INTRODUCCIÓN

El género y su tradición

Los cuatro libros de las Odas, más el Canto Secular, constituyen la obra lírica de Horacio. Esa denominación se aplicaba en la Grecia antigua a la poesía compuesta para ser cantada al son de la lira, como era la de los principales modelos que Horacio tuvo presentes al escribirlas. No parece haber sido exactamente el mismo el caso de sus Odas, que seguramente ya fueron concebidas como poesía, si no libresca, sí de libro, destinada primariamente a la lectura y a la recitación, aunque tengamos constancia de la ejecución musical de alguna de ellas[108].

Horacio llamó Carmina a las que la época moderna, siguiendo una tradición que remonta a los comentaristas antiguos de su obra, ha preferido llamar Odas (Odes, Oden, Odi…). En sus tiempos el nombre latino carmen se aplicaba a cualquier texto versificado; pero parece claro que en esta ocasión el poeta quiso recuperar para él su sentido etimológico de «canto» (de la raíz del verbo canere, «cantar»). Eso mismo significaba en griego el término φδή|, que, sin embargo, se aplicaba más bien al poema épico o al lírico coral, en tanto que se llamaba μέλος («melodía» o también, simplemente, «canto») al perteneciente a la lírica monódica, la de los modelos imitados por Horacio (de donde su otra denominación de «poesía mélica»[109]). En Epi. II 2, 59 s. Horacio habla de sus Carmina distinguiéndolos netamente del resto de su obra poética, los Epodos y las Sátiras y Epístolas[110].

Según decíamos en nuestra Introducción general, Horacio escribió las Odas en la idea de recrear en latín un viejo género poético griego admirado por la posteridad, pero poco conocido y apenas cultivado en Roma[111], al igual que años antes había hecho con los yambos de Arquíloco en los Epodos. Esta vez los exemplaria Graeca (Art. Poét.. 268) que tenía ante sus ojos eran los de la monodia o mélica eolia, poesía lírica compuesta para ser interpretada por un solo cantor. Ese género había alcanzado su cumbre en la isla de Lesbos, situada frente a la costa N.O. del Asia Menor, en tomo al año 600 a. C. De allí que, al término de los tres primeros libros de la colección, el poeta proclamara con orgullo que él había sido «el primero en llevar el canto eolio a las cadencias itálicas» (Od. III 30, 13 s.)[112].

La mélica, pues, era en Grecia una de las ramas de la lírica; como decimos, poesía destinada al canto, más que esa «poesía del yo» que, según una definición que, al parecer, deriva de Goethe[113], es la lírica en la moderna preceptiva literaria[114]. Dentro de la lírica griega se distingue tradicionalmente entre la coral —la de Alemán, Estesícoro, Píndaro, Simónides, Baquílides y los coros de los trágicos áticos, de los siglos VII al V a. C.—, y la monódica, concebida para un solo intérprete y representada sobre todo por Safo y Alceo, los poetas lesbios que vivieron en el tránsito del s. VII al VI a. C. Se habla además de una lírica mixta, en cuya ejecución se alternaban un solista y un coro[115].

Toda esa lírica literaria griega tenía raíces muy antiguas, que todavía pueden vislumbrarse por los restos conservados de una lírica popular que llegó a convivir con ella. Sus géneros, como los demás géneros literarios griegos, no eran un producto de las clasificaciones de los eruditos posteriores, sino fenómenos arraigados en unas circunstancias históricas, geográficas y culturales bien definidas. Eran, por así decirlo, señas de identidad tradicionales de las diversas etnias de la Hélade. Así, la lírica coral se había desarrollado, a partir de ritos ancestrales, en los que era cantada y seguramente danzada, dentro de las solemnidades cívico-religiosas propias del mundo cultural y dialectal dorio, y especialmente en las de la Esparta de los s. VII-VI a. C., «que todavía no era la ciudad militarista y xenófoba de fechas posteriores[116]». Por su parte, la lírica monódica floreció en un ámbito más bien privado: el de las fiestas y simposios en que se reunían para comer, beber, hablar y cantar los nobles de la isla de Lesbos.

Ni una ni otra rama de la lírica griega nacieron, pues, con sus primeros representantes conocidos; en particular, la mélica eolia no fue una creación de Safo ni de Alceo, ni siquiera del que la tradición antigua tenía por fundador de la escuela de cantautores lesbios, Terpandro, cuya actividad se sitúa en la primera mitad del s. VII y de cuya obra nada conservamos. Los orígenes del género remontaban a mucho más atrás; tanto que sus esquemas métricos, a la luz de los estudios comparativos, tal vez provienen de época indoeuropea. Recordemos a este respecto que la métrica de la monodia eolia difiere sustancialmente de la empleada en la mayoría de la poesía griega: como luego veremos con el debido detalle, sus versos no están formados por la repetición de pies o metros, ni tienen un número variable de sílabas[117]; antes bien, son versos isosilábicos (de un número de sílabas prefijado por el esquema elegido), como el de no pocas rítmicas modernas, y además están sujetos en ciertas posiciones a una rígida distribución de las largas y las breves. También es característica de la mélica eolia la organización del poema en estrofas de dos a cuatro versos, que podían ser parcial o totalmente iguales entre sí. El esquema estrófico se mantenía uniforme a lo largo de la composición, lo que da a entender que toda ella se cantaba con una misma o parecida música. Los fragmentos conservados de Safo y de Alceo permiten hacerse una idea de la letra y del ritmo de los cantos eolios, pero nada nos ha llegado de sus melodías.

El espectro temático de la lírica monódica griega era tan amplio como la propia vida: aunque sin la solemnidad propia de la coral, cantaba en sus himnos a los dioses y a los héroes; además, en composiciones de subgéneros diversos, las vivencias amorosas propias o ajenas, los goces de la amistad, del banquete y de la bebida; las celebraciones familiares y sociales, como las bodas (en los epitalamios); los azares de la política, de la milicia, de los viajes y del destierro y, en fin, muchos otros grandes y elementales asuntos de la existencia humana: juventud y belleza, pobreza y prosperidad, vejez, decadencia y muerte[118]

Volviendo a Horacio, conviene aclarar un par de ideas al respecto de lo que en su tiempo suponía la imitación de los modelos griegos, ya tradicional por entonces y que él recomendaba encarecidamente (A. P. 268 s.) En primer lugar, ha de tenerse presente que los escritores romanos no consideraban como un desdoro el seguir manifiestamente las huellas de tales modelos. Al contrario, y dando por sentado que ellos habían alcanzado la máxima perfección posible en sus respectivos géneros, estimaban como un verdadero tour de force el aportar a las letras patrias recreaciones de sus obras que, sin caer en la copia servil o en la mera traducción, dejaran clara su propia descendencia de tan ilustres precedentes. Así, por poner un ejemplo notorio, no cabe duda de que Virgilio alentaba la esperanza de llegar a ser el Homero romano. Naturalmente, el mérito era mayor si se trataba de un autor o de un género griego poco conocido en Roma; pero tampoco era pequeño el de quien, por así decirlo, pusiera al día la adaptación de modelos conocidos solamente por imitaciones que el progreso de las letras patrias hubiera llevado a considerar como anticuadas (en el caso de Virgilio, la épica, homérica pero arcaica, de Livio Andronico, de Nevio y la del mucho más estimable Ennio). A la luz de lo dicho, es claro que un poeta latino clásico tenía una idea de la originalidad bastante distinta de la habitual en nuestros tiempos.

El segundo punto que conviene aclarar al respecto de la imitación de los exemplaria Graeca en latín es el de la importancia de los aspectos métricos en el caso de la poesía; y aún más en el de una poesía que, como la lírica eolia, se distinguía por tener unos ritmos tan difíciles como característicos. Aquí hay que recordar también que, si se prescinde del enigmático caudal de los versos saturnios que han sobrevivido, no se conocen versos latinos que no provengan de esquemas griegos o de leves variaciones sobre ellos; y que —también con la excepción de los saturnios épicos de Livio Andronico y de Nevio—, todos los grandes géneros poéticos griegos acabaron —si no habían empezado— adoptando en Roma el mismo atuendo métrico, mejor o peor reproducido, con el que habían salido de su patria. Además, hay que tener en cuenta que ya en la Grecia clásica, y más todavía en la helenística, los criterios métricos eran esenciales a la hora de clasificar géneros y de ordenar la obra de cada autor.

Las consideraciones precedentes nos permiten comprender mejor el sentido de la propia originalidad de la que Horacio se mostraba tan ufano. En Epi. I 19, 23 ss., se jacta, y con razón, de haber sido el primero en mostrar a Roma, en sus Epodos, los yambos jonios, en la forma primigenia que les había dado Arquíloco de Paros. Luego recuerda, como ya había hecho en Od. III 30, 13 ss., que también había introducido en su patria los metros eolios (lo que es cierto si se prescinde de los limitados ensayos de Catulo) y, en particular, de haber dado a conocer a Alceo, «al que antes ninguna voz había cantado» (Epi. I 19, 32). De lo dicho se desprende que lo que para Horacio identifica al género griego de cuya adaptación al latín se enorgullece son, ante todo, sus metros: el lograr reproducirlos en su propia lengua era el objetivo que primero se propuso y a la postre exhibió como timbre de gloria[119]. Y así se comprende también por qué, pese a las diferencias con la lírica griega en cuanto a la ejecución antes señaladas, llamamos a las Odas lírica monódica: porque en ellas Horacio consiguió reproducir en latín el amplio y singular repertorio métrico de los mélicos lesbios. Además, como veremos, también tomó de esa tradición poética —para ser exactos, de Alceo[120]— bastantes de sus temas y motivos.

La filiación de la lírica horaciana quedaría incompleta si no se tuviera en cuenta otra rama de la monodia griega un tanto particular: la representada por Anacreonte de Teos y, andando el tiempo, por los autores de las anónimas Anacreónticas que lo imitaron. Anacreonte, nacido hacia el 570 a. C., no era eolio, sino un jonio al que su azarosa vida llevó a peregrinar como poeta y cantor por varias ciudades de la Hélade. Estuvo al servicio de los tiranos Polícrates de Samos e Hiparco de Atenas, cuyas fiestas amenizó cantando al vino y al amor sin discriminación de sexos. Aparte de géneros típicamente jonios, como la elegía y el yambo, Anacreonte cultivó una lírica monódica, conocida sólo por fragmentos, que vino a ser un epilogo de la de los mélicos lesbios. Sus poemas son más breves y sus ritmos, aunque en buena parte basados en los mismos principios que los de aquéllos, son más sencillos (Horacio, en Epod. 14, 12 dirá que escribió «en metro no muy elaborado»); y hasta es posible que deriven de una tradición jónica independiente (cf. Rodríguez Adrados, op. cit.: 396, 398). Horacio no imitó los metros de Anacreonte, pero sí sus temas en sus odas simposíacas, como 127, y amorosas como 123 (cf. Fraenkel 1957: 179 ss.).

Otras fuentes

Hasta aquí hemos hablado de modelos griegos de las Odas que, ya sea en cuanto a los metros, ya en cuanto a los temas, ya en cuanto a los unos y a los otros, Horacio tuvo especialmente presentes al componerlas; todos ellos —recordémoslo una vez más— pertenecientes a la lírica monódica. Sin embargo, era mucha la poesía que se había escrito en los cinco siglos largos que mediaron entre los cantores lesbios y los tiempos de Horacio. Él la conocía bien, y sin duda mejor que nosotros, pendientes tantas veces de inciertos fragmentos. Además, y según nos recuerda, entre otros, S. Harrison[121], desarrollando la idea de la Kreuzung der Gattungen («entrecruzamiento de los géneros») de W. Kroll[122], habitual desde la época helenística en las colecciones de poesía literaria —ya desvinculada de su antigua función social en el seno de la polis—, como es la de Horacio, cabe esperar en ella la convergencia de temas y formas procedentes de tradiciones literarias muy distintas.

En primer lugar hay que tener presente la otra rama de la lírica griega, la coral. Muy por encima de las ocasionales huellas de la de Estesícoro, Baquílides y Simónides, que procuraremos anotar en la traducción de las correspondientes Odas, planea sobre el Horacio lírico la sombra —o tal vez mejor la luz— de Píndaro (518-c. 445 a. C.), «el cisne dirceo» (Od. IV 2, 25), el más grande de los líricos griegos. Nuestro poeta mantiene con él una relación equívoca: por una parte, considera imposible imitarlo y condenados al desastre a quienes pretenda hacerlo (Od. IV 2, 1 ss.); pero, por otra, son muchos los pasajes de las Odas, de los que también daremos cuenta en su lugar, en los que, ante la importancia de la ocasión, se atreve a remontar el vuelo en busca de la solemnidad característica del vate tebano[123]. Remitimos al lector interesado en este punto a Fraenkel (1957: 286 ss.; 426 ss.), a la introducción de Nisbet-Hubbard a su comentario a las Odas (1970: XIII), y también a las páginas que nosotros mismos nos hemos atrevido a dedicar al asunto, insistiendo en nuestra idea de que para Horacio la imitación de los metros era condición previa para que un poeta latino pudiera afiliarse a un determinado género griego[124]. Él nunca intentó imitar la compleja métrica de Píndaro[125], que en sus tiempos, perdido su soporte musical, probablemente ya era apenas comprendida, aunque sí parece haberlo hecho alguna que otra vez en su dicción y, según veremos, en la estructura triádica, propia de la coral doria, que dio a algunas de sus odas más solemnes (cf. Nisbet-Hubbard 1970: loc. cit).

Hay otras venas poéticas griegas, ya ajenas a la lírica, de las que Horacio bebió al componer sus Odas. La más importante es tal vez la del epigrama helenístico, cuya influencia dejaron clara R. Reitzenstein[126] y luego G. Pasquali en su magistral Orazio lírico[127]. La deuda de Horacio con Calimaco[128], Leónidas, Posidipo[129] y otros talentos menores, parte de cuyas obras nos han llegado en la Antología Palatina[130], es notable en las Odas de tema amoroso y simposíaco (cf. Nisbet-Hubbard 1970: XIV). Y aún cabe añadir las huellas de otros géneros poéticos como la épica, el epílio, la elegía e incluso la tragedia[131].

Sin embargo, para entender como es debido la lírica horaciana todavía hay que tener en cuenta, como nos advierten los citados Nisbet-Hubbard (1970, loc. cit.), que, a diferencia de lo que ocurría con la poesía griega, sobre la latina pesaba desde su origen la influencia de un enorme patrimonio de literatura en prosa, sobre todo griega. Y así, por poner un ejemplo, los numerosos motivos sapienciales que aparecen en las Odas no tienen por qué derivar siempre de la componente gnómica —la fase primitiva de la filosofía de la vida— presente en la lírica griega desde sus orígenes, sino que en bastantes casos «reflejan el espíritu ilustrado de la filosofía moral helenística[132]».

Las Odas en la carrera literaria de Horacio

En nuestra Introducción general (véanse supra las págs. 34 s.) ya hemos dicho bastante sobre la cronología de las Odas[133]. Baste, pues, con recordar ahora que la primera entrega de las mismas, la formada por los libros I-III, con un total de 88 poemas, de muy desigual extensión y de no menos desigual distribución entre los libros[134], debió de publicarse en el año 23 a. C., Por entonces Horacio ya era un talento reconocido por la crítica y por los círculos que presidían la vida literaria de Roma gracias a la publicación de sus dos libros de Sátiras (c. 35 y c. 30 a. C.) y del de los Epodos (c. 30 a. C.). Cabe suponer que dedicó a la composición de los tres primeros libros de las Odas la época que media entre el 30 y el 23 a. C., tal vez «los años más felices de la vida de Horacio[135]». Sin embargo, como también hemos señalado ya, no abundan en la colección las alusiones históricas que nos permitan establecer datos precisos sobre su cronología, salvo en el caso de las llamadas «odas políticas», que sí contienen referencias al contexto contemporáneo, de las cuales procuraremos dar cuenta en las correspondientes notas. Esos tres primeros libros de su obra lírica —como también hemos apuntado ya y veremos luego con más detenimiento— fueron concebidos por Horacio como un corpus unitario: la Oda I 1 tiene función dedicatoria —a Mecenas— de toda la colección, y al mismo tiempo programática, en cuanto que hace saber al lector por qué nuevo camino lo han llamado las musas; y de paso le muestra una especie de tráiler de las aspiraciones de su nueva vocación poética[136]. Por su parte, la Oda III 30, que cierra la colección, asume el carácter de colofón y sphragís («sello») de toda ella, incluyendo un augurio de pervivencia como el que ya Catulo (1, 10) había puesto al frente de su líber.

Ya hemos hablado también de la decepcionante reacción que crítica y público tuvieron ante la aparición de esta primera entrega lírica en la que el poeta había puesto tantas ilusiones, reacción que incluso se cree que lo llevó a renunciar a ese género y a entregarse a un tipo más serio de poesía, el que inicia con el libro I de sus Epístolas. Pero hemos visto asimismo que luego, en la ocasión histórica de los Juegos Seculares del a. 17 a. C., Horacio no pudo sustraerse al requerimiento del propio Augusto de contribuir a ella con una pieza lírica por excelencia: su himno a Apolo y a Diana (Canto Secular). Por entonces, según nos contaba la biografía de Suetonio (8), también cedió a los requerimientos de Príncipe de que cantara en nuevos poemas, líricos —ya que no épicos— las hazañas de sus hijastros Tiberio y Druso frente a las tribus alpinas que estorbaban la comunicación entre Italia y las tierras de la Germania ya conquistada. Horacio lo hizo en el rezagado libro IV. Éste debió de publicarse unos diez años después de los otros tres, entre los años 14 y 12 a. C., y parece dar a entender que el poeta no había abandonado del todo a su musa lírica en los años precedentes, pese a la decisión que anunciaba al comienzo de sus Epístolas (I 1, 10 ss.); incluso «es probable que su carrera poética se acabara con C(armina) 4o, el cual constituyó un monumento tan formidable que ninguna poesía lírica de una frescura y un vigor comparable a la suya se escribiría por más de cuatro siglos, hasta el esplendor del himno cristiano con Ambrosio y Prudencio» (M. J. Putnam, EO I: 298; nosotros creemos que el término de comparación se queda corto).

Temas y motivos

Lo ya dicho sobre los contenidos característicos de las fuentes griegas, confesas o tácitas, de las que el Horacio lírico depende permite hacerse una idea previa de los que vamos a encontramos en las Odas. Sin embargo, al adaptarlos, el poeta no procedió de manera servil, sino que se permitió combinarlos a su gusto e incluso añadir a ellos algún otro de estirpe romana[137].

Comenzando por los grandes temas, vemos que varios de ellos provienen directamente de la lírica monódica griega. Así el de los συμποτικά, los poemas del banquete, de los días de vino y rosas en compañía de los amigos y, eventualmente, de alguna mujer de vida más o menos alegre[138]. Éstos ya eran asuntos predilectos de Alceo y de Anacreonte, pero aún más abundarían en el epigrama helenístico, aunque Horacio, como es sabido, no hace referencia alguna a lo que debía a la poesía griega de esa época[139]. No menos abolengo tenían en la mélica eolia los έρωτικά, los asuntos del amor (incluyendo los παιδικά, «cosas de chicos»). Al respecto del tratamiento que da Horacio a esos temas conviene hacer un par de advertencias. En primer lugar, la de que, aunque no muestra en ningún lugar de su obra prevenciones morales frente a la homosexualidad masculina —y en alguno que otro incluso parece considerarla como cosa normal (cf, A. Perutelli, EO II: 589 ss.)—, es muy posible que bastantes de los pasajes de las Odas en que comparecen esa clase de amores no sean mucho más que un brindis a la tradición literaria, y especialmente a la del alejandrinismo. De manera paralela, seguramente sería erróneo considerar todas y cada una de sus historias de amor por mujeres o con mujeres como testimonios de experiencias personales: los amores o amoríos de los que Horacio nos habla no tienen, en general, el fumus ueritatis, el tono de la auténtica pasión que desde el primer momento percibe el lector de Catulo, de Tibulo o de Propercio. Y es que, según apuntábamos páginas atrás, en cuestiones de amor nuestro poeta tiene algo de voyeur; siguiendo una vez más a Nisbet-Hubbard (1970: XVI), podríamos decir que en esos asuntos «Horacio tiene más bien la mirada del satírico ante la comedia social…»[140].

También hemos aludido a la tradición hímnica, la de alabanza a los dioses y a los héroes, como propia de la lírica eolia. Horacio la continúa en sus Odas, aunque ya en un plano puramente literario, muy alejado de la función que el género había tenido en sus orígenes, en el seno de la religiosidad griega, vinculada a los ritos y mitos de la pólis[141]. En este ámbito de su lírica, lógicamente, la evocación de las grandes sagas de la mito logia clásica asume una función sustantiva, y no la meramente ejemplarizante que, como veremos, tiene en los poemas de carácter sapiencial[142]. En fin, los asuntos políticos y patrióticos constituyen otra caudalosa vena de la inspiración lírica de Horacio. Ya habían ocupado un importante lugar en la de Alceo, el Lesbius ciuis (Od. 132, 5), el aristócrata subversivo que con sus στασιωτικά se había consagrado como implacable debelador de los tiranos (véanse sus frs. 6, 70 y 129, Lobel-Page). Mucho después, y con una actitud diametralmente opuesta, la poesía cortesana helenística, al parecer basándose en la preceptiva retórica de los panegíricos (Nisbet-Hubbard 1970: XVII), proporcionaría precedentes más asimilables a los poetas que, como Horacio, vivían sub umbra potentis amici[143]. Esa forma ilustrada de la tradicional relación romana de clientela seguía siendo bilateral: el poeta disfrutaba del amparo del poderoso y del honor de ser su amigo (O et praesidium et dulce decus meum!, Od. 11, 2), y su protector se lucraba de los duraderos réditos que la fama poética podía comportar («no se muestra más claramente el rostro de los varones ilustres en las estatuas de bronce que sus virtudes y su ánimo en la obra del vate», diría Horacio al propio Augusto en Epi. II 1, 248 ss.). Por lo demás, ya hemos dicho bastante en nuestra Introducción general sobre las actitudes políticas de Horacio, desde aquel civismo a la intemperie con el que, en los Epodos 7 y 16, plantaba cara a sus conciudadanos dispuestos a una nueva guerra civil, hasta su acceso a la condición de «poeta nacional» tras sus «Odas romanas» (III 1-6) y el consiguiente reconocimiento por parte del Príncipe, acreditado por el encargo del Canto Secular.

Ahora hay que volver sobre el ya citado «entrecruzamiento de géneros» que W. Kroll consideraba como propio de la literatura helenística y en especial de la poesía. Fue entonces cuando los géneros arcaicos pasaron a ser los «géneros literarios» de los eruditos[144], y la poesía tendió a hacerse buchmässig, «libresca» (Kroll 1924: 202), lo que, por otra parte, no impidió el surgimiento de poetas de primer orden, como Calimaco. Para nosotros ese fenómeno tiene un interés especial porque nos ayuda a comprender por qué hay una serie de Odas de Horacio que no encajan bien en ninguno de los tipos temáticos tradicionales: en su caso se ha producido una «contaminación deliberada» (Nisbet-Hubbard 1970: XIX) entre dos o más de ellos, y con otros más lejanos.

En efecto, en las Odas encontramos también una serie de temas o tópicos de vario acarreo, que no están tan claramente tipificados como los ya comentados en los géneros poéticos griegos a los que Horacio se adscribe. Así, el de su propia vocación poética (cf. Nisbet-Hubbard 1970: XIX s.): el poeta se presenta ante el lector como un «vate» —solemne palabra latina— o como sacerdote de las musas, capaz de conferir al destinatario o al objeto de su canto una fama imperecedera, ya se trate de una persona, como su amigo Lobo (IV 9), ya de una fuente, como la amable Bandusia (III 13). Y, naturalmente, da por descontado que esa fama lo consagrará a él mismo en la posteridad (cf. II 20, III 30), como pionero latino de su género. Esa poesía metapoética —o, según otros preferirían decir, poetológica—, que Horacio había cultivado ya en sus Sátiras y seguiría cultivando hasta el fina!, en sus Epístolas y especialmente en su Ars Poetica, tenía algunas raíces en Píndaro[145], pero cobró cuerpo en época helenística gracias, sobre todo, a los poemas, como el Yambo 13, en que Calimaco defendió su propia visión del quehacer poético.

También es importante como elemento inspirador de la lírica de Horacio su sentido de la naturaleza, tanto en la dimensión espacial —la del paisaje—, como en la temporal, aspecto que ha sido menos atendido por los estudiosos. Nos referimos a su sensibilidad ante el tiempo meteorológico o astronómico, ante las uices terrae que traen y se llevan las estaciones. El poeta pone en contraste ese rodar, siempre igual y siempre nuevo, de la vida natural con el implacable tiempo lineal que encamina la vida humana hacia su acabamiento, como ya hiciera Catulo (5, 4 ss.). Y con frecuencia saca de allí la conclusión de que es preciso disfrutar del presente —carpe diem— y de lo que nos quede de nuestra precaria vida (cf. I4, I 11, IV 7[146]). Dicho esto, es obvio que el sentido de la naturaleza de Horacio aflora sobre todo en la fruición del paisaje que inspira o decora no pocas de sus Odas; un sentimiento bien avenido con su preferencia, tan epicúrea, por la vida campesina frente a las vanidades e inquietudes de la urbana. A cuento de las raíces griegas de esta marcada inclinación del poeta podríamos comenzar dando la razón a la ingeniosa —aunque a primera vista perogrullesca— observación de Wilkinson (1951: 54) de que «Hasta el s. IV a. C. el campo aparece raramente alabado en su literatura [la de los griegos], simplemente porque el campo estaba por todas partes[147]». En efecto, hubo de ser el auge de la vida ciudadana, e incluso cosmopolita, propio de la época helenística el que estimuló la añoranza de no poca gente de la urbe por sus raíces campesinas, más o menos lejanas, tal como vemos que ocurre en nuestros días. Parece clara la influencia de la poesía bucólica de Teócrito y sus seguidores en la invención del locus amoenus, al que tan a menudo acudirían Virgilio y el propio Horacio[148]. Sin embargo, el caso de nuestro poeta en lo que se refiere a la apreciación del paisaje y de la vida rústica parece ser especial: «Horacio no es más original en ningún otro asunto» (Nisbet-Hubbard 1970: XX); e incluso «… parece haber sido el primer poeta europeo que de manera persistente vincula el encanto del campo con una localidad específica y determinada», con lo cual «[su] finca en la Sabina introduce un nuevo modo de pensar en la literatura europea» (ibid.: XXI[149]).

Como nos recuerda Wilkinson (1951: 53), los dedicatarios o destinatarios de las obras de Horacio son más de treinta; digamos que, al menos, otros tantos amigos. Y, en efecto, se cree que el poeta, no se sabe si por una reacción compensatoria frente a las carencias afectivas derivadas de su impenitente celibato[150], fue hombre de muchas y buenas amistades, de entre las cuales ya hemos aludido a las que compartían con él los favores de Mecenas. Por lo demás, no es de extrañar que uno de los grandes valores que aparecen en la obra de un poeta que era seguidor de Epicuro y que, años atrás, había declarado: «Nada compararía yo a un amigo querido, estando en mis cabales» (Sát. I 5, 44[151]), sea precisamente el de la amistad. Como es natural, Horacio trata con particular afecto a su generoso protector y a resto de los componentes de su círculo[152]; y con visible respeto a los grandes personajes de su tiempo con los que tenía trato pero no tanta confianza: ante todos, a Augusto, y luego a Agripa, Tiberio, Polión, Julo Antonio, Salustio Crispo y otros[153]. Sin embargo, tampoco escatima sus versos al viejo camarada de armas, ya casi olvidado, al que en la vida no parece haberle ido demasiado bien, como es el Pompeyo de II 7; ni al amigo que ha logrado volver indemne de las duras campañas de Hispania, el Númida de II 37; ni a Delio, el turbio personaje al que Mésala Corvino, según Séneca el Viejo (Suas. I 7), llamaba «el acróbata de las guerras civiles[154]». Horacio cuenta entre los más deseables placeres el de acoger o visitar a uno de esos amigos, y compartir con él una buena cena, regada por buenos vinos y amenizada por gratas músicas.

El culto a la amistad que Horacio practica en sus Odas no se refleja sólo en esa amplia nómina de destinatarios que acabamos de comentar, sino también en su afición por sub-géneros poéticos que desde tiempo atrás estaban ligados al tratamiento literario de ese valor humano. Así, el del propempticon o poema de despedida, del que es muestra ejemplar la Oda I 3, compuesta para Virgilio cuando estaba a punto de embarcarse para Grecia[155]. Además, hay que considerar el de la inuitatio (I 20, III 29, etc.), en el que el poeta llama a algún amigo a participar de las alegrías del simposio, con lo que ya desembocamos en la vieja tradición temática con la que iniciábamos este inventario.

Hay, en fin, una serie de temas y tópicos que afloran en las Odas con frecuencia y relieve variables, y que parecen tener como común denominador un carácter sapiencial. Se trata de ideas concernientes a la filosofía de la vida (y de la muerte), que pueden derivar ya del acervo gnómico de la poesía griega arcaica, ya de la ilustración filosófica helenística aludida anteriormente (especialmente de la diatriba cínica y estoica), ya de la sabiduría popular del tiempo, y en particular de la que Horacio había aprendido de su padre. A esas ideas, algunas de las cuales, con mayor o menor razón, han pasado a la posteridad bajo la etiqueta de horacianas, y a hemos aludido al esbozar el perfil ideológico y moral del poeta, por lo que ahora puede ser suficiente recordar las más importantes: lo efímero de la vida humana, siempre acosada por el ineluctable final de la muerte; la consiguiente conveniencia de disfrutar de la vida mientras se pueda; la de mantener, incluso en la virtud, el sano punto medio; la de no apegarse a las riquezas, que se van igual que vienen; la de no ambicionar honores, que a veces paran en desastres; la de vivir la que con términos de Heidegger, aunque con un sentido un tanto diverso, cabría llamar «una existencia auténtica», atenta al rumbo que, dentro de lo posible, cada cual puede dar a la propia vida, sin dejar que lo encandile la prosperidad ni que lo hunda el fracaso[156]. El lector podrá observar también que, conforme a una ancestral tradición de la lírica griega, Horacio ilustra su poesía gnómica con ejemplos míticos que en ocasiones pueden llegar a ser como breves epilios y que incluso llegan a hacer sombra a la parte sapiencial del poema, con respecto a la que se supone que tienen una función meramente instrumental[157].

De todas esas ideas y principios encontrará el lector manifestaciones en las Odas, combinadas con las de los otros grandes temas ya comentados; porque, como de inmediato veremos, pocas de ellas pueden considerarse como monotemáticas: gran parte del arte de su autor consistió, precisamente, en combinar motivos diversos para lograr en cada una de ellas un conjunto tan vario como armónico.

La composición de las Odas

Las de los principios según los que Horacio compuso las Odas y las dispuso en sus libros están entre las cuestiones predominantes en la bibliografía reciente[158]. Es mucho —algunos dirían que demasiado— lo que en los últimos 50 años se ha pensado y escrito sobre ellas, en respuesta a un desafío que su obra lírica, como todas las grandes obras, ha planteado a los estudiosos: presupuesto que todos ven en ella algo que se aproxima al ideal de lo perfecto y que suscita en el lector, incluso en el dilettante, la admiración propia de las reconocidas como clásicas, quedaban por averiguar y por formular de manera racional las claves de esa excelencia. Collinge (1961: VII) planteaba así el desafío: «El entusiasmo ya no es suficiente: quien llama la atención sobre “este poema sublime”, u opina qué “aquí Horacio alcanza la perfección”, y no dice una palabra sobre cómo o por qué, ni ofrece una teoría general de la naturaleza de la poesía y de la composición de Horacio, es pura y simplemente un oscurantista».

En cuanto a la estructura interna de las Odas, cabe señalar ante todo algunos recursos de estilo que el poeta parece haber utilizado para lograr o reforzar la unidad de cada poema. Tal es, el de la antítesis, por medio del cual tiende a oponer entre sí ideas o bloques de sentido, creando una tensión interna que da solidez al conjunto. La antítesis puede expresarse ya mediante construcciones formalizadas, como la subordinación concesiva ola coordinación adversativa, ya mediante la más gráfica del asíndeton, en el que chocan directamente dos contenidos contrarios[159]. Su marcada inclinación por este recurso le ha valido a Horacio la calificación de «el bardo antitético[160]»; y para Collinge (1961: 36), uno de los principios básicos de composición de su lírica, desde el nivel de la frase hasta el del poema completo, es el de «poner de relieve A frente a B[161]». Como un caso particular de antítesis cabría considerar el efecto sorpresa con el que a menudo nos topamos, y del que puede servir como ejemplo el de I 4, 13 ss.: en el plácido escenario del retorno de la primavera, suena de pronto la patada en la puerta con que la muerte llama por igual en las casas de ricos y de pobres; o bien el de I 37, 21 ss., donde Cleopatra, a la que se acaba de calificar de fatale monstrum, pasa de pronto a convertirse en un digno y valeroso ejemplo de grandeza caída[162].

Otro recurso de estilo del que Horado echa mano para dar coherencia a su texto es el de la anáfora (en su sentido retórico de repetición de un término al comienzo de frase, de miembro de frase, o de unidad métrica; no en el propio de la lingüística moderna de referencia a un término precedente del contexto). El poeta parece haberla practicado con especial frecuencia en inicial de versos o de estrofas consecutivas. Dentro de las Odas pueden citarse los ejemplos de I 22, 23 s.: dulce ridentem…/dulce loquentem); II 4 s.: mouit Achillem, /mouit Aiacem (en frontera de estrofa); II 16, 23 s.: odor cenas…/ odor Euro. Un tipo particular de anáfora es la «poliptótica» o, simplemente, poliptoton, en el que la palabra repetida aparece en formas diversas: III 3 5, s.: regum timendorum…/ reges in ipsos[163].

Una ojeada a unas cuantas páginas del texto latino de las Odas basta para percatarse de que al final de bastantes estrofas los editores han puesto puntuación débil o simplemente ninguna. En efecto, el del encabalgamiento es un fenómeno normal en la lírica horaciana, y también puede considerarse como un mecanismo que contribuye a dar unidad al poema[164]. Como es obvio, este recurso permite al autor crear bloques de sentido que trascienden el marco de la estrofa, que no suele pasar de las 40 sílabas[165]. Lo angosto de ese marco resulta evidente cuando el poeta trata de emular la amplitud de los períodos líricos corales, y en particular los de Píndaro, en los que el conjunto de estrofa y antistrofa suele tener unos 15 versos, y en general de extensión bastante mayor que los horacianos[166]. Tal es el caso, por ejemplo, de los epinicios de Druso (IV 4) y de Tiberio (IV 14).

Al respecto de la estructura de las Odas se han formulado muchas y variadas tesis[167]. Naturalmente, dado que el esquema métrico de los poemas está rígidamente preestablecido, las estructuras compositivas de las que aquí cabe tratar conciernen principalmente a los contenidos, a los «bloques de sentido» ya nombrados; aunque haciendo caso aparte de las odas muy breves, que en general pueden considerarse como monotemáticas. No parece viable identificar un modelo constructivo de valor general o predominante, ya sea de estructura bipartita, tripartita, central[168], triádica[169], anular (Ringkomposition[170]) o concéntrica[171]. Cabe hacer mención especial, al menos por la originalidad de los términos en que la presenta, de la propuesta de análisis de F. Cupaiuolo (1967[172]), que identifica en las Odas dos sistemas distintos de disposición del contenido: uno, al que llama «dórico», que se atiene a una arquitectura simétrica, basada en estrofas y en tríadas, y otro, al que llama «jónico», de carácter lineal, que avanza por medio de asociaciones de ideas.

En la idea de proporcionar al lector ejemplos más concretos de la clase de análisis de los que venimos hablando, comentaremos sumariamente dos trabajos contemporáneos[173] y relativamente recientes que nos parecen especialmente dignos de consideración, por lo moderado de sus pretensiones y la objetividad con que abordan los textos.

H. P. Syndikus[174], pese a la autoridad que le da su excelente comentario a las Odas, sólo pretende describir «algunas estructuras» que observa en ellas. En una línea de investigación iniciada por Klingner, examina en primer lugar una serie de piezas en las que a un cuerpo principal de contenido serio sigue un final «muy personal y aparentemente de poco peso». Tal sería el caso del 6 y l9; II l y 4; III l[175], 5, 20, 26 y 29; y IV 6. También siguiendo a Klingner, pero no menos a Pöschl (1991), Syndi kus acota luego un grupo de odas cuyo discurso se va apartando de su contenido o tono inicial, para derivar hacia algo «más o menos opuesto», «pasando en general de un tono angustiado o fuertemente emocional a algo más ligero y amable»; y cita como primer ejemplo el de I 2, que, desde el escenario catastrófico de una inundación y de los agüeros de nuevas guerras civiles, nos lleva al mucho más tranquilo de la Pax Augusta. El mismo cambio de tema y tono observa Syndikus en 19, 13, 24, 27, 31; II 6, 11, 13, 17; y III 14, 17 y 19; pero también puede producirse en sentido contrario, «desde un comienzo ruidoso a un final muy tranquilo», como sería el caso de IV 11 y 13.

Syndikus pasa luego a las que llama «odas de reflexión», al respecto de las cuales declara seguir criterios de análisis ya practicados por Fraenkel. Su característica común es que «arrancan de una situación real, y ligadas a ella están ideas que con frecuencia se alejan mucho del punto de partida». A este «principio constructivo» adscribe las Odas I 3, 37; II 1 y III 11 (con cierta variación en el esquema) y 29. Centrándose en el ejemplo de II 1, dedicada a Polión, hace ver que en principio el tema que parece importarle a Horacio es la historia que está escribiendo su amigo; pero también que luego, tomando pie en ella, pasa a la vidriosa memoria histórica de las guerras civiles, y concluye —una vez más— advirtiendo a su musa que no se encumbre y que vuelva a los placenteros asuntos propios de su lira.

Por último, trata Syndikus de un grupo de odas que responden al bien conocido esquema de la Ringkomposition o «composición en anillo[176]». Es el caso del poema que —en términos coloquiales— se muerde la cola: se inicia y se acaba con un mismo tema. Por supuesto, no ha sido Syndikus el primero en identificar ese principio compositivo en la lírica de Horacio, y por eso empieza con un reconocimiento a sus predecesores en esa línea de investigación. Él se ocupa del que podríamos llamar tipo clásico de la composición anular: aquél en el que «tras una sección inicial viene una segunda parte claramente distinta del principio en tema y en tono, mientras que una tercera parte lleva de nuevo al comienzo del poema». El primer ejemplo que cita es, lógicamente, la primera de las Odas, que Horacio inicia y concluye dirigiéndose a Mecenas, tras divagar entremedias sobre de los modos de vida que no son el suyo. Además, corresponderían a este esquema las Odas I 14, 16 y 32; II 7 y 10; III 25; IV 1, 5 y 14. Y concluye Syndikus su panorámica con dos prudentes e interesantes advertencias: la de que las estructuras examinadas por él no bastan para una clasificación exhaustiva de las Odas, y la de que «la forma en las Odas no es separable; antes bien, está determinada por el contenido de cada poema».

De un tipo particular de Ringkomposition en las Odas trata el estudio de R. J. Tarrant (1995), aparecido en la misma publicación colectiva que el de Syndikus (Harrison 1995: 3249). Se trata de la estructura tripartita que, con un término musical, denomina da capo: un bloque inicial y otro final relacionados por contenido y expresión están separados por uno central de distinto carácter; es decir, responden a una fórmula ABA o, más exactamente, ABA’. Unas doce odas responderían claramente a este esquema[177], mientras otras tantas, al menos, lo recordarían[178]. Sobre uno de los varios ejemplos que pone Tarrant, la Oda I 16 (O matre pulchra), podemos ver con bastante nitidez la realización de la estructura da capo: el bloque A estaría formado por los vv. 1-4; el B por los vv. 5-21; el A’ por los vv. 22-28. En el primero, el poeta habla de los yambos que tanto han molestado a su bella enemiga; en el segundo tenemos un excurso mítico sobre las perniciosas consecuencias de la ira; en el tercero el poeta retoma a sus yambos y a la palinodia con que se retracta de ellos.

Ha habido otros intentos de describir la estructura de las odas que han ido bastante más allá en sus pretensiones, hasta incluir la de la exhaustividad. De entre ellos requiere especial comentario el de N. E. Collinge (1961), cuyo libro consideró Doblhofer (1992: 105) como «la obra de referencia estándar» del período que abarca su bibliografía crítica (1957-1987). Como antes veíamos, Collinge estaba inspirado por el ideal de identificar las estructuras compositivas que hacen de las Odas una obra admirable y admirada, y lo intentó aplicando su principio general de la «técnica del contraste», que consideraba consustancial a la poética horaciana. Las unidades básicas cuyo contraste vertebra la composición de las Odas serían los «bloques de sentido», que «están en una relación estructural mutua dentro de cada oda». Esos bloques estarían determinados exclusivamente por el significado, pues a esos efectos las divisiones estróficas serían irrelevantes, aunque usualmente coincidan con fronteras de sentido. De ahí que Collinge designe a la estrofa horaciana con el italianismo, ya tradicional en inglés, de «stanza», reservando el de «estrofa» para los «bloques de sentido»: «El patrón (“pattem”) es sólo de ideas, expresada en bloques comparables de versos y de ‘estancias’: sólo las ideas producen las formas ‘distrófica’[179] o ‘trádica’» (Collinge 1961: 64). Ahí vemos ya la procedencia de los esquemas con que Collinge pretende analizar las Odas: son los llamados responsivos, propios de la lírica coral, a la que él llama también «formal»; esquemas a los que en el caso de algunas odas también habían recurrido estudiosos anteriores.

En efecto, la característica fundamental de las estructuras corales es, como se sabe, la responsión: en ellas, a una estrofa sigue una antistrofa del mismo metro (seguramente cantada con la misma música y danzada con los mismos pasos), y de similar contenido; el epodo, que completa la estructura triádica, habitual pero no obligatoria, es métricamente distinto, pero también suele versar sobre las mismas ideas. La responsión supone, pues, un demorarse o recrearse en la idea inicialmente presentada; «en sí misma es la negación del avance, y el pensamiento rueda en tomo a sí mismo[180]». La tríada coral suele corresponder, en cuanto a su sentido, a un esquema de «afirmación, antítesis y resolución (o extensión) de las ideas[181]».

Collinge pone un primer ejemplo de responsión de claridad singular, tal vez demasiado singular, según luego veremos: el de la Oda III 9, un diálogo entre el poeta y su amiga Cloe, a cuento de un viejo amor bajo cuyas cenizas, como se comprueba a la postre, aún late el ascua de la pasión. Sus dos primeras estrofas[182] rezan:

Donec gratas eram tibí

nec quisquam potior bracchia candidae

cernid iuuenis dabat,

Personan uigui rege beatior.

'Donec non alia magis

arsisti neque erat Lydia post Chloen,

multi Lydia nominis

Romana uigui clarior Ilia[183].

Ahí tenemos, según Collinge (1961: 58 s.) «un ejemplo claro y preciso», en el que las semejanzas formales subrayan «la disposición estrófica de las ideas», representable por una fórmula «al/a2/blb2/clc2, o bien estr.l/antistr. 1/ estr. 2/ antistr. 2/ estr. 3/ antistr. 3». Un caso tan evidente de responsión, y tan perfectamente ajustado a los esquemas métricos, es, desde luego, excepcional en las Odas, y así lo reconoce el propio Collinge (1961: 59); sin embargo, sostiene que muchas otras muestran «una configuración (“patterning”) similar de las partes del pensamiento», la cual no sena, pues, peculiar de esta composición o del modelo seguido en ella por Horacio. En cuanto a la coincidencia de los bloques de sentido con la estructura métrica que se da en el caso examinado, recalca su idea de que en las Odas «las divisiones métricas… son en sí mismas totalmente irrelevantes para el despliegue del sentido»; las estructuras responsivas serían en ellas una pura cuestión de ideas.

Y pasemos ya a ver cómo Collinge (1961: 67 ss.) aplica sus principios generales al análisis de la estructura de las Odas. En un primer apartado se ocupa de «los modos de expresión del pensamiento empleados separadamente», y dentro de él del esquema de composición más elemental: aquél en el que no hay responsión. Éste sería «el esquema natural para un poeta lírico de la tradición ‘personal’», es decir, mélica, y tendría a su vez dos variantes. Cuando la oda versa en tomo a una sola idea fundamental, su «pensamiento» («thought») es estático. Así, por ejemplo, en I 8 tal idea sería la queja, dirigida a Lidia, de que su amor está arruinando al joven Síbaris, una promesa del atletismo, Esta clase de estructura sería observable en 23 odas, aunque en algunas más claramente que en otras[184]. En cambio, si lo que nos encontramos es «una secuencia de ideas», el diseño de la oda sería de carácter progresivo. Así el caso de II 2, la Oda a Salustio: en ella, la crítica de la avaricia con que se abre el poema y se cierra, en Ringkomposition va seguida de «reflexiones variadas sobre el control del afán de adquirir bienes que irradian un sentido de movimiento…»[185].

La complejidad de la taxonomía de Collinge aumenta, lógicamente, cuando pone en juego el factor que cabe considerar como distintivo de su análisis: el de la responsión. Dentro de los esquemas responsivos distingue cuatro tipos. En primer lugar, el que llama «estrófico», en el que hay «una distribución (‘balance’) de contenido paralelo a las correspondencias métricas del estilo griego formal[186]». Ese esquema es distrófico cuando se articula en pares de estrofa/antistrofa, y triádico si hay un bloque que le sirva de epodo, según el más habitual en la coral griega. El segundo tipo responsivo sena el que Collinge (1961: 77) denomina «patterned», algo así como «modelado», cuyas diferencias con el «estrófico» no alcanzamos a ver claras[187], a no ser que parecen residir en que, dentro de la estructura responsiva, irrumpen de pronto nuevos temas. Así, para la primera de las Odas Romanas (III 1), propone una fórmula x//a/bb///cdfdd//cc/cd, «lo bastante laxa como para encubrir el diseño básico, pero lo bastante estricta como para evitar la sensación de falta de forma[188]». Más claro parece el tercer tipo de estructura responsiva que Collinge propone: el «simétrico», que sería «el grado extremo de la misma». A él adjudica ocho odas[189], de entre las cuales I 22 (Integer uitae) parece mostrar con especial nitidez una fórmula compositiva abccba, en la que la sucesión de los bloques de sentido se reproduce en orden inverso, dando lugar a una forma que podríamos llamar especular. Esa estructura simétrica, según Collinge (1961: 81 s.) tiene una variante en la que «dos secciones externas más breves (con significado interrelacionado, por supuesto…) flanquean a un bloque central más amplio con su propia organización», una estructura que no nos parece distinta de la tradicionalmente llamada Ringkomposition[190]. En fin, la última estructura responsiva que identifica Collinge es la que llama «trenzada» («interwowen»). En efecto, en ella hay dos temas que se entrecruzan y que incluso pueden asumir, más que la forma de bloques de sentido, la de «dos ideas temáticas trenzadas». Así, en 114 (O nauis) los temas serían: A, los peligros que la nave afronta; y B, los recursos con que cuenta (o no cuenta) para afrontarlos. Uno y otro se alternan a intervalos breves: fluctus/ remigio/ malus/ Africo!… También presentaría este esquema compositivo III 24, aunque en ella se mantiene el sistema de bloques[191].

En fin, las cosas se complican todavía más cuando dos «modos de secuencia del pensamiento» aparecen en una misma oda. Así, se pueden encontrar yuxtapuestos dos «pasajes no responsivos», ya sea «estáticos[192]», ya «progresivos[193]»; pero también pueden sucederse en un mismo poema los de los dos tipos[194]. Cabe asimismo la combinación de secciones no responsivas y responsivas, siendo éstas últimas las que más frecuentemente abren los poemas (Coiainge 1961: 87[195]). Y queda aún la más compleja de las posibilidades que Collinge plantea: la de la combinación de dos esquemas responsivos independientes dentro de una misma oda, aunque, para nuestra tranquilidad, parece afectar sólo a tres de ellas[196].

Somos conscientes de que el resumen que hemos hecho de la propuesta de Collinge sobre la composición de las Odas sólo puede ser de utilidad para lectores que tengan en particular interés en tal asunto y que, además, estén dispuestos a cotejar nuestros datos —o, mejor aún, los del propio Collinge— con la realidad de los textos. Sin embargo, como antes decíamos, nos parecía conveniente ofrecer una muestra significativa de los intentos que se han hecho hasta la fecha en esa línea de investigación. Por lo demás, huelga decir que el de Collinge no ha sido el único y que a este respecto cabe decir lo que los críticos textuales dicen ante la multiplicidad de hipótesis: alii alia.

La arquitectura de los libros

Cuestión no menos discutida es la de la manera en que Horacio dispuso las Odas a la hora de publicarlas. Aquí es inevitable recordar la aversión que Fraenkel (1957: 208), sentía hacia las exegesis basadas en las relaciones que una oda pareciera mantener con otra u otras de la colección, aunque no negara que en ella pueda apreciarse un cierto orden: «El lector que olvida que cada oda horaciana es autónoma (“self-contained”), está en riesgo de verse atraído a un cenagal por cualquier fuego fatuo[197]». Sin embargo, son muchos los estudiosos que, aun sin afirmar que la interpretación singular de las odas dependa de su colocación en su libro o grupo de libros, creen que Horacio las dispuso en ellos conforme a unos ciertos criterios[198]. En el plano teórico hay un locus classicus a este respecto: el capítulo «Das

Gedichtbuch» de Kroll (1924: 225 ss.)[199], en el que sostiene que desde la época helenística existía una cierta preceptiva sobre la disposición de las obras en un libro de poesía, ya se tratara de primeras ediciones, ya de la reedición de los grandes modelos antiguos. A decir verdad, de esa preceptiva sólo tenemos formulaciones expresas en textos de limitada extensión y alcance, como los escolios a los clásicos ya consagrados; pero es posible rastrear algunos de sus principios de manera empírica, a partir de las obras conservadas que cabe presumir que se ajustaron a ella, como parece ser el caso de las Odas. Aquí puede bastamos con saber que, en efecto, había unos criterios conforme a los cuales podían organizarse los libros o colecciones de poemas, ya fueran métricamente uniformes, como las Bucólicas de Virgilio, ya polímetros, como los que ahora nos ocupan. Naturalmente, tendremos que considerar separadamente las Odas I-III, publicadas de una vez y seguramente ajustadas a un diseño global, y el libro IV, aparecidas bastantes años después.

En cuanto a los tres primeros libros, parece que no ha lugar a pensar en una ordenación cronológica[200], pero que sí se admite su «carácter unitario[201]». En efecto, hay en ellos indicios de una cierta organización editorial. Para empezar, el ya comentado de que la primera y la última oda de la colección, además del tema de la gloria que aguarda al poeta señalado, comparten el mismo metro (el asclepiadeo I), que no aparece en ninguna otra pieza de la serie y del que por ello cabe pensar que se trata de un ensayo de última hora, surgido de la idea de poner a esta primera entrega lírica un prólogo y un epílogo, además de concordantes, métricamente singulares. Puede decirse, pues, que el conjunto, a primera vista, se atiene al principio de la Ringkomposition. El tema de la fama literaria recurre en la última oda del libro II, en la que el poeta describe su grimosa metamorfosis en cisne, que tanto desagradaba a Fraenkel (1957: 301); y, si siguiendo al mismo Fraenkel (1957: 298), interpretamos la I 38 como una irónica metáfora de la idea que de su propia obra tenía Horacio, resulta que los tres libros están coronados por un epílogo metapoético.

Otro indicio de ordenación premeditada es el que proporcionan las llamadas Paradeoden («Odas de parada»[202]), las nueve primeras del libro I, en las que Horacio despliega ante el lector otros tantos esquemas métricos distintos, de los trece que utilizó en el total de su obra lírica[203]. Ahí es evidente, desde luego, la aplicación del criterio de la «variedad métrica» que Kroll (1925: 226) consideraba propio de la preceptiva helenística.

Un ejemplo distinto de esa variedad nos lo ofrece la serie de las primeras 11 odas del libro II, en las que se alternan los dos metros predilectos del poeta, la estrofa alcaica y la sáfica, y aplicadas por parejas simétricas, como luego veremos, a temas similares. En cambio, no obedece al mismo principio otro de los grandes bloques constructivos reconocibles a primera vista en el conjunto de los tres primeros libros: el del ciclo de las Odas Romanas[204], las seis primeras del libro III, todas ellas en estrofas alcaicas, de dimensiones superiores a la media, de tono solemne y de tema patriótico y moral.

Tampoco parece ser casual la colocación de las odas que tienen destinatarios ilustres[205]. Así, el libro I se abre con las dedicadas a Mecenas, a Augusto, a Virgilio y a Sestio, que había alcanzado por entonces el consulado; y con el intermedio, un tanto discordante, de la oda a Pirra, siguen las dedicadas a Agripa y a Planco. El libro II comienza con las destinadas a Asinio Polión, Salustio Crispo y Delio (personaje, es cierto, de menor cuantía). Por otra parte, se ha hecho observar que el generoso protector de Horacio reaparece en varios otros lugares significativos: es también el dedicatario de la oda que cierra ese libro II (II 20), y de la III 29, «La gran oda a Mecenas» (Póschl 1970: 204 s.), que casi tiene el mismo papel en el suyo, dado que sólo la sigue la que hace de epílogo a toda la colección. Más aún: se ha hecho observar que a Mecenas también se le reserva un «lugar de honor» hacia la mitad de cada uno de los libros: 120, II 12 y III 16 (cf. Minarini, EO II: 283; Santirocco 1986: 150[206]).

Los indicios de disposición programada que hemos visto hasta aquí responden a criterios diversos, entre los cuales parecen especialmente claros el de la uariatio y el de la Ringkomposition o «composición anular[207]». Y cabe decir que este último es el que parece haberse revelado como el más rentable a la hora de llevar el análisis arquitectónico de las Odas a cotas de más alta resolución y, al propio tiempo, de mayor alcance.

Entre las iniciativas que han seguido esa línea de investigación es tan conocida como discutida la de W. Ludwig (1957[208]), quien toma pie en el ya comentado bloque inicial del libro II, con su alternancia de estrofas alcaicas y sáficas, que él estira, al parecer siguiendo a Port[209], hasta incluir la Oda II 12, con lo que el conjunto se abriría con una dedicatoria a Polión y se cerraría con una a Mecenas. Ese ciclo tendría una estructura concéntrica formada en torno a II 6 y II 7, ambas dedicadas a viejos amigos de los que los azares de la vida habían distanciado al poeta, y ambas marcadas por confesiones que parecen hacer de ellas una especie de sphragís o sello personal[210]. En tomo a ese núcleo dedicado a la amistad se ordenarían el resto de la odas del grupo, correspondiéndose simétricamente por pares temáticos: 2 y 10 estarían unidas por los temas filosóficos de la ecuanimidad y moderación; 3 y 11 por el del carpe diera, en tanto que los pares de asunto amatorio estarían relacionados de manera quiástica (es decir, cruzada): 5 y 8 presentarían «figuras complementarias», dado que «Lálage tiene demasiados amantes y Barina ninguno», mientras que 4 y 9 proporcionan «consejos amorosos[211]».

Pero el intento de Ludwig va más lejos, pues en torno a ese bloque pretende articular todo el conjunto de Odas I-III. Para ello echa mano de simetrías numéricas como las que bastantes años atrás había aplicado Maury al análisis de las Bucólicas virgilianas, con resultados tan vistosos como controvertidos[212]. En este caso, la búsqueda de correspondencias obliga a saltarse los límites entre los libros: Ludwig sostiene que a la distribución asimétrica de las Odas entre los tres primeros (a saber, 38-20-30), subyace otra más equilibrada, en la que al bloque nuclear formado por III 1-12 preceden y siguen otros dos formados por 38 poemas cada uno.

Menos pretensiones parecen tener los análisis de J. Perret (1959:103 ss.), que también arrancan del ciclo inicial del libro II. En su opinión, las odas dedicadas a Polión y a Mecenas (II 1 y II 12) marcan respectivamente el inicio de sus dos mitades, constituidas por un número casi igual de versos (288 y 284). Según Perret, «la arquitectura de la primera parte es bien visible», ante todo en razón de la alternancia de esquemas alcaicos y sáficos, pero también de una agrupación de las odas en pares sucesivos de igual tema que, a su vez, se corresponden con pares simétricamente opuestos. Así, II 2 y 3 contienen consejos morales; II 4 y 5 tratan de amor; II 6 y 7 de la amistad; y, en orden inverso, II 8 y 9 del amor, y II 9 y 11 de consejos morales. Menos clara está para Perret la arquitectura de la segunda parte de ese libro, a falta de un soporte métrico. Ello no lo disuade de proponer un esquema basado en los contenidos, que también parece responder a una disposición simétrica o concéntrica: II 13 y 14 tratan de la muerte del poeta; II 15 del afán de construir lujosos jardines; II 16 del otium («la tranquilidad»), II 17 de la amistad, II 18 del afán de lujo y, en fin, II 19 y 20 del afán de inmortalidad del vate. En ambas mitades, pues, el núcleo estaría constituido por el tema de la amistad.

Perret también sometió a análisis aritmológico el libro III. Hace observar que en él el ciclo indiscutido de las Odas Romanas tiene el mismo número de versos (336) que los conjuntos de las Odas 7-19 y 20-30. Esto evidenciaría un deseo del poeta de evitar el desequilibrio que el «pórtico monumental» de las Odas Romanas podrían producir en el libro[213], que es el de mayor extensión. De la disposición de esas odas singulares se ocupa luego Perret con un grado de detalle que no podemos recoger aquí; pero sí lo haremos con su conclusión: «No se puede decir, pues, que no haya orden alguno en la colección de las Odas, o solamente, lo que vendría a ser lo mismo, un simple deseo de variedad. Al comparar libro con libro, se ve que el libro II, cuya composición es más rigurosa, se opone a la vez a los libros I y III, más inciertos en este aspecto. Pero hay también más diversidad en la métrica y en la inspiración de los libros I y III; el libro II, más austero, más dedicado a pensamientos morales, está sin duda en el centro» (Perret 1959: 108).

Collinge (1961: 36 ss.) no se muestra tan innovador en la cuestión de la arquitectura de los libros líricos de Horacio como hemos visto que hacía en la de la composición de las odas[214]. En cambio, es de reconocer el esfuerzo que a ese respecto hizo la latinista norteamericana H. Dettmer (1983), al margen de la valoración que se haga de sus conclusiones. Siguiendo los principios teóricos del llamado «New Criticism», pero con un buen conocimiento de la bibliografía especializada precedente y de los textos de Horacio, Dettmer elaboró el que quizá es el estudio de mayores ambiciones sobre la organización del conjunto de Odas I-III. Partiendo de los casos en que es claro que Horacio aplicó la Ringkomposition (y de algunas de las simetrías numéricas que los estudiosos ya habían señalado), Dettmer trata de demostrar que ese principio es la clave estructural de toda la colección, que respondería a un esquema anular y concéntrico de pares simétricos de odas, relacionadas entre sí por las semejanzas métricas y/o los paralelismos y contrastes temáticos (concretamente, en el conjunto de los tres libros habría «trece ciclos consecutivos», Dettmer 1983: 134). Como es obvio, el más externo y distanciado de los pares sería el bien conocido que forman I 1 y III 30, mientras que II 6 y 7 —algo que ya nos suena— formarían el núcleo de la colección. Ahora bien, Dettmer no simplifica las cosas para lograr un esquema, por sencillo, más convincente: para cuadrarlas debidamente, distingue entre un outer-ring, formado por los pares simétricos cuyos miembros dejan en medio el núcleo central (por ejemplo, I 24 y III 7, al igual que los ya citados I 1 y III 30), y varios inner-rings intercalados entre los externos y formados a su vez por pares concéntricos de poemas mucho más próximos entre sí (por ejemplo, I 30 y I 38), situados los dos a un lado o al otro del núcleo central. Éstos ciclos o anillos internos provocan algunas excepciones en la simetría ideal del conjunto. En efecto, habría un sólo uno en la primera mitad de la colección (I 30-38), a su vez internamente organizado de manera anular, pero dos en la segunda, abarcados, respectivamente, por II 13 y 20 y por III 1 y 6; aparte de que en alguno de los pares uno de los términos estaría constituido no por un solo poema, sino por dos. En cambio, Dettmer (1986: 527 ss.) logra ajustar de manera bastante vistosa las simetrías numéricas resultantes de sus ciclos, lo que en sí mismo tampoco es un argumento para darlos por buenos.

En cuanto al libro ya aludido de Santirocco (1986), aparte de actualizar la entonces communis doctrina sobre la disposición de los libros de poesía, y tras aceptar con cierta reserva los análisis de Ludwig (1957), suscribe su tesis de que el bloque II 1-12 tiene un papel fundamental como centro en tomo al que se articula la colección, al igual que las odas más o menos centrales dedicadas a Mecenas contribuirían a articular cada uno de los libros. Entiende, no obstante, que «al igual que estos precedentes [scil.: las colecciones poéticas helenísticas y romanas republicanas], las Odas no parecen estar estructuradas según un principio único de organización» (Santirocco 1986: 169). Como casi todos los estudiosos, Santirocco reconoce que el libro I es el más diverso en todos los sentidos y el II el más unitario. En éste, además de los dos bloques concéntricos ya señalados por Ludwig, Perret y Dettmer, cree reconocer un tercero, formado por II 7-13, que se solaparía con aquéllos y situaría en su centro (II 10) el tema capital de la aurea mediocritas, tan adecuado para ese lugar. En cuanto al conjunto de los tres libros, aparte de secuencias o correspondencias menos claras, Santirocco subraya el papel de las odas dedicadas a Mecenas como elemento estructural. Y aunque reconoce los «insatisfactorios resultados» a los que a menudo ha llevado la «numerología» (término híbrido que convendría desterrar), reincide en el procedimiento recordándonos que la más larga de las odas, III 4, «está rodeada por dos masas de igual longitud», dado que III 2-3 por una parte y III 5-6 por otra suman también 104 versos (Santirocco 1986: 172). Ahora bien, por encima de esos mecanismos más elementales de interrelación, Santirocco sostiene que las odas están dispuestas en sus libros conforme a uno de entre tres principios posibles: al de la uariatio, puramente negativo (evitación de la monotonía); o bien, a uno de dos de carácter positivo que recuerdan a los que Collinge proponía sobre la composición de los poemas: un modelo («patterning») estático, ya de tipo «enmarcado» (ABBA), ya intercalado («interlocked») (ABAB); o bien un modelo dinámico (ABCD), que parece ser el más abundante y significativo (Santirocco 1986: loc. cit). En fin, también aborda Santirocco la cuestión de la importancia de la disposición de las odas para la interpretación de las mismas. La colección sería «una unidad en la diversidad» —denominación que tampoco suena muy original—, en la que, en contra del parecer de Fraenkel ya recogido más arriba, y siguiendo el de T. S. Eliot al respecto de alguna de sus propias obras, llega a decir que, aunque las Odas no constituyen un único poema, su grado de unidad las aproxima a semejante condición (Santirocco 1986: 175).

Según se ve, queda descolgada de estos análisis, como una especie de cenicienta de la lírica horaciana, la tardía entrega del libro IV, que, en efecto, ha sido menos atendido por la bibliografía moderna que los anteriores (cf. M. C. J. Putnam, EO I: 294). Fraenkel (1957: 409) opinaba que «de las obras poéticas conservadas de este período ninguna muestra una disposición tan refinada[215]»; y aunque, como se sabe, era poco dado a investigaciones arquitectónicas, sostuvo que la oda IV 8 (Donaran pateras), a la que le serviría de introducción la 7, había sido colocada por Horacio en medio del libro para dar relevancia a un poema que le parecía digno de ella, al igual que había reservado el lugar central de varias odas para las ideas capitales expuestas en las mismas (Fraenkel 1957: 419, 421 s.). Y, en efecto, parece que IV 8 puede considerarse como el núcleo en tomo al que se articula el libro: trata el tema del poder de la poesía lírica para conferir la inmortalidad a los personajes cantados por ella, y lo hace con «un metro lapidario» (Putnam, EO I: 296), el asclepiadeo I, que sólo comparte con I 1 y en III 30, prólogo y epílogo del conjunto de los libros I-III, en los cuales comparece un tema no muy distinto: el de la inmortalidad del propio poeta[216]. Además, la oda IV 7, en la que recurre el tema de la muerte en contraste con el de la primavera, como en I 4 (y en un metro afín), serviría de prólogo al poema central, que precisamente señala una vía por la que los grandes hombres superan lo efímero de su humana condición.

Parece ser un estudio de Putnam (1986) el que ha llevado más lejos el análisis de la estructura del libro IV[217]. Lo considera dividido en cinco tríadas temáticas, presupuesto que como tema capital del conjunto el de la capacidad de Roma para renovarse (tan expreso en IV 4, el epinicio de Druso). Las tríadas de Putnam se estructuran en tomo a ciertos temas o símbolos: la primera (1-3) está presidida por la imagen del cisne, que, en efecto, aparece en las tres odas (como ave de Venus, como imagen de Píndaro y como prototipo de ave cantora); la segunda (4-6) se agruparía en tomo a la figura de Apolo, de su protegido Augusto y de la paz instaurada por éste; la tercera (7-9) versaría sobre a la inmortalidad ligada a la poesía; la cuarta (10-12) estaría constituida por «festivity’s musics[218]», y la quinta (13-15) por composiciones agrupadles bajo el lema de «magia y canto[219]». Doblhofer (1992: 104) concluye que la manera un tanto forzada en que Putnam ajusta sus tríadas hace de él «un abogado poco afortunado de la unidad del libro IV de las Odas».

El lector habrá podido comprobar que el casi general acuerdo sobre la razonable presunción de que Horacio dispuso las Odas en sus libros según unos ciertos criterios se desdibuja a medida que los intérpretes tratan de profundizar en sus análisis hasta llegar, en algunos casos, a propuestas globales, e incluso exhaustivas, que no es fácil convalidar al contrastarlas con los presupuestos comúnmente admitidos y con la compleja realidad de los textos. Como suele ocurrir en tantas otras situaciones, es probable que todos esos intentos tengan su parte de razón; pero no parece que ninguno de ellos haya dado con la claves ocultas del arte de Horacio. Esas claves, si existen, dependen también de otros factores, a los que ahora hemos de dedicar nuestra atención.

Lengua y estilo

Fr. Nietzsche, que en sus mejores años fue filólogo clásico, dedicó a las Odas un lapidario juicio que es de rigor evocar al tratar de su lengua y de su estilo: «Hasta hoy no he experimentado con ningún poeta la misma fascinación artística que desde el primer momento he sentido con una oda horaciana. En ciertas lenguas no se puede pretender ni por una vez lo que aquí se ha alcanzado. Ese mosaico de palabras en el que cada palabra —como sonido, como lugar, como concepto— irradia su fuerza hacia derecha e izquierda y sobre la totalidad; ese mínimo en la extensión y en el numero de los signos, ese máximo en la energía de los signos que con él se logra —todo eso es romano y, si se me quiere creer, noble por excelencia. Frente a eso, todo el resto de la poesía se convierte en algo demasiado popular— en una mera verbosidad sentimental… A los griegos no les debo en ningún caso una impresión de una fuerza semejante[220]». Ciertamente, Nietzsche no pretendía analizar en esa ocasión la lengua poética del Horacio lírico; pero sí dejó claro que en la manera en que el poeta había escogido y dispuesto las palabras veía una clave fundamental de la fascinación que a él, como a tantos otros antiguos y modernos, le había producido la lectura de las Odas[221].

No es el de una traducción, y menos el de una en prosa, el marco más adecuado para apreciar los rasgos propios de la lengua y estilo de un poeta antiguo; pero siendo costumbre de esta colección hacerlo en la medida en que tales circunstancias lo permitan, intentaremos proporcionar al lector una somera idea de esos rasgos. Para empezar, recordemos que Horacio tenía a sus espaldas dos siglos de poesía latina inspirada en modelos griegos[222]. Esa tradición había ido forjando un cierto lenguaje poético; y aunque la lírica se hubiera incorporado un poco tarde a ella, la generación de los poetae noui, había sentado ciertos precedentes también a su respecto. Pese a ello, no parece ser mucho lo que la lengua y estilo de las Odas deben a los poetas romanos anteriores y en particular a Catulo y sus colegas. Así, frente al docto, e incluso rebuscado culteranismo que aquéllos habían practicado, Horacio mostró una clara inclinación hacia los propria uerba, las palabras del léxico común de su tiempo. La clave de esa inclinación puede estar en su afán de seguir de cerca el estilo de su modelo máximo, Alceo[223]. Esto puede parecer contrario a lo que ya hemos visto que opinaba, unos cien años después, el retórico Quintiliano (I.O. X I, 96), de que Horacio se distinguía por ser uerbis felicissime audax, es decir, «atrevido en su vocabulario, con los más brillantes resultados»; pero es muy posible que esa audacia que Quintiliano veía en la lengua de nuestro poeta consistiera precisamente en su manifiesta independencia con respecto a la lengua poética ya cristalizada en sus tiempos.

Siguiendo a Waszink (1972: 292), propondremos un ejemplo elocuente: el de una estrofa del epinicio de Druso (Od. IV 4, 2932), que cabe considerar como una muestra del Horacio más pindárico, es decir, del que adopta un tono más solemne y elevado:

Fortes creantur fortibus et bonis:

est in iuuencis, est in equis patrum

uirtus ñeque imbellem feroces

progenerant aquilae columbam[224].

En esos versos —nos dice Waszink— no encontramos ni una palabra que quepa calificar de «poética» en el sentido en el que había empleado el término el conocido estudio de Axelson (1945[225]) sobre las «palabras no-poéticas» en latín. Estamos ante términos comunes en el latín de la época, y además organizados sin mayor exhibición de recursos de estilo. Sin embargo, con ellos logra Horacio aproximarse a la serena grandeza de Píndaro. «Lo característico del estilo maduro de las Odas es precisamente el evitar el material ya disponible del sermo poeticus, del vocabulario usado desde largo tiempo atrás por los poetas romanos (y que por ello muestra una mayor frecuencia en las estadísticas». Y es que «Horacio quiere crear un género nuevo a partir de elementos ‘usuales’ que en la nueva estructura pierden su cotidianidad» (Waszink 1972: 293). Las Odas, pues, no están escritas en una lengua rebuscada o críptica. La ardua tarea de adaptar al latín los metros eolios Horacio la llevó a cabo echando mano preferentemente de términos del común caudal de su tiempo, que combinó de manera que su claridad de expresión se convirtiera en proverbial[226]. En palabras de Nisbet-Hubbard (1970: XXII), «quizá más que ningún otro de los poetas augústeos, Horacio escribe en latín». Al respecto de ésa su preferencia por el léxico habitual, frente al rebuscamiento de los poetae noui —característica que comparte con Virgilio—, se ha pensado también que, además de su deuda ya citada con Alceo, puede deberse a una voluntad de hacer llegar su mensaje poético al común de la gente, complaciendo los deseos de Augusto[227].

Descendiendo a los detalles, cabe observar el moderado empleo que el Horacio lírico hizo de los arcaísmos, las glossae, que la preceptiva griega y la práctica latina precedente habían consagrado como recurso propio de la dicción poética; actitud que incluso le ha valido un reproche de Nisbet-Hubbard (1970: 367): «Horacio no estimaba el latín arcaico tanto como debía haber hecho[228]». También para la forja de neologismos tenían los poetas cierta licencia, de la que los latinos arcaicos usaron liberalmente. Horacio había sentado a este respecto una doctrina a la que parece haberse atenido en las Odas: «Además, las nuevas palabras y las recién acuñadas tendrán crédito si dimanan de fuente griega, prudentemente derivadas» (A. P. 52 s.). En efecto, parece haberse mostrado aún más recatado en este campo, limitándose a una serie de calcos léxicos del griego como, en III 20, 3, inaudax (átolmos), en I 13, 18, inruptus (árrhektos), en IV 2, 55 iuuenesco (neanízó), en II 2, 23, inretorto oculo (ametástrepti). Y cuando el exacto calco semántico hubiera llevado a crear una palabra latina de dimensiones excesivas (un sesquipedale uerbum, como él mismo diría[229]), Horacio no duda en adaptar el original griego de una manera perifrástica; así, en I 2, 2 s., recoge el original pindárico Día phoinikos-terópan (OI. 9, 10: «Zeus, el del rayo de púrpura»), por medio del aproximado circunloquio pater… rubente dextera (Waszink 1972: 294 s.; cf. Muecke, EO II: 774 s.).

Tampoco en la gramática presenta la lírica de Horacio desviaciones llamativas con respecto al uso literario de su tiempo, y en particular al propio del llamado «estilo medio», el de los elegiacos y las Bucólicas y Geórgicas de Virgilio, frente al «sublime» de la Eneida[230]. Esto no significa que su lengua no haya proporcionado a los filólogos un amplio campo de trabajo. Como ya puede suponerse, el Verszwang —la exigencia o conveniencia métrica, especialmente estricta en los ritmos eolios[231]— llevó al poeta a echar mano más de una vez de los alomorfos que la lengua ponía a su disposición; así, por ejemplo, de los genitivos de plural en -um para los participios de presente, frente a los más regulares en -ium, que también Virgilio deja de lado, precisamente por el mal acomodo que tienen en el ritmo dactílico (cf. Muecke, EO II: 758).

La claridad que se considera típica de Horacio no se ve empañada en las Odas por anomalías sintácticas; pero sí podemos observar ciertos usos que cabe considerar como característicos. Tal es el caso de su notoria libertad en el empleo del infinitivo. También Virgilio se mostró innovador en ese punto; pero más lejos fue Horacio al utilizarlo como complemento de adjetivos de toda suerte. Partiendo, tal vez, de modelos griegos, y tomando pie en los participios de verbos que regían infinitivo[232], ya había hecho uso en las Sátiras de ese recurso, que favorecía la concisión propia de la expresión poética y el ajuste del texto al metro; pero en su obra lírica se valió de él con especial soltura, hasta llegar a construcciones tan audaces como nimium lubricus aspici («peligro excesivo para quien lo mire», Od. I 19, 8; cf. Waszink 1972: 297) o niueus uideri (literalmente, «blanco como la nieve al mirarlo[233]», Od. IV 2, 59).

En cuanto a la estructura de la frase, bueno será recordar de nuevo el juicio de Fraenkel (1957: 251 n. 6) de que «el poeta maduro de las Odas estaba habituado a emplear construcciones exentas de ambigüedad». Entre las particularidades que, con todo, cabe señalar, y atribuir también al afán de concisión, está la de la marcada preferencia por las construcciones de participio cuando éstas pueden sustituir a una subordinada propiamente dicha (fundamentalmente, a una relativa o a una temporal). Entre esos empleos es de destacar el de los participios deponentes, capaces de suplir la notoria falta de un participio presente activo en latín (pollicitus meliora, «(tú), que mejores cosas prometías», Od. I 29, 16), y la del llamado «de futuro» con valor modal potencial e incluso irreal (Septimi, Gadis aditure mecum… «Septimio, que conmigo irías hasta Gades…», Od. II 6,1).

Al hablar de la lengua y el estilo de las Odas es habitual recordar lo que el propio poeta escribió acerca de la callida iunctura (A.P. 47 s.), la «combinación ingeniosa», capaz de dar un brillo nuevo a una palabra desgastada por el uso. Sin embargo, puede decirse que a la hora de definir exactamente ese recurso y de identificar en los textos sus manifestaciones, los estudiosos andan a tientas[234]. Suponiendo que la clave de la cuestión reside en la conciencia o sensibilidad que los propios antiguos tuvieran sobre los límites de cada nivel de estilo, Waszink (1972: 296) sospecha, con visible resignación, que «los contemporáneos de Horacio podían constatar en las Odas más casos de callida iunctura de lo que hoy es posible para nosotros». Aun así, no deja de señalar un par de tipos de combinaciones inusuales de palabras que, a su parecer, ha lugar a considerar en este punto. Ante todo, el representado por la descripción estrictamente literal, mediante los propria uerba disponibles, «de un objeto inusual o insuficientemente advertido por lo general». Puede tratarse ya de algo extraordinario, como en el caso ya aludido de la rubente dextera de Júpiter («su diestra enrojecida» por el rayo de Od. 12, 2 s.), ya de algo conocido pero que resulta «redescubierto» por la «descripción gráfica» de la que es objeto: tal sería el caso del sordidum flammae trepidant rotantes / uertice fumum de Od. IV 11, 11 s. («las llamas se agitan volteando en su cresta el negro humo»). El otro posible tipo de callida iunctura que Waszink aduce, y a nuestro entender con extraordinario acierto, es aquel en que la inhabitual unión de dos palabras genera automáticamente una metáfora, por consistir habitualmente en la atribución de cualidades humanas a seres inanimados (es decir, en lo que la retórica llamaba fictio personae o prosopoeia). Tal sería el caso, entre otros, de Od. IV 11, 6 ss.: ara… auet immolato /spargier aguo («el ara… ansia que la sangre del cordero inmolado la rocíe»).

Otro capítulo obligado al tratar de la lengua y estilo de las Odas es el de su orden de palabras. Según puede presumirse, Horacio se valió en este punto de las amplias facilidades que una lengua tan flexiva como el latín[235] le daba a la hora de combinarlas, ya con vistas a acomodarlas en sus esquemas métricos, ya para lograr especiales efectos estéticos. Incluso se ha estimado que ahí reside «la esencia del estilo lírico de Horacio» (Muecke, EO II: 778). El hecho principal a reseñar es que nos encontramos con «numerosos casos de una ordenación complicada» (Waszink 1972: 297; cf. Wilkinson 1985: 220), algunos de los cuales también podrían ser anotados en la cuenta de la callida iunctura. Un ejemplo clásico podría ser el de Od. 19,21 s.:

nunc et latentis proditor intumo

gratus puellae risas ab angulo[236],

donde van por delante tres adjetivos (latentis proditor intumo) que determinan a tres nombres que, en orden correlativo, aparecen en el verso siguiente (puellae risas…angulo). Este orden, dislocado con respecto al más común, propicia, desde luego, el ajuste del texto al esquema métrico elegido; pero no por ello deja de ser un brillante recurso de estilo en el que la serie inicial, al modo de una primera salva de fuegos artificiales, anuncia todo lo que queda por ver en el verso siguiente. Y en la última estrofa de la oda a Pirra (I 5), para muchos «la quintaesencia del arte horaciano» (Wilkinson 1985: 219), también podemos observar una estudiada disposición de los pares de nombre-adjetivo, que a continuación señalamos indicando con números entre paréntesis las correspondientes concordancias[237]:

… me tabula (1) sacer (2)

uotiua (1) parles (2) indicat uuida (3)

suspendisse potenti (4)

vestimenta (3) maris deo (4[238]).

En más de un punto de lo dicho hasta ahora hemos traspasado los límites entre gramática y estilística, por lo demás no

siempre claros. Para concluir esta reseña, aludiremos a algunos rasgos del arte verbal de Horacio que ya parecen claramente pertinentes al ámbito del estilo y por ello mismo más sujetos a apreciaciones personales.

Waszink (1972: 299 s.), partiendo de su idea de que Horacio tiende a plasmar en imágenes concretas los temas capitales de sus Odas\ y recogiendo ideas ya formuladas por J. Smerka[239], subraya el hecho de que muestre una clara preferencia por la expresión nominal frente a la verbal; es decir, que, más que narrar, describe[240]. Este rasgo, anota Waszink citando a L. Spitzer, es propio de un estilo impresionista, «que copia las cosas», en tanto que la preferencia por el verbo lo es del expresionista, «que ve en ellas el movimiento humano». Por su parte, Wilkinson (1951: 134 ss.) hizo ver en su día que el estilo de Horacio, al igual que el de Virgilio, revela ya una formación retórica que todavía no se percibe en el de los poetas de la generación precedente, Lucrecio y Catulo. En efecto, tanto Virgilio como Horacio practican ya el llamado estilo periódico, que hasta entonces era un artificio propio del género oratorio. Ese estilo, en la forma en que había sido enseñado y practicado en Roma por Cicerón, que a su vez seguía la preceptiva griega, mostraba cómo construir las frases conforme a unos ciertos principios de extensión y de equilibrio. Así, el propio Cicerón (Orador 222; cf. Del orador III 181), atento a una exigencia obvia del discurso oral, la de la necesidad de tomar aliento, había prescrito que el período no debía exceder de la dimensión equivalente a la de cuatro versos hexámetros[241]. Además, el período debía mostrar un cierto equilibrio entre sus partes, lo que no supone sin más una simetría (isocolia) de los miembros de frase, sino también, llegado el caso, una calculada disimetría como la que supone la llamada «ley de los miembros crecientes[242]», según la cual el sintagma que remata un período paralelístico debe exceder en extensión a los que lo preceden. Así procedió Horacio, por ejemplo —y según hace notar Wilkinson (1951: 136)— en el comienzo de su Oda I 21:

Dianam tenerae dicite uirgines,

intonsun pueri dicite Cynthium,

Latonamque supremo

dilectam penitus Ioui[243]

Según puede verse, el poeta emplea ahí un período trimembre, lo que los expertos llamaban un tricolon, pero en este caso abundans: su miembro final, que se inicia con Latonamque, supera claramente en extensión a los dos precedentes, proporcionando una coda que remata cumplidamente el conjunto[244].

Como es sabido, los mecanismos rítmicos basados en las recurrencias fónicas, de los que puede considerarse como muestra principal la rima de la poesía medieval y moderna, no son relevantes en la versificación latina antigua, basada, como la griega, en la cantidad silábica y, en los metros líricos, también en el isosilabismo de los versos. Sin embargo, como artificios ocasionales de estilo, esas recurrencias, y sobre todo la aliteración, jugaron un papel importante en la poesía latina primitiva. Ni Horacio ni sus coetáneos echaron mano de esa clase de recursos con la libertad con que lo habían hecho sus predecesores arcaicos[245], pero podemos encontrar en sus versos muestras de los mismos, que en algunos casos son el resultado de recurrencias de más alto nivel lingüístico. En efecto, los paralelismos sintácticos, que también cabe imputar a la cuenta de la simetría periódica, comportaban con frecuencia paralelismos morfológicos que, a su vez, se traducían en los ecos fonéticos que habitualmente llamamos asonancias[246]. A este respecto es ilustrativo el ejemplo que Wilkinson (1951: 137) toma de la primera de las composiciones líricas de Horacio (Od. I 1, 6 ss.), en el que la asonancia se da entre los finales de hemistiquio de cada verso:

terrarum dóminos euehit ad deos;

hunc, si mobilium turba Quiritium

certat tergeminis tollere honoribus;

illum, si proprio condidit horreo

quidquid de Lybicis uerritur areis[247];

algo que no es de extrañar en una oda que se iniciaba con el verso

Maecenas atauis edite regibus,

formado por dos pares vocativo y ablativo correlativamente concertados y paralelamente dispuestos.

Ya hemos dicho algo sobre el empleo que hace Horacio de otras figuras poéticas y retóricas, tanto de forma como de sentido, al tratar ya de sus artificios de cohesión (caso de la antítesis, la anáfora o el encabalgamiento), ya de los que, en busca de la callida iunctura, generan metáforas. Mucho más podríamos decir a este respecto; pero también mucho más de lo que ha lugar a decir en el marco de estas páginas, por lo que sólo nos queda el recurso de remitir al lector interesado a la mejor bibliografía disponible[248], en la esperanza de que en ella, y con la ayuda de lo aquí dicho, alcance a ver y a degustar aquel seductor «mosaico de palabras» que Nietzsche veía en las Odas de Horacio.

La métrica de las Odas

Se hace difícil escribir sobre el numerosas Horatius, el poeta de los múltiples ritmos, que decía Ovidio (Trist. IV 10, 49), sin hacer una referencia a la compleja y exquisita obra de arte que su métrica pone ante nuestros ojos; y ello aunque sea a cuento de una traducción, y escrita en prosa[249].

La versificación latina antigua, al igual que la griega, de la que deriva, tiene como elemento ritmógeno fundamental la cantidad silábica: el contraste entre silabas largas y breves[250]. Esa oposición no era un hecho poético, sino lingüístico: no habría dejado de existir aunque nunca se hubiera escrito un verso cuantitativo en griego o en latín[251]. Sobre la base común de la cantidad silábica, la poesía griega, y tras ella la latina, desarrolló dos sistemas fundamentales de versificación. El principal, y más conocido, es el de la versificación «por pies» o katà métron («por metros»[252]), en el que el verso está formado por la repetición de grupos predeterminados de entre dos y cuatro sílabas largas y breves; así, por ejemplo, el hexámetro dactílico —el verso épico— repite seis veces el pie llamado dáctilo, formado por una sílaba larga seguida de dos breves. La de la métrica «por pies» era, pues, una versificación de período corto, dado que ya dentro del propio verso se producía la sensación de recurrencia que es la esencia del ritmo y de la versificación. Era también, naturalmente, una versificación isocrónica, puesto que, en principio[253], todos los versos tenían una cantidad predeterminada de moras[254]; pero no era isosilábica, porque esa extensión métrica podía alcanzarse por medio de un número variable de sílabas[255].

Al lado del sistema katà métron, el predominante, nos encontramos en la versificación griega y latina con otro distinto, de muy diverso origen y de mayor interés para el estudioso de la lírica horaciana[256]: el sistema silábico-cuantítativo, en el que comparece como principio fundamental, al lado del de la cantidad silábica, el del isosilabismo. Es el propio de la versificación lírica de los poetas eolios que Horacio imitó en la mayor parte de sus Odas. El isosilabismo de la métrica eolia era, en términos saussureanos, paradigmático, no sintagmático: no consistía en que todos los versos de un poema tuvieran el mismo número de sílabas, sino en que siempre tenían el establecido por su esquema preceptivo, ajustado, a su vez a las correspondientes melodías, hoy perdidas. Así, un hendecasílabo sáfico, o un dodecasílabo asclepiadeo tenían, por definición, 11 o 12 sílabas, respectivamente. Los versos eolios, por naturaleza, no se articulan en segmentos menores equivalentes[257]; es decir, responden a una métrica de ciclo largo, en la que la recurrencia consustancial al ritmo no se manifiesta hasta que aparece un verso de igual esquema[258]. Pero, naturalmente, en algunos casos la recurrencia no cristaliza plenamente hasta que se repita da capo el esquema de la estrofa entera. Así, en la estrofa alcaica, la más característica del Horacio lírico, que tiene un esquema de tipo AABC, los dos primeros versos ya provocan una recurrencia rítmica; pero el ciclo métrico sólo se consuma con el retomo de todo el conjunto. Se podría decir, pues, que los versos eolios —y en cierto modo las estrofas que forman— vienen a ser como «macro-metros» (o macrómetros), cuya recurrencia en bloque generaba el ritmo de ese género de la poesía antigua. Tal ritmo, por supuesto, no es directamente perceptible para quienes hablamos lenguas en las que la cantidad silábica no es lingüísticamente pertinente[259]; y menos todavía cuando no conservamos la música con que los poetas eolios cantaban sus poemas, aunque no han faltado sucedáneos que pueden servir como una especie de interface entre la rítmica antigua y la de lenguas como la nuestra[260].

Los versos eolios de las Odas están, pues, definidos por la práctica y la preceptiva antiguas en términos silábicos (eneasílabos, decasílabos, hendecasílabos, decasílabos). Pero, además, cada uno de ellos obedece a una distribución bastante rigurosa de las sílabas largas y breves, y especialmente en la forma en que Horacio los compuso. En efecto, él eliminó algunas libertades todavía visibles en los poetas anteriores, especialmente en la llamada base con la que se inician varios de los versos de esa clase; libertades que en ningún caso afectaban a su isosilabismo, aunque sí a la isocronía hacia la que paulatinamente también había tendido la versificación eolia[261]. Otro rasgo común a la mayor parte de los versos eolios es la de que casi todos contienen en su parte central un grupo coriámbico (- ~ ~ —), y algunos dos.

También decíamos que es típica de la versificación eolia su tendencia a agrupar los versos en estrofas, lo que en un principio respondía sin duda a una paralela disposición de su música. En los poetas lesbios las estrofas parecen haber tenido entre dos y cuatro versos. De los ocho esquemas métricos puramente eolios que Horacio emplea en su lírica, cuatro corresponden sin duda a estrofas de cuatro versos, y abarcan a 79 de las 104 odas, incluido el Canto Secular[262]. En cambio, los otros cuatro, así como los cinco de estirpe jonia, constan ya de versos iguales (es decir katà stíchon), ya de pares de versos distintos (dísticos). Ahora bien, incluso las 25 odas escritas en esos metros tienen un número de versos divisible por cuatro, conforme a la llamada «Ley de Meineke[263]», lo que llevó a no pocos estudiosos, como a su propio descubridor, a suponer que todas las Odas tienen una estructura estrófica y precisamente tetrastíquica[264]. Esta solución, sin embargo, les ha parecido demasiado simplista a bastantes otros. Algunos de ellos adoptaron posturas intermedias, como la de considerar agrupables en estrofas de cuatro versos los esquemas distíquicos (de versos alternantes), sin pronunciarse sobre los de versos iguales (katà stíchon). Otros, como Postgate[265], aplicaron a estos casos dudosos una solución salomónica: las composiciones distíquicas, en efecto, serían reductibles a estrofas de a cuatro; las de versos iguales, en cambio, corresponderían a estrofas distíquicas. Por su parte K. Büchner[266], que estudió la cuestión con especial detenimiento, tomando como patrón comparativo las composiciones en estrofas indubitables de a cuatro, concluyó que también las odas distíquicas y monométricas (de versos iguales) del libro IV deben interpretarse como tetrastíquicas, mientras que las de los libros I-III se acercan, pero no se ajustan estrictamente a dicha estructura. En todo caso, Büchner excluye como factor de organización estrófica de la lírica horaciana el de su hipotética ejecución musical. De esas interpretaciones encontradas, a veces terciadas de compromisos entre ellas, puede verse una muestra al dar una ojeada al modo en que los diversos editores imprimen el texto de las Odas[267].

En tanto que todas las estrofas de cuatro versos imitadas en las Odas pertenecen al patrimonio de la lírica eolia, dentro de los esquemas distíquicos y monométricos hay, como decíamos, algunos de distinta procedencia. En primer lugar, tenemos dos cuya denominación ya denota su pertenencia a la versificación katà métron, característica del ámbito literario jonio. En primer lugar, el llamado hiponacteo, en honor del más distinguido seguidor de Arquíloco, Hiponacte de Éfeso, de mediados del s. vi a. C., que Horacio sólo practicó en una oda (II 18). También comparece en una sola (III 12) el esquema formado por 40 de los largos y lánguidos metros llamados «jónicos a minore» (dos sílabas breves seguidas de dos largas). La interpretación más aceptada parece ser la que considera que se trata de decámetros, que así formarían una estrofa de a cuatro. Pero conviene añadir de inmediato que estos dos metros, a los que en otra ocasión nos hemos permitido denominar «periféricos», parecen haber sido empleados ya por Alceo, con lo que Horacio, al echar mano de ellos, no se habría desviado de su lealtad a la escuela lesbia[268].

Nos queda todavía otro caso aparte: el de las odas que F. Della Corte denominó «epodi extravaganti». Son cuatro (14, 7, 28; IV 7) que están escritas en los esquemas llamados arquiloquios o arquilóqueos, denominación que no precisa de mayores aclaraciones. En efecto uno de ellos, el I, también llamado alcmanio[269], ya había aparecido en el Epodo 12, cuando Horacio practicaba los Parios iambos de Arquíloco. Los otros dos son de la misma estirpe: versificación jonia katà métron, de yambos y dáctilos, y también combinados en versos de los 11a mados asinartetos (literalmente, «incoherentes»). Sólo de uno de esos esquemas, el arquiloquio II de Od. 17, no hay constancia segura de que Horacio lo tomara de Arquíloco, como sin duda hizo con el resto de los metros epódicos[270].

Y pasemos ya a dar un conspectus metrorum de las Odas, en cuya presentación nos permitiremos alguna que otra libertad con respecto a algunas de las más usuales.

1) Esquemas métricos eolios[271]

A) Esquemas en estrofas de cuatro versos:

1. Estrofa asclepiadea II: tres dodecasílabos asclepiadeos seguidos por un octosílabo gliconio:

9 odas: 16, 15, 24, 33; II 12; III 10, 16; IV 5, 12.

2. Estrofa asclepiadea III: dos dodecasílabos asclepiadeos seguidos por un heptasílabo ferecrateo (o ferecracio) y un octosílabo gliconio:

7 odas: 15, 14, 21, 23; III7, 13; IV 13.

3. Estrofa sáfica: tres hendecasílabos sáficos seguidos por un pentasílabo adonio:

26 odas: I 2, 10, 12, 20, 22, 25, 30, 32, 38; II2, 4, 6, 8, 10, 16; El 8,11, 14, 18, 20, 22, 27; IV 2, 6, 11; Cant. Sec.

3. Estrofa alcaica: dos hendecasílabos alcaicos seguidos por un enneasílabo y un decasílabo también llamados alcaicos[272]:

37 odas: I 9, 16, 17, 26, 27, 29, 31, 34, 35, 37: II 1, 3, 5, 7, 9, 11,13, 14, 15, 17, 19, 20; III 1-6, 17, 21, 23, 26, 29; IV 4, 9, 14, 15.

B) Esquemas en dísticos[273]:

1) Asclepiadeo IV: gliconio seguido por dodecasílabo asclepiadeo:

12 odas: I 3, 13, 19, 36; III 9, 15, 19, 24, 25, 28; IV 1, 3.

2) Sálico mayor: un heptasílabo aristofanio seguido por un sáfico mayor[274]:

1 oda: I 8.

B) Esquemas en versos iguales (monométricos o katà stíchon[275]):

1) Asclepiadeo I: versos dodecasílabos asclepiadeos en serie:

3 odas: I 1; III 30; IV 8.

2) Asclepiadeo V: versos asclepiadeos mayores[276]:

3 odas: I 11, 18; IV 10.

2) Esquemas métricos no eolios (katà métron[277])

A) Esquemas ya documentados en los poetas eolios:

1) Dísticos: esquema hiponacteo: dímetro trocaico cataléctico[278] seguido de trímetro yámbico cataléctico:

1 oda: II 18.

2) Esquemas en versos iguales (katà stíchon): decámetros jónicos a minore[279]:

1 oda: III 12.

B) Esquemas no documentados en los poetas eolios (arquiloquios o epódicos; todos ellos en dísticos[280]):

1) Arquiloquio I (o alcmanio): hexámetro dactílico seguido por tetrámetro dactílico cataléctico:

1 odas: 17, 28[281]

1) Arquiloquio II: hexámetro seguido por hemiepes[282], también dactílico:

1 oda: IV 7.

1) Arquiloquio III: verso arquiloquio[283] alternando con trímetro yámbico cataléctico[284]:

1 oda: 14.

Pervivencia de la lírica horaciana desde el Renacimiento[285]

Según advertíamos en nuestra Introducción general, la influencia de Horacio a partir del Humanismo alcanza un caudal tan considerable y complejo que es preferible tratar separadamente la de su poesía hexamétrica (Sátiras y Epístolas) y la de su lírica. A esta última nos referiremos ahora, abarcando también la de la poesía yámbica de sus Epodos, pues, como veremos, no fue tenida por cosa muy distinta por buena parte de la tradición literaria posterior[286].

Naturalmente, la fortuna moderna del Horacio lírico se inició en Italia y, como apuntábamos en su lugar, gracias al entusiasmo que por él mostró F. Petrarca (1304-1374[287]). Pero con el horacianismo del poeta de Arezzo se produjo una cierta paradoja que en su día advertía agudamente M. R. Lida (1975 [=1940]: 260): él era precisamente el poeta que había dotado a su lengua patria de una «forma acabada», aún desconocida para las demás lenguas vernáculas de Europa y que no tenía mucho que envidiar a los modelos antiguos. Y de hecho, como escribe Highet (1985: 244), Petrarca «tenía su propio estilo de poesía lírica, y aunque incorporó ideas y elegantes frases de Horacio en sus poemas, no los conformó según el modelo horaciano». Luego, el petrarquismo se convertiría en canon para la toda poesía en vulgar, pero no impidió que con el Humanismo ya maduro la lírica de Horacio escalara el «señorío absoluto» que habría de ostentar en las literaturas europeas de los «siglos de oro» (Lida, 1975: 261). En ese proceso desempeñó un papel importante el humanista C. Landino (1424-1498), que en la Florencia de los Médicis explicó de palabra y por escrito la obra del Venusino. Su edición comentada (Venecia, 1482) adolece de numerosas insuficiencias; pero tuvo gran difusión y contribuyó a situar a Horacio en la primera línea de las litterae renascentes (cf. F. Bausi, EO II: 308[288]). Al frente de su edición puso Landino una hermosa oda latina dedicada a Horacio y escrita en uno de sus metros por su discípulo A. Poliziano (1454-1494) (cf. A. Daneloni, EO II: 435. Según Highet (1985: 244), Landino y Poliziano «fueron los fundadores de la reputación moderna de Horacio». Sin embargo, puestos a suum cuique tribuere, hay que recordar a quienes habían escrito antes odas horacianas en latín. Así, F. Filelfo (1398-1481), otro florentino, aunque más conocido por sus Satyrae, cultivó en su amplia colección de Odae gran parte de los esquemas líricos del Venusino[289]. De su misma generación era Eneas Silvio Piccolomini (1405-1464), con el tiempo papa Pío II, que también versificó en latín a la manera de Horacio[290]. Asimismo G. Pontano (1429-1503), promotor de la academia que de él tomó nombre y que fue el centro de la vida humanística y literaria de Nápoles, escribió, además de sátiras, unas cuantas odas latinas en estrofas sáficas que agrupó en su Lyra[291]. En cambio, ya era discípulo de Landino Ugolino Verino (1438-1516), padre de Michele, el precoz y malogrado poeta de todos conocido. También él escribió muchos versos latinos en los que abundan los ecos de Horacio. Muy ligado a España, pues sirvió a los Reyes Católicos, estuvo uno los buenos versificadores italianos que imitaron a Horacio en latín en el siglo XV: A. Geraldini (c. 1448-1489 (cf. F. Bausi, EO III: 243 s.). En la misma época floreció el genio polifacético y efímero de Pico de la Mirandola (1463-1494), cuya obra latina rezuma por doquier reminiscencias de nuestro poeta (cf. F. Bausi, EO III: 425 s.). Algo parecido cabría decir de su paisano y contemporáneo P. del Riccio Baldi, que se hizo llamar Crinitus (1476-1507), otro discípulo de Poliziano, filólogo y poeta latino excelente (cf. F. Bausi, EO III: 183 s.). El napolitano J. Sannazaro (1455-1530), que había de ganarse la fama por su obra en italiano, no dejó de echar su cuarto a espadas como poeta latino y horaciano[292], y especial habilidad en ese campo mostró también el bizantino emigrado M. Marullo, que vivió en el ambiente humanístico de Florencia (cf. D. Coppini, EO III: 344 ss.).

En un panorama tan vasto y tan rico en talentos como es el del Renacimiento italiano, la relación de los que se interesaron por la lírica horaciana podría hacerse interminable, por lo que nos limitaremos a una recensión sumaria de los más relevantes[293]. De entre los humanistas filólogos, editores y hasta impresores de los clásicos antiguos que aún no hemos nombrado, hay que recordar a la estirpe editorial de los Manuzios, fundada por el famoso Aldo, discípulo de Guarino de Verona (1374-1460), difusor del conocimiento de Horacio durante su docencia en Ferrara. Con el sello editorial aldino, el famoso del áncora y el delfín, apareció la edición veneciana del poeta del501, mejorada en las de 1509 y 1519. Entretanto, sobre la base de la primera de ellas hizo la suya B. Riccardini, otro discípulo de Poliziano, que fue publicada en Florencia por F. Giunti en 1503. Por su parte, el llamado Parrhasius (G. P. Parisi), del círculo humanístico napolitano, escribió amplios comentarios a Horacio. Al mismo círculo perteneció A. Telesio (o Tilesio) (1482-1524), poeta latino, mentor de nuestro Garcilaso y autor de un buen comentario escolar a las Odas. Una posición un tanto particular con respecto a nuestro poeta fue la del gran Julio César Escalígero (1484-1558): en sus Poetices libri, este devoto virgiliano se permitió criticar en ocasiones la obra y la personalidad de Horacio, al que a cuento de la orgullosa proclama con la que, en Od. III 30, corona su primera entrega lírica, considera «demasiado hinchado en la alabanza de su propia obra». Ello no le impidió apreciar las Odas como una obra rayana en la perfección (cf. 1. Ijsewlin, EO III: 470 s.).

Entre los humanistas italianos que se ocuparon de Horacio hay dos que aquí no pueden quedar sin recuerdo, al menos porque ambos enseñaron en el Colegio de San Clemente de los Españoles de Bolonia, fundado en 1367 por el Cardenal Albornoz. Filipo Beroaldo el Viejo (1453-1505) es el primero de ellos, y también el primer latinista del que consta que, mercede conductas, impartió cursos en el Colegio[294]. De Beroaldo sabemos que explicó a Horacio, y se conserva una praelectio que redactó para un curso sobre las Odas[295]. Años más tarde, en los tiempos en que estudiaba en San Clemente, entre otros, Juan Ginés de Sepúlveda, nos encontramos enseñando allí a otro humanista boloñés y discípulo de Beroaldo: Giovanni Bañista Pio[296] (c. 14641 540), autor de un breve pero temprano comentario a Horacio[297]. Sobrino de Beroaldo fue su homónimo sobrino, llamado el Joven (1472-1518), el famoso editor princeps de Tácito, que en sus Carmina latinos hizo brillantes recreaciones de los metros y los temas horacianos (cf D. Coppini, EO III: 125 ss.).

Entrando de lleno en el s. XVI nos encontramos con la figura de G. Della Casa (1503-1556), distinguido curial bajo Paulo III. Fue prolífico escritor en italiano, pero, al parecer, apreciaba mucho más su obra latina, reunida en un Líber carminum de publicación póstuma que debe mucho a Horacio (cf J. Van Sickle, EO III: 191 s. Por su mismo tiempo escribió G. Muzio, autor de una miscelánea en italiano en la que se contienen Ode (sonetos y baladas) y un Arte Poética, cuya estirpe es evidente (cf. A. Greco, EO III: 368 s.).

El más horaciano de los grandes poetas italianos del Renacimiento pleno es Ludovico Ariosto (1474-1533). Fue autor de Sátiras, pero también —lo que ahora más nos interesa— de Carmina en latín y de rimas en italiano, al parecer anteriores a su «conversión del doctus cantus a la poesía caballeresca en vulgar[298]», la del Orlando Furioso, que le valdría su justa gloria literaria. La lírica de Ariosto tiene contenidos amorosos, amicales, consolatorios e históricos en los que es evidente la influencia de las Odas. A su lado —que no a su altura— podría situarse a Bernardo Tasso (1493-1569), padre del gran Torcuato, que en sus Ode «trascendiendo el petraquismo bembístico, mostró su amplia familiaridad con los clásicos y especialmente con H(oracio) lírico» (R. Scrivano, EO II: 481; cf. Highet 1985: 245).

En el Humanismo italiano del XVI Horacio parece haber interesado sobre todo como preceptista literario, mientras que en el ámbito de la lírica, y especialmente de la amorosa, sufrió la competencia de Catulo (cf. Tateo, EO III: 572). Con todo, no le faltaron imitadores en ese campo ni en latín ni en vulgar, especialmente en los círculos venecianos, por obra de autores como Marco Antonio Flaminio y Andrea Navagero, un nombre a no olvidar con vistas a la difusión de los gustos literarios renacentistas en España. También abundaron los traductores y adaptadores de las Odas a las formas petrarquistas, en las cuales, y especialmente en el soneto, muchos veían la natural continuación moderna de sus metros. Tal es el caso de Giovanni Giorgini da Jesi (cf. Tateo, EO III: 573). También en este siglo resurge en las tierras cercanas a Venosa, en la Lucania, la orgullosa conciencia de haber contado a Horacio entre sus hijos, confirmando el augurio que el poeta había hecho en Od. III 30,10 ss., de que se lo recordaría especialmente en su tierra natal, «por donde violento el Áufido retumba». Promotor de esa recuperación, que culminaría a finales del siglo en la constitución de la Academia dei Piacevoli, fue el notable poeta L. Tansillo (1510-1568), también venusino, y como otros talentos italianos de aquel tiempo, servidor de la Corona española. Tansillo dedicó a la memoria de nuestro Garcilaso dos sonetos (Spirto gentil, che con la cetra al eolio, y Se lieti ogn’hor sen van Mincio et Aufido) que también dejan clara la compartida devoción por Virgilio y por Horacio[299].

En el S eicento italiano se acentúa la afición al Horacio de las Epístolas y las Sátiras, y a esa tendencia se afilió también el refinado, aunque superficial poeta G. Chiabrera (1552-1638), asimismo notable pindarizante, con sus Sermoni. Sin embargo, no menos éxito tuvo su obra lírica, netamente horaciana (diversos libros de Canzoni), en la que hizo interesantes aportaciones a la adaptación rítmica de los esquemas métricos eolios, de los que, como veremos, echaría mano Carducci en sus Odas bárbaras (cf Tateo, EO III: 574; G. Capovilla, EO ni: 152; Highet 1985: 235 ss.; 245).

Highet (1985: 244) hace justicia cuando escribe que «[si] los italianos fueron los primeros en apreciar a Horacio», «los españoles fueron los primeros en cultivar el estilo horaciano en su poesía lírica». El horacianismo hispano tiene su inicio en Garcilaso de la Vega (1503-1536) y su cumbre en Fray Luis de León (1527-1591). Es un horacianismo literario, centrado en la imitación y en la traducción, sin una componente filológica estimable, algo comprensible a la luz de las consabidas deficiencias de nuestro Humanismo; pero no por ello fue menos digno de estima que el de otras regiones de Europa, e incluso más que el de algunas de ellas[300].

Las imitaciones en latín[301] no fueron muchas en los tiempos iniciales del Humanismo español[302]. La primera parece haber sido, y no es de extrañar, la debida a un colegial de San Clemente de Bolonia, aunque estudiante de Medicina: el aragonés, de Alcañiz, Juan de Sobradas, que al frente de su edición de Sedulio (1500) puso una oda sáfica sobre la obra de dicho autor. Poco después, y en el mismo metro, escribió un himno a San Clemente, patrono de su colegio[303]. También cultivaron la estrofa sáfica Fernando de la Pradilla, Martín Ivarra y Pedro Núñez Delgado, discípulo de Nebrija[304].

Al abordar la influencia de Horacio en Garcilaso de la Vega hay que recordar que en latín, y en correctos metros líricos horacianos, escribió al menos, tres odas[305]. Quizá huelgue volver ahora sobre el encuentro que él y Boscán tuvieron con Andrea Navagero, el humanista embajador de Venecia, en Granada, en 1526, decisiva para que los dos españoles se decidieran a practicar los metros y formas «ya usadas por los buenos autores de Italia». Ahí se trataba, ante todo, de las formas derivadas del petrarquismo; pero también cabe pensar que Garcilaso se asomara con tal ocasión a lo que aún no conociera de la lírica de Horacio. En todo caso, puede considerárselo como el creador de la oda horaciana en español, por medio de ese «género distinto[306]» que por sí sola constituye su Canción V, «Si de mi baja lira…». A ella incluso le debe su nombre la lira, la estrofa tomada de Bernardo Tasso que en lo sucesivo habría de considerarse en la poesía española como la forma más propia de la traducción o imitación de los esquemas eolios (cf. Highet 1985: 244). Una reseña de las reminiscencias temáticas de Horacio en Garcilaso nos llevaría muy lejos[307]; baste con recordar una muy clara del Epodo II, el Beatus ille, que tan caro resultaría a los demás poetas horacianos españoles:

¡Cuán bienaventurado

aquel puede llamarse

que con la dulce soledad se abraza,

y vive descuidado

y lejos de empacharse

en lo que el alma impide y embaraza! (Égloga II 38-43).

Después de Garcilaso la fortuna hispana del Horacio lírico se bifurca en dos comentes, las de las escuelas salmantina y sevillana. Es dentro de la primera y, como decíamos, con Fray Luis de León (1591), donde alcanza su cenit. Tampoco Fray Luis, que, para su mal, tanto se distinguió en la investigación de los textos hebreos de la Biblia, hizo aportaciones filológicas a Horacio ni a ningún otro clásico antiguo. Pero no tuvo primero ni segundo en la traducción y recreación de su lírica, y al igual que Garcilaso se atrevió a imitar en latín sus metros[308]. Parece que en el trato del vate agustino con Horacio pueden distinguirse varias etapas[309].

La primera sería la de la traducción, en la que también hizo excelentes versiones de Píndaro, Virgilio y oíros clásicos. De entre las muchas que se le deben de Horacio lírico, algunas de dudosa atribución[310] y todas con la libertad propia de las versiones poéticas, y con algún que otro error de interpretación, normal por entonces, podríamos citar como botón de muestra el inicio de la de I 4 (Soluitur acris hiems…):

Ya comienza el invierno riguroso

a templar su furor con la venida

de Favonio suave y amoroso,

que nuevo ser da al campo y nueva vida…

Parece que fue más tarde cuando el maestro salmantino abordó sus «primeros ensayos originales» inspirados en la lírica de Horacio (Menéndez Pelayo 1951 VI: 303). De entre ellos suele destacarse La profecía del Tajo, en la que traspone al marco tradicional de la pérdida de España por la lascivia de Rodrigo, y al paisaje fluvial de Toledo, el oráculo en que el marino dios Nereo anunciaba a Paris los males que la suya acarrearía a Troya (Od. I 15, 5 ss.). Sin embargo, Menéndez Pelayo, como otros buenos catadores de Horacio y de Fray Luis, prefiere la Oda a la vida retirada[311], tal vez el mejor poema de los muchos que han tomado inspiración en el Epodo 2 (Beatas ille), del que Fray Luis ya había hecho una hermosa traducción[312]:

¡Qué descansada vida

la del que huye del mundanal ruido

y sigue la escondida

senda por donde han ido

los pocos sabios que en el mundo han sido!…

Cabría hablar, en fin, de un último «período de desarrollo completo», en el que el genio de Fray Luis se adentra en las sendas del misticismo, aunque sin abandonar su manera clásica, y en particular la de Horacio, «la más perfecta de las formas líricas» (Menéndez Pelayo 1951 VI: 305[313]).

Al círculo literario y académico de Fray Luis perteneció, además de Juan de Almeida y Alonso de Espinosa, el famoso Brocense, poeta latino en metros horacianos y traductor de algunas Odas[314] (Menéndez Pelayo 1951 VI: 307 ss.; Caravaggi, EO III: 601[315]). Entre sus versiones está una (la de II 12) en la que ya comparece la estrofa sáfica rítmica; pero, que sepamos, sigue sub iudice la cuestión de quién fue el primero en escribir en español en ese metro. Descartando las candidaturas de Bermúdez y Villegas, y aunque admitiendo que el Brocense pudo haber llegado a ese hallazgo por su propia cuenta, Menéndez Pelayo (1951 VI: 55, 312 ss.) sostiene que fue el humanista aragonés Antonio Agustín (1517-1586), Arzobispo de Tarragona, quien introdujo ese esquema, tras tomarlo del italiano Claudio Tolomei en sus años jóvenes, los que pasó en el Colegio de San Clemente de Bolonia[316].

Francisco de la Torre, autor de varias odas horacianas, sería «el segundo en mérito de los poetas salmantinos» (Menéndez Pelayo, loc. cit.\ cf. ibid.: 53); pero se trata de una personalidad enigmática, cuyas obras sólo se conocen gracias a Quevedo, también editor de Fray Luis; y hasta se ha sospechado que su nombre sea un simple heterónimo del propio Francisco (de Quevedo, Señor) de la Torre (de Juan Abad), ideado para terciar entre bastidores en la polémica del culteranismo[317]. Parte de la obra de los ingenios horacianos ligados a Salamanca fue editada en la antología de Pedro de Espinosa Flores de poetas ilustres (Valladolid, 1605), pero, al parecer, con bastantes atribuciones dudosas o erradas (cf. Caravaggi, EO III : 601).

Cuestión discutida es la de la incardinación de Francisco de Medrano, que, aunque nacido en Sevilla, se formó en Salamanca, y que parece haber escrito al dictado de esa escuela. Para Salamanca lo reivindicó Menéndez Pelayo (1951 VI: 65 ss., 327 ss.)[318], que trató ampliamente de sus «traducciones libres o imitaciones ajustadas» de las Odas, así como de los excelentes poemas en que Medrano dispuso libremente de la inspiración horaciana:

Vive despacio, olvida cuerdamente

lo pasado, no temas lo futuro,

mas con seso maduro

goza del bien presente.

Pasando a los horacianos hispalenses indiscutidos, cabe observar entre ellos una primera generación que se limita a la traducción y a la imitación latina: es la de Juan de La Cueva, Juan de Mal Lara, el canónigo Pacheco, Francisco de Medina, Diego Girón y otros (cf. Menéndez Pela yo 1951 VI: 317 s.). De entre los imitadores latinos es de destacar Juan de Vilches, que en 1524 publica su Bernardina, mixtura de epopeya y de lírica[319]; pero, sobre todo, el Maestro B. Arias Montano (1527-1598), el lírico latino de más alto gálibo del Renacimiento español[320], gracias a sus Hymni et saecula, sus Monumentae humanae salutis y otras obras de exquisita perfección formal.

Con la figura de Femando de Herrera (1534-1597) la escuela sevillana hizo méritos no inferiores a los de la salmantina en la recepción vernácula de la lírica de Horacio. En su edición comentada de Garcilaso (1580), ya aludida, Herrera anotó las huellas del lírico latino que logró identificar, a la manera en que los poetas eruditos de la época helenística habían hecho con sus predecesores. Para algunos, Herrera fue el representante de un cierto pindarismo hispano que a priori no cabe considerar de menor cuantía en razón del limitado conocimiento del griego que había entre nosotros por entonces; pero sí se aproximó, y dando la talla, al Horacio más pindárico: al del epinicio de Dru so (Od. IV 4), que imitó en su oda A Don Juan de Austria, celebrando su victoria sobre los moriscos de la Alpujarra:

Cantaba la victoria

del ejército etéreo y fortaleza

que engrandeció su gloria

el horror y aspereza

de la titania estirpe y su fiereza[321]

Además, Herrera supo apreciar e imitar al Horacio propiamente lírico en muchos otros de sus admirados versos [322].

Las tierras de la Corona de Aragón, precoces en los contactos con la Italia humanística, también ofrecen muestras de horacianismo dignas de reseña. Entre los imitadores en latín ya hemos recordado al pionero Juan de Sobrarías. Algo posterior fue el valenciano Jaime Juan Falcó (1522-1594), poeta, matemático y humanista de muy varia escritura[323]. Alcañizano como Sobrarías fue Domingo Andrés (c. 1525-C.1598), entre cuyas composiciones dactílicas se encuentran estimables piezas líricas[324]. En fin, la ultima figura a considerar, perteneciente ya a la etapa tardía de nuestro Humanismo, es la del humanista valenciano Vicente Mariner (†1636), de cuyo incansable cálamo salieron, entre muchos de miles de versos, unas cuantas odas horacianas dignas de estima[325]. En la imitación de Horacio en lengua vernácula, en Valencia no se registran manifestaciones importantes, y menos en el ámbito lírico (cf. Menéndez Pelayo 1951 VI: 337 s.). En el Aragón propiamente dicho, los hermanos Argensola fueron horacianos notables, pero más bien en el género de la sátira y la epístola. En el de la lírica sólo es digno de reseña Esteban Manuel de Villegas, hombre de «ingenio desigual, revoltoso y dado a extravagancias», que, sin embargo, parece haber tenido el mérito de llevar la estrofa sáfica a su forma más perfecta (Menéndez Pelayo 1951 VI: 346).

Y así llegamos a la «escuela libre, y española por antonomasia», denominación bajo la que Menéndez Pelayo (1951 VI: 349) incluye en primer lugar a Lope de Vega. Buena parte del horacianismo del Fénix de los ingenios está en sus Epístolas, en las que pone en solfa el culteranismo, y en su Arte nuevo de hacer comedias, asuntos que aquí nos interesan menos. Pero también es perceptible en su lírica, en manifestaciones que en muchos casos se nos aparecen dispersas en sus comedias. Así, la de la «¡Pobre barquilla mía…!» de su Dorotea, que arraiga en la Oda I 4, y en un tópico horaciano que ya había sido tratado por otros poetas españoles, y en particular por el «delicado» garcilasista Francisco de Figueroa (c. 1530-1589[326]). En la propia Dorotea tenemos coros que en su factura son horacianos, aunque Lope no se tomara al pie de la letra los esquemas rítmicos de las Odas[327]. Góngora, su bestia negra, tampoco fue pródigo en homenajes a Horacio; pero no dejó de evocar algunos de sus temas característicos, como el de la placentera vida campesina (Beatus ille) en sus Soledades o el del carpe diem en el soneto «Mientras por competir con tus cabellos…»[328]. Y en fin, menos aún son las huellas de Horacio que se encuentran en el último de los grandes a considerar la España de este período, Francisco de Quevedo. A su respecto escribe Menéndez Pela yo (1951 VI: 353: que en sus sátiras, silvas, sonetos y canciones encontró «algunos rasgos de Horacio, pero no una composición que remotamente pueda llamarse horaciana[329]».

Horacio, al igual que los demás clásicos latinos, no tardó en llegar a América en manos de los españoles; pero parece que también en esta ocasión fue un italiano el que estuvo en cabeza de la empresa; pues, según las noticias disponibles, fue Alessandro Geraldini, llegado a la Española en 1520 y luego obispo de Santo Domingo, el primero que imitó en las tierras de Ultramar los versos del Venusino[330], Las noticias sobre tráfico de libros nos permiten saber, entre otras cosas, que un Horacio con comento se contaba entre los llevados a Méjico, hacia 1549, por Cervantes de Salazar. En el s. XVII circularon bastantes ediciones y antologías escolares y alguna que otra traducción parcial.

En Portugal, tan estrechamente unido a España en los siglos del Renacimiento, tenemos ejemplos de horacianismo paralelos a los nuestros, aunque no tan copiosos[331]. Resumiendo, se trata de los que brindan, entre otros, el humanista y poeta Resende en su Cancioneiro General (1516[332]); F. Sá de Miranda (1481-1558), poeta en portugués y en castellano que, como Garcilaso y Boscán, había bebido directamente en Italia de las fuentes del renacentismo, aunque depende más del Horacio hexamétrico que del lírico; y A. Ferreira (1528-1569) en sus Poemas lusitanos, transidos del menosprecio horaciano por el vulgo[333]. Además, en este censo no puede faltar el más grande de los poetas portugueses, Luis de Camôes, autor de excelentes odas a la manera de Horacio (cf. Menéndez Pelayo 1951 VI: 488 ss). Ya en los 600, el también bilingüe Francisco Manuel de Melo en sus Obras métricas[334] incluyó «algunas odas semihoracianas, pero de escaso mérito».

La recuperación renacentista de Horacio tiene en Francia, como en Italia, una importante componente filológica que aquí no ha lugar a describir con detalle[335]. Baste recordar a su propósito las ediciones de R. Estienne (Stephanus), miembro de la estirpe de filólogos-impresores parisinos paralela a la de los Manuzios venecianos, aparecida en 1544; y de D. Lambino (1561 y 1567), una de las primeras que se reposan sobre una colación cuidadosa de manuscritos (cf. D. Cecchetti, EO III: 305). Además, entre los comentaristas del poeta habría que nombrar, al menos, al justamente famoso A. Turnebo (1512-1565), cuyas Annotationes a Horacio le valieron la presencia en los aparatos críticos hasta nuestros propios días (cf. A. Ottaviani, EO III: 491 s.).

En el ámbito de la recepción literaria, en la Francia renacentista el nombre de Horacio está ligado al círculo poético de la Pléiade y a sus dos figuras señeras, que lo son también de la lírica francesa del XVI: Pierre de Ronsard (1524-1585) y Joachim du Bellay (1522-1560). El segundo de ellos publicó en 1549 La défense et illustration de la langue française, manifiesto programático de la escuela, en la que hacía una apología de la literatura vernácula frente al latín humanístico, pero enriquecida con la imitación de los clásicos antiguos (cf. E. Balmas, EO III: 432). Por entonces aparecieron también las traducciones de Horacio de J. Peletier, con propuestas de adaptación de sus metros al francés, aunque los horacianos de la Pléiade, al igual que los españoles, no utilizaron generalmente formas modeladas sobre las horacianas, sino «modelos nativos designados para producir un efecto similar» (Highet 1985: 247). El talento más brillante de la escuela fue el de Ronsard, que antes que a Horacio imitó a Virgilio y a Píndaro, pero que en sus cinco libros de Odes dio carta de naturaleza al género en la poesía francesa (cf. Balmas, EO III: 457). Du Bellay, primero en sus Vers lyriques (1549) y luego en sus Regrets (1558), demostró que no sólo era un teórico, sino también un excepcional creador de odas horacianas (cf. E. Balmas, EO III: 203). Prescindiendo de talentos poéticos menores, hemos de citar a uno de los más grades prosistas de las letras francesas y aun de las universales, M. de Montaigne (1533-1592), en cuyos Essais brotan por doquier las citas del Horacio que, junto con tantos otros clásicos, había atesorado en el curso de su prodigiosa educación clásica (cf. F, Garavini, EO III: 361 ss). Ya en el s. XVII, y como representante de los poetas horacianos en latín, cabe recordar al jesuíta R. Rapin (1621-1687), más conocido por sus escritos de preceptiva literaria. Y aunque se interesara, sobre todo, y como es lógico, por los temas fabulísticos que aparecen en Horacio, también J. de La Fontaine (1621-1695) merece un recuerdo en estas páginas[336]. En fin, tampoco se adscribe al horacianismo lírico, sino al de la preceptiva poética, el que llegó a ser llamado «el Horacio francés», N. Boileau (1636-1711) gracias a su archifamosa Art Poétique[337]. Y no estará de más recordar que en estos tiempos se publicó la traducción comentada de A. Dacier, de la que las Odas aparecieron en 1681[338], El horacianismo británico no tiene en sus orígenes el vigor que hemos visto en los países continentales hasta ahora considerados. Una figura precoz y un tanto aislada es la de Thomas Wyatt (1503-1542), coetáneo de Garcilaso y embajador, sucesivamente en Francia, Venecia, Roma y España, lo que le permitió conocer de cerca los nuevos rumbos de la lírica renacentista. Tradujo a Petrarca y a otros autores de su escuela, así como a varios clásicos latinos y griegos, y fue poeta notable en inglés. Su obra muestra influencias evidentes de Horacio y de la lírica española (cf. H. D. Jocelyn, EO III: 522 s.). Sin embargo, tradicionalmente se considera como el primer poeta horaciano inglés a Ben Jonson (1573-1637), ejemplo proverbial de vida azarosa[339] y de personalidad multiforme. Como dramaturgo se codeó con Shakespeare, al que admiró sinceramente, aunque a su respecto dejara caer aquello de «small Latine and lesse Greek». Y es que, en efecto, Jonson se distinguió por una profunda cultura clásica, pese a que no había tenido estudios universitarios. Publicó una traducción del Arte Poética con un estudio previo y practicó sus preceptos; pero también dejó ver su conocimiento y estima de las Odas[340]. En cuanto al propio W. Shakespeare (1564-1616), parece ser que sólo se encuentra en su obra una cita literal de Horacio, la del Integer uitae scelerisque puras, en el Tito Andronico, y aducida precisamente a título de rancia reminiscencia escolar. En bastantes otros pasajes se perciben ecos más o menos literales de las Odas, pero no lo bastante nítidos para acreditar un manejo directo de su texto, que por entonces, al parecer, sólo circulaba en Inglaterra en forma de florilegios escolares (cf. A. Ottaviani, EO III: 476); por algo diría Jonson lo de «small Latine». Y así pasamos a J. Milton (1608-1674), «máximo exponente de la última fase del Humanismo, ya precursora de las maneras neoclásicas». Milton tradujo en sus Poems (1637) algunas Odas, como él decía, «almost word for word without rhyme according to the Latín measure, as near as language will permit», además de tachonar el resto de su obra de reminiscencias horacianas de evidente primera mano (E. Barisone, EO III: 356; cf Highet 1985: 249). En fin, en el horacianismo del siglo XVII inglés también requiere una mención A. Marvell (1621-1678), pese a que fue servil cantor de las matanzas de Cronwell en Irlanda (cf. Highet 1985: 248; H. D. Jocelyn, EO III: 347), Y podemos cerrar la crónica de ese período recordando a un poeta de mucho mayor envergadura, J. Dryden (1631-1700), aunque su deuda con Horacio concierna más a su obra hexamétrica que a su lírica, de la que, con todo hizo algunas traducciones que se convirtieron en clásicas (cf. E. Balmas, EO III: 201 ss.).

A los efectos que aquí nos importan, pueden tratarse de manera conjunta los territorios de Flandes y de los Países Bajos, más o menos los de las actuales Bélgica y Holanda. Como se sabe, en su Humanismo predominaron las vertientes filológica y editorial, y estrechamente ligadas a la lengua latina, sin mayor trascendencia, pues, sobre las letras vernáculas; pero no por ello estaría justificado ignorar la importancia que el mismo tuvo en la recepción moderna de Horacio, y en particular de su lírica. Hay que partir, naturalmente, de la figura de Erasmo de Rotterdam (c.1467/69-1536), que, al parecer, se sabía a Horacio de memoria, lo que le permitió llenar de reminiscencias suyas los Adagia, los Colloquia y el Encomium moriae (cf. J. Ijsewijn, EO III: 211). Y antes de continuar con el censo del horacianismo estrictamente filológico o literario, cumple hacer reseña de las estirpes de editores e impresores de textos clásicos que le brindaron soporte. Hay que hacer justicia a un filólogo e impresor poco conocido, que parece haber desempeñado un papel pionero al llevar al Norte de Europa lo que de su oficio había aprendido en la Italia de los Manuzios y los Polizianos: el llamado Jodocus Badius Ascensius; al parecer, un flamenco del Brabante que llegó a hacer hasta 24 ediciones de Horacio, sobre todo en París, en los años en tomo al 1500 (cf. Ijsewlin, EO III: 111 s.). Más conocida es la casa editorial fundada por el francés C. Plantino (1520-1589) en Amberes, que, como se sabe, gozó de la especial protección de Felipe II, quien le encomendó la edición de la Biblia Políglota dirigida por Arias Montano. De los tórculos plantinianos salieron valiosas contribuciones a la difusión de Horacio, entre las que hay que contar las de Cruquius y Dousa[341]. Y hay que mencionar también, naturalmente, la casa editora de los Elzevier, cuya actividad se inicia en Leiden en 1583, y cuyos méritos en el campo del horacianismo quedarían bastante ponderados sólo con recordar que en ella se imprimieron las obras de D. Heinsius[342]. De entre los humanistas creadores, ya hemos citado más arriba a dos muy importantes. En el haber de J. van Cruucke (alias Cruquius) figura el mérito de habernos transmitido parte de las lecturas del perdido códice Blandinianus uetustissimus de Horacio. Lo hizo en su edición de 1578, publicada en Amberes por Plantino. J. Dousa (van der Does) (1545-1604) fue un activo militante contra la dominación española, lo que no le impidió llevar a término una amplia labor filológica y literaria. También en las prensas plantinianas publicó en 1580 un commentariolus en el que enmendaba la plana a Cruquio. En el resto de su amplia obra, al parecer toda latina, abundan las reminiscencias de Horacio[343]. En el bando contrario, el de los flamencos hispanófilos, militaba el llamado Levinio Torrencio (Liéven Vanderbecken, 1525-1595), arzobispo de Amberes. Fue un buen imitador latino de Horacio y preparó una gran edición comentada, publicada póstumamente y, una vez más, por Plantino (1608) (cf. A. Ottaviani, EO III: 486 s.). Muy ligado a Torrencio estuvo un personaje que más que hombre de letras fue artista plástico: el pintor y grabador O.van Veen (Vaenius, 1556-1629), al parecer maestro de Rubens, autor de unos excelentes Quinti Horati Flacci Emblemata (Amberes, 1607[344]) en la tradición de los de A. Alciato (cf. A. Iurilli, EO III: 503 ss.).

En fin, en Leiden, cuya universidad había surgido en 1575 como baluarte de la ilustración protestante frente a la católica Lovaina, enseñó y escribió D. Heinsius (1580-1655), uno de los grandes filólogos clásicos de todos los tiempos y poeta en latín, griego y neerlandés. Allí publicó en 1610 su imprescindible edición de Horacio, reeditada por los Elzevier en 1629 (cf. Ijsewijn, EO III: 281 s.). En el ámbito de las traducciones al neerlandés hay que citar la que el poeta Vondel (1587-1679) hizo de las Odas y del Arte Poética[345].

En Alemania la recuperación renacentista de Horacio arraiga, como es lógico, en las primeras ediciones latinas, publicadas en Leipzig (1482, 1492) y Estrasburgo (1498), al parecer dependientes de las italianas; pero cobra impulso con el propio patriarca del Humanismo germano, Conrado Celtis (Pichel, 1459-1508), que llevó de Italia a su tierra el conocimiento y estima por su poesía. La explicó y divulgó en sus escritos, imitó las Odas y los Epodos en buenos poemas latinos e incluso promovió su musicalización a través de su discípulo P. Tritonius (cf Ijsewtin, EO III; 168 s.; E. Schäffer, ibid.: 552). Sobrevenida la Reforma, el Horacio lírico contó en el bando protestante con dos importantes imitadores que se mantuvieron en el marco de la lengua latina, quizá en razón de la patrii sermonis egestas. El primero fue G. Fabricius, que en sus Carmina sacra (1567) trató de hacer un Horacio a lo divino; algunos años más tarde, y en la misma línea, P. Melissus, publicó los poemas que le valieron el título de «Horacio alemán» (cf. Schäffer, EO III: 552). Sin embargo, éste se lo ganaría algo después, y con mayor justicia, un poeta católico: el jesuita alsaciano J. Balde (1604-1668), que con su amplia y esmerada obra quedó para la posteridad como modelo por excelencia de la imitación latina de las Odas y los Epodos (cf L. Quattrocchi, EO III: 552 s.). Con M. Opitz (1597-1639[346]) puede decirse que echa a andar en Alemania el horacianismo vernáculo. Opitz reivindicó el empleo poético de la lengua materna, pero tras someterla a una depuración a la luz de los clásicos antiguos; y puso en práctica sus ideales con elegantes adaptaciones de Virgilio y de Horacio, con predilección por el elogio de la vida campesina. En el s. XVII se robustece la ruta abierta por él, gracias a poetas originarios de Silesia como Ch. Hofmann, o de Prusia Oriental como S. Dach (cf. Quattrocchi, loe. cit).

Para cerrar esta reseña de la fortuna de Horacio en el Renacimiento y el Barroco daremos una ojeada a las regiones periféricas de la Europa humanística. De los territorios satélites del Imperio parece haber sido Hungría el más propicio para ella. Así, ya el llamado Juan Panonio (f 1472), obispo de Pécs y amigo del ilustrado rey Matías Corvino, y que se había formado en Italia, fue autor de poemas latinos de impronta horaciana. Bastante más tarde, J. Zsámboky († 1584), además de editar el Ars Poética, publicó en latín Poemata y Emblemata de la misma estirpe {cf. G. Herczeg, EO III; 610). De entre los países eslavos marchó en cabeza Polonia. En 1548 J. Dantyszek[347] publicó unos Hymni ecclesiastici que deben a Horacio no poco. Más notable fue el poeta J. Kochanowski (Cochanouius, 15301584), que tradujo, adaptó e imitó numerosos temas y formas horacianas (cf. J. Lanowski, EO III: 303). Pero fue el jesuita M. K. Sarbiewski (Sarbieuius, 1595-1640) el que se ganó el título de Horatius Sarmaticus, con sus cuatro libros de Odas y uno de Epodos en latín, fiel hasta en el número a su modelo (cf. J. Danielewski, EO III: 468).

También en Escandinavia hay huellas del renacer —allí, en realidad, simple nacer— de Horacio. En Dinamarca, a cuya corona también pertenecía por entonces Noruega, encontramos a «un virtuoso de la poesía latina» en la figura de B. K. Aqvilonius (1588-1650), autor de unas parodiae de las Odas (cf. F. J. B. Jansen, EO III: 583 ss.).

Y pasamos ya a reseñar el Fortleben de Horacio a partir del s. XVIII, volviendo aproximadamente el mismo periplo geográfico, pero extremando los criterios de selección. En efecto, los personajes y regiones a considerar se multiplican hasta extremos inabarcables. Por ello, dejaremos al margen las aportaciones estrictamente filológicas, ya tratadas a cuento de la tradición del texto de nuestro poeta, y nos centraremos en las literarias, y debidas a talentos que no tengan sólo la virtud de ser horacianos,

En la Italia del siglo XVIII se nos aparece ante todo, y abundando en las tendencias del anterior, una tribu de críticos y teóricos que sobre todo echan mano de Horacio como preceptista de la poesía y de su lengua: F. Algarotti, P. Metastasio, A. Cesari, y C. Vannetti, entre otros. Algunos de ellos fueron también filólogos y poetas. De entre los verdaderos creadores el más notable fue G. Parini (1729-1799); aunque su horacianismo tiene más que ver con las Sátiras y las Epístolas, también hizo excelentes recreaciones de las Odas en las suyas (cf. M. Campanelli, EO III: 377 ss.). En el propio umbral del Romanticismo encontramos a G. Leopardi (1798-1837), que tuvo a Virgilio como modelo clásico capital, pero que también tradujo a Horacio desde muy joven, intentando reproducir sus ritmos, y lo imitó en no pocos de sus poemas. Además —cómo no— comentó el Ara y teorizó sobre su autoridad en materia poética (cf. de S. Timpana ro, EO III: 319 ss.). Y así llegamos a la Italia del Risorgimento[348]. G. Carducci, filólogo y poeta, constituye por sí mismo todo un capítulo del horacianismo moderno. Recreó los temas y los metros de las Odas y los Epodos, y de una manera singular, en sus Odas bárbaras, siguiendo la línea iniciada en el XVII por el ya citado G. Chiabrera. Las llamó así porque «como tales sonarían a los oídos de los griegos y romanos, aunque se ha intentado componerlas en las formas métricas de su lírica[349]». Discípulo de Carducci y sucesor de su cátedra en Bolonia fue G. Pascoli (1855-1912). Su relación con Horacio fue un caso de empatía, que lo llevó a identificarse con sus sentimientos y vivencias y en especial con la ubicua conciencia de la muerte que se percibe en las Odas (cf. M. Tartarí Chersont, EO III: 390). También siguió la estela de Carducci el espectacular G. D’Annunzio (18631938), que se hizo horaciano leyendo las Odas bárbaras (cf. Capovilla, EO III: 154; A. Forconi, ibid.: 188).

Menéndez Pelayo (1951 VI; 358) saluda como memorable la fecha de 1737, la de la aparición de la Poética de I. de Luzán, que izó de nuevo «la bandera del sentido común» en la poesía española, lo que parece que ha de entenderse en relación con el desaforado culteranismo precedente. Dejando de lado talentos menores como Cadalso y García de la Huerta, en esa época nos encontramos con la renacida escuela salmantina en la que se incluyen, entre otros nombres menos sonados, los de Forner, Meléndez Valdés, Jovellanos, J. N. Gallego y N. Álvarez Cienfuegos. Particular atención merece J. Meléndez Valdés (1754-1817), de cuya poesía puede decirse que Horatium sapit y que es de lo mejor que se nos ofrece en sus tiempos (cf. Menéndez Pelayo 1951 VI: 374 ss.). Juan Nicasio Gallego sería la segunda figura de ese círculo, en cuanto que «modelo insuperable de poesía académica y cortesana» (Menéndez Pelayo 1951 VI: 380).

La segunda escuela de nuestro horacianismo neoclásico es, al parecer, la que arranca de Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), de cuya lírica hace Menéndez Pelayo (ibid: 382) grandes elogios. También dedica alabanzas al mérito del catalán M. de Cabanyes, «exagerado… por amistad», según Lida (1975: 265). En fin, también sigue habiendo una escuela sevillana, en virtud de una «restauración herreriana[350]» acaecida a finales del XVIII. A ella pertenecieron, entre otros ingenios menores, J. M. Blanco-White (1775-1831), también autor de odas horacianas, M. M. de Arjona y Alberto Lista (1775-1848), maestro de Espronceda y de Bécquer. Todavía distingue Menéndez Pelayo (1951 VI: 411 ss.) una escuela granadina, a la que adscribe al excelente traductor Javier de Burgos, ya nombrado, y al también político y poeta A. Martínez de la Rosa (1787-1862). Ahora bien, entretanto había sobrevenido «la revolución romántica» y con ella «tiempos [no] muy acomodados para poesía horaciana[351]». Tal vez sea éste el lugar indicado para recordar cierto juicio de M. R. Lida (1975: 263) un tanto tajante pero no carente de razón: “En el siglo XIX la influencia de Horacio perdura en las literaturas de ritmo retrasado, como la húngara o la rumana, o por razones políticas, en las literaturas de las naciones nuevas (himnos de Carducci en Italia, de Quintana Roo en México, de Olmedo en el Perú, de Varela en Argentina)”. Y de hecho, no es mucho lo que para nuestra crónica nos brinda el Romanticismo español. Una relativa excepción parecen haberla constituido algunos discípulos de Alberto Lista, como el ya citado Espronceda[352], Ventura de La Vega o el Duque de Rivas (1791-1865), algunas de cuyas odas presentan estimables reflejos de las horacianas (Menéndez Pelayo 1951 VI: 419); pero, siempre según don Marcelino, el “único poeta romántico del círculo sevillano que en su lírica se mostró fiel a su formación clásica” fue Gabriel García Tassara. Viene luego la figura de Juan Valera (1824-1905), singular precisamente por poseer un dominio de las lenguas y literaturas antiguas inhabitual en su tiempo, y algunas de cuyas Poesías considera Menéndez Pelayo (1951 VI: 430) dignas del propio Fray Luis. Pero por entonces ya había sobrevenido “una especie de marasmo de nuestra poesía lírica”, debido conjuntamente al olvido de las tradiciones clásicas y al agotamiento del Romanticismo[353]. A partir de entonces la poesía española, aunque llamada a alcanzar unas cotas de excelencia desconocidas desde el Siglo de Oro con las generaciones del 98 y del 27, y entremedias con Juan Ramón Jiménez, marchó por unos caminos en los que no era fácil que se cruzara con Horacio ni con ningún otro clásico. Al margen de los grandes movimientos literarios quedaron algunos nostálgicos dignos de nuestro aprecio, como el excelente poeta mallorquín Miquel Costa i Llobera (1854-1922) con sus Horacianes[354].

V, Cristóbal ha recopilado las no muy abundantes flores del horacianismo en la poesía española contemporánea: Antonio Machado, Jorge Guillén y, ya entre los poetas de nuestros días, Luis Alberto de Cuenca, Luis Antonio de Villena, Víctor Botas, Juan Antonio González Iglesias, Francisco Fortuny[355], Andrés Trapiello, José María Álvarez y Manuel Vilas[356].

Menéndez Pelayo dedicó no pocas páginas de su Horacio en España[357] y de sus Odas de Quinto Horacio Flaco traducidas por ingenios españoles[358] a las aportaciones realizadas por literatos y humanistas de Hispanoamérica; e incluso parece ser que la publicación de esas obras suyas animó a bastantes otros a dar a conocer por entonces sus personales studia Horatiana (cf. Quiñones, EO III: 529). Entre los más notables horacianistas latinoamericanos se cuentan B. Mitre (Argentina), M. A. Caro (Colombia), J. Martí (Cuba) y A. Bello (Venezuela).

En el Portugal dieciochesco se produce, según Pina Martins (EO III; 586), el verdadero renacimiento de Horacio gracias a la Arcadia Lusitana[359], círculo en el que actuaron como traductores, comentaristas e imitadores de su obra varios ilustrados distinguidos. El más notable de ellos fue Correia Garçâo, «elegantísimo poeta» (Menéndez Pelayo 1951 VI: 499). A finales del siglo aparecen dos figuras dignas de recuerdo. Por una parte, M. M. Barbosa de Bocage, autor de «algunas odas horacianas de dudoso mérito[360]»; por otra, F. M. do Nascimento, alias Filinto Elisia, copioso autor de odas la manera de Garçâo[361]. Con el advenimiento del Romanticismo surge la gran figura de Almeida Garrett, en cuya poesía también se perciben los ecos de Horacio (cf. Menéndez Pelayo 1951 VI: 514; Pina Martins EO III: 586). En fin, ya en la época contemporánea, también el que cabe considerar, al lado mismo de Camôes, como el más grande poeta portugués de todos los tiempos, Fernando Pessoa (1888-1935), rindió homenaje a nuestro poeta en alguna de las Odas de su heterónimo Ricardo Reis (cf. Pina Martins, loc. cit).

En la Francia de comienzos del XVIII Horacio ocupa un primer plano en la querelle des anciens et des modernes, suscitada por la Poética de Boileau, pero, naturalmente, no a cuento de su lírica sino de sus epístolas literarias. En el Iluminismo precursor de la Revolución gozó de indiscutido prestigio como paradigma del clasicismo. Voltaire (1694-1778) tuvo predilección por él y le dedicó una larga epístola en verso, aunque también se permitió criticar sus adulaciones a Augusto y la crudeza que en ocasiones se permite en su lenguaje (cf. F. Caldari Bevilacqua, EO III: 516 s.). También Diderot, Rousseau y D’Alembert fueron horacianos convictos (cf. G. Grasso, ibid. 546; Marmier, ibid. 550). En tiempos de la Revolución Horacio fue imitado, entre otros, por los hermanos Chénier; y su aprecio llegó a la pública veneración cuando en varias festividades cívicas se interpretaron con música y canto corales traducciones del Canto Secula r[362] y de algunas de las Odas, cuando ya se elevaba sobre el horizonte la estrella de Napoleón Bonaparte, el nuevo César (cf. J. Marmier, EO III: 550). Pero no mucho antes Horacio también había consolado en su celda del Temple al buen Luis XVI, que allí se entretenía traduciendo las Odas mientras esperaba la muerte (cf Grasso, EO III: 546). Ya en el Romanticismo[363], como era de esperar, mengua la fama de Horacio, pero no le faltaron la estima y el homenaje de uno de los más grandes críticos literarios de todos los tiempos, Ch. A. de Sainte-Beuve. (1804-1869), latinista de sólida formación (cf J. Marmier, EO III: 460). Tampoco la de poetas como Lamartine, que lo citó e imitó a menudo (ibid.: 304), Vigny y Musset. Y, en fin, el mayor talento poético de la época, Víctor Hugo (1802-1885), que llamó a las Odas «vasos de alabastro», deja ver por doquier su admiración por nuestro poeta, y especialmente en su composición Á propos d’Horace (cf Marmier, EO III: 288). En el ambiente del parnasianismo escribió Ch. M. R. Leconte de Lisle (1818-1894), al que ya hemos recordado como traductor de Horacio[364]. Aquélla era una corriente más propicia para la imitación de los clásicos, por su búsqueda de «una poesía culta, refinada, objetiva, impersonal y un culto de la perfección formal que llega hasta la mística del arte o a la revalorización del arte por el arte» (F. Caldari Bevilacqua, EO III: 313). Con sus Poèmes antigües, sus Études Latines De Lisie se convirtió en uno de los mayores horacianistas de las letras francesas. En fin, en el siglo XX también en Francia vino a menos el culto de Horacio. Hay alguna que otra huella de él en A. Gide, en Proust y en Valéry, pero poco más (cf Grasso, EO III: 549).

También en Inglaterra se inicia el s. XVIII con una polémica literaria que implicaba a Horacio. Algo tenía que ver con la aparición, en 1711, de la famosa edición de Bentley. Las críticas que el influyente teólogo y filólogo de Cambridge había hecho a la traducción de la Iliada de Alexander Pope (16681744), que estaba excluido de la vida académica por su fe católica, brindaron a éste la oportunidad de la revancha. El momento llegó tras la discutida edición de los poemas de Milton que Bentley sacó a la luz en 1732: poco después apareció un poema panfletario y anónimo «sobre cuya paternidad no podía haber dudas» (N. Rudd, EO III: 561), y que era una sátira tan amarga como horaciana de los expeditivos procedimientos críticos de Bentley. El gran talento de Pope se ganó por sí mismo un lugar en la historia del horacianismo, aunque sus originales recreaciones miran más a las Sátiras y las Epístolas que a las Odas[365] (cf. E. Barisone, EO III: 444 s.). En la misma polémica, aunque sin razones personales, terció A. Cunningham, autor de una edición comentada de Horacio frontalmente opuesta a la de Bentley, publicada en La Haya en 1721. Entre los puros literatos ingleses del siglo que acusan la influencia horaciana cabría citar a los novelistas J. Swifty H. Fielding y a los poetas M. Prior y W. Cowper. Y no puede faltar una mención para Samuel Johnson (1709-1784), el genio polifacético del XVIII inglés, que, a fuer de exquisito degustador e imitador de Horacio, afirmaba que «las Odas nunca se podrán traducir de manera perfecta; tanta es su excelencia en el verso y en la expresión[366]». Un caso singular y curioso es el del italiano afincado en Inglaterra G. Baretti (1719-1789): sobre la base de las conjeturas del jesuita francés N. E. Sanadon (1676-1773[367]) al respecto de la forma y ejecución original del Canto Secular y basándose en sus traducciones y en las de otros, compuso, en colaboración con el músico francés F. A. Danican, más conocido como Philidor en los ambientes ajedrecísticos, un Carmen que vino a ser «un oratorio profano», y que fue interpretado en diversas ocasiones en París, ya antes de la Revolución y en el curso de la misma, según hemos visto, y también en Londres (véase R. Caira Lumetti, EO III: 112 ss.). En fin, hay que recordar asimismo al poeta W. Collins (1721-1759), autor de odas horacianas que Highet (1985: 252) califica de «exquisitas» y precursor de Keats.

Con el Romanticismo, también en la Gran Bretaña parece haber decaído el prestigio de Horacio, en su caso también por una especie de hartazgo que su masiva vigencia en los programas escolares había acabado por provocar en los poetas del tiempo[368]. Tal sería el caso de Lord Byron (1778-1824), en cuya obra se observan pocas huellas de la lírica horaciana (cf Rudd, EO III: 562; Jocelyn, ibid.: 148 s.). Tampoco son muchas sus reminiscencias en W. Wordsworth (1770-1850), más pindárico que horaciano, según. Highet (1985: 251 s.; cf. Jocelyn EO III: 522), a diferencia de su amigo S. Coleridge (1772-1834), que se interesó por la adaptación al inglés de los metros eolios (Jocelyn, EO III: 172). Al gran John Keats (1795-1821) no se le tiene por poeta horaciano, en cuanto que más interesado, a la manera de los neoclasicistas alemanes, en la cultura griega que en la romana; pero se reconoce un eco de Horacio en su Oda a un ruiseñor (cf. Harrison, CH: 335; Highet 1985: 252). Ya en la época victoriana, el polifacético E. G. Lytton Bulwer[369], autor de la novela histórica Los últimos días de Pompeya, publicó en 1869 una traducción métrica de las Odas y los Epodos. También A. Tennyson (1808-1892) tradujo una parte de ellos y dejó en bastantes de sus obras reminiscencias de Horacio (cf. Jocelyn, EO III: 330; 482 s.), al igual que R. Browning (1812-1889), aunque éste parece haber preferido las Sátiras y Epístolas a la obra lírica (Jocelyn, EO III: 145), H. A. Dobson (1840-1921) hizo varias imitaciones de las Odas (Jocelyn, EO III: 198). En fin, en las novelas y en la poesía de Th. Hardy (1840-1828) las citas de Horacio son numerosas e incluso llegan a convertirse en parte de la trama argumenta! (E. Paganelli, EO III: 279).

De entre los muchos traductores ingleses de esa época exige un recuerdo particular el genial poeta jesuita G. M. Hopkins (1844-1889). Ya en la última parte del siglo también tradujo y parafraseó algunas piezas horacianas E. Dowson (1867-1900). Una versión poética, justamente famosa, de la Oda IV 7, la regina Odarum[370], la debemos a A. E. Housman (1859-1935), gran filólogo clásico y excelente poeta —en cierto modo un anti-Kipling—, aunque no fuera, ni como poeta ni como filólogo, especialmente horaciano[371].

Sin embargo era R. Kipling (1865-1936) quien dominaba la escena poética de la Inglaterra de principios del s. XX, al menos la oficial, en su papel de bardo del Imperio; y en su condición de tal no dejó de echar mano de Horacio[372]. Prescindiendo de horacianos menores de la época, llegamos al poeta Wilfried Owen (1893-1918), prematuramente muerto en la Gran Guerra. Entre sus composiciones, todas póstumas, hay una patética y polémicamente horaciana, Dulce et decorum est. Escrita probablemente en las trincheras y, desde luego, más en la línea de

Housman que en la de Kipling, evoca el famoso dictum de Od. III 12, 13 para concluir:

Amigo mío, no debieras decirles tan alegremente

a los chicos que arden por una gloria carente de esperanza

la vieja mentira: Dulce et decorum est

pro patria mori[373].

La secular tradición de los estudios clásicos en la enseñanza británica se quebró, más o menos al tiempo que el propio Imperio, a mediados del s. XX; pero todavía dio algunos frutos tardíos en la parcela del horacianismo. Por ejemplo, en la obra del poeta angloamericano W. H. Auden[374] (cf Harrison, CH: 340 s.). De su conciencia horaciana también dejó una muestra un tanto expresionista en un pasaje de su escrito In memoriam de L. MacNeice: «… nuestros papás, a diferencia del de Horacio, no se limpiaban las narices con el brazo[375]». L. MacNeice (1907-1963), aunque menos conocido como poeta, tenía una formación clásica más sólida, y fue autor de algunas excelentes versiones poéticas de Horacio (cf Harrison, CH: 341 s.).

Aunque algo más tarde que a la América española, Horacio llegó también a la del Norte relativamente pronto[376]. En los cultivados ambientes de Boston y Filadelfia ya se advierten a mediados del XVIII muestras de horacianismo, en forma de imitaciones latinas y vernáculas (cf. Money, CH\ 323 s.). Uno de los primeros traductores norteamericanos de Horacio, aunque fragmentario y ocasional, parece haber sido J. Adams (1735-1826), segundo presidente de los ya Estados Unidos de América. Lo conocía bien E. A. Poe (1804-1849), que, por haberse formado en Escocia, tenía una sólida cultura clásica[377], si bien lo consideraba, sobre todo, como una autoridad de la preceptiva poética. El novelista D. Hawthorne (1804-1864) y el poeta W. Longfellow (1807-1872) plasmaron en sus obras su deuda con el Horacio de sus años escolares. Horacio también formó parte del famoso círculo de Concord, presidido por R. W. Emerson, gracias a H. D. Thoreau (1817-1862), poeta y ensayista, que trató de llevar a la práctica él ideal horaciano de la vida retirada recluyéndose en una cabaña junto a lago Walden. En su obra hay una presencia notable de Horacio como ocasión de juegos verbales que, según Mariani (EO III: 606) preludian los de J. Joyce. Ya en el s. XX, reclama un lugar en esta reseña el genial y errático E. Pound (1885-1972), que no incluyó a Horacio en la tríada de sus grandes poetas romanos (Catulo, Propercio y Ovidio), aunque no dejó de parafrasear alguna de las Odas (cf. Mariani, EO III: 607; Harrison, CH: 343; y también R. Frost (1875-1973), el poeta de New Hampshire, ligado a Horacio por su manera de sentir la naturaleza.

En los Países Bajos se mantuvo durante el siglo XVIII el alto nivel de los estudios clásicos alcanzado en los anteriores. P. Burman (1668-1741) fue un lejano epígono de D. Heinsius, con su edición comentada de Horacio (1699, 1713), al parecer no muy original; y esa tradición filológica ha seguido vigente hasta nuestros propios días (cf G. Chiariní, EO III: 147). Ahora bien, una vez que la época barroca consagró definitivamente el triunfo literario de las lenguas vernáculas frente al latín de las Utterae humaniores, una lengua minoritaria como la neerlandesa o flamenca no podía aspirar a un papel relevante dentro de lo que habitualmente llamamos tradición clásica. Con todo, y como era de esperar, en un suelo tan profusamente abonado por muchos años del mejor humanismo, no dejaron de brotar las manifestaciones de devoción horaciana en lengua patria, como la traducción de las Odas y Epodos de H. G. Oosterdijk (Haarlem, 1819[378])378, o las Odas de W. Bilderdijk, dedicadas a Napoleón y escritas en un tono que oscila entre Horacio y Píndaro[379].

Alemania conoció en el s. XVIII un auge del horacianismo suficiente como para que surgieran nuevos candidatos al título de Horatius Germanus. Así, S. G. Gothold (1711-1781), autor de excelentes traducciones poéticas. También el poeta rococó Fr. Hagedom (1708-1754) «cantor de las alegrías de la vida» (Quattrocchi, EO III: 310; 277) en sus imitaciones del Horacio anacreóntico, que suscitarían varios seguidores en la escuela de Halle, entre los que es de destacar J. P. Uz (1720-96). A ella estaba también vinculado K. W. Ramler (1725-1798), buen imitador y traductor de las Odas, y uno más de los «Horacios germanos[380]». Años antes había aparecido la edición comentada de J. M. Gesner (1691-1761), que supuso un importante balance de la crítica post-bentleyana (cf. M. Campanelli, EO III: 248 ss.). Pero fueron tres poetas pre-clásicos, de los inicios de la Aufklärung, los que llevaron a Horacio a la cumbre de su influencia en Alemania: W. E. Lessing (1729-1781), entusiasta propagandista de las Odas (cf. G. Chiarini, EO III: 322 s.); Fr. G. Klopstock(1724-1803), excelente recreador de Horacio y de sus metros en sus Oden (cf. Quattkocchi, EO III: 302[381]); y, en fin, Ch. M. Wieland (1733-1813), «el más integralmente horaciano» de todos ellos, algunas de cuyas versiones sellan convertido en clásicos de la literatura alemana (Quattrocchi, EO III:555).

Ya en el clasicismo, no falta a nuestra cita J. W. Goethe (1749-1832), que, si bien no fue un poeta especialmente devoto de Horacio, sembró en su obra un importante caudal de reminiscencias más o menos explícitas que acreditan su familiaridad con él (cf Quattrocchi, EO III: 260 ss.). Más horaciano fue el crítico y poeta J. G. Herder (1744-1803), reivindicador de Jakob Balde como «Horacio alemán» y traductor de bastantes de las Odas (cf. Quattrocchi, EO III; 282 s.).

Pasando a los tiempos románticos, observamos en Alemania la misma crisis de la tradición clásica y, consecuentemente, de la horaciana que ya hemos visto en otros países. H. Heine (1797-1856) admiró a Horacio como poeta, pero no tanto como persona, pues a su espantada en Filipos contrapuso la conducta heroica de Cervantes en Lepanto. Fr. Hölderlin (1779-1843) se atuvo, en su apreciación de la Antigüedad a los cánones neoclasicistas que dejaban en segundo término a los romanos frente a los griegos, aunque no dejara de dedicar a Horacio algún que otro homenaje (Quattrocchi, EO III: 280 s.; 283 s.)[382]. Al parecer, sólo dos poetas del XIX alemán pueden considerarse como propiamente horacianos. En primer lugar, A. v. Platten Hallermund (1796-1835), traductor, imitador y reivindicador de Horacio frente a la moda helenizante de su tiempo; además, E. Morike (1804-1875), uno de los mayores líricos alemanes, al que se aplicó el apelativo de «hijo de Horacio y de una mujer sueva» (Quattrocchi, EO III: 431 s.; 361).

Al tratar de la lengua y estilo de las Odas ya hemos aludido al entusiasmo que Fr. Nietzsche (1844-1900) sentía por ellas, hasta el punto de ponerlas por encima de sus modelos griegos. No sabemos si al expresarlo se dejaba llevar de su innato espíritu de contradicción y, frente al neohelenismo todavía imperante y encamado por su despiadado crítico Wilamowitz, quería reivindicar la originalidad del vate romano; al igual que, después de enemistarse con su antes admirado Wagner, ponía como modelo de música bien hecha a nuestro castizo Federico Chueca.

Ya en el siglo XX, la huella de Horacio en las letras alemanas ofrece manifestaciones de diverso signo. Son visibles en la poesía espiritualista de Stefan George (1868-1933), que influyó en las ideas de algunos de los conspiradores que en julio de 1944 trataron de liberar a Alemania del yugo de Hitler[383]. Más aún en la del poeta tradicionalista R. A. Schroder (1876-1862), traductor de Horacio y también su imitador en su lírica religiosa y profana (cf. Quattrocchi, EO III: 243; 473; 558). Y, en fin, también el polémico B. Brecht (1898-1956), que intentó acomodar la poética horaciana a la vulgata marxista, y que dejó no pocos testimonios de su conocimiento del poeta (cf. Quattrocchi EO III: 141 s.; 558).

Según puede suponerse, en la periferia europea la influencia de Horacio vino a más en la época moderna, por lo que también a su respecto nos atendremos a criterios selectivos. No entraremos en detalles en cuanto a territorios como Hungría, Bohemia y Moravia, Polonia, Escandinavia y otros. En efecto, aunque en todos ellos, al tiempo que la tradición clásica, ya estaba firmemente asentada la fama de Horacio, no parece que ésta se haya manifestado por sus huellas en ningún autor de talla supranacional[384]. En cambio, sí merece una reseña particular Rumanía, hija pródiga de la Romanía, gracias al más grande de sus poetas, M. Eminescu (1849-1889), que retomó con un entusiasmo conmovedor a las raíces culturales de su pueblo, y en particular a la poesía de Horacio (cf M. v. Albrecht, EO III: 208 s.; M. Papahagi, ibid.: 588 ss.).

Horacio ya era bien conocido en Rusia desde las reformas occidentalizantes de Pedro el Grande y de Catalina II. A. S. Pushkin (1799-1837), tal vez el más grande de los poetas que dio aquella tierra, puso a una de sus composiciones el lapidario epígrafe horaciano de Exegi monumentum aere perennius (Od. III 30,1), que también le sirvió de Leitmotiv para la misma; y en otros de sus poemas parafraseó ése y otros versos horacianos (cf. A. Lo Gatto, EO III: 445 ss.; A. Podossinov, ibid.: 596). Sobre el mismo tema volvería cien años después, en su Babij Jar[385], otro gran poeta ruso, E. Evtuschenko. En fin, también el más grande de los poetas griegos modernos, K. Kavafis (1863-1933), el último de los alejandrinos, evocó en sus versos a Horacio, y en particular sus andanzas juveniles en Atenas[386].