Para conocer la vida de Horacio contamos con un caudal de noticias bastante amplio, al menos en relación con lo que es habitual al tratar de los clásicos griegos y latinos. Ante todo tenemos una sustanciosa Vita transmitida junto con la obra del poeta, como también ocurre en los casos de Terencio, Virgilio, Tibulo y Lucano, entre otros. De esa Vita Horati se cree que es, al igual que la más famosa de las Vitae Vergilianae, una versión abreviada —y en algunos puntos corrompida— de la que el polígrafo Gayo Suetonio Tranquilo, el biógrafo de los Doce Césares, incluyó a comienzos del s. II d. C. en la sección De poetis de su enciclopedia prosopográfica De uiris illustribus.
Sin mengua de los problemas de fondo y forma que plantea, la Vita Suetoniana de Horacio tiene a su favor una circunstancia digna del mayor respeto: la de que su casi seguro autor desempeñó, en el reinado de Trajano (98-117 d. C.) y en los primeros años de su sucesor Adriano, el cargo de secretario imperial, que le permitió el acceso a los archivos de la corte y, concretamente, a la correspondencia de Augusto y sus sucesores; es decir, a documentos de primera mano, de los que en la Vita Horati, como el resto de sus biografías conservadas, ofrece varias muestras. Añadamos que de la Antigüedad nos han llegado otras dos Vitae Horati, que encabezan los comentarios a su obra escritos por Porfirión (s. II/III d. C.) y por el llamado Pseudo-Acrón (s. V d. C.), pero son mucho más breves que la suetoniana y nada nuevo añaden a lo que por ella sabemos.
Además de los que nos brinda la Vita de Suetonio, disponemos de los abundantes datos e indicios sobre el curso de su vida y de su quehacer de poeta que el propio Horacio sembró a lo largo de su obra, especialmente de sus Sátiras y Epístolas.
Quinto Horacio Flaco nació el 8 de diciembre del año 65 a. C. en Venusia, la actual Venosa (provincia de Potenza), situada a unos 250 kms. al S.E. de Roma, en el extremo de la Apulia que linda con la Lucania; una tierra dura, cuya aridez sólo alcanzaba a aliviar en parte el inconstante caudal del río Áufido (hoy Ófanto). Aquella región estaba sometida a Roma desde el final de las Guerras samníticas (c. 290 a. C.), y con vistas a asegurar su control se habían instalado allí colonias de ciudadanos romanos; entre ellas, una en Venusia (al parecer, en el 291 a. C.), según recuerda el propio Horacio;
… yo, que no sé si soy de Lucania o bien de Apulia; pues por el confín de una y otra lleva su arado el colono venusino que allí fue enviado, según cuentan las viejas historias, una vez que se expulsó a los sabelios, a fin de que el enemigo no cayera sobre los romanos marchando por tierra desierta, si el pueblo de Apulia o la violenta Lucania desencadenaban la guerra (Sát. II 1, 34-39).
No parece que a la larga esa medida diera los resultados pretendidos, pues en la llamada Guerra social (en realidad, la «Guerra de los aliados») o Guerra de los marsos, en la que buena parte de los pueblos itálicos se alzaron contra Roma exigiendo un trato igualitario, los comarcanos de Venusia —genéricamente samnitas o sabélicos—, se unieron al levantamiento. Roma se impuso, como de costumbre, tras una dura campaña (91-89 a. C.) que a muchos de los derrotados les valió la pena de la esclavitud. Entre ellos, según algunos creen[1], se encontraría precisamente el padre de nuestro poeta. Andando el tiempo, habría sido manumitido por su dueño, algún miembro de la gens Horatia, del cual habría tomado el apellido que legó a su hijo, ya nacido libre (cf. Sát. 1 6, 8: «… yo, nacido de un padre liberto»). También se ha pensado que el padre de Horacio pudo haber sido esclavo público y que debería su nombre a que los ciudadanos romanos de Venusia pertenecían precisamente a la tribu Horacia[2].
Aunque de condición libre desde su nacimiento, no dejaba de ser Horacio un liberti filius, el hijo de un antiguo esclavo, un hombre social mente marcado. La Vita Suetoniana nos habla de ello remitiéndose al testimonio del propio poeta (Sát. 16,6; Epi. I 20, 20), que en cierto pasaje incluso parece recrearse en una morbosa rememoración de sus orígenes:
Ahora vuelvo a mí mismo, hijo de un padre liberto, y al que todos le hincan el diente como a hijo de un padre liberto… (Sát. 16, 45 s.).
Añade la Vita que el padre de Horacio, alcanzada ya la libertad, había sido exactionum coactor, una especie de agente de subastas, testimonio que Horacio confirma en Sát. I 6, 86. Era un cargo modesto pero potencialmente lucrativo, a medio camino entre el ámbito oficial y el privado, cuyas funciones consistían en representar a los propietarios en la puja por los bienes que pusieran en pública venta y cobrar al comprador el importe correspondiente, mediante una cierta comisión (cf E. Fraenkel, Horace, Oxford, Oxford Univ. Pr., 1957: 5). Sin embargo, la Vita también se hace eco de una versión menos honorable de los antecedentes profesionales del buen liberto, recordando que, según otras noticias, había sido salsamentarais (vendedor de salazones[3]), y que en el curso de una discusión alguien le había soltado a la cara al poeta: «¡Cuántas veces vi yo a tu padre limpiándose los mocos con el brazo!».
Volvamos a lo que parece estar razonablemente acreditado. Horacio, que nunca alude a su madre —aunque sí afirme que, en caso de haber podido, no hubiera escogido otros padres, «con los míos contento» (Sát. I 6, 96[4])—, consideró siempre a su padre como el artífice de la formación que le permitió alcanzar la cima del éxito literario y social en la Roma de Augusto. Fue una empresa larga y costosa.
Una vez que se vio «humilde dueño de un predio modesto» (Sát. I 6,71), el padre de Horacio echó cuentas de lo que quería y podía hacer por su hijo. No le hubiera importado que acabara siendo pregonero o, como él mismo, agente de subastas (Sát. I 6, 85 ss.), pues lo que pretendía sobre todo era que aprendiera a vivir honrada y sensatamente. Por de pronto, el buen hombre era consciente de que en el ambiente provinciano de Venusia su hijo nunca dejaría de ser el hijo del liberto, al menos ante los chicos bien del pueblo, los hijos de los «centuriones ilustres» —sin duda descendientes de los veteranos asentados en la ciudad tras la Guerra social—, que iban tan ufanos a la escuela con sus carteras y tablillas colgadas del brazo y llevando, a mitad de mes, las ocho monedas que les cobraba por su enseñanza el maestro Flavio (Sát. 16, 72 ss.). Y así —nos cuenta el poeta— su padre decidió hacer un esfuerzo y se atrevió a llevarme a Roma cuando era un niño, para que me enseñaran los mismos saberes que cualquier caballero o cualquier senador hace que aprendan sus hijos. Si alguien hubiera visto mi atuendo y los siervos que me acompañaban, como era del caso entre tanto gentío, creería que aquellos lujos me venían de un patrimonio ancestral. Él mismo, el más incorruptible de los guardianes, me acompañaba cuando acudía a un maestro tras otro (Sát 1 6, 72-82).
Horacio, pues, abandonó pronto su villa natal, a la que muchas veces recordaría a lo largo de su obra «con afecto y orgullo» (cf. Nisbet, EO I, loc. cit. con referencias), aunque sin dar a entender que mantuviera con ella un vínculo estable. Pero tampoco en Roma todo el monte era orégano, pues allí nuestro joven amigo se topó con el plagosus Orbilius («el pegón Orbilio»), un maestro de gramática empeñado en lograr a golpe de palmeta que sus alumnos copiaran correctamente la arcaica Odussia de Livio Andronico[5] que él les dictaba (Epi. II 1, 69-71).
Es sin duda el mismo Orbilio del que Suetonio nos ha dejado una semblanza en su ya citado libro De grammaticis et rhetoribus (9), en la que no deja de reseñar el mal recuerdo que de sus métodos habían guardado sus antiguos alumnos Horacio y Domicio Marso. Ello no es muy de extrañar si se considera que era un antiguo alguacil y luego cometa en el ejército, y que sólo cuando ya tenía 50 años, en el 63 a. C., puso escuela en Roma, lo que parece haberle ayudado a acabar su vida en la pobreza[6].
No sabemos más de los años del joven Horacio en las escuelas de Roma, a no ser que, como era preceptivo, también estudió la Ilíada de Homero (Epi. II 2, 41 s.); pero sí cabe suponer que tras los estudios de gramática siguió los de retórica, ya por entonces preceptivos para cualquier hombre que quisiera abrirse un camino en el campo de la administración, la política o las letras. Quedaba por delante el «grand tour», la temporada del «study abroad», también preceptiva para quienes pudieran permitírsela y cuyo obvio destino era Grecia.
Así había definido Pericles a su ciudad (Tuc. II 41, 1), y con razón; pero al cabo de cuatro siglos aquella venerable cuna de las letras, las ciencias y las artes se había convertido en la escuela de todo el mundo civilizado. Ya no producía talentos como los de antaño; pero acumulaba en su ambiente, en sus escuelas, en sus monumentos y en sus bibliotecas un inmenso patrimonio de belleza y de cultura con el que sólo podía competir, y eso de lejos, el de la Alejandría de los Ptolomeos. Allí, por el Ágora, iban y venían ciudadanos y visitantes, y a la sombra de las Estoas (los pórticos que dieron nombre a los estoicos) paseaban, hablaban y discutían los maestros y aprendices de los saberes que a lo largo de los siglos había alumbrado Grecia. Estaban además, por supuesto, los filósofos platónicos en su Academia, los aristotélicos en su Liceo y los epicúreos en su Jardín.
A aquella Atenas llegó Horacio a mediados de los años 40 a. C. Allí habían recalado también otros jóvenes romanos que podían darse semejante lujo, entre ellos Marco Tulio Cicerón, hijo del gran orador y político, por entonces retirado de la actividad pública por la dictadura de Julio César. Como recordaría muchos años después nuestro poeta, la amable Atenas me dio un poco más de saber: el afán de distinguir lo recto de lo torcido, y de buscar la verdad en los bosques de la Academia (Epi. II 2, 43-45).
En esos versos, como dice Fraenkel (1957: 8), Horacio da cuenta «de los principales cursos a los que asistió», al parecer centrados en «filosofía moral y teoría del conocimiento». Sin embargo, el propio Fraenkel pondera a continuación la importancia que los tiempos de Atenas debieron de tener en su formación literaria, algo sobre lo que el propio Horacio no nos proporciona noticias. Probablemente fue allí donde entró en contacto con la obra de poetas griegos ya antiguos por entonces que no eran fácilmente accesibles en Roma y que incluso en Grecia sólo eran bien conocidos por los eruditos; así, por de pronto, con la de los yambógrafos jonios Arquíloco e Hiponacte, que inspirarían buena parte de sus primeros poemas; además, con la de líricos como Anacreonte, Baquílides y Píndaro, cabeza del famoso canon de los nueve (Fraenkel 1957: 9. Este parece ser el momento de recordar lo que Horacio nos cuenta sobre sus intentos de escribir poesía en griego:
En cuanto a mí, cuando hacía versillos griegos, habiendo nacido a este lado del mar, Quirino me lo prohibió con estas palabras, apareciéndoseme tras la media noche, cuando los sueños resultan veraces; «No serías más insensato si llevaras leña a los bosques, que si pretendieras sumarte a las grandes catervas que forman los griegos» (Sát. I 10, 31-35).
¿Hasta dónde llegaron esos ensayos? Horacio no nos dice nada más sobre ellos, pero los estudiosos han tratado de identificar algún fruto de los mismos. Así, Della Corte[7] considera posible adjudicar a nuestro poeta un par de epigramas que la Anthologia Graeca (VII 542 y XII 2) atribuye a un tal Flaco, sin más indicaciones. El primero es una estimable pieza en la que se comenta la tragedia de un muchacho al que, tras caer a las aguas del río Hebro (actual Maritza) al romperse el hielo que las cubría, un afilado témpano le segó la cabeza, única parte de su cuerpo a la que pudo dar sepultura su desdichada madre. Este epigrama gozó de notable estima en la posteridad y fue imitado en latín por Germánico (15 a. C.-19 d. C.), hijo de Druso, el hijastro de Augusto cuyas hazañas cantaría Horacio en la Oda IV 4[8]. El otro epigrama es más breve y más banal, una pieza de repertorio del género pederástico[9].
Con esos términos describiría Horacio la serie de dramáticos acontecimientos que lo arrancaron de la placentera vida de estudio y diversión que llevaba en Atenas (Epi. II 2, 47). Todo empezó en las famosas idus de marzo del año 44 a. C. con el asesinato de Julio César. La noticia debió de causar una especial sensación en la capital del Ática, la ciudad que desde tanto tiempo atrás tributaba honores públicos a los tiranicidas (cf. Fraenkel 1957: 9). Como es sabido, los que acabaron con el dictador romano no lograron hacerse con el control de la situación: Marco Antonio, sobrino carnal de César —era hijo de su hermana Julia— y uno de sus más inmediatos colaboradores, se las agenció para movilizar al pueblo de Roma y de Italia en contra de ellos. A él se uniría pronto el entonces jovencísimo Octavio, sobrino nieto del dictador, adoptado como hijo en su testamento y que así pasó a llamarse César Octaviano. Al igual que Horacio, Octavio se encontraba en Grecia —o, para ser más exactos, en una colonia griega del Ilírico, Apolonia— completando su formación; pero al saber del asesinato de su ya padre adoptivo, voló a Roma para hacerse cargo de su herencia y organizar su venganza (Suet., Aug. 8). En consecuencia, los tiranicidas hubieron de buscarse apoyos en otros lugares del Imperio. Y así, el más distinguido de ellos, Marco Junio Bruto, se presentó en Atenas en octubre del propio año 44[10], dispuesto a poner en pie un ejército republicano.
Gracias a testimonios antiguos como los de Plutarco (Bruto 24) y Dión Casio (XLVII 20), y a su interpretación por estudiosos como R. Syme[11] y Fraenkel (1957: 10 ss., con particular referencia a Horacio), conocemos bastante bien el ambiente y los sucesos de la Atenas de aquellos días, que tan decisivos habrían de ser para el porvenir de Roma y para la suerte personal de nuestro poeta.
Bruto apareció en la capital del Ática con la idea de reclutar fuerzas contraídas a los cesarianos. Pronto se le unió Casio, el otro caudillo de la conjura. Uno y otro daban por perdida en Italia la causa republicana, y sobre todo desde que «César Octaviano empezó a intervenir en los asuntos y a ganarse la adhesión de la plebe» (Dión XLVI1 20, 3). Por el contrario, Atenas los recibió con los brazos abiertos, viendo en ellos a los sucesores de Harmodio y Aristogitón, los tiranicidas por antonomasia, que en el 514 a. C. habían acabado con Hiparco, el hijo y sucesor de Pisístrato. La ciudad les había dedicado un famoso grupo escultórico en bronce, y lo mismo decidió hacer entonces con Bruto y Casio, siempre según lo que Dión Casio nos cuenta.
Por lo demás, Plutarco, en la biografía de Bruto que incluyen sus Vidas Paralelas, nos dice que, tras llegar a Atena y recibir el público homenaje de sus ciudadanos, en un primer momento se dedicó a frecuentar las escuelas de filosofía, sin dar a entender que abrigara planes de guerra contra los cesarianos. Sin embargo, y seguramente en las propias escuelas, se ganaba y reclutaba a los jóvenes estudiantes de Roma que estaban en la ciudad, uno de los cuales era el hijo de Cicerón, al cual alababa señaladamente diciendo que, despierto, dormido y en sueños, se admiraba de lo noble que era y del odio que tenía a la tiranía (Dión XLVII 24, 2 s.).
Entre aquellos jóvenes, como decíamos estaban también Horacio y algunos de sus amigos, como el Pompeyo al que en Od. II 7 recordaría con emoción las aventuras antaño compartidas, y probablemente Mesala Corvino, que andando el tiempo rivalizaría con Mecenas en la protección de los poetas. La Vita en este punto es tan clara como escueta:
En el conflicto que culminó con la batalla de Filipos, Horacio, arrastrado por Marco Bruto, uno de los generales, sirvió con el grado de tribuno militar (Vida 2 ss., B. C. G. n° 81, pág. 97).
El de tribunus militum era un empleo de oficial superior (o «jefe», en nuestra terminología) que, como nos recuerda Fraenkel (1957: 10 s.), solía ser desempeñado por «nobiles adulescentes, de rango senatorial o ecuestre, a los que les servía como escalón para una carrera en el ejército o en la magistratura. Previamente no habían servido con empleo alguno, y algunos de ellos tenían poca experiencia, si es que tenían alguna». Tal era el caso de Horacio, que confiesa «que no sabía lo que era la guerra» (Epi. II 2, 47); pero sus primeros problemas no parece que provinieran de ahí, sino de otra circunstancia que ya conocemos: siendo un liberti filius, en él se cebaban las envidias y menosprecios «porque, en mi condición de tribuno, una legión romana obedecía a mi mando» (Sát. I 6, 48). Verdad es que un tribuno no mandaba toda una legión (solía haber seis en cada una); pero, aparte de ser posible que Horacio lo hubiera hecho en algún momento por exigencias del servicio o de circunstancias extraordinarias, tampoco hay que tomarse al pie de la letra lo que ahí nos dice. Parece admitido, en todo caso, que su empleo militar le valió al poeta el reconocimiento, al menos implícito, de la condición de caballero romano, lo que ya no era poco para un hombre de su condición.
Así, pues, los dura tempora, el ciuilis aestus, arrastraron al joven Horacio a la recia vida de los campamentos y las marchas, llevándolo a empuñar las que al cabo de los años llamaría «unas armas que no iban a estar a la altura de César Augusto» (Epi. II 2, 47 s.). Se pueden reconstruir a grandes rasgos las andanzas militares de Horacio suponiendo que en ellas se mantuviera al lado de su imperator Bruto. Éste se encaminó de inmediato a reclutar en Grecia y en el Oriente romano un ejército que oponer a los cesarianos, los cuales, en el año 43 a. C., constituirían el Segundo triunvirato, formado por Marco Antonio, Octaviano y Lépido. Las primeras acciones de los cesaricidas tuvieron como objeto hacerse con suministros en la propia Grecia y en las regiones adyacentes (Tesalia, Epiro e Iliria). En ellas consumieron el invierno y la primavera del año 43 a. C., no sin algunos enfrentamientos parciales. En la primavera, Bruto estableció alianzas con los reyezuelos de Tracia y, tras una primera exploración de la situación en Asia Menor, decidió pasar a ella en septiembre. Allí permaneció todo un año, dedicado a ganarse adhesiones y a someter a las guarniciones romanas renuentes. Al fin, en septiembre del 42 a. C. volvió a Europa al frente de un importante ejército para afrontar el choque decisivo.
La ciudad de Filipos, fundación macedónica en las cercanías del aurífero monte Pangeo, estaba situada en la franja meridional de Tracia, entre la cordillera del Ródope y el mar. Allí pueden verse todavía hoy sus espléndidas ruinas, sobre todo las de la colonia romana posteriormente establecida, algunos kilómetros al N.O. de la actual ciudad griega de Kavala, antigua Neápolis. En la gran llanura, en parte pantanosa en aquellos tiempos, que rodea a Filipos tomaron posiciones a principios de octubre del 42 a. C. los aproximadamente 80 000 hombre de los tiranicidas y de los triunviros[12].
En realidad, no hubo una, sino dos batallas de Filipos. En la primera, librada el 3 de octubre, el ataque de Antonio arrolló al ala mandada por Casio. Sin embargo, lo mismo hizo Bruto con los soldados de Octaviano, enfermo en su tienda, llegando hasta su mismo campamento. Pero Casio, que nada sabía de esto, dio por perdida la batalla y se suicidó.
Bruto logró reconstruir su ejército y recuperó posiciones, mientras los triunviros esperaban a resolver sus problemas de abastecimiento. El 23 de octubre[13] lanzó contra ellos un ataque masivo, que acabó con una completa desbandada y denota de sus propias tropas; y siguiendo el ejemplo de Casio se quitó la vida en el mismo campo de batalla. No sabemos en cuál de los dos encuentros se dio a la fuga Horacio relicta non bene parmula, «la adarga malamente abandonada —según él mismo recordaría a su amigo Pompeyo en Od. II 7, 9 ss.—, cuando el valor se quebró y los que tanto amenazaban dieron con el mentón en el suelo polvoriento». Como es sabido, el del abandono del escudo era un tópico literario ya desde Arquíloco, pasando por Alceo y Anacreonte; y cabe pensar que en ese pasaje Horacio quiso, más que describir su propia peripecia, rendir homenaje al yambógrafo de Paros, cuyas aventuras en la isla de Tasos no habían transcurrido muy lejos de Filipos. Y, naturalmente, también ha de entenderse en clave de adorno literario lo que a continuación dice Horacio en la citada oda, de que Mercurio lo sacó de la confusión de la derrota «envuelto en densa nube», como si fuera un héroe homérico. Lo que sí es verdad es que Filipos «licenció» a Horacio de la milicia y «con las alas cortadas» (Epi. II 2, 49 s.).
Tras la rota de Filipos, Horacio no tenía motivos para considerarse como el más desdichado de los hombres: a diferencia de tantos de sus compañeros de armas —seguramente miles— no había caído en el combate, y a diferencia de bastantes otros no fue víctima de las proscripciones que en Roma solían ser el triste epílogo de los grandes enfrentamientos civiles; al contrario, fue amnistiado (uenia impetrata, dice la Vita 7). Pero tampoco salió indemne: fue objeto de una confiscación que lo dejó «privado de hogar y del fundo paterno» (Epi. II 2, 50 s.), al igual, según parece, que Virgilio y que Propercio, aunque con mayor motivo. Tenía, pues, que buscarse un medio de subsistencia. La Vita (8) nos dice que scriptum quaestorium comparauit, lo que, según la autorizada opinión de Fraenkel (1957: 15), debe entenderse dando al verbo el sentido de «compró» (palabra española que —dicho sea de paso— deriva cristalinamente de comparauit). El scriptus quaestorius era una plaza de «escribano de los cuestores», más o menos lo que hoy llamaríamos de «funcionario de Hacienda». El cargo comportaba tareas al servicio del erario público, que era también el archivo oficial del estado. Según el propio Fraenkel (loc. cit.), los escribas cuestorios eran con frecuencia caballeros romanos, lo que permite suponer que tenían una retribución no despreciable.
Parece, pues, que Horacio exageraba al hablar de la pobreza en que quedó tras la confiscación de sus bienes, dado que conservó u obtuvo recursos con que agenciarse un cargo público; y, consecuentemente, que también lo hacía cuando escribió aquello de que por entonces había sido «la osada pobreza» (Epi. II 2, 51) la que lo había empujado a escribir versos. En efecto, aparte de que sabemos cómo se ganaba la vida en aquellos días —algo al que él no hace referencia alguna[14]—, la única perspectiva de hacerlo escribiendo versos reposaba sobre la esperanza de un generoso patronazgo, a la sazón muy lejana para él (Fraenkel 1957: 14).
Como es bien sabido —y luego recordaremos con el debido detalle—, el patronazgo que Horacio tal vez ni soñaba acabó llegándole, para dar un giro decisivo a su vida, entre los años 38 y 37 a. C., una vez que accedió a la amistad de Mecenas. Sin embargo, cabe preguntarse por la que podríamos llamar su obra pre-mecenática; es decir, por la que ya podía exhibir cuando sus amigos poetas lo presentaron como a uno más de ellos al que ya tenían como generoso protector. Es seguro que por entonces Horacio no había publicado ninguno de los libros que como tales han llegado hasta nosotros; pero tampoco cabe duda de que ya había dado a conocer en los ambientes literarios algunas de las composiciones que luego recogería en ellos. Puestos a conjeturar cuáles eran ésas, podemos pensar que se trataba de alguno de sus Epodos y de algunas Sátiras de su libro I.
En efecto, varios de los Epodos pertenecen a aquélla su primera época de poeta enragé, que Horacio describiría años más tarde en su palinodia dirigida a una bella mujer ofendida por sus invectivas;
Modera tus impulsos, que también a mí, en la dulce juventud, me tentó el hervor del alma, y enloquecido me empujó a los veloces yambos (Od. 1 16, 23-25).
En sus Epodos Horacio trataba de rescatar y de imitar en latín los metros y el espíritu de los yambógrafos griegos arcaicos, ante todo los de Arquíloco de Paros (s. VII) y también los de Hiponacte de Éfeso (s. VI). Ahí vio Horacio una vía nueva y fecunda por la que enriquecer el Parnaso latino.
A decir verdad, los Epodos que parecen corresponder a los primeros tiempos no son de los más yámbicos, en el sentido ya dicho de «agresivos». Se trata de dos de los llamados «epodos políticos», el 7 y el 16, ambos marcados por un profundo pesimismo al respecto del presente y del futuro de Roma.
Más difícil resulta calcular cuántas y cuáles de las sátiras del libro I, que se publicaría en tomo al año 35 a. C., figuraban en el currículum poético que Horacio podía mostrar cuando fue presentado a Mecenas. En efecto, no hay muchos datos que permitan precisar la cronología relativa de las 10 piezas que forman el libro (cf. H. J. Classen, EO I: 275). Sí parece probable que la 7 fuera escrita ya en el año 42, dado que la jocosa escena que comenta tal vez se produjo en el campamento de Bruto, al que alude en su v. 33[15]. Obviamente, no cabe atribuir al Horacio pre-mecenático las sátiras en las que ya habla de su protector, como son I 1, I 5, I 9 y I 10; pero el resto de ellas hemos de dejarlas en la incertidumbre.
Hay que suponer, pues, que Horacio se fue haciendo un nombre como poeta por la difusión de sus primeras obras entre la gente del oficio. Y lo que sí nos consta es que fue el grupo que giraba en tomo a Virgilio el que lo introdujo de lleno en el ambiente literario de Roma. Cinco años mayor que Horacio, y como él víctima de las confiscaciones subsiguientes a la campaña de Filipos, Virgilio se había revelado como gran poeta por medio de sus Bucólicas, seguramente bien conocidas antes de su publicación como libro en una fecha que sigue siendo discutida[16]. El grupo de escritores amigos de Virgilio estaba compuesto por Lucio Vario Rufo y Plocio Tucca, fieles editores póstumos de su Eneida, Quintilio Varo, por cuya muerte consuela Horacio a Virgilio en Od. I 24, Valgio Rufo y algún otro. No sabemos exactamente cómo Horacio trabó relación con ese círculo literario, heredero del de Catulo y los poetae noui de algunos años atrás, pero en algún caso podrían haber mediado antiguas amistades escolares. En este punto es de rigor traer a colación el episodio de los dos papiros de Herculano, hoy perdidos, en los que, en 1890, A. Körte reconoció el nombre de Virgilio y de sus amigos Vario, Quintilio (Varo) y, según él creía, el del propio Horacio. Los fragmentos correspondían a opúsculos del filósofo epicúreo Filodemo de Gádara, que allí sentaba cátedra en los mismos tiempos en que Virgilio, al otro lado de la bahía de Nápoles, en Posilipo, seguía las enseñanzas del también epicúreo Sirón[17]. El hallazgo de Körte, que planteaba problemas de ajuste cronológico tanto en la biografía de Virgilio como en la de Horacio, podía considerarse como sensacional: allí estaba ya toda la peña reunida desde muy pronto para compartir la enseñanza de los sabios; y de paso quedaba mejor explicada la adscripción epicúrea de Horacio. Sin embargo, al cabo de un siglo justo, otro gran hallazgo vino a dar la razón a quienes, frente a Körte, habían sostenido que la lectura incompleta por él desarrollada como [Ωρά]τιε, vocativo griego del nombre de Horacio, más bien correspondía a [ΙΤλώ]τιε, el mismo caso griego del de Plocio Tucca; pues, en efecto, esto es lo que se puede leer claramente en un papiro, también de Herculano, que contiene una obra del propio Filodemo, también dedicada, y por este orden, a Plocio, a Vario, a Virgilio y a Quintilio, y que fue publicado, tras ardua restauración, por el inolvidable M. Gigante y M. Capasso[18]. Horacio aún no estaba, pues, en el entorno de Virgilio cuando éste estudiaba filosofía con los maestros partenopeos.
La amistad, sin embargo, llegó y arraigó profundamente; fue entonces —se cree que en el año 38 a. C.— cuando Virgilio y luego Vario se decidieron a presentar a su nuevo colega a su ya protector Mecenas. A éste se lo recordaría Horacio no mucho después:
No podría decirme feliz porque la fortuna me hizo tu amigo; y es que no fue ningún golpe de suerte el que te puso a mi alcance: un día el excelente Virgilio, y Vario tras él, te dijeron quién era. Cuando comparecí en tu presencia, tras decir sólo unas palabras entrecortadas (pues un pudor infantil me impedía hablar más), no te conté que fuera hijo de padres ilustres, ni que anduviera por mis tierras en un corcel de Saturio[19], sino que te conté lo que yo era. Me respondes tú brevemente, según tu costumbre; me voy y me llamas de nuevo tras nueve meses y me ordenas contarme en el número de tus amigos. (Sát. 16, 52-62).
Y así, seguramente ya en el año 37, Horacio pasó a ser uno más del famoso círculo de Mecenas.
Gayo Cilnio Mecenas (cf. nuestra nota a Od. I 1, 1) pertenecía por familia al orden ecuestre, el de los caballeros romanos, la burguesía de aquellos tiempos, y durante toda su vida se mantuvo en ese rango sin pretender el de senador, que sin duda tuvo al alcance de la mano. Era pocos años mayor que Horacio y descendía de una familia de nobles —incluso parece que de reyes— de la antigua Etruria, asentada en Arretium, la actual Arezzo. Sus vínculos con Octaviano, que tal vez venían de viejas amistades familiares, remontan a los primeros tiempos de la carrera política del llamado a ser César Augusto. Ya en el fatídico año 44 a. C. lo ayudó a poner en pie el ejército que aquél, «siendo un muchacho y un simple particular» (TÁC., An. I 10, 1)se había agenciado para hacer valer sus derechos como heredero y vengador de Julio César. También estuvo a su lado en las jornadas de Filipos, frente a Horacio y a sus correligionarios; y luego fue, sobre todo, su gran agente diplomático, que logró retrasar hasta el límite de lo posible el inevitable enfrentamiento con Marco Antonio. A él se debieron en gran medida las negociaciones que en el año 40 a. C. llevaron a la Paz de Brindis y a la boda de Antonio con Octavia, hermana de Octaviano, alianza en la que muchos vieron —entre ellos probablemente Virgilio, que quizá a raíz de ella escribió su Bucólica IV, digna de mejor causa—, la garantía de una paz permanente entre los dos triunviros que quedaban en el terreno de juego[20]. En fin, durante el resto de su vida —o, al menos, hasta la vidriosa crisis del año 23 a. C., de la que luego hablaremos— Mecenas fue, junto con Agripa, el más cercano colaborador de Augusto en las tareas de gobierno y su suplente en varias de sus ausencias, aunque, en general, sin desempeñar magistratura oficial alguna. Podríamos decir que fue, sobre todo, su «ministro de cultura», dejando el listón todo lo alto que podemos ver mirando desde nuestros días.
Que Mecenas fuera un hombre inmensamente rico no es más que una anécdota; pero él supo elevarla a categoría, como diría E. d’Ors, con el uso que dio a una parte sustancial de su fortuna: el de ayudar y proteger a sus amigos poetas, para que pudieran, ya que no vivir de la poesía, sí vivir para ella. La historia le ha hecho justicia al llamar «mecenas» a todos los protectores de las artes y las letras que tras él han sido, y para un español medianamente ilustrado no deja de ser una satisfacción el que en nuestra prosa jurídico-administrativa, tan poco poética como todas las de su género, se haya redactado una «Ley del mecenazgo». Mecenas —y luego también Augusto— fue quien proporcionó a Virgilio los bienes que le permitieron vivir sin ahogos y dedicado a escribir, en «sus retiros de Campania y de Sicilia» (Suet., Vida de Virgilio 13); y algo parecido, como luego veremos, hizo con Horacio.
Por lo que nuestro poeta nos cuenta, y por otras fuentes menos afectuosas, sabemos no poco del carácter un tanto extravagante y paradójico de Mecenas. Aunque hombre firme y eficaz en las tareas políticas, era hipocondríaco, hasta el punto de exasperar a su amigo Horacio con sus aprensiones sobre su propia salud (cf. Od. II 17), la cual, por lo demás, tampoco parece que fuera muy robusta. Combinaba los lujos exquisitos con un aire negligé, y no menos amanerado era su estilo literario que le valió censuras, entre otras, las muy crudas de Séneca (Epi. 114, 4 ss.); e incluso las pullas del propio Augusto, que hablaba, refiriéndose a su manera de escribir, de «los rizos de Mecenas» (Suet., Aug. 86, 2). Pues, en efecto, Mecenas no sólo fue protector de escritores sino escritor él mismo, aunque dilettante, como tantos otros de los romanos cultos de su tiempo. Sabemos que escribió un Prometeo, al parecer una tragedia, un Simposio y un De cultu suo, «Sobre su modo de vida», que debió de ser un verdadero manual del dandy de su tiempo. Todas esas obras se han perdido, pero tenemos algunas muestras de sus versos, y entre ellas la que, corrompida, nos transmite la Vita para ilustrar el afecto que profesaba a Horacio:
Si no te amo ya más que a mis propias entrañas, Horacio, ojalá veas tú a tu compañero más escuálido que un jamelgo[21].
En fin, añadamos que Mecenas tuvo con su esposa Terencia una inestable relación, terciada de rupturas y reconciliaciones, que también dieron lugar a no pocos comentarios de sus contemporáneos y de la posteridad.
Así, pues, desde principios del año 37 a. C. Horacio pasó a contarse entre los amigos —o más bien «clientes», aunque distinguidos— de Mecenas. Ello comportaba, amén de obvias ventajas, también ciertos compromisos. Tal parece haber sido el del viaje a Brindis que Horacio emprendió en la primavera del 37 a. C. acompañando a su patrono, que allí marchaba para preparar una entrevista entre Octaviano y Antonio. Aquél era el puerto preferente de arribada de quienes navegaban desde Grecia a Italia y allí se había acordado que acudiría Antonio para dirimir las cuestiones pendientes de la gobernación del Imperio. Horacio hizo famoso este viaje en su Sátira 15. Él se unió a Mecenas y a otros prohombres cesarianos en Ánxur (Terracina), y en Sinuesa, límite meridional del Lacio, se añadió al grupo la grata compañía de Virgilio, Plocio y Vario, «las almas más puras que la tierra ha dado» (Sát. I 5, 41 s.). La amigable excursión, no sin incidentes más divertidos que alarmantes, como el incendio de una cocina, prosiguió hasta Brindis. La entrevista, a la que, como se ve, Octaviano quería presentarse con un séquito lucido, estuvo a punto de naufragar a causa de las tensiones latentes; pero al fin pudo celebrarse en la cercana Taranto, según parece, gracias a los buenos oficios de Octavia, emparedada entre su marido y su hermano. Y por el momento la paz se mantuvo.
No faltaban otras razones para que así fuera: Antonio y Octavio aún compartían un peligroso enemigo: Sexto Pompeyo, hijo del gran rival de César, que, como un fantasma de la anterior guerra civil, señoreaba las aguas de Sicilia con una flota en la que había enrolado a muchos esclavos fugitivos. En el año 36 Octaviano envió contra él una escuadra que, al doblar el cabo Palinuro, en la Lucania —justo donde Eneas había perdido al timonel que le dio nombre (En. V 840 ss.)—, a causa de una tempestad vio cómo se iba a pique una parte de sus naves. Mecenas estaba en aquella flota, y según algunos también Horacio, lo que daría sentido literal y pleno a lo que nos dice en Od. III 4, 28: «… [no acabó conmigo]… ni el Palinuro en las olas de Sicilia[22]». Pocos meses después —digámoslo por completar la historia— la flota de Octaviano, mandada por Agripa, venció definitivamente a Sexto Pompeyo en la batalla de Náuloco, cerca del estrecho de Mesina.
No sabemos con certeza si Horacio estaba en el naufragio del Palinuro, pero sí que no mucho después, en el año 35 o, como muy tarde, en el 34 a. C. tomó la alternativa como poeta con la publicación del libro I de sus Sátiras, a las que probablemente dio el nombre de Sermones («Charlas»). Con ese libro no adaptaba modelos griegos, sino que renovaba y dejaba definitivamente tipificado un viejo género romano, posiblemente fundado por Ennio a comienzos del siglo II a. C., y copiosamente cultivado por Lulio a mediados del mismo y por Varrón, con sus Menipeas, ya en la primera parte del I. De esos precedentes sólo nos podemos hacer una idea aproximada, dado el carácter fragmentario de sus textos; pero parece claro que Horacio abordó el género con una actitud clasicista que no lo llevaba a apreciarlos mucho. De ellos sólo tiene en cuenta a Lucilio, al que cita como autoridad indiscutida pero no indiscutible en el género: le reprocha su descuido de la forma y su preferencia por la cantidad frente a la calidad (Sát. I 4, 6 ss.). Además, Horacio reivindica lo que la sátira romana debía a los géneros griegos, aunque bien distintos de ella: ante todo, a la parrhesía o licencia verbal propia de la comedia antigua (Sát. I 4, 1 ss.), que permitía censurar libremente a todos los ciudadanos que lo merecieran. Años más tarde, y aunque de manera indirecta, Horacio reconocerá también cuánto la sátira, al menos la suya, debía a un género griego en prosa, el de la diatriba cínico-estoica, el vehículo más popular de difusión de la filosofía. En efecto, en Epi. II 2, 60, la califica de Bioneus sermo, rindiendo homenaje al inventor oficial de la diatriba, Bión de Borístenes, que en la primera mitad del s. III a. C. había sido predicador ambulante de las doctrinas cínicas, tal vez las más directas herederas del magisterio de Sócrates. Pero Horacio también da entrada en sus Sátiras, ya desde su libro I, a los asuntos de teoría y polémica literaria y, concretamente, al de la propia esencia del género (así, en I 4). En fin, desde el inicio mismo de su libro Horacio se dirige a Mecenas, que así quedaba públicamente consagrado como su amigo y protector.
Hacia el año 32 a. C. Horacio se convirtió en propietario de la que iba a ser su morada preferida, su finca o villa en la región de los sabinos o, según suele decirse, en la Sabina. En Sát. I 6, 1 ss. nos cuenta cómo aquella adquisición había colmado todas sus aspiraciones:
Por esto hacía yo votos: una finca no grande en exceso, en la que hubiera un huerto y un manantial de agua viva cercano a la casa, y además un poco de bosque. Más y mejor me han dado los dioses. Bien está. Nada más pido, [Mercurio], hijo de Maya, sino que hagas que estos dones de verdad sean míos.
Parece claro que se trataba de un regalo, probablemente de Mecenas, aunque Horacio nada dice al respecto (otros han pensado en Octaviano). Al fin el poeta disponía de aquel «retiro» en el que tanto gustaría de refugiarse de la ajetreada vida de Roma, según nos cuenta la Vita (18 s.), y según él mismo nos dice en los vv. 60 y ss. de la propia Sát. I 6:
¡Oh campo! ¿Cuándo te veré y cuándo me será permitido, ya con los libros de los antiguos, ya con el sueño y las horas de asueto, lograr el dulce olvido de una vida agitada?
Y a continuación evoca la paz de sus sencillas cenas campesinas —habas y verduras rehogadas con tocino—, rodeado de sus esclavos de confianza y de algún que otro vecino; y cierra la sátira con el muy oportuno exemplum del ratón del campo y el ratón de la ciudad.
Gracias a las descripciones del propio Horacio y a las prospecciones arqueológicas, iniciadas ya en el s. XVIII, se han podido localizar con casi total seguridad las ruinas de su villa sabina y en bastante buen estado. Se encuentran a unos 55 kms. al N.E. de Roma, junto a la población de S. Pietro a Licenza, la cual toma su nombre del río Digentia del que el poeta nos habla (Epi. I 18, 104). Sabemos que la finca incluía tierras de cultivo: de cereal, de frutales, de viña y de olivar, presididas por el «ameno monte Lucrétil», por el que a veces, según el poeta, merodeaba el dios Fauno (Od. 117, 1 s.). La propiedad, que el poeta describe con especial cariño a su amigo Quincio en Epi. I 16, 1-16, daba trabajo a ocho esclavos, al mando de un uilicus o capataz, y andando el tiempo incluso a cinco familias de colonos, lo que permite hacerse una idea de su extensión y calidad[23].
La Vita (12) cuenta que Horacio tuvo además otra casa de campo en Tíbur, la actual Tívoli, a unos 30 kms. de Roma, también en dirección N.E., en el valle del río Aniene, y que por entonces ya se la mostraba a los visitantes «junto al bosque de Tiburno». Sin embargo, los estudiosos no se ponen de acuerdo sobre la autenticidad de la noticia en tomo a esa villa tiburtina de Horacio, que algunos creen fruto, por así decirlo, del afán de atraer turistas al lugar; lo cual no ha impedido que los arqueólogos identificar sus restos. A su favor estaría también el hecho de que Horacio hable más de una vez de Tíbur y siempre en términos elogiosos, incluso haciendo votos para que sea el refugio de su vejez (Od. II 6, 5 ss.) (cf. Quilici Gigli, EO I: 257).
Entretanto, y gracias a Mecenas, Horacio se había convertido también en amigo del propio César Octaviano, como seguramente ya lo eran los demás poetas de su círculo. Por entonces, el que ya era señor indiscutido de la mitad occidental del Imperio se preparaba para el inevitable enfrentamiento que habría de acabar con la anómala diarquía en la que había parado el Segundo triunvirato una vez que, eliminado Lépido, Marco Antonio, dueño de las provincias orientales, se convirtió en el único obstáculo para su gobierno personal, Antonio estaba aquejado del que cabría llamar mal del Oriente: vivía y actuaba en aquellas lejanas tierras a la manera de los reyes y déspotas exóticos por los que tanto desprecio sentía todo romano castizo, por poco republicano que se considerara. Su conducta, tan contraria a la tradicional gravedad romana, llegó a considerarse en la Urbe como una provocación cuando, tras abandonar a su esposa Octavia, hermana de Octaviano y prenda de la penúltima paz acordada, se unió a Cleopatra, reina del Egipto ptolemaico, el único gran reino subsistente de la fragmentación de la herencia de Alejandro Magno. En efecto, aparte los aspectos personales de su gesto —más sensibles entonces de lo que algunos historiadores modernos se avendrían a admitir—, aquella alianza /liaison tenía unas dimensiones políticas que Roma no podía dejar de ver como una amenaza para su hegemonía en el Mediterráneo e incluso para su propia soberanía. Eso es lo que daba a entender la propaganda cesariana y, desde luego, la contribución de Horacio a la misma. Así, en Epod. 9, 11 ss., al contemplar o imaginar la situación de los soldados romanos de Antonio aliados a la que habría de ser la última faraona, escribe:
¡Ay!, el romano —y vosotros, los que estáis por venir, diréis que no—, vendido como esclavo a una mujer y llevando, como soldado que es, sus postes y sus armas, es capaz de servir a unos eunucos arrugados; y entre las enseñas militares contempla el sol un infame mosquitero.
El enfrentamiento decisivo entre los dos caudillos tuvo lugar, como se sabe, en Accio, a la entrada del golfo de Ambracia (actualmente de Preveza), en el N.O. de Grecia, el 2 de septiembre del año 31 a. C. Allí estaba apostada la flota de Antonio y Cleopatra, apoyada por importantes contingentes terrestres en la costa próxima. Algo más al norte había fondeado la de Octaviano, que también tenía en tierra una tropa numerosa. En aquel trance fue su amigo, y luego yerno, Marco Vipsanio Agripa el estratega principal.
Hemos de preguntamos qué hacía Horacio en aquellos momentos críticos. La respuesta depende de la interpretación que se haga de los dos poemas que dedicó a la memorable jornada de Accio, los Epodos 1 y 9. El Epodo 1, se inicia al modo de un propemptikón, un poema de despedida para el amigo Mecenas, que se dispone a embarcar en la flota que marcha contra Antonio; pero acto seguido Horacio expresa su voluntad de acompañarlo y de combatir a su lado (cf nuestra nota previa a Epod. 1). Más explícito sobre su relación con la gran batalla parece su testimonio en el Epodo 9, en el cual se expresa en. términos que para muchos intérpretes indican que incluso estuvo presente en ella, en la misma nave que Mecenas[24].
Llegado el momento de la verdad, la flota de Antonio y Cleopatra no resistió el embate de la cesariana y trató de refugiarse, ya maltrecha, en la bahía de Ambracia. Al día siguiente se rindió y en los sucesivos lo hicieron también las fuerzas terrestres que la apoyaban. Antonio y Cleopatra huyeron a Alejandría, donde, ya en el año 30, ante la inminente llegada de Octaviano, optaron por los suicidios que inmortalizaría Shakespeare. El milenario reino de Egipto quedó entonces convertido, más que en una provincia romana, en patrimonio privado de la familia de los Césares. Octaviano regresó triunfante a Roma en el año 29 a. C., y asumió al siguiente el título de Princeps senatus. En el 27 pasaría a llamarse Imperator Caesar Diui Filias Augustas, el primer emperador romano en el sentido que luego adquiriría ese término y el Augusto que daría nombre a toda una época.
Pero entretanto Horacio había añadido a su currículum de poeta dos nuevas publicaciones. El año siguiente a la victoria de Accio, el 30 a. C., debieron de ver la luz el libro II de sus Sátiras y el de sus Epodos. Puede decirse que con la publicación de estos dos nuevos libros Horacio entra en la década de los años 20 a. C. como un poeta plenamente consagrado ante la crítica y la opinión pública. A partir de entonces serán otros ritmos, los de la lírica, los que absorban su atención.
Entre los años 30 y 23 a. C. compuso Horacio los tres primeros libros de sus Carmina, sin duda lo más apreciable y apreciado de su obra. En las Odas, como en los Epodos, el poeta recreó en latín un viejo género griego poco cultivado y conocido en Roma, con la salvedad de algunos breves ensayos realizados en la generación anterior por Catulo y tal vez por algún otro de los poetae noui. Esta vez era el de la lírica monódica eolia, la cultivada entre finales del s. VII y principios del VI a. C. por Safo y por Alceo, Jos dos grandes poetas oriundos de la isla de Lesbos, para amenizar los tradicionales simposios de la sociedad aristocrática en que esa clase de canto había visto la luz, sin duda muchos siglos antes. De esos poetas, y especialmente de Alceo, Horacio toma, ante todo, los metros, que, como se sabe, eran en la Antigüedad la seña de identidad fundamental de todo género poético. Horacio realizó con ello un auténtico tour de force, pues se enfrentaba a esquemas de notable dificultad técnica y, como decíamos, con escasos precedentes en la poesía latina, cuyo patrimonio rítmico enriqueció así de manera muy notable.
Nada nos impide pensar que Horacio ya hubiera compuesto odas antes de publicar los Epodos, dado que podemos decir que compuso, o al menos publicó, algún que otro epodo cuando ya se había dedicado a las Odas. Me refiero a los que Della Corte[25] llamó «epodos extravagantes»: cuatro odas (I 4, 7 y 28; IV 7) escritas en metros epódicos y que podrían considerarse como una especie de transición entre uno y otro género, aunque no quepa dudar de que Horacio tenía clara la diferencia entre yambo y lírica.
Puestos a rastrear en las Odas indicios cronológicos, vemos que ninguna de ellas contiene alusiones a acontecimientos anteriores al 30 a. C. (cf. Nisbet-Hubbard 1970: XVIII[26]); sin embargo, y también según los comentaristas citados, «la explicación puede ser simplemente que los primeros poemas de la colección eran sobre todo no políticos». En tales circunstancias, se ha intentado sacar partido de las estadísticas métricas, que revelarían una cierta evolución de la técnica de Horacio; pero, obviamente, ése es un camino por el que no podemos adentrarnos aquí.
Distinto es el caso de las llamadas «odas políticas», en las que sí abundan las alusiones a los grandes acontecimientos públicos de aquellos años. De ellas puede verse una detallada relación en el ya citado comentario de Nisbet-Hubbard (1970: XVIII ss.). De entre los hechos reseñados baste con recordar ahora el retorno y celebración de los triunfos de Octaviano en los años 29-27 a. C., su proyectada expedición a Britania en el 27, su viaje a Hispania en el 26 para poner fin a la resistencia de cántabros y ástures, tarea que no habría de concluir personalmente; sus intentos de vengar la vergonzosa derrota del 53 a. C. en Carras ante los partos, que sólo más tarde quedarían medianamente satisfechos con la devolución de las enseñas perdidas por Craso y la liberación de los prisioneros supervivientes; y, en fin, varias otras empresas o proyectos con los que Augusto aspiraba, ya más que a ampliar sus fronteras, a consolidar su famosa pax, el precio que quería pagar a los romanos por su más o menos voluntaria renuncia a buena parte de las viejas libertades republicanas.
La publicación de los tres primeros libros de las Odas, que, como veremos en su lugar, fueron concebidos por su autor como un corpus unitario, debió de tener lugar a finales del año 23 a. C. (cf. Nisbet-Hubbard, 1970: XXVI s.; Nisbet, EO I: 221). La colección, como era de esperar, está dedicada a Mecenas, con cuyo nombre se inicia; pero parece seguro que Horacio también envió a Augusto un ejemplar firmado de la misma (signata carmina, Epi. I 13, 2) y probablemente a instancias del propio Príncipe. Pero la primera entrega de las Odas, pese al justo orgullo con que su autor la presentaba ante el público en su epílogo a las mismas (III 30), no recibió la acogida esperada. De ello se quejaría amargamente el poeta en Epi. I 19, 35-40:
Querrás saber por qué esas obrillas mías el ingrato lector las alaba y estima en su casa, pero de puertas a fuera, injusto, las hace de menos. Es que yo no ando a la caza de los votos de la plebe voluble invitando a cenar y regalando ropa gastada. Yo, que escucho y defiendo a los escritores más nobles, no me rebajo a adular a las tribus y cátedras de los gramáticos.
En efecto, él era un poeta tan distante del profanum uolgus (Od. III 1, 1) como de los críticos profesionales; y ni unos ni otros estaban preparados para —o dispuestos a— reconocer públicamente sus méritos. Además, la aparición de Odas I-III se produjo en un ambiente ensombrecido por ominosos acontecimientos públicos. En primer lugar, en el propio año 23 Augusto superó a duras penas una grave enfermedad que dio lugar a especulaciones y maniobras en tomo a su sucesión. En esto, a finales del verano, la muerte se llevó al joven Marcelo, su sobrino y yerno, que seguramente era su candidato in pectore como legatario de su gigantesca herencia política. Para empeorar las cosas, entre ese mismo año y el siguiente se produjo una grave crisis que dañaría gravemente las relaciones del Príncipe con Mecenas y que sin duda afectó al propio Horacio: la de la condena y sumaria ejecución de Terencio Varrón Murena, cónsul en el 23 como colega del propio Augusto. Era medio hermano de Terencia, la esposa de Mecenas, y parece ser el mismo personaje al que, con el nombre de Licinio, dedicó Horacio la Oda II 10, la de la famosa aurea mediocritas (y también que el Murena de Od. III 19). Murena, a raíz de un áspero debate con el propio Augusto en el senado, fue acusado de complicidad en la conjura urdida por Cepión para acabar con aquél y condenado y muerto cuando trataba de huir. Ya no era poco el que el presunto conspirador fuera un ex-cónsul y cuñado de Mecenas; pero la crisis se complicó porque, según algunas noticias, el viejo y fiel amigo de Augusto, a través de su esposa, había puesto a su cuñado sobre aviso de la amenaza que se le venía encima, Tan grave aunque comprensible indiscreción habría quebrado definitivamente la confianza que Augusto tenía en Mecenas (cf. Suet., Aug. 66, 3), que a partir de entonces parece haber vivido en un visible alejamiento del poder (cf. TÁC., An. III 30, 3-4), si bien hasta el final de su vida conservó la imagen de la vieja amistad con el Príncipe, según luego veremos (cf. Nisbet-Hubbard[27] 1978: 151 ss.). No hay noticias de los efectos que esa crisis tuvo sobre las relaciones de Horacio y de otros escritores con el poder. Ello no ha impedido que se hayan emitido al respecto diagnósticos como el de La Penna[28] de que a partir del año 20 a. C. mengua «la importancia de Mecenas como protector y consejero de la cultura contemporánea», y de que «Augusto reclama para sí la tarea de mantener los contactos con la élite intelectual».
Volviendo a la trayectoria vital y poética de Horacio, parece ser que la fría acogida de crítica y público a la primera entrega de sus Odas le causó una decepción que lo llevó a aplicarse a una literatura, por así decirlo, más seria, centrada sobre todo en la filosofía moral[29]. Eso es lo que da a entender al principio de su nueva obra, el libro I de las Epístolas:
y así, dejo ahora los versos y demás diversiones. Cuál es verdad, qué es el bien: de eso me ocupo, sobre eso indago y a eso me doy por entero (Epi. I 1, 10 s.).
Naturalmente, no hay que tomarse al pie de la letra esa declaración de intenciones, dado que, por de pronto, la hace en versos, aunque sea en hexámetros, los mismos que, como él dice, distinguían sus sátiras del sermo merus, «la conversación pura y simple» (Sát. I 4, 48). Más bien hay que pensar que los uersus et celera ludicra a los que Horacio dice querer dar de lado son, ante y sobre todo, la poesía lírica, motivo fundamental de su desengaño.
Así lo hizo…, al menos durante los años que dedicó a la composición del primer libro de las Epístolas del que veníamos hablando. No se trataba de un género nuevo, pues ya desde la Antigüedad se reconoce que Horacio retomaba con ellas al de los Sermones de sus primeros tiempos, con algunas diferencias de orden menor[30]. Horacio mantiene en sus Epístolas el mismo metro y desarrolla la misma clase de temas que en las Sátiras, los morales y los literarios. En cuanto a las diferencias, cabe subrayar la mayor gravedad con que se expresa en ellas, en consonancia con el estado de ánimo con que parece haber abordado su composición; por ello no muestra tan frecuentemente los toques de humor que —desde la ironía al sarcasmo (el sal niger)— salpican por doquier las Sátiras. Hay también una importante diferencia que parece reflejar la maduración que el poeta Horacio había experimentado en los años anteriores y que llevan a R. S. Külpatrick a afirmar: «Las E(pístolas) son a menudo consideradas como las expresión más cumplida y madura de la forma poética horaciana. Si están ligadas a las sátiras por el metro y por el argumento filosófico, de vez en cuando se elevan a un nivel de lirismo que revela la mano del maestro de la lírica latina» (EO I: 304). Pero las Epístolas presentan también con respecto a las Sátiras una diferencia que justifica su nombre: todas ellas tienen un destinatario único y real. Ante todo, Mecenas, al que está dedicada la 1, y con ella toda la colección, aparte de la 7 y la 19; además, varios otros, algunos de ellos jóvenes a los que Horacio se permite dar consejos sobre ética y estética. Entre ellos están algunos amigos bien conocidos: Lolio, Floro, Torcuata, Aristio Fusco… La 4 está dirigida a un Albio que parece ser el gran elegiaco Albio Tibulo, seguramente también destinatario de la Oda 133. El hecho podría llamar la atención de quien recuerde que Tibulo pertenecía al círculo poético de Mesala y no al de Mecenas, del que, en cambio sí formaba parte Propercio, al cual, según se cree, Horacio, sin nombrarlo, lanzaría una pulla en Epi. II 2, 9 s. por su afán de presentarse como «el Calimaco romano». En fin, uno de los destinatarios de Epístolas I (de la 9, la más breve) es Tiberio Nerón, el hijastro de Augusto llamado a sucederle muchos años después (y también mencionado en 9, 4 y 12, 26), aunque por entonces sus expectativas al respecto fueran aún lejanas. Como luego veremos, la brillante carrera militar que por entonces iniciaban él y su hermano Druso acabaría por mover al propio Príncipe a solicitar de Horacio que les dedicara dos de las mejores piezas del libro IV de sus Odas.
El libro I de las Epístolas contiene 20 poemas de desigual extensión (de una media de algo más de 50 versos), en los cuales predominan los asuntos de filosofía moral, aunque, al igual que en las sátiras, expuestos en un tono de anecdótica llaneza, ceñido a la vida cotidiana. Como en el resto de su obra, Horacio revela en ellos el carácter ecléctico de su formación filosófica: al lado de las ideas epicúreas y estoicas aparecen, y de manera destacada, las que debía a la Academia, a la que más tarde rendiría el homenaje de su reconocimiento:
La amable Atenas me dio un poco más de saber: el afán de distinguir lo recto de lo torcido y de buscar la verdad entre los bosques de la Academia (Epi. II 2, 43 ss.).
Sin embargo, no faltan en el libro los asuntos metapoéticos; así, los tratados en la Epístola 19, en la que el poeta reivindica su propia originalidad frente a imitadores y críticos, y que anticipa los temas de las grandes epístolas literarias del libro II y del Arte Poética. En fin, se cree que Horacio publicó Epístolas I poco después de la datación implícita en sus últimos versos: la de su 44 cumpleaños, que celebró en diciembre del año del consulado de Lépido y Lolio, el 21 a. C.
Suetonio suele incluir en sus Vidas semblanzas de los rasgos físicos y anímicos de sus biografiados, y en general lo hace hacia la segunda mitad de las mismas, en la que, como él dice, procede más per species («por aspectos») que per tempora («por épocas»), También en la de Horacio tenemos esa suerte de noticias, y parece oportuno recordarlas ahora, pues cabe suponer que corresponden especialmente a sus años maduros, de los que veníamos tratando. Así, nos cuenta que el poeta, del que no tenemos ninguna imagen fiable, era bajo y grueso —digamos que un tipo pícnico—, «según la descripción que hace de sí mismo en sus composiciones y Augusto en esta carta…» (Vida 10, B.C.G. 81, págs. 99 s.); y añade un gracioso párrafo de una misiva del Príncipe en la que bromea contrastando el escaso volumen de un libro que Horacio le había enviado con el nada escaso de la panza de su autor.
Nada nos dice la Vita sobre el carácter de Horacio. Lo que él mismo cuenta o da a entender a ese respecto permite imaginarlo como un buen amigo de sus amigos, aunque muy celoso de su libertad; sensible a los encantos de la buena vida cuando ésta se ponía al alcance, y también capaz de contentarse con poco si las cosas venían mal dadas. Sin embargo, de una lectura superficial de su obra ha surgido también la imagen vulgar de un Horacio de temperamento optimista y bonachón: la del poeta de la fiesta y de la paz de los campos, que en sus Sátiras despacha los defectos del prójimo con una sonrisa indulgente, sin caer en el sarcasmo; la del hombre mesurado que evita los excesos; en suma la de un maestro del arte de vivir[31]. Esa imagen no cuadra bien con lo que afirma el comentario del Pseudo-Acrón (a A. P. 304) de que «se decía que Horacio era melancólico», ni con lo que varios estudiosos, en parte espoleados por esa noticia, deducen de un análisis detallado de las pinceladas que sobre su propia manera de ser trazó el poeta. En efecto, parte de ellas parecen confirmar esa constitución atrabiliaria de la que nos habla el escoliasta. Así, para empezar, Horacio reconoce su tendencia al mal genio (irasci celerem, Epi. I 20, 25; cf. I 8, 9; Sát. II 3, 323), incluso con sus amigos, actitud no infrecuente en personas con inclinaciones depresivas. También confiesa que era, como suele decirse, un trasero de mal asiento; cuando estaba en Roma añoraba Tíbur y viceversa (Epi. 18,12; cf. Sát. II 7, 28 s.); y esa ingénita ansiedad, como le reprochaba su siervo Davo, le impedía estar una hora consigo mismo (Sát. II 7, 112). Aunque sin llegar a los excesos de su amigo Mecenas, parece que también era aprensivo en cuestiones de salud (cf. Epi I 7, 4). Pero el síntoma al que se ha dado mayor importancia dentro del cuadro neurótico que, en opinión de algunos, presenta nuestro poeta es el que, cargando las tintas, podríamos describir' con unos versos de Quevedo: «y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuera recuerdo de la muerte». En efecto, incluso una ocasión tan vital y festiva como es el retorno de la primavera le da pie para recordarnos lo frágil y efímero de la vida humana (véanse Odas 17 y IV 7). La Vita (11) nos da una noticia para la chronique scandaleuse: la de su, al parecer, insaciable apetito sexual (ad res uenereas intemperantior), que incluso lo llevó a construirse un dormitorio lleno de espejos, para —voyeur de sí mismo— multiplicar los efectos de su pasión. Pese a ello —¿o tal vez por ello?— Horacio permaneció célibe toda su vida y no sabemos que dejara descendencia.
También parece éste el lugar idóneo para trazar un perfil intelectual del poeta, para el que, una vez más, hemos de recurrir a las noticias e indicios que él mismo nos dejó. Al platonismo de la Academia, por entonces ecléctico, tributó el homenaje de reconocimiento que hemos comentado más arriba (Epi. II 2, 43 ss.). Tampoco le era ajenas las doctrinas de las otras escuelas de estirpe socrática, como la cínica, a cuyas diatribas tanto deben sus Sátiras, o la hedonista de Aristipo y los Cirenaicos, precursora del epicureísmo. Además, veremos que también había asimilado algunas ideas del Perípato aristotélico. Ya dentro de las corrientes más típicamente helenísticas, se admite la predilección de Horacio por la epicúrea, tan difundida en la Italia de su tiempo gracias al foco napolitano[32] y que también era la preferida por su protector Mecenas; de hecho, con toda la ironía que quepa suponer, Horacio llegó a definirse como un «puerco… de la grey de Epicuro» (Epi. I 4, 16). Tampoco puede ignorarse la vena estoica —la otra gran escuela de aquel tiempo— que el poeta deja aflorar con frecuencia en sus versos, a veces en tono crítico ante su rigorismo moral (cf. Sát. I 3, 96 ss.; 115 ss.; 120 ss.). De todas esas tendencias cabe rastrear huellas en su obra; pero, a fin de cuentas, parece que resulta fidedigna su afirmación de independencia, que le había permitido vivir y escribir «sin jurar lealtad a maestro ninguno» (Epi. I 1, 14).
Sólo en dos puntos parece haber acuerdo en cuanto a la posición filosófica de Horacio. En primer lugar, en el del citado predominio en ella de un colorido epicúreo; luego, en el de que sólo se interesó por la filosofía práctica, la pensada para la vida, dejando en segundo plano los problemas de cosmología, teología, gnoseología, lógica y —no digamos— de metafísica. Por lo demás, no siempre resulta fácil distinguir dentro de sus ideas las que han de atribuirse a cada escuela, porque algunas no eran patrimonio exclusivo de ninguna y también porque supo combinar y adaptar las que más le convenían en cada ocasión, sin mirar a su procedencia; y esto sin excluir cuanto pueda deberse a su propia inventiva, a su carácter y a las enseñanzas paternas. Se ha planteado también la cuestión de si Horacio experimentó a lo largo de su vida una evolución en sus inclinaciones filosóficas. Y así algunos creen que las ideas asimiladas en sus años jóvenes de la Academia cedieron terreno a las epicúreas —que se vendían como consuelo de afligidos— e incluso a las hedonistas, tras el duro golpe de la derrota de Filipos (cf. K. Gantar, EO II: 91). Otros han llegado a hablar de una «conversión» del poeta del epicureísmo al estoicismo a propósito del ya comentado cambio de rumbo que el poeta anunciaba en Epi. 11, tías el relativo fracaso de la primera entrega de las Odas y su decisión de dedicarse a la meditación filosófica; pero esa hipótesis no parece haber encontrado mucha aceptación[33].
Intentaremos ahora trazar un breve esbozo del ideario horaciano; indicando, cuando sea posible, la fuente filosófica pertinente. A modo de premisa, podríamos partir de su eudemonismo: del principio de que la felicidad es el objetivo y aspiración de la vida humana. Tan sencillamente enunciada, no es una idea propia de escuela alguna y ni siquiera puede afirmarse que Horacio la haya tomado de doctrinas propiamente filosóficas (cf. L. Deschamps, EO II: 87). Cuestión distinta, naturalmente, es la de los medios que cada corriente proponía para lograr esa ansiada felicidad. Cabe recordar luego algunas otras ideas instrumentales, pero fundamentales que Horacio tiene presentes como normas de vida. Presupuesto que la vida feliz es una forma de sabiduría, resulta esencial el principio de la autárkeia («autarquía» o «autosuficiencia») del sabio, que debe depender lo menos posible de los demás y tener pleno dominio de sí mismo. Tampoco aquí estamos ante una exclusiva filosófica, dado que, en unos u otros términos, ese ideal aparece tanto en los epicúreos como en los estoicos y en los cínicos. Pero incluso hay quien piensa que en este punto Horacio siguió una máxima del hedonista Aristipo (un maître à penser al que, aunque fuera furtivamente, no dejaba de recurrir; cf. Epi. 11, 18): «poseo pero no soy poseído», lo que ha de entenderse tanto al respecto de los bienes materiales como de los afectos humanos. Y, por cierto, al mencionar a Aristipo Horacio aprovecha para censurar el radicalismo malencarado de los cínicos, opuestos a cualquier concesión en este punto (cf Sát. II 3, 100; Epi. 11, 16 ss.; I 17, 13 ss.; M. Battegazzore, EO II: 85). Tampoco parece tener una estirpe filosófica clara el ideal, tan horaciano, de la aurea mediocritas (cf. Od. II 10,5), que nosotros nos hemos permitido traducir, con cierta amplificación, como «el término medio, que vale lo que el oro». Tradicionalmente se lo ha hecho descender de la mesótés aristotélica, la doctrina del justo medio, pero parece haber llegado a nuestro poeta por vía de Panecio, que había propagado en la Roma del s. II a. C. las doctrinas estoicas, y con no poco éxito (cf. A. Grilli, EO II: 94; G. Stabile, EO II: 95). Sin embargo, A. Michel opina que ese principio «se inscribe también en un ámbito epicúreo: es suficiente aceptar el presente, sacar de él los placeres necesarios y hasta alguna alegría de más, si la naturaleza y la fortuna lo quieren…» (EO II: 81).
Hay una serie de valores horacianos que, sin perjuicio de otros parentescos, encajan especialmente bien en el epicureísmo que generalmente se le atribuye. Así, el de su culto a la amistad, al margen del profanum uolgus, según el elitismo propio de los asiduos del Jardín. De la misma fuente vendrían la inclinación por la vida retirada —«la del que huye del mundanal ruido», que luego diría Fray Luis—, obedeciendo al famoso dictum «vive escondido» de Epicuro, contrario, como se sabe, a la participación política; también su aversión a la guerra y a la philargyría («avaricia») imperante, aunque esta última era una idea compartida por casi todas las escuelas (cf. A. Grilli EO II: 93 s.). En fin, también parecen epicúreas las opiniones de Horacio en lo que concierne al disfrute cotidiano —carpe diem— de los placeres de la vida sin pensar en el incierto mañana; un disfrute que en todo caso ha de atenerse a la razonable medida, para no acabar en ocasión de sufrimientos. En este contexto han de considerarse también su liberal actitud en cuestiones de sexo —siempre dentro de lo social y legalmente permitido—, y su actitud escéptica ante el amor, que para Epicuro era una especie de dolencia y una fuente de problemas, y para Horacio un episodio más de la «comedia social» (Nisbet-Hubbard 1970: XVI).
Tras todo lo dicho, hablar de las ideas morales de Horacio sería imposible sin incurrir en redundancia, pues ya se ha visto que la mayoría de sus opciones filosóficas conciernen precisamente a cuestiones éticas. Sí quisiéramos añadir la sospecha de que en la práctica su estima de ciertos valores de la moral estoica tal vez fue más allá de lo que dan a entender sus ya comentadas críticas al rigorismo de esa escuela (especialmente las de Sát. II 3). Al fin y al cabo, las ideas de la Estoa presentaban una llamativa afinidad con el patrimonio de la moral tradicional romana, la de «la costumbre legada por nuestros mayores» (Sát. I 4, 117); la misma que Horacio había asimilado de la admirable pedagogía de su padre, el cual lo había acostumbrado a huir de los vicios haciéndole ver cada uno por medio de ejemplos (cf. ibid. 105 ss.), y no inculcándole abstractas doctrinas de raigambre filosófica (cf. R. Laurenti, EO H: 571 ss.). Y ahí probablemente reposaba ahí en buena parte el «strong moral sense» que Wilkinson (1951: 43) veía en el poeta.
Algo hay que decir también sobre las ideas religiosas de Horacio, sobre su verdadero sentir acerca de esos dioses con los que tan a menudo, y a veces tan de cerca, trata en muchas de sus obras y especialmente en las Odas[34]. Por si fuere necesario, aclaremos que, según la opinión dominante, el prolijo panteón greco-romano era para él una parte imprescindible de la herencia cultural y literaria sobre la que se asentaba su poesía, y una gran metáfora de las fuerzas de la naturaleza y de las inquietudes que acechan al hombre, pero no algo en cuya existencia y acción creyera realmente. En efecto, aunque no que haya que dar una interpretación literal a su aserto de nulla mihi…/ relligio est (Sát. I 9,70 s.), en el que seguramente sólo quería bromear sobre una superstición extranjera (el judaísmo), sí parece claro, al menos, el sentido de Sát. I 5, 100 ss.: «… pues he aprendido que los dioses viven tan tranquilos y que si la naturaleza hace un prodigio, no son los dioses los que lo dejan caer de lo alto de los cielos». Lo que ahí tenemos es, evidentemente, la profesión de fe de un epicúreo, que quizá se ahorra el embarazoso trance de negar la existencia de las divinidades tradicionales situándolas en los remotos «intermundos» en los que se suponía que vivían ajenas a las cosas de los hombres. Ésa era la postura de muchos romanos ilustrados desde que, a principios del s. I, las doctrinas del Jardín y otras escuelas filosóficas helenísticas (con la excepción del estoicismo), «reemplazaron [en ellos] a los aspectos espirituales e intelectuales de la religión» (Wilkinson 1951: 24). Por supuesto, el advenimiento de esa «Ilustración» no dio al traste con las prácticas religiosas tradicionales, de carácter marcadamente ritualista y muy arraigadas en el pueblo.
Otro locus classicus en la discusión sobre las ideas religiosas de Horacio es su Oda I 34 (Parcas deorum cultor…), una palinodia del escepticismo al que lo había llevado la «demencial filosofía» que hasta la fecha había profesado. Ya el comentario del Pseudo-Acrón afirmaba que esa doctrina descarriada era la epicúrea: «Esta oda da a entender que se arrepiente de haberse convertido en un hombre sin religión por haber seguido a la secta de Epicuro». Y, naturalmente, quienes creen —al parecer, no muchos— en la conversión de Horacio al estoicismo, de la que antes hablábamos, ven ahí un apoyo para su tesis (cf. Oksala, EO II: 285). Sin embargo, hay que tener en cuenta que el de la palinodia era uno más de los subgéneros poéticos tradicionales, y por ello no cabe tomarse este ejemplo de la misma más al pie de la letra que cualquier otro poema cuyo sentido metafórico o puramente literario no haya lugar a discutir[35].
Particular atención reclama la postura de Horacio ante el programa de restauración religiosa que Augusto incluyó dentro de sus iniciativas de regeneración nacional. A él se adhiere solemnemente, por ejemplo, en la última de sus «Odas romanas» (III 6): han de reconstruirse los templos de los dioses, que, agraviados, han permitido que Roma sufra más de un desastre; pero lo mismo hay que hacer con las viejas virtudes personales y familiares que habían hecho grande a la República. A este respecto hay que pensar en la dimensión política que, de tejas abajo, seguramente veía Horacio en las creencias y prácticas religiosas tradicionales, en cuanto factor de estabilidad social. No se trata exactamente de la religión como «opio del pueblo», pero sí de algo parecido y dos mil años anterior: del papel que la misma tenía en relación con la estabilidad social y política de la pujante República romana, según el agudo y precoz análisis que el griego Polibio (VI 56, 6 ss.) había hecho a mediados del s. II a. C.
La cuestión de los vínculos de la religión tradicional romana con el poder constituido nos invita a trazar un somero perfil de las ideas políticas de Horacio, con la que bien podemos concluir esta semblanza. A su respecto, cabe preguntarse por la sinceridad del patriotismo del que el poeta hace gala en tantas ocasiones, y sobre todo en relación con el nuevo régimen implantado por Augusto, del que, desaparecido Virgilio, llegó a ser, como veremos el «poeta laureado».
Por de pronto, hay que reconocer que el joven e inmaduro Horacio de la Atenas del año 43 a. C., y de la derrota de Filipos al siguiente, resultaba una figura singular: ni sus antecedentes ni sus intereses de clase eran los mismos que los de los jóvenes aristócratas a los que se unió en aquella aventura. La res publica por la que aquéllos iban a luchar ya había dejado de ser mucho tiempo atrás una «cosa de todos», para convertirse en patrimonio de la oligarquía que ahora la reivindicaba, eso sí, en nombre de la libertas y la aequalitas. Y no es que el cesarismo, de momento frustrado y pronto definitivamente triunfante, ofreciera a los romanos algo parecido no ya a nuestra democracia, sino tan siquiera a la que habían disfrutado los atenienses del s. V a. C.; pero, al menos, su fachada populista lograba disimular un tanto las diferencias entre optimates y plebs, entre los estrictos ciudadanos de Roma y los provinciales. Apuntando a un análisis de la actitud del joven Horacio en clave filosófica, aunque sin afirmar que por entonces ya profesara las doctrinas del Jardín, Wilkinson (1951: 65 dice que «su comparecencia en Filipos no era sino una aberración por parte de un anima naturaliter Epicurea».
Los Epodos 7 y 16, que están entre las obras tempranas de Horacio, parecen dar testimonio de su posicionamiento ideológico tras el fracaso de Filipos. Por entonces es seguro que ya comulgaba con las doctrinas epicúreas; pero el hecho de que éstas fueran contrarias a la implicación en la política no lo disuadió de la idea de dirigirse a su pueblo para hacerle ver que iba derecho hacia nuevas guerras civiles, que de hecho acabaron llegando y que él temía que acabaran con la propia Roma. Al fin y al cabo, el del pacifismo era también un ideal típicamente epicúreo, por el que el poeta, en un tono sombrío y pesimista que recuerda al de Lucrecio, quiso romper una lanza en favor de su patria. Además, como escribe Wilkinson (1951: 66), «Él [Horacio] ya pensaba que un verdadero poeta tiene derecho a que el público lo escuche y que él personalmente lo era».
El trance en el que todos hubieron de tomar partido de manera clara llegó en el año 32 a. C., con la ruptura del frágil equilibrio en que habían convivido Octaviano y Antonio. Fue entonces cuando «toda Italia… y por propia iniciativa» juró lealtad al primero, según él mismo recordaría muchos años después en su testamento político (Res gestae 25). Ahora, ya no se trataba de una simple guerra civil: la alianza de Antonio con Cleopatra había convertido el conflicto en una guerra nacional contra la bárbara molicie del Oriente, resucitando en Roma un espíritu patriótico desconocido desde mucho tiempo atrás. En cuanto a Horacio, sus «epodos de Accio», el 1 y el 9, así como la Oda I 37, ya dejan clara su adhesión a Octaviano y a su régimen como únicas garantías de una paz duradera.
Al igual que en el asunto de las convicciones religiosas, se ha planteado más de una vez en el de las políticas una comparación entre Horacio y Virgilio. En uno y otro caso se admite que el Mantuano profesó una más sincera devoción a los ideales promovidos por el augusteísmo. Luego nos ocuparemos de las muestras de independencia personal que Horacio dio frente al propio Príncipe; pero de manera general puede decirse que su adhesión al nuevo régimen venía exigida, cuando menos, por su sentido pragmático: con ese régimen había llegado la estabilidad que por tantos años había ansiado su generación. Sus «Odas romanas» ya parecen haber dejado atrás los temores que todavía en la Oda I 14 expresaba por el rumbo de la nave del estado. Y como enseguida veremos, el Carmen Saeculare y el libro IV de las Odas —en especial los epinicios de Druso (IV 4) y de Tiberio (IV 14)— dan testimonio de su afección sin reservas a los afanes imperiales que el nuevo régimen había resucitado. En todo caso, no se puede dudar de que Horacio era un romano de cuerpo entero, que se conmovía evocando las viejas gestas que habían hecho grande a su patria[36].
Pero es hora de retomar a la carrera vital de nuestro poeta. Por lo que hemos visto, seguía en los tiempos de los que veníamos hablando bajo la protección de Mecenas y unido a él por estrecha amistad, al margen de los nubarrones que hubiera podido suscitar el affaire Murena. Pero no es arriesgado suponer que por entonces ya habría recibido alguna de las muestras de estima del propio Príncipe de las que nos habla la Vita (aparte de lo ya dicho sobre la posibilidad de que el espléndido donativo del fundas Sabinus se debiera a él). Según Nisbet (EO I: 221), fue hacia el año 18 a. C. cuando Augusto empezó a interesarse directamente por Horacio y por su obra y, en consecuencia, cuando trató de vincularlo más estrechamente a su persona y a su política. No sabemos si tal actitud tenía algo que ver con el gran vacío que debió de dejar la muerte de Virgilio, ocurrida el 21 de septiembre del 19 a. C. Ese triste acontecimiento hubo de afectar profundamente a Horacio, que años atrás había llamado a su colega «la mitad del alma mía» (Od. I 3, 8); sin embargo, es una sorprendente verdad la de que Horacio no hace referencia alguna a su desaparición en los muchos versos que aún escribió posteriormente[37]; y esa omisión incluso ha sido utilizado por cierto estudioso como uno de los argumentos en que apoyar su novelesca teoría de que la muerte del altissimo poeta no se debió a las calenturas contraídas en Mégara, sino a una oscura maniobra del Príncipe[38]. El caso es que en torno al 18 a. C. habría que situar el intento de Augusto de convertir a Horacio en su secretario:
Augusto, por su parte, le ofreció el cargo de secretario particular suyo, según lo da a entender en este escrito dirigido a Mecenas:
«Antes yo me bastaba para escribir mis cartas a mis amigos; ahora, tan ocupadísimo y mal de salud como estoy, deseo quitarte a nuestro buen Horacio; vendrá, de tu mesa, en la que está sólo como parásito, a este palacio mío donde a cambio me ayudará con la correspondencia» (Vida 5, trad. B. C. G. 81, pág. 98).
El biógrafo cuenta luego que, cuando Horacio no aceptó el cargo, el Príncipe le mantuvo su afecto, e incluso lo animó a que se tomara con él más libertades; y que sólo en tono de broma le hizo un pequeño reproche:
… aunque tú, altivo, despreciaste mi amistad, no por ello yo te pago con la misma moneda (Vida 6, trad. B, C. G. 81, pág. 98).
Siguen algunas anécdotas que dejan claro hasta qué punto la amistad de Horacio con Augusto había alcanzado un grado cercano a la intimidad. En primer lugar, la de que solía llamarle «impecable semental» (purissimum penem) y «lindísimo capullo» (homuncionem lepidissimum[39]); luego, la de que lo enriqueció con varias donaciones. Pero más nos interesan las noticias que vienen luego, pues conciernen sobre todo a la obra de nuestro poeta y al concepto que Augusto tenía de ella:
Le gustaban tanto los escritos de Horacio, y estaba tan seguro de que serían eternos, que no sólo le encargó la composición del Carmen Secular, sino también las odas que celebran la victoria de Tiberio y Druso, hijastros suyos, sobre los vindélicos; con ello le obligó a añadir un cuarto libro a sus tres libros de poemas[40], publicados mucho antes (Vida 8, B. C. G. 81, pág. 99).
En efecto, y comenzando con el encargo del Canto Secular, en el año, 17 a. C. Augusto decidió celebrar los Ludi Saeculares, un gran rito cívico-religioso con el que el Estado y el pueblo romano se preparaban para entrar en un nuevo siglo (a contar 110 años, no 100, desde la última celebración) invocando la protección de los dioses; y quiso que fuera Horacio el autor de un himno en honor de Apolo y de Diana que fue cantado en el Palatino y en el Capitolio por dos coros alternados de 27 muchachos y de 27 doncellas de familias nobles. Los Juegos, en los que participó en masa el pueblo romano, desde el Príncipe hasta los más humildes plebeyos, se desarrollaron durante tres días y tres noches a partir del 31 de mayo de ese año 17 a. C., y el papel que en ellos desempeñó Horacio vino a consagrarlo como una especie de «poeta laureado» y vate oficial del estado romano[41]. Los registros oficiales dejaron lapidaria constancia de él en una inscripción recuperada a finales del s. XIX en la ribera del Tíber (Corpus Inscriptionum Latinarum VI 32 323) en la que, entre otros datos podemos leer el de que Carmen Composvit Q. Horativs Flaccvs. Además, y con legítimo orgullo, el propio poeta, dirigiéndose una de las jóvenes —en realidad a todas— que habían cantado sus versos escribiría poco después:
y tú, muchacha, dirás, cuando ya estés casada: «Yo, cuando el siglo volvió con las luces de su fiesta, canté un himno que agradó a los dioses, dócil a los sones del poeta Horacio» (Od. IV 6, 41 ss.).
Augusto fue, pues, el responsable de que Horacio retomara su plectro para volver a la poesía lírica; pero, como la Vita nos dice, su impulso lo llevó también a la creación del que bien puede llamarse su canto de cisne en ese género: el libro IV de las Odas. El deseo del Príncipe de ver celebradas por el máximo poeta viviente de su tiempo las victorias de sus hijastros Tiberio y Druso sobre los pueblos célticos de los Alpes, en el año 15 a. C., debió de quedar sobradamente satisfecho con las dos magistrales odas que Horacio les dedicó en su nuevo libro: la 4, a Druso, y la 14, a Tiberio. En su última entrega lírica el poeta parece un poco olvidado de su querido Mecenas, al que sólo dedica la Oda 11, con motivo de su cumpleaños, lo que algunos ponen en relación con el quebranto que las relaciones entre Augusto y su estrecho colaborador sufrieron a raíz del ya citado episodio de Murena. Horacio celebra también a otros dos brillantes jóvenes del entorno familiar del Príncipe: Julo Antonio, casado con su sobrina Claudia Marcela, hija de Octavia, y Paulo Fabio Máximo, que por entonces habría desposado a su prima Marcia. Uno y otro tendrían un trágico final: Antonio, al descubrirse en el 2 a. C. su adulterio con Julia, la hija única de Augusto; Fabio, en el 14 d. C., poco después de la muerte de aquél, al parecer por haber hablado de la visita secreta que en sus últimos días había hecho a su único nieto varón superviviente, Agripa Póstumo, recluido por su anormalidad en la isla de Planasia (cf. TÁC., An. 15, 1-2).
La Vita nos cuenta también que, después de haber leído algunas de sus Epístolas, sin duda del libro I, Augusto se quejó a Horacio de que en ninguna de ellas lo mencionara:
«Has de saber que estoy enfadado contigo porque muchos de tus escritos de este tipo no están dirigidos especialmente a mí. ¿Temes acaso mala reputación entre las generaciones venideras porque pueda parecer que has sido amigo mío? y así le arrancó el poema que comienza…» (Vida 8, B. C. G. n° 81, pág. 99).
Y sigue el inicio de la Epístola II 1, la famosa Epístola a Augusto, que algunos atribuyen a los últimos tiempos del poeta, incluso posteriores a la muerte de Agripa (12 a. C.), a la a sazón el más cercano colaborador de Augusto y el único de sus yernos que le proporcionó descendencia. Y desde luego hay que reconocer que desde entonces el Príncipe tenía especiales razones para sentirse solo, según el propio Horacio le dice al inicio de su misiva: «Cuando llevas tú solo el peso de tantos y tamaños negocios…».
La epístola se ocupa, sobre todo, de asuntos literarios; en primer lugar, de la «querella de los antiguos y los modernos», que ya se había suscitado en la Roma de entonces, proclive, como en tantos otros aspectos, a venerar con preferencia las cosas de antaño; y en la misma línea, de la necesidad de que el teatro romano se pusiera a la altura de los tiempos, superando el pedestre nivel que, siempre a juicio de Horacio, tenía la comedia plautina.
La Epístola a Augusto acabó formando el libro II de las de Horacio junto con otra que databa de algunos años antes, aunque en el libro figure en segundo lugar: la Epístola a Floro, escrita hacia el 19 a. C. a un buen amigo que desde Asia Menor le reclamaba algún envío poético. Es también por su contenido una de las epístolas literarias fundamentales de nuestro poeta.
Nos queda por enmarcar en la vida de Horacio —viejo problema— la composición de la más larga de sus epístolas y de todas sus obras: la Epístola a los Pisones, también llamada desde la propia Antigüedad Arte poética. Es sin duda de sus años postreros, aunque algunos se niegan a considerarla como obra de última hora, por apreciar en ella rasgos que podrían acreditarla como anterior a la Epístola a Augusto. En su momento examinaremos el problema con el debido detalle; pero de antemano no cabe duda de que el Arte Poética viene a ser una especie de testamento literario de Horacio.
En septiembre del año 8 a. C. murió Mecenas, no sin haber incluido en su testamento una cláusula, en la que rogaba a Augusto: «Acuérdate de Horacio Flaco como de mí mismo» (Vida 4, B. C. G. 81, pág. 98). Bastantes años antes, Horacio había escrito a su generoso amigo:
¡Ay!, si un mal golpe se adelantara a llevarse contigo una parte de mi alma, ¿qué me importaría la otra a mí, que ya no valdría lo que antes, sobreviviéndote, pero no entero? Aquel día traerá la ruina de uno y otro. Mi juramento no fue en falso: iré, sí, iré’, a dondequiera que tú vayas por delante, dispuesto a acompañarte en el postrer viaje (Od. II 17, 5 ss.).
Horacio fue fiel a su promesa: antes de que pasaran dos meses, el 27 de noviembre del propio 8 a. C., murió, seguramente en Roma, a los 56 años, sin que le diera tiempo a instituir heredero a Augusto sino de viva voz. Fue enterrado en el barrio del Esquilmo, no lejos de donde ya reposaba su querido amigo y protector. Atrás dejaba una obra que él mismo se había permitido considerar como «más duradera que el bronce» (aere perennius, Od. III 30, 1); y, como veremos, no parece que el tiempo le haya negado la razón.