En mayo del año 17 a. C., con el Imperio pacificado en su mayor parte y por entero sometido a su sola autoridad, Augusto decidió renovar la tradición de los Ludi Saeculares[1537]. Era una celebración considerada como de origen etrusco, al igual que tantos otros usos, costumbres e instituciones romanas; pero sus manifestaciones más antiguas están envueltas en la niebla de la leyenda y de la manipulación histórica. Podemos adelantar que, al igual que otros ludi que celebraba el pueblo romano, eran algo más que «juegos»; pues, si bien incluían espectáculos teatrales y deportivos, consistían sobre todo en solemnes ritos cívico-religiosos, en actos de culto público de la religión oficial del estado.
Los Juegos Seculares estaban obviamente ligados a la noción de saeculum, que, por lo demás, tampoco era unívoca. El término podía aplicarse a lo que en nuestros tiempos se llama «una generación», el trecho de unos 30 años, traduciendo el término griego ϒενεά[1538]. También designaba «la duración máxima de una vida humana, delimitada por el nacimiento y la muerte» (Censorino, Del natalicio 17, 1 s.), sentido que, aunque no es el más relevante en este caso, ya tiene mayor interés para nuestro asunto[1539]. Y así llegamos al saeculum ciuile, que es el que parece haber regido en este caso, aunque con una duración variable: a la larga se impuso la de los 100 años que sigue vigente para nuestro término «siglo», y ya lo estaba antes de Augusto; pero éste, por razones poco claras[1540], se atuvo al cómputo de 110 años, según el propio Horacio testimonia en los vv. 21 s. de su Canto: certus undenos deciens per annos / orbis.… Los saecula en cuestión no se consideraban como medidas meramente convencionales, sino como verdaderos hitos y ritos de paso de todo el pueblo romano, más o menos claramente ligados a la fecha tradicional de la fundación de la ciudad en el a. 753 a. C. Y así, los expertos llamaron la atención en determinadas ocasiones sobre fenómenos extraordinarios que, a su entender, avisaban del cambio de siglo[1541].
Como decíamos, no está clara la historia precedente de los Juegos Seculares. Constan con seguridad sus celebraciones en los años 249 y 149 a. C., pero no las de siglos anteriores, invocadas en la tradición subsiguiente. Después de los de Augusto sabemos de los ya citados, y discutidos, de Claudio, en el 47 d. C.; de los de Domiciano en el 88, en los que el historiador Tácito tuvo parte importante como miembro del colegio de los Quindecínviros (An. XI 11[1542]); y más tarde, de los que celebraron Antonino Pío (en el año 147), Septimio Severo (en el 204), Filipo el Árabe (en el 248, con ocasión del milenario de la Urbe) y Galieno (en el 262), cada uno según los cómputos que estimó oportunos.
Los Ludí Saeculares aparecen desde su inicio ligados a los Libros Sibilinos[1543], la enigmática colección de textos rituales —más que proféticos[1544]— que según la tradición habían sido vendidos por una anciana —incluso por la propia Sibila de Cumas— a uno de los Tarquinios que reinaron en Roma (se discute si al Mayor o al Soberbio). Custodiados en el templo de Júpiter Capitalino, se reconstruyeron como se pudo tras diversas catástrofes y al fin fueron guardados por Augusto en su templo predilecto de Apolo Palatino. La consulta e interpretación de esos libros sólo se hacía, buscando un medio de aplacar a los dioses, en ocasiones excepcionales como las de prodigios, plagas, desastres o revueltas, siempre previo decreto del senado y a través de los ya citados XVuiri sacris faciundis, también encargados, llegado el momento, de la organización de los Juegos Seculares.
De los celebrados por Augusto en el año 17 a. C. tenemos información detallada gracias a un monumental epígrafe encontrado en Roma en 1890, junto a la ribera izquierda del Tíber, cerca del actual Ponte Sant’Angelo y no lejos del antiguo Tarentum, en el Campo de Marte, donde conforme a la tradición, tuvo lugar una parte de las celebraciones. La inscripción, que fue inmediatamente estudiada por Mommsen y luego publicada en el Corpus Inscriptionum Latinarum (C. I. L VI 32323), se conserva actualmente en el Museo Nacional Romano de las Termas de Diocleciano. Es un acta oficial muy detallada de la gran solemnidad y de sus preparativos. Nos han llegado, aunque con lagunas, 168 líneas de las aproximadamente 200 que debió de tener[1545].
El documento nos da noticias de los acuerdos previos de Augusto (asesorado por el jurista Ateyo Capitón), del senado y del colegio de los XVuiri sacris faciundis, a cuyo cargo corría la organización de los Juegos. Se dictaron medidas conducentes a asegurar la comparecencia de cuantos habían de tomar parte activa en ellos, facilitar la asistencia de todo el pueblo, a asegurar los necesarios aprovisionamientos y contratas y a la erección de un monumento —una columna de mármol y bronce— que perpetuara la memoria del acontecimiento. El 31 de mayo se iniciaron las ceremonias, que tuvieron lugar en tres noches y tres días consecutivos. Las inauguró Augusto con un sacrificio a las moiras, las divinidades griegas del destino, también llamadas por los romanos parcas, «las misericordiosas», con un eufemismo que se comprende en vista de su implacable poder sobre el futuro. Después hubo representaciones teatrales y un sellisternium, un banquete sacro en honor de Juno y de Diana protagonizado por 110 matronas, simbólico número. El 1 de junio prosiguieron los ritos con el sacrificio a Júpiter de dos bueyes a cargo de Augusto y de Agripa[1546]. Siguieron más actuaciones escénicas y sellisternia, y al llegar la noche el propio Príncipe hizo un sacrificio a Ilitía, la diosa griega de la natalidad. Al día siguiente, y también acompañado por Agripa, sacrificó una vaca a Juno, y al llegar la noche una cerda preñada a la diosa Terra, con los correspondientes sellisternia. En fin, en el último día de los Juegos, el 3 de junio, tras otro sacrificio del Príncipe y de su yerno a Apolo y a Diana, dos coros de 27 muchachos y doncellas cantaron al alimón, en el Palatino y en el Capitolio, un himno en honor de esos dioses mellizos, predilectos de la ideología augústea. Y la jornada, y con ella los Juegos, se cerró con más espectáculos teatrales y deportivos.
La de la finalidad y sentido de los Juegos Seculares podría resultar una cuestión harto compleja para quien se dejara llevar por los vericuetos de la historia de la religiosidad romana. Sin embargo, y a los efectos que aquí nos interesan, puede bastar con decir que se trataba de un rito jubilar de todo el pueblo de los quintes, especialmente encaminado a propiciar su continuidad en el nuevo saeculum. A ese respecto son bastante ilustrativos el sacrificio a Ilitía y la alusión del propio Horacio a la Lex Iulia de maritandis ordinibus, promovida por Augusto con el fin de favorecer los matrimonios y con ellos la perpetuación de la estirpe romana[1547].
Virgilio había muerto en setiembre del año 19, dejando a Horacio como único candidato a la consideración de vate oficial de Roma. Por tal lo tenía sin duda Augusto tras la publicación de los tres primeros libros de las Odas y del primero de las Epístolas; y parece razonable referir precisamente a esos tiempos la noticia de la Vida de Horacio de Suetonio de que al Príncipe: «le gustaban tanto los escritos de Horacio, y estaba tan seguro de que serían eternos, que no sólo le encargó la composición del Carmen Secular, sino también las odas que celebran la victoria de Tiberio y Draso, hijastros suyos, sobre los vindélicos[1548]». Del cumplimiento del primero de esos encargos da fe el acta epigráfica de los Juegos: Carmen Composvit Q. Hor[a]tivs Flaccvs (C. I. L. VI 32323, 149). El Canto Secular es, pues, no sólo «la única composición poética latina expresamente mencionada en un protocolo oficial» (Radke, EO I: 300), sino también la única oda de Horacio de cuya ejecución musical tenemos constancia. No sabemos si su melodía también fue obra del poeta. Los coros que lo cantaron, en el Palatino y en el Capitolio[1549], de manera alternada o responsiva, estaban compuestos, como decíamos, por 27 «escogidas doncellas» y 27 «muchachos sin tacha» (Canto Secular 5), todos ellos patrimi et matrimi, es decir, que conservaban vivos a sus padres y madres. Tanto el número de componentes de cada coro (3 x 3 x 3, en consonancia con el espíritu triádico de la celebración), como las condiciones de pureza ritual de los mismos —exentos de la mácula del sexo y de la ominosa contaminación de la muerte— respondían a obvias convenciones sacrales.
Cabe suponer la satisfacción personal que Horacio experimentó al verse convertido en poeta laureado de Roma. Años más tarde, en su Oda IV 6, 41 ss., dirigiéndose a una de las doncellas que habían cantado su Carmen, escribiría:
Y tú, muchacha, dirás, cuando ya estés casada: «Yo, cuando el siglo volvió con las luces de su fiesta, canté un himno que agradó a los dioses, dócil a los sones del poeta Horacio».
Ya hemos reseñado más arriba la particular fortuna que el Canto Secular tuvo en la época moderna, gracias a su musicalización por obra de F. A. Danican (1726-1795), el famoso ajedrecista más conocido con el nombre de Philidor.