Al publicar sus Epodos como libro, Horacio los encabezó con uno que, sin duda, no es de los más antiguos y que por su contenido y tono no puede considerarse como típicamente yámbico. Sí es, en cambio, una emocionada declaración de su afecto hacia su protector Mecenas, que queda así señalado como dedicatario de toda la colección. La circunstancia histórica del poema parece ser la de los preparativos de la ofensiva naval que César Octaviano coronaría el 2 de setiembre del 31 a. C. con su gran victoria sobre M. Antonio y Cleopatra en Accio, frente a la costa N.O. de Grecia. La pieza se inicia como un propémptico en honor del amigo que va a partir en una expedición llena de riesgos (1-4). Pero de inmediato el poeta expresa su deseo de acompañarlo en ella, pues aunque nada pueda hacer por ayudarlo, menor será su sufrimiento estando a su lado que teniéndolo lejos; al igual que el ave que no abandona a sus polluelos aunque no alcance a librarlos del peligro (5-22). Horacio está dispuesto a afrontar cualquier combate por el afecto de su amigo, no buscando que acreciente los generosos donativos que ya le ha hecho. Está satisfecho con lo que tiene, y ni piensa esconderlo como un avaro ni malgastarlo como un manirroto (23-34).
Fraenkel (1957, 71: 287) sostiene que Mecenas no llegó a embarcarse, en tanto que otros creen que sí lo hizo e incluso que Horacio lo acompañó en la empresa (véase nuestra nota introductoria al Epodo 9).
En naves liburnas[1631] marcharás entre altos castillos de navíos, amigo Mecenas, presto a afrontar todos los peligros de César con el tuyo.
5 ¿Qué he de hacer yo, para quien es grata la vida si tú vives y, si no, una carga insoportable? ¿Acaso, como tú me mandas, he de prolongar un ocio que sin ti no es grato, o he de sobrellevar 10 estos esfuerzos con el ánimo que cuadra a los hombres que no son unos cobardes? Los sobrellevaré, y ya sea por las cimas de los Alpes y del inhóspito Cáucaso[1632], ya hasta la última ensenada 15 de Occidente, he de seguirte con pecho valeroso. ¿Me preguntarás en qué puedo ayudar a tus esfuerzos con los míos, yo, que no soy hombre de guerra ni de grandes fuerzas? Yendo contigo sentiré menos el miedo, que más aqueja a los que están ausentes; al 20 igual que el ave que cuida a sus implumes pollos más teme que hasta ellos se deslicen las serpientes cuando solos los deja; y no porque, de estar con ellos, les pueda prestar mayor auxilio.
De buen grado lucharé en ésta y en todas las campañas, 25 puesta en tu afecto la esperanza; no para que brillen mis arados atados a más bueyes, o para que mis rebaños, antes de que surja el astro ardiente, cambien los pastos de Calabria por los de 30 Lucania[1633]; ni para que mi villa, espléndida, toque los circeos muros de Túsculo[1634] en su altura. Bastante y de más tu bondad me ha enriquecido; no voy a juntar caudales para sepultarlos bajo tierra, como el avaro Cremes[1635], ni para derrocharlos como un disipado calavera.
El Beatus ille es el modelo clásico de elogio de la vida campesina, al lado del final del libro II de las Geórgicas (458 ss.) de Virgilio, del que tal vez depende (véase la nota introductoria de Watson). Entre sus muchos traductores se cuenta Fray Luis de León, que además se inspiró en él para su Oda a la vida retirada (véanse: M. Menéndez Pelayo, Bibliografía Hispano-Latina Clásica, Madrid, Editora Nacional, 1951, V: 11 s., 307 ss.; y VI: 51 s.; G. Agrait, El «beatus ille en la poesía lírica del Siglo de Oro», Méjico, 1971; V. Cristóbal, “Horacio y Fray Luis”, en D. Estefanía (ed.), Horacio. El poeta y el hombre, Madrid, Ed. Clásicas, 1994: 163-189). Tras un preámbulo en el que se pondera, al modo de Od. I 1,9 ss., la vida del campesino en contraste con la del soldado, la del marinero y la del ciudadano de la urbe (1-8), viene una antología de sus tareas tradicionales: la poda y la rodriga de las viñas, la custodia del ganado, el injerto de los frutales, la elaboración de la miel, el esquileo de las ovejas, la recolección de las frutas y la alegre vendimia (9-22). Sigue una evocación de los placeres del campo: la siesta bajo el árbol o sobre la hierba, al arrullo de las aguas y los pájaros; y llegado el invierno, la caza mayor y menor (2338). Horacio recuerda luego la sencillez de la vida rural, en contraste con los lujos de la ciudad: la fiel esposa que ayuda en las tareas y saca adelante a los hijos; que tiene encendido el hogar a la llegada del cansado esposo y, tras ordeñar al ganado, sirve una cena casera regada por un vino nuevo. Ni los pescados y mariscos más exquisitos, ni las más exóticas piezas de caza se igualan a las olivas y a las sencillas hierbas y verduras que come el labrador, ni a los corderos y cabritos que en su casa se cocinan (39-60). Cierra el encomio de la vida campesina un breve idilio: una escena del atardecer, en el que vuelven a casa los bueyes cansados del trabajo y los “esclavillos” —que decía Fray Luis— se agrupan en tomo al hogar. Hasta aquí, según habrá observado el lector, todo el texto está entrecomillado; pues, en efecto, Horacio lo escribe pero no lo suscribe como suyo (aunque seguramente era tal su pensamiento): con «la técnica epigramática del aprosdóketon [‘lo inesperado’]) (Romano), nos descubre que todo lo dicho eran palabras de un usurero que, además, ya ha dejado en el saco de las buenas intenciones su idea de hacerse labrador (61-66).
»Feliz aquel que de negocios alejado, cual los mortales de los viejos tiempos, trabaja los paternos campos con sus bueyes5 de toda usura libre[1636],. A él no lo despierta, como al soldado, la trompeta fiera ni teme al mar airado; y evita el Foro y las puertas altivas de los ciudadanos poderosos[1637].
10» Y así, o bien casa los altos chopos con los crecidos sarmientos de las vides[1638], o bien, en un valle recoleto, contempla las errantes manadas de mugientes reses; y cortando con la podadera las ramas que no sirven, otras más fértiles injerta; o ex15 prime mieles que guarda en limpias ánforas, o esquila a las débiles ovejas. Y cuando el otoño asoma por los campos su cabeza, de dulces frutas ataviada, ¡cómo goza recogiendo las peras que ha injertado y uvas que rivalizan con la púrpura, para20 ofrecértelas a ti, Priapo, y a ti, padre Silvano, que guardas los linderos[1639]!
»Ora le place tenderse bajo una añosa encina, ora sobre el césped bien tupido. Entretanto, las aguas corren por riberas25 hondas[1640], se quejan las aves en los bosques, y suenan las fuentes al manar sus linfas, invitando a entregarse a dulces sueños. Mas cuando la invernal estación de Júpiter tonante apresta las30 lluvias y las nieves, o bien a los fieros jabalíes acosa de aquí y de allá, con muchos perros, hacia las redes que les cortan la escapada, o con la percha pulida tiende ralas mallas para engañar a los voraces tordos[1641]; y caza con el lazo la tímida liebre y la35 emigrante grulla, trofeos placenteros. ¿Quién no se olvida, en medio de todo esto, de las malas cuitas que provoca Roma[1642]?
»Y si una mujer honesta arrima el hombro en la casa y con40 los dulces hijos —una como son las sabinas o la esposa del ápulo ligero[1643], quemada por los soles—; si ella amontona viejos le45 ños en el hogar sagrado a la llegada del cansado esposo, y encerrando el lozano rebaño entre trenzados zarzos, vacía las hinchadas ubres; y tras verter del dulce jarro vinos nuevos, prepara 50 una comida no comprada[1644], entonces no han de placerme más las ostras del Lucrino, ni el rodaballo o los escaros[1645], si es que alguno hacia este mar desvía el temporal que truena en las olas del Oriente. Ni el ave africana ni el jonio francolín[1646] bajarán 55 más gratos a mi panza que la oliva elegida de las ramas más pingües de los árboles, o la hierba de la acedera, amante de los prados, o las malvas saludables para el cuerpo enfermo, o la 60 cordera sacrificada en las fiestas Terminales[1647], o el cabrito arrebatado al lobo[1648].
»Entre estos festines, ¡cómo agrada ver a las ovejas corriendo a casa ya pacidas, ver a los cansados bueyes arrastrando el arado vuelto[1649] sobre el cuello lánguido; y a los siervos nacidos65 en la casa, enjambre de una finca acaudalada, sentados en tomo a los lares relucientes[1650]!».
Una vez que dijo todo esto, el usurero Alfio[1651], que estaba a punto, a punto de hacerse campesino, reembolsó todos su cuartos el día de las idus,… y ya busca dónde colocarlos en las calendas[1652].70
Estamos, al fin, ante un epodo de tono yámbico, aunque a la postre desleído por el sentido del humor. Al poeta le ha sentado fatal un plato condimentado con mucho ajo, y por ello empieza proponiendo que el indigesto bulbo, que tanto place a los labradores, sustituya a la cicuta como pócima destinada a los condenados a muerte (1-4). El ajo es, en efecto —dice Horacio— un veneno digno de los bebedizos de la bruja Canidia e incluso de los de la mítica maga Medea. Sus ardores son más insoportables que los del sol que abrasa la árida Apulia y los de la engañosa túnica que acabó con Hércules (5-18). Al final, Horacio nos descubre que el responsable del desaguisado ha sido Mecenas, al que desea que, si insiste en abusar de tan áspero condimento, ninguna moza acepte su beso ni su cercanía en el banquete.
Si alguna vez alguien, con impía mano, a su anciano padre le partiere la garganta, que le hagan comer ajo, que daña más que la cicuta[1653]. ¡Oh duras tripas de los segadores[1654]!
5 ¿Qué veneno es éste que se ceba en mis entrañas? ¿Acaso se coció con estas hierbas, sin yo saberlo, la sangre de una víbora? ¿O es que estos manjares tan dañinos han andado en manos de 10 Canidia[1655]? Una vez que Medea[1656] se prendó del paladín que entre todos los Argonautas más resplandecía, con esto[1657] untó a Jasón, cuando a los toros iba a atarles el yugo que ignoraban; con esto embadurnó los dones con que se vengó de su querida, para luego huir en la serpiente alada. Ni semejante calor de los astros cayó15 jamás sobre Apulia la sedienta[1658], ni más violento ardió sobre sus hombros el regalo que al esforzado Hércules[1659] le hicieron.
Y si alguna vez semejante cosa te apetece a ti, Mecenas[1660], que eres tan gracioso, ojalá tu moza pare tu beso con la mano y se recueste al otro extremo del triclinio[1661].
Con la crudeza tradicional del yambo jonio, Horacio arremete en esta pieza contra un parvenu al que los comentaristas antiguos pretendieron identificar con Pompeyo Mena (o Menodoro), liberto de Sexto Pompeyo y comandante de su flota, aunque parece más probable que estemos ante una figura convencional (Mankin). Watson (151 s.) trae a colación un poema de Anacreonte (fr. 388 Page, trad. de F. R. Adrados en Lírica Griega Arcaica, vol 31 de esta B.C.G.: 410) también dirigido contra un arribista que aún llevaba en su cuerpo los estigmas de la servidumbre. Nuestro poeta promete eterna enemistad a este antiguo esclavo, que aún lleva en su cuerpo las señales de los azotes. De nada le servirá pasearse solemnemente por el centro de Roma, a no ser para suscitar la indignación de las gentes (1-10). Éstas, en efecto, murmuran al verlo: ¿cómo semejante individuo puede ser ahora un rico propietario, exhibirse en su carroza y sentarse en el teatro entre los caballeros? ¿Para qué perseguir a los piratas y esclavos fugitivos cuando ese hombre ha llegado a tribuno militar? (11-20).
Cuanta discordia les ha tocado en suerte a lobos y corderos, tanta es la que tengo yo contigo, que tienes los lomos abrasados por las sogas de la Hiberia y las piernas por la dureza de los ce5 pos[1662]. Aunque andes presumiendo de tus cuartos, el linaje no lo cambia la fortuna. ¿No ves cómo, cuando mides la Vía Sacra[1663] 10 a grandes pasos, con una toga de seis codos[1664], la más abierta indignación hace volver la vista a los viandantes? «Éste, al que los vergajos de los triunviros rajaron hasta que estuvo harto el pregonero[1665], ara mil yugadas de una finca de Falerno[1666], desgas15 ta el pavimento de la Vía Apia con sus cuartagos galos[1667] y, haciendo a Otón de menos, se sienta como un gran caballero en las primeras filas[1668]. ¿A qué viene llevar tantas naves de pesados espolones contra piratas y bandas formadas por esclavos[1669], cuando éste —sí, éste— es un tribuno que manda a los solda20 dos?»[1670].
Éste es el primero de los dos Epodos —el otro es el 17— que Horacio dedica a atacar a la bruja Canidia, ya aludida en 3, 8 (véase la correspondiente nota). El poema, por su forma cuasi-dramática, podría considerarse como un mimiambo (Romano), y es un número obligado en el repertorio de textos antiguos sobre magia, junto con el Idilio 2 de Teócrito y la Bucólica 8 de Virgilio, sus probables fuentes (vd. G. Luck, Arcana Mundi, Madrid, Gredos, 1995: 110 ss.). Para Mankin, «sigue siendo uno de los más misteriosos poemas latinos». Canidia, ayudada por sus secuaces Sagana, Velia y Folia, ha secuestrado a un muchacho con cuyas vísceras pretende elaborar un hechizo que le devuelva a su amante perdido. El epodo se abre con la dramática protesta de la víctima, aterrada por la amenazadora actitud de la bruja (1-10). Canidia inicia entonces su sesión de magia negra, echando mano de los más dispares ingredientes, mientras una de sus ayudantes, Veya, cava una fosa en la que el muchacho será enterrado hasta el cuello hasta que muera de hambre (11-46). Sigue luego el monólogo en el que la jefa de las hechiceras, tras invocar a las divinidades de su oficio, se queja del abandono de su amado Varo y se propone elaborar para él un bebedizo infalible que lo haga volver a sus brazos (47-82). Al fin, el infeliz mozo, echando mano de sus postreras fuerzas, maldice a las criminales hechiceras con terribles imprecaciones: los dioses serán sus vengadores y él mismo se les aparecerá en la noche para atormentarlas. Y al cabo, serán lapidadas y descuartizadas por la plebe, y sus restos dejados a merced de las aves carroñeras y las alimañas. Su último recuerdo es para sus pobres padres, que lo verán muerto pero también vengado (83-102).
«Pero —¡por cuantos dioses desde el cielo rigen la tierra y el linaje humano!—, ¿qué significa ese tumulto?; ¿y las mira5 das de todas, que en mí sólo feroces se concentran? Te lo ruego por tus hijos, si es que Lucina[1671], cuando la invocaste, te dio su ayuda en partos verdaderos; por este vano adorno de mi púrpura[1672]; por Júpiter, que no ha de aprobar esto; ¿por qué me 10 miras como una madrastra o como una fiera atacada con la espada?».
Una vez que con voz temblorosa profirió estas quejas, quieto se quedó el muchacho, despojado de atributos[1673]; impúber cuerpo, capaz de ablandar hasta los impíos corazones de los tracios[1674]. Canidia[1675], con menudas víboras enredadas en los pelos15 de su cabeza despeinada, manda que cabrahigos arrancados de sepulcros, manda que fúnebres cipreses y huevos untados con sangre de asqueroso sapo, y una pluma de nocturno búho, y hier20 bas llegadas de Yolco y de la Hiberia[1676], fértil en venenos, y huesos arrancados de la boca de una perra ayuna, sean quemados en las llamas de la Cólquide[1677].
Y Sagana[1678], que, remangada, va aspergiendo toda la casa25 con aguas del Averno[1679], tiene de punta sus ásperos cabellos, como el erizo de mar o el jabalí que escapa a la carrera. Sin que 30 la echara atrás ningún escrúpulo, Veya[1680] cavaba la tierra con una dura azada, resollando de fatiga, para que el muchacho, allí enterrado, pudiera morirse viendo el espectáculo de la comida cam35 biada tres y cuatro veces en el largo día, asomando su cara, como asoman el mentón los cuerpos que flotan en el agua[1681]; y todo para que sirvieran de pócima amorosa su médula extirpada y su híga40 do reseco, una vez que sus pupilas se hubieran embotado, clavadas en el manjar prohibido. Que allí no faltaba Folia la de Arímino[1682], la de las pasiones masculinas, lo creía la ociosa Nápoles[1683] 45 y todas las ciudades circundantes; esa mujer que con la voz de sus hechizos tesalios arranca del cielo las estrellas y la Luna[1684].
Entonces, mientras con su negro diente roía la uña de su pulgar, nunca cortada, ¿qué dijo o qué calló Canidia la sañuda?: 50 «¡Oh confidentes, y no infieles, de mis obras, Noche y tú, Diana[1685], que en el silencio reinas cuando se hacen los arcanos ritos: ahora, asistidme ahora, y ahora vuestra ira y poder volvedlos contra las casas enemigas! Mientras se esconden las fieras en55 los bosques temerosos, de dulce sopor languideciendo, que las perras de la Subura[1686] —y que de ello todo el mundo ría— le ladren a ese viejo mujeriego[1687], empapado en un perfume de nardo tal que uno mejor no lo han podido elaborar mis manos.60 ¿Qué ocurre? ¿Por qué tienen menos fuerza las siniestras pócimas de la bárbara Medea, con las que pudo escapar, no sin vengarse de la soberbia amante, hija del gran Creonte, cuando aquel manto, don impregnado de ponzoña, aniquiló a la recién65 casada con su fuego[1688]? Y eso que ni hierba ni raíz escondidas en ásperos lugares han burlado mis pesquisas: él duerme en lechos impregnados del olvido de todas mis rivales[1689]. ¡Ay, ay!, anda li70 bre gracias al ensalmo de una hechicera más experta. No por la fuerza de pócimas sabidas, ¡oh Varo[1690], hombre destinado a tantos llantos!, has de acudir a mí de nuevo, ni a mí volverá tu pen75 samiento llamado por invocaciones marsas[1691]. Voy a preparar algo más grande, una poción más potente le voy a administrar a tus desdenes; y el cielo quedará debajo de los mares, y por en80 cima se extenderá la tierra[1692], si no ardes tú en mi amor, como arde el betún en negros fuegos».
A esas alturas el muchacho ya no intentaba, como antes, 85 aplacar a aquellas impías con palabras tiernas; sino que, tras dudar de por dónde rompería su silencio, las imprecó como lo haría Tiestes[1693]: «Las pócimas pueden trastocar algo tan grande como la justicia y la injusticia, mas no la ley de la venganza humana[1694]. Mis maldiciones os han de perseguir; y la maldición 90 que pone a los dioses por testigos no hay sacrificio que la expíe. Más aún: una vez que, obligado a morir, haya expirado, me apareceré a vosotras cual nocturna pesadilla, y en las sombras me echaré a vuestras caras con curvadas uñas, que tal es el poder de 95 los divinos manes[1695]; y acosando vuestros angustiados corazones, con el pavor os privaré del sueño. A vosotras la turba os aplastará tras perseguiros a pedradas, por aquí y por allá, de calle en calle, obscenas viejas; y luego descuartizarán vuestros 100 miembros insepultos los lobos y las aves esquilmas[1696]; y mis padres, que —¡ay!— me van a sobrevivir, no se han de perder el espectáculo».
Tal vez uno de los primeros que compuso Horacio, este epodo se inscribe en la más genuina y virulenta tradición de los yambógrafos jonios, a los que tributa expreso reconocimiento y de alguno de cuyos textos perdidos posiblemente depende. La invectiva se dirige contra un enemigo —probablemente otro poeta y quizá el Mevio del Epodo 10— al que Horacio compara a un perro ladrador pero cobarde y acomodaticio, y al que desafía para que lo ataque a él; pues, al igual que Arquíloco e Hiponacte, está bien preparado para darle la respuesta que merece.
¿Por qué te metes con los inocentes viandantes, tú, perro cobarde ante los lobos? ¿Por qué, si eres capaz, no vuelves hacia aquí tus vanas amenazas y no me atacas a mí, que sabré devolverte tu mordisco? Pues yo, como un moloso o un rubio5 laconio[1697], cuya fuerza ayuda a los pastores, con las orejas tiesas haré correr por las profundas nieves a cualquier fiera que vaya por delante; en cambio tú, tras llenar el bosque con tu voz tremenda, olisqueas la tajada que te tiran[1698]. ¡Guárdate,10 guárdate!; que yo, feroz como nadie frente a los malvados, tengo listos los cuernos[1699] para la embestida, al igual que el yerno despreciado por el desleal Licambes[1700] o el enemigo de 15 Búpalo[1701], tan fiero. ¿O es que si alguien me ataca con siniestro diente, voy a llorar como un niño sin vengarme?
El 7 es, como el 16, un epodo cívico: Horacio se encara con sus conciudadanos y los increpa por su afán de seguir aniquilándose en guerras civiles. La cronología del uno y del otro son discutidas, dado que entre los años 42 y 32 a. C. hubo más de una crisis capaz de inspirarlos (cf las notas previas de Romano y Watson, y Maurach, 2001: 18 ss.). Aquí el poeta empieza preguntándole a los romanos por qué corren a enfrentarse en luchas que no dañan a los enemigos de Roma sino a la propia Roma. Nadie sabe darle una respuesta, tal vez porque todos obran al dictado de los demonios familiares, los mismos que habían movido al fundador de la Urbe, Rómulo, a derramar la sangre de su hermano.
¿A dónde, a dónde os precipitáis, malvados? ¿Por qué empuñan vuestras diestras las espadas que estaban envainadas? ¿Acaso se ha derramado poca sangre latina por los campos y 5 sobre Neptuno[1702], y no para que el romano quemara las soberbias ciudadelas de Cartago, la envidiosa, ni para que el britano, hasta el presente intacto, bajara encadenado por la Vía Sacra[1703]; sino para que, según los deseos de los partos, esta ciudad pere10 ciera por su propia diestra? Ni lobos ni leones han tenido tal costumbre, nunca fieros a no ser frente al extraño. ¿Os arrebata una locura ciega, o una fuerza irresistible o vuestra culpa? Dadme una respuesta. Se callan[1704], y una blanca palidez tiñe su ros15 tro, y sus mentes conmocionadas y atónitas se quedan. Así es: a los romanos los empujan unos hados crueles y aquel crimen del asesinato del hermano, desde que por tierra corrió la sangre del inocente Remo[1705], como una maldición para sus nietos.20
Dentro de la cruda tradición de la aischrología («obscenidad») de su modelo Arquíloco (cf. su fr. 188 West, II Epodo de Colonia) escribió Horacio, probablemente en sus primeros tiempos, los Epodos 8 y 12; y ambos van dirigidos contra mujeres que con los años han visto menguar su belleza pero no sus pasiones (véase el fino análisis de las dos piezas y de su relación con algunas odas que hace P. M. Suárez, «Horacio y las viejas libidinosas», Est. Clás. 105, 1994: 49-62). La destinataria de este epodo no alcanza a comprender por qué el poeta no tiene fuerzas para satisfacer sus exigencias eróticas; y él se lo explica en términos que hablan por sí solos (1-10). Luego le desea lo mejor de lo mejor, mas no sin prevenirla de que su presunta afición a la filosofía no tiene para él un efecto afrodisíaco, etcétera (10-20).
¡Que me preguntes tú, que estás podrida por un siglo largo, qué es lo que enerva mis fuerzas, cuando tienes negros los dien5 tes y con sus amigas ara tu frente una vejez ya antigua, y entre tus áridas nalgas se abre algo así como el culo de una vaca descompuesta! Verdad es que me excitan tu pecho, tus tetas fofas como las ubres de una yegua, tu vientre blando, y tus muslos 10 flacos, empalmados a unas piernas tumefactas.
Que seas muy feliz, y que encabecen tu entierro las imágenes triunfales[1706], y que ninguna casada ande cargada de perlas 15 más redondas. ¿Qué más da que a los librillos estoicos[1707] les guste andar tirados entre los cojines de seda de tu casa?; ¿es que por ello se han de quedar menos embotados mis tendones, que no saben de letras, y menos lánguido mi miembro? Para hacer que 20 de mi altiva ingle se levante, tendrás que hacer un esfuerzo con la boca.
Si el primero de los epodos de Accio abre el libro, el segundo lo preside desde su posición central. También está dedicado a Mecenas, aunque se dirija, sobre todo, a celebrar la victoria de Octaviano sobre Antonio y Cleopatra (como también haría luego la Oda I 37). Dos cuestiones importantes se plantean en la interpretación de este poema: con palabras de Mankin, la del «dónde» y la del «cuándo». En efecto, por una parte —y según ya advertíamos a propósito del Epodo 1— no son pocos los intérpretes que, siguiendo una vieja tesis de Büchefer, opinan que Horacio lo escribió en el propio escenario de la batalla de Accio, en el que habría estado acompañando a Mecenas (véase Watson: 51 s., 310 ss., con bibliografía reciente). Por el contrario, Fraenkel (1957: 71 ss.), tras criticar la posición de Bücheler basándose en fuentes antiguas, mantenía que Mecenas, y a fortiori Horacio, no se hallaban presentes en el famoso enfrentamiento naval y terrestre del 2 de setiembre del 31 a. C. Para él, este epodo es una pieza convencional del género simposíaco, escrita a raíz de las primeras noticias llegadas a Roma sobre aquella memorable victoria. La cuestión del «cuándo» no ha sido menos debatida, pues distinguidos horacianistas, como Pasquali (1966: 42), han entendido que el poema fue compuesto antes del combate decisivo, en razón de las señales de «ansiosa incertidumbre» (Romano) que el poeta parece dar en ciertos pasajes (véanselas notas introductorias de Mankin, Romano y Watson). Pasando ya al contenido, vemos que Horacio comienza preguntando a Mecenas cuándo van a celebrar juntos, con un vino de reserva, el triunfo de César Octaviano sobre Antonio, al igual que años atrás habían festejado el obtenido sobre Sexto Pompeyo (1-10). Describe luego el vergonzoso peligro corrido por Roma: el de verse sometida a Cleopatra y a su corte de decrépitos eunucos (11-16). Sin embargo, Antonio ha sido abandonado ya por su caballería gálata y sus naves huyen como pueden del desastre. Ya es hora, pues, de proclamar el triunfo de César, superior al de Mario sobre Jugurta y al de Escipión sobre Cartago (17-26). El enemigo vencido se ha vestido de duelo y huye buscando refugio en Creta o en las inhóspitas costas de Libia (27-32). Para concluir, Horacio vuelve a la escena del simposio y pide al esclavo más y mejor vino (33-38).
¿Cuándo he de beber el cécubo[1708] guardado para las comidas de las fiestas, feliz por la victoria de César[1709], junto a ti y en tu alta casa[1710] —que así será más grato a Júpiter—, oh Mecenas 5 bienaventurado, en tanto que la lira entona un canto al que se mezcle el de las flautas, dorio el de aquélla, el de éstas otras bárbaro[1711]? Tal como, no hace mucho, cuando el caudillo de la estirpe de Neptuno[1712], acosado por el mar, huyó con sus naves incendiadas, después de amenazar a la ciudad con las cadenas que, 10 como buen amigo, les había quitado a los siervos desleales[1713].
¡Ay!, el romano,—y vosotros, los que estáis por venir, diréis que no—, vendido como esclavo a una mujer[1714] y llevando, como soldado que es, sus postes[1715] y sus armas, es capaz de ser15 vir a unos eunucos arrugados[1716]; y entre las enseñas militares contempla el sol un infame mosquitero[1717].
Pero hacia aquí dos mil galos [1718], aclamando a César, han vuelto sus caballos relinchantes, y en puerto se esconden las po20 pas de las naves enemigas, tras maniobrar velozmente hacia la izquierda[1719], ¡Ío, Triunfo!, ¿tardas en traer los áureos carros y los bueyes a los que no ha tocado el yugo? ¡Ío, Triunfo!, a casa no trajiste tal general de la guerra de Jugurta[1720], ni tampoco era 25 tal el Africano, al que su valor le erigió sobre Cartago su sepulcro[1721].
Por tierra y mar vencido el enemigo, mudó la púrpura por triste sayo; o va a marchar a Creta, famosa por sus cien ciudades[1722], con vientos que ya no son los suyos[1723], o busca las Sirtes[1724] 30 agitadas por el noto, o va por mar incierto a la deriva.
Trae acá, muchacho, copas más grandes y vinos de Quíos o 35 de Lesbos[1725]; o bien escáncianos un cécubo que nos calme los apremios de la náusea[1726]. Las cuitas y temores por la causa de César apetece diluirlas en la dulzura de Lieo[1727].
Este epodo ha sido calificado de «propémptico inverso» (Mankin; cf. Fraenkel, 1957: 35), dado que en él el poeta desea a un viajero que acaba de embarcarse, Mevio, toda suerte de males. Parece pertenecer a los primeros tiempos, los del Horacio más enragé, por su clara estirpe jonia. En efecto, toma pie en uno de los llamados Epodos de Estrasburgo, atribuido por unos a Arquíloco y por otros a Hiponacte (fr. 194 West; véanse la traducción y notas de E. Suárez de la Torre en Yambógrafos Griegos, vol. 297 de esta B.C.G.: 292). Tras anunciar la partida del odiado enemigo, Horacio invoca a los vientos adversos para que azoten y desmantelen su nave y la arrastren en la noche por un mar sin estrellas (1-10). Invoca luego un precedente mítico: el de la tempestad con que Atenea persiguió a la flota de Áyax el de Oileo, violador del asilo de su templo (11-14). Al fin se dirige al propio Mevio para augurarle llantos y temores cuando los embates de la mar destrocen su nave (15-20). Y para terminar, promete a las divinas Tempestades un sacrificio si los restos de su enemigo acaban siendo pasto de las aves marinas (21-24).
Tras soltar amarras con siniestro auspicio, zarpa la nave que lleva al maloliente Mevio[1728]. Acuérdate, austro[1729], de batirla por un costado y por el otro con olas encrespadas; que el negro5 euro, volteando el mar, disperse sus jarcias y sus remos rotos; álcese el aquilón tan fuerte como cuando, en lo alto de los montes, quiebra las encinas temblorosas; y que no aparezca una estrella favorable en la negra noche en la que el funesto Orion[1730]10 se pone; y que no navegue por un mar más quieto que el que la tropa victoriosa de los griegos, cuando Palas volvió su ira de la quemada Ilion contra la nave impía de Áyax[1731].
¡Ay, cuánto sudor les aguarda a tus marinos, y a ti[1732], 15 qué palidez amarillenta; y aquellos alaridos impropios de varones y las preces a Júpiter avieso, cuando el mugiente golfo Jonio[1733] con sus húmedos notos haya quebrado la carena! Y si tus pingües despojos, dispersos por la curva orilla, les dan gusto a los mergos[1734], serán inmolados a las Tempestades[1735] un lujurioso cabrón y una cordera.
Fr. Leo había definido este poema como «una elegía en forma de epodo» (vid. Fraenkel, 1957: 67 y n. 2). En efecto, son frecuentes en el género elegiaco, especialmente en el latino, algunos de los tópicos que en él aparecen, como el de los síntomas del amor (vv. 9 s.) y el del paraclausíthyron (vv. 21 s.) (cf. A. Alvar, «Los Epodos eróticos de Horacio y los inicios de la elegía latina», Est. Clás. 111, 1997: 7-27). Además Horacio hace aquí un cambio de tercio métrico, abandonando el esquema epódico puramente yámbico para dar entrada a los que contenían miembros dactílicos, afines al elegiaco. Sin embargo conviene aclarar, por una parte, que tales esquemas ya estaban en los yambógrafos jonios, especialmente en Arquíloco (el que aquí tenemos, en el ya famoso I Epodo de Colonia, 196a West); y, por otra, que también se han podido rastrear en sus fragmentos restos de los temas que aquí nos encontramos; así, en los frs. 196 y 215 (West) (con los cuales y algunos otros, siguiendo a Immisch y, en parte, a Lasserre ha reconstruido un «Epodo IX» de Arquíloco, que sería modelo del de Horacio, F. R. Adrados, Líricos Griegos I, Madrid, Alma Mater, 19903: 51: «… sino que el amor que debilítalos miembros me somete a su imperio, amigo mío, y no me cuido de los yambos ni de las diversiones»). Pasando al contenido de nuestro epodo, vemos que el poeta confiesa a un amigo sus penas, que le han quitado el gusto por la poesía amorosa desde que, tres años atrás, ha roto con Inaquia (1-6). En efecto, ha hecho el ridículo mostrando en público su aflicción; le recuerda luego las amargas confidencias que ya le había hecho, especialmente tras haber bebido sin medida, y sus viejos propósitos de abandonar el que consideraba un combate desigual. Su amigo, entonces, le aconsejaba que se volviera a casa; pero a donde él volvía era a la puerta de su amada (8-22). Sin embargo, ahora es un bello muchacho, Licisco, el que lo encandila y los consejos y reproches de los amigos no lograrán hacerlo cambiar, pues un amor sólo se quita con otro (22-28).
Petio[1736], no me apetece nada escribir versillos, como antes, estando herido de un amor insoportable, de un amor que se empeña en que me abrase más que nadie por los tiernos muchachos o las mozas.
Este diciembre es, desde que dejé mi locura por Inaquia[1737]5 él tercero que le quita a los bosques sus ornatos[1738],. ¡Ay de mí —pues de tanto mal siento vergüenza—, cuánto he dado que hablar por la ciudad! Y también me apesadumbran los banquetes, en los que al enamorado la languidez y el silencio lo denuncian10 y el suspiro arrancado de lo más hondo de su pecho. «¡Que nada valga frente al afán de lucro el sincero natural de un hombre pobre[1739],!» —me quejaba yo llorándote, cuando el dios que no conoce la vergüenza[1740] sacaba de su sitio mis secretos, tras calentarme con vino puro y ardiente en demasía. «Y si en mis entrañas15 se revuelve la bilis desbocada[1741], hasta el punto de echar por los aires estos inútiles remedios que en nada alivian mi dañina herida, mi pundonor, quitándose de en medio, dejará de luchar con enemigos desiguales». Después de que ante ti, y con toda 20 seriedad, hube hecho estas proclamas, y tú me mandaste que me fuera a casa, marchaba yo con paso incierto —¡ay!— hacia una puerta poco amiga[1742] y —¡ay!— hacia un umbral tan duro, que en él me quebré los lomos y el costado[1743].
Ahora me domina el amor de quien se ufana de ser más tier25 no que mujerzuela alguna, el de Licisco[1744], del que no podrán librarme los amigos con consejos francos ni con insultos crueles, sino sólo otro ardor, ya por una cándida muchacha, ya por un mozo bien torneado, que se ate hacia atrás la larga cabellera.
Junto con el Epodo 8, como ya advertíamos en su lugar, el 12 constituye un clímax de obscenidad (oischrología) dentro de la obra de Horacio, lo que llevó a Fraenkel (1957: 58) a calificarlos de «repugnantes», y tal vez explique el limitado éxito que uno y otro han tenido en la bibliografía. El poema reincide en la más virulenta línea del Horacio yámbico y en su particular aversión a las viejas libidinosas (véase P. M. Suárez, art. cit. en la nota introductoria a 8). Según Watson: 383, Horacio imitó aquí la forma dialogada y varios temas del ya citado I Epodo de Colonia de Arquíloco (196a West), aunque estima (pág. 387) que su modelo inmediato fue Catulo 69, dirigido contra Rufo, en cuyo sobaco, como en el de la destinataria del epodo, habita un macho cabrío. Aquí, como en 8, se trata de una mujer no identificada ni, tal vez, identificable, que apremia al poeta con regalos y misivas, olvidando que ni es un muchacho apasionado ni es inmune a los olores corporales (1-6). Y es que le resulta insoportable el que ella despide, sobre todo cuando se afana intentando que él apagué sus ardores; pues entonces el sudor disuelve su maquillaje y sus zarandeos hacen crujir el lecho (7-13). A continuación es ella la que habla: con Inaquia no andaba tan escaso de fuerzas; y maldita la hora en que había hecho caso a la amiga que se lo había recomendado, cuando entonces tenía a su servicio a un verdadero macho (13-20). Y tras echarle en cara los muchos regalos que le había hecho, para que no hubiera hombre más elegante, le reprocha que huya de ella como la cordera o el corzo ante el lobo o el león (21-26).
¿Qué pretendes, mujer más que digna de los negruzcos elefantes[1745]? ¿Por qué me mandas regalos y por qué tablillas[1746], a mí que ni soy un mozo robusto ni tengo embotadas las narices? Pues yo huelo, fino como nadie, si acaso un pulpo o un cabrón5 hediondo[1747] se cobijan en un sobaco hirsuto; y mejor de lo que un perro sagaz ventea el escondite de un cochino[1748]. ¡Qué sudor y qué peste brota de todas las partes de su cuerpo, cuando con mi miembro claudicante se afana en sosegar su furia desboca10 da; y al empaparse de sudor ya no le duran la tiza de la cara ni el colorete de cagajón de cocodrilo[1749]; y al calentarse[1750] rompe los tirantes y hasta el dosel del lecho!; o cuando espolea mis hastíos con sañudas palabras: «Con Inaquia[1751] estás menos flo15 jo que conmigo: a Inaquia eres capaz de hacérselo tres veces en la noche, y conmigo siempre estás tan blando que hasta te faltan fuerzas para una. Mal rayo parta a Lesbia[1752], que cuando yo buscaba a un toro me puso delante a un impotente; y eso, cuando estaba conmigo Amintas el de Cos[1753], en cuya indómita en20 trepierna está plantada una verga más erguida que un árbol nuevo en las colinas. ¿Para quién se aprestaban los vellones de lana dos veces teñidos en púrpura de Tiro[1754]? Para ti, por supuesto; para que entre tus iguales no hubiera un comensal al que su amante quisiera más de lo que yo te quiero. ¡Ay de mí,25 desdichada, a la que tú rehuyes, como teme la cordera a los sañudos lobos y a los leones los corzos!».
«El Epodo XIII, Horrida tempestas, es un poema perfecto, el epodo favorito de más de un lector moderno» (Fraenkel, 1957: 65). Además se trata de una obra singular también por otro motivo: su carácter lírico, que «anticipa el estilo poético de algunas odas» (Romano); una característica que «ha llevado a dudar de si es un yambo en algo más que en el metro» (Mankin). Por su tema, el epodo se adscribe a la tradición simposíaca, tan cara a la lírica eolia (cf., por ejemplo, Alceo, fr. 338 Lobel-Page, que también arranca de una tormenta), aunque no desconocida por los yambógrafos jonios. Sin embargo, parece que en esta ocasión Horacio también echó mano de la lírica coral y, concretamente, de un ditirambo de Baquílides (fr. 27 Maehler, traducción de F.G. Romero en el vol. 111 de esta B.C.G.: 27), En efecto, en él aparece también el ejemplo mitológico de Quirón y Aquiles (véase el artículo póstumo de R. O. A. M. Lyne, «Structure and Allusion in Horace’s Book of Epodes», Journ. Rom. Stud. 95, 2005: 5 s.). Horacio, como Alceo, al que también imitaría en este punto en Od. I 1], toma pie en una gran tempestad que parece que va a hacer caer los cielos, para exhortar a sus amigos a beber un vino tan viejo como él. Quizá se trate de la fiesta de su cumpleaños —el 8 de diciembre—, y por ello asume el papel de simposiarco (cf. Lyne, art. cit.: 3). Además, los anima a perfumarse y a entregarse al canto para alejar la melancolía que el mal tiempo propicia (1-10). Sigue el ejemplo mítico del centauro Quirón, que revela a Aquiles —aunque «invicto», «mortal»— que no regresará de Troya; y por ello también lo anima a que mientras esté allí aleje las penas con el vino y con el canto (12-18).
La horrenda tempestad ha encogido los cielos[1755] y dan en tierra con Júpiter las lluvias y las nieves[1756]; ahora el mar, ahora los bosques hace retumbar el tracio aquilón. Aprovechemos, amigos, la ocasión que nos da el día[1757]; y en tanto que están ver5 des nuestras rodillas y no desdice[1758], líbrese nuestra frente de la seriedad, que es propia de los viejos. Tú pasa ese vino que se prensó cuando era cónsul mi Torcuato[1759], y deja de hablar de otras cosas; que tal vez un dios, con un cambio propicio, hará que todo vuelva a su debido sitio. Ahora apetece también ro10 ciarse de nardo aquemenio[1760], y con las cuerdas cilenias[1761] aliviar los corazones de las negras penas, según el famoso centauro vaticinó a su gran alumno[1762]: «Invicto muchacho, hijo mortal de la divina Teús, la tierra de Asáraco[1763] te espera, la que surcan las frías corrientes del pequeño Escamandro y el Simunte deslizante[1764]; pero las parcas, con su hilar inalterable, han cortado tu regreso[1765]; y no ha de devolverte a casa tu azulada[1766] madre. Alivia allí todos tus males con el vino y con el canto, dulces consuelos del pesar, que mata la belleza».
Parece confirmarse en este epodo el giro hacia la lírica que advertíamos en el precedente. El poeta ha caído en una especie de letargo que le impide concluir los yambos prometidos a Mecenas, tal vez los que faltaban para completar el libro (Watson: 439); y la causa de su estado es su amor por una liberta, Frine, cuyo nombre no desvela hasta el final. Horacio compara su pasión con la de Anacreonte, el poeta jonio del amor, que así había sufrido por el joven Batilo. Se cree que estamos ante uno de los epodos más tardíos, poco anterior a la publicación del libro en el 30 a. C.
Por qué una blanda pereza me ha llenado, y hasta el fondo, de tanto olvido los sentidos, como si hubiera trasegado con la boca seca las copas que provocan el sueño del Leteo[1767], es algo 5 que sin cesar me preguntas, buen Mecenas; y a fuerza de preguntármelo, me matas. Es un dios [1768] —sí, un dios—, el que me impide llevar a término los yambos otrora comenzados, el poema que te había prometido.
Dicen que no de otra manera ardió por Batilo el samio el 10 teyo Anacreonte, que tanto lloró su amor con su hueca concha de tortuga y en metro no muy elaborado[1769]. Tú mismo, infeliz, te estás quemando[1770]; y si un fuego más hermoso no hizo arder 15 a Ilión cuando fue asediada, date por contento con tu suerte; pues a mí me consume la liberta Frine[1771], que con un solo hombre no se basta.
Horacio practica en este epodo de manera especialmente visible el «entrecruzamiento de géneros» que W. Kroll (1924: 202 ss.) consideraba típico de la literatura helenística. En efecto, su estirpe yámbica —tanto la de Arquíloco como la de Calimaco— parece clara, por tratarse de una invectiva contra una amante perjura (1-16) y luego contra el seductor que se la ha arrebatado, al que augura que acabará sufriendo la misma suerte (17-24). Sin embargo, no menos clara parece la influencia de la elegía latina, que, a su vez, habría tomado este tema del epigrama helenístico (cf. Fraenkel, 1957: 67). Menos claro está, en cambio, el grado de seriedad con que Horacio escribió este poema: para algunos se trata de una verdadera manifestación de amor, en la línea de Catulo 8, que Watson (461 ss.) considera como fuente primaria; para otros, y como es más habitual en Horacio, de un mero scherzo literario (cf. Romano).
Era de noche, y en el cielo sereno la luna relucía entre menores astros, cuando tú, dispuesta a ofender la majestad de los más grandes dioses, me jurabas, repitiendo mis palabras y aferrándote a mí con tiernos brazos, más estrechamente que la hie5 dra que se abraza a un alto roble, que mientras el lobo fuera enemigo del rebaño y de los marinos Orion[1772], el que encrespa el mar en el invierno, y mientras la brisa agitara los cabellos sin cortar de Apolo[1773], mutuo sería este amor nuestro. ¡Oh Neera[1774]10 mucho te has de doler por mi coraje! Pues si algo de hombre queda en Flaco[1775],, no soportará que le regales asiduas noches a ese otro al que prefieres, y airado buscará a una que le corresponda; y su firmeza no ha de ceder a tu hermosura, una vez que15 se dé por agraviado, y si le entra un resentimiento decidido.
Y tú —el que seas—, que tienes más suerte que yo y por mi desgracia andas ahora tan ufano, aunque seas rico por tus gana20 dos y tus muchas tierras, y para ti fluya el Pactólo[1776]; y aunque no se te escapen los secretos de Pitágoras, el que volvió a la vida[1777], y en belleza venzas a Nireo[1778], ¡ay, ay!, llorarás tus amores a otro transferidos, y será entonces cuando yo me ría.
El 16 no es el más largo, pero sin duda es el más grande de los Epodos, según reflejan, entre otros parámetros, la cantidad y calidad de la bibliografía a él dedicada (cf. Romano; Watson: 476). Es, como el 7, un epodo cívico, en el que el poeta —el uates— increpa a su pueblo cuando parece dispuesto a destrozarse a sí mismo en otra guerra civil (alguna de las ocurridas o temidas en la década de los años 30 a. C.). La propia Roma, a la que no habían podido vencer tantos enemigos, ni siquiera el gran Aníbal, va a ser devastada por los mismos romanos (1-14). Pero esta vez el vate ciudadano propone una solución, aunque drástica: que, al igual que antaño habían hecho los foceos, los romanos abandonen su patria y se busquen una nueva. Sin embargo, antes de hacerlo han de juramentarse para no volverse atrás hasta que la naturaleza produzca los más insólitos prodigios. Después, los ciudadanos que aún tienen esperanzas han de hacerse a la mar en busca de las Islas Afortunadas, último reducto de la Edad de Oro (15-38). Allí la tierra da sus frutos sin exigir esfuerzo, los ganados acuden espontáneamente a la hora del ordeño, sin verse expuestos a pestes ni a alimañas. Además, la clemencia del tiempo no permite que las cosechas sean quemadas por el sol ni arrasadas por los temporales. Son tierras nunca holladas por los hombres, porque Júpiter las reserva para los bienaventurados 39-66). Las fuentes de este epodo son varias y discutidas. Con su carácter de invectiva deja claro su arraigo en el yambo jonio. Pero, además, está por precisar su relación con la Bucólica IV de Virgilio, de la que probablemente depende (cf. Watson: 486 s.), así como de la literatura utópica e incluso mesiánica (cf. Watson: 481 ss.) que subyace a la famosa égloga.
Ya otra generación en guerras civiles se destroza y Roma se derrumba por sus propias fuerzas. A la que no lograron perder los marsos[1779] fronterizos, ni la amenaza de Porsena[1780] con su tropa etrusca, o el valor de Capua[1781], émulo del suyo, ni el in5 trépido Espártaco[1782] ni el alóbroge[1783] desleal en las revueltas; a la que no sometió la fiera Germania con su juventud de azules ojos[1784], ni Aníbal, execrado por los padres, la perderemos nosotros, generación de sangre maldecida, y su solar será de nuevo10 ocupado por las fieras. Un bárbaro —¡ay!— pisará victorioso sus cenizas, y a caballo golpeará la ciudad con resonantes cascos; y los huesos de Quirino[1785], resguardados de los vientos y los soles —¡sacrílego espectáculo!— los dispersará colmado de insolencia.
15 Tal vez todos a una, o la mejor parte de vosotros, os preguntéis qué conviene hacer para librarse de tan calamitosos sufrimientos. No habrá proposición mejor que ésta: al igual que los ciudadanos de Focea[1786] abandonaron, tras execrarlos, 20 los campos y los lares patrios, y dejaron sus templos para que en ellos habitaran jabalíes y rapaces lobos, marchar nosotros a dondequiera que nuestros pies nos lleven, a dondequiera que por el mar nos llamen el noto o el ábrego violento. ¿Os parece bien así, o alguno tiene algo mejor que proponernos? ¿Por 25 qué tardamos en embarcar con favorable auspicio? Ahora bien, hemos de pronunciar un juramento: que sólo cuando las peñas floten, alzándose del fondo del mar, no sea sacrilegio el que volvamos, y que no nos pese largar velas para tomar a casa cuando bañe el Po las cimas del Matino, o el alto Apenino[1787]30 se haya echado al mar; y cuando un insólito amor, con una pasión desconocida, haya propiciado uniones monstruosas, de modo que gusten las tigresas de ser cubiertas por los ciervos, y adultere con el milano la paloma; y cuando las vacadas, confiadas, no teman a los leones jaspeados, y el cabrón, 35 vuelto lampiño, guste del agua de la mar salada[1788]. Tras estas execraciones, y cuantas otras puedan cortarnos el ansia del retorno, marchemos los ciudadanos todos, o al menos la parte que es mejor que el díscolo rebaño; y los que no tienen energía ni esperanza, que sigan tumbados en estos cubiles de nefasto agüero.
Vosotros, los que tenéis valor, abandonad los duelos mujeriles y volad más allá de las costas de la Etruria. Nos espera el40 Océano, que vaga en tomo al mundo[1789]; busquemos los campos bienaventurados, los campos y las islas opulentas[1790] donde la tierra sin arar da cosechas de Ceres cada año y florece siempre la viña sin podarla; y crece el brote de un olivo que no defrauda45 nunca[1791], y su árbol propio adorna el higo oscuro[1792]; manan mieles de la encina hueca, y de los altos montes ligeras bajan las aguas con sonoro paso. Allí las cabrillas acuden al ordeño sin que nadie se lo mande, y el rebaño amigo vuelve con sus ubres50 bien hinchadas; y el oso no gruñe rondando el redil al caer la noche, ni se hincha de víboras el fondo de la tierna; aquí[1793] no daña al ganado peste alguna, no abrasa al rebaño el desatado ardor de ningún astro. Y aún veremos con asombro y felices otras cosas: cómo el euro lluvioso no arrasa los sembrados con aguas 55 desbordadas, ni las pingües semillas se queman en las glebas secas; pues el rey de los celestes dioses pone coto a uno y otro extremo, No vino hacia aquí el pino en que bogaban los remeros de la Argo[1794], ni puso aquí su pie la impúdica de Cólquide[1795]; no 60 volvieron hacia acá sus antenas los marinos de Sidón[1796], ni la esforzada dotación de Ulises[1797]. Júpiter reservó aquellas riberas para la gente piadosa, cuando desvirtuó la edad de oro con el 65 bronce, y luego con el hierro[1798] endureció los siglos de los que, según mi vaticinio, a los hombres piadosos se concede escapar en buena hora.
El último de los Epodos —el único que por su metro no es epódico, al estar compuesto en trímetros yámbicos seguidos—, es el segundo que Horacio dedicó a la bruja Canidia, a la que ya conocemos por el 5. Sin embargo, esta vez no nos encontramos con el truculento patetismo de aquél, sino con un «jocoso sarcasmo» (Romano). Ahora es el propio poeta el que sufre —o mejor, finge sufrir— los encantamientos de la hechicera, resentida por las invectivas que le había propinado. Y así, le suplica por las diosas patronas de la brujería que ponga final a los maleficios que le ha echado encima (1-6). Invoca luego precedentes míticos de compasión: los de Aquiles con Télefo y con Príamo, y —otro caso de maleficio— el de Circe con Ulises y sus compañeros convertidos en cerdos (8-18). Horacio afirma que ya ha pagado sobradamente sus culpas y que está agotado y encanecido por los embrujos de Canidia. Reconoce, pues, la eficacia de sus poderes y le suplica que no lo haga consumirse en ellos, como antaño había ardido Hércules inflamado por la sangre del centauro Neso (19-35). ¿Qué le espera todavía? —le pregunta. Él está dispuesto a expiar sus agravios a toda costa: con sacrificios o alabándola sin límite, en una palinodia (cf. nota a Od. I 16, 27) como la que el poeta Estesícoro hubo de dirigir a Helena; a tratarla incluso de buena mujer y legítima madre (36-52). Entonces es Canidia la que habla: las sacrílegas burlas del poeta no tienen perdón, pues han arruinado su fama. Por ello ha de pagar hasta el fin, al igual que Tántalo, Prometeo y Sísifo en sus eternos castigos. Él intentará quitarse la vida, pero en vano; pues seguirá sometido a sus inexorables poderes, que no está dispuesta a permitir que se pongan en duda (53-81).
Ya, ya me rindo a tu ciencia poderosa, y suplicante te ruego por los reinos de Prosérpina, por los poderes intocables de Diana[1799] y por esos libros de ensalmos, capaces de apear los astros,5 desclavándolos del cielo, Canidia[1800]: cesa de una vez en tus invocaciones mágicas y suelta, suelta la peonza, dejándola que gire al otro aire[1801].
Conmovió Télefo[1802] al nieto de Nereo, contra el que, sober10 bio, había desplegado las tropas de los mistos y lanzado sus venablos afilados. Ungieron[1803] las madres de Ilion al que estaba destinado a las aves de rapiña y a los perros, a Héctor, matador de hombres, después de que, abandonando sus murallas, su rey [1804] 15— ¡ay!— se postró a los pies del obstinado Aquiles. De la dura y cerdosa piel que los cubría libraron sus miembros los remeros del asendereado Ulises porque Circe[1805] así lo quiso; les volvieron entonces el sentido y la voz, y al rostro la hermosura consabida.
20 Yo ya te he pagado con bastantes y sobradas penas a ti, a quien tanto quieren buhoneros y marinos[1806]: mi juventud se ha ido, y el color sonrosado ha dejado tras de sí unos huesos cubiertos de piel amarillenta; mi cabello lo han encanecido tus 25 ungüentos, no hay descanso que calme mis fatigas. La noche acosa al día, el día a la noche, y no es posible aliviar la angustia de mi pecho jadeante. Así, pues, pobre de mí, me veo obligado a creer lo que he negado: que los ensalmos sabélicos aturden el alma y que con las cantinelas marsas[1807] estalla la cabeza. ¿Qué30 más quieres? ¡Oh mar y tierra, ardo como Hércules no ardió, empapado en la negra sangre de Neso[1808], ni arde la llama siciliana que brota del hirviente Etna[1809]! Y a la espera de que, convertido en árida ceniza, me lleven los vientos inclementes, ¿sigues ardiendo tú, fragua de los venenos de la Cólquide[1810]?35
¿Qué final o qué tributo me esperan todavía? Habla, que cumpliré fielmente los castigos que me impongas, presto a la expiación; tanto si me pides cien novillos, como si quieres que40 con mentirosa lira así te cante: «Tú, mujer honesta, tú, mujer honrada, te pasearás entre los astros, convertida en áurea estrella[1811] Cástor y el hermano del gran Cástor, aunque ofendidos en nombre de la difamada Helena, vencidos por sus megos devolvieron al vate[1812] la luz arrebatada; también tú, pues lo puedes,45 líbrame a mí de la demencia; tú, que ni estás manchada por la deshonra de tus padres, ni eres una vieja ducha en esparcir cenizas de nueve días por los sepulcros de los pobres[1813]. Tienes un 50 corazón hospitalario y manos puras; hijo de tu vientre es Pactumeyo[1814], y lava la comadrona ropas enrojecidas por tu sangre cada vez que, llena de valor, saltas recién parida de tu lecho».
«¿Por qué[1815] diriges ruegos a oídos que se cierran? No son 55 más sordas para los desnudos marineros las peñas que en invierno Neptuno bate con sus hondas aguas. ¿Es que tú vas a quedarte sin castigo, tras reírte de los misterios de Cotito[1816] y tras haberlos divulgado, y de los sagrados ritos de Cupido el licencioso; y convertido en pontífice del nigromántico Esquilino[1817], vas a quedar impune tras esparcir por toda la ciudad mi 60 nombre? ¿De qué me aprovecharía el haber enriquecido a las viejas pelignas[1818], y el haber compuesto el más rápido veneno? Pero a ti te esperan unos hados más lentos de lo que deseas: arrastrarás una vida ingrata, desdichado, para esto: para que 65 siempre estés a merced de nuevos sufrimientos. Ansía el descanso el padre de Pélope, el traidor Tántalo, siempre privado de una comida generosa; lo ansia Prometeo, a su ave encadenado, y ansia Sísifo poner la piedra en la cima de su monte[1819]; pero las leyes de Júpiter lo impiden. Unas veces querrás arrojarte desde70 lo alto de una torre, otras abrirte el pecho con una espada nórica[1820], y en vano echarás lazos a tu cuello, abatido por el hastío y la tristeza. Entonces cabalgaré yo sobre tus hombros enemigos, y a mi altivez ha de ceder la tierra. ¿O es que yo, que puedo ha75 cer que se muevan las imágenes de cera, según tú mismo sabes por curioso[1821], y arrancar del cielo la luna con mis voces, y que puedo resucitar a muertos reducidos a cenizas, y preparar las80 copas del deseo[1822], he de llorar el fracaso de mi arte, viendo que contra ti no puede nada?».