados con más pertenencias en la oficina que en casa. Pero alguien se había relajado con la vigilancia y había permitido que una rendija en el muro que rodeaba el hospital se hiciera más grande con cada invierno; una metedura de pata de algún albañil despistado, que había puesto demasiado cemento en aquella mezcla o demasiado poco, y que con el tiempo había agrietado el muro trasero. La administración no se había preocupado por arreglarlo porque aquel ala abierta del hospital no daba a una zona que albergara enfermos (¡otra vez esa palabra!), sino a un par de grupos electrógenos oxidados llenos de cables y tuberías que se hundían como estiletes en los edificios, rasgándoles la piel de yeso. Aquella fisura, separada dos escasos metros de la ventana de José, aparte de para permitir la ocasional entrada de algún gato, también servía para que su mirada escapase. No se podía ver mucho a su través: una esquina iluminada de noche por un cartel rojo; un pedacito minúsculo de calle que era cegado durante décimas de segundo por algún coche que pasaba; lo que podía ser la sombra de una farola que, todos los días a la hora exacta de tomar las pastillas, se derramaba sobre la esquina adoptando la forma de un cisne monstruoso.

También se veía pasar gente, claro. Eso era lo que más le gustaba a José. Hombres, mujeres, niños si eran suficientemente altos, ancianos si no estaban demasiado encorvados. Algunos incluso se detenían a charlar unos instantes ante la grieta, y permitían que José, que los observaba sin ser visto al otro lado de la ventana con rejas, disfrutase de cada segundo, imaginando posibilidades. Lo que haría con ellos cuando saliese de aquella habitación. Las cosas que les enseñaría sobre lo que había descubierto de la locura durante sus años de encierro.

Pero claro, él no estaba loco. Eso por descontado. Lo observaba todo desde fuera, como los Batas, sólo que con un ojo más clínico.

Lo que había asustado a José Marinero aquella mañana, cuando al fin se le había pasado el efecto de las malditas pastillas, era que había algo distinto en la grieta. Y en lo que se veía a través de ella. En lugar del amortiguado ronroneo de los coches y de las intuidas conversaciones entre madres e hijos, había un silencio atronador. Y ya no pasaban vehículos cegando la grieta. La calle estuvo extrañamente desierta durante buena parte de la mañana. Se oían gritos lejanos, y sirenas, y había un ligero pero constante temblor en el suelo, como si todas las piernas de la ciudad lo golpearan con fuerza a la vez.

Aquella puertecita a la que le faltaban los candados y un par de goznes en la cabeza de José empezó a chirriar. Imágenes de su pasado se colaron a través de la madera, correteando por los salones vacíos como espías sin licencia. Imágenes de la adolescencia, enterradas bajo cientos y cientos de pastillas, alzaron una mano como los muertos de aquellas películas tan malas que exhibían en el cine Strassa, en la esquina con Olmos y Santa Marta, cuando llegaba para ellos la hora de alzarse de las tumbas y agarrarse al cielo como los fieles de una iglesia el día después de una catástrofe. Las imágenes de sí mismo degollando gatos junto con su primo Pedro, antes de darse mutuamente por el culo en el patio trasero de la tía Begonia mientas la sangre de los animales les manchaba los genitales, dejaron de tener ese saborcillo a química hospitalaria, a alcanfor rancio de botica, y aumentaron de volumen, con la inmediatez de lo ocurrido recientemente en lugar de hacía treinta años. José se llevó un dedo al ano y se lo rascó distraídamente, mientras la mitad de su cerebro estaba tratando de dilucidar qué era lo que le mostraba hoy la grieta, por qué no había coches ni personas, y a la otra mitad le llegaba nítido el perfume del sudor de Pedro, las gotitas de excitación que le bañaban los testículos mientras la sangre de los gatos hacía de lubricante. Él había nacido con un labio leporino, defecto que le habían corregido quirúrgicamente al nacer. Sin embargo, tenía otro pliegue irregular en el miembro que nadie se había atrevido a tocarle.

Pedro había muerto unos años atrás, atropellado por un camión. Si existiera en realidad aquello que los chalados del Ala Siete (los que tenían permiso de los Batas para volcar sus chifladuras en versos sobre papel) llamaban «justicia poética», Pedro habría sido degollado por un león furioso, escapado de algún circo o del dúplex de algún rico excéntrico, en justa retribución por sus crímenes contra el mundo felino. Pero no, había sido un conductor borracho (¿o el borracho era Pedro, que cruzó la autopista sin mirar creyendo que era una comarcal de cinco carriles?) que le pasó una madrugada por encima con todas y cada una de las doce ruedas de su tráiler, el eje, los amortiguadores, el tubo de escape y la madre que lo parió. El cuerpo de Pedro fue exprimido como una naranja, extrayendo de él hasta la última gota de alcohol, de sangre, y del semen que aún pudiera quedar en sus entrañas de cuando él y José eran artistas. Poco después, a él lo encerraron en el hospital. Nunca supo lo que fue de tía Begonia.

El día de hoy parecía una efeméride de aquel desastre, de aquel camión conducido por el Diablo que había salido rugiendo de la niebla, como en la película de Spielberg. Las calles desiertas anticipaban un desastre inminente, la salida de los pistoleros para ejecutar una matanza sincronizada, a ritmo de reloj de campanario, de revólveres nacarados. Era como si el mundo exterior hubiese perdido también los candados y estuviese pidiendo a gritos un electro bien potente (y con los cables asidos a los huevos con sus pincitas, como a veces se lo hacían a él) para volver a la normalidad.

Entonces, José Marinero descubrió por qué las imágenes de Pedro habían vuelto a escaparse de la caja.

No le habían suministrado las pastillas. La hora de la química había pasado, y se habían olvidado de él. La sacrosanta fiesta de las anfetas tendría un concelebrante menos aquella mañana.

Eso le asustó más que nada. Más incluso que el súbito cambio de biorritmos del mundo exterior. No era posible que los enfermeros se hubiesen olvidado de darle la medicación. En años y años de prisión y tortura allí dentro jamás había sucedido. Y ahora que lo notaba…

Se despegó de la ventana, por la que entraba un oblicuo y enfermizo rayo de luz, tamizado en rombos por la reja, y se aproximó a la puerta. Silencio. Algún grito ocasional que rebotaba con eco en los pasillos. Nada que se saliera de lo normal. Pero el pasillo albo, impoluto, estaba desierto. Nadie derrapaba por la milla blanca. No había Batas llevando carritos de aquí para allá ni inspecciones rutinarias con portafolios. Nada de nada. El edificio, salvo por los gemidos que a veces sorteaban las puertas de las otras celdas, atestiguando que los demás pacientes seguían allí, parecía desierto.

¿Se habrían marchado los médicos, dejándolos allí dentro? ¿Habrían descubierto esos apestosos Batas la verdad (que la psicología era un fraude freu-(frau)-diano) y se habrían ido en masa a engrosar las listas del paro o a fumarse el título universitario? ¿Y qué pasaría con los enfermos?

Tras tantos años metiéndose química en el cuerpo, no le daba apuro admitir que, aunque aquello era un error y en el fondo no la necesitaba, se había vuelto adicto a todos esos fármacos llenos de nombres en latín y barrocas cadenas de aminoácidos. Le daba más miedo pensar en que no le darían su dosis durante una semana que saber que la puerta estaba cerrada con llave y que, llegado el momento, alguien tendría que venir a darle de comer.

Entonces oyó un ruido.

Se había abierto una puerta. Por el sonido, que José podía situar con precisión milimétrica, era la puerta doble que llevaba al Ala Norte, a las consultas de los Batas. La que no tenía picaporte, sino una placa de cobre para empujar con la mano o con el trasero. A través de ella sólo salían los tipos de los portafolios y los carritos llenos de tickets to ride. José pegó todo lo que pudo la cara al cristal del ventanuco. La nariz se le dobló hacia un lado, roma y chepuda como la de un boxeador veterano. Sus ojillos nerviosos casi sobresalían de las cuencas, el globo ocular al completo, para pegarse aún más al cristal y ver quién se acercaba.

Antes de verle la cara, lo reconoció por la vestimenta. Aquel traje negro sin una mota de polvo, la corbata siempre recta, como si estuviese almidonada, y los gemelos de oro en las mangas a la usanza de los antiguos caballeros, que devolvían el apagado resplandor de los neones con una fuerza inusitada.

José retrocedió, pegando la espalda húmeda al otro extremo de la celda. Sí, sabía quién era: el único Bata que nunca llevaba uniforme, el único que vestía un traje de Armani cuando venía a trabajar. Damián Zurek. No un doctor, sino el Doctor.

José notó cómo se le revolvían las tripas de miedo cuando los pasos se detuvieron frente a su celda y una mano pasó una tarjeta de control por la cerradura electrónica. La mayoría de los enfermeros y los Batas habían automatizado aquel gesto, elevando la mano y pasando la tarjeta con tanta velocidad que a veces al mecanismo ni le daba tiempo de despertarse y preguntar «¿qué coño ha sido eso? ¿Alguien lo ha visto?». El doctor Zurek no. Él deslizaba la tarjeta con precisión, como si fuera un escalpelo, tomándose su tiempo. Ninguna puerta podría haberse negado a abrirse ante él. Ninguna se habría atrevido.

098

—Ven conmigo —dijo el doctor, con aquella voz de contralto que vibraba detrás de sus orejas, como si siempre hablase desde el interior de una catedral.

José Marinero soltó un aliento que no sabía que estuviera conteniendo, y asintió con la cabeza. Claro que iría. Lo segui ría como un perrito faldero a donde él quisiese, tal era el grado de respeto y de temor que le inspiraba aquel hombre. Otros Batas necesitaban escolta de los celadores para entrar en las celdas, pues había pacientes que los odiaban a muerte, y como no tenían nada que perder se les echaban encima a la menor ocasión. Tal era el caso de Chikán el Gordo. Chikán (ése no era su verdadero nombre, sino un mote que le habían puesto en su barrio por su aspecto de chicano sin papeles ni ganas de trabajar por conseguirlos) dormía en la celda de al lado. Eso era casi lo único que hacía durante el día, dormir, aplastado por prensas de alquimia salvaje que podrían haber tumbado a un rinoceronte. La primera vez que un Bata, uno de esos niñatos recién salidos de la facultad con ganas de demostrar que iban a cambiar para siempre la faz de la medicina, había entrado sin escolta en su celda, Chikán lo había mirado con distanciamiento, había escuchado todos los paternales consejos sobre cómo sobrellevar su enfermedad para librar de sufrimientos a sí mismo y a su familia, y luego le agarró la cabeza con aquellas manos de inmigrante ilegal, enormes y rellenas de carne. Y le retorció el cuello hasta que la sonriente faz del Bata giró como la de los gatos de tía Begonia. Desde entonces Chikán no hacía más que dormir y hacérselo en el pañal, reducido a algo poco más evolucionado que un escarabajo, mientras los Batas se lo pasaban en grande abriéndole la frente y hurgando dentro con los escalpelos. Ni la Policía ni la asociación de derechos de los enfermos tenían nada que objetar, después de lo que le había hecho al niñato de brillante futuro.

El Doctor, por el contrario, no necesitaba escolta. Ni celadores ni guardas de seguridad, ni siquiera una cartulina enrollada con la que pegarles en la cabeza a los pacientes traviesos. Él estaba más allá del castigo físico. Si el Doctor decía «ven», José lo seguiría hasta el mismísimo infierno, más que nada porque la alternativa podría ser peor. Ni siquiera el chalado de Chikán se habría atrevido a ponerle una mano encima. Demonios, tal vez ni siquiera hubiera aguantado mirarlo directamente a los ojos sin tener que cambiar el pañal.

Así pues, José abandonó la celda y avanzó por el pasillo impoluto, pasito a pasito, detrás del hombre con el traje de Arman. Traspasó la puerta doble y entró en el Ala Norte, los ojillos moviéndose de un lado para otro. ¿Fue eso lo que sintió Pedro al cruzar aquella carretera, o ni siquiera supo que tenía delante su Gólgota particular hasta que la sirena del camión le previno del desastre, cuando era demasiado tarde, como las trompetas del Abismo?

El Doctor se detuvo frente a una puerta corrediza. José tardó en comprender que se trataba de un ascensor. La puerta se abrió. El Doctor hizo girar una llave en el panel de mandos y el ascensor comenzó a descender pisos, bajo tierra, lejos de la luz y de las alas conocidas por los pacientes. José no sentía la lengua dentro de la boca. La tenía contraída por el pánico, enrollada como una alfombra persa en la garganta, tan ancha que le impedía el paso del oxígeno. Pero aun así no dijo nada. Permaneció inmóvil como un nuevo elemento decorativo del ascensor, apoyado contra una esquina, hasta que éste se detuvo con una sacudida y se abrieron las puertas.

Un paisaje de tuberías y aristas metálicas se abrió ante sus ojos. Pasillos largos y estrechos, flanqueados por arterias de metal que palpitaban con el aliento y los residuos de los pisos superiores. Por aquellos sótanos lúgubres, inhumanos, circulaban los gases y los chorros de energía eléctrica que alimentaban el sistema nervioso del hospital; allí se deglutían los excrementos y se procesaban los residuos enlatados de mil tratamientos quirúrgicos y farmacéuticos. El aterrorizado José andó detrás del Doctor mientras lo guiaba por aquel laberinto, mirando las tuberías e imaginándose lo que contenían: por ésta caerían las cápsulas vacías de las pastillas rojas, las que tomaban los esquiz y los mans para dotar a su mundo de un asomo, aunque fuese una pequeña pizca, de vínculos. Por la de más allá se oían gotear las heces casi etéreas de los anorex, los que no podían tragar nada porque la comida se convertía en su garganta en un ácido que les corroía el estómago. Por la que vibraba al fondo, llena más de sonidos que de elementos sólidos o líquidos, se peleaban las fieras enjauladas de los deps, los llantos seguidos de risas histéricas que habían arruinado sus vidas tiempo atrás.

Por fin, cuando el goteo y la sinfonía de residuos se le antojaba insoportable, llegaron al final del paseo. El Doctor se detuvo delante de un manojo de tuberías para nada distinto de los anteriores, pero al que estaba encadenada una mujer. Llevaba puesto un guardapolvo blanco, aunque José no supo discernir si se trataba de una Bata o de una paciente. Debía de ser esto último, ya que la infeliz estaba encadenada como un perro a una tubería, la cabeza gacha y el rostro oculto tras la melena. Huellas de moratones desvaídos moteaban su piel aquí y allá, trazando un mapa de cardenales que, por algún motivo, parecía estático, yermo, sin la actividad natural del cuerpo que tenía que estarlos curando por debajo. La mujer estaba tan inmóvil que parecía un cadáver, sin la chispa subyacente de la vida que se trasluce en cada poro de la piel, en cada nervio, por relajado y exánime que esté.

José Marinero observó a aquella mujer, a aquel resto humano, y se preguntó qué era lo que el Doctor pretendía que hiciese con ella. Incluso se atrevió a levantar unos centímetros la vista y a mirarle, las pupilas escondidas al límite de los párpados, como si buscase una respuesta pero no quisiera forzar su suerte cruzando su mirada con la de un hombre tan insigne.

La puertecita de la caja que había en su subconsciente se agitó, avivada. La medicina ya no tenía efecto sobre ella, y sólo la falta de costumbre mantenía la podredumbre allí dentro. Las imágenes de los gatos.

El Doctor Zurek elevó una mano. Fue un gesto simple, una señal casi carente de significado, pero que al mismo tiempo lo invitaba (¡a él, al bueno de José!) a aproximarse a la joven. A hacer (esto ya lo añadió su imaginación) lo que quisiera con ella.

—Adelante —dijo Zurek, y—, adelante —fue todo lo que dijo.

José estaba que no cabía en sí de gozo. ¿Era acaso un nuevo tipo de terapia revolucionaria? ¿Pretendía ejercer algún efecto terapéutico sobre él, aparte de inflarle los huevos con la presión de cien eyaculaciones no consumadas?

—¿O es que… —aquí su imaginación ya corría desatada… acaso él era la terapia, la pastilla, el caramelo, que aquella mujer necesitaba para curarse? ¿Lo habían ascendido en el escalafón: de enfermo terminal a cura para otros?

Temblando de excitación, José se inclinó sobre ella. Ardía en deseos de arrancarle la bata a mordiscos y dejarla expuesta bajo el racimo de tuberías, los marchitos senos colgando como sacos de leche podrida, las caderas llenas de arañazos por haberla arrastrado alguien hasta allí, inmisericorde, por el pavimento del sótano; la boca abierta esperando su semen como si de un maná celestial se tratara.

Las imágenes de los gatos volvieron, abrieron la boca, desnudaron los colmillos. Pedro estaba allí en alma, pero no en cuerpo. Aun así, lo acompañaría en cada segundo del ritual, mientras cogía a la mujer, la penetraba por detrás y luego le abría la garganta, como en los viejos buenos tiempos.

En ese momento, cuando estaba a punto de tirar de los cierres de su bata, la mujer alzó violentamente la cabeza, apartando con el movimiento el velo de cabello que le ocultaba las facciones. Y José Marinero chilló, no de éxtasis, sino de terror. Porque aquella hembra estaba muerta, muerta de verdad, más que los animales de su recuerdo. Aun así, un ansia imposible de dominar mantenía su cuerpo en movimiento, buscando, suplicando, anhelando la calidez de la sangre, la tibieza de la piel viva. Aquellas fauces se abrieron, repletas de dientes astillados y amarillos, envueltos en cascadas de sangre coagulada que manaba de las encías, y José notó cómo se cerraban en torno a su garganta, arrancando un pedazo tan grande de piel y de músculos como le cupo bajo el paladar.

Lo último que oyó José, mientras la mujer se lo comía vivo, fue al Doctor Zurek diciendo con aire de diagnóstico:

—Entonces yo tenía razón. Tenía razón.

097

Hasta hacía sólo dos semanas Madrid había sido una ciudad normal. Grande, como muchas otras; limpia por un costado y sucia por el otro, como muchas otras. Gael García la catalogó sin conocerla a fondo nada más bajar del avión por los olores. No los inmediatos, como el olor del keroseno de las bombas de pista o el del tenue enfriamiento de las ruedas de los aparatos que acababan de aterrizar en Barajas, tras calentarse en medio segundo a cien grados con el rebote del avión contra el suelo. No, esos olores no, sino los sutiles, los que hablaban de una ciudad nueva y enorme, llena de posibilidades, de trampas encubiertas e ilusiones prefabricadas. De proscenios oscuros y rutilantes candilejas.

Su mujer no había recibido a Madrid con los sentidos de igual manera. Ella mantenía la boca cerrada, como siempre, pero lo decía todo con los ojos. Como si acabase de salir de una caja de sombreros. La única gran ciudad que había visitado antes, y por cortos periodos de tiempo, era San Miguel de Tucumán, a poca distancia de la frontera con su Chile natal, dentro de la inmensa Argentina. Y la odiaba profundamente. Gael pensaba que Natalia odiaría cualquier acumulación de personas que superase la media docena, y que toleraba los pueblos pequeños porque de alguna forma había que asegurarse una provisión de alimentos. Por eso sabía desde el principio que iba a odiar Madrid. Era una mujer demasiado frágil, demasiado asustada por las circunstancias del mundo. Y sobre todas las demás cosas, sobre todos los peligros que una gran urbe pudiera generar, tenía miedo de la delincuencia.

Como cualquier ciudad, Madrid también tenía sus crímenes, su dosis diaria de muerte, que compensaba de alguna tétrica manera los nacimientos en los hospitales o en el asiento de atrás de los taxis. Eso Gael nunca se lo había negado. Había visto a Madrid despertarse por la mañana como una mujerzuela y sacarse mujeres violadas de entre las uñas y hombres acuchillados del sarro de los dientes. Había escuchado sinfonías de coches patrulla entonar un crescendo mientras las ambulancias suplicaban por tener alas para pasar volando por encima de los atascos. Era un verdadero río de cadáveres que a comienzos del año (y sólo porque a la gente le daba por empezar a contar desde allí, como si las doce campanadas hubiesen apretado el botón de «reset» del ordenador urbano) sumaban sólo cuatro o cinco casos, daños colaterales de alguna fiesta salvaje, pero que en noviembre podría haber inundado las calles con la sangre vertida.

Eso, en una ciudad normal.

Desde hacía ocho semanas, Madrid no era para nada normal.

096

Allá en el piso de Usera que habían alquilado, compartiéndolo con otras dos familias de inmigrantes, Gael y su mujer habían sido testigos del cambio. Al principio había sido una clave oculta en las páginas de sucesos, con aquellos titulares tremendistas sobre el anciano que se había comido a su perro o el fontanero que se había cortado a sí mismo un brazo, lo había calentado en el microondas y lo había degustado como cena, mientras se le aflojaba lentamente el torniquete. No había llegado vivo a los postres, pero los atónitos agentes que lo encontraron vieron restos del brazo decorados con nata y rodajas de melón sobre el plato, y una pulcra servilleta, empapada en sangre, cogida del cuello de su camisa.

Destellos, pistas sobre lo que iba a ocurrir. Pero más adelante, la clave oculta pasó a ser algo obvio, a la vista de todos. Los periódicos, durante los escasos días en que continuaron sacando tiradas, se fueron poco a poco tiñendo de rojo. Casos de locura colectiva, vandalismo extremo, canibalismo de masas, suicidios casi surrealistas de los pacientes psiquiátricos… Nadie sabía qué había ocasionado aquella ola de terror que sacudía no sólo Madrid, sino todas las ciudades del mundo. Incluso San Miguel de Tucumán. Y lo más terrible de todo era que no se podían buscar culpables; la gente no se volvía loca ni asesinaba a los suyos por propia voluntad, ni en respuesta al malvado plan del científico chalado de turno. No había acción dolosa, como habría dicho un detective.

Y como de costumbre, Natalia no abrió la boca. No se molestó en denunciarlo ni en quejarse por ello, sino en adoptar esa mirada tan patibularia del «si ya lo decía yo».

Pronto tuvieron que abandonar el piso de Usera. La convivencia con el resto de los inquilinos se había vuelto insoportable, pero no porque ninguno de ellos se hubiera convertido en un asesino, sino porque la desconfianza había hecho inaguantables las noches. Gael recordaba haberse pasado horas y horas despierto en la madrugada, oyendo (o creyendo oír) sonidos al otro lado de la puerta. Pasos que se arrastraban por los pasillos y llantos ahogados que provenían de las demás habitaciones. Una noche alguien gritó, poniéndoles a todos los pelos de punta. Nadie salió de su habitación para ver lo que había ocurrido. Gael, que tenía unas ganas horrorosas de ir al baño, orinó en una lata de coca cola vacía con tal de no tener que cruzar el pasillo. Se había hecho un pequeño corte en el glande con el orificio de la lata, pero ni siquiera ese dolor lo había convencido de abandonar la habitación e ir a la cocina en busca del botiquín.

Al día siguiente nadie hizo preguntas. Lo que sí hicieron fue las maletas.

Madrid había dejado de ser un paraíso de candilejas para convertirse en una antesala del infierno, una favela de ventanas condenadas con clavos y ladrillo. Y sólo había un lugar donde los ríos de sangre, por paradójico que fuese, no parecían verterse. Donde no se cometían asesinatos ni se oían espeluznantes historias sobre canibalismo, como si su cercanía al Tártaro lo blindase contra el horror en que se había convertido la vida en la superficie.

Los túneles del Metro.

095

Frente al puesto de golosinas con la cancela medio cerrada había un acondicionador de aire. Era un aparato viejo, aban donado a su suerte por los antiguos dueños del puesto, que no parecía poder recuperarse del ataque del óxido. La lluvia, que se filtraba por un agujero del techo, caía sobre la caja llenando el túnel de un rítmico sonido de palmadas.

Las gotitas rebotadas mojaban los paquetes de caramelos, chicles, gominolas, y un nuevo invento que alguna empresa había lanzado al mercado antes de la crisis, llamado Turbochup. Era una especie de chupachups gigante que tardaba mucho en consumirse, y más a la escala a la que trabajaba la lengua de un niño pequeño. Sobre la etiqueta, en la parte plana del caramelo, un émulo de Godzilla luchaba contra invasores del espacio que venían en platillos de frambuesa. El aliento que disparaba el monstruo no era radiactivo, sino imbuido de una especie de aroma de toronja.

Gael descendió las escaleras que había frente al puesto, seguido a corta distancia por su mujer. Pisaba con extremo cuidado en las losetas del suelo, esquivando los charcos, como si una mano putrefacta pudiera salir de repente de ellos y agarrarle el tobillo. Fuera del túnel, en la calle, el viento daba una larga nota de trombón bajo las ramas de los árboles.

Natalia cargaba con la única maleta que les quedaba, una Dremekis decorada con pegatinas de diversos monumentos nacionales, como si su dueño hubiera viajado mucho. Las otras dos maletas las habían perdido en una trifulca con unos pellejos en un autobús, en el cruce entre San Julián y Sagasta, antes de que el vehículo derrapase y acabase incrustado en la marquesina de una parada. Gael le había confiado a Natalia aquellas dos maletas, y cuando salieron por las ventanillas y corrieron en dirección a la boca de Metro más cercana, ella las había dejado caer.

A Natalia aún le dolían la mandíbula y el costado de los golpes que le había propinado su marido, en justa retribución por su torpeza. Por eso, con la cara amoratada y la maleta fuertemente agarrada con ambas manos, lo seguía a corta distancia como un perrito faldero, plenamente consciente de su lugar en el esquema de mando. Él mandaba y ella obedecía. Punto. Y si no controlaba la torpeza que era natural en su género, se arriesgaría a otra lluvia de golpes a modo de penitencia.

Gael se aproximó al puesto de golosinas. La cancela estaba medio cerrada, pero aún había sitio para que un ser humano adulto se colase por debajo y accediese a los tesoros ocultos en el interior. Gael, antes que nada, dio un golpe con la linterna (un recuerdo sin apenas pilas que se había traído de la caja de recambios del autobús) sobre el mostrador.

Nada, ni un movimiento. Por experiencia, sabía que a veces podía haber un pellejo escondido al otro lado, inmóvil como una estatua, esperando que alguien se acercara. Uno de los padres de familia que habían huido con ellos de Usera se inclinó por dentro de una barra de bar, en O’Donnell, con la intención de secuestrar una botella de whisky Don Pío. No había mirado primero si había algún pellejo al otro lado y, dada la espantosa inmovilidad de éstos, no supo que le estaba mordiendo hasta que vio el pedazo de carne, tan roja como la de una vaca, separarse de su antebrazo.

Gael y Natalia los habían dejado allí, al desgraciado y a su familia, y habían salido corriendo como si una jauría de perros de presa les pisara los talones. Ni siquiera escucharon los chillidos agónicos de la familia mientras suplicaban ayuda, antes de ser rodeados por pellejos. A estas alturas, Gael ya ni se acordaba de cómo se llamaba el niño.

En el puesto de golosinas no se movía nada, ni vivo ni muerto. Gael hizo una segunda comprobación, pasando velozmente la mano a modo de cebo, pero nada se alzó para arrancársela. Buena noticia.

—Espérame aquí, y no te alejes —ordenó a su mujer. Natalia asintió, aferrando con más fuerza aun la maleta. Le gustó el suspiro que exhaló Gael cuando se separó de ella; la viva estampa de la melancolía. Sólo un hombre que está en realidad enamorado es capaz de un suspiro tan hondo.

Gael se introdujo por la abertura, notando cómo la cancela se le enganchaba en los pantalones. Restregó el culo contra el metal para liberarse y por un momento quedó con medio cuerpo colgando por dentro del puestito. Habría sido una imagen graciosa de no ser por el peligro tan real que corría. Si se había equivocado y, en efecto, había un pellejo oculto allí dentro (la dueña del puesto, quizás, o alguno de sus clientes habituales que se hubiera arrastrado hasta allí para morir), estaría a su merced sin remedio.

Pero no había nadie.

El argentino terminó de caer por el otro lado, agarró una de las bolsas que la propia dueña del puesto tenía reservadas para las golosinas, y la llenó con todo lo que pudo encontrar. Metió un buen puñado de Turbochups, unas latas de refrescos e incluso unas hogazas de pan viejo, duro como una piedra, que encontró en un estante. Seguramente habría una panadería cerca. Aquellas doñas no compraban pan para cargarle un impuesto si no era del día.

—¡Viene alguien! —se estremeció Natalia. Sus ojillos no estaban fijos en las lóbregas profundidades del túnel, que conducía a los andenes inferiores, sino en las escaleras que ascendían hasta la calle. Al lugar que iluminaba el sol.

Gael lanzó fuera la bolsa, que cayó sobre uno de los charcos, y se arrastró como una culebra para salir. Esta vez no se le trabó el pantalón. Cogió el botín y, seguido a corta distancia por su mujer, se internó en el túnel. El tímido haz de la linterna desapareció tras un recodo, resbalando por un cartel verde que prometía ocho paradas antes de alcanzar el final de la línea y por el anuncio de un perfume en el que varias famosillas les lanzaban miradas lascivas.

Sobre la escalera de acceso al mundo exterior se proyectaron unas sombras que se movían borrachas, siluetas recortadas de papel rizado. Ninguna bajó a los subterráneos, pero se quedaron allí, esperando.

Todos los que bajaban, en algún momento tendrían que subir.

094

Corrieron por los túneles lo más rápido que les permitió la linterna. Las luces del techo estaban la mayoría rotas, como si un tsunami subterráneo hubiese sacudido las arterias del Metro. La respiración regurgitada por miles de viajeros que un día los había llenado había sido sustituida por un hedor almizcleño, a heces petrificadas de animales o personas. Como ya no se deslizaban trenes por aquel inmenso sistema circulatorio, las entrañas de Madrid, el eco sordo de las salidas y las llegadas de los vagones (con el correspondiente contrapunto de las piernas que corrían veloces por no tener que esperar unos minutos más) se había diluido en una pavorosa quietud, como la que se supone que debía existir en los fondos oceánicos, sólo que sin las orlas de burbujas.

Natalia jadeaba. Había estado a punto de torcerse el tobillo en más de una escalera mecánica, pero Gael, que iba delante (y cargado con una bolsa, no con una pesada maleta de viaje), se movía a más velocidad y no se dignaba a iluminar hacia atrás con la linterna para que ella pudiese ver por dónde iba.

—¡Vamos, muévete, estúpida! —la urgió su marido—. ¡Nos van a coger! —Ella asintió, exhausta. Lo intentaba, lo intentaba.

De repente la luz dejó de tocar pared. Se perdió en un vacío lleno de polvo en suspensión, con un aire más frío que el del túnel. Gael supo que habían llegado a una estación de enlace, un enorme espacio abierto donde convergían los carriles de diferentes líneas y que en un día normal debería de haber estado abarrotado de gente, de luces, de anuncios y de apresuradas conversaciones por el móvil. De gente que corría hacia los puestos finales de sus vidas como trotones del hipódromo en la recta de contrameta. Miles de viajeros que subían en fila de a dos las escaleras mecánicas (una para los lentos, otra para los que tenían prisa) y bajaban por las normales para no tener que hacer cola. Pero ahora estaba desierto. Muerto.

Muerto.

Cómo odiaba esa palabra.

Gael experimentó un acceso de miedo al saberse tan desprotegido. Ese tipo de miedo que uno siente cuando se sabe al borde de un lugar muy amplio y despejado pero que no puede ver. Su mujer casi chocó contra él cuando frenó en seco.

—¿Qué hay —preguntó—, una puerta cerrada?

—No digas tonterías. ¿Cómo va a haber puertas cerradas en el Metro?

Pero sí las había. Nadie había tenido tiempo de preocuparse por echar candados cuando se desató la catástrofe, pero aun así algunas puertas habían quedado cerradas para siempre. Como las de los bancos, las cajas fuertes, los arsenales militares o las puertas de las mansiones de los millonarios. Había zonas de la ciudad donde todavía quedaba electricidad, por lo que ciertos mecanismos automáticos aún podrían seguir funcionando. No era el caso de aquella estación, donde sólo el pálido haz de la linterna hería al monstruo opaco en la barriga, sin posibilidad real de matarlo.

—Espera… —Alzó la mano como pidiendo silencio, cosa inútil pues los únicos sonidos eran los que emitía su propia respiración. El rostro de Gael permaneció inmóvil unos instantes, oyendo u olfateando algo.

Natalia depositó suavemente la maleta en el suelo.

—¿Qué ocurre?

—¿No lo oyes? Esa especie de… de eso…

En la taquigrafía verbal de Gael, la palabra «eso» podía tener mil significados diferentes, e incluso opuestos. Pero cuando se lo dijo, Natalia también creyó oírlo. Había algo allí, una pulsación al límite de lo audible, como cuando uno está en estado de semivigilia y le parece captar el eco de su propio corazón.

Era un rumor acompasado, la caricia del aire contra los tímpanos al ritmo de la respiración de otro. Un latido que llegaba de abajo, de las vías, como si algo muy grande y aún lejano se estuviese aproximando.

—Apágala —aconsejó Natalia. Le daba miedo la oscuridad, pero tenía mejor vista que Gael, y le parecía haber notado un cierto resplandor en el ambiente, tan débil que hasta la agonizante linterna tenía potestad para vencerlo.

Su marido la miró y al cabo de unos segundos apretó el botón de la linterna. La bombilla siseó con el calor residual y todo quedó sumergido en la negrura.

093

Los segundos pasaron, tic, tac. El silencio seguía siendo estruendoso.

Natalia contó hasta diez mientras los ojos se le adaptaban a la oscuridad. No sólo tenía mejor vista que Gael, sino también mejor oído, y notó que además de aquel sonido distante, que aumentaba de volumen de manera casi imperceptible, había otro. Una especie de chasquido superpuesto, que tampoco logró identificar. ¿El sonido del viento agitando un cartel anunciador, quizás?

Por fin, la fóvea de sus ojos se adaptó a la débil presión de la luz entrante, y la oscuridad dejó de ser absoluta. Por allá empezaron a aparecer esquinas y pasamanos de escalera. Por aquí, siluetas de puestos de venta de billetes y grandes tuberías a nivel del techo. Como sospechaba, había una débil fosforescencia que provenía de alguna parte. Era como cuando uno pasea por el bosque, de noche, y la única fuente de luz proviene de las estrellas. Te permite ver si hay troncos que puedan hacerte tropezar, pero no distinguir los detalles.

El recinto era más grande de lo que ella pensaba, con varios pisos conectados por escaleras que se unían en un hemiciclo hueco. Sintió el mismo miedo a los espacios enormes que había experimentado Gael un minuto antes.

—¿De dónde viene esa luz? —preguntó su marido. Ella se limitó a recoger la maleta del suelo. Lo importante no era su origen, sino que estaba allí.

Descendieron hasta el primer nivel del hemiciclo. Hileras de ventanillas de cristal perforaban las paredes, frente a desfiles de máquinas controladoras de tiques que se alineaban como perfectos soldaditos de juguete, con los brazos cromados abiertos en triángulo. Había más máquinas expendedoras de refrescos, chocolatinas y tabaco, así como kioscos cuyo revistero no había sido actualizado desde el desastre. Último gran estreno en el Cine Realia antes de su clausura, proclamaba una portada; ¡curra Menéndez vista haciendo topless en un hotel de Copacabana!, se indignaba otra.

Gael ignoró por el momento las máquinas y se dirigió a uno de estos kioscos abandonados. Su mujer se aproximó a una de las expendedoras de chocolatinas. Gael miró dentro de la cabina, por si había pellejos, y manoseó en los cajones y los estantes en busca de pilas alcalinas. Allí dentro no alcanzaba la débil luminiscencia externa, por lo que tuvo que hacerlo a tientas. Sólo encendió la linterna durante medio segundo para hacerse una idea de la distribución del garito (la bombilla tuvo que hacer un soberano esfuerzo por parir la luz, como las madres primerizas), y enseguida la volvió a apagar.

De fondo se escuchó un sonido de cristales rotos. Era Natalia, que había roto la puerta de la máquina con un cenicero de pie, usándolo como maza. Apartó con mucho cuidado los cristales y metió la mano. Las chocolatinas esperaban en los huecos de las espirales de alambre, ansiando lanzarse al vacío en inútil sacrificio con la llegada de la siguiente moneda.

Tuvo mucho cuidado de separar todos los fragmentos cortantes antes de tender siquiera la mano hacia la primera espiral. Aún recordaba el corte que Gael se había hecho en el pene con aquella lata de coca cola, y lo que le dolió durante los siguientes días. Al menos, se consoló, eso la había dispensado de chupárselo mientras hacían el amor, cosa que a ella le provocaba un profundo asco. El sexo oral era algo que complacía sobremanera a su marido, pero que a ella le provocaba arcadas, sobre todo en el momento en el que él emitía un ridículo «agh», que en otro hombre habría sonado afeminado, y aquel tubo de carne reventaba en su garganta con líquidos calientes y blancuzcos. Era un juego de dominación masculina que a él le encantaba (y a ella en el fondo también, por qué no admitirlo), pero a veces lo había llevado demasiado lejos. Una vez la sentó en la taza del inodoro y le ordenó que mantuviera abierta la boca, sin hacer ni decir nada. Que se mantuviera inmóvil como una estatua. Lo que había ocurrido entonces…

Prefería no recordarlo. Lloró tanto durante las siguientes semanas que Gael prometió no volver a hacerlo nunca más, pero en el fondo se veía que lo echaba de menos. A él lo que le gustaba era mostrar en todo momento su dominio absoluto sobre ella, dejarla anonadada, en su extensión de reducirla a la nada, no de sorprenderla. Por eso se había casado con Natalia, una chica feúcha a la que nadie quería en el pueblo, para mantenerla como su eterna servidora en esa tergiversación de contrato divino llamada «matrimonio».

Y ella había aceptado, de buena gana. Le encantaba saberse dominada. Sólo se arrepentía cuando las palizas le dolían más de lo necesario.

Gael ya había salido del kiosco. Por la expresión de su cara, había encontrado lo que buscaba: unas pilas alcalinas grandes con las que alimentar de nuevo la linterna.

Estaba cambiándolas cuando vio algo al fondo del hemiciclo. Algo que se acercaba en línea recta hacia ellos.

092

Gael dejó en paz la linterna y corrió hacia donde estaba su mujer. Ésta, asustada, se metió dentro de la blusa las chocolatinas y preguntó en susurros:

—¿Qué? ¿Qué ocurre ahora?

La obligó a agacharse, enterrando sus dedos en los cabellos de la joven y empujando con fuerza hacia abajo. Estaban escondidos detrás de la línea de máquinas expendedoras cuando el destello apareció por un pasillo lateral.

Era una luz muy tenue, rojiza, como de mechero, que se iba encendiendo y apagando a intervalos regulares, y se reflejaba en un espejo que colgaba de la pared con un gran reloj analógico en su centro. Mientras estuvo dentro del pasillo que daba al hemiciclo, su portador la encendía en ráfagas, sólo para no tropezar con nada. Pero cuando arribó al gran espacio abierto, la mantuvo encendida durante un rato largo, mirando estupefacto a su alrededor.

Era un hombre de corta estatura, con gafas redondas, sin montura, y tanto exceso de grasa en las carnes como déficit capilar en la cabeza. Vestía como la típica persona que ignora a propósito las modas, como si las despreciara tanto a ellas como a las fashion-victims, y hubiese comprado una buena provisión de camisas y pantalones hacía veinte años que ir combinando desde entonces. Sudaba como el campeón local del infarto coronario (uno de esos galardones que sólo se conceden una vez), pese al frío que reinaba en los subterráneos. A Gael le dio la impresión de que era zurdo, porque portaba el mechero en la mano izquierda, pero luego vio que en la derecha llevaba un hacha pequeña, de ésas de cortar madera que venden en la sección de barbacoas de los supermercados y que parecen de juguete.

Lo seguía a corta distancia una joven que no podía tener más de quince o dieciséis años, con el aspecto inocuo reforzado con maquillaje que las adolescentes vulgares exhibían en los institutos. Era casi una cabeza más alta que el hombre al que seguía y estaba tremendamente flaca. Sus piernas eran dos palos enfundados en mallas de color chillón, del todo inverosímiles, como si en lugar de vestida para ir al colegio pareciera salida de una fiesta de disfraces. ¿Acaso la moda payaso había llegado a los institutos?, se preguntó Gael.

Una tercera persona cerraba la comitiva. A ésta Gael la marcó nada más verla como potencialmente peligrosa. Era un hombre de unos treinta o treinta y cinco años, alto y más o menos fornido, el típico chulo de gimnasio que no se depila porque el vello hace más masculinos los abdominales y los bíceps. Se movía con extremo cuidado, no con el andar cansado de los otros, como si desease ver surgir un peligro de cada esquina. Casi parecía un doble de secuencias peligrosas de la industria del cine que se hubiera extraviado en una de sus propias películas. Vestía ropas militares y cargaba con un subfusil ametrallador pequeño, de ésos que usa el ejército (y que Gael, con su parco conocimiento en armas, no supo identificar). Pero el mero hecho de ver cómo lo sostenía delataba que sabía usarlo.

Los recién llegados se apretaron unos contra otros cuando se supieron desprotegidos, privados de la cercanía de las paredes. Luego el militar se adelantó, con el arma siempre preparada, y tomó el mechero de las manos del gordo para examinar el terreno.

Gael tenía que tomar una decisión. Lo último que les convenía era toparse con uno de esos chiflados por la parafernalia militar con un mono infantil por apretar el gatillo. Pero si permanecían ocultos tras la máquina de chocolatinas y él los sorprendía, agazapados como pellejos, probablemente vaciaría el cargador y se daría el maldito gustazo antes de preguntar. Por eso tomó la iniciativa.

Se puso en pie, lentamente, sin abandonar del todo la cobertura. Natalia se agarró a su pantalón.

—¿Hola? —llamó.

La reacción fue inmediata. El militar apagó el mechero y les apuntó con el arma. La muchacha flaca y el gordo se abrazaron y retrocedieron unos pasos, ofreciendo un alto contraste en sus fisonomías como en aquellas antiguas películas mudas. El chasquido del arma al cargarse le recordó el de una de esas neveras con cerradura, blindadas contra niños obesos, al echar el pestillo.

—¡No disparen! —exclamó Gael. «Vamos, vamos, Rambo de mierda», imploró; «los pellejos no saben hablar. ¿Podrá tu cerebro hormonado darse cuenta de eso?»—. ¡Por favor, estamos vivos!

El cerebro del militar debió de hacer las conexiones adecuadas, porque se aproximó a ellos (aunque sin bajar el arma), y preguntó:

—¿Cuántos sois?

—¡Dos! ¡Hombre y mujer!

—Salid de ahí, quiero veros bien. —Y encendió de nuevo el mechero. A Gael no se le escapó que el hombre hablaba de manera ominosa, usando frases hechas, como se supone que los superhéroes hacen cuando se saben los reyes de la función.

Gael y Natalia salieron del escondite. Llevaban las manos en alto, aunque el desconocido que les apuntaba con el arma no se lo había pedido.

—Tengo una linterna que funciona —dijo el argentino.

El militar, una vez comprobó que ninguno de los dos parecía físicamente un pellejo (como si la prueba del lenguaje no fuese suficiente), bajó el arma y les hizo una señal en código a las otras dos personas para que se acercaran.

—Pueden bajar las manos —concedió—. ¿Cómo han llegado aquí?

Gael encendió la linterna. Las nuevas pilas funcionaban muy bien.

—Nos metimos por la boca de metro de Santa Clara. Lo que no sé es qué estación es ésta. No logro ubicarme con el plano del subterráneo.

—¿Han visto pellejos errantes por aquí debajo?

—No… —Gael notó cómo la mano de su esposa se le clavaba en el antebrazo. Parecía tener casi tanto miedo de aquellos recién llegados como de los pellejos en sí. Sobre todo, no apartaba la vista del pequeño subfusil—. Teníamos pensado bajar lo suficiente como para asegurarnos de no estar en su territorio.

—Eso es una utopía. Los pellejos no tienen un límite de profundidad. —Se colgó el subfusil del hombro—. Odian los lugares profundos, es cierto, pero si alguno se transformó mientras curraba aquí debajo y no pudo encontrar la ruta de salida, ten por seguro que estará vagando por los anexos.

Vaya, pensó Gael, eso nunca se le había ocurrido. Era cierto que los pellejos no se metían por voluntad propia (si es que poseían algo parecido a eso) bajo tierra, ni en ningún lugar oscuro. Era como si le tuvieran miedo a la frialdad del subsuelo; como si les recordara algo horrible. Pero nunca se le ocurrió que en aquellos túneles podría haber docenas de ellos que, sencillamente, no recordaban el camino hacia su añorada superficie.

—Me llamo Gael García —se presentó, tendiéndole la mano. El militar la apretó con fuerza, haciéndole crujir los nudillos.

—Pere Sandoil —respondió—. Éstos son Blanca Gómez y Fulgencio Herrera. —La joven de las mallas graciosas y el campeón del infarto les tendieron a su vez las manos. La de ella estaba fría y seca, como las escamas de un lagarto; la de él parecía untada en grasa de automóvil—. Somos refugiados.

—Mi mujer, Natalia Cerván —presentó el argentino. De repente habían sido pulsados los botones de la cortesía, como si el miedo anterior no fuese sino el ensayo de una obra barata y ante el primer «buenos días» los actores dejasen aparcados sus papeles. El mundo podía haberse ido a la mierda, pero entre personas civilizadas los modales eran lo último en perderse.

—¿Venezolanos? —preguntó la jovencita, rascándose el labio. En la comisura tenía un afta.

—Argentinos. Bueno, ella es chilena.

—Lo siento… —se ruborizó—. Soy pésima para los acentos. Ni siquiera soy capaz de distinguir a un catalán de un valenciano. O a un canario de un argentino.

—Suele pasarnos a menudo —mintió Gael, para disculparla. Pensó que, a pesar de los hoyuelos en las mejillas y su aspecto general de niña buena de San Ildefonso, la tal Blanca llevaba escrito un cartel luminoso en la frente que rezaba PUTA DE CATEGORÍA—. ¿Llevan mucho tiempo aquí debajo?

El militar fue quien respondió.

—Un par de horas. Entramos por Sol y quisimos tomar rumbo oeste, pero con tantos vericuetos y cambios de nivel ya no sé dónde coño estamos.

—¿Tienen algún sitio donde ir? —preguntó Gael, esperanzado. La primera cosa que le había pasado por la cabeza en cuanto vio aquel arma fue que si el tipo que la empuñaba no había podido soportar el horror de las últimas semanas, podría utilizarla contra él, golpeándolo con la culata para no gastar la preciosa munición y así quedarse con Natalia y con la Dremekis. La segunda cosa, más fantasiosa aun que la anterior, era que los militares realmente tenían un Plan Maestro para sacar a los civiles de la zona infectada, escrito a siete manos cuando el asunto aquel de Fraga y la bomba perdida de los americanos, y que en algún lado les estaría esperando un helicóptero.

—Pensábamos cruzar la ciudad por debajo y salir en las afueras, cerca de alguna estación de tren. Si el AVE tuviese manual de instrucciones, maldita sea…

—¿Y cómo pensaban avanzar? ¿Caminando por las galerías?

El militar abrió los brazos, subrayando lo obvio. Una sonrisa fina como los cuernos de la luna iluminaba sus labios.

—Yo no he visto desde hace semanas un metro que funcione. ¿Y usted?

Gael asintió, y luego negó con la cabeza, y volvió a asentir. Maldita sea, aquel tipo le ponía muy nervioso. Hablaba con voz lo suficientemente alta y con la suficiente autoridad como para que nadie se atreviera a discutirle. Durante días de vagar solos por Madrid, asaltando las tiendas de comestibles y dando esquinazo a los pellejos mientras cuidaba de Natalia, Gael se había sentido como el único hombre en el planeta. Un Charlton Heston hispano frente a las ruinas de la Cibeles encallada en la playa. Ahora que los esquemas del mundo organizado habían saltado por los aires, ya no había contables ni empleados de gasolineras ni vendedores a domicilio. Nadie tenía un presente del que avergonzarse, sino un pasado a olvidar. Gael, que en el mundo de Antes no era nadie, en el de Ahora podía convertirse en todo un líder.

Pero la llegada de tipos como aquél lo cambiaba todo. No hacía falta ser un cerebrito examinando el mundo a través de unas gafas trifocales para darse cuenta. El tal Pere era el genuino macho alfa, con esa ametralladora al hombro y esos musculitos de gimnasio y la pose prepotente. Sólo le faltaba teñirse de blanco los pelos de la espalda para ser la viva imagen del jefe de la manada. Se lo llegó a imaginar tumbado en un nido de paja, en una especie de sabana, con Natalia y Blanca desnudas y abanicándolo con un paipay gigante, mientras los gusanos de menor categoría como Gael y Fulgencio recorrían las ciudades vacías en busca de comida para la tribu.

Mientras estos pensamientos circulaban por carreteras de sentido inverso en la cabeza de Gael, su mujer había vuelto a escuchar aquel sonido. No era el rumor pulsante que provenía de abajo, de los andenes; ése nunca había cesado. Era el otro, el que sonaba a cosas mordiendo cosas, a tableteo de dentelladas y telas rasgándose.

—Gael… —musitó. Su marido no le prestó la menor atención. Si ella hubiese observado su propia imagen en el espejo del reloj, habría visto una mujer que parecía estar gritando, pero no miró.

—Tal vez podríamos viajar juntos —decía él, adoptando el tono suave de su lengua natal para resultar más convincente. Desde que puso el pie en Barajas se había esforzado en hablar como un madrileño, y ahora incluso potenciaba las ces—. Dicen que la unión hace la fuerza…

—Estoy de acuerdo —convino Pere. Hizo un gesto de disgusto bienhumorado con la cabeza y le dio una palmada en la espalda—. Mientras más seamos, más reiremos. Si los demás, claro, no tienen inconveniente.

—Por mí perfecto —opinó Fulgencio, secándose la frente con un pañuelo de tela, de ésos que llevan las iniciales de uno bordadas en una esquina, donde en teoría no llega la suciedad—. La vaina, como dicen ustedes, no está como para ir eligiendo las compañías. Todos los que seguimos vivos debemos apoyarnos.

—A mí me da igual. —Blanca se encogió de hombros—. Con tal de que nos diga dónde consiguió la linterna…

—Gael —insistió Natalia, tirándole de la manga. El argentino movió la cabeza y se dispuso a regañarla, pero ella estiró uno de sus dedos y se lo puso sobre los labios. El gesto sobresaltó tanto a Gael que enmudeció.

Natalia se limitó a señalar a la oscuridad. El sonido se había hecho suficientemente potente como para que todos lo oyeran, si cerraban por un momento la boca. Provenía de un lugar muy cercano, una zona oscura delimitada por las siluetas de dos máquinas expendedoras de billetes.

Gael apuntó hacia allí la linterna, y se le congeló la sangre en las venas.

El haz descubrió en primer lugar un cadáver desmembrado, tumbado en el suelo y con las tripas al aire. Tenía el vientre abierto como una fuente de frutas, y varias manos hurgaban en su interior sacando manjares que luego se llevaban con fruición a la boca: los intestinos aún rellenos de heces, el riñón chorreando un líquido amarillo, lo que quedaba del páncreas, los globos desinflados de los pulmones…

Había tres pellejos reclinados sobre aquel cadáver, que en su día pudo haber sido uno de los trajeados azafatos de la RENFE. Los tres tenían el rostro bañado en sangre y, mientras uno apuraba los dedos de una mano amputada, los otros arrancaban grandes pedazos del intestino, desenrollándolo como un calamar.

Los vivos retrocedieron, sin dejar de apuntarles con la linterna. Pere descolgó el subfusil y lanzó una ráfaga contra ellos. Natalia se tapó los oídos con las manos, aterrada; las armas de verdad sonaban distintas a las de las películas, mucho más secas y detonantes, más agresivas.

Las balas impactaron sobre el trío de pellejos, sin que éstos se inmutasen. Siguieron comiendo con aquellos ademanes lentos, como si no hubiese pasado nada, hasta que uno levantó la vista y miró directamente a Natalia. La mujer lanzó un gritito ahogado.

Los pellejos se pusieron en pie, atraídos por el perfume de la nueva presa, el estigma inconfundible del miedo. La carne viva era un manjar mucho más suculento que la que ya había reclamado el polvo.

091

El planeta era una esfera con más tierra continental que océano, salpicado de ciudades y árboles de aproximación holográfica sobre tapices de nubes argentinas. El espacio, un tul de estrellas cabalgando órbitas tan próximas que podría decirse que había más casualidad que física en su danza.

La ISS flotaba en su particular esfera de negrura, de ingravidez programada y silencio catedralicio, con los brazos abiertos como un Cristo de alta tecnología pidiendo redención para el mundo cuyo horizonte remontaba. Un mundo que hacía semanas que no contestaba a sus llamadas, a sus rezos y súplicas encriptadas y sus barridos de piadosas microondas. Las antenas estaban desplegadas como cirios de una tumba sin nombre, y por ellas no circulaba el menor mensaje, la menor promesa de que habría alguien escuchando.

La ISS era un relicario perdido en un océano de distancias.

A través de una de las portillas de observación, una herida de plástico transparente en la piel del módulo ZARIÁ, el capitán Piotr Botvínnik observaba aquel distante piélago de nubes, y se preguntaba si habría alguien allá abajo que todavía supiera interpretar sus súplicas. Los hombres ya no clamaban a los cielos; ahora eran los cielos quienes clamaban a los hombres. Y no obtenían respuesta.

—¿Algo nuevo?

La voz era femenina, y arrastraba las consonantes con el soniquete cansado de los que habían aprendido ruso en una academia, no en la cuna. Eve Lambrosky entró flotando en el módulo y se apoyó con las manos en los garros para estabilizarse. Así era como llamaban a los pequeños salientes que surgían aquí y allá de las paredes, y que eran a los tripulantes que evolucionaban en microgravedad lo que las aguas y las corrientes a los peces de los ríos.

Piotr separó la nariz del ventanuco. La marca de vaho tardó más de lo habitual en evaporarse, y durante unos minutos colgó como el fantasmal hálito de un incendio sobre Corea.

—No. Todo sigue igual que hace unos minutos, unas horas, unos días y unos meses. Se han olvidado de nosotros.

—Nadie invierte treinta mil millones de euros en una estación espacial para olvidarla en el espacio —sonrió la norteamericana—. ¡Eh!, ¿alguien ha visto la estación? Ah, sí, creo que la olvidé allá por Kwangju. Si esperas un poco aparecerá sobre el Tunguska…

—Como decís vosotros, no me hace maldita la gracia.

—Qué raras suenan esas expresiones en tu lengua.

Eve se aproximó también al ventanuco. Su aliento borró el incendio sobre Corea y lo reemplazó con una titánica mancha de aceite en la corriente de Kuro-Shivo. En pocas horas aparecería el perfil de Canadá, al otro lado del Pacífico, y entrarían en el cono de emisiones de Puerto Losange. La última vez que lo habían sobrevolado habían creído detectar una chispa electromagnética, un pico de radiación en la antena. Pero por ahora lo único que se veía era Asia entera deshaciéndose en una bruma apelmazada y el Ártico brillando como un arrecife asimétrico de diamantes.

—¿Has terminado con el recuento de provisiones? —preguntó Piotr.

Eve giró sobre su eje y ancló los pies en las esquinas de dos mamparas. Su pelo corto ondulaba como las llamas de un incendio lento, sin posibilidades de consumirse.

Expulsó un suspiro de desasosiego que lo dijo todo.

—Nos queda comida aproximadamente para nueve semanas. Agua, un poco menos. Aun con el racionamiento extremo de alimentos, si no viene alguien a recogernos en menos de tres meses…

Piotr se frotó los ojos con los pulgares. Se preguntó por enésima vez qué combinación imposible de acontecimientos, qué extrema cadena de sucesos y desastres podía haber ocurrido en la Tierra para que los controles de Houston y del cosmódromo de Baikonur hubieran cesado de repente. Desde aquel puesto elevado, aquella atalaya celeste, dominaban todo el espectro de emisiones de radio del planeta; habían escuchado con inquietud los informes sobre los disturbios que estaban afectando a las grandes ciudades, los desesperados comunicados de los distintos países diciendo que algo grave y extremadamente insólito ocurría en los campos y las aldeas… y luego el silencio. El aterrador barniz de estática que charolaba todo el espectro de frecuencias. Ni siquiera los canales de impulsos láser lograban traer noticias. Era como si no hubiese nadie escuchando allá abajo, por más que los instrumentos funcionasen.

—Aguantaremos hasta que lancen un transbordador o una Progress —murmuró—. No nos queda más remedio. Por ahora, reduciremos las horas en el gimnasio a una al día. Eso hará que nuestros cuerpos requieran menos aporte de agua.

Eve lo miró con un deje de preocupación en el rostro, pero no dijo nada. El capitán tenía razón. En esos momentos el principal tesoro del que disponían en la estación era el agua potable. La falta de ejercicio podría atrofiarles a la larga los músculos, pero no sería antes de que muriesen de deshidratación o de hambre.

Piotr miró de nuevo por la ventanilla. Bajo sus botas de goma, bajo la cáscara de polímeros y los abanicos de paneles solares, había un mundo turquesa que giraba una vez más, como había hecho durante millones de años. Y nada hacía presagiar que dejaría de hacerlo por más que los seres humanos estuviesen acusando la mayor crisis de su historia. Canadá aparecería pronto, y con él la esperanza de que esta vez, en este día no muy distinto de los anteriores, las antenas de tierra estuviesen funcionando.

—Resistiremos…

090

Gael y los demás retrocedieron a toda prisa hacia las escaleras que conducían a los andenes inferiores. Las mecánicas estaban paradas y eran estrechas como cuellos de botella, pero en aquel momento suponían su única vía de escape.

—¡Vamos, vamos, no os paréis! —urgió Pere, lanzando otra ráfaga contra los pellejos. La munición volvió a hacer blanco en sus mórbidas carnes (avispas a reacción suicidándose contra panales de piel cetrina) y de nuevo volvió a ser ignorada por el sistema nervioso de aquellas criaturas. Gael había visto telefilmes donde los muertos sucumbían ante un disparo en la cabeza, como si el cerebro fuese también la planta de potencia que abasteciera sus cuerpos, pero en la realidad no sucedía así. Él había visto a otras personas decapitar con sierras mecánicas a varios de aquellos seres, y lo único que habían conseguido era que cada parte siguiera moviéndose por su cuenta, como si fueran dos organismos independientes. Y hambrientos.

Natalia, con la maleta aún a cuestas, descendió la escalera a trompicones. Los pies le tropezaban en cada reborde como los de un grumete novato en su primer sprint por los flechastes. Su marido, que iba delante con la linterna, fue el primero en alcanzar el andén inferior. ¿Seguían estando en la red del Metro o aquélla era ya una genuina estación de trenes? No había modo de saberlo, y menos para un visitante como él. Lo único cierto era que en todo el tiempo que llevaba viviendo en la capital, nunca antes había visitado aquellos subterráneos, aquella misteriosa estación que parecía llevar a todas partes y a ninguna.

Blanca y Fulgencio llegaron detrás, ella sin transpirar todavía, como si su cuerpo hubiese sido diseñado sin glándulas sudoríparas para evitar roces con la moda, él con los brazos envueltos en una funda de gotitas. Pere bajó deslizándose como un gibón por la baranda lateral. Aunque seguía aferrado al arma como si ésta fuera su seguro de vida, Gael notó que su confianza desaparecía y que, en el vacío que ésta dejaba, empezaba a instalarse un huésped no deseado.

La inseguridad.

Como telón de fondo, frente a las salidas y reptando por simas de negrura, se acercaban más pellejos. Parecían crecer como las setas, engendrados en el vientre de la misma oscuridad, generación espontánea escupida al rostro de un Pasteur con cara de pasmo.

—¡Corred hacia las vías!

La orden alcanzó el cerebro de Gael como una señal retardada, sin fuerza suficiente como para que su antena receptora la procesara y le concediera crédito. ¿Quién la había gritado, Pere, Fulgencio, su mujer…? Se le antojó una idea estúpida: correr hacia las vías, claro, para que en cualquier momento llegase un tren con prisa por cumplir el horario y los arrollara…

Un tren. «Ya no hay trenes por aquí. ¿Quién demonios te iba a arrollar, idiota, una manifestación de ratas?».

Se estaba debatiendo entre la risa y la desesperación cuando la milagrosa luz apareció al final del túnel.

Los cinco humanos vivos volvieron hacia ella las cabezas, en cámara lenta, los ojos desorbitados. Un metro, uno de verdad, un gusano de metal chirriando sobre hilos de electricidad; un apócope tergiversado de la esperanza, que se acercaba hacia ellos como el juramento de un Dios que no mintió, como un juego de porcelana y acero descantillado y bañado en arcos voltaicos que perforaba sus propios pasadizos secretos bajo la urbe.

Gael lo vio aparecer como todo eso y mucho más, pero sobre todo como la única posibilidad de salir vivos de aquel cementerio.

Por un instante, una duda le carcomió las entrañas. Sí, era un metro que funcionaba, pero… ¿y si no se detenía? ¿Y si pasaba de largo en su eterno deambular por el inframundo, dejándolos allí abandonados? Corrió paralelo a una de las puertas automáticas, machacando sin cesar el botón de apertura, hasta que se dio cuenta de que el conductor del ingenio estaba clavando frenos. El metro gimió un poco y se detuvo con un suspiro de alivio en las ruedas. A continuación, la puerta que había estado atosigando Gael se abrió de par en par.

—¡Entrad, venga! —Esta vez fue él quien gritó la consigna. Los demás se lanzaron dentro como plancton deseoso de limpiar sus impurezas contra las barbas de la ballena—. ¡Natalia, deja eso! —Su mujer, agotada, estaba a punto de caer al suelo, arrastrada por la maleta. Gael se separó momentáneamente de la puerta, que podía volver a cerrarse en cualquier momento (fue la decisión más ardua de su vida), corrió hasta ella y la ayudó a levantarse. Lanzó la Dremekis al interior del vagón y luego se colaron ellos, cuando la puerta ya se deslizaba con un chirrido sobre las guías.

La vibración de las jambas, el sellado de aquel vano iluminado por una enfermiza luz de neón, supuso un respiro para la ansiedad. Fue como si alguien corriese una cortina y dejase al otro lado el peligro. Todos respiraron profundamente, renovando hasta el último milímetro cúbico el aire de los pulmones.

El familiar traqueteo de las ruedas, el bamboleo imaginario de los ejes, fue el bálsamo que necesitaban para recuperar la sensación de seguridad.

089

Gael se dejó caer en una de las sillas de plástico. Luego miró a su alrededor, a las ventanas, al techo, a las paredes, para atestiguar que realmente aquello era lo que parecía ser: un transporte urbano, no un sueño inducido por su mente para paliar la cruda realidad, que uno de los pellejos se lo estaba comiendo en aquel mismo instante mientras él lo negaba todo ante el juez celestial.

El vagón, salvo por ellos mismos, estaba desierto. Era la típica caja rectangular de quince metros de largo por tres de ancho y dos de alto, con hileras de asientos pintadas de un aséptico azul celeste y barras verticales para los viajeros de pie. Dos puertas lo flanqueaban, una en cada extremo, aislándolo de los demás coches, y en lugar de tener ventanucos por los que mirar a su través, estaban cegadas, de modo que ninguno de los ocupantes de aquel coche podía ver ni siquiera si había pasajeros en los adyacentes.

Gael cruzó la mirada con los demás supervivientes. Natalia seguía abrazada a la maleta. Pere revisaba el cargador del subfusil, pero no quitaba ojo a las puertas laterales, como si pudieran abrirse de improviso para dejar entrar una horda de pellejos. Fulgencio hizo repetidas veces una señal de la cruz y, por el movimiento de los labios, estaba entonando algún tipo de plegaria. La única que miró a Gael en ese momento fue Blanca, tumbada medio de costado sobre otro de los asientos. Jadeaba por la carrera, y lucía unos cuantos cabellos rebeldes que habían osado salirse de su sitio e invadir la frente.

Gael no supo interpretar aquella mirada, pero se le antojó muy adulta, más de lo que una muchacha de la edad de Blanca solía mostrar a nadie. Aun así, el cartel luminoso de su frente seguía expresándole el mismo mensaje de antes, ahora con más cinismo, como una contumelia lanzada en silencio a la cara de quien quisiera recibirla: PUTA DE CATEGORÍA, Y ADEMÁS CON SECRETOS.

—Esto ha sido un milagro —lloró Fulgencio. Se paseaba una mano por el cuello como si quisiera encontrar la medallita de un santo que hacía tiempo se le había perdido, pero que aun así seguía focalizando desde donde quiera que estuviese toda su fe—. Un milagro de Cristo…

—Y que lo digas —barruntó el militar, volviendo a incrustar el cargador en la ranura de alimentación—. Pero no cantes victoria todavía. No sabemos a dónde va este tren.

—¿Acaso importa? —intervino Natalia, de repente—. Nos está alejando de ellos, es lo único que sabemos.

—Sí, lo único. Ése es el problema.

—¡Por el amor de Dios, Pere, mantén quieta tu paranoia un ratito, ¿quieres?! —increpó Fulgencio. Aquella frase había calado en los demás igual que la de Natalia, como una imprecación demasiado explosiva para los labios que la habían pronunciado.

El militar se volvió hacia él. Gael volvió a ver al macho alfa, con la espalda pintada de blanco y enarbolando la única lanza de la tribu. Cualquier jefe estaría dispuesto a clavar esa lanza en el corazón de un súbdito rebelde si cuestionaba abiertamente su liderazgo.

Para su sorpresa, Pere no dijo nada. Aceptó la reprimenda como si no fuera la primera, y se levantó de la silla de plástico.

—Hay que averiguar si quedan más supervivientes en el tren —dijo, escupiendo a lo Clint Eastwood y secándose la baba que le quedó colgando del labio. Natalia miró con asco aquel esputo, que había quedado pegado al borde de una silla y se estiraba lentamente en dirección al suelo, haciéndose tan fino como el sueldo de Gael en las cercanías del fin de mes.

Pere la sobrepasó y llegó hasta una de las puertas laterales. El vagón seguía moviéndose, surcando aquel túnel ignoto cada vez con mayor velocidad.

Gael se unió al militar en el examen de la puerta. Estaba cerrada a cal y canto.

—¿Tiene pestillo? —preguntó el argentino. Pere se inclinó para observar la cerradura.

—Nunca había visto un tren con puertas de este tipo. —Giró el pomo, sin resultado—. Puede que por el otro lado tenga un pasador, no lo sé. Espera.

Elevó el arma. Gael retrocedió; por un momento pensó que iba a disparar a la cerradura, pero lo que hizo fue golpear un par de veces en la puerta con la culata extensible. Era una de ésas que se plegaba sobre la propia longitud del arma.

—¿Hola? —llamó Pere, pegando la oreja al metal—. ¿Hay alguien ahí?

Los segundos pasaron. Nada.

Volvió a golpear más veces, probando claves de tres puntos y tres espacios, pero sólo le contestó el silencio. Al final se apartó un poco de la puerta y, aprestando el hombro como un ariete, le propinó dos buenas embestidas.

Fue inútil. El silencio prosiguió, y la cerradura continuó tan bloqueada como al principio.

—No me hagáis mucho caso —comentó, rascándose la barbilla—, pero me da en la nariz que estamos atrapados.

088

Llevaban más de una hora recorriendo los túneles. El tren no mostraba signos de que fuera a detenerse otra vez, y se movía como una lanza horadando una oscuridad espesa, sebosa; como una bala penetrando lenta o rápidamente (no había referencia exterior para precisarlo) en el cuerpo de un gigante dormido, cuyos gritos de dolor eran el traqueteo de las ruedas, la violenta ruptura de la virginidad galvánica de los raíles.

Gael se sentó junto al militar. Éste había desmontado y vuelto a montar unas cinco veces el subfusil, comprobando que no había ni un gramo de suciedad en sus entrañas. Gael adivinó que era una maniobra destinada a mantener las manos y la cabeza ocupadas, más que a revisar el mecanismo en sí.

—Seguimos corriendo —comentó, como si no fuera con él. Pere extendió y volvió a contraer la culata. Un sonido muy débil en aquel gozne no acababa de gustarle, pero la única grasa de la que disponían en aquel momento era su propia saliva, y no iba a durar mucho.

—Eso no es lo que me preocupa —dijo Pere. En el centro de la frente le latía visiblemente una vena—. Hemos cambiado unas seis veces de carril. Las he contado. Pero todavía no hemos visto ni una sola estación.

—Puede que no hayamos cruzado por delante de ninguna —argumentó Gael, pero mientras lo decía se dio cuenta de que era harto improbable. Dada su condición de recién llegado a la ciudad, no conocía en profundidad el trazado del Metro como para decir si había alguna línea tan larga como para que los pasajeros estuvieran una hora entera bajo tierra sin llegar a la siguiente parada. Pero no, no era lógico.

Pere tenía razón en que aquella situación era muy rara; aunque no había luces externas, ni en las estaciones ni las de emergencia que estaban situadas en las propias paredes del túnel, el propio tren emitía luz. Si hubieran pasado por delante de un andén, lo habrían visto.

Una mueca le pellizcó la comisura del labio.

—Estamos dando vueltas en círculo, por las mismas vías —fue lo único que se le ocurrió—. De ahí los cambios de carril.

—Podría ser… pero aun así es muy extraño. ¿Qué clase de puerta es ésa, y qué hace en un vagón de metro? ¿A quién se le ocurre instalar puertas blindadas en un servicio público?

Señaló con la cabeza la que conectaba con el siguiente coche. Había marcas de balas en la zona de la cerradura, disparadas desde el subfusil de Pere, y ni siquiera eso había conseguido abrirla. Parecía como si en realidad fuese un muro disfrazado de puerta, una ilusión que jamás iba a dejarlos pasar, por mucho que ellos se esforzaran.

—No quiero malgastar más munición en eso, me quedan pocas balas —decidió—. Pero hay que llegar como sea a la cabina del conductor.

—Estoy de acuerdo. Como este chisme avance sin control y encuentre el final de una vía…

—Un momento… —Pere extrajo de su funda un enorme cuchillo de esos que venden en las tiendas de deporte, especial para supervivencia. Gael se sorprendió de su longitud. Era una verdadera espada, un machete más que un cuchillo, y mostraba unos aguzados dientes con forma de anzuelo a todo lo largo del filo superior de la hoja.

—¿De dónde has sacado eso?

Pere lo movió en el aire; la hoja, bien engrasada, cuarteaba en destellos la luz líquida de los neones, como si la estuviese cortando en tiras.

—Nunca salgas de casa sin uno de éstos. En determinadas circunstancias, es más útil que una tarjeta oro.

Sonriendo, Pere consultó la pequeña brújula que el artefacto (por llamarlo de algún modo) llevaba adosada al mango. La aguja pintada de rojo señalaba en dirección opuesta a donde se movía el tren.

—Estamos yendo hacia el sur.

—Pues me alegro. Mientras más nos alejemos de la ciudad, mejor. —Gael se reclinó sobre el respaldo de la silla—. A mí lo que me choca es cómo se está moviendo el tren. Si no hay electricidad en la vía, ¿de qué se está alimentando?

—De la gravedad no, desde luego. Estos túneles son planos.

«Puede que delante del tren estén corriendo cincuenta caballos sujetos con arreos», pensó Gael, y por unos momentos la solución no se le antojó demasiado estúpida. Surrealista sí, onírica quizás, pero no estúpida. Visualizó la imagen del metro siendo tirado por caballos, como las antiguas diligencias, surcando túneles ignotos bajo una ciudad que era una cáscara vacía. Arriba, en el exterior, a miles de kilómetros, el suelo retumbaría con el chacoloteo de los animales, pero sería un rumor lejano, como de espíritus perturbados. Si quedaba alguien vivo no pegaría la oreja al suelo al estilo indio para saber de qué se trataba; pensaría más bien que era un terremoto.

—Estos trenes dependen de un suministro de energía externo —apuntó el militar—. Si se mueve, es porque hay algún generador solitario en alguna parte que lo alimenta.

—Pero entonces… —dudó Gael—, ¿por qué no están encendidas las luces de emergencia del túnel? ¿Ese generador no debería abastecer a toda la línea, no sólo al tren?

Pere volvió a extender la culata, sin responder. Algo en su interior produjo un sonido polvoriento, resbaladizo, que a Gael le resultó desagradable.

El argentino decidió dejarlo en paz un rato. Mejor que pensara en esos problemas en solitario. Que se ganase por méritos el puesto de macho alfa, si es que era capaz.

Desde hacía muchos años, casi desde que Gael era un adolescente, había tenido que escuchar una vocecita interior que lo amonestaba cada vez que se enfrentaba a un problema irresoluble. Era una consecuencia de los discursos que uno de sus maestros de tercer curso, cuando era niño, había ensayado una y otra vez con él y con sus compañeros de correrías, cuando eran jóvenes y locos y no le tenían ningún miedo al mundo. Aquel maestro, un ferviente defensor del axioma de que con sangre cualquier cosa entra, no sólo la letra, contaba con el beneplácito de los padres de Gael para que intentara por todos los medios disponibles meterlo en vereda. Y los había usado, desde luego que sí.

Otra vez a las andadas, ¿eh, Gaelcito?, decía la Voz con el inconfundible rasgo de cruel y despiadada cantinela del profesor. Mira adónde te han llevado tus pasos por la vida, a una ciudad extraña en un país extraño huyendo de gente extraña. ¿Por qué no te quedaste con nosotros, aquí en la city? Crees que interponiendo un océano entre tú y tus pecados de juventud podrás amortiguar las voces, pero tengo una excelente garganta, de tenor de ópera, y soy capaz de gritar a continentes enteros de distancia. Te gritaré para recordarte que eres un inútil, y que todo lo que haces en la vida está cagado de mierda. Te las das de machito y de protector con tu mujer cita, pero en cuanto miras a Pere, un hombre de verdad, te das cuenta de lo que hay.

—Cállate, maldito tirano —susurró, en una voz casi inaudible. Se masajeó las sienes, pero eso no hizo sino aclarar la recepción de la señal, la caja de resonancia de su complejo de inferioridad.

Quieres dártelas de hombre, pero yo sé que no eres más que un niño asustado, que usa la violencia con las mujeres para tener a alguien débil a quien avasallar. No quieres admitirlo, pero para eso estoy yo aquí, y te lo recordaré una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y ot…

Se dio un golpe en la frente. Eso solía estropear por un tiempo el dial de sintonización de la culpa, aunque a veces sólo le bajaba el volumen.

Una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y ot…

Miró a su mujer. Natalia estaba conversando en voz baja con la jovencita, Blanca, apartadas de los demás en una esquina del vagón. Entre las dos daban buena cuenta de unos Turbochups de los que él había rescatado del kiosco. Cerca de ellas, Fulgencio reptaba a cuatro patas, buscando cualquier objeto perdido que pudiese haber entre las líneas de asientos y las barras. Hasta el papel de platina sucio de un chicle resultaría útil en un mundo donde ya no quedaban industrias que fabricasen cosas nuevas.

Al ver a Natalia en aquella posición, con las piernas recogidas como una niña sobre el asiento, Gael recordó lo guapa que estaba la primera vez que la había visto. Fue en San Miguel de Tucumán, en una oficina que el periódico Testigo tenía en la calle Corrientes esquina Muñecas. El Testigo era más un tabloide que una publicación seria, y se alimentaba de las noticias más estrafalarias que cayeran en sus rotativas. Había una selección, un criterio, o eso se le afirmaba al comprador desde la editorial de la página uno, pero si alguien hubiese tenido la oportunidad de asistir a uno de esos procesos de selección de noticias, se habría marchado de allí corriendo. Gael, que en aquella época trabajaba como reportero freelance y paparazzi ocasional (es decir, que cuando veía algún famoso tomándose unas copas en los bares de moda aprovechaba y le sacaba una foto, pero no iba activamente a su casa a buscarlo), sabía cómo funcionaban internamente esos tabloides, y solía ofrecerles cosas.

Recordó una mañana de hacía cuatro años, cuando

087

pulsó el botón del portero automático y le respondió una mujer. Gael pensó que se había equivocado de piso, pero no, estaba iluminada la bombillita del primero izquierda. Desde que había vendido sus primeras fotos al Testigo, siempre era Bernardo, el editor jefe, quien respondía al interfono, con esa voz de borracho al que nunca termina de dar sombra la nube etílica, y que en cuanto siente la caricia del sol corre a ponerse a salvo bajo la siguiente nube. Pero aquella nueva voz sonaba distinta, sugerente y tímida. La típica voz de un empleado que sabe perfectamente cuál es su condición, y que no desea aspirar a más.

La puerta se abrió y Gael subió por las escaleras. Se sentía de muy buen humor. De un humor capaz no sólo de afrontar el día, sino de placarlo, tirarlo sobre el césped y obligarlo a soltar el balón.

La editorial estaba en un primer piso, y solía ser una pérdida de tiempo estar esperando por el único ascensor que tenía el edificio. Cuando cruzó la puerta, vio que efectivamente había una cara nueva tras la mesa del recepcionista, encajada en un espacio muy justo entre la vieja fotocopiadora Lurker 1800 y la torre del PC. Y, aunque tardó un poco en decidirlo, pensó que aquella cara le resultaba atractiva. Era una chica de unos veinticinco años, empequeñecida tanto por su estatura, que no debía superar el metro sesenta, como por lo encogida que estaba tras la mesa. Parecía como si tuviese miedo de lo que pudiera cruzar aquella puerta, por más que fuera su trabajo lidiar con ello.

—Hola. ¿Está el señor Bernardo Saria? —preguntó, ciñéndose al hombro la correa de la cámara de fotos.

La mujer encogida desenrolló uno de sus brazos del ovillo del cuerpo y apuntó hacia un despacho. La «L» de su hola sonó ligeramente arrastrada.

—Creo que está dentro…

Gael captó el matiz. No «está dentro», ni «espere que lo aviso», sino un indeterminado «creo que está…», como invitándole a él a ir en persona a comprobarlo. Aquella mujer no duraría mucho como secretaria en ninguna oficina, al menos hasta que no se tomara un buen par de pastillas de Autoconfianxol comprimido. Bernardo, obviamente, tenía el mismo criterio para elegir ayudantes que para seleccionar noticias.

—¡Gael, pasa!

La voz llegó amortiguada por la puerta. Gael permaneció unos segundos más de lo razonable mirando a la chica nueva. A ésta le vaciló la sonrisa, y enrolló de nuevo la mano junto al resto del cuerpo, lo suficientemente cerca del teclado del ordenador como para alcanzarlo con los dedos, pero no más. A su derecha tenía un cuaderno abierto por las primeras páginas. Estaba escrito con la caligrafía redondeada y menuda, típica del método Jhonston, de una escolar.

—Voy —respondió, y se separó lentamente de la mesa, como el depredador que deja marchar a una presa con la única condición de que se deje cazar otro día.

«Y tiene un buen par de melones, además», admitió.

Entró en el despacho del editor. Bernardo tenía siempre dos montones de papel encima de la mesa, uno para los trabajos pendientes y otro para los que estaban en ese mismo momento en proceso. Los primeros crecían como una riada de refugiados desbordándose por la frontera de un país en guerra. No había personal suficiente en la empresa como para hacer que los segundos decrecieran en igual medida.

Bernardo era un hombre pegado a una agenda electrónica. La usaba para todo, desde apuntar las citas con la gente de la imprenta hasta la lista de la compra que su mujer le dictaba cada mañana para que se pasase por el economato en cuanto saliera de trabajar. Para cualquier observador no inercial de su vida (es decir, los que la miraban a distancia sin dejarse arrastrar por ella), Bernardo podía parecer un hombre meticuloso, de ésos a los que les gusta conservar un orden inmutable en todo lo que hacen y no dejarse nada atrás. Pero en realidad, el uso de aquella agenda hasta para las cosas más nimias lo que suplía era su vergonzosa falta de memoria. Bernardo tenía una mente olvidadiza, encerada, de la que parecían resbalar enseguida los detalles.

—¿No teníamos previsto vernos el jueves? —preguntó, recorriendo con ademán nervioso la agenda. Tenía un ojo cubierto de cataratas, pero el otro parecía estar bien, y era el que usaba para las inspecciones a corta distancia.

Gael se sentó sin pedir permiso, desplazando un montón de carpetas que había sobre la única silla para clientes, y se descolgó la cámara.

—En realidad era el viernes, como tu «frankenagenda» está a punto de recordarte —puntualizó—, pero he venido antes por… —sacó de un bolsillo un paquete con fotos—… esto.

—¿Y qué se supone que es… «esto»? —Bernardo las cogió de mala gana, pero las cogió. Solía fiarse del material que le traía Gael, porque era exactamente la clase de mierda del tipo que hacía engrosar la segunda pila, la de los trabajos en curso, no la del «ya lo revisaré».

—Tú mismo —invitó Gael, cruzando las manos detrás de la cabeza. Como conocía el orden en el que estaban colocadas las fotos, las fue describiendo a medida que Bernardo iba pasando de una a la siguiente—. En ésa se ve la entrada de la nueva sede del Dial de Oraciones, ya sabes, la secta que hasta hace poco estaba de okupas en la calle Santa Helena, hasta que la policía los puso de patitas en la calle. Ahora parece que tienen un patrocinador que hasta les alquila un local para que puedan hacer sus reuniones. Ya no son unos ilegales —bufó—, pero siguen convocando al virrey Sobremonte para que vuelva de la tumba y presida sus liturgias.

»El círculo de chalados que aparece en ésa es nada más y nada menos que el SAAOV, la sociedad de amigos de los ovnis. Los pillé en plena ceremonia de ascensión noótica, como la llaman ellos. Se supone que entran en una especie de trance que alinea las ondas alfa de sus cerebros con la frecuencia a la que funcionan las computadoras de los platillos volantes. Desde el momento en que alguno de ellos lo consigue, establece el contacto y es abducido. Que empleen bolas de peyote para afinar mejor la sintonía no tiene intenciones ocultas, o eso dicen ellos.

»En esa otra, si te fijas, verás a una tía con el pelo marrón, color diarrea. —Esto hizo reír un poco al editor—. Y te aseguro que olía igual. Se trata de una sacerdotisa de los esperantos, otra secta. Hablan en esperanto y se abonan la cabeza con sus propias heces para que les crezcan las ideas, o algo así. Las orgías de iniciación que montan cuando alguien quiere engrosar sus filas son de escándalo. Es sexo del más salvaje y desinhibido que te puedas imaginar, quizá por eso tienen tantos miembros. Lo que aún no he averiguado es por qué todos pintan sus casas de amarillo, qué tendrá eso que ver con el rollo del sexo y el abono.

»En ésa… bueno, se trata otra vez de nuestra buena amiga, la esposa del concejal, sacando a pasear al perro de dos cabezas que dice que compró en Guatemala. Yo me pregunto si comparten estómago, porque hay que ver cómo devoran las malditas gachas las dos cabezas, cada una a su ritmo. —Suspiró—. ¿Y bien, qué te parece?

—Sabes que no podemos publicar más fotos de la mujer del concejal, o me veré metido en un marrón de puta madre. Lo demás me sirve.

—De ella no, pero… ¿y de cuando su perro mutante atacó a aquel funcionario? El pobre dice que en sus heridas se ven las tres cruces del Gólgota.

—Uhm… no, tampoco podemos sacar al perro. Creo que han registrado su imagen. Pero lo del tipo de las cruces me interesa. ¿Ya se las han curado en el hospital?

—Sí, pero según él le han dejado cicatrices. Habrá que fotografiarlas desde distintos ángulos hasta que demos con uno donde se vea alguna cruz. También podríamos dibujársela nosotros con el Photoshop —se le ocurrió, y compuso una expresión beatífica—. Una pequeña ayudita a la realidad nunca viene mal.

Bernardo dejó las fotos en el montón de «pendientes». Luego sacó un fajo de dinero de un sobre (que guardaba en el segundo cajón de la mesa, el único que tenía cerradura) y separó unos billetes.

Gael los aceptó con gusto.

—Me encanta trabajar para ti —comentó, satisfecho—. Ahí fuera hay un gran país lleno de extravagancia y de guarradas escatológicas para alimentar tu tabloide. Y a mí me encanta rastrearlas como un perrito detrás del culo de otro.

—No le tomes demasiado gusto al tequila —advirtió el editor—, o acabarás ahogándote. ¿Sabes? Estaba pensando en contratarte también como redactor, además de reportero.

—Vamos, jefe, sabes que cometo muchas faltas de ortografía.

—Tú limítate a escribir, y deja las faltas para la correctora de estilo. Estoy harto de periodistas que se creen Lucio Mansilla y no han escrito en su vida otra cosa más que recibos y pagarés. Quiero a alguien que sepa decir las cosas como son.

—Tú mismo. Mientras haya plata… —Se frotó las aletas de la nariz—. ¿Quién es la nueva?

—¿La de la recepción? Una prima de mi sobrino. Se llama Natalia. —Le guiñó un ojo, el bueno—. Está buena, ¿verdad?

Gael se reclinó en la silla, haciendo equilibrios sobre las patas de atrás.

—¿Qué hace una chica en tu oficina, pervertido?

Bernardo regresó a la agenda. Deslizó el lápiz por las últimas páginas, buscando algún otro trabajo que encargarle a Gael o una excusa para echarlo de allí, lo que apareciera antes.

—Necesitaba un trabajo en la ciudad —contestó con aire distraído—. Me la envió su antiguo jefe con una carta de presentación, o algo así. La verdad es que nunca la leí.

—Ya, le viste las tetas y con eso se ganó la plaza.

—¿No tienes nada mejor que hacer que gastarme el tapizado de la silla, Gael? ¿No hay un mundo lleno de extravagancia ahí fuera que te está esperando?

Gael se levantó, metió los billetes en su cartera y cogió la funda de la cámara.

—La extravagancia está en todas partes, amigo mío. Sólo hay que saber mirar —decretó, y se fue, no sin antes echarle otro largo e irreverente vistazo a la nueva empleada, que ella acogió con un acceso de rubor en las

086

mejillas.

—Está en todas partes… —susurró, despertando de su ensimismamiento. Fulgencio estaba delante de él, mirándolo fijamente, mientras le preguntaba:

—¿Has visto alguna vez nacer a un niño pegado al cuerpo de otro?

El argentino lo miró, legañoso.

—Perdón, ¿cómo dice?

—Yo sí —afirmó. Se quitó las gafas redondas y sin montura, las limpió y se las volvió a colocar, ocultando dos pequeñas marcas rojas en el puente de la nariz. Luego prosiguió con la búsqueda de objetos perdidos en el vagón. Gael apartó las piernas y se levantó, dejándolo que registrase debajo de aquel grupo de asientos. Hasta el momento no parecía haber encontrado nada útil.

Gael se acercó de nuevo a Pere, que llevaba un rato con la cara pegada a uno de los ventanales del vagón, mirando hacia fuera. Tenía una expresión calculadora, como el general que examina con detenimiento el campo de batalla antes de ordenar a sus tropas que avancen.

—Creo que he dado con una manera de llegar al vagón de delante —anunció, dándose unos golpecitos en los incisivos con gesto pensativo.

—¿Una manera? ¿Cuál?

—Apártate —le sugirió. Gael obedeció, y Pere hizo algo que arrancó gritos de las dos mujeres e hizo que Fulgencio levantara de sopetón la cabeza, golpeándose con una de las sillas. El militar agarró el arma y golpeó con la culata el cristal, sacándolo del marco. El cristal no se rompió, como si estuviese preparado para eso. En una esquina aún podían leerse las palabras SALIDA DE EMERGENCIA, grabadas con tinta roja y medio descascarilladas, como si algún pasajero se hubiese entretenido en arrancarlas con una uña.

El cristal cayó por fuera del tren, y se perdió en la oscuridad del túnel. El ruido de la máquina en su loca carrera sobre los raíles entró con fuerza por el agujero, así como el olor, un perfume nauseabundo que les revolvió las tripas, a descomposición mezclada con residuos industriales.

Pere asomó la cabeza por el hueco, mirando hacia delante, en la dirección de la marcha.

—¡Cuento dos vagones más hasta el de cabeza! —informó. Instintivamente, Gael lo agarró del pantalón, no fuera a absorberlo algún tipo de descompresión explosiva, como en los aviones.

—¿Qué piensas hacer?

Pere se descolgó todo lo que pudo por fuera de la ventana. El tren iba realmente a gran velocidad, con las paredes deslizándose y temblando a corta distancia como la piel de un único e indistinto organismo de piedra. Nichos horadados para facilitar el trabajo de los operarios cruzaban fugazmente como islas de una oscuridad más profunda.

Alargó un brazo hasta que su mano rozó la unión con el vagón delantero. De sus ventanas también brotaba luz, pero era una luz rojiza, como tamizada por un cristal coloreado. Colocó una pierna en la esquina del marco y sacó casi todo el cuerpo por fuera del tren. Los demás lo miraban con una mezcla de horror y fascinación.

—¿Qué está haciendo? —exclamó Natalia—. ¡Virgen santa, se va a matar! ¡Bájenlo de ahí!

—Espera, aún no —dijo Gael. Seguía sosteniendo a Pere por el cinturón. Las botas del militar estaban bien encajadas, pero un solo error y se precipitaría fuera del tren. El impacto probablemente no lo mataría, pero se quedaría abandonado en mitad de una oscuridad cerrada, con una severa contusión, a saber a cuántos kilómetros de ninguna parte.

Por un momento, Gael deseó que perdiera pie y cayera (de ese modo, él volvería a ser el único hombre joven del grupo), pero con él también se irían las únicas armas que poseían. Y eso sí que plantearía problemas a la larga. Enfundó su contrariedad y se limitó a esperar acontecimientos.

—Está loco —dijo Blanca, con ese aire de estar de vuelta de todo y a la vez no haber experimentado nada de los adolescentes. Fulgencio se sumó a los esfuerzos de Gael por mantener al militar bien sujeto, pero fue éste quien, tras afianzar sus manos en los salientes metálicos del vagón, se soltó y penduló peligrosamente sobre el coche delantero.

Gael, Natalia y Fulgencio asomaron las cabezas por el hueco. Contemplaron con el corazón en un puño cómo Pere estaba colgando como un alpinista sin cuerdas del techo del otro vagón. Sobre su cuerpo resbalaba la luz rojiza, proyectando sombras extrañas sobre su piel, como si la ventana que tenía delante estuviera manchada con algo viscoso.

—¡Se va a matar! —insistió Natalia. Gael chasqueó la lengua con hastío, la empujó hacia atrás y gritó:

—¡Rompe la luna con la metralleta!

Pere estaba mirando al interior del otro vagón, la frente adosada a la ventana y el rostro desencajado de terror. Fuera lo que fuese lo que veía a través de los cristales, lo mantuvo paralizado unos segundos. Incluso trató de volver atrás, pero ya era demasiado tarde.

—¿Qué ocurre? —preguntó Fulgencio—. ¿Qué ves?

El militar no respondió. Pareció darse cuenta de que era un viaje sin retorno, porque se echó a un lado, colgando de una sola mano, cogió con la otra el subfusil y gastó las últimas balas del cargador en hacer añicos la ventana. Algunos fragmentos cayeron como granizo sobre los espectadores y sembraron un pequeño corte en la cara de Gael.

Pere, una vez rota la luna, se descolgó dentro del coche, perdiéndose de vista. Los demás se aproximaron corriendo a la puerta.

—¡Pere, ¿me oyes?! —gritó Fulgencio, dando palmadas en el metal. Durante unos angustiosos segundos no se oyó nada al otro lado. Nada ni nadie le envió una respuesta.

—Le ha pasado algo, seguro —murmuró Natalia, negando lentamente con la cabeza—. ¿Y si hay pellejos?

Todos se miraron. El temor de que los demás coches estuviesen llenos de muertos vivientes hambrientos, hacinados como carne congelada en un matadero, resurgió con fuerza.

—No puede ser —opinó Blanca, igual de pálida que su nombre—. Los habríamos oído moverse.

Pam, pam, pam. Otros tres golpes de Fulgencio en la puerta. Gael se dejó examinar la cara por su mujer, que le secó los cortes, mientras se apartaban un poco de los demás.

—¡Vamos, Pere, responde! ¿Qué te ocurre? —¡Pam, pam, pam, p…!

Bom.

Un sonido de respuesta. Un golpe que llegó desde el otro lado, seco, propinado por algo distinto a un puño. Algo más pesado.

—¡Apartaos, voy a abrir la puerta! —advirtió Pere. Los demás habrían aplaudido de no ser por el tono de angustia en la voz del militar.

Se escuchó un correr de cerrojos, unos chasquidos, y la puerta por fin se abrió. Pere apareció en el umbral; tenía un profundo corte en el brazo, del que surgían algunos pedacitos de cristal de la ventana.

Lo que había al otro lado hizo vomitar los restos medio digeridos del Turbochup a Blanca.

085

Gael y Natalia ayudaron al militar a regresar al primer coche. Pere se sentó en una silla y arrancó unas tiras de su camisa; se había cortado al descolgarse por la ventana y sangraba copiosamente.

El propio Pere comenzó a hacerse una cura con las tiras de ropa y unos hilos que extrajo del mango de su cuchillo, con los que trató burdamente de coser la herida, pero no era suficiente. Incluso Gael, que las únicas técnicas de enfermería que dominaba eran las que había aprendido viendo episodios de Urgencias, se dio cuenta de ello.

—Necesito un botiquín —constató Pere, con un deje de preocupación en la mirada. Era como si su mente hiciera verdaderos esfuerzos por olvidar el horrendo cuadro del otro vagón, para concentrarse (bendita anestesia psicológica, apoyada en el dolor de las heridas) en problemas más inmediatos—. O un maldito hospital, si tenéis alguno a mano. —El dolor le mantenía crispado el rostro y sostenía un temblor incontrolado en la mano izquierda. La tirantez de uno de los hilos colaboró en la salida de una lágrima involuntaria.

Los demás apenas le prestaban atención. Tenían la vista clavada en el coche anexo.

Parecía un matadero.

La luz surgía roja de las ventanas porque éstas estaban bañadas en sangre, con huellas de manos suplicantes e impactos de mejillas que habían tatuado la forma de mandíbulas desencajadas en el cristal. Por todo el interior del coche había miembros humanos amputados y restos de vísceras que colgaban como rollos de cuerda de los asientos, decorando como espantosas guirnaldas unos árboles de navidad hechos de huesos. De las barras de apoyo para los pasajeros que viajaban de pie, hasta los brazos de metal que sujetaban los monitores de pantalla plana que colgaban del techo, todo estaba lleno de torsos cercenados de personas. Colgaban boca abajo en un espantoso muestrario de sexos y complexiones físicas, sin extremidades; tajadas de humanidad abiertas como moluscos en una olla y prestas a ser devoradas por las cabezas que rodaban por el suelo.

Pero lo más horrible de todo, lo que hacía realmente insoportable aquella escena, era que ni siquiera la muerte había logrado aliviar el sufrimiento de las víctimas. Poseídos por el indefinido vudú que animaba los cuerpos, la magia o el yuyu ancestral que se encontrara detrás de la rebelión de los muertos (en opinión de Gael, que nunca había creído en una hipótesis científica para explicar aquella locura), los pedazos sueltos y aún definibles de aquellas personas temblaban, abriendo y cerrando los dedos de manos arrancadas a mordiscos, moviendo los ojos en las órbitas de unas cabezas que rodaban por el suelo (mientras se preguntaban a cuál de aquellos torsos desangrados habrían estado cosidas horas antes), o sufriendo espasmos musculares en tendones de ingles desolladas.

Los restos humanos aún seguían vivos, a su preternatural y agónica manera.

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Gael lo contempló hecho una bola de congoja, consciente de repente de cuán cargadas tenía las tripas. Estuvo a punto de sonreírse ante la perfección de aquel horror, la pureza del miedo que comunicaba la presencia de la sangre. Sintió un arrebato de locura en la base del cráneo, tentándolo al olvido, prometiéndole una cómoda asepsia ante la realidad. Pero no llegó a disfrutarlo.

Como de costumbre, fue su mujer la que le ancló los pies a la tierra.

—¡Gael! —gritó Natalia. Sobresaltado por el aviso, el argentino se irguió como una liebre en un llano.

—¿Qué ocurre?

—¡Allí! —señaló, y volvió a señalar—: ¡Allí, allí, allí!

Un torso más o menos completo se arrastraba por el suelo, sobre los charcos carmesíes, apartando a codazos las cabezas cercenadas. Era una mujer de arrebatadora belleza, vestida con lo que parecía un traje de noche rajado por varias partes. A medida que se iba arrastrando en dirección a los vivos (tenía las piernas destrozadas, por lo que le resultaba imposible ponerse de pie, como si fuera una superviviente de un devastador accidente de tráfico), el vestido se le iba corriendo hacia abajo, dejando entrever sus pechos operados y las cicatrices que ocultaban la silicona. En vida debió de haber sido una modelo publicitaria o la hija mimada de algún millonario; en la muerte, era la estatua que buscaba indignada el cadáver burlado de su cenotafio.

Fulgencio se colocó por instinto delante de Blanca, cubriéndola con su orondo cuerpo, mientras la joven se arrugaba como una nube en el desierto. Esperó fríamente a que el cadáver se hubiese aproximado lo suficiente, y levantó como una espada de Damocles su hacha de barbacoa, la que parecía de mentira cuando uno la descubría colgada del estante del supermercado. Él la descargó con tesón, con rabia contenida, una y otra vez, sobre la cabeza de la modelo, mientras gritaba:

—¡Dios, te devuelvo otro, cierra las puertas! ¡Dios, te devuelvo otro, cierra las puertas!

Las mismísimas trompetas celestiales (o la sección de metal del coro y orquesta del Cielo, lo que arrancara antes) parecieron entrar en acción con un sobreagudo sincopado, mientras el hacha caía una y otra vez y convertía la parte posterior del cráneo en astillas. La cara de la modelo seguía intacta, grotesca y hermosa. Los torsos colgados de las barras comenzaron a agitarse al son de un fantasmal viento, sin posibilidades de gritar pero vibrando como el público de un concierto en el momento en que se apagan las luces. Pere miraba el cuadro con desidia; Blanca y Natalia con horror apenas contenido; Gael… Gael estaba a punto de desmayarse, pero su orgullo masculino no le permitiría ser el primero. No mientras hubiese mujeres en el grupo que aguantasen el miedo, impertérritas.

Pero seguía habiendo problemas. La exagerada matanza del cerdo que el hacha de Fulgencio estaba haciendo con aquel cadáver había logrado frenarlo, pero aun con la nuca destrozada, las extremidades seguían avanzando.

—¡Ayúdame a cerrar! —pidió Fulgencio. Blanca reaccionó y tiró de la puerta con todas sus fuerzas, moviéndola sobre el raíl. Entre ella y su compañero sellaron de nuevo el acceso al otro coche, que tanto esfuerzo les había costado despejar. Los dedos de la modelo tamborileaban con una crisis nerviosa en el dintel. El hacha de Fulgencio estaba manchada de restos de sangre seca, fina como polvo, y una especie de materia gris que recordaba los grumos de suciedad apelmazada entre las cerdas de una escoba.

Fulgencio apoyó la espalda contra la puerta y bajó resbalando hasta el suelo. Blanca jadeaba. Natalia aún no había concluido el gritito que llevaba exhalando, agudo como el silbido del aire que escapa de un globo, desde hacía un buen rato.

—No podemos pasar por ahí —dijo Gael, constatando lo que los demás ya sabían—. Maldición. ¡Maldita sea!

—Carajo… —rezongó el militar—. Todo este esfuerzo… —se sujetó la herida con la mano—… para nada.

—¿Qué está pasando aquí? —sollozó Natalia, apoyando la frente en el regazo de su marido—. ¿Qué es este tren? ¿Por qué está lleno de muertos?

—Parece un vagón del infierno… —susurró Gael, recordando la represión de los leponistas en el distrito de San Rafael y sus vagones de la muerte, llenos a rebosar con los restos de sus enemigos políticos camino de una fosa común.

La mirada que le lanzó Fulgencio lo dijo todo.

—Alguien tiene que parar este cacharro —suplicó Natalia—. ¡Pere va a desangrarse!

—¿Y qué coño quieres que haga, tirar cuerpos a las vías? —explotó su marido.

—No le grite así a esa mujer —advirtió Fulgencio, colérico. Todavía llevaba el hacha bien asida en la diestra.

—¿Y a usted qué le importa?

—¡Somos los últimos supervivientes, tenemos que tratarnos con respeto!

Gael se levantó, plantándole cara.

—¡Cállese, viejo, al cuerno con el puto respeto! No tiene ningún derecho a decirme cómo debo tratar a mi esposa.

—Por lo que más quieras, Gael… —suplicó Natalia, pero su marido la obligó a callar clavándole los dedos en el hombro, hasta que le hizo daño.

—Y tú, zorra, si sabes lo que te conviene, mantén la boquita cerrada, ¿me oyes?

Fulgencio se puso en pie, enarbolando el hacha.

—Se lo advierto, no me obligue a…

—¡Silencio, por el amor de Dios! —estalló Blanca, llevándose las manos a la cabeza—. ¡No soporto más gritos! ¡No quiero que nadie más grite!

—¿No lo oís? ¡¿No lo oís?! —se interpuso Pere, levantando una mano perentoria. Los demás callaron por unos instantes, y sí, pudieron oírlo. Algo parecido a un chirriar de frenos, al bamboleo cinético de la máquina al combatir un cambio de velocidad, al crepitar de chispas bañando con abanicos de pavesas los raíles.

Pocos segundos después, el tren comenzó a frenar.

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Tuvieron que sujetarse a algo para no trastabillar. La máquina no frenó suavemente, sino en pequeñas sacudidas, perdiendo velocidad hasta que se quedó completamente inmóvil. Pudieron escuchar también cómo en el otro vagón los torsos colgantes eran sacudidos por el último frenazo, chocando unos contra otros, y algo resbalaba por el suelo. El cuerpo de la modelo que arrastraba como una porcelana rota lo que le quedaba de cráneo, pensó Fulgencio, pero no lo dijo en voz alta.

Los cinco supervivientes aguardaron en silencio unos minutos, como esperando a que sucediera algo, lo que sea que estuviese previsto a continuación en el guión de aquella pesadilla. O a que el responsable del metro infernal les diese instrucciones por los altavoces, aportando datos sobre dónde estaban y qué hacer ahora.

Pero no ocurrió. El tren, simplemente, se detuvo. Y esperó como un caballo cansado a que sus ocupantes hicieran el siguiente movimiento.

Gael se aproximó a la ventana que Pere había dejado sin cristal. Se sacó la linterna del bolsillo e hizo un barrido.

Estaban en un andén, sin luces pero con las salidas despejadas y un kiosco en cada extremo. Había dos bancos para que los viajeros se sentasen (en uno, los oficiantes de alguna fiesta o de un botellón nocturno habían abandonado un par de garrafas de vino), grandes carteles publicitarios tapizando las paredes («abónese a la plataforma digital plus, sólo 13,40 euros durante los tres primeros meses*», y bajo el asterisco, en letritas no aptas para miopes, «59,90 euros a partir de entonces, con contrato de permanencia»), y un indicador de posición que había sido borrado. Tanto el nombre de la estación como el plano de la red que debía de indicarles dónde estaban, habían sucumbido a un incendio y eran ilegibles.

—¿A alguien le suena esta parada? —preguntó Gael. Nadie respondió.

Dirigió el haz de la linterna a las salidas. Las dos tenían escaleras que subían. En una de ellas se veían los restos de una cámara de vigilancia… y algo más. Una señal con una cruz roja y una flecha que apuntaba hacia arriba.

Pere la contempló, esperanzado. Su herida mal cosida había vuelto a abrirse.

—No puede ser una casualidad —dijo Fulgencio.

—¿Qué más da? —rezongó el militar, pulsando el botón de apertura de las puertas. El mecanismo respondió con un siseo—. Primero voy a buscar un botiquín, y luego las explicaciones.

Los cinco abandonaron el tren. Natalia miró hacia el vagón de cabeza, que se había detenido túnel adentro, lejos del andén. Fulgencio tuvo la misma idea, pero ninguno quería arriesgarse a pasar por delante del vagón matadero y sus ventanas llenas de manos rojas, y mucho menos tirarse a las vías y sumergirse en la tiniebla del túnel.

—No me suena de nada esta estación, y eso que yo solía ser una usuaria frecuente del Metro —comentó Blanca. Sus compañeros ya subían por la escalera de la cámara de vigilancia, menos Gael, que permaneció fiel a su costumbre de revisar los kioscos. Se dio prisa en coger más pilas, un par de encendedores y en saquear la caja registradora (esto era algo que no le confesó ni siquiera a su mujer, pero en el fondo esperaba que el dinero volvería a tener valor en cuanto se restableciera el orden) y alcanzó a los demás en el piso de arriba, en una encrucijada de caminos.

—La cruz roja apunta hacia allá —dijo Pere, siguiendo con el dedo otra de las flechas. Ya entraba algo de luz del día por el hueco de una escalera. De una máquina expendedora de billetes colgaba una larga serpiente de tiques; la máquina había impreso bonos de veinte viajes hasta que se le agotó el papel.

—Ellos están arriba —dijo Blanca—. Les encanta la luz.

—Las medicinas también.

Pere abrió la marcha. Se aproximó a la escalera y miró hacia arriba, a la salida, haciendo visera para los ojos con el dorso de la mano.

—Despejado —informó, y empuñó el subfusil con la mano sana. Si no le quedaban balas, Gael se preguntó cómo pensaba usarlo, pero tenía que admitir que la mera presencia del arma era tranquilizadora.

Los cinco subieron los escalones, con cuidado para no hacer demasiado ruido. La luz del sol les cegó con una cortina casi sólida de fulgor, pero les permitió distinguir un edificio blanco, industrial, con entrada para ambulancias y la caseta vacía de un guardia escoltando la entrada principal. Sin embargo, no se veía la sempiterna cruz roja por ninguna parte. Junto a la puerta había un carrito abandonado con una muñeca dentro. Llevaba un vestido de princesa medio quemado y le faltaban los brazos. La muñeca les contempló al pasar con un ojo marrón cubierto de moho.

—¡Hospitales no! —exclamó Natalia—. ¡Por favor, están llenos de… de Ellos!

—Esto no es un hospital —dijo Pere, señalando las ventanas de los pisos inferiores. Todas tenían rejas—. Es un psiquiátrico.

—¿Un manicomio? —preguntó Fulgencio.

—Bingo. Uno más y se lleva la tostadora.

Pere se acercó a la entrada. La calle parecía un muestrario de accidentes de coche, un museo de la irracionalidad humana. Justo a la salida del aparcamiento había seis turismos amontonados en una especie de escultura post-moderna, el producto de una colisión que había dejado varios brazos colgando por fuera de las ventanillas, abrazados a superficies plásticas deformes. A través de los parabrisas escarchados de grietas podían verse cráneos aplastados, tumescentes, con ojos que, aun colgando de los nervios oculares, seguían mirando en silencio a la autopista, preguntándose qué pasó; qué extraña cadena de circunstancias les había privado de su último viaje, de poder seguir las balizas que horneaban las pistas hasta una tierra prometida. Balizas y ríos de luces y señales de tráfico que pulsaban en campos eléctricos como linternas suspendidas en el horizonte.

Pere dejó atrás aquella siniestra escultura biomecánica y cruzó el recibidor. Apartó los cristales rotos de una ventanilla, más propia de un banco que de la antesala de un hospital, y miró dentro. Un calendario de mesa afincado en marzo era mecido por el viento. Varias revistas de enfermería y una de hogar-mueble yacían tiradas por el suelo, junto a la silla de la recepcionista. Había una salpicadura de sangre en la pared, a la altura de una cabeza. Los fragmentos de cristales rotos reflejaban el sol en destellos de luz cálida que hacían lagrimear.

—Vamos, mientras antes acabemos, mejor —urgió Pere, y entró en el recinto. Los demás lo seguían en fila india, mirando con desconfianza a cada puerta entreabierta, y a cada pasillo que se abría junto a ellas. Curiosamente, lo que más contribuía al estado de abandono del lugar no era el silencio, extremo para lo habitual en una ciudad grande, ni las ocasionales manchas de sangre que salpicaban los muebles, sino la presencia de objetos útiles tirados por todas partes, objetos que nadie habría abandonado en su sano juicio, en el transcurso de una jornada normal de trabajo: aquí había una cartera bastante inflada de billetes cogiendo polvo en una silla, allá una PDA tirada junto a un rollo de papel higiénico, y en el otro lado, un paquete de jeringuillas que aún seguían metidas en sus precintos, abandonado junto a dos teléfonos móviles.

«Un manicomio», pensó Gael. En un sitio así fue donde él y Natalia comenzaron a conocerse bien, allá en San Miguel. Bernardo, el editor del tabloide, les había encargado un reportaje sobre uno de los grupos esotéricos que había estado investigando Gael, y quería que Natalia lo acompañase. Sus motivos no los reveló, pero Gael sospechaba que prefería tenerla trabajando como reportera antes que como secretaria; dado su natural talento para despertar compasión en la gente, como si fuera una niña pequeña o un gatito de largos bigotes, sacaría más información en un día que los clásicos reporteros agresivos (a los que todo el mundo odiaba) en una semana.

Reporteros como Gael, sin ir más lejos.

El grupo de chiflados que tenían la misión de investigar se hacían llamar el Dial de Oraciones, y solían ir a visitar a uno de sus padres fundadores al

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centro de bienestar mental y cuidados especiales Guayana de Mocán, sito en la intersección de Carros con San Ildefrán. Ésa era una forma como otra cualquiera de llamar a los manicomios, pero en tiempos políticamente correctos como los que ahora vivían, en los que ni siquiera se podían usar palabras malsonantes en los periódicos, Gael entendió que un nombre suave fuera vital para reclamar subvenciones. Y para atraer a las apesadumbradas familias de los pacientes. Él mismo tenía un primo que sufría de esquizofrenia, o algo muy esdrújulo y terminado en «frena», y sabía la carga que estas personas suponían para sus allegados, tanto económica como psicológicamente. La gente de la calle, cuando oía hablar de sanatorios mentales, se imaginaba tristes edificios llenos de pacientes desquiciados y tratamientos brutales, de grilletes e inyecciones venenosas, pero lo cierto es que, aunque así fuera y los sanatorios del siglo veintiuno fuesen como los del dieciocho, las familias seguirían llevando a sus enfermos para que los cuidasen los médicos. No hay nada más nocivo para la cordura de los demás que tener un esquino o un manidep en casa.

—He pasado muchas veces por delante de este edificio, yendo en autobús —comentó Natalia, sentada en el asiento del acompañante. Gael conducía un cuatro por cuatro Defender, muy verde y poligonal, estupendo para salir de la ciudad y perderse por las carreteras de montaña—. Pero nunca imaginé que fuera un sanatorio.

—Sólo es sanatorio en los tres últimos pisos —dijo Gael, enseñándole el dedo a un conductor que se le había cerrado mucho por la izquierda—. Los de abajo son viviendas normales. También hay un optometrista y una agencia de trabajo temporal, Faraón.

—Jesús, qué agobio. Yo no podría vivir sabiendo que tengo locos encima de mi casa.

—¿Eres supersticiosa, Natalia? —preguntó sin miramientos, al tiempo que se cerraba un semáforo y hasta cinco listillos, procedentes de otros carriles, se le metían delante. Gael posó ambas manos en el claxon y lo hizo sonar en un largo lamento de frustración. A su derecha desembocaba una calle con palmeras, donde una indefinida jerarquía de prostitutas frecuentaba los bares de los hoteles, sin consumir nada salvo su propio tiempo y el dinero de los clientes.

Natalia se ruborizó ante la pregunta de Gael.

—No mucho. Bueno, un poquito. —Hablaba con cuidado, pasando de una palabra a la siguiente como si saltara de piedra en piedra para vadear un riachuelo—. Lo justo como para sobrevivir al mal de ojo. Hay mucha gente que hace cursos especializados en males de ojo para protegerse y echárselos a los vecinos, ¿lo sabías? Los imparten en las tiendas esotéricas, y algunos salen por un montón de dinero.

—¿Tú has hecho alguno?

—¡No, claro que no! Pero conozco a gente que sí tiene el diploma, y les va muy bien.

«Claro, y seguro que tú tienes una estatua de la Virgen del Remedio a tamaño natural en tu salón, junto a la tele», sonrió Gael para sus adentros. No le extrañaría que esa supuesta estatua tuviese leds amarillos en los ojos, que se iluminaran cada vez que alguien soltara un taco en la tele o Natalia sintonizara un canal para adultos.

Inopinadamente, unas imágenes obscenas asaltaron su mente. Gael tuvo entonces su primera fantasía sexual protagonizada por Natalia; la primera de muchas en las que la tímida joven lo invitaba a pasar a su casa, charlaba un rato con él de temas religiosos y morales y luego acababa follándoselo de la manera más pringosa posible sobre el poyo de la cocina. Eso fue lo que más le atrajo de ella, su aspecto de fingida inocencia (fingida en opinión de Gael, claro), de niña bien de provincias que salía envuelta en siete toallas de la ducha, y procedía a sacar del cajón su recatada ropa interior esparciéndola a puñados, y dejando brevemente al descubierto un objeto que escondía allí dentro, entre las braguitas de encaje, y cuyo áspero tacto había probado en distintas ocasiones contra su vulva.

El pantalón de Gael se hinchó un poco mientras Natalia seguía distraída, mirando por la ventanilla. La joven no era ni remotamente consciente de que, en ese mismo instante, una imagen distorsionada de ella misma estaba apareciendo en la mente del hombre que tenía al lado, descubriéndose las tetas en un baño público y suplicándole: «Vamos, muérdelas, pellizcalas, castígalas sin piedad. Retuércelas como tornillos y átalas con los cordones de tus zapatos. Que todos puedan ver los moratones cuando salga ahí fuera y sepan que tú eres mi amo».

Seguro que Natalia había cultivado en su interior un ansia feroz por dar rienda suelta a toda su sexualidad, que no había liberado porque sus anteriores novios habrían sido tan recatados como ella, tan incapaces de Consumar el Acto como si tuvieran un candado en el prepucio. Miraba el mundo desde una atalaya de humilde superioridad, con la exquisita complacencia que sólo sienten las mujeres cristianas y bonitas. Muchos habrían bebido los vientos por ella, pero se sentía intocable, protegida por la coraza de santidad de las buenas personas que iban a ingresar de cabeza en el Reino de los Cielos.

A Gael le pareció aun más apetecible después de ese pensamiento. Más deseosa de que llegara un hombre de verdad que estuviera dispuesto a Hacerlo sin pensar en purgatorios ni en encíclicas de parvulario.

Entraron en el aparcamiento del hospital, en una zona reservada a los médicos, y Gael estacionó en el primer sitio que encontró libre.

—No tenemos permiso para aparcar aquí. ¿Y si nos dicen algo? —se preocupó Natalia.

Gael salió del jeep, echó los seguros y estampó un papel naranja en el parabrisas que proclamaba: SERVICIO DE PRENSA. Si alguien se fijaba lo suficiente, podría ver cómo destacaban los puntos de la impresora de chorro de tinta. Gael se fabricaba toneladas de papelitos de éstos en su propia casa, y luego los timbraba con un cuño que había robado años atrás de la universidad.

—Truquitos del oficio, ya los irás aprendiendo.

Natalia lo siguió hasta los ascensores, no muy segura de querer que él fuese su maestro. Acompañaron a uno de los vecinos en el ascensor hasta el segundo piso (una anciana a la que Natalia no quitó los ojos de encima, como si se preguntara qué clase de personas podían vivir constantemente con el peligro de encontrar a un Norman Bates vestido de mujer en el rellano de la escalera). Luego siguieron subiendo, hasta la primera planta del hospital.

Más que un sanatorio parecía el típico piso reconvertido en hostal, con alfombra de lino en el recibidor y láminas paisajísticas del TODO-A-100 cada dos puertas. Tampoco se escuchaban gritos agónicos provenientes de las habitaciones, cosa que sorprendió a Natalia. En lugar de ello, una hipnótica y relajante música reiki brotaba de altavoces anclados al techo. Natalia se imaginó a los enfermos tirando de rastrillos en un jardín de arena de tamaño natural, dibujando bellos patrones de surcos en torno a los accidentes del terreno.

Gael le mostró su carné de prensa al recepcionista, un culturista de dos metros que no encajaba ni con cola en un ambiente amortiguado con aquella música.

—¿Tenían cita? —preguntó el gigante, repasando sus libros. Gael se apresuró a negar con la cabeza.

—No, se trata un examen sorpresa… ¡A ver esos libros de cuentas! Ejem, es broma —añadió en cuanto el gigante elevó los ojos. Gael echó mano de su expresión graciosa de urgencia número trece, ideal para aquellas ocasiones, y enganchó los pulgares en el cinturón—. Je, je. Olvídelo. Oye, cariño, dile a este señor quiénes somos, anda.

Natalia sonrió con su aire de gatito de lindos bigotes, y (como Bernardo había previsto, el muy buitre) el semblante del cachas se relajó. Ella trató de explicarle que habían venido a hacer un reportaje, a entrevistar a unas afligidas personas sobre lo terrible que es tener a un familiar cercano en una situación así, etc. Era la manera como Bernardo se lo había explicado, sin duda. Gael sabía la verdad: lo que les interesaba era el hecho de que uno de los patriarcas de aquella secta de chalados era un loco encerrado en este manicomio, y que sus fieles venían a adorarlo a su celda porque no les quedaba más remedio. Bien enfocado, daría para grandes titulares con cuerpo de letra Verdana y tamaño ochenta o noventa. Y las consabidas fotos de apoyo, claro. Un mayor sangrado para el sobre de los billetes de Bernardo, y unos centímetros más para la pila de «trabajos en curso». ¿Que alguien se molestaría si la credibilidad de la secta se venía abajo después de aquello? Bueno, los directores de tabloides tenían buen olfato para lo turbador y lo patético. Y las sectas como el Dial daban mucho que olfatear en esos aspectos.

Natalia todavía estaba demostrándole a aquel hombretón que sus dotes persuasivas pasaban por el filtro de la candidez, cuando Gael los vio. Eran cuatro, todos vestidos iguales, como si comprasen la ropa en la misma tienda de saldo. Eran escuálidos, cabizbajos, peinados de la misma manera; estaban esperando en completo silencio en el pasillo y despedían ese aura de santidad y de necesitar desesperadamente ser perdonados por alguien que tenían todos los miembros de sectas que Gael conocía.

El Dial de Oraciones. Tenían que ser ellos. Y en esa puerta frente a la que montaban guardia tenía que estar, era obvio, su mesías demente, repartiendo sermones a diestro y siniestro mientras aprovechaba las pocas horas de lucidez que le permitían los sedantes.

Gael miró por encima del hombro. Natalia y el cachas estaban hablando distendidamente sobre algún tema trivial, de ésos que tanto le gustaban a ella. Sin duda su aire de niña desvalida había hecho mella en la coraza del gigante, ya que éste no hacía más que sonreír y contarle su experiencia personal en el tema del que estuvieran hablando.

Gael se escabulló hacia el pasillo con esmerada lentitud, y desapareció de la vista de ambos. Era cuestión de segundos que el recepcionista se diera cuenta de que le faltaba alguien y viniese a llamarle la atención. Gael prefería no recordar la última vez que intentó burlar la vigilancia de un tío de ésos, lo que le habían dolido las contusiones al día siguiente… aunque claro, aquella vez se trataba de una discoteca y de algún famosillo incauto que no sabía que las gafas de sol no protegen un carajo contra la entrenada mirada de los paparazzi.

Se aproximó a los sectarios. Rozó el botón de grabar de su MP3 y apuntó el diminuto micro hacia ellos.

—¿Hola? —carraspeó—. Disculpe, me llamo Alberto. Soy un admirador de su religión, un estudioso de los credos del nuevo milenio, y me gustaría hacerles unas preguntas muy breves sobre…

—Kagnapak no responde a preguntas —le cortó en seco uno de ellos. Gael sonrió. Al menos ya tenía un nombre.

—¿Carg… napark?

—Kagnapak —corrigió la mujer—. Es el sobrenombre y a la vez el título de nuestro pastor. Su rango espiritual.

—Vaya… suena importante.

—En verdad lo es. Kagnapak es un hombre venido al mundo para ser importante.

—Déjale, no insistas —añadió un tercero, un hombre al que la dieta pobre en vitaminas aún no había conseguido borrar una chispa de inteligencia en su mirada—. Es un periodista. —Escupió la palabra de tal manera que a Gael le dieron ganas de pasarse una mano por la cara para desincrustarse la «P» y la «T».

—No, no lo soy, se equivocan —se defendió. Ésa era la mentira que mejor le salía, la que tenía más entrenada—. Puede que lo piensen, tras efectuar un razonamiento por otra parte lógico. Y lo piensan porque hago preguntas, pero, si se paran a meditarlo… ¿para qué estamos aquí, en este valle de lágrimas, si no es para hacer preguntas? ¿Qué sería del hombre y de la mujer si no formularan las cuestiones trascendentales adecuadas, y sólo las adecuadas, sobre su efímera existencia?

La mujer asintió. Comulgaba con ese pensamiento, o con uno muy parecido al que Gael había acertado tangencialmente.

—Quiero entender al Kagnapak —continuó—, saber cómo es ser como él, cómo llegar a tal rango de espiritualidad…

—El Kagnapak, como experiencia interior, sólo puede ser alcanzado por una persona a la vez en el mundo —explicó la mujer—. Y no puede ser entendido más que por esta persona. El Kagnapak, como ente consciente, es un humano trascendido que ha alcanzado el quinto nivel, igual que Jesucristo o el Buda.

—¿Quinto… nivel? ¿Y en qué nivel estamos nosotros?

—Nosotros aún estamos en el primero —sonrió ella con el aire benevolente del profesor que habla con un alumno especialmente torpe—, y en él seguiremos mientras vivamos en este planeta. Sólo el Kagnapak está preparado para vivir en la colonia de espíritus avanzados que hay en Ganímedes, junto con Jesucristo y sus apóstoles.

—¡Ganímedes! ¡Claro! —Gael se golpeó la frente—. Ya decía yo que no podía evitar soñar con ese planeta una y otra vez. Cada vez que lo veo en un almanaque me entra un cosquilleo en la punta de los dedos que hasta ahora no podía explicar. —Movió una mano nerviosa—. ¿Se dan cuenta? Por eso mismo estoy interesado en ustedes, en la organización a la que representan, ya que…

—Usted es el lobo que viene con piel de cordero —lo volvió a interrumpir el de la chispa en los ojos. Se le notaba más agresivo que los demás, a pesar de su aspecto de oveja mansa incapaz de comerse una brizna de hierba que su pastor no le hubiese ofrecido—. La gloria de los Ascendidos no está hecha para ser ninguneada por los agentes del Maligno, como ustedes, los periodistas. Dios se sacrificó por tus pecados igual que por los míos, sufrió torturas sin límite y llegó a entregar Su carne para que algunos, sólo algunos, comprendieran cuál era el verdadero camino y se lo mostraran a los demás. Me avergüenza ver cómo los ciegos siguen empecinados en no querer ver, aun cuando el verdadero sucesor del Cristo Redentor está ante vosotros, ofreciéndoos sin pedir nada a cambio un mensaje de salvación.

A Gael le dieron ganas de juntar las manos y gritar «¡Aleluya!», pero contuvo la lengua. Compuso su propia expresión de oveja descarriada y murmuró:

—Pero si eso es verdad… ¿qué hace su Kagnapak metido en una celda?

El sectario apretó los puños, tentado de olvidar el asunto ese de la otra mejilla y hacerle tragar su micrófono. Fue un grito proveniente de la propia habitación del «Kagnapak» lo que lo disuadió de rendirse ante tales pensamientos.

—¿Qué ocurre ahí? —preguntó el recepcionista, alarmado. Dejó atrás a Natalia y comenzó a avanzar por el pasillo, una sombra con más músculos que una película de bárbaros, en dirección a Gael. Éste se santiguó, aunque no fuera creyente. Si de verdad había fuerzas místicas operando en aquel lugar, era mejor ponerse de su parte.

La puerta de la habitación se abrió, y otros sectarios salieron a trompicones. En el interior, Gael pudo ver a un hombre de larga barba gris, vestido como un paciente de hospital, que se desgañitaba tirándose de la cabellera hasta arrancarse mechones enteros de raíz.

—¡Condenación! —gritaba el Kagnapak, fuera de sí—. ¡La perdición de la humanidad ha llegado! ¡Hemos roto los últimos sellos, profanado las últimas tumbas! ¡Ya no hay salvación posible para los humanos de nivel uno!

El cachas apartó sin demasiados miramientos a los seguidores de la secta y se metió en la habitación. Gael estaba seguro de que al verlo entrar, con esa pinta de toro furioso, de coloso de Rodas sobrado de esteroides, el Kagnapak se lo haría en el pañal.

Pero en lugar de amilanarse, le apuntó con un dedo y dijo, con los ojos saliéndose de sus órbitas:

—El mundo está a punto de devorarse a sí mismo. Sólo los bosques y las bestias prevalecerán.

Y cayó al suelo, sin sentido. Sus devotos estallaron en súplicas y amargos llantos y clamaron a los jovianos para que bajaran de una maldita vez a rescatarlos. Gael retrocedió hasta situarse junto a Natalia, guardando el micrófono. Ya había obtenido lo que quería de aquel loco. Los titulares de la edición del día siguiente serían espectaculares.

En ese momento no podía imaginarlo, pero en los años posteriores recordaría muy a menudo

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las palabras de aquel anciano que no llegó a sobrevivir para ver el holocausto. Y se preguntaría en innumerables ocasiones si el pobre viejo habría tenido en verdad alguna clase de visión sobre lo que estaba a punto de ocurrir, y si se habría llevado el secreto de la salvación a la tumba…

Gael aún se lo estaba preguntando cuando Pere descubrió la enfermería. Era un cuarto cerrado con llave, al que los internos no podían acceder salvo estando acompañados por un enfermero o un celador. La puerta estaba protegida con una cerradura electrónica, y era muy improbable que el dueño de la tarjeta estuviese cerca.

—¿Alguien tiene alguna idea para abrir esta puerta? —preguntó el militar, agotado. Blanca y Natalia lo ayudaron a sostenerse en pie. «Cuánto teatro por una simple herida en un brazo», se burló Gael. «Ya me gustaría ver a este tipo en la selva colombiana, con una herida de guerra y las tripas colgando llenas de mosquitos».

—Podríamos usar algo como ariete —sugirió Fulgencio—. O buscar una palanca y romper la cerradura.

—Mirad. ¿Qué creéis que están haciendo? —preguntó Blanca, con la cara pegada a una ventana. Los demás se acercaron y miraron al exterior sin asomarse demasiado. Sus alientos dibujaron mariposas en el cristal.

Estaban en el segundo piso del edificio. Desde allí se dominaba toda la calle, con sus comercios desvalijados, sus coches atascados en mitad de la calzada, acumulando tierra y brotes de mala hierba bajo las ruedas, los incendios lejanos que brillaban como rubíes y que no quedaba nadie para apagar… y una muchedumbre de Ellos, que caminaba ociosa en una misma dirección, despacio, cada individuo tirando de su propia sombra, como si fueran partículas de hierro orientadas magnéticamente por un imán. Había pellejos por todas partes, arrastrando los pies, los brazos y las cabezas colgando como badajos inertes, desplazándose en lenta procesión como un río de almas que jamás alcanzaría la desembocadura en el Paraíso. En completo silencio, ocupaban las calles colindantes al edificio cual ejército invasor despojado de banderas. Aquéllos que aún tenían globos oculares los mantenían orientados al cielo, al mismo sol que ya les habría quemado las pupilas de no haberse convertido éstas en burbujas de materia tumefacta.

—Quién sabe nada de los rituales de los muertos… —dijo Fulgencio—. Siempre les atrajo el cielo, no sé por qué. Es como si vieran algo allá arriba que a nosotros se nos escapa.

—¿El puente arco iris que comunica con Asgard? —aventuró Gael. Nadie le hizo el menor caso.

—Yo creo que un virus ha sido el causante de esto —apuntó Blanca—. Ha convertido a las personas en plantas que necesitan fotosíntesis. Una especie de seres vegetales que en realidad no están muertos, pero lo parecen.

—¿Ah, sí, listilla? ¿Y por qué no nos ha afectado a nosotros? —se burló el argentino.

—Yo nunca he tenido plantas en casa —argumentó la joven, como si fuera un razonamiento obvio.

—¿Queréis dejar de decir tonterías y ayudarme con esta maldita puerta? —protestó Pere. Natalia llegó corriendo por el pasillo; había encontrado algo.

—¿Esto te sirve?

Le entregó una tenaza de cortar cables, tan larga y pesada que tenía que sostenerla con ambas manos. Cuando Pere le preguntó de dónde la había sacado, ella se limitó a encoger los hombros y señalar al pasillo. El militar supuso que se habría topado con los restos de una reforma que se estaría haciendo en esa misma planta cuando estalló la crisis. Si se trataba de eso, significaba que podría haber más herramientas útiles cerca.

Pere cogió la tenaza y descargó un fuerte martillazo contra la puerta. Los demás se volvieron, alarmados.

080

—¡Cuidado con el ruido! —advirtió Fulgencio, chirriando los dientes. En la calle, algunos pellejos se habían detenido en su eterno deambular y miraban hacia los edificios, como si hubiesen escuchado un sonido lejano que, por el momento, no podían ubicar.

—Nos han oído —dijo Blanca, apartándose de la ventana.

—En esta calle debe de haber mucho eco; las aceras están muy separadas. Pero voy a entrar ahí dentro sea como sea —se obstinó Pere, y golpeó otra vez la puerta, con más fuerza y más ruido. Los mazazos resultaban avasalladores en medio de aquel silencio. A Natalia le dio la impresión de que veía temblar el cristal de la ventana, como si las vibraciones se transmitiesen por el suelo como ondas sísmicas.

Al final pudo más la terquedad del militar que la resistencia de la cerradura. Ésta se partió, tratando de activar una alarma que ya nunca más sonaría. La puerta pivotó sobre las bisagras, con la inercia del último golpe, y Pere pudo contemplar el fruto de su esfuerzo: una habitación redonda, con camillas de ruedas insuladas y un carro de parada cardiaca tumbado de costado. Las paredes estaban cubiertas por estantes llenos de botes de plástico etiquetados. Sólo podían ser medicinas. Pere se sentó sobre una de las camillas y procedió a limpiarse la herida; el hilo que había usado para coserla colgaba fláccido de algunos puntos de sutura, friccionando la piel y quemándola más que sujetándola.

—Au —gimió cuando Natalia procedió a limpiársela con una gasa—. Ojalá en el mundo real también bastase con hacer una tirada por sanar…

Natalia no entendió este último y críptico comentario, pero ayudó al militar a extraer el hilo sucio (más aus intercalados en medio de unos cuantos ouchs) y a ponerle un vendaje limpio.

Fuera, en el pasillo, Gael paseaba intranquilo. Odiaba los hospitales, sobre todo desde que eran feudo de Ellos; una especie de enormes supermercados en los que los podridos hacían su agosto devorando a los pacientes que no podían levantarse por sí mismos de las camillas o salir de las habitaciones. Que aquél fuera un centro psiquiátrico no cambiaba en exceso las cosas; es más, se sintió turbado al pensar en cómo sería para los pacientes despertar una mañana y darse cuenta de que el mundo exterior, ése que siempre habían usado como punto de referencia para darse cuenta de cómo de mal estaban ellos, se convertía en una pesadilla surrealista. En un grandguignol extraído de sus propios subtextos de interpretación caótica de la realidad.

Sólo había un lugar en el mundo que fuera más aterrador que un hospital, pensó, y eran los cementerios. En ellos, la tierra murmuraba con los gemidos de cientos de cadáveres que se retorcían en sus ataúdes, sin fuerzas para romper las tapas o las paredes de los nichos y salir al exterior. Si un humano vivo se arriesgaba a cruzar la verja de un camposanto y pegaba el oído al suelo, podía oírlos raspar la madera de las cajas, escarbar en la tierra con las uñas o tragarse los gusanos. Los cementerios eran avisperos con los insectos atrapados en las celdillas, zumbando en el interior de sus agujeros en un baile de San Vito agonizante.

La Voz de su profesor de tercer curso encontró una manera de arreglar el dial estropeado de su cabeza y retomó la eterna diatriba. Casi siempre limitaba su intervención al complejo de inferioridad de Gael y a su necesidad de descargarlo con las mujeres, pero esta vez reflexionó sobre su propio futuro:

¡Ah, estás ahí! ¡Eh, Gaelcito, pensé que te había perdido! Pero siempre vuelves a por más, ¿verdad? Sí, sabes perfectamente que la única opción que tienes de salvarte es darte cuenta de la verdad y asumirla. Algún día tú y tus amiguitos estaréis tan muertos como esos pellejos que vagan por las calles, huérfanos irredentos de la Gracia Divina. Estaréis tan desgastados como ellos, ¿y qué será de vosotros a partir de ese momento? ¿Te consolaba pensar que la muerte era el final? Hay un nicho para ti, Gael, esperando por tus huesos en alguna parte. Estará cerrado, y tú te retorcerás en su interior hasta que no seas más que polvo, bailando en una prisión oscura de uno por dos metros durante años y años y años y años y años. Y lo mejor de todo es que yo estaré allí para recordarte lo malo que has sido, una y otra vez, una y otra vez, una y otra vez, una y otr…

—Cállate, joder… —Otro golpe en la frente. Sonó hueco, como si detrás del hueso no hubiese nada. A este paso se iba a tatuar los dedos encima de los ojos, pero era mejor que soportar los sermones una y otra vez.

Gael se sintió como lo que realmente era. No un emigrante con miedo de convertirse en un don nadie, sino un hombre atrapado en el presente, sin valor para extrapolar el futuro (el nicho te espera, Gael. ¿Lo quieres tapizado en oro o con una máquina del millón en una esquina?) ni ganas de mirar hacia el pasado. Allí había demasiadas puertas cerradas con demasiados recuerdos acechando tras ellas.

Entonces se dio cuenta de algo tremendamente obvio: se le ocurrió («céntrate en el Ahora, venga, por tu bien») que todavía tenía que haber pacientes en aquel edificio, encerrados en las celdas. Claro, cuando todo se fue al carajo el mundo se convirtió en una montaña rusa de terror, un juego del escondite en el que no había tiempo para pensar, sino sólo para reaccionar y largarse. La frágil entelequia que llamaban «civilización» se derrumbó asombrosamente rápido, sin dar tiempo a los que administraban los recursos para dejar todos los cabos bien ata dos. Ningún médico se preocupó por la suerte de los psicópatas metidos en las celdas; estaban demasiado ocupados corriendo a sus casas para ver si los panteones familiares se habían convertido en discotecas.

Así que si ningún pariente cercano los había venido a buscar… significaba que los psicópatas que pudiera haber en el sótano aún seguían allí. O se habrían muerto de hambre y serían pellejos atrapados para siempre en una enferma pantomima de amos y esclavos.

Se estaba estremeciendo de miedo cuando lo escuchó. Era un llanto, pero no de un adulto, sino de un bebé. Y provenía de algún lugar al fondo del pasillo.

079

—¿Lo habéis oído? —preguntó a los demás.

Fulgencio asintió, pálido.

—Esperaba que hubiese sido una alucinación —rezongó—. Pero si tú también lo has oído…

—Lo he oído.

Gael se aproximó a la esquina del pasillo, donde se abrían las puertas de los ascensores. Con extremo cuidado se pegó a la pared y asomó, milímetro a milímetro, la cabeza, para echar una ojeada. El sonido retumbaba y jugueteaba con los ecos, como si en lugar de un edificio construido para ser útil y feo, tan al estilo de los noventa, el hospital fuese una insigne catedral tallada en piedra.

Los milímetros se acumularon y se convirtieron en una panorámica del nuevo pasillo. Había puertas cerradas y más ascensores al fondo, pero algo se movía en dirección a la esquina tras la que se ocultaba Gael. Una mujer de vientre abultado, vestida como un paciente (con una bata estampada con rosas azules y rayas horizontales), se tambaleaba con el andar inseguro propio de los pellejos, ese continuo caer hacia delante en equilibrio. Era alta, delgada, y exhibía una mata de pelo muy sucio, al estilo rasta, que le ocultaba las facciones como un raído telón de teatro. Su inmensa barriga de embarazada sobresalía de la bata, partiéndola en dos y dejando ver unos muslos desnudos y un triángulo de pelo rizado que abrazaba el vientre desde abajo. La piel de ese vientre estaba rajada por algunos sitios, como si lo hubiesen atacado con un cuchillo de cocina, formando pequeñas saeteras desde las que se podía ver el interior del útero.

Y de ese turbio y gelatinoso interior surgían los llantos de un niño.

Gael se ocultó tras la esquina, respirando con dificultad. El corazón le tocaba la sinfonía de la taquicardia en do mayor en el pecho. Lo que había visto no era una alucinación: era real, un espanto más a sumar a la lista de horrores insoportables con los que se había topado hasta entonces (y los que le quedaban por ver, temió).

Y ese espanto, por desgracia, en lugar de alejarse hacia el ala opuesta del edificio, se acercaba directamente hacia ellos.

—¿Qué ocurre? —preguntó Fulgencio, al ver que el argentino volvía a toda prisa—. ¿Qué has visto?

—Mejor no preguntes. Tenemos que volver al piso de abajo, ¡rápido!

Natalia y Pere aún no habían terminado de hacer la cura de emergencia. Blanca había sacado un móvil de su bolso fashion, un Nokia enfundado en un protector rosa con forma de osito, y lo estaba moviendo por encima de la cabeza, como una banderola, a ver si ganaba una mínima cobertura.

—¡Mierda! —protestó cuando el aparato consumió sus últimos latidos de energía—. ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Cuando lo compré me dijeron que ésta batería aguantaría meses sin tener que recargarla! ¿Dónde voy a encontrar ahora un enchufe que funcione?

Gael la empujó a un lado, sin miramientos, y le dijo al militar:

—¡Viene un pellejo!

Pere se incorporó en la camilla.

—¿Qué estás diciendo? ¿Dónde?

—¡Por el pasillo! ¡Es una mujer!

Natalia lo miró con ojos desorbitados. Su atención no estaba puesta en la vista, sin embargo, sino en su sentido del oído.

—¿Qué es eso que se oye, un llanto de niño? —preguntó.

Gael agarró a Pere por el hombro.

—¡Vamos, tío, tienes que hacer algo!

El militar se apeó de la camilla, se bajó la manga de la camisa, cubriendo el vendaje, y agarró con ambas manos la tenaza de cortar cables. Parecía un guerrero de la antigüedad con una maza o un martillo de guerra, ansioso por descargarlo sobre la cabeza de quien fuese… estuviera ya muerto o no.

Pere salió al pasillo. Gael y Natalia iban detrás, como pollitos tras la sombra de la madre. Fulgencio y la adolescente esperaron junto a la ventana.

La mujer embarazada dobló la esquina. Todos contuvieron el aliento al verla. Los llantos desesperados de aquel niño eran más fuertes que nunca. Ahora se veía algo más, una manita que surgía por una de las saeteras del vientre de la mujer, cinco deditos cubiertos de sangre que suplicaban ayuda.

El terror paralizó a cuatro de los cinco humanos que contemplaban aquel grotesco cuadro. El quinto era Natalia, que lanzó un terrible grito de venganza, le arrebató la tenaza a Pere y salió corriendo hacia el zombi como poseída por una furia irracional.

—¡Natalia! —exclamó Gael, sin poder creer lo que estaba viendo—. ¡Estate quieta, estúpida!

Pero su mujer no le escuchaba. Arremetió contra la embarazada como un rinoceronte ciego y le clavó los dos mangos acabados en punta de la tenaza en el pecho, bien separados del abdomen. La pellejuda ni siquiera se quejó (ninguno de Ellos podía sentir dolor), pero reculó hasta quedar atrapada entre la tenaza y la pared. Natalia estaba a punto de hacer brotar espuma de su boca, y volcaba todo su peso en la herramienta para mantener a la mujer lejos de ella. Los brazos de la pellejuda trataron de alcanzarla, de clavarle las uñas podridas, mientras su boca rugía algo parecido a un desafío caníbal. El bebé atrapado en su vientre no paraba de chillar.

—¡Muere, maldita seas! —gritó Natalia. Pere llegó hasta ella y clavó su cuchillo de supervivencia en el cuello de la pellejuda, pero aparte de hacer caer su cabeza hacia un lado en un ángulo imposible, no consiguió nada más.

—¡Ayudadme a llevarla hasta la ventana! —ordenó, y agarró la tenaza, sumando su fuerza a la de Natalia. Gael y Fulgencio orbitaban alrededor de ellos, sin saber realmente qué hacer. Los brazos de la pellejuda eran látigos que fustigaban salvajemente, alargándose un milímetro con cada sacudida, como si fueran a separarse de los hombros que los sostenían. Ninguno se atrevía a internarse en ese letal perímetro.

Natalia seguía empeñada en sacar de sus casillas a Gael: primero se había lanzado de cabeza al peligro, poniéndose al alcance de las fauces de aquel engendro famélico, y ahora se puso de rodillas, agarró el cuchillo de Pere (que había caído al suelo) y acabó de rajar la barriga de la pellejuda. La sangre vieja embalsada entre las paredes del útero había adquirido la consistencia de un esmalte.

—¡Acorraladla contra la ventana! —dijo Fulgencio, y tanto Pere como Gael empujaron la tenaza para obligarla a moverse. La pellejuda exhalaba mudos gritos de furia de su garganta destrozada, sin enterarse de lo que pasaba a unos pocos centímetros de distancia, por debajo de su esternón.

Como si estuviese poseída por una fuerza externa, extraterrestre, la frágil y asustadiza Natalia metió sus manos en el vientre de la pellejuda y sacó del calabozo de carne al niño, que seguía llorando.

Estaba vivo.

078

En cuanto tuvo a la pellejuda contra el cristal, Pere hizo un último esfuerzo y la empujó hacia fuera. La ventana se rompió. Tanto el cuerpo de la mujer como los pedacitos de vidrio cayeron sobre el jardín que rodeaba el edificio.

Pere se asomó. La pellejuda todavía estaba moviéndose, pero al tener la cabeza colgando por un lado del cuerpo, sus ojos le enviaban información contradictoria y no hacía más que arrastrarse en círculos. Pero tanta actividad tuvo un efecto negativo: llamó la atención del resto de los pellejos que deambulaban por la calle. Como si fuesen las piezas de un único y descomunal mecanismo, todos y cada uno de ellos volvieron la cabeza hacia el hospital, y en concreto hacia la ventana donde estaban Pere y Gael.

Los habían visto.

—Tenemos que salir de aquí —urgió el militar. Dejó la tenaza en el suelo y recuperó el cuchillo de combate. Blanca también enfundó su herramienta, el móvil rosa, con el ademán típico de los soldados de las fuerzas especiales.

Gael ayudó a Natalia a levantarse. El niño no era un recién nacido, eso estaba claro: parecía tener por lo menos dos o tres meses, tenía los ojitos muy abiertos y muy azules. Seguía llorando, pero supo reconocer una cierta calidez en los brazos de Natalia que no existía en el útero de aquel cadáver; un familiar hálito de vida que lo tranquilizó un poquito.

—¿Qué has hecho? —preguntó Gael, exasperado—. ¿Es que te has vuelto loca? ¿Cómo se te ocurre sacar de la barriga del maldito pellejo a ese crío?

Natalia se retiró un poco, el niño bien sujeto en los brazos como si fuese su mayor tesoro, lo más valioso que hubiera encontrado nunca. Una parte de su yo interno sabía que lo que había hecho era una locura, y que la Natalia que había existido hasta ahora dentro de ese cuerpo jamás lo habría hecho. Pero esta Natalia era distinta. Sus pensamientos se hicieron extraordinariamente nítidos y adquirieron la brillantez de unos cromados recién bruñidos.

Gael, que sabía que un niño pequeño iba a suponer una carga pesadísima para ellos, insistió:

—Tienes que dejarlo aquí, no nos queda más remedio. Es una putada, lo sé, pero no podemos llevárnoslo con nosotros.

—Sí podemos —dijo Natalia. Su voz era fría, distante, con un temple que Gael no había escuchado nunca.

—¡Te he dicho que lo dejes aquí! ¡Si otro quiere hacerse cargo de él que lo haga, pero tú no te vas a quedar con él!

—No —dijo su mujer, y esta vez lo miró a los ojos. Y Gael enmudeció. Había algo nuevo en la mirada de Natalia: el resplandor de una furia, de un incendio interior, que ni siquiera él podría apagar. Un halo devastador.

Asustado, Gael se apartó de ella.

—¿Qué estás diciendo…?

—Te he dicho que no. Voy a llevarme a este niño, te guste o no. Y si pretendes obligarme a soltarlo… —Hizo un gesto con la cabeza al cuchillo de Pere. El militar hizo un gesto afirmativo con la cabeza, como si le diera permiso para contar con él cuando lo necesitara. Su expresión seguía impávida, desafiante, pero sus ojos se reían.

La comitiva se puso de nuevo en marcha. Recogieron todo el material sanitario que podían cargar y descendieron al piso inferior, con Pere encabezando la marcha. Fulgencio iba en segundo lugar, y tras él las dos mujeres, con Natalia en el centro, bien protegida.

Gael se quedó inmóvil, viendo cómo se marchaban. La Voz estaba allí otra vez, tan atónita como él, pero no le soltó ningún discurso amargo ni ninguna diatriba humillante. Ningún «ya te lo dije» o «esto te pasa por desviarte del buen camino».

Lo único que hizo fue descojonarse, como si su lovecraftiano profesor de tercer curso se estuviese partiendo el culo de la risa en su púlpito de moralidad.

077

Descendieron a toda prisa las escaleras hasta el primer piso. Pere se dirigía hacia el vestíbulo, rogando porque la calle todavía estuviese un poco despejada, pero se equivocó. Docenas de pellejos se agolpaban contra las puertas de cristal del sanatorio. Dentro de poco alguno descubriría cómo hacerlas girar e invadirían el recibidor.

—No podemos salir por ahí —constató. Los demás se apretaron contra él, buscando seguridad.

—¿Y qué hacemos? —se desesperó Fulgencio.

Pere miró a las escaleras. Éstas ascendían, comunicando con los pisos superiores, pero también bajaban a los sótanos. Los mismos en los que Gael había imaginado celdas llenas de psicópatas muertos de hambre, deseosos de que algún incauto cayera en sus redes para hacerle cosas innombrables, sólo explicables bajo el prisma de la demencia extrema.

—Bajemos —decidió Pere. Si subían, no harían más que meterse en una trampa. Aquel edificio estaba separado de los colindantes por el espacio del jardín y además el de una calle. Jamás podrían alcanzar los otros bloques saltando de azotea en azotea. Pero tal vez hubiese una conexión con el alcantarillado allá abajo, en la oscuridad.

Todos estuvieron de acuerdo. Bajaron respetando el orden de marcha, e incluso Gael se sumó a la comitiva. Anduvo en último lugar, separado unos metros de los demás, mirando a Natalia y al bebé con odio contenido.

La Voz seguía partiéndose de risa en su cabeza.

Encontraron un par de puertas abiertas. Se suponía que eran de seguridad, pero alguien se las había dejado entornadas en la prisa por huir de allí. Pere cogió la linterna y barrió los pasillos.

—Esto es un laberinto —murmuró.

Llegaron a un sótano industrial, lleno de tuberías, máquinas durmientes y charcos de agua filtrada a través de grietas. La red de tuberías surgía del techo y se enmarañaba y retorcía y alambicaba sin sentido alguno, manchándose de óxido y de excrementos de rata a medida que extendía sus tentáculos por el subsuelo. Seguir sus vericuetos era como sumergirse en una pesadilla firmada por Terry Gilliam, en uno de sus futuros distópicos llenos de cañerías corrugadas.

«Al menos no hay celdas acolchadas», se alegró Gael.

—¿Qué estarían fabricando aquí? —quiso saber Blanca, alejándose de las manchas de óxido para que no le estropearan el vestido.

—No tengo ni idea —dijo Pere, igual de asombrado que ella.

—Siempre que vemos máquinas pensamos que sirven para fabricar algo —terció Fulgencio—. Pero no tiene por qué ser así. Pueden ser máquinas pensadas para destruir, no para crear.

—Ya, ¿pues sabes lo que te digo? Que me importa un carajo —decidió el militar—. Lo único que me interesa es saber si tienen alguna conexión con la calle, o con otro túnel, no para qué sirven.

Fulgencio colocó una mano en una de las tuberías. Las raíces de los árboles que había en el nivel superior habían taladrado un paso a través del cemento y se habían abrazado a ellas.

Frunció el ceño, mirando aquellas raíces. Por un momento le había parecido que…

—Vamos, sigamos caminando —suplicó Natalia—. El niño tiene mucho frío.

El bebé temblaba bajo la manta sanitaria que le había procurado su nueva nodriza. Ahora estaba callado, mirándolo todo con curiosidad, con sus manitas asidas al cabello de Natalia.

Gael seguía mirándolo con aprensión, pero no dijo nada. Ya habría tiempo para poner los puntos sobre las íes.

—¿De dónde habrá salido este crío? —preguntó el militar, mientras seguían avanzando túnel adentro—. No me creo que su madre haya muerto y él haya seguido creciendo como si nada en su vientre. En todo caso se habría convertido en un feto zombi, ¿no?

—No tengo ni idea —dijo Natalia—. Pero a estas alturas ya nada me sorprende. Tal vez la madre muriera y él no.

—¿Y de qué se ha estado alimentando durante dos meses?

—Puede que alguien lo escondiera allí —intervino Blanca, encogiéndose de hombros. Los demás la miraron—. No estoy diciendo ninguna tontería —se sonrojó—. Si yo fuera una madre desesperada por salvar a mi hijo, y estuviese rodeada por pellejos, lo metería en el único sitio donde ellos nunca buscarían.

A Pere le costó un poco, pero acabó coincidiendo.

—Tiene sentido. Pero es una decisión tan radical…

—Radical es que se coman a tu hijo sin que puedas hacer nada por evitarlo.

—Pero si esa hipótesis fuera cierta… —intervino Fulgencio—, significa que la madre de esta criatura tuvo que estar viva y alimentándola hasta hace muy poco tiempo. Menos de un día, por fuerza; los bebés no aguantan mucho cuando los abandonan.

«Más supervivientes», comprendió Gael; «puede que haya más gente viva ahí fuera. Escondidos como cucarachas, igual que nosotros, y viviendo de las comidas en conserva que puedan saquear antes de que el calor las estropee».

—A lo mejor deberíamos intentar encontrar a su familia —propuso.

Natalia le lanzó una mirada capaz de cortar el acero.

—Si vemos a alguien más que esté vivo y respirando, le preguntaré si conoce a la familia de este bebé. Hasta entonces se quedará conmigo.

Siguieron avanzando por el laberinto de tuberías. Estar rodeados de toda aquella tecnología gigeriana resultaba chocante, pues ninguno podía imaginar cuál era su función, ni por qué retorcido motivo un hospital psiquiátrico podía necesitar tantos tubos o tantas válvulas. Pero estaba claro que, si seguían moviéndose en la misma dirección, acabarían por sortear por debajo la muchedumbre de pellejos y salir a una calle paralela.

Por desgracia, la única salida que encontraron llevaba a un lugar muy diferente.

076

Era una puerta metálica con los bordes redondeados, como las esclusas de un buque de guerra. Estaba encajada en una pared frente a un árbol de levas, los folículos oxidados de un anciano barbado, y con la piel llena de erupciones y pústulas con forma de válvulas de presión.

Aquella puerta parecía ser la única salida del complejo, pero ninguno se acercó para comprobarlo. Delante de las tuberías, desplomados sobre el suelo de cemento, había dos cuerpos. O lo que quedaba de ellos. Uno era el de una mujer desnuda, encadenada a la pared con una cadena y con hilachas de sangre seca colgando de sus labios. El otro era el de un hombre desmembrado, con la garganta desgarrada y la mitad de las tripas esparcidas por el suelo, a su alrededor. Vestía un pijama de color crema, con números y un código de barras en el cuello.

Por la posición de ambos cuerpos, la escena sugería que la mujer encadenada se había comido al paciente.

—Por Dios bendito… —sollozó Natalia, ocultando al bebé para que no viera nada de aquello.

—No tenemos tiempo para esto —dijo Pere. Clavó la punta del cuchillo en el pie del desgraciado y tiró de él, apartándolo unos metros. La mujer, estando tan bien sujeta a la pared, iba a ser más difícil.

—No se mueven —señaló Blanca—. Están muertos, pero no se mueven —dijo como si fuera una paradoja.

—Es verdad. Aun así, prefiero no fiarme. —Pere levantó el cuchillo—. Mejor que no miréis.

Todos volvieron las cabezas. Pere lanzó tajos con el cuchillo, directos a las muñecas de la chica, como si estuviera cortando un árbol. Cuando llegó al hueso, sin embargo, no tuvo más remedio que serrar; dio media vuelta a la hoja y usó la parte dentada del metal, moviendo el cuchillo hacia delante y hacia atrás como una sierra.

—¿Cuánto puede durar esto? —preguntó Gael.

—No sé a qué te refieres —dijo Fulgencio, tratando de tapar con su voz la rapsodia de metal contra hueso que se oía de fondo.

Por el mismo motivo, Gael siguió hablando:

—A la invasión de los pellejos.

Fulgencio resopló. Se había hecho esa pregunta muchas veces.

—Por definición, durará mientras haya humanos que mueran. Sea lo que sea lo que los levanta después de fallecer, no afecta ni a los animales ni a las plantas. Hasta ahora yo no he visto ningún perro o gato que sea un muerto viviente, ¿y tú?

—Yo tampoco. Esta maldita plaga sólo nos afecta a nosotros.

—¿Sabes qué? Poco después de que empezara el holocausto, me escondí en un zoológico. Me di cuenta de que esta plaga, si se le puede llamar así, tampoco afectaba a los monos, por mucho que se nos parezcan genéticamente.

—Pues qué suerte… Ojalá fuera un chimpancé o un bonobo comedor de nueces en lugar de un ex periodista.

—Los pellejos no tardan mucho en descomponerse. Se degradan y se convierten en polvo a la misma velocidad que un cadáver normal, no importa las ganas de marcha que tengan. Esto implica que, si no muriese absolutamente nadie más a partir de hoy… —Fulgencio hizo cálculos en silencio, y resolvió—: No quedarían pellejos sobre la faz de la tierra en menos de dos años.

—Sólo quedarían restos.

—Sólo restos. Sin redes tróficas ni de putrefacción que se hicieran cargo de ellos.

—¿Y cómo se supone que vencen el rigor mortis, si continúan descomponiéndose a la misma velocidad de siempre?

Fulgencio hizo una mueca. Ése era un cabo que él ya había atado.

—Te has fijado en cómo se mueven, ¿no? Como si fueran marionetas torpes. Quizás sea ésa la explicación. Están luchando contra el rigor mortis que les paraliza los músculos.

Gael miró por encima del hombro. Pere había terminado de separar una de las manos de la chica de su antebrazo (que ahora colgaba como un muñón negro y descosido), y se disponía a hacer lo mismo con la siguiente. Las mujeres se habían hecho fuertes en torno al bebé, acunándolo en sus brazos y cantándole una nana sudamericana muy famosa, que tenía que ver con pájaros y cascadas de plata.

—Hombre, supongo que se puede mirar de manera optimista. —Sonrió de medio lado—. Hay que dar gracias de que sean los muertos los que regresan, y no la gente viva la que se va. Eso sí que sería terrible, ¿no?