III. Historia del texto de Horacio

La tradición manuscrita

Recordemos, por de pronto, que la obra de Horacio nos ha llegado completa[66] y en bastante buen estado de conservación, según el parecer predominante. Son alrededor de 850 los manuscritos, incluyendo los renacentistas, que nos la han transmitido, aunque muchos de ellos sólo en parte. No es una cifra despreciable si se considera que de Virgilio, el poeta clásico por excelencia, tenemos unos 1000 y de las Metamorfosis de Ovidio, tal vez el más popular de los escritores antiguos, no más de 400 (cf. Villa, EO I: 319 ss.). Sin embargo, la tradición de la obra de Horacio no goza de un privilegio que sí han tenido las de Plauto, Terencio, Virgilio, Livio, Lucano y otros clásicos latinos: la de incluir manuscritos que remontan a la propia Antigüedad, aunque sea a la tardía. Tampoco los papiros han sido generosos con nuestro poeta: hasta la fecha sólo un verso suyo (A.P. 78) ha podido leerse en un testimonio de esa clase, el pap. Hawara 24 (cf. M. Capasso, EO I: 51 s.). Los más antiguos manuscritos de Horacio que conservamos fueron copiados durante el Renacimiento carolingio (s. IX), puerto seguro tras los llamados siglos oscuros, una vez alcanzado el cual puede decirse que no se ha perdido ninguna obra capital de la literatura latina antigua.

Naturalmente, gran parte de los 850 códices censados es irrelevante a la hora de establecer el texto de nuestro poeta, por proceder directa o indirectamente de originales también conservados. Y así, la moderna tradición editorial, que puede decirse que arranca de la edición de Keller-Holder (Leipzig, 1864-1870[67]) ha ido decantando dentro del voluminoso caudal de manuscritos disponibles un grupo —por lo demás variable— de los que parecen pertinentes para el establecimiento del texto.

Por comodidad expositiva y como siguen haciendo bastantes estudiosos[68], vamos a enumerar esos manuscritos partiendo de la clasificación propuesta en su día por Klingner en la introducción a sus sucesivas ediciones[69] aunque adelantando que la crítica posterior no reconoce a la misma el valor genético que su autor pretendía darle.

Pues bien, en la clase que Klingner agrupaba bajo la sigla Ξ. habría que incluir los códices:

A: Parisinus, París, Biblioteca Nacional, lat. 7900a, del monasterio de Corbie, copiado en Milán a finales del s. IX, según el autorizado parecer de Bischoff (cf. Questa, EO I: 334). Algunas hojas desgajadas de este códice se encuentran en el llamado Hamburgensis, Hamburgo, Staats-und Universitätsbibliothek, 53b.

B: Bernensis, Berna, Burgerbibliothek, 363. Venerable códice misceláneo que contiene poemas seleccionados de diversos autores. Al parecer, fue copiado en el Norte de Italia, de un original irlandés, a mediados del s. IX.

C/E: Monacensis, Munich, Staatsbibliothek, lat. 14 685, probablemente copiado en el monasterio alemán de Sankt Emmeran (Ratisbona) en el s. XII. La duplicidad de siglas obedece a la de modelos, que en su día demostró Klingner (la datación es de Bischoff, frente a una anterior en el s. XI; cf. C.O. Brink[70] 1971:6).

K: Codex Sancti Eugendi, Saint-Claude (Departamento del Jura, Francia), Biblioteca Municipal, 2. Procedente del monasterio de Saint Oyan (Sanctus Eugendus), del s. XI.

De la segunda clase de Klingner, agrupada bajo la sigla ψ, hay que citar, al menos, los códices:

φ: Parisinus, París, Biblioteca Nacional, lat. 7974, del s. x; al parecer, procedente del monasterio de Saint-Rémy de Reims.

ψ: Parisinus, París, Biblioteca Nacional, lat. 7971, del s. X, y tradicionalmente tenido como del mismo origen que el anterior (Bischoff lo niega, aunque le reconoce origen francés; cf. Questa, EO I: 331). Parece haber estado desde muy pronto en el monasterio de Fleury.

λ: Parisinus, París, Biblioteca Nacional, lat. 7972, al parecer copiado en Milán en torno al año 900[71].

l: Leidensis, Leiden, Biblioteca de la Universidad-Biblioteca Publica, 28, s. IX. Tal vez procede de Reims y muestra claro parentesco con el anterior.

δ: Harleianus, Londres, Museo Británico, 2725, de finales del s. IX. Comprado en 1725 por E. Harley al humanista J. Graevius (de donde su otra denominación de Graevianus). Parece haber sido copiado en el N. de Francia (según Bischoff, apud Questa, EO I: 331). Según Brink (1971: 10), es el único manuscrito importante que Bentley manejó en su edición.

d: Harleianus, Londres, Museo Británico, 2688, de origen francés, de principios del s. X; parece estrechamente emparentado con el anterior.

π: Pürisinus, París, Biblioteca Nacional, lat. 10 310, antes en la catedral de Autun (Augustodunensis). Al parecer, es del s. IX, y muestra semejanzas con d y δ.

R: Vaticanus, Biblioteca Vaticana, Reg. lat. 1703, el más antiguo de los manuscritos conservados, en todo caso anterior al año 849 en razón de las notas del poeta carolingio Walafrido Estrabón que contiene, identificadas por Bischoff. Como su sigla indica, procede del fondo de códices legados a la Biblioteca Vaticana a finales del s. XVII por la reina Cristina de Suecia. Parece proceder del monasterio de San Pedro y San Pablo de Wissemburg (Alsacia).

u: Parisinus, París, Biblioteca Nacional, lat. 7973, de los ss. IX/X.

En fin, a la tercera clase o familia de códices de Klingner, agrupada bajo la sigla Q, se adscriben, entre otros, los que siguen:

L: Laurentianus, Florencia, Biblioteca Laurenziana, plut. 34.1; al parecer, de finales del s. x, utilizado y anotado por Petrarca. Fue conocido por Klingner sólo después de su Ia edición.

U: Vaticanus, Biblioteca Vaticana, lat. 866, ss. X/XI, también tardíamente conocido por Klingner.

a: Ambrosianus, Milán, Biblioteca Ambrosiana, O 136 sup., antes Avennionensis, ss. IX/X.

E: Monacensis, parte del C/E (vid. supra) que como decíamos, parece proceder de una tradición distinta.

ϭ: Sangallensis, Sankt Gallen (Suiza), Biblioteca Municipal, 312, del s. x.

Ox: Oxemiensis, Oxford, Biblioteca Bodleiana (antes en la del Queen’s College), s. xi (cf. Questa, EO I: 331).

Caso aparte hay que hacer del manuscrito V, Blandinianus Vetustissimus, del monasterio de San Pedro de Mont Blandin (Blankenberg), cercano a Gante. Era, tal vez, el más antiguo de los que habían llegado a la Edad Moderna, pero ardió junto con bastantes otros libros en el incendio provocado en 1566 por los rebeldes protestantes de Flandes. Afortunadamente, el humanista J. Cruquius (Jakob van Cruucke) había hecho una colación de sus lecturas y de las de otros manuscritos de la misma biblioteca con vistas a su edición (aparecida en Amberes entre 1565 y 1578), lo que ha permitido sacar cierto partido de su testimonio.

Hasta aquí el censo de la mayoría de los manuscritos que los modernos editores han estimado relevantes para establecer el texto de Horacio. Nos queda por abordar la ya aludida cuestión genética: la de la relación histórica que mantienen unos con otros. Podríamos ponernos la venda antes de la herida recordando una de las famosas boutades de A. E. Housman, uno de los mayores críticos textuales de todos los tiempos: aquélla en la que se refería a la clasificación de los manuscritos de Horacio como a un problema «de tanta complicación y de tan poca importancia[72]». Y es que, aun sin ir tan lejos, hay que reconocer, como también advierte Tränkle[73] que las investigaciones llevadas a cabo sobre ese problema durante más de cincuenta años «apenas han ejercido influencia en aquello que principalmente debían propiciar, a saber, la propia configuración del texto». La explicación de ese hecho innegable tal vez reposa sobre otro que tampoco discuten muchos: el de que, por decirlo con palabras de R. J. Tarrant[74], «el texto de Horacio se ha conservado relativamente bien: las variantes antiguas no son excesivamente numerosas, los versos interpolados son escasos —Horacio no puede haber sido fácil de imitar— y la tradición indirecta no ofrece ninguna lectura indudablemente correcta que no se encuentre en los manuscritos medievales[75]».

Ya dábamos a entender más arriba que la clasificación tripartita propugnada por Klingner en sus sucesivas ediciones llegó a tener un cierto carácter canónico; y de hecho, algo queda de su intento de encuadrar la variopinta grey de los códices horacianos relevantes en uno o varios stemmata o árboles genealógicos, según los principios de la moderna crítica textual sentados, sobre todo, por el genial K. Lachmann. El método de Lachmann permitía establecer relaciones de parentesco entre los manuscritos (atendiendo sobre todo a sus errores comunes) y, en última instancia, no siempre accesible, llegar hasta un hipotético arquetipo, fuente última de todos los testimonios conservados de la obra, Klingner, como decíamos, creyó posible clasificar los manuscritos de Horacio atendiendo a esos principios, así como al orden en que aparecen las obras en ellos y al de los subtítulos que suelen llevar las Odas y Epodos, no sin tener en cuenta los precedentes intentos de Keller y Vollmer. Estableció así, en primer lugar, dos fontes capitales, las ya vistas clases Ξ y ψ, sucesoras de sendas ediciones antiguas (subarquetipos), que ya estarían diferenciadas en los tiempos del escoliasta Porfirión (ss. II/III). Además arbitró su clase Q, para incluir los manuscritos que, en su opinión, y ya en la Alta Edad Media, habrían surgido de la contaminación de las otras dos familias; es decir, los que presentaban semejanzas significativas con la una y la otra, lo que sólo podían explicarse por un trasvase de correcciones entre ellas. Sin embargo, la crítica de los años posteriores no ha dejado en pie mucho de ese intento de clasificación.

El ataque más contundente fue el de Brink (1971: 1 ss.). En efecto, demostró, y a la luz del criterios más relevante —el de los errores que los códices presentan— que en muchos casos tal esquema, simplemente, no funciona, en razón de las concomitancias horizontales que se dan entre manuscritos de clases diversas (Brink, 1971: 16 ss.). La de Horacio sería, pues, una «tradición abierta», alterada desde muy pronto por contaminaciones entre textos de familias distintas y en la que, consecuentemente, el método de Lachmann no puede abrirse camino. En lapidaria sentencia del propio Brink (1971: 20): «Las variantes se dividen en clases, pero los manuscritos no». En fin, como hipótesis con que explicar ese confuso panorama, Brink (1971: 29) propone la de que «en el principio mismo de nuestra tradición manuscrita está la supervivencia hasta el s. IX de, al menos, dos copias antiguas que representaban las dos clases divergentes de lecturas. El Blandiniano (V) puede representar una tercera tradición». Concretando más, Brink (1981: 30) conjetura que los subarquetipos de los que deriva nuestra tradición manuscrita de Horacio deben de ser anteriores a los inicios del s. VI.

Esa línea de escepticismo sobre las relaciones entre los códices horacianos parece imperar hasta nuestros días. Es la que, con particulares matices, siguen, entre otros, Tarrant (apud Reynolds, 1983: 182 ss.), Tránkle (1992: 7 ss.), Borzsák (1984: VII), Shackleton Bailey (1995:1 ss., que empieza por adherirse a las conclusiones de Brink, aunque mantiene la sigla ψ) y Brugnoli-Stok (EO I: 344).

Las ediciones

Haremos ahora un breve sumario de las principales ediciones impresas, limitándonos, además, a las completas y dejando las parciales para las introducciones a cada una de las obras a las que correspondan[76].

Parece ser que la editio princeps de Horacio es una publicada sin indicación de fecha, lugar ni editor, pero sí con muchos errores y omisiones. Se la data en tomo a 1470 y podría deberse al impresor Basilius, de Venecia. Ya con su fecha se publica en Milán, en 1474, la de Zarotto. La sigue otra incompleta, y sin indicación de año ni lugar, promovida por G. Alvise Toscani y realizada por Marchese y Sabino, que parece haberse impreso en Roma hacia 1475. La primera completa parece ser la impresa en Treviso o Venecia hacia 1481 por M. Manzolo, bajo la dirección de R. Regio y L. De Strazarolis. Dejando de lado otras ediciones incunables[77], llegamos a la Aldina aparecida en Venecia en 1501, por obra del famoso Aldo Manuzio, sucesivamente reeditada. Transcurrida ya la primera oleada de entusiasmos humanísticos, que dio paso a una época de mayor reflexión crítica —más filológica— sobre los textos clásicos, aparecen, en Lión, en 1561, la muy importante edición comentada de D. Lambin (Lambinus), y en Amberes, en 1578, la de J. Cruquius, ya aludida por ser el único testimonio del perdido códice Blandinianus. Hay que mencionar también las de H. Estienne (Stephanus), París, 1575, y D. Heinsius, uno de los prohombres del período holandés de la Filología Clásica (Leiden, 1605). Sigue, ya al final del siglo, la de E. Dacier, con traducción francesa y amplio comentario (París, 1681-1689).

Y así, saltando sobre contribuciones menores, llegamos a la que cabe llamar la revolución bentleyana. Nos referimos, naturalmente, a la edición comentada de Horacio que Richard Bentley, profesor en Cambridge, publicó por primera vez en 1711[78]. Es tal vez la más famosa, pero sin duda la más discutida de las ediciones de nuestro poeta, dado que llevó hasta el extremo el procedimiento de la conjetura o emendado ope ingenii. Cierto que el ingenium de Bentley era grande, pero en opinión de algunos más le hubiera valido aplicarlo a un mejor conocimiento de los manuscritos disponibles antes de formular las nada menos que 700 enmiendas que propuso a pasajes de la vulgata horaciana que consideraba corruptos. Pero él tenía las ideas claras: «Para mí, el propio contenido y la razón tienen más fuerza que cien códices» (nota a Od. III 27, 15, en su 2a edición, 1713). Como derivación descontrolada de la línea abierta por Bentley cabe considerar las sucesivas ediciones del holandés P. H. Peerlkamp (Harlem, 1834; Amsterdam, 1864), que podó como espurios centenares de versos del texto de Horacio conocido y admitido hasta la fecha. Por esos mismos tiempos publicó la suya el suizo J. K. von Orelli (Zúrich, 1837-38), mucho más conservadora y sensata, y que ha mantenido hasta nuestros días su interés gracias a sus sustanciosos comentarios.

Hay acuerdo entre los estudiosos en que las ediciones propiamente modernas de Horacio se inician con la ya citada de O. Keller y A. Holder (Leipzig, Teubner, 1864-70). No es de extrañar, porque algo antes K. Lachmann había dado a la luz sus principios de crítica textual. Tras haber ampliado notablemente el espectro de los manuscritos colacionados (al parecer, hasta unos 60), esos editores fueron también los primeros que intentaron clasificarlos en familias; y también los primeros que, a la postre, pusieron el dedo en la llaga que, como veíamos, afecta gravemente a la tradición textual de Horacio: la de la contaminación o «nivelación» entre manuscritos de distintas estirpes[79], que perturba gravemente el reconocimiento de sus relaciones genealógicas.

Siguiendo la línea del tiempo, creemos de justicia mencionar una edición que, sin pretensiones de añadir novedades al establecimiento del texto de Horacio —algo comprensible tras la entonces reciente edición de Keller-Holder— prestó y sigue prestando a los estudiosos notables servicios con su rico comentario exegético, en su día tal vez el más completo de los disponibles. Nos referimos a la de A. Kiessling y R. Heinze, que vio la luz en Leipzig en los años 1884-89 a cargo del primero, y que de la mano del segundo alcanzó numerosas reediciones corregidas y actualizadas, hasta la 4a de las Epístolas (1914), la 5a de las Sátiras (1921) y la T de las Odas y Epodos (1930[80]). De mayor gálibo en cuanto a crítica del texto, pero de inferior nivel en su comentario es la de Plessis-Lejay-Galletier (París, 1911-1924), que los latinistas españoles tuvieron en su día como la edición anotada más accesible. Pero en el mundo de habla francesa vino a ocupar poco después el puesto de edición canónica de Horacio la de F. Villeneuve (París, Les Belles Lettres, 1927-1934), que tomaba posiciones propias en cuanto al texto y ofrecía además una buena traducción.

Desde la de Keller-Holder, hasta las sucesivas ediciones de Fr. Klingner (Leipzig, Teubner, 1939, 1950, 1959, 1970, 1982), pasando por la de Vollmer (1907, 1912) y las que acabamos de citar, la cuestión de la clasificación de los códices siguió desempeñando un papel central, con los poco fructíferos resultados que más arriba hemos visto. En ese período cabe registrar iniciativas editoriales de gran rigor e inspiradas por un espíritu de independencia, entre las que destaca la del gran filólogo italiano M. Lechantin de Gubernatis (Turín, Corpus Parauianum, 1957, completada en 1960 por D. BO).

Y así llegamos a los primeros años 80 del pasado siglo, con Alemania todavía dividida en dos estados, en cada uno de los cuales existía una Editorial Teubner, la editorial canónica de los clásicos antiguos. Una y otra casa decidieron reemplazar la edición de Klingner, que, si no en cuanto a la letra de su texto, sí podía considerarse superada en cuanto a la clasificación de los manuscritos que proponía. Tomó la delantera la de Leipzig con la edición del notable filólogo húngaro I. Borzsák (1984[81]). Es un mérito de la misma el de haber llevado hasta el final la crítica de los esquemas genéticos de Klingner, ya iniciada por Brink. Sin embargo, no parecen ser tantos los que se le han reconocido en lo que al establecimiento del texto se refiere. En efecto, se la ha acusado de dejarse llevar de una marcada tendencia conservadora[82]. Al año siguiente, el 1985, fue la Teubner occidental, la de Stuttgart, la que dio a la luz su nuevo Horacio, con la edición del gran filólogo de Cambridge —primero del británico y luego del ultramarino (Harvard)— D. R. Shackleton Bailey. «Richard Bentley redivivus!» llamaba a este nuevo editor uno de sus recensores (J. Delz, Gnomon 60 [1988]: 495.), a la vista del texto de Horacio absolutamente innovador, por no decir revolucionario, que presentaba ante la comunidad filológica, salpicado de cruces (signo de los presuntos loci corrupti) y de conjeturas, que lo apartaban del de Borzsák en unos 350 pasajes, y del de Klingner en unos 450. Ello no impedía al recensor admitir que la edición era «una contribución magistral[83]». Por lo demás, el propio Bailey reconoció en su momento (introducción a su 2.ª ed., 1995) que su primera edición estaba aquejada de no pocas erratas, luego corregidas.

Entretanto, con ocasión del bimilenario de la muerte de Horacio, y como muchas otras publicaciones conmemorativas, se había gestado la gran edición patrocinada por el Istituto Poligrafico dello Stato de Roma, a cargo de varios de los mejores especialistas italianos del momento. Con introducciones de F. Della Corte se publicaron primero las Odas y Epodos (1991), en edición crítica de P. Venini (con comentario de E. Romano); luego (1994), las Sátiras, editadas por P. Fedeli (comentadas por él mismo), y al fin (1997), las Epístolas y el Arte Poética, también con texto crítico y comentario de Fedeli. A todas las acompañan traducciones que luego reseñaremos.

Al término de este apartado algún lector puede haberse extrañado de que en nuestro censo no comparezca ninguna edición de Horacio elaborada en España. La razón de ello es que, en efecto, por el momento, no tenemos una de toda su obra que responda a las exigencias filológicas que cumplen todas las mencionadas, e incluso algunas de las omitidas por exigencias de la brevedad. Por lo demás, también es verdad que ya ha aparecido entre nosotros, como veremos, alguna edición parcial que merece considerarse como crítica, y tenemos noticia de algunas otras en curso. Sin embargo, no queremos dejar sin mención una edición completa de Horacio que, aunque publicada en Italia, vio la luz gracias a dos españoles, un político ilustrado y un jesuita expulso, a los que la compartida devoción por Horacio, tal vez ayudada por la lejanía de la patria, logró unir para esta noble empresa: don J. Nicolás de Azara, entonces embajador en Roma, y el segoviano P. Esteban de Arteaga. Es una edición que, al menos, ha pasado a la historia de la tipografía por la belleza y nitidez de sus caracteres. Y es que fue impresa en Parma, en 1793, en el famoso taller de G. B. Bodoni, a expensas de Azara, que también había llevado la dirección de la obra, asistido por Arteaga y otros eruditos. Es difícil de encontrar, dado que de la misma sólo se imprimieron 128 ejemplares[84]. No sabemos si se ha investigado la posición de esa edición en el marco de la critica horaciana de su época, pero sí que recibió duras críticas de algunos estudiosos del tiempo, que vieron en ella una mera pieza para bibliófilos (cf A. Iurilli, EO III: 135[85]).

Las traducciones

El caudal de las traducciones horacianas que han visto la luz desde los primeros tiempos de la imprenta hasta nuestros días es, obviamente, inmenso. Aquí sólo haremos un censo sumario de las que nos parecen más dignas de mención dentro de las que incluyen toda la obra del poeta, dejando para las introducciones parciales a las diversas obras las que sólo recogen alguna o algunas de ellas. Por razones prácticas, también consideraremos como traducciones completas algunas que, aunque debidas a autores distintos, han aparecido en el seno de una misma publicación o colección, abarcando en su conjunto la totalidad de las obras de Horacio.

Comenzando con las traducciones al italiano, que parecen reclamar un cierto derecho de primogenitura, y ciñéndonos a las más recientes y accesibles, cumple citar ante todo la ya aludida que se incluye en la gran edición del Bimilenario (Roma, Istituto Poligrafico dello Stato, 1991-1997). Se debe a L. Canali (Odas y Epodos) y C. Carena (Sátiras y Epístolas). En uno y otro caso se trata de versiones muy fiables, pese a las concesiones que a veces hacen al logro de ciertos ritmos y medidas. Acto seguido, recordaremos que el vol. I de la obra, ya tan citada en estas páginas, Orazio. Enciclopedia Oraziana (Roma, Istituto della Enciclopedia Italiana, 1996) se abre con una edición bilingüe de todas las obras del poeta cuyas traducciones, según el orden en que en ella aparecen, se deben a M. Beck (Epodos), M. Labate (Sátiras), «varios [traductores]» (Odas[86]).

Aunque en grado diverso, todas ellas pueden considerarse como fieles a sus originales, y su belleza literaria no necesita ponderación.

En el ámbito de la francofonía es forzoso comenzar con una concesión al pasado, para recordar la traducción que A. Dacier añadió a su edición ya comentada (1681-1689), que llegó a ser clásica. También es digna de recuerdo la casi completa (pues omite el Arte Poética) del poeta parnasiano e incansable traductor de clásicos antiguos —al parecer, pañi lucrando— CH. Leconte de Lisle (París, Lemerre, 1873). Entrando ya en el período moderno y propiamente filológico de nuestros estudios, hay que decir que la traducción de referencia al francés de la obra completa de Horacio ha venido siendo la que acompaña a la ya citada edición de F. Villeneuve (París, Les Belles Lettres, 1927-1934), que con algunas correcciones ha seguido reeditándose hasta la fecha.

En los países de lengua alemana son especialmente numerosas las traducciones de Horacio, de la mayor parte de las cuales, por obvias razones prácticas, vamos a prescindir aquí. La más reciente de las completas parece ser la aparecida en la colección Tusculum, de la editorial Artemis (Düsseldorff-Zúrich), debida a G. Fink (Odas y Epodos, texto del mismo, última edición en 2002) y a G. Herrmann (Sátiras y Epístolas, con texto de G. Fink, última ed. en 2000).

En fin, también son incontables las versiones horacianas en lengua inglesa. De las que abarcan toda la obra y han aparecido en época moderna es de destacar la de la ilustre Loeb Classical Library (Cambridge-Londres, Harvard Univ. Press), recientemente renovada con la edición y traducción de las Odas y Epodos de N. Rudd (2004), en tanto que se ha mantenido para Sátiras y Epístolas la ya veterana de H. R. Fairclough (1926), reeditada, al menos, hasta 1978.

Y pasamos ya al censo de las versiones que más pueden interesar a nuestros lectores, las españolas[87]. Siempre dentro de las completas, la más antigua traducción de Horacio de la que se tiene noticia parece ser la escrita en prosa que se incluye en la «edición» bilingüe y comentada de Juan Villén de Biedma (Granada, Sebastián de Mena, 1599), que Menéndez Pelayo 1951 (=1885): 87[88] calificó de «hecha servil, rastrera y literalmente, como para principiantes».

De nuestros Siglos de Oro parecen proceder también otras dos versiones españolas completas, pero inéditas, que Menéndez Pelayo cita (18 851 = 1951 VI: 109 s.). Una de ellas, anónima y en verso suelto, «trabajado, a lo que parece, por un jesuita», se encontraba manuscrita en una biblioteca donde la vio el erudito horaciano don Juan Gualberto González. Acabó en paradero desconocido, lo que no parece habernos causado grave pérdida, al menos si nos atenemos al juicio de Iriarte, que consideraba ese trabajo «de todo punto absurdo». La otra versión, también manuscrita y al parecer del s. XVII, recaló en la Biblioteca Nacional, junto con otros libros del erudito heterodoxo don Luis de Usoz, colegial de San Ildefonso de Alcalá y de San Clemente de Bolonia. Don Marcelino no le reconoce «ningún mérito».

Del siglo XVIII no parece haber ningún Horacio completo en español, pese a la devoción que los ilustrados de aquel tiempo sintieron por el poeta; pero a un ilustrado tardío, el político liberal —con el tiempo, más bien moderado— don Javier de Burgos (1788-1849), debemos, aparte de la actual división provincial de España, la mejor versión de Horacio de las aparecidas hasta entonces, siempre según el parecer de Menéndez Pelayo[89]. Su primera edición, acompañada de texto latino y notas, apareció en 1819-1821 en Lión y por dos veces se reimprimió también en Francia (1834 y 1841). En 1844 se publicó en Madrid, impresa por J. de la Cuesta, una segunda, profundamente revisada por el propio Burgos. Es una traducción en verso, especialmente afortunada en las obras líricas, en las cuales demuestra un particular dominio de la estrofa sáfica rítmica. Esta versión supuso un hito en la historia del horacianismo hispano, y fue la última completa que parece haberse publicado hasta el s. XX[90].

Las versiones completas de Horacio al español aparecidas en el siglo XX de las que tenemos noticia son las siguientes[91]:

T. Meabe, Quinto Horacio Flaco, Obras completas, versión castellana de… París, Garnier [s. a.][92]

G. Salinas, Obras completas de Horacio; traducidas y anotadas por don… Madrid, Biblioteca Clásica, Librería de Perlado, Páez y Cía. 1909 (reeditada en la misma colección por Sucesores de Hernando, al menos, en 1924[93]).

J. Cejador y Frauca, Horacio: fiel y delicadamente vuelto en lengua castellana, Madrid, Librería y casa editorial Hernando; obra póstuma del discutido filólogo[94].

L. Rtber, Obras completas, Publio Virgilio Marón, Horacio; prólogos, interpretaciones y comentos de…, Madrid, Aguilar, 1941; reeditada, al menos, hasta 1967 (5a ed.). Es de los tantos frutos de la incansable labor traductora del humanista y académico mallorquín mosén Llorenç Riber[95].

A. Cuatrecasas, Obras completas [de] Horacio; introducción, traducción y notas de… Barcelona, Planeta (Clásicos universales), 1986 (2a ed. 1992[96]).

M. Fernández Galiano-H. Silvestre:

—, Horacio, Odas y Epodos. Traducción de M. F. G., introducciones de V. CRISTÓBAL, Madrid, Cátedra, 1990[97].

—, Horacio, Sátiras, Epístolas, Arte Poética, ed. bilingüe de H. S., Madrid, Cátedra, 1996[98].

En cuanto a traducciones completas a otras lenguas de España, la única que sabemos que quepa reseñar es la de la colección publicada por la benemérita Fundació Bernat Metge. En ella podemos encontrar un muy digno Horacio, con texto latino revisado para la ocasión —ya que no propiamente crítico— y traducción catalana. Las Odas y Epodos corrieron a cargo de J. Vergés (1978-1981), mientras que las Sátiras y Epístolas ya habían sido revisadas por I. Ribas y traducidas por Ll. Riber (1927).

Sobre esta traducción

Mucho dudamos en su día a la hora de elegir la edición latina sobre la que hacer nuestra versión de Horacio. Nos parecía conveniente, por razones de coherencia, servimos de la misma para todas las obras; y partíamos también del prejuicio —si así se lo quiere llamar— de que, salvo prueba en contrario, una de la Bibliotheca Teubneriana, en razón del ya secular prestigio de esa colección, podía presumirse fiable y en principio preferible a las demás.

A la altura del año 1982 podía decirse que aún se contaba entre las modernas ediciones críticas completas la teubneriana de Fr. Klingner, por más que su primera publicación datara de 1939 y no fueran muchas las variaciones introducidas en sus sucesivas reediciones de 1950,1959 y 1970, hasta la 6a y, al parecer, última, aparecida en el citado año 1982. Como antes recordábamos, en 1984 la casa Teubner de Leipzig publicó la nueva edición de Borzsák, y al siguiente apareció en la de Stuttgart la de Shackleton Bailey. En tales circunstancias, puestos a la tarea, se nos planteó un problema de elección aun sin salir del marco de las ediciones teubnerianas. Pues bien, la reflexión sobre el impacto que las dos más recientes habían producido en el gremio filológico acabó por convencernos de que ni la una ni la otra, aunque por razones bien diversas, ofrecían grandes ventajas con respecto al texto de Klingner, al menos a la luz de los principios que inspiran esta colección. En efecto, y como ya hemos indicado más arriba, la edición de Borzsák fue considerada por la crítica como extremadamente conservadora, en tanto que la de Bailey —al margen de las erratas que la empañaban en su primera aparición, luego subsanadas— se presentaba llena de problemas: de novedosas conjeturas y de indicaciones de supuestos lugares corruptos que, al tiempo que acreditaban el extraordinario acumen filológico del editor, convertían su texto una apasionante propuesta para la discusión entre expertos más que en una base idónea para traducciones como las que en esta colección se pretende ofrecer. Y al fin decidimos zanjar la cuestión ateniéndonos al texto de Klingner, aunque sin ignorar las propuestas de los dos otros editores mencionados y de algunos otros, y haciendo constar en la correspondiente nota de pie de página los casos en que nos apartáramos de esa edición de base. Con ello, creemos haber elegido una sensata vía media entre la tendencia conservadora de Borzsák y la francamente revolucionaria de Bailey. En resumidas cuentas, seguimos pensando, con C. Questa (EO I: 330), que Klingner ofrece una buena «vulgata textual»; y el hecho de que los responsables de la gran edición conmemorativa del Bimilenario hayan retomado «sustancialmente» al texto que aquél ofrecía (R. Rocca, EO I: 362; cf. P. Venini, EO III: 301) contribuye a que no nos sintamos mal acompañados en nuestra posición.

Pasando ya a cuestiones formales, recordaremos que las Normas por las que se rige la Biblioteca Clásica Gredos establecen que «la traducción de las obras en verso se hará normalmente en prosa». El lector verá de inmediato que nos hemos atenido a ese precepto, sin intentar siquiera que la división del texto original en versos y, en su caso, en estrofas se reflejara en la disposición tipográfica del texto traducido (cosa, por lo demás, muy difícil en muchas de las composiciones líricas sin falsear la realidad, dadas la reducida extensión de algunos versos y las alteraciones del orden de palabras que suele imponer la traducción). Dicho esto, conste que nada tenemos en contra de las traducciones más o menos versificadas de los poetas antiguos, y sí mucha admiración por quienes han tenido la capacidad de hacerlas sin traicionar el sentido del original; pero sólo esto último es lo que aquí hemos pretendido. En cambio, no negaremos que ocasionalmente, cuando la azarosa combinatoria de las palabras lo permitía, e incluso lo sugería, no hemos nadado contra corriente y nos hemos dejado llevar por ciertos ritmos que los lectores sin duda han de captar y tal vez incluso apreciar.

Hemos seguido en el orden de publicación el ya tradicional entre los editores, basado en el que sigue una buena parte de los manuscritos: Odas, Canto Secular, Epodos, Sátiras y Epístolas. Ya hemos visto que ese orden no corresponde al de la publicación de las obras, que más bien sería algo así como: Sátiras I, Epodos, Sátiras II (¿o viceversa?), Odas I-III, Epístolas I, Canto Secular, Epístolas II (?), Odas IV (?), Arte Poética.

Pero, aparte las dudas que acabamos de señalar en ese presunto orden histórico, creemos que poco o nada hubiéramos adelantado con apartarnos del que mayoritariamente se ha seguido hasta la fecha.

Algo tenemos que decir también al respecto de las convenciones ortográficas aquí seguidas. En la transcripción de los nombres propios griegos, y según es norma de esta colección, nos hemos atenido a los criterios establecidos por M. Fernández Galiano, La transcripción castellana de los nombres propios griegos (Madrid, Sociedad Española de Estudios Clásicos, 1969, 2a ed.). Sin embargo, ello no nos ha librado de dudas a la hora de decidir si ciertos nombres cultos de origen griego o latino merecían los honores de la mayúscula inicial, o debían quedarse en la minúscula que la Real Academia les adjudica, al menos de manera implícita, al inventariarlos en su Diccionario entre los nombres comunes. Nos referimos sobre todo a los nombres genéricos de divinidades menores o seres míticos de condición múltiple (o, si se prefiere, colegiado) como los de «musa», «camena», «náyade», «ninfa», «parca», «titán», «gigante», «centauro» y similares; y también a los anemónimos como «euro», «noto», «favonio», «aquilón» o «ábrego». Según puede intuirse, hemos preferido en esos casos la grafía con minúscula, en contra del generoso uso de las letras capitales que hacen algunos colegas, tal vez bajo la influencia de las ortografías de otras lenguas de cultura.

No son pocos los agradecimientos que aquí podríamos consignar. Nos limitaremos a los imprescindibles que merecen la Editorial Gredos por su paciencia, y nuestro colega Vicente Cristóbal por las muchas mejoras que ha aportado a esta traducción con sus correcciones y sus liberalidades bibliográficas.