LIBRO I

1

Esta oda, pórtico no sólo de su libro, sino también del corpus que formaban los tres primeros (de ahí que comparta metro con III 30, que lo cierra), cumple ante todo con la función de dedicatoria al amigo y protector Mecenas (1-2). Desempeña además una función programática: la de formular los ideales que el poeta se ha propuesto. Lo hace por medio de la forma literaria llamada priamel («preámbulo») por los filólogos germánicos (cf. el artículo de A. J. Traver, Veleta 17 [2000]: 279-291): un catálogo de ejemplos, en este caso de ideales de vida, que se van descartando: el de quien busca la fama, ya sea deportiva, ya política; el del que aspira a hacerse rico, bien como agricultor, bien como marino y comerciante, pasando por quien, sin mayores ambiciones, sólo desea seguir cultivando en paz las tierras paternas. Vienen luego el que gusta de solazarse en la paz de los campos, el que sigue el camino de las armas y el apasionado de la caza. Y así hasta llegar (v. 29) al ideal de la gloria poética al que el autor aspira; al de ganarse el título de lírico latino, con todo lo que ello significaba por entonces (vv. 29-36).

Mecenas, descendiente de regios ancestros[391]; ¡oh mi amparo y mi orgullo entrañable!: hay quienes gozan levantando en la ca5 rrera el polvo de Olimpia[392]; y la meta[393] esquivada con ruedas ardientes y la palma[394] gloriosa los alzan hasta los dioses, señores del orbe[395]. Este otro es dichoso si la muchedumbre de los volubles quirites[396] pugna por encumbrarlo con los triples honores; 10 aquél, si en su hórreo ha guardado cuanto grano se barre de las eras de Libia[397]. Al que goza cavando con su azada los campos paternos, nunca podrás —ni con las ventajas de Átalo[398]— moverlo a que, marinero medroso, surque el mar de Mirto[399] en un leño de Chipre[400]. Por miedo del ábrego que lucha con las olas icarias[401], 15 alaba el mercader la paz y los campos de su villorrio; pero arregla bien luego sus naves maltrechas, incapaz de soportar la pobreza. Hay quien no desdeña unas copas de músico añejo[402], ni robarle al cargado día una parte, ya tendido a la sombra de un 20 verde madroño, ya junto a una mansa fuente de aguas sagradas. A muchos son los cuarteles lo que les gustan, el sonar de la trompa mezclado con el del clarín y las guerras, que las madres 25 maldicen. Pernocta el cazador bajo el frío de Júpiter[403], de su tierna esposa olvidado, si acaso sus fieles perros han avistado una cierva, o si el jabalí marso[404] ha roto sus bien trenzadas redes.

30 A mí las hiedras, premio de las frentes doctas[405], me mezclan con los dioses del cielo; a mí el fresco bosque y los coros ligeros de ninfas y sátiros[406] me separan del vulgo, si Euterpe no hace que callen sus flautas, ni Polimnia[407] se niega a templar la 35 cítara lesbia[408]. Y si me cuentas entre los líricos vates[409], en las alturas tocaré con mi cabeza los astros.

2

Un horrendo temporal ha caído sobre Roma (1-20): el propio Capitolio ha sido herido por un ominoso rayo y el Tíber desmadrado amenaza con repetir los efectos del diluvio universal. En el v. 21 apunta la interpretación del desastre en clave político-moral: el pueblo romano, diezmado por las precedentes luchas fratricidas y dispuesto a reanudarlas, tiene graves culpas que expiar. ¿Qué dioses podrán ser sus valedores (29 ss.)? ¿Acaso Apolo, o Venus o tal vez el belicoso Marte? Más bien parece que será Mercurio, al que el poeta ve encarnado en la persona de César Octaviano. El llamado Augusto desde el 27 a. C. será quien lave las culpas colectivas, vengando el asesinato de César, y asegure a Roma la defensa frente a sus enemigos. Esta oda ha planteado grandes problemas de interpretación, muy ligados a sus claves cronológicas. Es claro que fue escrita después de la batalla de Acero (31 a. C.), pues hasta entonces no era asunto de Octaviano, sino de Antonio, la guerra con los partos («medos»), citados en el v. 51; además, siendo innegable la influencia del pasaje en que Virgilio (Ge. I 464 ss.) describe los prodigios que acompañaron a la muerte de César, hay que situarse después del verano del 29 a. C., en el que se dieron a conocer las Geórgicas. Ahora bien, ¿cómo se explican, en el contexto triunfal de los años 29-27 a. C., los patéticos temores que Horacio expresa sobre la suerte de su pueblo? Creo que el comentario de Syndikus ofrece la explicación más satisfactoria: el poeta escribe por entonces; pero no se refiere a la situación del momento, sino que se remonta a los duros tiempos que mediaron entre la muerte de César y la restauración augústea. Por así decirlo, pues, recurre a los temores del pasado para ponderar la felicidad del presente.

Ya bastante nieve y siniestra granizada ha hecho caer sobre la tierra el Padre[410]; y tras herir con su diestra enrojecida[411] las sa5 gradas ciudadelas[412], ha aterrado a la urbe y a las gentes, haciéndoles temer que volviera el duro siglo en que Pirra[413] se dolió de insólitos prodigios; cuando Proteo[414] llevó a todo su rebaño a visitar las alturas de los montes, y el linaje de los peces alcanzó la 10 cima de los olmos, que antes fuera morada consabida de palomas, y los tímidos gamos nadaron sobre las aguas desbordadas. Hemos visto cómo el rubio Tíber[415], rechazado con fuerza su ra15 bión por la ribera etrusca[416], marchaba a derribar los monumentos del rey y los templos de Vesta[417]; cuando, alardeando de vengador de una Ilia[418] quejosa en demasía, sin la venia de Júpiter erraba desbordado por su orilla izquierda, río esclavo de su es20 posa.

Oirá que los ciudadanos han afilado unos aceros con los que mejor perecieran los terribles persas[419], oirá hablar de guerras una juventud escasa por los vicios de sus padres[420]. ¿A qué dios 25 ha de invocar el pueblo por la suerte de su imperio claudicante? ¿Con qué ruegos han de importunar las vírgenes sagradas[421] a una Vesta que apenas ya escucha sus cánticos? ¿A quién encomendará Júpiter la expiación de este delito? A ti te rogamos 30 que, al fin, vengas, ceñidos tus cándidos hombros de una nube, augur Apolo[422]; o ven tú, si lo prefieres, Ericina[423] sonriente, en tomo a la que el Juego y el Amor[424] revolotean; o bien tú, de 35 quien venimos[425], si es que, harto de un juego —¡ay!— ya largo en demasía, miras a tu linaje abandonado y a tus nietos; tú, que 40 gustas del griterío y de los yelmos bien pulidos, y del gesto feroz con que el infante marso[426] mira a su enemigo ensangrentado; o bien tú, hijo alado de la bienhechora Maya[427], si mudando de figura asumes en la tierra la de un joven[428], dejando que venga45 dor de César[429] se te llame. Retoma tarde al cielo y quédate a gusto largo tiempo entre el pueblo de Quirino[430]; y no te arrebate una brisa demasiado rauda, por nuestros vicios enojado. Más 50 bien has de gustar aquí de los magníficos triunfos, de que padre y príncipe te llamen; y no dejes a los medos[431] cabalgar impunes, siendo tú nuestro caudillo, oh César[432].

3

El propemptikón era un canto o poema de despedida que podía dedicarse tanto a un difunto como a un viajero. Este último es el caso de esta oda, escrita para un amigo entrañable, el poeta Virgilio, que se embarcaba para Grecia. Como se verá, no es él, sino la nave que lo lleva, la destinataria directa de los buenos augurios de Horacio. Tras invocar alas divinidades protectoras de la navegación, el poeta recurre (9 ss.) al tópico clásico en la materia: la audacia impía de los primeros navegantes, que no temieron a los terribles peligros del mar ni respetaron el orden natural establecido por los dioses. Habida cuenta de la cronología de Odas I-III, parece que este viaje de Virgilio a Grecia no es el que hizo en el 19 a. C., y del que volvería enfermo de muerte.

Que la diosa[433] que de Chipre es soberana, que los hermanos de Helena[434], luminosos astros, te conduzcan, y también el padre de los vientos[435], sujetando a todos salvo al yápige[436], oh nave 5 que nos debes a Virgilio[437], que a ti te ha sido confiado. Te ruego que se lo devuelvas sano y salvo a los confines del Ática[438], y que guardes a quien es la mitad del alma mía.

10 Roble y triple bronce en torno al corazón tenía el primero que confió una frágil barca al mar terrible; y no sintió temor del ábrego sin freno, que con los aquilones[439] lucha, ni de las Hía15 des[440] sombrías, ni de la rabia del noto[441], que en el Adriático manda más que nadie, ya quiera encrespar, ya apaciguar las aguas. ¿Qué miedo va a tener al paso de la muerte quien con ojos enjutos ha visto los monstruos que nadan en las aguas, el 20 mar encrespado y los Acroceraunios[442], escollos de siniestra fama?

En vano un dios providente separó las tierras del Océano, haciendo que con ellas no se mezcle[443], si, pese a todo, impías 25 naves cruzan las aguas que tocarse no debieran[444]. La osada estirpe de los hombres, dispuesta a soportarlo todo, se lanza al vedado sacrilegio; el osado vástago de Jápeto[445] trajo a las gentes 30 el fuego con un malvado engaño. Y una vez que el fuego fue robado de la celeste morada, la miseria y una desconocida legión de enfermedades sobre la tierra cayeron, y la muerte inevitable, antes lejana, apresuró su paso. Tentó Dédalo[446] el vacío de los aires con alas no concedidas a los hombres; el esfuerzo de Hér35 cules se abrió paso a través del Aqueronte[447]. Nada se hace cuesta arriba para los mortales: en nuestra insensatez pretendemos alcanzar el mismo cielo[448], y con nuestro pecado no dejamos que Júpiter deponga sus rayos iracundos.40

4

La oda a Sestio (véase nota al v. 14), al igual que la IV 7, nos presenta, en llamativo contraste, dos grandes temas que en principio parecen mal avenidos. En primer lugar (1-12), el del retorno de la primavera, con el que renace la vida en el mar y en los campos, y que Venus celebra con sus cortejos de ninfas y gracias. Y el propio poeta invita a sumarse a ese sacre du príntemps (9-12). Pero las dos últimas estrofas, a partir del v. 13, nos recuerdan que a todos nos aguarda la Muerte, que nos veda las esperanzas a largo plazo y que nos ha de llevar a un lugar en el que no habrá festines ni gratos amoríos. No está claro hasta qué punto Horacio es original al poner en contexto y en contraste esos dos grandes tópicos (véase la nota introductoria de Nisbet-Hubbard); pero la idea de fondo que parece inspirarlo recuerda, al menos, a Catulo 5, 4 ss.: se acaba un día y viene otro; pero los hombres, cuando se les apaga su «breve luz», han de dormir una noche sin fin; es decir, el tiempo de la naturaleza es cíclico, mientras que el tiempo humano, lineal, camina derecho hacia su acabamiento.

Toca a su fin el duro invierno con la grata vuelta de la primavera y del favonio[449]; arrastran los cabrestantes las carenas[450] secas, ya no está a gusto el ganado en los establos ni el labrador junto a la lumbre; y ya no blanquea los prados la canosa helada.

5 Ya Venus Citerea[451] guía sus coros al salir la luna, y las hermosas gracias[452], unidas a las ninfas, baten la tierra con alterno paso, mientras el ardiente Vulcano[453] visita las pesadas fraguas de los cíclopes[454].

Ahora es tiempo de ceñirse la cabeza, reluciente de perfumes, con el verde mirto[455], o con las flores que dan las tierras ya 10 mullidas; ahora también es tiempo de sacrificar a Fauno[456] en la umbría de los bosques, ya con una cordera, si tal cosa pide, ya con un cabritillo, si es lo que prefiere.

La pálida Muerte golpea con justiciero pie en las chozas de los pobres y en las torres de los reyes[457]. ¡Ay, bienaventurado Sestio[458]!, la exigua cuenta de la vida nos prohíbe concebir larga 15 esperanza: pronto te cubrirán la noche, los manes[459] fabulosos y la casa de Plutón[460], en la que nada abunda. Y una vez que allá te vayas, ni te jugarás a los dados el reinado de los vinos[461], ni ad20 mirarás al tierno Lícidas[462], que ahora hace arder a todos los muchachos y pronto hará que se templen las doncellas.

5

El del «farewell to love» era un subgénero temático bien acreditado en la poesía helenística (Nisbet-Hubbard). En esta oda Horacio se despide de la caprichosa Pirra, compadeciendo a los incautos que aún no la conocen bien. No menos solera literaria tiene la imagen del amor como navegación por mares procelosos, de la que el poeta ha salido bien escarmentado.

¿Qué esbelto mozo, en medio de abundantes rosas y bañado en límpidas fragancias, te abraza, Pirra[463], en una gruta amena? ¿Para quién sueltas tu rubia cabellera, y te arreglas con tan sen5 cillo encanto[464]?

¡Ay, cuántas veces va a llorar la mudanza de tu palabra y de los dioses, y a asombrarse ante las aguas encrespadas por siniestros vientos[465], el incauto que ahora goza confiado del oro que tú eres[466]; ese que espera que estés siempre disponible y 10 siempre amable, sin saber lo tornadiza que es la brisa!

¡Pobres de aquéllos a los que encandilas porque no te han probado! En cuanto a mí, la tabla votiva[467] en el sagrado muro deja claro que colgué mis ropas empapadas en ofrenda al dios[468] 15 que el mar gobierna.

6

Primer ejemplo de recusatio (negativa, revestida de modestia, a tratar de los grandes temas de la épica) que encontramos en las Odas. Horacio, siguiendo la preceptiva alejandrina de Calimaco (véase Nisbet-Hubbard), se excusa en este caso ante Agripa, colaborador y yerno de Augusto (véase la nota al v. 5), declinando el cometido de cantar sus gestas y las del propio príncipe en favor del común amigo Vario (véase nota al v. 1). La pacífica musa del poeta no le permite ocuparse sino de las alegrías del banquete y, puesto a narrar combates, de los que entablan entre sí los enamorados.

Será Vario[469] el que escriba de tu valor, de tus victorias sobre el enemigo, llevado por el ave del meonio[470] canto, cualesquiera que hayan sido las gestas del soldado audaz bajo tu mando, a bordo de navíos o a caballo.

5 Yo no me atrevo, Agripa[471], a contar tales hazañas, ni la cólera terrible del Pelida[472], incapaz de ceder, ni las singladuras del astuto Ulises[473], ni la casa de Pélope[474], inhumana. Poca cosa soy yo para tan grandes gestas: la musa que gobierna la inerme lira 10 mía me prohíbe empañar las glorias del egregio César y las tuyas con la torpeza de mi ingenio.

¿Quién cantará dignamente a Marte cubierto de acerada túnica, o a Meríones[475], negro por el polvo de Troya, o al Tidida[476]15 que por gracia de Palas[477], a los dioses del cielo se igualaba?

Yo canto los banquetes, yo los combates que las mozas aguerridas, con sus uñas aguzadas[478], entablan con los mozos; y eso, tanto si de amores estoy libre, como si ardo por alguno[479], liviano como soy y sin llevar la contraria a mi costumbre.20

7

La oda a Planco (véase la nota al v. 19) arranca de muy lejos: de las famosas ciudades griegas a las que el poeta declina cantar en esta ocasión (1-11), valiéndose de la forma priamel ya empleada en I 1. En efecto, prefiere las cercanas y amenas tierras del valle del Aniene y, en especial, de Tíbur (12-14). Y es que de aquel lugar, al que tan ligado estaba el propio poeta por la casa que, al parecer, allí tenía (véase la Vida suetoniana 3*, 18 s., Klingner), provenía su amigo. Horacio le aconseja que alivie sus penas con el vino, ya esté lejos, ya cerca del solar de sus mayores. Viene luego (20 ss.), en el típico estilo de Píndaro, la evocación de un exemplum mítico: el de Teucro de Salamina y sus compañeros de exilio, que también se habían tomado un festivo descanso en su peregrinar en busca de una nueva patria.

Alabarán otros a la ilustre Rodas, a Mitilene o a Éfeso[480]; los muros de Corinto, ciudad de los dos mares[481], o a Tebas[482], que Baco hizo famosa, o a Delfos[483], que lo es gracias a Apolo, o al 5 tesalio Tempe[484]. Hay quienes no tienen más tarea que celebrar a la ciudad de Palas[485], la virgen, con un canto interminable, y ponerse en la frente ramos de olivo[486] de aquí y de allá arrancados. Muchos serán los que, en honor de Juno, canten a Argos[487], criadora de caballos, y a Micenas[488], la opulenta.

A mí no me han llegado tanto al alma la recia Lacedemonia[489] 10 ni los campos de Larisa[490], tan fecunda, cuanto la morada de Albúnea, resonante, y el Aniene impetuoso[491]; el sagrado soto de Tibumo[492] y las pomaradas que riegan arroyos saltarines.

15 Al igual que tantas veces el claro viento noto barre las nubes del cielo oscurecido, y no engendra inacabables lluvias, así tú, Planeo[493], procura sabiamente poner coto a la tristeza y a las pe20 nas de la vida con dulce vino puro; ya te retengan los cuarteles, que con las enseñas resplandecen, ya la sombra espesa de tu Tíbur[494].

Cuentan que Teucro[495], cuando de Salamina huía y de su padre, no dejó de ceñir de hojas de chopo su cabeza, remojada de Lieo[496], y que así dijo a sus amigos contristados: «A donde25 quiera que nos lleve la Fortuna[497], más benigna que mi padre, compañeros y amigos, allá iremos; no hay que desesperar bajo la guía de Teucro y sus auspicios; pues Apolo, el infalible, prometió que en una tierra nueva el nombre de Salamina se hará ambiguo[498]. ¡Oh varones esforzados, que más de una vez pasas30 teis conmigo por peores trances: ahuyentad ahora las cuitas con el vino, que mañana surcaremos de nuevo el ancho mar!».

8

El poeta interpela a Lidia, que con su amor parece tener secuestrado al joven Síbaris; el mozo ya no quiere saber nada de los ejercicios deportivos y militares del Campo de Marte, en los que tanto se había distinguido. ¿Acaso pretende Lidia imitar a Tetis, que había escondido a su hijo Aquiles para librarlo de la guerra de Troya?

El tópico de que el amor y los ejercicios atléticos no están bien avenidos tenía ya larga tradición en la literatura precedente, tanto griega como latina, según puede verse en la introducción de Nisbet-Hubbard a esta oda. La pieza puede considerarse como prototipo del punto de vista que Horacio suele adoptar en las de tema amoroso: el de una especie de voyeur que contempla la pasión con un claro distanciamiento y no poca ironía.

Dime, Lidia —por todos los dioses te lo ruego—: ¿por qué esa prisa en perder a Síbaris[499] amándolo? ¿Por qué, estando él acostumbrado a soportar el sol y el polvo, aborrece el Campo[500] 5 soleado? ¿Por qué ya no cabalga entre sus conmilitones, ni templa con dentado freno la boca de un caballo galo[501]? ¿Por qué 10 teme tocar el rubio Tíber[502]? ¿Por qué se guarda del aceite[503] con más cuidado que de la sangre de una víbora, y no tiene los brazos amoratados de las armas, tras haberse distinguido tantas veces al lanzar ya el disco, ya la jabalina, allende el confín[504]? ¿Por qué se esconde, como cuentan del hijo de la marina Tetis[505], 15 cuando el duelo lastimero de Troya, para que el atuendo viril no lo arrastrara a la matanza ni al encuentro de las huestes licias[506]?

9

La oda del Soracte se cuenta entre las predilectas de los devotos de Horacio, tal vez por ser una de las que dejaron vinculada su memoria a un paisaje determinado y accesible; en su caso, a uno que, como recordaba Fraenkel (1957: 176), puede observar desde muchos lugares de Roma el viajero que allí llega rastreando las huellas de los clásicos. Es también un ejemplo típico de la variedad temática que caracteriza a tantas de las Odas, lo que incluso le ha valido ser tachada de incoherente por algunos críticos (véase la nota introductoria de Nisbet-Hubbard). Parece claro que las dos primeras estrofas (1-8) toman pie en un poema de Alceo (fr. 338 Lobel-Page) en el que también se invita a desafiar al invierno encendiendo fuego y escanciando buenos vinos. Lo fragmentario de ese texto no nos permite saber hasta qué punto Horacio es original cuando, a continuación, aconseja a su amigo que se desentienda de lo que, como los cambios de tiempo, está en las solas manos de los dioses (9-14). De ahí pasa al tema, tan suyo, de la incertidumbre del futuro, y de la necesidad de aprovechar el breve tiempo que los hados nos conceden. El joven Taliarco aún está en edad de hacerlo disfrutando del amor; y pasando a un escenario típicamente romano —el del Campo de Marte y las plazas aledañas— Horacio nos habla de los furtivos encuentros con las mozas al caer la noche.

¿Ves cómo, resplandeciente de alta nieve, se yergue el Soracte[507], y ya los bosques, agobiados, no aguantan su carga, y se han cuajado los ríos en cortante hielo?

Ahuyenta el frío echando abundante leña sobre el fuego, oh 5 Taliarco[508], y vierte sin tasa de un ánfora sabina[509] vino de cuatro años. El resto, déjalo a los dioses; pues tan pronto como 10 ellos amainan los vientos que luchan sobre el mar hirviente, ya no se agitan los cipreses ni los añosos fresnos. Lo que mañana pasará, no trates de saberlo; y cada día que la Fortuna[510] te con15 ceda, sea como sea, apúntalo en tu haber; y no desdeñes, siendo mozo, los tiernos amores ni los bailes, mientras está lejos de ti, aún vigoroso, la torpeza que viene con las canas[511].

20 Ahora hay que volver a la hora convenida al Campo y a las plazas[512], y a los susurros suaves al caer la noche; ahora hay que buscar la grata risa que desde el fondo del rincón[513] traiciona a la muchacha que se esconde, y la prenda[514] que se arranca de su brazo o del dedo que malamente se resiste.

10

Esta oda es un himno, género dedicado a la alabanza de los dioses. En las letras griegas hubo himnos épicos (como los llamados «homéricos»), himnos líricos corales (de los que los principales testimonios conservados se encuentran dentro de obras dramáticas), y también himnos líricos monódicos, como los de Alceo, de los que prácticamente nada ha llegado hasta nosotros. Uno de éstos debió de servir de modelo a esta oda de Horacio (cf. Fraenkel, 1957: 161 ss.). El poeta se atiene a la convención de enumerar las excelencias de la correspondiente divinidad; en este caso, las de Hermes-Mercurio como dios civilizador, creador de la elocuencia y de la gimnástica (1-4), mensajero de los dioses e inventor de la lira (5-6). Pero además, Mercurio, dios niño y amigo de las bromas, disfrutaba sustrayendo y ocultando los bienes ajenos, afición que aquí aparece ilustrada con el robo de la vacada y del mismísimo carcaj de Apolo (7-12). Con pareja habilidad Mercurio hizo que Príamo pasara desapercibido de los aqueos (13-16). Cierra la oda la evocación del oficio de psychopompós (guía de las almas en la ultratumba) que también desempeñaba el dios (17-20).

Mercurio, elocuente nieto de Atlante[515], que habilidoso puliste las radas costumbres de los primeros humanos con la palabra y el ejercicio de la engalanada palestra: a ti voy a cantarte, 5 mensajero del gran Júpiter y de los dioses, y padre de la cóncava lira[516]; diestro en esconder todo cuanto te place con tus hurtos jocosos[517].

10 Cuando a ti, siendo un niño[518], con imponente voz te apremiaba para que devolvieras sus bueyes, que dolosamente te habías llevado, se echó a reír Apolo, al verse privado también de su aljaba. Más aún: guiado por ti[519], y saliendo de Ilion, el 15 rico Príamo burló a los soberbios Atridas, y los fuegos tesalios y el campamento enemigo de Troya.

Tú aposentas a las almas piadosas en las felices moradas, y con tu vara de oro gobiernas a la incorpórea turba[520], grato a los 20 dioses de arriba y a los infernales[521].

11

La oda Ne quaesieris es la del ya proverbial carpe diem, la que de manera antológica formula el ideal —si así cabe llamarlo— del vivir y disfrutar de cada día sin confiar en las incertidumbres del mañana. El tema ya aparecía en I 9, y también acompañado de la evocación del invierno. En este caso, Horacio se dirige a una mujer, Leucónoe, tal vez, como advierten Nisbet-Hubbard, porque eran sobre todo mujeres las que constituían el público adicto a los horóscopos que aquí repudia.

No preguntes, Leucónoe[522] —pues saberlo es sacrilegio—, qué final nos han marcado a mí y a ti los dioses; ni consultes los horóscopos de los babilonios[523]. ¡Cuánto mejor es aceptar lo que haya de venir! Ya Júpiter te haya concedido unos cuantos inviernos más, ya vaya a ser el último el que ahora amansa al 5 mar Tirreno[524] con los peñascos que le pone al paso, procura ser sabia: filtra tus vinos[525], y a un plazo breve reduce las largas esperanzas. En tanto que hablamos, el tiempo envidioso habrá escapado; échale mano al día[526], sin fiarte para nada del mañana.

12

Oda monumental por sus dimensiones, tono y contenido. Se abre con una alusión a Píndaro, a la que W. von Christ atribuyó un carácter programático: toda la pieza sería una «adaptación libre» (Fraenkel, 1957: 291) de la Olímpica II del lírico griego: la pieza estaría estructurada en cinco tríadas (o «cuasi-tríadas») de estrofas, correspondientes a las cinco tríadas de estrofa-antístrofa-epodo del modelo coral. La investigación más reciente —véanse Nisbet-Hubbard y Syndikus, ad loc.— parece poco favorable a esa interpretación, aunque, «al margen de lo que se quiera pensar de la idea de Yon Christ, corresponde en buena parte a la distribución objetiva de la materia» (G. Calboli, «Orazio, Carm. I 12: Giove e Augusto», en HVMANITAS in honorem A. Fontán, Madrid, Gredos, 1992: 218, n. 2). Horacio empieza preguntado a la musa por el varón, héroe o dios al que ha de ensalzar, recordando de paso a Orfeo, el divino cantor (1-12). Vienen luego las loas de los dioses: Júpiter, Palas Atenea, Baco y Apolo (13-24); siguen las de Hércules y los Dioscuros, héroes en el estricto sentido de «semidioses» (25-32). A esa misma categoría pertenece Rómulo, pero no los demás romanos Numa, Tarquinio y Catón nombrados en la estrofa siguiente (33-36), la que mayor dificultad plantea a la interpretación triádica. En 37-48 evoca Horacio a una serie de uiri romanos que se distinguieron en ocasiones adversas para la patria, y la culmina con la mención de los Marcelos y la alusión a su reciente alianza matrimonial con los Césares. Para cerrar la oda Horacio vuelve a la alabanza de Júpiter, que reina en el cielo teniendo a Augusto por segundo (49-60).

¿A qué varón o a qué héroe[527] te aprestas a celebrar con la lira o con la aguda flauta, Clío[528]? ¿A qué dios? ¿El nombre de 5 quién repetirá jocoso el eco, ya del Helicón[529] en el confín umbrío, ya sobre el Pindo[530] o en el helado Hemo[531], desde donde a la ventura siguieron los bosques al cantor Orfeo[532], el que con el arte de su madre paraba los raudos cursos de los ríos y los velo10 ces vientos, tan tierno como para arrastrar a las encinas, haciendo que lo oyeran, con sus canoras cuerdas?

¿Qué diré antes de las loas consabidas del Padre[533] que las cosas de los hombres y los dioses, que mar y tierra y cielo go15 bierna con las diversas estaciones? De él nada nace que en grandeza lo supere; no hay nada que en fuerza lo iguale o se le acerque; pero los honores más cercanos a los suyos son los de Palas, audaz en el combate. Y no te dejaré en silencio a ti, oh 20 Líber[534], ni a ti, doncella enemiga de las crueles fieras[535], ni a ti, Febo[536], temible por lo certero de tu flecha.

También diré de Alcides[537] y de los hijos de Leda[538], famo25 so el uno por vencer con sus caballos, el otro con sus puños; pues cuando para los navegantes su blanca estrella brilla, de las peñas se retiran las aguas agitadas, amainan los vientos y las 30 nubes huyen y, porque así lo han querido, la amenazante ola sobre el mar reposa.

Dudo de si tras éstos he de evocar antes a Rómulo o el tran35 quilo reinado de Pompilio[539], o los soberbios fasces de Tarquinio[540], o bien la noble muerte de Catón[541]. A Régulo[542] y a los Escauros[543], y a Paulo, pródigo de su alma grande[544], cuando el púnico vencía, agradecido cantaré con mi camena[545] insigne, y 40 no menos a Fabricio[546]. A éste, y a Curio, el del cabello mal cuidado[547], y a Camilo[548], buenos para la guerra los hizo la dura austeridad y la heredad de sus abuelos, con un hogar a su medida[549]. Crece con el tiempo insensible, como un árbol, la fama de 45 Marcelo[550]; brilla entre todas la estrella de los Julios[551], como la luna entre menores luminarias.

Padre y guardián del linaje de los hombres, hijo de Satur50 no[552]: el destino te ha encomendado que cuides del gran César[553]. Reina tú, teniendo a César por segundo. Ya traiga él a los partos, que al Lacio amenazan, en justo triunfo domeñados, ya 55 a los seres ya indios[554], que habitan los confines del Oriente, con justicia regirá, por debajo de ti, el ancho mundo[555]. Tú harás 60 temblar el Olimpo con el peso de tu carro, tú lanzarás tus rayos enemigos contra los sagrados bosques profanados[556].

13

El tema de los síntomas del amor, del que puede considerarse formulación prototípica el poema 31 de Safo, imitado en el 51 de Catulo (Ille mi par esse deo uidetur…), está ampliamente representado en la poesía helenística. El tópico que aquí tenemos es más bien el de los síntomas de los celos, que el poeta sufre cuando oye a Lidia alabar las gracias del joven Télefo (1-8), o cuando ve las huellas que en sus brazos y en sus labios ha dejado el desenfreno amoroso del mozo (9-12). Una pasión tan violenta no puede ser duradera (13-16); sólo son realmente felices quienes hasta el último día viven un amor sin riñas ni reproches (16-20).

Cuando tú, Lidia, alabas de Télefo[557] el rosado cuello, de Télefo los céreos brazos[558], ¡ay!, se me hincha el hígado hirviendo de indigesta bilis[559]. Entonces, ni mente ni color en su5 sitio se me quedan, y furtivas lágrimas me caen por las mejillas, delatando que en lo más hondo de mí me consumo a fuego lento.

Sí, me abraso, ya porque unas peleas desatadas por el vino 10 puro[560] han mancillado la blancura de tus hombros, ya porque ese muchacho, enloquecido, ha impreso con sus dientes en tus labios la señal que ha de servirte de recuerdo.

Si me haces caso, no esperes que te dure mucho ese bárbaro que tan dulces labios hiere, los que Venus empapó con un quin15 to de su néctar[561]. Felices tres y más veces son aquéllos a los que una unión no interrumpida tiene juntos, y a los que un amor no quebrado por reproches tristes no los separa hasta el supre20 mo día.

14

Al cabo de más de un siglo Quintiliano (7.0. VIII 6, 44) pondría esta oda como ejemplo de alegoría, la figura que se genera por el uso continuado de una metáfora; en este caso, la de la nave del estado. La imagen remontaba, cuando menos, a dos poemas de Alceo representados por los fragmentos 6 y 326 de Lobel-Page, de los que puede verse traducción y notas de F. R. Adrados en Lírica Griega Arcaica, vol. 31 de esta B.C.G.: 304 (fr. 2) y 320 (fr. 55). Horacio advierte a la maltrecha embarcación del peligro de verse llevada de nuevo hacia alta mar, y la insta a que busque puerto seguro; pues ni sus aparejos ni su casco están en condiciones de soportar nuevos embates. La alegoría se prolonga hasta la última estrofa, donde sólo los vv. 17 s. muestran «la imposibilidad de cualquier interpretación no alegórica» (Fraenkel, 1957: 154), pese a lo que algunos filólogos pensaron en su día. La circunstancia histórica en que esta pieza se escribió no parece fácil de precisar. La nota introductoria de Nisbet-Hubbard descarta, por demasiado temprana para una oda, la de la campaña de Filipos (43-42 a. C.) e incluso la de la guerra naval contra Sexto Pompeyo (38-36 a. C.); y, por otra parte, no resulta verosímil que Horacio mostrara una actitud de tanta desconfianza en vísperas de la batalla de Accio (31 a. C.). Véase G. Caeboli, Onavis, referent itt marete novifluctus (zu horazens carm. I 14), Maia, N. S. 50 (1998): 37-70.

¡Ay, nave[562], que nuevas olas a la mar van a llevarte! ¡Ay!, ¿qué haces? Métete sin vacilar en puerto. ¿Es que no ves que 5 está desnudo de remos tu costado, y cómo gimen tu mástil dañado por el ábrego veloz y tus antenas?; ¿que tu carena[563] sin cables apenas puede aguantar la fuerza desatada de las aguas? No tienes entero tu velamen, ni dioses a los que invocar si de 10 nuevo te ves en el aprieto. Aunque de pino del Ponto [564] construida e hija de una noble selva, te jactarás en vano de tu linaje y de tu nombre; que para nada confía el marinero asustado en 15 popas repintadas[565]. Tú, si no te sientes obligada a ser juguete de los vientos, ten cuidado. Tú, que no hace mucho me causabas inquietante hastío, y ahora eres pasión y cuidado nada leve[566], evita el mar que entre las relucientes Cicladas[567] se ex20 tiende.

15

Al ver cómo París, se lleva a Helena, Nereo te dirige un patético oráculo (1-5): Grecia entera marchará contra Troya para reclamar a la esposa infiel y acabar con el reino de Príamo a costa de grandes sufrimientos para sus súbditos (5-10). Ya Palas se apresta a ayudar a los atacantes, y de nada le servirán a Paris la protección de Venus ni el favor de las mujeres ni el esconderse en su tálamo: a la postre sus cabellos se arrastrarán por el polvo (11-20). Contra él y contra su pueblo irán Ulises y Néstor, Teucro y Esténelo, Merlanes y Diomedes, del que Paris huirá, cobarde como un ciervo (21-32). La cólera de Aquiles retrasará el final de Troya; pero éste llegará en el día establecido (3336). Ha llamado la atención el que Horacio recree un tema épico sin aplicación visible a sus propios tiempos (y de ahí que algunos pensaran en Antonio y Cleopatra); pero tal vez eso mismo ocurría ya en el poema del lírico coral Baquílides (jl. c. 475), probablemente un ditirambo, que, según el escoliasta Porfirión, imitó el poeta en esta oda.

Cuando el pérfido pastor[568], en sus naves del Ida[569], por la mar se llevaba a su anfitriona Helena[570], a los veloces vientos en 5 forzada calma sepultó Nereo[571], para vaticinarle unos terribles hados:

«En mala hora llevas a tu casa a la que Grecia reclamará con grandes tropas, conjurada para romper tu matrimonio y el viejo reino de Príamo. ¡Ay, ay, cuánto sudor a los caballos, cuánto a 10 los hombres les espera, y qué grandes duelos causas al pueblo de Dardania[572]! Ya su yelmo apresta Palas y su égida[573], sus carros y su furia. En vano peinarás tu cabellera, envalentonado por la protección de Venus[574], y entonarás con pacífica lira canciones 15 que agraden a las hembras; en vano, en tu tálamo metido, escaparás de las pesadas lanzas y las flechas de cálamo de Cnoso[575]; del estruendo y de Áyax[576], en la persecución tan raudo. Y aunque tarde[577], ¡ay!, en el polvo mancharás tus adúlteros cabellos.20

»¿No ves al hijo de Laertes[578], ruina de tu gente, no ves a Néstor el de Pilos[579]? Impávidos te acosan el salaminio Teucro y Esténelo[580], que tanto sabe del combate y, si es preciso gober25 nar caballos, auriga nada torpe. También sabrás quién es Meríones[581]. Y mira cómo anda loco por dar contigo el Tidida feroz, mejor aún que su padre[582]; y tú, como huye el ciervo del 30 lobo al que ha visto al otro lado del collado, olvidando los pastos, de él escaparás, cobarde, jadeando a más no poder, que no es lo que a tu amante prometiste.

»A Ilión y a las matronas frigias[583] le aplazará su día la es35 cuadra de Aquiles resentida[584]; después de los inviernos ya fijados, las casas de Ilión las ha de abrasar el fuego aqueo[585]».

16

El poeta, arrepentido, se ofrece a esta «hija aún más bella que su bella madre» para destruir como ella mande los versos yámbicos en que la había escarnecido (1-4); y pasa luego a ponderarle los temibles efectos de la ira, vicio que el hombre debe a la «partícula» tomada del león que Prometeo puso en él al modelarlo (5-16). Alude luego al trágico ejemplo de Tiestes, y a las ciudades que acabaron pereciendo a consecuencia de un arrebato de cólera (17-21). También él mismo, en sus años mozos —los de los Epodos—, se había dejado llevar por la indignación yámbica; pero ahora quiere entonar la palinodia y recuperar el favor de su bella amiga (22-28), Por los antiguos comentaristas sabemos que Horacio imitó aquí a Estesícoro, el lírico coral griego del s. VI, que, según la tradición, se había quedado ciego por haber vituperado a Helena, y sólo tras componer su famosa palinodia había recuperado la vista.

¡Oh hija aún más bella que tu bella madre!; a mis yambos maldicientes[586] pondrás fin como tú quieras: ya sea en las llamas, ya en el mar Adriático, si así te place.

5 Ni la diosa del Díndimo[587], ni el dios que habita el santuario pitio[588], que aturden la mente de sus sacerdotes, ni tampoco Líber; ni los coribalites[589] que redoblan el son de sus agudos bronces son como[590] esas siniestras iras, a las que ni una espada del Nórico[591] echa atrás, ni el mar, sembrado de naufragios, ni el 10 fuego cruel, ni el propio Júpiter, cuando se viene abajo con terrible estruendo[592].

Cuentan que Prometeo, obligado a añadir al barro primigenio una partícula tomada de cada criatura[593], también nos puso 15 en las entrañas la furia del león embravecido.

Las iras a Tiestes[594] abatieron con un final terrible, y fueron 20 causa principal de que encumbradas urbes perecieran hasta sus cimientos, y de que hincara en sus muros el arado hostil[595] un ejército lleno de soberbia.

Modera tus impulsos, que también a mí, en la dulce juven25 tud, me tentó el hervor del alma, y enloquecido me empujó a los veloces yambos[596]. Ahora busco cambiar en gentileza la amargura, con tal de que, tras la recantación[597] de mis insultos, seas mi amiga y tu afecto me devuelvas.

17

Esta oda consta de dos secciones fundamentales formadas, respectivamente, por las tres primeras y las tres últimas estrofas (es decir, por los vv. 1-12 y los vv. 17-28); la estrofa central (13-16) sería una especie de transición entre ellas. La primera sección se inscribe en la tradición de la lírica religiosa: celebra la teofanía del rústico dios Fauno, que a menudo visita las tierras y ganados del poeta. En la estrofa central Horacio pondera la divina predilección que las frecuentes visitas de Fauno parecen indicar, y de la cual vendrá la abundancia con que va a invitar a su amiga. Con esto entramos en la segunda gran sección de la oda, que se adscribe a la tradición simposíaca, y sobre todo anacreóntica, aunque en la variante helenística del idílico picnic en la fresca sombra del locus amoenus. A lo largo del poema flota en el aire la figura femenina de Tindáride, «a dream figure, belonging to the world of Alexandrian pastoral», según Nisbet-Hubbard.

El ágil Fauno[598] trueca a menudo el Liceo[599] por el Lucrétil[600] ameno, y sin cesar aleja de mis cabrillas el fuego del estío y los lluviosos vientos. Extraviadas sin peligro por el seguro 5 bosque, buscan recónditos madroños y tomillos las esposas del marido maloliente[601]; y a las verdes culebras no temen los cabritos ni a los lobos marciales[602], ¡oh Tindáride[603]!, una vez que 10 la siringa[604] melodiosa resuena en los valles y en las lisas peñas del Ustica yacente[605].

Los dioses me protegen; a los dioses mi piedad y mi musa al 15 corazón les llegan. Aquí la Abundancia[606] para ti manará, con su cuerno lleno a rebosar de esplendores campesinos. Aquí, en el recóndito valle, escaparás del ardor de la canícula[607], y con la 20 lira de Teos[608] cantarás a Penélope y a la tornadiza Circe[609], que las dos sufrieron por el mismo hombre. Aquí trasegarás bajo la sombra copas de inocente vino lesbio[610], sin que el hijo de Sámele o Tione[611], junto con Marte, se lance a la batalla[612]; y no 25 habrás de temer las sospechas del terrible Ciro[613], ni que, abusando malamente, ponga en ti sus manos, que no saben contenerse, y desgarre la corona que ciñe tus cabellos y tu vestido, que bien poca culpa tiene.

18

El sentido de la primera parte del poema (1-6) parece claro: es un encomio de la vid y del vino, conforme a una vieja tradición de la que es buena muestra la cita literal de Alceo del primer verso. Menos claro es el sentido del resto de la oda, en el que se ha querido ver ya una alusión crítica a Marco Antonio, devoto de Dioniso, ya una censura de las orgías báquicas habituales por entonces, ya, simplemente, un aviso de los malos efectos de la embriaguez. En términos literales, Horacio alude primero a los peligros que entraña el sobrepasarse con los dones de Baco, recordando la famosa borrachera de los centauros invitados por los lapitas y la proverbial desmesura de los tracios (7-11). Después de expresar al dios su respeto por sus cultos y atributos, le pide que lo libre de los efectos de sus excesos (12-16).

Antes que la sagrada vid no plantes, Varo[614], árbol alguno[615] por la suave tierra de Tíbur y en tomo a los muros de Catilo[616]; pues a los que no beben el dios[617] se lo ha puesto todo cuesta arriba, y no hay otro modo de ahuyentar la mordedura de las penas. ¿Quién, después de beber vino, se queja de la dura milicia 5 o la pobreza? ¿Quién, por el contrario, no habla de ti, padre Baco, y de ti, Venus hermosa?

Mas de que nadie traspase la medida con los dones de Líber nos advierte la pelea de centauros y lapitas[618], librada mientras bebían vino puro; y nos lo advierte Evio[619], que no fue con los 10 sitonios[620] nada blando, cuando ellos, ávidos de placeres, no distinguieron lo lícito y lo ilícito sino con un confín exiguo.

No seré yo quien, mal de tu grado, te agite, brillante Basareo[621], ni quien a la luz del día saque lo que ocultan hojas variadas[622]. Tú contén tus panderos implacables, junto con el cuerno 15 berecintio[623], tras los cuales van[624] el amor ciego de sí mismo, el afán de gloria que alza su cabeza hueca aún más de lo excesivo, y una lealtad[625] quebradiza, que prodiga los secretos.

19

Venus obliga al poeta a volver a amores ya olvidados: la belleza de Glícera lo abrasa (1-8). La diosa ha dejado caer sobre él todas sus fuerzas y no le deja escribir sobre asuntos heroicos (9-12). Ofreciéndole un sacrificio logrará suavizar su acometida (13-16). Tal vez no haga falta recordar que las odas amorosas de Horacio no deben tomarse al pie de la letra, y que, por lo general, tienen más de literario que de biográfico.

La madre cruel de los Cupidos[626], el hijo de Sémele de Tebas y la lasciva Licencia[627] ahora me mandan devolver mi corazón a amores ya pasados. Me abrasa el brillo de Glícera[628], que 5 reluce más puro que los mármoles de Paros[629]; me abrasan su simpática insolencia y su semblante, peligro excesivo para quien lo mire.

10 Venus, lanzándose de lleno sobre mí, ha abandonado Chipre[630]; y no me deja hablar de los escitas[631], ni de los partos, valerosos cuando vuelven la rienda a sus caballos[632], ni de asuntos que a ella no le atañen[633].

Ponedme aquí, muchachos, césped vivo[634]; aquí verbenas[635] 15 y también inciensos, y una pátera[636] de vino puro de dos años; que, inmolada la víctima, ha de venir ella[637] más amable.

20

Esta breve oda asume la forma de una inuitatio, subgénero frecuente en el epigrama helenístico. Horacio advierte a Mecenas que en la cena va a servirle un modesto vino casero, pero que tiene guardado para él desde una ocasión memorable (1-8). Ciertamente, su poderoso amigo bebe en su casa caldos de primera clase; pero no son tales los que Horacio puede permitirse (9-12).

Vas a beber vulgar sabino[638], y no en copas de lujo: el vino que yo mismo sellé, tras guardarlo en una jarra griega[639], cuando fuiste aplaudido en el teatro, oh Mecenas, ilustre caballe5 ro[640], de tal modo que las riberas del río de tus padres[641] y el eco jocoso del monte Vaticano[642] repitieron tus loas de consuno. Beberás tú cécubo y uva prensada en un lagar de Cales[643]; pero 10 no hay mezcla de vides falernas ni de las colinas de Formias en mis copas.

21

Esta oda es un pequeño himno a Apolo y Diana, los dioses mellizos, y a su madre Latona. En él se habla —aunque no se lo practica— de un canto alternado, a cargo de un coro de muchachos y otro de doncellas, conforme a la tradición que sí sabemos que el propio Horacio siguió en su Canto Secular.

A Diana cantad, tiernas doncellas; cantad, muchachos, a Cintio[644], el del cabello largo, y a Latona[645], de Júpiter supremo 5 tan amada. Load vosotras a la que disfruta de los ríos y de la cabellera de los bosques[646], ya sea la que se yergue sobre el helado Álgido[647], ya del Enmanto en las oscuras selvas, ya en las 10 del Grago verdeante. Y vosotros, varones, con parejas alabanzas ensalzad al Tempe, y a Delos[648], cuna de Apolo, y su hombro condecorado por la aljaba y la fraterna lira[649]. Él la guerra lacrimosa, él el hambre miserable y la peste ha de alejar del 15 pueblo y de César, el príncipe, llevándolas a los persas y britanos[650], por vuestras preces conmovido.

22

«El hombre, moralmente irreprochable no necesita de armas aunque haya de marchar por parajes llenos de peligros (1-8). Así también, cuando yo iba errante por el bosque sabino, inerme y cantando a Lálage, me topé con un lobo que huyó sin hacerme daño alguno, insólito prodigio (9-16). Ya me coloques en las tierras hiperbóreas, ya en los más tórridos desiertos, seguiré amando a la dulce Lálage (17-24)». La oda a Fusco debe buena parte de su fama a la circunstancia de que el canto de su primera estrofa llegara a hacerse habitual en los actos fúnebres de ámbito académico en Alemania y Escandinavia. Tal costumbre, como ya advertía Wilamowitz (citado por Fraenkel, 1957: 184, n. 3), reposa sobre una interpretación poco afortunada del poema. En efecto, su inicial solemnidad se atenúa no poco cuando, en las dos últimas estrofas, el poeta coloca al hombre enamorado en el lugar del integer uitae (véase la nota introductoria de Nisbet-Hubbard).

Quien vive honradamente y está limpio de crimen, no precisa de los venablos de los moros[651], ni de su arco, ni de la aljaba cargada de flechas ponzoñosas, Fusco [652], ya vaya a marchar por 5 las hirvientes Sirtes[653], ya por el Cáucaso[654] inhóspito, ya por las tierras que lame el fabuloso Hidaspes[655].

Pues en el bosque sabino[656], cuando cantando a Lálage[657] 10 erraba yo más allá de mis linderos, de cuitas olvidado, el lobo huyó de mí, que estaba inerme; portento que ni la Dauníade[658] 15 guerrera produce en sus espesos encinares, ni engendra la tierra de Juba[659], reseca nodriza de leones.

Ponme en campos perezosos[660], donde ningún árbol se recree con la brisa del estío, en el lado del mundo que agobian las 20 nieblas y un Júpiter avieso[661]; ponme bajo el carro de un sol cercano en demasía[662], en tierra que a las casas se ha negado: a Lálage, la de la dulce risa, la del dulce hablar, seguiré amando.

23

«Escapas de mí, Cloe, como un cervatillo descamado que de todo se asusta (1-8); pero yo no te busco para hacerte mal, sino porque ya estás madura para el amor (9-12)». Para esta oda Horacio tomó pie en Anacreonte (véanse los fragmentos 408, 417 y 346; traducción de F. R. Adrados en Lírica Griega Arcaica, vol. 31 de esta B.C.G.: 412 s., 402).

Tú, Cloe[663], me rehúyes, igual que el cervatillo que en montes extraviados busca a su inquieta madre, no sin un vano temor a la brisa y a la selva. Pues ya sea que la incipiente primavera 5 estremezca la ligera fronda, ya que los verdes lagartos remuevan los espinos, tiemblan su corazón y sus rodillas.

Mas yo no te persigo, cual tigre feroz o león de la Getulia[664], 10 para hacerte pedazos; deja ya de correr tras de tu madre, pues ya estás madura para un hombre.

24

«¿Cómo contener el llanto por esta pérdida tan grande? Enséñame, Melpómene, un canto fúnebre adecuado al caso (1-4). El sueño eterno se ha apoderado de Quintilio, cuyas virtudes nadie podrá igualar (5-8). Lo llorarán muchos, pero sobre todos tú, Virgilio, cuyos ruegos no han escuchado los dioses (9-12). Aunque cantaras con más dulzura que Orfeo, no volverías a la vida al amigo muerto; sólo la paciencia puede consolarnos (13-20)».

¿Qué pudor o qué mesura va tener la añoranza de persona tan querida? Díctame cantos lúgubres, Melpómene[665], pues tu padre te dio tan pura voz al tiempo que te dio la cítara.

¿Así que a Quintilio[666] lo cubre el sueño interminable? ¿Y 5 cuándo el Pundonor[667] y la incorrupta Fe, hermana de la Justicia, y la desnuda Verdad encontrarán a uno semejante?

10 Ha muerto llorado por muchos hombres buenos; pero por nadie tanto como por ti, Virgilio[668]. Tú, ¡ay!, piadoso en vano, reclamas a los dioses a Quintilio, que no se lo habías encomendado para esto.

¿Y entonces, qué?: si, con dulzura mayor que la del tracio Orfeo, tañes tú unas cuerdas que hasta los árboles escuchen[669], 15 ¿acaso volverá la sangre al vano espectro, una vez que Mercurio, que no se aviene a franquear a los ruegos las puertas del destino, con su temible vara lo haya empujado hacia su grey sombría[670]? Duro es esto, pero hace más llevadero la paciencia 20 lo que por ley divina no tiene ya remedio.

25

Los mozos jaraneros ya no pretenden que Lidia les abra su puerta a medianoche, ni le cantan lastimeras serenatas (1-8). Al contrario, ahora que se ha hecho vieja habrá de rogarles con su amor en plena calle, en plena noche, en pleno invierno, cuando la pasión la abrase (915); y se quejará de que la desprecien como alas hojas secas que se lleva el viento (16-20). El tema del ajuste de cuentas con la hermosa esquiva a la que los años han robado su belleza está bien documentado en la epigramática griega y en la elegía latina, según hacen ver Nisbet-Hubbard en su nota introductoria. El tópico aparece aquí combinado con un apunte —y no más— de otro aún más clásico de la poesía amatoria antigua: el del paraclausíthyron o lamento del exclusas amator ante la puerta cerrada de su amiga (véase nota al v. 4).

Ya no tiran piedras tan a menudo a tus ventanas cerradas los mozos insolentes[671], ni te quitan el sueño; y se aficiona al umbral la misma puerta que antes movía tan fácilmente sus bisa5 gras[672]. Cada vez menos y menos oyes que te digan: «¿Mientras yo, que soy tuyo, me consumo en largas noches, tú estás durmiendo, Lidia[673]?».

Al contrario, vieja y despreciada, llorarás por los mujeriegos arrogantes[674] en una calleja solitaria, mientras el viento de 10 Tracia[675] más haga sentir su bacanal, bajo la luna nueva; cuando tu ardiente amor y tu pasión —la misma que a las madres de los caballos[676] suele volver locas— se agiten en tu hí15 gado ulcerado[677]. Y no dejarás de lamentar que la alegre juventud prefiera la verdeante hiedra y el oscuro mirto[678], y que las hojas secas se las dedique al compañero del invierno, al viento euro[679].

26

«Mi condición de poeta me permite vivir despreocupado de los grandes asuntos políticos (1-6). Trenza tú, musa querida, una corona de flores para mi amigo Lamia (6-9). Nada valen sin ti mis loas; sois tú y tus hermanas quienes debéis ensalzar a Lamia con un canto nuevo, inspirado en los poetas lesbios (9-12)».

Yo, que soy buen amigo de las musas, entregaré a los vientos desatados la tristeza y los temores, para que al mar de Creta[680] se los lleven; despreocupado como nadie de a qué rey temen los gélidos confines que están bajo la Osa[681], o de qué le 5 causa terror a Tiridates[682].

¡Oh tú[683], que gozas con las fuentes puras, trenza las flores que al sol brotan, trenza para mi Lamia[684] querido una corona, Piplea[685] amable! Sin ti nada valen los honores que yo rindo; 10 hacerlo inmortal a él, con cuerdas nuevas y con el plectro lesbio[686], es cosa que te toca a ti y a tus hermanas.

27

El poeta comparece en un simposio en el que las discusiones, enardecidas por el vino, han degenerado en peleas en las que algunos incluso emplean las copas como armas arrojadizas (1-8). Tras exhortar a los comensales a que se serenen, el poeta es invitado a beber, pero él responde que sólo lo hará si uno de los presentes, el hermano de Megila, confiesa de quién anda enamorado (9-12). El mozo, avergonzado, no se atreve a decir la verdad, y el poeta lo anima garantizándole el secreto (13-18). Al fin el enamorado se decide, y al saber de quién se trata, Horacio, lleno de ironía, dice que el suyo es un caso desesperado (18-24).

La precedente paráfrasis, se basa en las «acotaciones escénicas» de Fraenkel, 1957: 180 s. Según Porfirión, cuyo testimonio confirman un par de fragmentos conservados, la oda se inspira, al menos en su comienzo, en un poema de Anacreonte, maestro del género simposíaco.

Pelear con las copas, nacidas para servir a la alegría, es propio de los tracios[687]; dejad esa bárbara costumbre, y al pudoro5 so Baco no lo metáis en riñas sanguinarias. ¡Qué horrorosamente desdice del vino y de las lámparas el alfange de los medos[688]! Acallad, compañeros, ese estruendo impío y quedaos recostados sobre el codo[689].

10 ¿Queréis que también yo tome mi parte de falerno seco[690]? Pues que diga el hermano de Megila, la de Opunte[691], por qué herida, por qué saeta[692] y tan feliz se está muriendo… ¿Que no tienes ganas? Pues yo no he de beber más que a ese precio.

Sea cual sea la Venus[693] que te tiene dominado, no te quema 15 con fuegos vergonzosos; y siempre tropiezas en el amor de una persona bien nacida. Lo que sea, venga: confíalo a unos oídos que no han de traicionarte… ¡Ay, desdichado[694], en qué Caribdis[695] tan grande tú sufrías, muchacho digno de mejores fuegos! 20 ¿Qué bruja, qué mago, qué dios podrá librarte de los bebedizos de Tesalia[696]? De las ataduras de esa informe Quimera[697] a duras penas te librará Pegaso[698].

28

Seguimos, con Nísbet-Hubbard, la interpretación que considera esta oda como el monólogo de un marinero ahogado, que no se identifica hasta el v. 21 y que se dirige primero al filósofo Arquitas, también ya muerto, y luego, en demanda de sepultura, a un caminante que pasa a su lado. Otros prefieren pensar en un diálogo entre un marinero (w. 1-16/20) y el propio Arquitas insepulto (vv. 21-36); así, por ejemplo, J. J. Iso Echegoyen, «Notas para un comentario a Horacio, Cann. I 28», Estudios Clásicos 77 (XX, 1976): 73-91. La oda está centrada en torno a un leit-motiv muy horaciano: el de la inexorable universalidad de la muerte. Así, por de pronto, a Arquitas no lo libraron de morir sus proezas científicas (1-6). También murieron Tántalo, Titono y Minos, distinguidos por los dioses, y Euforbo, reencarnado en Pitágoras (7-16). Unos mueren en la guerra, otros en el mar; y mueren tanto los viejos como los jóvenes (17-20). Al marinero que habla lo arrebató una ola e, insepulto en la orilla, ruega al viajero el tributo de un poco de tierra, augurándole la benevolencia de los dioses si así lo hace, y su castigo en caso contrario (21-36).

A ti, que mediste el mar, la tierra y las arenas incontables, ahora te cubre, Arquitas[699], el escaso tributo[700] de un poco de polvo junto a la costa del Matino[701]; y de nada te sirve el haber 5 explorado las moradas etéreas y recorrido con tu alma mortal la redondez del cielo[702].

También murió el padre de Pélope[703], que se sentaba a la mesa de los dioses; y Titono[704], arrebatado hacia los aires, y Minos[705], a quien Júpiter dio acceso a sus secretos. Y también guarda el Tártaro[706] al Pantoida[707], que por segunda vez fue 10 echado al Orco[708]; aunque, como al desclavar el escudo dio fe de los troyanos[709] tiempos, nada más que nervios y piel había dejado a la siniestra muerte[710] ése que, según tú, fue una autoridad 15 no despreciable en cuanto a la naturaleza y la verdad[711].

Pero una misma noche aguarda a todos y el camino de la muerte, que sólo una vez se anda. De unos hacen las Furias[712] espectáculo para el torvo Marte, el ávido mar es la perdición de los marinos; mezclados se agolpan los duelos de viejos y de 20 mozos; no hay cabeza ante la que la cruel Prosérpina[713] se arredre.

También a mí el raudo noto, compañero de Orion[714] cuando declina, me anegó en las olas de la Iliria[715]. Mas tú, marinero[716], no seas tan mezquino que escatimes a mis insepultos huesos y 25 cabeza el tributo de un puñado de errabunda arena. Y así, como quiera que amenace el viento euro a las olas de la Hesperia[717], golpee los bosques de Venusia[718] dejándote a ti a salvo; y lléguente a raudales las ganancias de donde pueden llegar: de Júpiter benévolo y de Neptuno[719], protector de Tarento, a él consagrada. ¿No te importa cometer un pecado que más tarde 30 dañará a tus hijos inocentes[720]? Tal vez también a ti te esperen las leyes incumplidas y un pago igual de altivo[721]; si quedo abandonado, no ha de faltarles a mis ruegos la venganza, ni habrá expiación que a ti te absuelva. Aunque vayas con prisa, no 35 es mucho el tiempo que te robo: échame tres puñados de tierra[722] y podrás marcharte a la carrera.

29

Iccio, amigo del poeta, va a marchar a una campaña en el Oriente (al parecer, a la expedición arábiga del 26 a. C.) (1-5). ¿Qué doncella o qué mozo bárbaros se convertirán en sus esclavos? (5-10). Cabe esperar que los ríos corran hacia sus fuentes, una vez que quien tanto prometía como filósofo cambia sus libros por las armas (10-16).

¿Envidias ahora, Iccio[723], los bienaventurados tesoros de los árabes[724], y una dura campaña preparas contra los nunca venci5 dos reyes de Sabea[725], y engarzas cadenas destinadas al terrible medo? ¿Qué bárbara doncella, muerto su prometido en el combate, habrá de ser tu esclava? ¿A qué muchacho de la corte pondrás a manejar el cazo[726], con el pelo empapado de perfumes10 después de que aprendió a lanzar las séricas[727], saetas con el arco que fuera de su padre?

¿Quién negará que los ríos que van pendiente abajo pueden volverse atrás, trepando por los montes escarpados, y el Tíber marchar contra corriente[728], cuando los famosos libros de Panecio[729], que por doquier compraste, y la casa de Sócrates[730] pretendes cambiar por las lorigas de la Hiberia [731], tú, que 15 mejores cosas prometías?

30

El poeta ruega a Venus que acuda al santuario que Glícera le ha preparado (1-4), acompañada de Cupido, de las gracias, de las ninfas, de la Juventud y también de Mercurio (5-8). Esta breve pero deliciosa oda se adscribe a la tradición del himno «vocativo» (klétikós), de vieja solera en la lírica griega. Sin embargo, su modelo más inmediato parece haber sido un epigrama del poeta helenístico Posidipo (Antología Palatina XII 131; trad. de M. Fernández-Galiano en el vol. 7 de esta B.C.G.: 147), en el que la invocación también se hace en favor de una cortesana.

¡Oh Venus, reina de Cnido y de Pafos[732]!: desdeña a Chipre, a la que tanto quieres, y múdate al hermoso santuario de Glícera[733], que te invoca con incienso en abundancia. Y que el ar5 diente niño[734] y las gracias, sueltas sus cinturas[735], contigo acudan presto, así como las ninfas y la Juventud[736], sin ti tan poco grata, y también Mercurio[737].

31

En la fiesta de la dedicación del templo de Apolo, patrono de la poesía, el vate Horacio, al hacer su ofrenda, no pide al dios que aumente sus riquezas (1-15); él se conforma con una vida frugal y sólo aspira a disfrutar de lo suyo con buena salud de cuerpo y de espíritu, y a alcanzar una digna vejez que no le impida ejercer su oficio (15-21). Horacio debió de escribir esta oda en el 28 a. C., con motivo de la consagración del templo de Apolo en el Palatino, uno de los monumentos más emblemáticos del principado de Augusto, que, como se sabe, tenía anejas una biblioteca griega y otra latina.

¿Qué pide a Apolo el vate[738] en el día en que su templo se dedica? ¿Qué le ruega mientras de la pátera derrama[739] vino nuevo? No las mieses feraces de la próspera Cerdeña[740], no las 5 vacadas lozanas de la Calabria[741] ardiente, no el oro ni el marfil que da la India, no los campos que con su agua mansa roe el Lilis[742], taciturno río.

Que domen la vid de Cales[743] con la podadera aquéllos a quienes se la ha dado la Fortuna, para que apure en áureas co10 pas vinos pagados con ganancias sirias[744] un rico mercader, querido de los propios dioses, que tres y cuatro veces en el año al mar Atlántico[745] retorna impune. A mí me sustentan las oli15 vas, a mí las achicorias y las ligeras malvas[746].

Concédeme gozar de lo que tengo con buena salud, oh hijo 20 de Latona[747]; y te mego también que me permitas vivir en mis cabales una vejez sin fealdad y en la cual una cítara no falte.

32

Horacio entona un himno a la lira, el instrumento que había dado nombre al género de las Odas y, por ello mismo, metonimia ejemplar de su quehacer poético. Invocando su ya vieja amistad, el poeta niega a la lira que lo acompañe en una oda latina, digna de perpetuarse (vv. 1 4); y le recuerda los grandes temas que Alceo había cantado sirviéndose de ella: la guerra y la aventura, el vino, la fiesta y el amor (5-12). El instrumento de Apolo es el remedio de las penas (13-16).

Te lo ruego: si alguna vez bajo la sombra, ocioso, he jugado contigo, lira mía[748], vamos, entona un canto latino[749] que viva uno 5 y más años; tú, a quien primero hizo sonar el ciudadano lesbio[750]; el que, valiente en la guerra, incluso en medio de las armas, o tras amarrar su nave maltrecha en la mojada orilla[751], cantaba a Líber y a las musas; a Venus y al niño[752] que siempre va con 10 ella, y también a Lico[753], tan hermoso, con sus negros ojos y su negro pelo.

¡Honra de Febo, tortuga[754] grata a los banquetes de Júpiter supremo; yo te saludo, oh dulce alivio y remedio[755] de las penas 15 para quien te invoca según los ritos mandan!

33

El poeta da ánimos a su amigo Albio, que en llorosas elegías lamenta que Glícera se haya ido con uno más joven (1-4). También Licóride ama a Ciro mientras que Ciro va tras Fóloe, que nada quiere saber de él; con tales juegos se divierte Venus (5-12). Al propio Horacio lo retuvo Mírtale cuando un partido mejor se le ofrecía (13-16). El tópico de que cada cual desdeña a quien lo ama y ama a quien lo desdeña tiene una larga historia en la poesía amorosa griega y latina. Parece generalmente aceptada la tesis de que el Albio al que está dedicada esta oda, así como la Epístola I 4, no es otro que el poeta elegiaco Albio Tibulo (c. 55-c. 19 a. C.).

Albio, no sufras más de la cuenta recordando a Glícera[756] la arisca; y no cantes sin parar llorosas elegías[757], preguntando por qué brilla más que tú otro más joven, una vez que la fe jurada se 5 ha quebrado. A Licóride[758], tan bella por su breve frente, la tiene en ascuas el amor por Ciro, y Ciro se inclina por la dura Fóloe[759]; pero los corzos se han de ayuntar con los lobos de la Apulia[760] antes de que Fóloe caiga en manos de tan feo amante. Así lo ha querido Venus, que gusta del juego cruel de some10 ter a su broncíneo yugo dispares cuerpos y dispares almas[761]. A mí mismo, cuando una Venus[762] mejor me pretendía, con dulces grillos me retuvo Mírtale[763], una liberta, más impetuosa que las 15 aguas del Adriático que bordean los golfos de Calabria.

34

Su epicureísmo había llevado al poeta a ser poco devoto de los dioses, pero ahora ha de entonar la palinodia (1-5). En efecto, ha visto cómo Júpiter lanzaba por mitad de un cielo despejado su tremendo rayo (5-12). Los dioses y la Fortuna pueden cambiar todas las cosas de los hombres (12-16). Los escoliastas antiguos, y algunos de los modernos, se tomaron al pie de la letra esta conversión de Horacio. Sin embargo, actualmente parece predominar la idea de que el poeta, como decía el Dr. Johnson, «no iba en serio»; véanse al respecto Fraenkel, 1957: 254 s., y la nota introductoria de Nisbet-Hubbard.

Yo, parco y poco asiduo devoto de los dioses mientras iba sin rumbo, profesando una demencial filosofía[764], forzado aho5 ra me veo a volver atrás mis velas y a tornar al camino abandonado. Y es que Diéspiter[765], que con su rayo reluciente suele hendir las nubes, lanzó por medio de un cielo transparente sus caballos tonantes y su alado carro[766], que hace temblar a la in10 sensible tierra y a los vagantes ríos, a la Estigia[767] y a la morada horrible del odiado Ténaro[768] y al confín de Atlante[769].

Tiene poder el dios para cambiar por lo más alto lo más bajo, y hace menguar al que destaca, sacando a la luz lo más os15 curo. La Fortuna[770] rapaz, con estridente silbo, de aquí se lleva la corona[771], y le divierte ponerla en otro sitio.

35

Himno a la diosa Fortuna, la que a unos levanta y a otros abate (14). A ella la invocan los hombres de toda condición y procedencia, desde el humilde labrador al más encumbrado tirano (5-16). La Necesidad, la Esperanza y la Fe forman su cortejo (17-28). Horacio le ruega que proteja a César en sus campañas de Britania y del Oriente; y que las energías empleadas en derramar sangre romana en los enfrentamientos civiles se vuelvan ahora contra los pueblos bárbaros (29-40).

¡Oh diosa[772] que reinas en tu amada Anzio[773], que acudes ya para levantar al cuerpo mortal desde el escalón más bajo, ya para tomar en funerales los triunfos altaneros[774]!: a ti te halaga con 5 preces angustiadas el pobre labrador; a ti, señora del mar, cuantos en nave de Bitinia desafían al piélago de Cárpatos[775]; a ti el arisco dacio y los escitas huidizos[776], y las ciudades y pueblos y 10 el Lacio valeroso. Y temen las madres de los reyes bárbaros y los tiranos de púrpura vestidos que con avieso pie su enhiesta columna eches por tierra[777]; y que el pueblo, juntándose para tomar las armas, a las armas[778] incite a los menos decididos y aca15 be con su imperio.

Siempre la cruel Necesidad[779] te abre camino, llevando clavos trabales y cuñas en su broncínea mano, sin que falten la re20 cia laña ni el plomo derretido. Te hacen cortejo la Esperanza y la Fe, tan infrecuente, cubierta su mano con el blanco paño[780]; la que del camarada no reniega cada vez que tú, cambiando de 25 vestido, enemistada abandonas las casas poderosas[781]. En cambio, el vulgo falso y la meretriz perjura se retiran; y tras secar hasta la hez los cántaros, se van en desbandada los amigos, desleales cuando hay que compartir el yugo[782].

30 Guarda tú a César, que va a marchar hasta el límite del orbe a luchar con los britanos[783], y a ese nuevo enjambre de muchachos que a las tierras de la Aurora y al Océano Rojo[784] ha de infundirles miedo.

¡Ay, ay, vergüenza nos da de nuestras cicatrices[785], de nuestro crimen, de nuestros hermanos! ¿Ante qué se ha echado atrás nuestra generación, tan dura? ¿Qué sacrilegio hemos dejado sin 35 hacer? ¿Dónde no ha puesto mano nuestra juventud por miedo de los dioses? ¿Por qué altares ha sentido respeto? ¡Ojalá que en nuevo yunque forjes otra vez nuestro embotado hierro, para llevarlo contra maságetas y árabes[786]!40

36

El querido amigo Númida ha regresado de la lejana Hispania, y el poeta convoca para celebrarlo a los comunes colegas y sobre todo a Lamia (1-9). Cantarán y beberán todos sin medida, y Dámalis dedicará a Numida sus caricias (10-20).

Me complace dar gracias con incienso, con las cuerdas de la lira y la sangre del ternero prometido, a los dioses que a Númida[787] protegen. Vuelto ahora sano y salvo del confín de Hes5 peria[788], muchos besos dará a sus queridos compañeros; pero a nadie tantos como a su entrañable Lamia[789], recordando que no tuvo otro rey[790] cuando era niño y que cambiaron de toga[791] a un mismo tiempo.

10 Que no le falte a día tan hermoso su señal de piedra blanca[792], ni haya contemplaciones con el ánfora que de la bodega se ha sacado; y al modo de los salios[793], no tengan nuestros pies descanso. Que Dámalis[794], a la que le gusta tanto el vino, no venza a Baso[795] apurando de un trago copas llenas, al modo de los tracios[796]; y que no falten las rosas al convite, ni el apio vi15 vaz, ni el lirio breve[797].

Todos pondrán sus ojos lánguidos en Dámalis; mas no habrá quien de su nuevo amante[798] separe a Dámalis, más envol20 vente[799] que las hiedras lujuriantes.

37

El 2 de setiembre del año 31 a. C. se había producido el decisivo triunfo de César Octaviano en aguas de Accio, al N.O. de Grecia. Los derrotados, Antonio y Cleopatra, corrieron a refugiarse en su palacio de Alejandría, y allí se suicidaron en los primeros días de agosto del 30, cuando el vencedor se disponía a ocupar la ciudad. Para tal ocasión Horacio escribió esta oda, alcaica no sólo por su metro, sino también por la literal inspiración de su inicio en el de un poema del bardo de Lesbos. El poeta invita a sus amigos a beber y a bailar, una vez que se ha desvanecido la demencial amenaza de Cleopatra contra Roma (1-12). Ella logró huir, perseguida por las naves de Octaviano (12-21); y al fin, contra lo que cabía esperar de su condición de mujer, prefirió darse la muerte a comparecer en el cortejo de los vencidos ante los ojos del pueblo romano (21-32).

Ahora hay que beber[800], ahora con pie libre golpear la tierra; ahora es el momento de adornar los lechos[801] de los dioses, para un banquete digno de los salios[802], compañeros.

5 Antes era un pecado sacar el cécubo[803] de las bodegas ancestrales, mientras una reina[804] preparaba la ruina demencial del 10 Capitolio[805] y los funerales del imperio, con un infecto rebaño de varones pervertidos[806]; tan poco dueña de sí como para esperarlo todo y ebria de su próspera fortuna. Pero puso coto a su locura la única nave que, a duras penas, se libró del fuego[807]; y 15 a su mente, que deliraba por el vino mareótico[808], César[809] la hizo volver a sentir justos temores al acosarla con sus remos, cuando ella volaba alejándose de Italia, como hace el gavilán con las tímidas palomas, o el veloz cazador con la liebre en los 20 llanos de la nevosa Hemonia[810]; y todo para poner en las cadenas a aquel monstruo de los hados. Mas ella, queriendo perecer con más nobleza, no mostró un pavor mujeril ante la espada, ni con su escuadra veloz buscó refugio en riberas escondidas25 Con rostro sereno osó volver a su abatida corte[811]. y, llena de valor, echar mano de las ásperas serpientes[812] para absorber en su cuerpo su veneno negro, y más decidida porque la suya era una muerte voluntaria. Y es que no quiso que las liburnas[813] despia30 dadas en soberbio triunfo la llevaran, como si fuera una más, aquella mujer incapaz de doblegarse.

38

El poeta no precisa de lujosos ornamentos para disfrutar de sus festines. Se trata de un viejo tema anacreóntico que luego pasa a la epigramática helenística; véase la nota introductoria de Nisbet-Hubbard.

Detesto, muchacho[814], los boatos persas[815]; me desagradan las coronas trenzadas con cáscara de tilo[816]; y deja de indagar en qué lugar la rosa tardía se demora[817]. No pretendo que te es5 fuerces, oficioso, en añadir nada al simple mirto[818]: ni el mirto desdice de ti, que a mí me sirves, ni de mí, que bebo bajo la espesura de mi parra.