La «gran oda a Venus» (Poschl, 1991: 268) abre este último y rezagado libro de los Carmina de Horacio. El poeta, ya casi cincuentón, se queja de que la diosa pretenda inducirlo a sentir y a cantar nuevos amores. En efecto, él ya no es el mismo de sus años mozos, ya no está para sobrellevar su yugo, por lo que mejor será que ella fije su atención en los mozos que la invocan (1-8). Por ejemplo, en Paulo Máximo, joven noble al que adornan todas las virtudes, y que sin duda está dispuesto a servirla con entusiasmo y a celebrar sus triunfos amorosos erigiéndole un santuario y una estatua junto al lago Albano. Allí multiplicará los sacrificios a la diosa, en los que coros juveniles cantarán sus alabanzas (9-29). Volviendo sobre sí mismo, Horacio asegura que ya no lo atraen los amorfos ni las fiestas; sin embargo, acaba reconociendo que al mirar al bello Ligurino se le saltan las lágrimas y la lengua se le traba; que en sueños va tras él mientras corre por el Campo de Marte o nada por el Tíber (30-40).
¿De nuevo emprendes, Venus, las guerras tanto tiempo interrumpidas[1368]? ¡Ten piedad, te lo ruego, te lo mego! Ya no soy el que era bajo el reinado de la buena Cinara[1369]. No te empeñes5 madre cruel de los Cupidos[1370], dulces, en manejar al que cerca de diez lustros[1371] ya han vuelto duro para tu blando imperio; vete a donde te llaman los tiernos ruegos de los mozos.
10 Mejor será que, en alas de tus purpúreos cisnes[1372], a casa de Paulo Máximo[1373] lleves tu cortejo, si pretendes abrasar mi corazón[1374] idóneo. Pues es noble y hermoso y no niega su palabra a 15 los reos angustiados[1375]; y siendo un joven de mil[1376] buenas cualidades, llevará lejos las enseñas de tu hueste; y cuando se haya reído tras imponerse a las larguezas de un rival rumboso, junto a los lagos Albanos[1377] una estatua de mármol ha de alzarte, por20 vigas de tuya[1378] resguardada. Allí olerás el aroma de inciensos abundantes y te deleitarán la lira y la flauta berecintia[1379], a las que se unirán los cantos, sin que falte la siringa[1380]. Allí, dos ve25 ces cada día, los muchachos y las mozas tiernas, loando tu poder, por tres veces golpearán la tierra con su pie, tan blanco, al modo de los salios[1381].
A mí ya no me placen mujer ni mozo alguno, ni la 30 crédula esperanza de un amor correspondido; ni competir con las copas, ni ceñir de flores nuevas mi cabeza. Y sin embargo, ¿por qué —¡ay, Ligurino[1382]!—, por qué corre por mis mejillas alguna que otra lágrima? ¿Por qué mi lengua, a la que no le faltaba la35 elocuencia, cae a medio hablar en un silencio poco honroso? En mis sueños nocturnos cogido ya te tengo; ya te sigo cuando vuelas en el Campo de Marte por el césped, y cuando arisco40 vuelas por las volubles aguas[1383].
En respuesta, según se cree, a una invitación de Julo Antonio para que celebrara en un poema de estilo pindárico el regreso de Augusto tras su viaje a la Galia del 16 a. C., escribió Horacio esta recusatio (cf. I 6): emular a Píndaro sería una locura como la que llevó a Icaro a acabar su vuelo en las aguas del Egeo (1-4). En efecto, la poesía del gran lírico tebano fluye majestuosa, como un torrente desbordado, con palabras nuevas y ritmos insólitos; ya sea en sus ditirambos e himnos, ya en sus encomios, epinicios o trenos (5-24). Píndaro es el cisne que vuela en las alturas; Horacio, en cambio, la industriosa abeja que de flor en flor liba el néctar de sus versos (25-32). Ha de ser, pues, alguien como el propio Julo, poeta de mayores ambiciones, quien cante el retomo victorioso del César, las bondades de su gobierno y el júbilo de la ciudadanía al recibirlo (33-45). A esa alegría se sumará Horacio, aclamándolo como uno más de los romanos (45-52). Con tal motivo, Julo, conforme a su elevada condición, ofrecerá un sacrificio suntuoso, mientras que Horacio se contentará con el de un hermoso ternero que ya tiene preparado (53-61).
Todo el que a Píndaro[1384] emular pretende, oh Julo[1385], se apoya en unas alas como las que Dédalo[1386] soldó con cera, destinado a dar nombre a un mar reluciente como el vidrio.
Cual el torrente que del monte baja, desbordado por las llu5 vias de su cauce consabido, Píndaro hierve y corre inmenso con su voz profunda[1387]; merecedor del premio del laurel de Apolo[1388] ya cuando hace rodar palabras nuevas por sus osados diti10 rambos[1389] y se deja llevar de ritmos que a las leyes no se ajustan[1390]; ya cuando a los dioses canta y a los reyes, sangre de los dioses, por los que a justa muerte sucumbieron los centauros y15 sucumbió la llama de la Quimera[1391] horrenda; ya cuando habla de aquéllos a los que la palma elea[1392] devuelve a casa converti20 dos en seres celestiales —el púgil o el caballo—, y los premia con un don que vale más que cien estatuas; o cuando llora al mozo arrebatado a la llorosa prometida, poniendo por las estrellas su fuerza, su coraje y sus virtudes de oro, evitando que se las lleve el Orco negro[1393].
25 Al cisne dirceo[1394] un aura poderosa lo levanta, Antonio[1395], cuando busca los altos espacios de las nubes; yo, al modo y manera de la abeja del Matino[1396], que con trabajo ingente los sa30 brosos tomillos, va libando, por el bosque y las riberas de la bien regada Tíbur, poca cosa como soy, voy haciendo mis versos laboriosos.
Serás tú, poeta de más alto plectro, quien cante a César 35 cuando, ataviado con la bien ganada fronda, arrastre por la cuesta sagrada a los sigambros fieros[1397]. Ningún don mayor ni mejor que su persona han hecho a la tierra ni han de hacer los hados ni los dioses buenos, aunque los tiempos vuelvan al oro40 primitivo[1398]. Y cantarás los días alegres y la pública fiesta de la Urbe, por haberse logrado el retomo del valiente Augusto y el Foro vacío de litigios[1399].
Entonces, si algo puedo yo decir que de oírse digno sea, a ti45 se sumará de mi voz la mejor parte, y cantaré: «¡Oh hermoso sol[1400], oh digno de alabanza!», feliz por haber recuperado a César. Y a ti[1401], mientras avanzas, te aclamaremos: «¡Ío, Triunfo!»[1402], y no sólo una vez —«¡Ío Triunfo!»—, los ciudadanos50 todos, y ofreceremos incienso a los benignos dioses.
Tú[1403] cumplirás con diez bueyes y otras tantas vacas, yo con un ternero recental que, abandonada ya la madre, se hace55 novillo en los copiosos prados y está a mis votos destinado. En su frente imita los curvados fuegos de la luna en su tercer retorno[1404]; en ella lleva una mancha que parece de nieve, y el resto60 de su capa es rubio.
El que al nacer recibe la mirada benigna de la musa se hará famoso; pero no por sus triunfos atléticos o militares, sino por su gloria de poeta (1-12). Así es como Horacio se ha ganado la veneración de la juventud romana e incluso el respeto de los envidiosos (13-16). A esa musa maravillosa debe el poeta el que lo señalen por las calles como el gran lírico latino, y por ello le brinda agradecido los frutos de la inspiración con que ha querido distinguirlo (17-24).
Al que tú, Melpómene, hayas mirado al nacer con ojos complacientes[1405], ni las fatigas del Istmo[1406] lo harán famoso púgil, 5 ni un caballo infatigable lo llevará vencedor en carro aqueo; ni sus hechos de guerra lo han de mostrar al Capitolio, como caudillo coronado con las hojas delias[1407], por haber abatido las so10 berbias amenazas de los reyes. Sin embargo, las aguas que riegan a la fértil Tíbur y las espesas cabelleras de los bosques ilustre lo harán en el eolio[1408] canto.
Los hijos de Roma, primera de las urbes, se dignan ponerme en los amables coros de los vates[1409], y ya me muerde menos el15 diente de la envidia. Tú, que de la áurea tortuga el dulce sonar templas, oh Piéride[1410], que hasta a los mudos peces la voz de20 los cisnes les darías, si quisieras: a tu favor yo debo por entero el que los viandantes me señalen con el dedo como el trovador de la romana lira[1411]. Mi inspiración y cuanto agrado —si es que agrado— a ti se debe.
El epinicio en honor de Druso, probablemente escrito a petición de Augusto (cf. Vida de Horacio: 2*, 22 ss. Klingner), se atiene, naturalmente, al estilo de Píndaro. Como la joven águila que ya sabe volar y cazar sola, o como el joven león que, recién destetado, ya acosa al corzo, así cayó el joven Druso sobre los bárbaros vindélicos, armados con las hachas propias de las amazonas; y aquel pueblo acostumbrado a las victorias supo entonces de qué eran capaces los dos Nerones, a los que el Príncipe había criado como a hijos suyos (1-28). La buena casta de los padres es patente en sus retoños; pero la educación potencia las dotes naturales, que se ven empañadas cuando aquélla falla (29-36). Ya dos siglos antes, gracias a un Nerón y a su victoria en el Metauro, había logrado Roma invertir la marcha de su guerra con Aníbal, que como un incendio o un vendaval había devastado Italia. Entonces comenzó su revancha (37-44). El cartaginés se percató de que su derrota estaba cerca y pensó ya en ponerse a resguardo de aquel pueblo invencible, que había resucitado en Italia a la perdida Troya y que de sus propias derrotas sacaba nuevas fuerzas (45-60). Roma era como la hidra, cuyas cabezas cortadas daban lugar a muchas otras, o como alguno de los muchos prodigios de la Cólquide o de Tebas: cuanto más se la hundía, resurgía más pujante (61-68). El caudillo púnico vio perdida su esperanza con la derrota y muerte de Asdrúbal; porque nada era imposible para el valor de los Claudios, favorecido por el poder de Júpiter (69-76).
Al igual que al alado sirviente del relámpago[1412], al que el rey de los dioses, Júpiter, dio el reino de las aves vagabundas5 tras probar su lealtad con el rubio Ganimedes[1413],, un día su juventud y el vigor heredado de sus padres lo empujaron a marchar lejos del nido, cuando aún nada sabía de fatigas; y alejadas ya las nubes, los vientos de primavera le enseñaron a hacer, despavorido,10 insólitos esfuerzos; y luego un ímpetu fogoso lo lanzó, lleno de encono, contra los rediles, y ahora contra las sierpes[1414], que le plantan cara, lo ha llevado el ansia de comida 15 y de combate; o tal como vio al león que ya ha dejado la ubre y la leche de su rubia madre, al corzo entregado a los lozanos pastos, a punto de sucumbir a un diente primerizo[1415]; así tai cual, al pie de los Alpes de la Recia[1416], han visto los vindélicos a Druso[1417] llegando en son de guerra. De dónde le viene a aquella gente la costumbre de llevar sus diestras siempre armadas de20 amazónicas[1418] segures, he dejado para otro momento el indagarlo, y tampoco está bien saberlo todo; pero aquellas bandas largo tiempo y por todas partes vencedoras, vencidas a su vez 25 por la pericia de un muchacho, supieron cuánto podían un alma y un carácter que en un hogar feliz se habían criado, y cuánto el afecto paternal de Augusto hacia los Nerones[1419] desde niños.
30 De los valientes y buenos los valientes nacen; en los novillos está y en los caballos la casta de sus padres, y las fieras águilas no engendran pacíficas palomas. Pero la enseñanza lleva a más la virtud que se ha heredado, y un buen cultivo los pe35 chos robustece; siempre que fallan las costumbres, los vicios deshonran a las almas bien nacidas.
De lo que debes, oh Roma, a los Nerones, testigos son las 40 aguas del Metauro y Asdrúbal derrotado[1420], y aquel hermoso día que, ahuyentadas las tinieblas, fue el primero en sonreírle al Lacio con el nutricio don de la victoria[1421]; cuando el africano[1422] terrible cabalgó por las itálicas ciudades, como la llama a través de los pinares o el viento euro por las olas de Sicilia.
45 Tras esto, con esfuerzos siempre coronados de fortuna, se creció la juventud romana y los templos, devastados por la violencia impía de los púnicos, tuvieron otra vez en pie a sus dioses. Y el 50 pérfido Aníbal al fin dijo[1423]: «Nosotros, ciervos a merced de los rapaces lobos, osamos acosar a los que burlar y rehuir ya es gran triunfo. El pueblo valeroso que desde Ilión en llamas, zarandeado por las olas de Toscana, logró llevar a sus dioses, a sus hijos y 55 a sus viejos padres hasta las ciudades de la Ausonia[1424]; al igual que la encina desmochada por las duras hachas en el Álgido[1425], feraz en negra fronda, en medio de los golpes y matanzas saca fuerza y60 vigor del propio hierro. No con más fuerza se creció la hidra[1426], mutilado su cuerpo, frente a Hércules, al que tanto le dolía ser vencido; ni la Cólquide ni Tebas la de Equión[1427] generaron mayor monstruo. La hundirás en lo más hondo, y saldrá a flote más65 lozana; la combatirás y cubriéndose de gloria echará por tierra al vencedor aunque esté entero, y hará guerras que darán que hablar a las esposas. Ya no mandaré a Cartago ufanos mensajeros; se70 acabó, se acabó toda esperanza y la suerte de nuestro nombre, muerto Asdrúbal. No hay cosa que no logre el brazo de los Claudios[1428], al que ampara Júpiter con su poder benigno y su propia75 sagacidad airoso saca de los peores riesgos de la guerra».
El poeta se queja a Augusto de que, pese a haber prometido en el senado un pronto retorno, dilate tanto su vuelta a la patria, privándola de la luminosa alegría de su presencia (1-8). Al igual que la madre del joven navegante al que impiden regresar a casa los vientos contrarios no ceja en sus plegarias y otea de continuo el horizonte, así Roma ansia la vuelta de su César (9-17). En efecto, gracias a él se mantiene la paz en los campos y en los mares, y en las familias reinan las buenas costumbres (18-24). Nadie ha de temer a partos, escitas o iberos mientras él esté sano y salvo. Todos pueden vivir tranquilos en sus propias tierras cuidando de su hacienda; y tras la cena incluyen al Príncipe en sus brindis por los dioses lares y los héroes. De la mañana a la noche aclaman los romanos la bondad de su gobierno (25-40).
Tú[1429], que de la bondad de los dioses has nacido, del pueblo de Rómulo guardián egregio, ya llevas lejos demasiado tiempo. Puesto que al venerable consejo de los padres un pron5 to retomo habías prometido, vuelve. Restituye a tu patria la luz, caudillo bondadoso; pues cuando tu rostro, como una primavera, reluce para el pueblo, más grato corre el día y mejor brillan los soles.
10 Igual que al mozo al que, con ráfaga envidiosa, allende las aguas de la mar de Cárpatos[1430] a la espera mantiene el viento noto —tan alejado del hogar querido— sin dejarlo volver por más de un año, la madre lo reclama con sus votos, con augurios y preces, y no aparta su mirada de la orilla sinuosa, así también,15 herida de fieles añoranzas, la patria busca a César.
Y es que el buey vaga seguro por los campos, los campos fecundan Ceres y la Felicidad[1431] nutricia; por el mar en paz los marineros vuelan. La buena fe recela de la culpa[1432], no deshon20 ra el escándalo la virtud de los hogares; costumbre y ley han puesto coto a la mancha de la infamia; se alaba a las madres que han parido porque sus hijos se parecen a sus padres[1433]; a la culpa acompaña y persigue su castigo.
¿Quién temerá a los partos, quién a los gélidos escitas, quién25 a las crías que en su seno lleva la Germania hirsuta, mientras César no sufra daño alguno? ¿A quién importarán las guerras de la fiera Hiberia[1434]? Cada cual acaba el día en sus colinas y guía30 la vid hacia los árboles desnudos[1435]; alegre toma luego a disfrutar del vino[1436], y en la sobremesa[1437], como a un dios, a ti te invoca. Brinda por ti con muchas preces, con vino puro que de 35 las páteras se vierte, uniendo tu divino poder al de los lares, como Grecia recuerda a Castor y al gran Hércules[1438].
«Ojalá, caudillo bondadoso, asegures a Hesperia[1439] largas fiestas» —así, sobrios, de mañana te decimos, cuando queda todo el día por delante; y también te lo decimos bien bebidos, 40 mientras el sol en el Océano se hunde.
Este solemne himno a Apolo, inspirado en el Pean 6 de Píndaro, data de la solemne ocasión del año 17 a. C., en la que Horacio recibió el encargo oficial de su Canto Secular. Tras la invocación ritual al dios en su condición de vengador de impiedades (1-8), viene la digresión mítica de rigor, centrada la más famosa de sus víctimas, Aquiles, que de no haber caído antes por obra de Febo, hubiera exterminado por completo a los troyanos (9-20). Sin embargo, por sus ruegos y los de Venus permitió Júpiter que Eneas sobreviviera para fundar una nueva patria (21-24). Después de esta transición hacia asuntos romanos y de una nueva invocación al dios como inspirador de toda poesía, Horacio lleva el discurso hacia su personal experiencia: gracias a Apolo él es el poeta del Canto Secular, que en su honor y en el de Diana entonaron los coros de doncellas y muchachos nobles, a los que invita a seguir el ritmo que él les marca (25-40). Y al final profetiza a una de esas doncellas que un día recordará la ocasión en que cantó a las órdenes del poeta Horacio (41-44).
Oh dios que diste que sentir a los hijos de Níobe[1440] castigando la desmesura de su lengua; y a Ticio, el violador, y al casi vencedor de la alta Troya, Aquiles el de Ptía, que era mejor que5 cualquier otro, pero no guerrero de tu talla; aunque, hijo de la marina Tetis, estremeciera las torres de Dardania con el acoso temible de su lanza…
Aquél, cual pino herido por mordiente hierro, o como el ci10 prés que abate el viento euro, cayó cuán largo era y posó su cuello sobre el polvo teucro[1441]. Aquél no habría burlado, metido en el caballo que fingía ofrendas a Minerva[1442], a los troyanos de15 fiesta en mala hora ni a la corte de Príamo, entregada a júbilos y danzas. Antes bien, terrible para con los cautivos a plena luz del día —¡ay, ay, horror!—, echándoles mano sin piedad, a los niños todavía infantes hubiera abrasado en las aqueas llamas, incluso al escondido en el vientre de la madre, si el padre de los20 dioses, vencido por los ruegos tuyos y de Venus, tan amada, no hubiera concedido a la suerte de Eneas unos muros trazados con mejor auspicio[1443].
Tañedor de la lira, maestro de Talía[1444] la armoniosa, oh25 Febo, que lavas en la corriente del Janto[1445] tus cabellos: defiende tú el honor de la camena daunia, imberbe Agieo[1446].
30 Febo me dio la inspiración, Febo el arte del canto y el nombre de poeta. Vosotros, doncellas escogidas y mozos nacidos de tan nobles padres[1447], protegidos de la diosa Delia, la que a los 35 huidizos linces y a los ciervos acosa con su arco[1448]: seguid el ritmo lesbio y el compás que yo marco con mi dedo[1449], cantando según los ritos mandan al hijo de Latona, y a la que la noche alumbra con su creciente luminaria; a la que hace prosperar los 40 frutos y que sin pausa rueden los fugaces meses[1450].
Y tú, muchacha, dirás, cuando ya estés casada: «Yo, cuando el siglo volvió con las luces de su fiesta, canté un himno que agradó a los dioses, dócil a los sones del poeta Horacio[1451]».
La oda a Torcuato, para muchos «la reina de las odas» (Romano), vuelve, y con el mismo metro, sobre el tema de la dedicada a Sestio (I 4): la condición cíclica del tiempo natural frente a la lineal —y por ello irreversible— del tiempo humano. También comienza con una descripción de la llegada de la primavera: desaparecen las nieves, rebrota la vegetación y los líos ya no corren desbordados, al tiempo que las gracias y las ninfas inician sus danzas silvestres (1-6). Viene luego la «parte gnómica» (Romano), que pone de relieve la diferencia entre el retorno de las estaciones y el final sin retorno que espera a los hombres. Ese carrusel de la naturaleza nos invita a no hacernos ilusiones de inmortalidad. En efecto, la estación que muere al llegar la siguiente ha de volver en su momento; pero nuestra vida, como la de Eneas y la de los grandes reyes de Roma, se acaba de una vez y para siempre (7-16). Nadie sabe si va a vivir mañana, y por ello el poeta aconseja a su amigo que no se prive de gustos pensando en su heredero; pues una vez que cruzamos el confín de la ultratumba, nada ni nadie podrá hacernos volver: ni la propia Diana pudo rescatar de ella al casto Hipólito, ni Teseo a Pirítoo, su amigo predilecto (17-28).
Se han disipado las nieves, ya les vuelve la hierba a los campos y a los árboles su cabellera. Pasa la tierra a una nueva estación y los ríos, menguando, discurren sin rebasar sus ori5 llas[1452]. La gracia[1453] desnuda se atreve a guiar sus cortejos, unida a las ninfas y a sus hermanas gemelas.
Que no esperes que haya nada inmortal te aconsejan el curso del año y las horas que nos arrebatan el día vital[1454]. Los céfiros templan los fríos[1455], a la primavera atropella el verano, 10 que ha de morir una vez que el pomífero otoño derrame sus frutos; y luego viene de nuevo la inerte invernada. Pese a todo, los quebrantos del cielo los repara el correr de las lunas[1456]; en cam15 bio nosotros, tan pronto caemos donde el piadoso Eneas, el rico Tulo y Anco cayeron, no somos más que polvo y sombra[1457].
¿Quién sabe si a la cuenta de hoy le van a añadir el tiempo de un mañana los dioses del cielo? Escapará a las ávidas manos 20 del que haya de heredarte cuanto en ti mismo te gastes[1458], como con un buen amigo. Una vez que hayas muerto y Minos pronuncie sobre ti su sentencia[1459], por favorable que sea, Torcuata[1460], no te han de volver a la vida linaje, elocuencia o piedad. Pues tampoco al púdico Hipólito[1461] libra Diana de las inferna25 les tinieblas, ni tiene fuerza Teseo[1462] para romper las cadenas leteas de su amigo Pirítoo, tan querido.
Estamos ante la que podría llamarse «La oda Meineke»: la única que nos ha llegado con un número de versos (34) no divisible por 4, en contra de la «ley» formulada por dicho filólogo (y de su más discutida tesis de que todas están escritas en estrofas tetrásticas). Esa singularidad se ha ido desdibujando tras la eliminación de las diversas interpolaciones señaladas por los críticos, si bien no ha sido la «lex Meineke» el único ni el principal criterio que los ha llevado a identificarlas. La oda es un canto al poder de la poesía inspirado, una vez más, en Píndaro (Istm. 1, 18 ss.; Nem. 5, 1 ss.). Horacio quisiera homenajear a su amigo Censorino con alguno de los valiosos trofeos que se adjudican a los campeones olímpicos o con pinturas o esculturas valiosas. Sin embargo, ni él dispone de tales riquezas ni su amigo las necesita. En cambio aprecia los versos, algo con que él sí puede obsequiarlo (1-12). Las inscripciones honoríficas no dan más gloria a los grandes generales que los poemas escritos en su honor. Gracias a los poetas alcanzó Rómulo fama imperecedera y Éaco la inmortalidad. También gracias a ellos fue admitido Hércules en la mesa de Júpiter y fueron divinizados los Dioscuros y Baco (13-34).
De buena gana, Censorino[1463], regalaría a mis amigos páteras y bronces exquisitos, regalaría trípodes, premios de los grie5 gos esforzados[1464]; y no ibas tú a llevarte lo peor de esos presentes. Eso —claro está—, si yo fuera rico en obras de arte, de las que Parrasio o Escopas[1465] produjeron, diestros en retratar tanto a un hombre como a un dios, el segundo con la piedra, el primero con sus nítidos colores. Pero no está en mi mano hacer tal cosa, ni tienes tú un patrimonio ni un espíritu que de tales10 delicias necesiten. Tú disfrutas con los versos, y versos sí puedo regalarte y decirte el precio del regalo.
Los mármoles grabados con públicos epígrafes, por los que el alma y la vida se devuelven tras la muerte a los buenos gene15 rales [ni[1466] las raudas fugas, ni las amenazas de Aníbal rechazadas, ni el incendio de Cartago impía, de aquel que del África vencida volvió tras ganarse en ella un nombre[1467],] no proclaman con más brillo la alabanza que las cálabras Piérides[1468]. Y si20 callan los escritos lo que de bueno tú hayas hecho, no te llevarás tu recompensa. ¿Qué sería del hijo de Ilia y de Mavorte[1469], si un envidioso silencio hubiera ocultado los méritos de Rómu25 lo? A Éaco[1470], librado de las ondas de la Estigia, no sólo su virtud, sino también el favor y la lengua de los vates poderosos lo hacen inmortal en las islas donde reina la abundancia [. Al varón que es digno de alabanza no lo deja perecer la musa[1471]], la 30 celestial beatitud le da la musa. Así participa el esforzado Hércules en los codiciados banquetes que da Júpiter; así los Tindáridas[1472], estrellas relucientes, salvan los barcos naufragados del fondo de las aguas; así también [, ornadas de verde pámpano las sienes[1473],] lleva Líber los votos a buen término.
La oda a Lolio vuelve sobre el tema, tan pindárico, del poder de la poesía para asegurar a los grandes hombres la gloria duradera. Pero Horacio piensa ante todo en la poesía lírica: la fama de Homero no eclipsó la de Píndaro, Simónides, Alceo, Estesícoro, Anacreonte y Safo (1-12). Nombra luego a varias figuras épicas que seguramente no fueron casos únicos, pero que tuvieron la fortuna de hallar un poeta que las cantara, mientras las demás se hundían en el olvido (13-28). Y es que poco se diferencian cobardía y valor cuando una y otro quedan en el anonimato. Por ello el poeta promete a Lolio que no dejará en silencio sus muchos méritos (algo que tal vez sonara a amarga ironía unos años más tarde, cuando aquél sufrió una infamante derrota militar). Para Horacio, Lolio es hombre prudente y recto, desprendido e incorruptible (29-44). En fin, no es feliz el que más tiene, sino el que usa bien de lo que los dioses le otorgan y sabe sobrellevar la escasez, temiendo más que a nada al deshonor (45-52).
No vayas a creer que han de perderse las palabras que yo, nacido junto al Áufido, resonante hasta muy lejos, con artes hasta hoy desconocidas pronuncio para unirlas a mis cuerdas[1474].
Si el meonio[1475] Homero ocupa el primer puesto, no por ello 5 las camenas de Píndaro quedan en la sombra; ni tampoco las de Ceos, ni las de Alceo, llenas de amenazas, ni las de Estesícoro[1476], tan graves. Los cantos que en su día fueron el solaz de 10 Anacreonte[1477] no han sido borrados por el tiempo; y aún respiran amor y aún están vivos los ardores que confió a las cuerdas la muchacha eolia[1478].
No fue Helena la laconia[1479] la única que ardió prendada de los bien cuidados cabellos de un amante, del oro que teñía sus 15 vestidos y de su regio lujo y su cortejo. No fue Teucro el primero que apuntó sus flechas con el arco de Cidonia[1480]; no sólo 20 una vez Ilion fue maltratada, ni el enorme Idomeneo ni Esténelo[1481] libraron ellos solos sus combates, dignos de ser contados por las musas; ni el fogoso Héctor ni el audaz Deífobo[1482] fueron los primeros en recibir graves heridas defendiendo a sus 25 castas esposas y a sus hijos. Muchos fueron los hombres valerosos que antes de Agamenón[1483] vivieron; pero a todos, ni conocidos ni llorados, la larga noche los aplasta por no tener un vate sagrado que los cante.
30 Poco dista de la cobardía sepultada en el olvido la valentía que oculta permanece. Yo no voy a dejarte en el silencio y sin encomio en mis escritos, ni a permitir que impunemente tus desvelos, Lolio[1484], se los lleve consigo el envidioso olvido. Tienes un ánimo que sabe de las cosas de la vida, recto en los35 tiempos favorables y también en los inciertos; castigador del fraude avaro y despegado del dinero, que con todo arrambla; espíritu de cónsul, mas no de un solo año[1485], sino de cuantas40 veces —buen juez y digno de confianza— colocó la decencia por delante del provecho, con rostro altivo rechazó los presentes de los malos y, cruzando por medio de las bandas que el paso le cerraban, desplegó sus armas victorioso[1486].
No harás bien llamando feliz a quien tiene muchas cosas; el45 nombre de feliz más bien le cuadra a quien sabe usar prudentemente de los dones que los dioses le conceden, y llevar la dura pobreza con paciencia; y al que teme, más que a la muerte, a la50 deshonra, sin miedo a perecer por los amigos queridos o la patria.
La oda a Ligurino parece ser una muestra de la deuda de Horacio con el epigrama helenístico, y en particular con el de contenido pederástico, El destinatario es el mismo que en IV 1, 38 aparece como objeto de las ya otoñales pasiones del poeta. Aquí, dolido por sus desdenes, le advierte que su florida mocedad no ha de durarle para siempre; que pronto llegará el día en que, convertido en hombre hecho y derecho, echará de menos, al verse en el espejo, sus encantos juveniles. Y entonces lamentará no haber pensado así en otro tiempo y, cuando así piense, no tener ya el rostro angelical que antes tenía.
¡Oh tú, que hasta aquí te has mostrado tan esquivo y de los dones de Venus te prevales!: cuando a tu soberbia le salga la pluma[1487] que no espera, y los cabellos que ahora vuelan por tus hombros se te caigan, y el color que ahora tienes, que a la rosa 5 de púrpura supera, Ligurino[1488], cambie para dar paso a un rostro hirsuto, cuantas veces al mirarte en el espejo te parezca ver a otro, dirás: «¡Ay!, ¿por qué lo que ahora pienso no lo pensé también cuando era chico? ¿O por qué, sintiendo como siento, no vuelve la tersura a mis mejillas?».
Esta oda tiene un exordio simposíaco: el poeta invita a una amiga, la citarista Filis, a una velada extraordinaria, para la cual todo está dispuesto en su casa (1-12). Se trata del cumpleaños de su amigo y protector Mecenas, que sólo esta vez aparece en libro IV de las Odas, tal vez porque a la sazón ya estaba retirado del primer plano de la actualidad política (13-20). En su tercera parte la composición deriva hacia los asuntos de amor: Pilis no debe pretender a un joven de más alta condición; e ilustra su consejo con dos ejemplos de aspiraciones desmesuradas: Faetón y Belerofontes. Pero al cabo le descubre sus sentimientos y le confiesa que la considera como «el final de sus amores» y como la más indicada para cantar sus versos (21-36).
Tengo un cántaro de vino albano[1489] lleno, de más de nueve años; hay apio en mi huerto, Filis[1490], para trenzar coronas y co5 piosa hiedra, que te hace brillar cuando con ella te ciñes los cabellos. La plata llena la casa de sonrisas[1491] y el ara, revestida de verbenas castas[1492], ansia que la sangre del cordero inmolado la rocíe. No hay cosa en que la servidumbre no se afane: de aquí para allá corren mezclados los mozos y las mozas; las llamas se10 agitan volteando en su cresta el negro humo.
Mas, para que sepas a qué alegrías se te invita, has de celebrar las idus que el mes de abril dividen, el que a la marina Ve15 nus se consagra; fecha que con razón es para mí solemne y casi más sagrada que mi propio natalicio, pues mi querido Mecenas desde ese día cuenta los años que le van llegando[1493].20
A ese Télefo[1494] al que tú pretendes, mozo de condición que no es la tuya, te lo ha quitado una muchacha rica y casquivana, que prendido lo tiene en agradables grillos. Faetón[1495], abrasa25 do, mete miedo a las esperanzas desmedidas; y el alado Pegaso te brinda un duro ejemplo, incapaz de cargar con su jinete terrenal, Belerofontes[1496]; para que siempre busques lo que está a tu altura y, teniendo las esperanzas desmedidas por pecado,30 evites al que mal se te empareja. Vamos ya, final de mis amores —pues en adelante ya no arderé por hembra alguna—, aprende melodías que repetir con esa voz tuya tan amable, pues35 con el canto menguarán las negras penas.
La primera mitad de esta oda es una típica —y tópica— descripción de la llegada de la primavera, conforme a la tradición de los epigramas helenísticos: se encalma el mar y las naves ya lo surcan; desaparecen las heladas y los ríos ya no corren desbocados. La golondrina —metamorfosis de Proene— construye de nuevo su nido, mientras los pastores entonan sus cantos en honor del dios Pan (1-12). La segunda parte del poema es una no menos típica uocatio ad cenam dirigida a un desconocido Virgilio, al que Horacio invita a compartir su vino con la condición de que él aporte sus perfumes. Y lo exhorta de paso a olvidarse de negocios y, recordando que la muerte nos espera, a gozar de la vida; pues a su debido tiempo no está mal permitirse un desahogo (13-28). Los dos temas principales de esta oda aparecen reunidos en un fragmento de Alceo (367 Lobel-Page): «puesto que llega la florida primavera…, mezclad cuanto antes en la crátera vino dulce como la miel».
Ya las compañeras de la primavera, las brisas tracias[1497] que la mar encalman, empujan las velas de las naves; y ya no están los prados ateridos por la escarcha, ni rugen los ríos hinchados 5 por las nieves invernales. Llorando por Itis[1498], lastimera, pone su nido el ave desdichada, de la casa de Cécrope baldón eterno, por haberse vengado malamente de las bárbaras pasiones propias de los reyes. Sobre la tierna hierba los guardianes de las pingües10 ovejas entonan sus canciones con la flauta, y deleitan al dios[1499] que se recrea con los rebaños y las oscuras colinas de la Arcadia.
Con este tiempo viene la sed, Virgilio[1500]; pero si ansias trasegar un Líber prensado en Cales[1501], tú, protegido de jóvenes15 ilustres, has de ganarte el vino con tu nardo[1502]. Un ónice[1503] de nardo, y no muy grande, hará salir el jarro que descansa en las bodegas de Sulpicio[1504], generoso para dar nuevas esperanzas, y20 eficaz para borrar las negras penas.
Si tienes prisa en gozar de todo esto, ven pronto y trae tu mercancía; que no pienso yo regarte gratis con mis copas, como un potentado y en una casa rica. Mas deja las tardanzas y el afán 25 de lucro y, acordándote de los negros fuegos[1505], mientras puedes mezcla un poco de insensatez a tu cordura; que a su debido tiempo desvariar resulta grato.
Retoma Horacio en esta oda a un subgénero amatorio ya practicado en 125: el de las dirae («imprecaciones») contra una amante —o tal vez sólo amada— antaño bella pero arisca, y a la postre vieja y fea. Podría tratarse de la misma Lice mencionada en III 10. El poeta le reprocha ahora su vejez, su fealdad y su esperpéntica decadencia. Cupido ya no responde a sus llamadas porque prefiere a las muchachas en flor; en cambio, lo repelen los dientes amarillos, las arrugas y las canas de la bella envejecida (1-12). A Lice ya no le valen de nada vestidos ni joyas; sus buenos días ya se han ido, así como los encantos con que le había robado al poeta hasta su alma; encantos aún mayores que los de la malograda Cinara, a la cual el destino le negó los años que acabaron con la belleza de Lice, para satisfacción de cuantos se habían quemado en sus llamas (13-28).
Los dioses, Lice[1506], han escuchado mis promesas; las han escuchado, Lice: te haces vieja y quieres, sin embargo, parecer5 hermosa; y andas de fiesta y bebes sin recato, y una vez bebida, con un canto temblón provocas a un Cupido[1507] que no llega. Y es que él está al acecho en las mejillas tan hermosas de Quía[1508], que está en la flor de la edad y es ducha en hacer sonar la cítara; pues él al volar deja de lado, esquivo, las áridas encinas[1509] y10 escapa de ti porque te afean tus dientes amarillos, tus arrugas y las nieves que cubren tu cabeza.
Ya ni las púrpuras de Cos[1510] ni las piedras preciosas te devuelven unos tiempos que el volar de los días ha metido y encerrado en calendarios bien notorios[1511]. ¿A dónde se fue el15 encanto —¡ay!—, a dónde el color, a dónde aquel movimiento tan gracioso? ¿Qué tienes tú de aquélla, de aquella que amores respiraba, que secuestrado a mí mismo me tenía; de20 aquel rostro que triunfó después de Cinara[1512], y también famoso por sus artes seductoras? Mas a Cinara le dio pocos años el destino que a Lice había de guardar por largo tiempo, hasta igualarla en edad a una decrépita corneja; para que los mozos25 ardientes, y no sin mucha risa, pudieran ver deshecha en cenizas a la antorcha.
Este epinicio, de corte pindárico, en honor de Tiberio es gemelo del dedicado a su hermano Druso (IV 4) y, como aquél, seguramente fue escrito a petición de Augusto (véase la nota introductoria a la citada oda). Aunque celebre las victorias de su hijastro y sucesor, es el Príncipe el destinatario directo del poema. Horacio empieza preguntándole qué honores podrán tributarle senado y pueblo para inmortalizar sus méritos, una vez que los vindélicos han probado la fuerza de sus ejércitos (1-9). Pues con soldados suyos Druso acaba de someter a aquellos bárbaros alpinos y de expugnar sus encumbradas fortalezas (9-13). Luego entró en combate Tiberio y batió a los retos, cayendo sobre aquel pueblo indómito como el viento del sur sobre las olas, espoleando a su caballo por medio de las llamas. Lo compara luego Horacio con el río de su tierra natal, el bravo Áufido, que cuando se desboca arrasa cuanto encuentra: así arrolló Tiberio a las formaciones bárbaras (14-32). Pero también ahora ha sido Augusto quien ha aportado las tropas, la estrategia y la ayuda de los dioses. Y en el mismo día en que quince años antes se le había rendido Alejandría, la Fortuna ha otorgado la victoria a quienes combatían a sus órdenes (33-40). A Augusto lo admiran los más lejanos pueblos: cántabros, medos, indios y escitas; de él están pendientes los ribereños del Nilo, del Danubio y del Tigris, y hasta los britanos, rodeados por el temible Océano. Y ya sometidos, lo veneran los galos, iberos y sigambros.
¿Qué desvelos de los padres o de los quirites[1513], llevando a más los honores que te rinden, perpetuarán tus virtudes para siempre, en inscripciones y fastos que eternicen tu memoria, oh 5 Augusto, el más grande de los príncipes, por dondequiera que el sol alumbra las tierras habitables[1514]?
Los vindélicos[1515], ajenos a la ley latina, acaban de saber cuánto podías con tu Marte[1516]. Pues con soldados tuyos, a los 10 genaunos, estirpe levantisca, y a los breunos veloces, y sus fortalezas plantadas sobre los temibles Alpes[1517] ha abatido Druso[1518], con el ardor de quien devuelve los golpes redoblados[1519]. Luego, el mayor de los Nerones[1520] entabló recio combate y con15 prósperos auspicios desbarató a los salvajes retos[1521]; y era de ver en el marcial encuentro, con qué embestidas agobiaba a aquellos pechos que habían jurado morir libres —casi como el20 austro castiga a las olas indomables, cuando desgarra las nubes el coro de las Pléyades[1522]—, incansable en hostigar a los escuadrones enemigos, y en meter por medio de los fuegos su caballo que bramaba.
25 Así corre el tauriforme[1523] Áufido, que los reinos de Dauno el ápulo bordea, cuando se enfurece y trama un aluvión tremendo contra los bien cuidados campos; tal como Claudio[1524], con 30 empuje arrollador, atropelló las filas de los bárbaros, de hierro guarnecidas; y segándolos desde el primero al último cubrió de ellos la tierra, vencedor sin sufrir daño.
Tú pusiste las tropas, tú los planes, tú la ayuda de tus dioses35 Pues el mismo día en que Alejandría[1525]., suplicante, te abrió su puerto y su palacio abandonado, la próspera Fortuna, al cabo de 40 tres lustros, concedió de nuevo un final feliz en la campaña y adjudicó la gloria y el honor ansiado a los que tus órdenes cumplieron.
El cántabro, hasta ahora no domado, y el medo y el indio y el huidizo escita a ti te admiran, oh protector solícito de Italia 45 y de Roma, señora de los pueblos. A ti te escuchan el Nilo, que oculta el manantial de su corriente, y el Histro y el raudo Tigris[1526], y el Océano, que plagado de monstruos atruena a los britanos, tan remotos; a ti la tierra de la Galia, que no tiene miedo de la muerte, y la tierra de la dura Hiberia; a ti los sigam50 bros[1527], que con la matanza gozan, depuestas sus armas, te veneran.
«El poema que está situado al final del libro IV es la última de las odas datables de Horacio, y posiblemente el último de todos sus poemas. Fue escrito poco después del retomo de Augusto del Occidente en el verano del 13 a. C.» (Fraenkel, 1957: 449). Inicia la oda un tópico no muy acorde con el resto de su contenido: la recusado de la épica como género por encima de las fuerzas del poeta, en la línea de Calímaco (1-4). Vienen luego las congratulaciones por la paz y el orden que Augusto ha traído consigo: se ha restaurado la agricultura y se han recuperado las enseñas perdidas ante los partos. Al fin está cerrado el templo de Jano, máximo símbolo de la paz; las costumbres vuelven a la virtud antigua y el Imperio se extiende desde el orto hasta el ocaso (416). No hay nada que temer mientras gobierne el César. Ni los pueblos más bárbaros osarán quebrantar la paz por él impuesta (17-24). Los romanos, en días laborables y festivos, brindarán por sus dioses y sus héroes a la manera antigua, recordando sus orígenes troyanos (18-32).
Febo, al querer yo tratar de batallas y ciudades conquistadas, me advirtió con un toque de su lira que no largara mis exiguas velas por las aguas del Tirreno[1528].
5 Tus tiempos, César, han devuelto a los campos los frutos abundosos y restituido a nuestro Júpiter las enseñas arrancadas de las soberbias puertas de los partos[1529]; vacío ya de guerras, el templo de Jano de Quirino[1530] han clausurado, y han impuesto 10 el justo orden como freno a la licencia desbocada; han desterrado los delitos y restaurado las costumbres viejas, por las que grandes se hicieron el nombre latino y el poder de Italia, y la 15 fama y soberanía del imperio se extendieron hasta donde sale el sol, desde su lecho en tierras de la Hesperia[1531].
En tanto que César cuide del estado, ni la locura ciudadana ni la violencia ahuyentarán la paz; ni la ira, que las espadas for20 ja y enemista a las ciudades desdichadas. Los que las hondas aguas del Danubio beben no quebrantarán las leyes Julias[1532]; ni los getas, ni los seres[1533], ni los persas desleales; tampoco los que junto a las aguas del Tánais han nacido[1534].
25 Y nosotros, en los días de trabajo y en las fiestas, entre los dones del jocoso Líber, junto con nuestros hijos y mujeres, y tras invocar según los ritos a los dioses, a los caudillos de valor 30 acreditado cantaremos, según la costumbre de los padres, con un canto acompañado por las flautas lidias[1535]; y a Troya y a Anquises y a la descendencia de Venus, la nutricia[1536].