Asinio Polión se ha puesto a historiar las guerras civiles desde los tiempos de César y Pompeyo, y ello cuando todavía no se ha extinguido el rescoldo de aquellos odios (1-8). Entretanto, la escena deberá quedarse sin las tragedias del ilustre orador, político y militar (9-16). El poeta ya cree ver a los grandes generales en combate, y el sometimiento de todas las tierras y personas, salvo de Catón, el indomable (17-24). Juno había vengado a Cartago y a Jugurta, haciendo que soldados romanos cayeran en tierras africanas (25-28). La sangre latina había regado también muchas otras regiones, mares y riberas (29-36). Pero, en esto, Horacio advierte que su musa se ha salido de su género propio, el lírico, al que le cuadran asuntos más livianos (37-40).
La discordias civiles desde el consulado de Metelo[819]; las causas, males y maneras de la guerra; el juego de la Fortuna[820], la gravosa amistad de los notables[821] y las armas manchadas de 5 sangre aún no expiada: esos asuntos, plagados de azares y peligros, son los que tú tratas, caminando sobre ascuas que cubren 10 cenizas engañosas[822]. La musa de la severa tragedia puede faltarles por un tiempo a los teatros[823]; que pronto, cuando hayas narrado por su orden los públicos sucesos, con el coturno de Cécrope[824] volverás a tu noble cometido; tú, Polión[825], insigne apoyo de los reos afligidos y de las deliberaciones de la curia[826]; 15 tú, a quien el laurel del triunfo de Dalmacia[827] valió una gloria inmarcesible.
Ya ahora nos aturdes los oídos con el clamor amenazante de los guerreros cuernos; ya rechinan los clarines, ya el ful20 gor de las armas atemoriza a los caballos huidizos y el rostro de los caballeros. Ya me parece ver[828] a los grandes generales, cubiertos de un polvo que no afea[829]; y que todo en la tierra ha sido sometido, salvo el ánimo de Catón[830], que era indomable.
Juno y los dioses más amigos de los africanos, que impo25 tentes habían dejado aquella tierra sin vengarla[831], a los nietos de sus vencedores los han inmolado en memoria de Jugurta[832]. ¿Qué llano, fertilizado por latina sangre, no da fe con sus se30 pulcros de los combates impíos y del estruendo de la mina de la Hesperia[833], que han podido oír hasta los medos? ¿Qué remoli35 no o qué ríos no supieron de la triste guerra? ¿Qué mar no tiñeron las matanzas de la Daunia[834]? ¿A qué ribera le ha faltado nuestra sangre?
Mas tú, musa atrevida, no abandones tus juegos para repetir lo que es asunto de la nenia de Ceos[835]; a mi lado, en la gruta de 40 Dione[836], ensaya tus sones con un plectro[837] más ligero.
Horacio recuerda a Salustio que la plata sólo brilla cuando se gasta por el uso, y evoca el ejemplo de generosidad que había hecho inmortal a Proculeyo (1-8). Mayor riqueza tiene el que pone coto a su avaricia que el que posee inmensas tierras; el hidrópico no calmará su sed con el agua, sino curando de raíz su mal (9-16). Fraates IV, rey de los partos que había recuperado el trono perdido, no sería un ejemplo de felicidad según el criterio de la virtud, que no es el que sigue la mayoría: al hombre verdaderamente grande no se le van los ojos tras las riquezas (17-24).
Ningún color tiene la plata que bajo la tierra avarienta está escondida, Crispo Salustio[838], enemigo del metal[839] si no reluce a causa de un empleo moderado.
Alargará los años de su vida Proculeyo[840], famoso por el 5 amor de padre que mostró hacia sus hermanos; consigo lo llevará la Fama, que no muere, en sus alas reacias a cansarse.
Más lejos llegará tu reino si a la avidez de tu alma pones 10 coto, que si juntas la Libia con la remota Gades, y sólo a ti te sirven el púnico de una y otra orilla[841]. El hidrópico[842] se hincha como un monstruo dejándose llevar de su apetencia; pero no ahuyenta la sed si la causa del mal no escapa de sus venas y de 15 su pálido cuerpo el mal del agua.
A Fraates, que volvió al trono de Ciro[843], la Virtud, en desacuerdo con la plebe, no lo cuenta entre los bienaventurados, y 20 enseña al pueblo a no usar las palabras sin sentido[844]; pues reino y diadema seguros, y un lauro en plena propiedad no los otorga sino a quien es capaz de contemplar grandes riquezas sin que los ojos tras ellas se le vayan.
El poeta exhorta a Delio a que mantenga una ecuanimidad invulnerable a los cambios de la suerte; y le recuerda que, ya viva triste, ya feliz, al final ha de morir (1-8). Entretanto, mientras el destino lo permita, la amable sombra de los árboles junto al arroyo brinda un lugar idóneo para disfrutar de días de vino y rosas (9-16). Habrá que dejar a un heredero casas y fincas; pues, por alta que sea nuestra cuna, estamos destinados a la muerte; a embarcamos para el más allá cuando, antes o después, nos toque en suerte (17-28).
Acuérdate de mantener en la adversidad el ánimo sereno, y en la prosperidad lo mismo, evitando la alegría desmedida, tú, Delio[845], que has de morir tanto si siempre vives triste como si 5 pasas las fiestas en escondida pradera recostado, regalándote con un falerno de reserva[846].
¿Para qué el enorme pino y el blanco chopo gustan de unir 10 sus ramas en hospitalaria sombra? ¿Para qué el agua fugaz se abre camino, trepidante, por el quebrado arroyo? Manda que traigan vino, perfumes y encantadoras rosas —flores en demasía pasajeras—, mientras lo permiten tu patrimonio, tu edad y 15 los negros hilos de las tres hermanas[847].
Has de dejar los sotos que has comprado, y tu casa y tu villa, que el rubio Tíber[848] baña; los has de dejar, y un heredero 20 será dueño de las riquezas que has amontonado. Lo mismo da que seas rico y del viejo Ínaco[849] desciendas, o que, pobre y de la más humilde casta, a la intemperie vivas; pues eres víctima[850] del Orco, que jamás se apiada. Al mismo sitio por fuerza vamos 25 todos; la suerte de todos da vueltas en la urna[851] y tarde o temprano ha de salir, para metemos en la barca[852], camino del exilio interminable.
Jantias no ha de sentir vergüenza por amar a una sierva, como antaño Aquiles, Ayax y Agamenón (1-12). Además, quién sabe si su amada Filis no es de estirpe regia. Sus buenas cualidades garantizan, cuando menos, un linaje honrado (13-20). El poeta elogia desinteresadamente la belleza de la muchacha, pues ya es un cuarentón del que Jantias no tiene nada que temer (21-24).
No te avergüence, Jantias de Fócide[853], el estar enamorado de una esclava; que ya cautivó al soberbio Aquiles la sierva Brisei5 da[854] con su color de nieve, y cautivó a su dueño, Áyax Telamonio, la hermosura de Tecmesa[855] prisionera; en pleno triunfo ardió el Atrida por la doncella que se llevó consigo por la fuerza[856], después 10 de que cayeron los escuadrones bárbaros ante el tesalio[857] victorioso, y de que la pérdida de Héctor[858] entregó a los griegos, ya agotados, una Pérgamo[859] más fácil de quitar de en medio.
No sabes tú si la rubia Filis[860] tiene afortunados padres que te honren haciéndote su yerno; y de hecho llora por una estirpe 15 regia y por unos penates que en su contra se volvieron[861]. Créeme: no la has sacado de la infame plebe, y no hubiera podido nacer tan fiel y desprendida de una madre capaz de avergonzar20 la[862]. Alabo sus brazos, su rostro y sus piernas torneadas, y sin interés personal —no desconfíes; pues la edad, que nunca para quieta, ya mi octavo lustro ha completado[863].
La mozuela es como una ternera que aún no está madura para el yugo ni para el amor y prefiere retozar por los campos (1-9). Más vale esperar a que el otoño haga madurar las uvas (9-12). En su momento, será ella la que busque compañero, Lálage, más amada que Fóloe, que Cloris y que el efebo Giges (13-24). Ya el comentario antiguo del Pseudo-Acrón anota: «no se sabe a quién se dirige [el poeta] en esta oda, si a alguno de sus amigos o a sí mismo».
Aún no es capaz de soportar, uncida, el yugo en su cerviz, ni de igualar a un compañero en la tarea, ni de aguantar el peso del 5 toro que al amor se lanza. Por los verdes campos anda el ánimo de tu ternera, que ora en los arroyos el peso del calor se alivia, ora ansia jugar en el húmedo sauzal con los novillos.
10 Deja esa pasión por las uvas en agraz, que pronto el otoño abigarrado te ha de pintar los lívidos racimos con el tinte de la púrpura. Ya irá ella tras de ti, pues corre sin echarse atrás el 15 tiempo, y los años que a ti te haya quitado, a ella ha de sumárselos. Ya ha de buscarse un compañero, con su testuz descarada, esa Lálage[864] que amas como no amaste a Fóloe, la esquiva; 20 ni a Cloris, cuyos blancos hombros brillan como reluce la luna pura sobre el mar nocturno; ni a Giges el de Cnido[865], el que, si en un coro de muchachas lo pusieras, hasta el asombro engañaría a los huéspedes más listos: tan poco clara la diferencia dejaría, con sus cabellos sueltos y su semblante ambiguo.
El poeta sabe que su amigo Septimio lo acompañaría hasta el fin del mundo; pero lo que él ansia es poder retirarse al ameno Tíbur cuando, ya viejo, esté cansado de viajes y de guerras (1-8). Si ello no le fuere posible, se contentará con las tierras de Tarento (9-12). Aquel rincón de Italia, con su miel, su aceite, su clima y sus vinos, es para él el más grato (13-20). Allí ha de acompañarle su amigo y, llegado el día, rendirle las postreras honras.
Septimio[866], que conmigo irías hasta Gades y hasta la tierra del cántabro[867], que nuestro yugo a soportar no aprende; y hasta las bárbaras Sirtes, donde las olas morunas[868] siempre bullen: ¡ojalá sea Tíbur, la que fundó el colono argivo[869], reposo de mi 5 vejez, de las fatigas de la mar, los caminos y la guerra!
Mas si de allí las parcas[870] hostiles me alejaren, marcharé al 10 Galeso[871], río amado de las ovejas que se cubren de pelliza[872], y a los campos en que reinó Falanto[873], venido de Laconia. Más que todos me sonríe aquel rincón, cuyas mieles no ceden a las 15 del Himeto[874]; donde la oliva rivaliza con la de Venafro[875] verdeante, donde primavera larga y templados inviernos brinda Jú20 piter, y el Aulón[876], amigo del fecundo Baco, poco envidia a las uvas del Falerno[877].
Aquel lugar te reclama a ti y a mí contigo, y aquellas cimas bienaventuradas: allí has de mojar con las lágrimas debidas la ceniza aún caliente del poeta amigo.
Pompeyo, viejo camarada del poeta en el ejército republicano y en no pocas veladas festivas, está de vuelta en casa (1-8). Juntos sufrieron la afrentosa denota de Filipos; pero Horacio se libró de más guerras por gracia divina, mientras que Pompeyo se vio de nuevo arrastrado a ellas (9-16). Ahora el amigo recuperado debe descansar y celebrar su vuelta; correrán el vino y los perfumes, y se trenzarán festivas coronas. El poeta está dispuesto a beber sin tasa para festejar el regreso de su amigo (17-28).
¡Oh tú, que conmigo tantas veces te viste llevado hasta el supremo trance en la campaña que mandaba Bruto[878]!: ¿quién te ha devuelto, en quinte[879] de nuevo convertido, a los dioses patrios y al cielo itálico?; Pompeyo[880], de mis camaradas el primero, con quien tantas veces quebré la lentitud de la jornada, 5 echando mano del vino, coronados los cabellos y de malóbatro sirio[881] relucientes.
A tu lado supe lo que fue Filipos[882] y la huida a toda prisa, la 10 adarga malamente abandonada[883], cuando el valor se quebró y los que tanto amenazaban dieron con el mentón en el suelo polvoriento. Mas a mí, despavorido y envuelto en densa nube, de entre los enemigos me sacó el veloz Mercurio[884]; a ti de nuevo 15 te llevó a la guerra el oleaje del mar, envolviéndote en sus aguas tormentosas[885].
Así, pues, paga a Júpiter el festín que se le debe, y bajo mi laurel descansa tu cuerpo fatigado por largas campañas; y no 20 tengas compasión de esos jarros para ti guardados. De olvidadizo másico llena a rebosar las bien pulidas copas[886], vierte de los amplios cuencos los perfumes. ¿Quién cuida de aprestar coro25 nas de húmedo apio y quién de mirto[887]? ¿A quién nombrará Venus juez de la bebida[888]? Festejaré a Baca con no más cordura que lo festejan los edonos[889]; me apetece desvariar por el retomo de un amigo.
Si alguno de sus perjurios amorosos hubiera menguado en algo la hermosura de Barina, el poeta estaría dispuesto a creerla por una vez; pero después de cada engaño ella parece aún más bella (1-8). Y es que no teme pronunciar unos juramentos que, según se dice, los propios dioses no se toman en serio (9-16). Además, mientras los amantes despechados no se deciden a cumplir su amenaza de marcharse, nuevas promociones de jóvenes incautos se disponen a someterse a su servicio, para angustia de madres, padres y jóvenes esposas (17-24).
Si alguna vez, Barina[890], te hubiera dañado el castigo de un perjurio; si te volvieras más fea —un diente ennegrecido, una uña tan sólo[891]— yo te creería; pero es que tú, tan pronto 5 como te juegas tu pérfida cabeza a un juramento, mucho más bella resplandeces y te haces más pública obsesión de los muchachos.
Te viene bien burlar a las cenizas ya enterradas de tu madre, y a los taciturnos astros de la noche, con el cielo todo, y también 10 a los dioses[892], que la gélida muerte no conocen. De esto se ríe —te lo digo yo— la propia Venus[893]; se ríen las sencillas ninfas y Cupido fiero, que siempre afila sus ardientes flechas en san15 grienta muela.
Añade que para ti se hacen hombres todos los mozos y te crece una nueva servidumbre; pero los veteranos no abandonan la casa de su impía dueña, por más que hayan amenazado con 20 hacerlo. Te temen las madres, pensando en sus novillos[894], y los viejos austeros; y también —pobrecillas— las recién casadas, no sea que a sus maridos los retengan tus efluvios[895].
Horacio recuerda a su amigo y colega el poeta Valgio que no hay lluvias ni borrascas que no acaben nunca, para animarlo a cesar en su obstinado duelo por su favorito Mistes (1-12). Tampoco a Antíloco y a Troilo los lloraron eternamente los suyos (13-16). Ya es hora de abandonar las lamentaciones, para celebrar los triunfos de Augusto en el Oriente (17-24).
No siempre caen lluvias de las nubes sobre los campos resecos, ni maltratan sin cesar al mar Caspio[896] las borrascas tornadizas; ni por todos los meses dura en los confines de la 5 Armenia[897], Valgio[898] amigo, el hielo inerte, ni con los aquilones sufren los encinares del Gargano[899], ni los quejigos se ven despojados de sus hojas. Tú, en cambio, no paras de agobiar 10 con aires lastimeros a tu perdido Mistes[900]; y no se te calman los amores cuando el Véspero surge, ni cuando del violento sol escapa[901].
Mas el anciano que vivió tres vidas no lloró todos sus años 15 al amable Antíloco[902]; ni al impúber Troilo[903] sus padres ni a sus hermanas frigias.
Deja de una vez las blandas quejas, y cantemos más bien los 20 nuevos trofeos del Augusto César y el gélido Nifates[904]; que el río de los medos[905], añadido a los de los pueblos dominados, ya corre con menores remolinos; y que, respetando los límites prescritos, por menguadas llanuras cabalgan los gelonos[906].
Horacio aconseja a Licinio (¿Murena?; véase nota) que en su vida siga la vía media, procurando huir de los extremos; el camino de la a urea mediocritas, que, sin caer en la miseria, también evita el fasto y con él las envidias; además, tanto más dura es la caída de quienes están más encumbrados (1-12). El hombre bien preparado para la vida mantiene la esperanza en la desgracia y no deja de temer en la prosperidad; igual que los duros inviernos se van como han venido, no hay mal que siempre dure; Apolo no sólo ejercita el arco, sino también la lira. Es preciso, pues, mostrarse valeroso en la tribulación y prudente cuando sopla viento en popa (13-24).
Mejor vivirás, Licinio[907], si no buscas siempre el mar abierto, ni —por prudente temor a la borrasca— te arrimas demasia5 do a la insegura orilla[908]. Quien prefiere el término medio, que vale lo que el oro[909], se libra, seguro, de las miserias de una casa arruinada; y se libra, sobrio, de un palacio que le valga envidias. 10 El pino grande es el que los vientos más azotan, más dura es la caída de las torres altas, y es en la cima de los montes donde hiere el rayo.
En la desgracia mantiene la esperanza y teme en la prospe15 ridad la suerte adversa el ánimo que está bien prevenido. Los ingratos inviernos los hace volver Júpiter, y él mismo se los lleva[910]. No porque ahora vayan mal las cosas ha de ser lo mismo en el futuro: de vez en cuando Apolo a la callada musa con su cítara despierta, no siempre tensa el arco[911].5
En los malos tiempos muéstrate valiente y animoso; y, prudente, también has de apocar tus velas cuando las hinche un viento favorable en demasía.
En esta oda, típicamente anacreóntica, el poeta exhorta a Quincio Hirpino a no preocuparse ni por los remotos enemigos del Imperio ni por las necesidades cotidianas de esta vida. Poco duran la juventud y la belleza, y no tienen sentido los designios humanos a largo plazo (I 12). Mejor será perfumarse los cabellos y entregarse a los goces del simposio, pues Baco alejará las cuitas. ¿Cuál de los siervos será el primero en templar con agua el vino? ¿Quién hará que acuda Lide, la refinada cortesana? (13-24).
En qué piensa el belicoso cántabro[912] y en qué el escita, al que, puesto por medio, el Adriático[913] separa, no trates de averiguarlo, Hirpino Quincio[914]; ni tampoco te inquietes por las ne5 cesidades de una vida que no exige muchas cosas[915]. Se van de retirada la tersa juventud y la belleza cuando las áridas canas ahuyentan el desbocado amor y el sueño fácil. No dura siempre 10 la hermosura de las flores que da la primavera, ni siempre brilla la luna rubicunda con el mismo rostro. ¿A qué viene atormentarte el alma pensando en una eternidad que la supera?
¿Por qué, recostados a la sombra de un alto plátano o de este 15 mismo pino —así, sin más—, perfumado de rosa y de nardo de Asiria[916] el pelo cano, no tomamos unas copas, en tanto que es posible? Pues Evio[917] disipa las voraces penas. ¿Qué muchacho 20 apagará más presto las copas de falerno ardiente[918] con el agua de una fuente viva? ¿Quién hará que de su casa salga Lide, que no es una cortesana callejera[919]? Vamos, dile que se dé prisa, con su ebúrnea lira y su cabello recogido en esmerado nudo, al estilo de una lacedemonia[920].
En esta oda Horacio dirige a Mecenas una de sus más típicas recusationes de los temas bélicos, impropios de la poesía lírica: las guerras de Numancia y las púnicas; las luchas de lapitas y centauros y el ataque de los gigantes al Olimpo. Y en cuanto a las gestas de Augusto, mejor será narrarlas en prosa (1-12). Lo que la musa le pide a Horacio es que celebre el dulce canto, los bellos ojos y la fidelidad de Licimnia (véase nota); y también su gracia al bailar en la fiesta de Diana (1320). ¿Cambiaría Mecenas por todas las riquezas del Oriente los cabellos de Licimnia, cuando ella se vuelve para recibir, para dar o para arrebatar los besos? (21-28).
No pretendas que las largas guerras de la feroz Numancia[921], ni el duro Aníbal[922], ni el mar de Sicilia, de púrpura teñido por la sangre púnica[923], se acomoden a los blandos sones de la cítara; ni los sañudos lapitas, ni Hileo[924], desbocado por el mucho 5 vino, ni los hijos de la Tierra, por la mano de Hércules domados[925], cuya amenaza hizo temblar a la fúlgida morada que an10 taño fuera de Saturno[926]. Mejor contarás tú, Mecenas, y en historias pedestres[927], las batallas de César; y mejor cómo, atados por el cuello, fueron llevados por las calles[928] los reyes que tanto amenazaban.
La musa ha querido que yo entone dulces cantos a Licimnia15 mi señora[929],; ha querido que cante el brillo reluciente de sus ojos y su corazón tan fiel al amor correspondido. Y no desentonó al mover su pie en la danza, ni en el jocoso certamen, ni al unir sus brazos, en medio de la fiesta, a los de las engalanadas mozas, en el día sagrado en que a Diana se celebra[930].20
¿Acaso, por cuanto tuvo el opulento Aquémenes[931], o por las migdonias riquezas de la fértil Frigia[932], o por las rebosantes mansiones de los árabes, querrías tú cambiar un cabello de Licimnia, cuando su fragante cuello tuerce en busca de los besos,25 o con amable crueldad niega lo que le gusta que le arranquen —y aún más que a aquel que se lo pide—, y a veces se adelanta a tomarlo por su mano?
Maldice el poeta a quien plantó en su tierra el árbol que a punto ha estado de aplastarlo en su caída: probablemente era un parricida, asesino de huéspedes y muñidor de maleficios y venenos (1-12). Nunca sabe uno de qué ha de precaverse: el marinero teme al mar, el soldado a los ataques de los partos y los partos a los de los romanos; pero la muerte acecha por donde menos se espera (13-20). Cerca ha estado Horacio de irse al otro mundo, donde, entre otros personajes, hubiera podido ver y escuchar a los poetas Safo y Alceo, sus modelos (21-28); e imagina entonces cómo las almas de los muertos e incluso los seres más descomunales de ultratumba escuchan, en respetuoso silencio, el canto de los dos líricos eolios (29-40).
En día nefasto te plantó quienquiera que haya sido, y con mano sacrílega te hizo crecer, oh árbol, para la perdición de sus nietos y el oprobio de la aldea. De aquél me creería que a su5 propio padre le haya roto el cuello, y que haya salpicado el santuario de su casa con la sangre de un huésped en la noche[933]; aquél echó mano a los venenos coicos[934] y a cuanto sacrilegio 10 pueda concebirse donde sea; aquel que en mi tierra a ti te puso, leño siniestro, para que en la cabeza de tu inocente dueño te cayeras.
De lo que haya de guardarse, nunca lo tiene previsto el hom15 bre de la una a la otra hora. Del Bosforo siente horror el marinero púnico[935] y ya no teme a los hados que vengan de otra parte; teme el soldado las saetas y la rauda retirada de los partos[936]20 y el parto las cadenas y el vigor de Italia[937],. Mas la fuerza imprevista de la muerte siempre ha arrebatado y arrebatará a las gentes.
¡Por qué poco no hemos visto los reinos de Prosérpina[938] sombría y a Éaco[939] juzgando, y las moradas reservadas a las al25 mas pías[940]; y a Safo[941] quejándose, con las eolias cuerdas, de las muchachas de su tierra, y a ti, Alceo[942], que con más fuerza cantas y con áureo plectro, las duras calamidades de tu nave, las tan duras del destierro, las tan duras de la guerra! A uno y a otro, mientras dicen palabras dignas de sacral silencio, las som30 bras los contemplan admiradas; mas, sobre todo, son las guerras y la expulsión de los tiranos[943] las que con su oído bebe el vulgo, hombro con hombro apretujado[944].
¿Qué tiene de extraño si, ante aquellos cantos extasiada, sus 35 orejas negras agacha la bestia de las cien cabezas[945], y las culebras enredadas en la cabellera de las euménides[946] se amansan? Más aún: Prometeo[947] y el padre de Pélope[948] ante aquel dulce son se olvidan de su pena; y ya Orion[949] no se preocupa de aco40 sar a los leones y a los linces temerosos.
La oda a Póstumo, «a masterpiece of construction» (Nisbet-Hubbard), puede considerarse como muestra ejemplar del desarrollo del tema tan horaciano de la fugacidad de la vida. Los años se van corriendo y nadie escapa a la vejez y a la muerte. Todos, por muy piadosos, fuertes o poderosos que seamos, hemos de surcar las aguas de ultratumba (1-12). De poco valdrá que nos guardemos de los peligros del mar y de las estaciones malsanas: todos cruzaremos el Cocito para ir a ver a los grandes condenados del infierno. Dejaremos tierras, casa y esposa, y el fúnebre ciprés será el único árbol que vaya con nosotros (13-24). Los vinos tan celosamente custodiados, será un heredero el que los beba, salpicando el suelo con los caldos de reserva (25-28).
¡Ay, qué deprisa, Póstumo[950], Póstumo, se van los años!; y la piedad[951] no hará que se retrasen las amigas, ni la vejez que aco5 sa, ni la indomable muerte. Que no, amigo, por más que cada día con trescientos bueyes aplaques a Plutón[952], el que no tiene lágrimas; el que a Gerión[953], tres veces grande, y a Ticio[954] tiene presos en sus siniestras ondas; en esas mismas que hemos de nave10 gar cuantos vivimos del fruto de la tierra[955], ya seamos reyes, ya pobres labradores.
De nada valdrá que nos libremos del sangriento Marte[956] y de las olas que en el ronco Adriático[957] se quiebran; de nada que 15 en otoño nos guardemos del austro[958], que a los cuerpos tanto daña: tendremos que visitar al negro Cocito[959], que yerra con su lánguida corriente, y a la infamada estirpe de Dánao[960], y a Sí20 sifo el Eólida[961], a largas fatigas condenado.
Habrá que dejar tierra y casa, y a la amada esposa; y de estos árboles que cuidas, ninguno, salvo los cipreses[962] tan odiados, irá tras de ti, su breve dueño. Un heredero —más digno que 25 tú— se beberá los cécubos[963] que guardabas con cien llaves, y teñirá el suelo de un soberbio vino puro, mejor que el que los pontífices[964] se beben en sus cenas.
Horacio, con un tono y una tópica que anticipan los de las «Odas Romanas» (III 1-6), formula en esta pieza una invectiva contra la que cabría llamar la opulenta decadencia de la Italia de su tiempo: la moda desenfrenada de construir por doquier palacios, estanques y jardines, ocupando las que fueran tierras de cultivo; con ello, las plantas aromáticas y los árboles cultivados por su sombra acabarían por imponerse a las especies realmente productivas, como la vid y el olivo (1-10). Muy otras habían sido las cosas en la antigua Roma: entonces los patrimonios privados estaban muy por debajo del público, los particulares no podían levantar grandes pórticos, y la sillería de nueva talla se reservaba para fortalezas y santuarios (10-20).
Pronto las regias moles no dejarán para el arado sino pocas yugadas[965]; por doquier se verán estanques más extensos que el 5 lago del Lucrino[966], y el célibe plátano se impondrá a los olmos[967]. Entonces, los macizos de violetas y el mirto, y todo cuanto a la nariz agrada, esparcirán su aroma por unos olivares que al amo anterior le dieron fruto[968]; entonces será el laurel[969] de espesas ramas el que rechace los golpes del calor hirviente.10
No era esto lo prescrito por la autoridad de Rómulo y del hirsuto Catón[970], ni por la ley de los mayores: su patrimonio privado era pequeño, grande el del común. Ningún pórtico trazado15 con reglón de diez pies cazaba para un particular la Osa[971] sombría. No permitían las leyes despreciar el césped[972] que espontáneo crece; y mandaban que con piedra nueva, y a costa del estado, sólo se adornaran las fortalezas y los templos de los20 dioses.
La «Oda sobre la tranquilidad» (Nisbet-Hubbard) ha sido calificada como «suma» de la filosofía —sobre todo epicúrea— de Horacio, aunque «expresada, como exige el estilo lírico, en escuetas máximas y en imágenes» (Syndikus I: 439). Dedicada al rico terrateniente Grosfo, empieza ponderando la tranquilidad que ansían los navegantes en apuros y los pueblos en perpetua guerra; un don que no se compra con riqueza alguna (1-8), En efecto, no hay tesoro ni poder capaces de acabar con las cuitas que acosan a los grandes; y, en cambio, vive a gusto y duerme en paz el hombre que no ansia la riqueza (9-16). Ambicionamos más cosas de las que caben en nuestra breve vida; viajamos sin cesar, pero nunca nos libramos de nosotros mismos; y es que la ansiedad se embarca con quien se hace a la mar y acompaña veloz al que cabalga (17-24). Hay que disfrutar de la alegría del momento sin pensar en el futuro, y atemperar las amarguras con una sonrisa; pues no hay felicidad completa (25-28): Aquiles alcanzó la gloria, pero murió joven; Titono tuvo larga vida, pero acabó consumido por los años; y así, tal vez la suerte le conceda al poeta lo que le ha negado a su amigo (29-32). Grosfo tiene en Sicilia cien rebaños, incontables vacas y yeguas de carreras, y se viste de telas dos veces teñidas de púrpura; a Horacio el destino le ha dado una modesta finca, la inspiración de la lírica griega y el desdén por el vulgo (33-40).
Tranquilidad pide a los dioses quien se ve atrapado en pleno mar Egeo, cuando una negra nube oculta la luna y no relucen 5 los astros en los que confían los marinos[973]; tranquilidad, la Tracia[974] enloquecida por la guerra; tranquilidad, los medos ataviados con la aljaba[975]; una cosa, Grosfo[976], que no se compra con gemas ni púrpura ni oro.
Pues ni los tesoros ni los lictores consulares[977] alejan las 10 desdichadas turbaciones de la mente, ni las cuitas que en torno a los artesonados[978] vuelan. Con poco vive bien aquél para el que brilla sobre la parca mesa el salero[979] de sus padres, y no le 15 quitan el ligero sueño el temor o la sórdida codicia.
¿Por qué en tan breve vida osamos dar caza a tantas cosas? ¿Por qué nos vamos a tierras que otro sol calienta? ¿Quién, al exiliarse de su patria, logra también escaparse de sí mismo[980]20 Aborda[981]? las naves de bronce guarnecidas la morbosa Cuita[982] y no se queda a la zaga de los escuadrones que cabalgan, más rauda que los ciervos y que el viento euro, que a las nubes se lleva por delante.
25 El ánimo que con lo presente esté contento, de lo que hay más allá no quiera preocuparse; y temple las amarguras con una plácida sonrisa, que no hay felicidad que lo sea por entero.
A Aquiles[983] lo arrebató una pronta muerte en plena gloria30 a Titono[984], lo hizo menguar su ancianidad, tan larga; y tal vez la ocasión a mí me brinde lo que a ti te haya negado.
En tomo a ti mugen cien rebaños y tus vacas sicilianas; para 35 ti lanza al aire su relincho la yegua que tan bien se acomoda a las cuadrigas[985]; a ti te visten lanas dos veces teñidas de africana púrpura[986]. A mí, la parca[987] que no engaña me dio campos pequeños y la inspiración sutil de la camena griega[988], y tam40 bién el desdén por el avieso vulgo[989].
Por otros testimonios sabemos que Mecenas no era hombre de buena salud. Esta oda nos informa, además, de que el generoso protector de Horacio era también un hipocondríaco, obsesionado por la idea de la muerte; y especialmente a raíz de la grave enfermedad ya aludida en I 20, 3 ss. De ahí que el poeta, ante todo, intente conjurar las aprensiones de su amigo: ni los dioses ni él quieren que Mecenas se le anticipe en el postrer viaje (1-4). Por lo demás, si una desgracia se lo llevara por delante, Horacio ya no tendría interés alguno por la vida; cumpliría su juramento de irse con él al otro mundo, y ni siquiera los monstruos que allí habitan podrían separarlos (5-16). En efecto, los horóscopos de los dos amigos les tenían asignados destinos paralelos: a Mecenas lo había salvado Júpiter de su grave dolencia, a Horacio lo había librado Fauno del impacto del árbol caído de II 13 (17-29). Mecenas agradecerá el favor recibido con las espléndidas ofrendas propias de su condición; Horacio cumplirá con una humilde cordera (30-32).
¿Por qué me dejas sin aliento con tus quejas? Ni a los dioses ni a mí nos apetece que tú te mueras antes, Mecenas, honra grande y puntal de mi fortuna. ¡Ay!, si un mal golpe se adelan5 tara a llevarse contigo una parte de mi alma, ¿qué me importaría la otra a mí, que ya no valdría lo que antes, sobreviviéndote, pero no entero? Aquel día traerá la ruina de uno y otro[990]. Mi ju10 ramento no fue en falso: iré, sí, iré, a dondequiera que tú vayas por delante, dispuesto a acompañarte en el postrer viaje. Ni el aliento de la Quimera[991], que echa fuego, ni Giges, el de los cien 15 brazos[992], redivivo me apartarán jamás de ti; que así plugo a la Justicia[993] poderosa y a las parcas.
Ya me mire Libra, ya el Escorpión temible —la parte más 20 violenta de mi horóscopo—, ya Capricornio, tirano de las hesperias olas, de increíble manera concuerdan nuestros astros[994]. A ti la refulgente protección de Júpiter del impío Saturno[995] te 25 libró, y retardó el vuelo del Destino[996] alado, cuando en el teatro el pueblo en masa tres veces te aplaudió con alegría; a mí, el tronco que me cayó sobre la testa[997] me habría quitado de en medio si no hubiera aliviado el golpe con su diestra Fauno[998], guardián de los hombres de Mercurio[999].30
Tú no te olvides de pagar tus víctimas y un templo votivo; una humilde cordera será mi sacrificio[1000].
Horacio no exhibe en su casa marfiles, ni dorados, ni mármoles ni púrpuras (1-8). En cambio, se lo tiene por hombre cabal y posee un estimable talento de poeta. Siendo pobre, ha sido buscado y favorecido por su amigo poderoso (es obvio que Mecenas); y ni a él ni a los dioses tiene ya cosa alguna que pedirles (9-14). La diatriba contra el lujo se dirige entonces, más que al propio Mecenas, como algunos han pensado, a uno cualquiera de los ricos propietarios de entonces, obsesionados por levantar nuevas construcciones y hacerse con más tierras: la muerte se acerca y más que en nuevas casas habría que pensar en una tumba; pero la ambición sin límites roba terreno al mar y arroja de sus campos a vecinos y colonos (15-28). Pese a todo, la única morada segura que le espera al rico, como a todos, es la de ultratumba. La muerte a todos nos iguala: la tierra se abre para sepultar tanto a los pobres como a los príncipes. Ni siquiera el astuto Prometeo logró escapar del Hades, donde él y su padre Tántalo siguen cautivos. Y se la llame o no, la muerte acude también para librar al pobre de sus sufrimientos (29-40).
No relucen en mi casa el marfil ni un áureo artesonado; ni arquitrabes del Himeto[1001] pesan sobre columnas talladas en el 5 África[1002] remota; ni —heredero ignoto— el palacio de Átalo[1003] he ocupado, ni nobles dientas tejen para mí las púrpuras laco10 nias[1004]. Tengo, en cambio, buena fama y una vena generosa de talento; y, siendo pobre, es el rico el que me busca. No importuno a los dioses pidiéndoles más cosas, ni más generosidad exijo al amigo poderoso; bastante feliz soy sin más que mi tierra en la Sabina[1005].
15 Un día al otro día empuja; las lunas nuevas prosiguen su camino hasta perderse. Y tú, estando a un paso de la muerte, contratas mármoles tallados y levantas casas sin acordarte de tu 20 tumba; te empeñas en hacer retroceder el borde del mar que ruge en Bayas[1006], sintiéndote poco rico en tierra firme. ¿Y qué decir de que no paras de arrancar mojones de las tierras colindantes, y lleno de avaricia te saltas los linderos de tus clien25 tes[1007]? Desahuciados se van, llevando en el regazo los paternos dioses[1008], marido y mujer y los hijos andrajosos.
Sin embargo, ningún palacio que haya proyectado aguarda30 al rico con más seguridad que el final del Orco, que todo lo arrebata. ¿Por qué tratas de extender aún más tu hacienda[1009]? La tierra se abre igual para el pobre y para los hijos de los reyes; y al astuto Prometeo no lo dejó volver, ganado por su oro35 el servidor del Orco[1010],. Éste tiene cautivo a Tántalo, el soberbio, y a la estirpe de Tántalo[1011]; éste escucha al pobre que ha40 llegado al final de sus fatigas, lo llame o no lo llame pidiendo que lo alivie[1012].
Estamos ante un himno a Baco, precedido de una epifanía en la que él aparece rodeado de ninfas y sátiros atentos a su canto. El poeta aún está bajo la impresión, mixta de gozo y de temor, de semejante prodigio, y por ello invoca la gracia del dios (1-8). Dándola por otorgada, se considera autorizado a tratar sin temor a represalias episodios y figuras de los cultos dionisíacos: la furia de las bacantes y los prodigios naturales que la acompañan; las historias de Ariadna, de Penteo y de Licurgo (9-16). Comienza luego, con el paso al «estilo tú» (véase Nisbet-Hubbard), tradicional en el género, el himno propiamente dicho, que canta las excelencias (aretaí) del dios: Baco domina los nos y los mares, y ata con víboras las cabelleras de sus ménades; transformado en león, ayudó a su padre Júpiter a desbaratar el asalto de los gigantes al Olimpo; y todo ello, pese a que se lo tenía más apto para la danza y la fiesta que para la guerra (17-28). Hasta el feroz can Cerbero, guardián del Hades, al verlo lo acarició con su cola y le lamió los pies (29-32).
Yo he visto a Baco enseñando sus cantos en remotos riscos —creedme, hombres de los tiempos venideros—, y a las ninfas aprendiendo, y a los sátiros de caprinos pies con las orejas tiesas[1013]. ¡Évoe[1014]!, mi ánimo tiembla por el reciente susto, y den5 tro de mi pecho, de Baco rebosante, siento un gozo turbulento. ¡Évoe!, ten piedad, oh Líber; ten piedad, tú que eres temible por tu tremendo tirso[1015].
Permitido me está cantar a las indomables Tíades[1016], y la fuente del vino, y los arroyos de leche que corren abundosos, y10 recordar las mieles que manan de los huecos troncos[1017]. Permitido me está cantar también el ornato que tu feliz esposa añadió a las estrellas[1018]; y la casa de Penteo, destrozada por ruina nada15 leve, y la perdición de Licurgo, el rey de Tracia[1019].
Tú domeñas los ríos, tú el bárbaro mar; tú, de vino empapa20 do, en apartadas cimas recoges con atadura viperina, y sin que sufran daño alguno, la cabellera de las mujeres de Bistonia[1020]. Tú, cuando por empinada cuesta escalaba el reino de tu padre la impía tropa de gigantes, a Reto echaste atrás con las uñas del 25 león y su terrible boca[1021]. Y eso que, tenido por más apto para el baile, las bromas y los juegos, se decía que para el combate no eras bueno; pero eras el mismo en medio de la paz y de la gue30 rra. Sin hacerte ningún mal te vio Cerbero[1022], ataviado con tu cuerno de oro, y te acarició suavemente con su cola; y al marcharte te lamió con su boca trilingüe pies y piernas.
La colocación de esta oda al final de su libro no puede ser casual, pues comparte algunos tópicos del epílogo con III 30, que servía de broche final al conjunto de los tres primeros. Así, el augurio de la propia inmortalidad, y esa especie de sphragís o sello personal que realza la gloria del poeta recordando la modestia de sus orígenes. La fama de Horacio se remontará sobre las mezquindades humanas; el hijo del liberto, ascendido a amigo y huésped de Mecenas, se hará inmortal y se librará de las aguas de la Estigia (1-8). El poeta asiste asombrado a su metamorfosis en cisne (9-12). Una vez transformado, volará hasta los confines del mundo; será conocido por los pueblos más remotos y aprenderán sus versos los iberos y los galos (13-20). Horacio, inmortal, ya no precisará de duelos ni de monumento funerario (21-24).
Inusitadas alas, y no flacas, me llevarán por el éter transparente a mí, el biforme[1023] vate; ya no moraré más en la tierra y, superior a la envidia[1024], dejaré atrás las ciudades. Yo, que soy5 sangre de padres sin fortuna; yo, al que tú invitas a tu mesa, Mecenas tan querido, no he de morir ni de ser presa de las ondas de la Estigia[1025].
Ya, ya se desprenden las ásperas pieles de mis piernas, y por10 arriba en ave blanca me transmuto; y suaves plumas me nacen por los dedos y los hombros[1026].
Pronto, más conocido que Ícaro el de Dédalo[1027], en ave ca15 nora convertido, visitaré las riberas del Bósforo gimiente y las Sirtes de Getulia[1028] y las llanuras hiperbóreas[1029]. De mí sabrán el coico y el dacio, que disimula su miedo ante la cohorte mar20 sa, y los gelonos[1030], tan remotos; mi verso aprenderán el estudioso ibero y el que bebe del Ródano[1031] las aguas.
Lejos estén de mi vano funeral las nenias[1032], y los torpes duelos y lamentos. Acalla el griterío y olvida los superfluos honores del sepulcro.