Ludibrio y traición soviéticos. Una victoria contra Moscú. ¡Viva Negrín! La epopeya del Ebro. El «suicidio» del Ebro, Moscú aconseja retirar los voluntarios. La batalla de Cataluña. Con la sangre del Ebro se comenzó a redactar el pacto germano-soviético. La URSS coincide con Casado. El Gobierno en la zona Centro-Sur.
TODAVÍA no se había resuelto la crisis, que duró desde el 30 de marzo al 5 de abril, cuando el Buró Político fue convocado precipitadamente. Supuse que se trataría de algo relacionado con la situación ministerial. Pero fue grande mi sorpresa al serme entregada una comunicación transmitida desde Moscú en la que se nos decía escuetamente: «La situación internacional aconseja un viraje en la política española. Los ministros comunistas deberán cesar en la colaboración ministerial. Aprovechar la crisis para retirarse del Gobierno».
Quedé anonadado, estupefacto. ¿Qué significaba aquella nueva voltereta política? Cualquier movimiento táctico podría ser admisible menos la retirada de los ministros comunistas en el crítico momento en que el desastre militar se perfilaba amenazador por el derrumbamiento de nuestro frente del Este y por el rapidísimo avance de las tropas facciosas hacia el Mediterráneo, que hacía inminente el corte en dos porciones del territorio leal, hecho infausto que se produjo unos días después. ¿Qué pretexto invocar para enmascarar aquella deserción vergonzosa del poder, nosotros, que habíamos incitado a nuestras tropas a pelear hasta el último disparo en las orillas del Flumen, del Cinca, del Segre, del Noguera?… Y en los trágicos momentos en que la sangre de esos combatientes enrojecía las aguas de los ríos catalanes.
Habíamos malogrado toda posibilidad de constitución de cualquier otro Gobierno que no fuera el del doctor Negrín. El odio y la hostilidad contra nuestro Partido y Negrín ni amenguaban ni se silenciaban y eran unánimemente compartidos por todas las fuerzas del Frente Popular. Negrín sólo podría gobernar apoyándose íntegramente en la fuerza militar y política del Partido Comunista. Retirarle nuestros ministros significaba la muerte de la política de resistencia; y acabar con la política de resistencia implicaba el fin de nuestra guerra, la derrota.
—¿Es eso lo que quieren nuestros camaradas de Moscú? —pregunté a la delegación.
—La sola pregunta es una injuria —aulló Stepanov—. Nadie quiere la derrota. Se trata de un movimiento diversionista para arrebatar de manos de Hitler la bandera del anticomunismo, con la que viene embaucando a grandes masas de Europa y América, tomando como ejemplo lo que está sucediendo en España donde los comunistas —dice— lo dominan todo y lo tienen todo. Con esta retirada estratégica les privamos de una de sus armas propagandísticas fundamentales.
—Pero con el arma que les quitamos nos suicidamos —repliqué—. Quizá —aunque me parece dudoso— logre prolongarse la agonía de la paz, se retrase el estallido de la guerra en Europa, pero el pueblo español habrá sucumbido.
—Declararemos que el Partido Comunista no se interesa en los asuntos del poder, pero que seguirá apoyando la política de guerra del señor Negrín —adujo Togliatti.
—Nadie admitirá la explicación. Nos hemos hartado de proclamar en todos los tonos y de todas las maneras, que solamente la fuerza y la presencia de los comunistas en los resortes del poder constituían una sola garantía contra las maniobras capituladoras de los unos y de los otros. Sin la presencia y apoyo abierto de los comunistas Negrín no podrá gobernar, se verá forzado a dimitir o a declararse dictador con nuestras fuerzas apoyándole desde fuera. Cualquiera de las dos soluciones conduce inevitablemente a la guerra civil intestina, a la catástrofe de la República —grité fuera de mí.
La atmósfera era densa. Llevábamos varias horas encerrados en una habitación. El humo de los cigarrillos nos envolvía en una neblina pesada. Todos los rostros reflejaban preocupación. Mis propios camaradas de Buró Político, tan dóciles por hábito y principio a los mandatos de Moscú, vacilaban. La ausencia de José Díaz hacía más difícil mi forcejeo contra aquella desatinada propuesta de la «Casa». Comprendí que sólo una actitud de resuelta y cerrada intransigencia por mi parte podría decidir a mis camaradas a oponerse al «consejo» del Kremlin.
Oía la voz de Toggliati, impugnando mis razonamientos:
—No tiene razón el camarada Hernández. La táctica de la «Casa» está inspirada en convencer a la opinión francesa e inglesa de que los comunistas no estamos interesados en conquistar el poder ni siquiera en España, donde podríamos tomarlo con relativa facilidad. Esto dará un golpe de muerte a los voceros nazi-fascistas. De esta suerte reforzaremos los lazos franco-ingleses con los soviéticos. Si Hitler se decide por la guerra tendrá que afrontarla conjuntamente contra la URSS y las democracias occidentales.
—Ese es un argumento caprichoso que a nosotros no puede convencernos, porque el verdadero significado no es otro que el del responso funeral a la libertad de nuestro pueblo. Además, Inglaterra y Francia saben tan a la perfección como nosotros mismos lo que hay de real y verdadero en nuestra política. Ellas no ignoran que los comunistas, pese a las contrarias apariencias, no queremos conquistar el poder en España; más aún, tan persuadidas se hallan del triunfo de Franco, que hace ya meses que han enviado sus representantes más o menos oficiales ante el Gobierno faccioso de Burgos.
—La salvación está en que la guerra se desarrolle tal y como quieren que se desarrolle los camaradas de la «Casa», y es nuestro deber facilitarles la tarea —insistió Togliatti.
—Y nosotros ¿qué? —pregunté colérico.
—A nosotros o nos salva la situación de conjunto o nos hundimos sin remedio —dijo ásperamente Togliatti.
—¿Qué situación de conjunto? —volví a preguntar.
—La guerra conjunta de las democracias burguesas y la URSS contra Hitler.
—No entiendo una palabra de nada —dije—. Si aceptamos la sugerencia de la «Casa» nuestra derrota es tan segura como inminente; la prolongación de la paz en el mundo, es nuestra sentencia de muerte; si la guerra no se produce como la calculan nuestros camaradas en Moscú, sucumbiremos; ¿cuál es la salida que se nos ofrece?
—Si no queda otra opción, sacrificar lo que sea menester con tal de salvar el País del Socialismo —barbotó Stepanov.
—Mi vida —creo que la de todos los comunistas— está al servicio y a disposición de la URSS, pero no creo que esa fidelidad deba llevar implícita la felonía hacia mi pueblo. Toda nuestra política en los últimos meses se basa y gira en la esperanza del advenimiento de esa conflagración mundial que tanto y tan de repente se teme ahora. Mantener la consigna de resistencia en una guerra que militarmente tenemos perdida, y hacer a la vez todo lo posible para repeler la única tabla de salvación que nos queda, es nuestro suicidio en cortejo con la burla sangrienta a nuestro pueblo.
—Esa posibilidad no se ha perdido —aclaró Togliatti—. Siempre podremos agarrarnos a ella si la coyuntura se presenta. Mientras tanto, deberemos esperar esa coyuntura manteniendo la política de resistencia.
—Pues si hemos de esperar a esa coyuntura, esperémosla sin menoscabo del prestigio de los comunistas y sin desertar de nuestros puestos de responsabilidad y de combate. Yo no aceptaré ninguna otra posición. Pueden ustedes decidir como quieran.
A estas palabras mías siguió un silencio hondo y prolongado. La crisis de dirección del Partido estaba planteada. Cada cual rumiaba su responsabilidad. Era el litigio más grave que se había presentado ante la delegación soviética en todo el curso de la guerra. Lo que quedaba de dignidad sedimentada en el domesticado Buró Político se fue revelando poco a poco, palabra a palabra. Habló Uribe y habló Checa; hablaron Mije y Delicado, oponiendo reparos al mandato de retirar nuestra colaboración gubernamental. Pasionaria enmudeció. Tácitamente su silencio era un apoyo a la propuesta de Moscú. El Buró Político decidió al fin que no era aceptable la directiva soviética. Y la colaboración ministerial de los comunistas se mantuvo en el segundo Gobierno del doctor Negrín.
En los resquicios de mi fe volvía de nuevo a hacer presa las dudas más desoladoras. ¿Es posible que la URSS, que Stalin, nos sacrifiquen y sacrifiquen a todo nuestro pueblo por sus razones de Estado? Si la URSS quiere vivir ¿por qué ha de hacerlo a costa de la vida de otros pueblos y sobre todo, de pueblos que como el nuestro, luchan como leones en defensa de su libertad? ¿No estaría mejor garantizada la seguridad de la URSS con la coexistencia de pueblos de regímenes social y políticamente afines al suyo y solidarios en el orden internacional con su política pacifista? ¿Por qué, pues, frenar nuestra lucha, restarnos elementos de combate y forzarnos siempre a marchar por la vía de los intereses soviéticos? ¿Por qué inducirnos a hacer dejación de nuestra misión de comunistas españoles que es la de preocuparnos ante todo de lo que nos es propio, de España?
Veía ya ahora, con positiva claridad, que la guerra de España no era para la URSS más que un peón en el ajedrez de su juego internacional. Y a pesar de todo no me rendía a la evidencia. «Es cierto —me decía— que la URSS se muestra egoísta, pero ¿no habrá en mí un exceso egoísmo nacionalista? Nuestra causa es una causa difícil de salvar y yo pretendo que la URSS juegue alocadamente sus destinos por salvar los nuestros. ¿No tienen los rusos el derecho a pensar, desde su punto de vista nacional, de la misma manera que lo hago yo como español? Claro que podían haber hecho por nosotros bastante más que lo que han hecho, pero ¿estoy yo en el secreto de las razones que han tenido para proceder así y no de otra manera?»
Mi fe estaba resquebrajada, pero todavía era fe.
Al salir de la casa del C. C. encontré las calles de Barcelona hirviendo de sobresalto y de multitudes.
—Se prepara la capitulación.
—¿Capitular? ¿Y para qué tenemos las armas?
—Hay que aplastar a los cobardes.
—Son Prieto y su gente…
—¡Abajo los capituladores!
Estos gritos se hicieron yeso en el fondo rojo de las pancartas y clamor en las gargantas de los agitadores comunistas que poblaban las calles de Barcelona. No tardó en organizarse una imponente manifestación a cuyo frente iban los camiones de la guardia de Asalto controlada por el Partido Comunista y el Partido Socialista Unificado de Cataluña. En los coches de mando, oficiales, comisarios, comandantes del Ejército Popular. En los transparentes: «¡Queremos un Gobierno de guerra!» «¡Viva Negrín!»
El día 8 se constituía el nuevo Gobierno Negrín, asumiendo éste, como habíamos previsto, además de la Presidencia, la cartera de Defensa. El Partido Comunista seguía representado en la persona de Uribe. Yo fui nombrado comisario general del Grupo de Ejércitos de la Zona Centro-Sur, que sumaba más de las tres cuartas partes de todo el Ejército republicano. El 15 de abril se anunciaba oficialmente que el territorio republicano había sido cortado en dos. Ese mismo día, volando por encima de las líneas enemigas, tomé posesión de mi nuevo cargo en el Cuartel General de Miaja. La precipitación era debida a ciertos rumores llegados hasta Barcelona sobre la actitud de determinados grupos militares que, asistidos por socialistas, anarquistas y republicanos, se disponían a declararse independientes del Gobierno, ahora aislado entre las trincheras enemigas del Ebro y la frontera francesa. En efecto, esa era la situación en la zona Centro-Sur. Permití al general Miaja de la urgente necesidad de efectuar una jira por todo el territorio de nuestra jurisdicción, para dejar bien sentado que el Ejército no reconocía otra legalidad que la emanada del único y legítimo Gobierno, el Gobierno del doctor Negrín. La jira dio resultados. Miaja, soldado leal, anunció por doquiera con voz tonante que todo el peso de su autoridad caería fulminante sobre cualquier intentona de desacato a los poderes constituidos.
Sin embargo, yo no me engañaba. El sentimiento de hostilidad a los comunistas y al doctor Negrín estaba arraigado en lo más profundo del ser de los dirigentes de las organizaciones del Frente Popular. Era una ronda de chispas en derredor de un polvorín. ¡Tales eran los frutos de la política que habíamos realizado!
Los acontecimientos militares se precipitaban. El 16 de junio Castellón caía en manos del enemigo. Valencia se hallaba directamente amenazada. Y Valencia se puso en pie. «Valencia será el segundo Madrid,» prometían las telas tirantes que cruzaban sus calles. ¡Admirable pueblo el nuestro! Las derrotas militares le enardecían en su afán inextinguible de revancha, de cobrarse en la carne de los invasores el dolor de su propia carne. Los obreros de los altos hornos de Sagunto y de las fábricas catalanas tenían el mismo frenesí de héroes silenciosos del sudor, y se enquistaban hasta el desmayo en los tajos, suprimidos todos los calendarios, apaleando el carbón y fundiendo el hierro como artilleros al pie de sus cañones.
Las muchachas, que habían aprendido a cargar los proyectiles en los talleres subterráneos del «Metro» de Madrid, despellejándose las finas manos, trabajaban sin horario y sin sueño.
La nueva frontera de plomo franquista que dividía geográficamente a los combatientes de la misma causa, los soldaba en el espíritu más y más como si esta brecha hendida en su carne fuese una brecha imantada.
El enemigo jaleaba la ofensiva sobre Valencia poseído de que al fin iba a aniquilar las fuerzas de la República.
En las Cancillerías donde el suelo de España era objeto de subasta, se extendían las esquelas de defunción de la República. La quinta columna clavaba ya las banderitas bicolores en el mapa de su optimismo.
Y entonces, en aquel momento, en aquellas horas, nuestro pueblo, nuestros soldados, dieron plena fe de vida y de vigor. La República no estaba muerta, la tierra de España era aún bastante cara. Cada milímetro valía un hombre.
En los puestos de mando, los planos, los mapas de la operación más audaz. En la boca de los comisarios y de los capitanes, una palabra con sabor de romance y de copla: Ebro.
El agua del río se quebraba por las noches con chasquidos precursores de gesta. Cientos, miles de soldados, a la luz de la luna, aprendían a nadar.
Los tratados militares no recordaban muchos casos como este de cruzamiento a nado de un río en un frente tan estrecho y compacto. Era una operación militar audaz, sólo posible cuando las fuerzas que han de realizarla poseen, sobre una moral elevadísima, unas cualidades técnicas de primer orden. Los mejores tratadistas del arte militar la hubieran condenado por anticipado. Era lógico hacerlo de no contar con el valor inenarrable de los soldados del Ejército Popular.
Se esperaba con rabia, con impaciencia el momento del ataque, el momento de salir para mostrar el coraje a falangistas, moros, fascistas italianos, nazis alemanes… Se contaban los días que faltaban hasta el cuarto menguante. Se miraba con odio las noches claras en que el río parecía un pedazo de cinc.
Y aquella noche… Aquella noche era oscuro el lomo de las aguas. La tierra apenas crujía bajo el paso rítmico y constante. Los camiones, sin luces, bajaban bacheando en las curvas.
Un ejército de sombras saltaba a las barcazas.
Otros nadaban, con el dorso desnudo y el fusil en alto como una rama.
Después, la desesperación frenética de las ametralladoras.
Se había pasado el Ebro. Comenzaba la batalla más importante de la República. Ábranse los anales de la épica para dar paso a uno de los hechos de armas más asombroso.
El Ejército desangrado en Castellón, en las batallas del Maestrazgo, de Lérida, de Morella, del río Ebro, de Balaguer y Tremp, sin tomarse un momento de reposo para cerrar sus cicatrices, escribía la página castrense que trastocaba las teorías más sesudas, y pregonaba al mundo la virilidad, la entereza, la bravura de los hijos del pueblo español.
* * *
El pueblo despertó el día 23 de julio con la noticia de la hazaña militar. Allí estaba, en la garganta de los altavoces de la radio, en las primeras planas de los periódicos, en la mirada jubilosa de los hombres. El pueblo resurgía con un nuevo entusiasmo, con un nuevo fervor. Había que ser dignos de los soldados del Ebro. Nuestra España puso esa divisa en su bandera.
El Ebro tuvo dos fases: la maniobra y la batalla defensiva. Al quinto día el éxito estratégico había sido logrado, si bien en el orden táctico se vio pronto limitada la operación. Nuestras tropas tropezaron con una barrera de fuego contraria que no fue posible romper. En las primeras cuarenta y ocho horas se había logrado el dominio de los objetivos fundamentales en la orilla opuesta, y ocupándose Flix, Aseó, Ribarroja, Camposines, Pinell y Faratella; luego proseguiría el avance sin una sola vacilación, se ocuparía Corbera y un número considerable de pueblos para amagar a Gandesa y Villalba. Más de 600 kilómetros cuadrados quedaron en poder de las tropas leales. Se suspendieron los ataques y se procedió a organizar activamente toda la zona conquistada con vistas a su defensa. Iniciábase la fase defensiva de la batalla.
Hablando del carácter cruento de esta gran batalla, el general Vicente Rojo, dice en su libro «España Heroica»:
«Fue la batalla del Ebro un combate que se libró durante tres meses y medio con breves intermitencias en tierra y sin ellas en el aire; una batalla de material, en la que jugaron, en frentes estrechos y con una potencia arrolladora, todas las armas e ingenios de guerra, excepto los gases; una pugna en la que se batían las tropas de choque propias y las enemigas de mejor organización y de más sólida moral; una lucha desigual y terrible del hombre contra la máquina, de la fortificación contra los elementos destructores, de los medios del aire contra los de tierra, de la abundancia contra la pobreza, de la terquedad contra la tenacidad, de la audacia contra la osadía, del valor contra el valor y del heroísmo contra el heroísmo, porque, al fin, era una batalla de españoles contra españoles…»
«… No hay en la batalla del Ebro, como algunos se han creído, un triunfo de las fuerzas materiales sobre las morales, porque éstas no fallaron; en realidad, los tres meses de incesante lucha, la pobreza de medios de guerra, la insuficiencia de recursos de todas clases, la inminencia de que se agotasen los elementos de fabricación de puentes y se cortase la relación entre ambas orillas, la tenacidad aérea y terrestre del adversario, el conocimiento de los incesantes refuerzos que el enemigo recibía, la retirada voluntaria decretada por el Gobierno de nuestros combatientes internacionales y ni siquiera la seguridad de que ofensivamente, por su inferioridad, no iba a poder infligir una derrota al adversario, eran argumentos bastantes para que la moral de guerra de nuestros combatientes se derrumbase, pues no llegaron a despertar en nuestros hombres un sentimiento de impotencia que provocase la quiebra de su moral…»
Sí, fue una batalla de heroísmo sublime, sobrehumano; una batalla en la que los hombres se transformaron en titanes mitológicos para defender la humana aspiración de no vivir en la esclavitud, de hombres que luchaban en una proporción de 200 cañones contra 1000, de 175 aviones contra 800, resistiendo tres meses y medio el alud incesante de hierro y de fuego.
En la descripción del general Rojo hay una manifiesta exageración al comparar al infante de Franco con el infante republicano. Los soldados de Franco apenas tenían que pelear. Antes de ocupar una cota, 15 000 proyectiles de cañón la barrían de la superficie. Las aristas de algunas montañas presentaban cavidades de volcanes. Nuestros soldados resistían con estratagema emocionantes por su heroísmo. Se retiraban de una posición, castigada hasta lo insoportable por el fuego, y permanecían escondidos, replegados en no se sabe qué inverosímiles relieves del terreno. Cuando las tropas enemigas ocupaban la posición —nuestros soldados calculaban que entonces no era posible el zamarreo de la artillería y de la aviación—, caían los combatientes republicanos sobre ella, abriéndose paso con las bombas de mano, calando los machetes, candentes las pistolas. Y era una lucha feroz en la que el hombre se vengaba de la máquina, en que el hombre peleaba con los dedos, con su corazón, con sus uñas. En los partes de guerra, el enemigo no podía sustraerse a una ráfaga de respeto. El general franquista Yagüe declaraba: «Los rojos luchan como leones». Nuestra España latía de admiración. Los trabajadores del mundo se sentían orgullosos de sus hermanos españoles. Fueron cien días y cien noches sin un minuto de sosiego, sin un instante de silencio, en aquel bárbaro estruendo, sin paréntesis ni lagunas, que sacudía hasta en sus raíces el paisaje. Fueron cien días en que la sangre coagulada de aquellos valientes del Ebro les servía de tumba en su trinchera.
El 16 de noviembre nuestro ejército ocupaba en la margen izquierda del Ebro las mismas posiciones que el 24 de julio. De un total de 90 000 hombres que montaron las fuerzas operantes, las bajas registradas sumaron 70.000.
La bravura inmortal de los combatientes del Ebro no cedía. Soldados, jefes, comisarios, heridos tres y cuatro veces en el curso de la batalla, volvían enardecidos a la brega sin esperar a que sus cicatrices se cerrasen. Las mejores fuerzas comunistas perecieron en estos combates.
El general Rojo precisa las condiciones de la lucha: «Se había luchado con una escasez de armamentos tan grave que el propio presidente del Consejo de Ministros cuando en una de sus visitas al frente del Ebro fue a felicitar a una de las divisiones que más se habían distinguido en la lucha, al revisarla en los llanos de Mora, pudo comprobar que sólo estaban armados el tercio de sus soldados, porque habían tenido que dejar sus armas en el frente, a las unidades que habían ido a relevarla y que no las tenían…»
«En artillería —sigue diciendo el general Rojo—, durante algunos períodos, teníamos en el Parque, en reparación, la mitad de las piezas, sin posibilidad de sustitución, mientras otras habían de mantenerse mudas algunos días por no disponer de más proyectiles que los que se fabricaban diariamente, y los cuales, en los días de verdadero agobio en el ataque del adversario, había que esperar angustiosamente, con los camiones a la puerta del taller en Barcelona, para recogerlos en cuanto terminase su fabricación y llevarlos urgentemente a las piezas que habrían de dispararlos. Tal era la realidad de las posibilidades materiales con que se riñó aquella larga batalla en algunos períodos».
La fase más difícil, la habilísima maniobra en retirada sin perder ni un solo fusil, dentro de la preceptiva militar, resultó un suceso insuperable, como el del paso del río el 25 de julio.
Es de justicia que hagamos aquí un elogio merecidísimo de don Juan Negrín, del que bien podemos decir que fue un combatiente más en esta asombrosa batalla: tuvo a todo lo largo de su desarrollo, un pie en Barcelona y otro en el frente. Entre los soldados de cada división, de cada brigada, de cada batallón, de cada compañía corría casi a diario la voz: «Ha venido Negrín». «Negrín está entre nosotros». Y los rostros ceñudos de aquellos hombres, negros de tierra y de pólvora, se animaban con una sonrisa de satisfacción. Negrín compartía con ellos aquellos días de gloria, alentándolos con su presencia y con su palabra.
Ha llegado el momento de que nos preguntemos cuál fue la finalidad verdadera de la prolongación a ultranza de esta batalla, a quién y a qué servían el esfuerzo titánico de nuestros combatientes, el sacrificio de nuestras mejores unidades en el Ebro, el aniquilamiento de todas nuestras reservas tácticas y estratégicas, y el haber forzado al mando faccioso a concentrar sus mejores y más numerosos elementos de combate en un solo punto, el menos favorable para nosotros y el decisivo para ellos.
No importan las vicisitudes que forzosamente hay que arrostrar en cuanto una lucha se entabla. Sólo es dolorosa la sangre de nuestros héroes cuando no se tiene la seguridad plena de que haya sido vertida en beneficio de la propia causa.
Las explicaciones oficiales nos han hablado de una doble finalidad, militar la una, política la otra. Militar, para distraer con nuestras acciones ofensivas más allá del Ebro la atención de las fuerzas enemigas y hacer fracasar los planes del ejército invasor para apoderarse de Sagunto y Valencia y permitir a los ejércitos de la zona Centro-Sur rehacerse, crear nuevas condiciones de resistencia y con ello ofrecer la garantía de desbaratar los futuros ataques del enemigo, finalidad lograda a los treinta días de combate; política, para explotar los efectos morales en el interior y en el exterior.
«Lo primero —dice el general Rojo— es decir, la finalidad militar, se alcanzó durante los tres meses y medio que duró la lucha, rebasando con creces las previsiones de resistencia que se habían hecho; lo segundo, no pudo lograrse, ni poco ni mucho, por causas que no es del momento analizar; pero no fue esto lo peor, sino que el éxito de la maniobra y la tenacidad de la resistencia que después se hizo, provocaron un crecimiento tan extraordinario de la ayuda que desde el exterior se prestaba al enemigo, que el desequilibrio de las fuerzas que ya padecíamos se acentuó gravemente».
La batalla del Ebro tal y como fue desarrollada se debe eminentemente a la inspiración soviética, y, aunque al Estado Mayor republicano correspondió toda la gloria de su ejecución, la alta dirección estratégica estuvo supeditada al consejo de los generales soviéticos. El señuelo de que los efectos políticos exteriores podrían mejorar la grave situación que en el orden internacional afrontaba la República, determinó a nuestro Estado Mayor a aceptar el librar una batalla de desgaste en condiciones de tal inferioridad material que transcurridos los primeros treinta días, más que batalla era el suicidio colectivo de las mejores tropas del Ejército Popular.
¿Ignoraban los consejeros soviéticos que, una vez derrotadas y deshechas las tropas republicanas en el Ebro, lógicamente el mando faccioso iba a aprovechar la concentración del grueso de sus efectivos para emprender una acción ofensiva sobre Cataluña para asestarnos un golpe decisivo, y conseguir un triunfo que diera a los ministros de Francia e Inglaterra, próximos a reunirse en la Conferencia de París, el pretexto para repetir con la República española la maniobra que entregó a Checoslovaquia maniatada a la codicia de sus enemigos? ¿Qué militar desaprovecharía la oportunidad de alcanzar su objetivo máximo cuando sabe al contrario incapacitado para detener su avance?
No sólo las elementales preceptivas del arte de la guerra, sino el sentido común aconsejaban proceder al revés de como nos condujimos. En cien batallas anteriores —Teruel, Brúñete y Belchite entre ellas— habíamos ofendido y cuando la evidencia nos demostraba que era baldío y excesivamente costoso el defender las posiciones ocupadas por la imposibilidad material de retenerlas, las evacuábamos y salvábamos los ejércitos. En el Ebro sabíamos ya a los cinco días de ofensiva que éramos materialmente impotentes para romper y neutralizar las barreras de fuego contrarias. Tácticamente nos interesaba entretener al enemigo, distraerlo de otros teatros de operaciones, pero debimos hacerlo en retirada y en resistencias escalonadas, salvando de la destrucción estéril al grueso de nuestros ejércitos. Permitir esa destrucción era abrirle la puerta franca de Cataluña al enemigo. ¿Fue eso lo que se perseguía?
Tan evidente era lo que tenía que suceder que, durante la batalla defensiva del Ebro, toda nuestra propaganda estaba montada sobre la consigna: «Cataluña es el corazón de la República».
Franco, que acechaba la ocasión de un golpe decisivo con fuerzas de aplastante superioridad, desata su ofensiva final con un ejército de 350 000 hombres, de ellos 16 315 italianos. El ataque, un mes después de haber repasado el Ebro los restos de nuestras unidades, comenzó el 23 de diciembre de 1938 en los ríos Segre y Noguera Pallaresa. El 26 de enero de 1939, el telégrafo y la radio proyectan al mundo estas tres palabras: «Ha caído Barcelona». Los moros y requetés habían tomado la capital de Cataluña.
Ya no había fuerza organizada que pudiera contener el avance del enemigo. Una muchedumbre imponente invade las carreteras con sus ajuares y con sus hijos, a cuestas. Los gloriosos restos del Ejército de Cataluña empujaban los cañones, las ametralladoras, para seguir disparando tras el último árbol y en la última peña. Nuestros mil veces heroicos soldados se replegaban organizadamente, los hombres que habían resistido tormentas de bombas, furias incansables de fuegos de artillería, horizontes cegados por las olas altísimas de las explosiones, tenían que ceder a sus mortales enemigos el terreno teatro de sus hazañas. Aquellos españoles ceñudos, de ademán grave, se retiraban como leones acosados, sin perder un momento la cara a sus perseguidores. En muchos semblantes de barbas duras, de gesto duro de hombría se humedecían los ojos. Con lágrimas, sí, con lágrimas de hombres valientes imposibilitados para combatir, protegiendo la caravana de medio millón de seres que huían en masa hacia Le Perthus francés. Tal era el resultado de nuestra batalla de desgaste del Ebro.
No menos elocuente en este aspecto de la responsabilidad soviética fue la retirada de los voluntarios de las Brigadas Internacionales. En los momentos más dramáticos de nuestra resistencia en el Ebro, cuando el Gobierno movilizaba a la desesperada a jóvenes imberbes y a hombres de 45 años, la vieja obsesión de los círculos oficiales de París y Londres de retirar a los voluntarios de las Brigadas Internacionales tuvo de pronto un patrocinador inconcebible: Moscú. En los instantes más críticos para la República, cuando más necesarios nos eran los hombres de las Brigadas Internacionales, enarboló la URSS la bandera de la retirada, asegurándolos que ella se cuidaría de que hubiera una reciprocidad en el procedimiento, esto es, que las tropas de Hitler y Mussolini evacuarían también la zona franquista. Tales promesas, hechas a nuestro Partido y a nuestro Gobierno, no fueron más que pura charlatanería.
El 30 de septiembre de 1938, Álvarez del Vayo, a la sazón intérprete fiel como nosotros de la política del Comisariado de Relaciones Exteriores de la URSS y ministro de Negocios Extranjeros de la República española, anunciaba al Consejo de la Sociedad de Naciones el propósito del Gobierno de la República, de retirar de su territorio todos los voluntarios de las Brigadas Internacionales.
El Consejo de la Sociedad de Naciones nombró una Comisión Militar Internacional para que se trasladase al territorio republicano y verificase la retirada de los voluntarios. Tres días antes de la retirada a nuestras primitivas posiciones en la orilla izquierda del Ebro, exactamente el 13 de noviembre, despedíanse desfilando por las calles de Barcelona los supervivientes de las gloriosas Brigadas Internacionales, entre aluviones de aclamaciones, abrazos y lágrimas y en filas truncadas por los huecos de ocho mil héroes que la tierra española guarda para siempre en sus entrañas, como símbolo de la más perfecta encarnación de la solidaridad internacional, del frente único antifascista, del honor y de la bravura proletaria.
¿Sabían los hombres de Moscú, sabían los consejeros militares soviéticos, que esas decenas de miles de voluntarios internacionales, eran un tesoro de combatividad humana para la República, más preciado aún en aquellos momentos en que nuestros ejércitos habían sido despedazados en el Ebro? Sí; lo sabían ¿Sabían que ello significaba debilitar la capacidad de resistencia en nuestro exhausto ejército? Sí; lo sabían. ¿Sabían que eran mentiras sus promesas de que «ellos cuidarían la reciprocidad» en la zona franquista? Sí; lo sabían.
Luego la conclusión es obvia: la URSS quiso privar a la República de toda posibilidad de resistencia ulterior. ¿Por qué?
Es hora de resumir esta página de ludibrio y de vergüenza soviéticos.
Desde el verano de 1937, en que se nos diera la consigna de conquistar el máximo de posiciones en el Ejército para hacer una guerra de resistencia prolongada, hasta finales de marzo de 1938, en que se nos aconseja abandonar la colaboración gubernamental, el fracaso de todas las maniobras diplomáticas de Stalin en el palenque internacional fue de estrépito. Bajo la presión de los conservadores ingleses, Francia había dejado casi sin efecto el pacto franco-soviético de 1935. Nuestra propia preponderancia en la política civil y militar de la República, con la que pretendió especular la Rusia de Stalin, se transformaba en un arma contra ella. Londres y París llegaron a tomar pretexto de la influencia soviética en nuestra zona para seguir negándonos el pan y la sal a los republicanos y para precipitar subrepticiamente el triunfo de las armas franquistas.
Hitler había comenzado a exteriorizar sus apetitos sobre Checoslovaquia. Las potencias democráticas, vacilantes y cobardes, manifestáronse «dispuestas» al sacrificio de Checoslovaquia haciendo caso omiso de sus propios compromisos y obligaciones, de la existencia de la URSS y de sus pactos con París y con Praga. Era la evidencia de que las democracias occidentales estaban decididas a comprar un plazo más de paz en precario, a costa de vender su alma al diablo y de empujar a Hitler hacia el Este, si se empeñaba en encender una guerra procurando así ganarle por la mano a Stalin la amistad que descaradamente brindaba éste al «Führer».
Unos meses después, en plena batalla del Ebro, llegó Munich. El pacto de Munich marcaba el apogeo de la actitud de vasallaje a la rapacidad hitleriana. Para Alemania, representaba el triunfo en su empeño de hacer imposible la formación del frente común contra sus depravaciones y agresiones.
Moscú venía preparándose para jugar a dos alternativas y salir en cualquiera de ambas ganador: o una guerra general europea o un pacto con Hitler. Para cualquiera de las dos combinaciones creyó útil conservar en sus manos la carta española. A partir de Munich el Estado staliniano se preparó para efectuar un viraje de 180 grados; y se determinó a jugar la carta hitleriana. Fracasados sus intentos de alejar la guerra de sus fronteras y de encenderla entre las democracias occidentales y el Eje Roma-Berlín en torno a los problemas de España y del Mediterráneo, y a la vista de los acuerdos de Munich, que fortalecían a Hitler en el Este, Stalin se quitó la careta del internacionalismo y salió a relucir su repulsiva condición de furibundo nacionalista. Decidió, pues, negociar con Berlín ofreciendo, en prueba de su sinceridad, el cadáver de la República española. Y en el Ebro comenzó a redactarse por los rusos el pacto germano-soviético, con la sangre, el heroísmo y el sublime sacrificio del pueblo español.
Tan evidente era esta monstruosa verdad, que en las conversaciones diplomáticas y en las Cancillerías del mundo se hablaba ya de la posible coyunda germano-soviética como de un valor convenido.
Mr. Ristelhueber, ministro de Francia en Sofía, escribía con fecha 16 de diciembre de 1938, al Sr. George Bonnet, ministro de Negocios Extranjeros de Francia, una carta en la que, entre otras cosas, le refería una conversación sostenida con el presidente del Consejo de Bulgaria en la que éste había expresado su opinión en los términos siguientes:
«… En cuanto a Alemania, si bien su voluntad de extensión hacia el Este es evidente, puede resultar engañoso suponerle la Europa suroriental como su primer objetivo. Para él (el Presidente), Polonia es la más amenazada, si bien la aproximación polaco-soviética constituye un freno a este peligro. Pero como los dos pueblos eslavos se detestan tan profundamente, su entente no puede ser más que efímera y ficticia. Por el contrario, M. Kosséivanov no excluye, sobre todo en el caso de que la Komintern se avenga a atenuar su propaganda, la posibilidad de una aproximación entre la URSS y el III Reich». (Carta publicada en «El Libro Amarillo» de Francia, 1938-1939, página 48).
El 30 de enero de 1939, cuando aún alentaba la resistencia española, Hitler, quien había justificado su intervención en España en defensa de la civilización contra el comunismo, pronunció un discurso sobre la situación internacional en el que no se hacía la menor alusión ni a Stalin ni al comunismo.
Días antes, el 12 de enero de 1939, Hitler había hecho una recepción extraordinaria al nuevo embajador ruso en Berlín. El 20 de enero el News Chronicle de Londres informaba sobre una próxima reconciliación de Stalin con Hitler. Y este artículo se reimprimía sin comentario alguno en Pravda de Moscú, lo que equivalía, para quien conozca el mecanismo de la prensa soviética, a su confirmación oficial. El 25 de enero el Daily Herald de Londres informaba que el Gobierno nazi estaba ahora «casi convencido de que, en el caso de una guerra europea, la Unión Soviética adoptaría una política de neutralidad y no intervención».
Apenas aparecidos estos comentarios el mundo se enteraba de que entre la URSS y Alemania se había firmado un convenio en virtud del cual la URSS vendería su petróleo en exclusiva a Alemania e Italia y a las naciones amigas del Eje.
Y el 10 de marzo, en memorable y cínico discurso, Stalin acusaba a las democracias de «envenenar la atmósfera y querer provocar un conflicto entre Alemania y la Unión Soviética».
Al regreso de las tropas alemanas de la campaña española —así la denominaba la prensa nacionalista—, en los primeros días de junio de 1939 y en ocasión del desfile de esas fuerzas por la avenida Unter den Linden, el «Führer» les dirigió una encendida arenga, de la que resultaba que la Legión Cóndor había ido a España a luchar contra «las plutocracias europeas, incitadoras de la guerra». Ni una palabra contra Stalin o contra el comunismo.
Por su parte, Mussolini, siguiendo las huellas de la diplomacia hitleriana, silenciaba todas sus alharacas sobre el comunismo, y en uno de sus discursos ante la Cámara de jerarquías del Partido Fascista, a la terminación de nuestra guerra, dijo expresivamente:
«El 18 de julio de 1936 señala una gran victoria del fascismo y una fecha decisiva en la historia, como primer asalto de las nuevas ideologías europeas, representadas por Alemania e Italia contra las viejas, encarnadas en las vetustas democracias plutocráticas».
No estará de más que antes de adentrarnos en el comentario del final luctuoso de nuestra guerra, digamos algunas palabras respecto al Estado Mayor del Grupo de Ejércitos de la Zona Centro-Sur, ayuno de todo entusiasmo y completamente desolidarizado con el frente de Cataluña sobre el cual los facciosos habían acumulado toda su potencialidad conforme hemos visto.
En tanto las fuerzas del Ebro y del Este se mantenían con insuperable bravura frente a la mayor concentración efectuada durante la contienda por el enemigo en hombres y en material, el Estado Mayor del Grupo de Ejércitos de la zona Centro-Sur cumplía de mala gana las órdenes de operaciones que le trasmitía el Estado Mayor Central, minado en su moral por aquel «suicidio estéril y absurdo» de las mejores tropas en la «loca» resistencia del Ebro: así se expresaban los más destacados mandos militares de estos ejércitos. Su situación de ánimo reinante fue hábilmente explotada por algunos elementos capituladores y también por quienes servían directamente a los facciosos, como el comandante Garijo, condecorado por Franco al final de la guerra «por méritos durante la campaña» y que estuvo desempeñando el puesto de jefe de Información en el Estado Mayor de Miaja; todos estos elementos se dieron maña para sabotear cuantas operaciones se realizaron o proyectaron. El Estado Mayor del general Miaja mantuvo inactivos a los Ejércitos de la zona Centro-Sur, que en su totalidad nutrían cerca de 800 000 hombres. Así, recibida la orden del Estado Mayor Central para operar sobre Extremadura, la parodia de operación que al fin se realizó, se lleva a cabo con más de un mes de retraso sobre la fecha prevista. En cuanto nuestros combatientes reciben la orden de ataque, se lanzan a él con entusiasmo y acometividad clamorosos. Bajo el empuje de nuestras fuerzas, el enemigo huye empavorecido hacia Sevilla. El Estado Mayor de Miaja, argumentando que «se desligaban demasiado de las bases de aprovisionamiento las unidades que habían provocado la ruptura del frente enemigo», dio orden a la 49 División, que iba en cabeza, de detener el ataque y pararse en Fuenteovejuna. Con el pretexto de las lluvias, paralizaron la operación seis días, dando así tiempo al enemigo para que concentrara nuevas y mayores fuerzas. Al reanudarse el ataque y chocar las nuestras con las fuerzas acumuladas del adversario, la operación fue inmediatamente suspendida por «imposibilidad de éxito».
En mi calidad de comisario general protesté ante Miaja y ante todo el Estado Mayor por la suspensión de la operación que, por amenazar a Sevilla, era la mayor ayuda a Cataluña. No obtuve ningún resultado. Inmediatamente hice un amplio informe para Negrín y también para la dirección del Partido, reclamando la inmediata destitución de cuantos elementos desmoralizados o capituladores rodeaban al general Miaja, anulando sus mejores deseos, y que se reorganizara el Estado Mayor con mandos de lealtad y entusiasmo probados. Ni Negrín ni el Buró Político dieron contestación a mi informe. Denuncié el hecho al SIM (Servicio de Investigación Militar) controlado por los rusos y temible por su poder, y el SIM, en ocasiones tan diligente y feroz, permaneció ahora impasible ante la denuncia.
Conjuntamente con la operación de Extremadura, y al objeto de dividir al enemigo y desorientarlo respecto a nuestras verdaderas intenciones, se ordenó por el Estado Mayor Central operar sobre Motril (Granada). Los jefes de la escuadra republicana, que debían cooperar en acción simultánea con las fuerzas de tierra, pretextaron los inconvenientes de efectuar una operación de desembarco de tropas en una noche de luna. Convencieron a Miaja, y la operación, después de tenerla preparada hasta en sus mínimos detalles, no se efectuó.
Cursé nuevos y violentísimos despachos cablegráficos a Negrín, al Estado Mayor Central y al Buró Político, reclamando una intervención inmediata contra los desmayados y saboteadores, que ya se manifestaban descaradamente. Ni Negrín, mal aconsejado, ni el Buró Político, ni los «tovarich», ni el SIM movieron un solo dedo para corregir tan gravísima situación.
El coronel Casado, jefe del frente de Madrid, a quien se le había ordenado operar en uno de los sectores del Centro, lanzó conscientemente a nuestras fuerzas a un desastre. El propio comisario del frente de Madrid, Edmundo Domínguez, socialista, había de escribir después, en su libro titulado «Los vencedores de Negrín», que él se había opuesto a la proyectada operación, dados los informes que se tenían del dispositivo de las fuerzas enemigas en el sector elegido para el ataque.
—«¿Por qué ante este dispositivo —relata Domínguez— no cambiamos la orden de operación? —pregunté.
—»¿Quién, yo cambiar? Nada —exclamó Casado—. No. Ya lo he dicho a tiempo. Además, nuestras fuerzas están colocadas. Mañana se ataca y nada más. En la guerra, Edmundo, pasan cosas extrañas. A lo mejor tenemos suerte y vencemos.
—»No basta esta esperanza —le contesté—. Si esta información es de confianza, arrostraría la responsabilidad de suspender la operación y planear otra.
—»Eso ya no es posible. Hay que hacerla y se hará…»
«Nuestros soldados —sigue relatando Edmundo— llegaron a las alambradas enemigas, pero les fue imposible saltarlas…» «Era lo imposible»… «El balance fue de 900 bajas, entre ellos dos jefes muertos, dos comisarios de batallón muertos, 15 comisarios heridos y unos treinta oficiales…» «La heroicidad no fue bastante para vencer la resistencia y poder del enemigo».
En la reunión de crítica de la operación celebrada por los comisarios se afirmó que «las concentraciones de fuerza se habían hecho a la luz del día, vistas por el enemigo; dispositivos de servicios vistos igualmente por él, todo ello ordenado por el Estado Mayor».
Tampoco en este caso, Negrín, el Buró Político, los M tovarich», ni el SIM, tuvieron nada que decir ni decidir.
¿A qué respondía el dolce far niente, la impasibilidad de ánimo frente a los mandos desmoralizados y saboteadores de la zona Centro-Sur, donde teníamos las únicas fuerzas que podían auxiliar a Cataluña? Respondía al mismo cálculo que había concebido la batalla de desgaste para facilitar el aniquilamiento de nuestras mejores tropas en el Ebro. En efecto, si se estaba provocando conscientemente el fin de la resistencia republicana, ¿qué objeto tenía la sustitución de los mandos desmoralizados, saboteadores y traidores que infestaban los Estados Mayores de la zona Centro-Sur?
Que el Gobierno diese la callada por respuesta era algo que, aunque no muy normal podría, empero, explicarse por las vacilaciones de que estaba saturada la política de Negrín en los últimos meses; pero que callasen el Buró, Político y los «tovarich» en sus tres ramas, política, militar y policíaca, era ya demasiado silencio para no hacerse sospechoso, máxime cuando siempre habían pecado por exceso y visto moros con tranchete en cualquier caso de negligencia intrascendente.
Naturalmente se advierte enseguida que «el caso español» estaba ya substanciosamente explotado y agotado, y que había sido subastado por la URSS en todas las Cancillerías. Ahora era una rémora y un estorbo. Se trataba, pues, de desembarazarse del lastre, de tirarlo por la borda. Corría prisa y de prisa se hizo. Pocas semanas después, en marzo de 1939, coincidiendo por vía opuesta con el coronel Casado sublevado en Madrid, la URSS asesinaría definitivamente la resistencia y la lucha del pueblo español.
* * *
La pérdida de Cataluña, con haber creado una situación muy grave y difícil, no significaba en modo alguno que las posibilidades de resistencia de la República estuvieran totalmente agotadas.
La adversa contingencia de que el Gobierno francés se negara a facilitar el traslado a la zona Centro-Sur española de los combatientes de Cataluña refugiados en el sur de Francia, no excusaba este hecho: que bajo el mando del general Miaja había un ejército de 800 000 hombres y un pueblo, en el cual la voluntad de resistencia no se había roto, pese al cansancio y a las dificultades enormes de la situación. Contábamos con una marina de guerra superior a la del enemigo; con un territorio que abarcaba la tercera parte del país y con un núcleo de población no inferior a los ocho millones de habitantes; con capitales de la importancia de Madrid, Valencia, Alicante, Murcia, Almería, Jaén, Albacete, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara; con parte del territorio de las provincias de Toledo, Córdoba, Granada, Castellón, Cáceres y Badajoz; con puertos marítimos tan importantes como los de Valencia, Alicante, Cartagena, Almería y otros; con minas en Almadén, Puertollano, Linares, La Carolina, Mazarrón, la Unión y varias más en Levante, Madrid y Murcia; con zonas de gran riqueza agrícola como las de Valencia, Alicante, Murcia, Jaén y Ciudad Real.
Con esos recursos en poder de la República, podía y debía el Gobierno proseguir la resistencia y con ello intentar al menos crear una situación difícil al enemigo en la zona por él ocupada, haciendo crecer el descontento en la retaguardia y en el Ejército de Franco, frente a la perspectiva de una prolongación desesperada de la guerra y su cortejo de sufrimientos y penalidades para toda la población, tanto más cuanto que ya el Gobierno de la República había propuesto el cese de la lucha y las condiciones de paz en los razonables tres puntos siguientes: «Garantía de la independencia de España, libre de ingerencias extranjeras. Seguridad de que sea el pueblo español el único que ha de determinar el régimen que rija sus destinos. Finalizar todas las persecuciones y represalias una vez liquidada la guerra».
La decisión de los republicanos de resistir hasta el fin, unida a la aceptable propuesta de paz del Gobierno Negrín, había sin duda alguna de producir honda conmoción en las masas de los pueblos dominados por el franquismo al facilitar los elementos precisos para incrementar el anhelo general de dar fin a la guerra, a la par que en el exterior nuevos millones de seres humanos se situarían junto a la República, movilizados por las justas y mínimas condiciones de paz propuestas a Franco[18].
Estas probabilidades nada tenían de fantásticas, eran tangibles y, sobre todo, era obligado el intento de ponerlas en juego. Cierto que las provisiones de armas, las reservas de gasolina y los víveres escaseaban en la zona Centro-Sur, pero si hubiera habido la decidida voluntad de prolongar la resistencia, se hubiese reanudado la corriente de armamento que en el curso de la batalla de Cataluña comenzó a llegar a España (para que sin desembalar siquiera cayera con la pérdida de Barcelona en manos del enemigo). Tales armas podían haber sido transportadas por mar a los puertos leales de la República en el territorio Centro-Sur, escoltadas por nuestra Flota, a la sazón superior aún a la del enemigo. ¿Qué era arriesgado? A esas alturas ya no se ventilaba la única posibilidad de lograr una paz que garantizara un mínimo de seguridad a nuestro pueblo.
De haberse procedido así, la continuidad de la resistencia hubiera sido posible por un período más o menos prolongado. Pero nadie quiso ocuparse de este «detalle», que era decisivo.
Si Rusia hubiese mantenido su política de alentar nuestra resistencia, tal y como lo había venido haciendo durante todo el período de existencia del gobierno Negrín, habría tomado todas las medidas necesarias para hacerla efectiva, comenzando por la organización y funcionamiento del Gobierno en la zona Centro-Sur. Pero los «tovarich» militares destacados en Cataluña optaron por dirigirse inmediatamente a la URSS, dejando al garete la averiada nave republicana.
Si Rusia hubiera querido que el Partido Comunista hubiera organizado la resistencia, hubiera ordenado al Buró Político las medidas adecuadas. Pero la delegación política soviética, reducida ahora a Togliatti y a Stepanov llegó a la zona Centro-Sur con el deliberado propósito de poner fin a la resistencia de la República.
Ante la ausencia de suministros militares y de víveres; ante la inexistencia práctica del Gobierno, que era una especie de fantasma mudo y paralítico, que ni gobernaba ni hablaba y que no tenía ni aparato ni residencia fija; ante la dimisión del Presidente de la República, Azaña y el reconocimiento diplomático de Franco por Inglaterra y Francia, se fue creando rápidamente un ambiente favorable para el trabajo de los derrotistas de todos los colores, de los capituladores y traidores agazapados durante treinta y tres meses de lucha en espera de una hora propicia que al fin se les había presentado.
Todas estas voces de desaliento asaltaban a las gentes, quebraban la voluntad, agigantaban las dificultades y enturbiaban las aguas puras con la tinta espesa de sus vacilaciones, de sus miedos y de su traición.
El Partido Comunista seguía, por inercia más que por decisión, hablando el lenguaje de la resistencia, de la guerra hasta alcanzar una paz digna, del heroísmo y de la unidad, pero sin nervio para obligar al Gobierno a gobernar ni para denunciar ante el pueblo y el ejército la creciente organización de la conspiración que iba a poner un fin de vergüenza a la grandiosa epopeya del pueblo español.
Desde luego, justo es decirlo, para vitalizar la lucha se necesitaba una temperatura de heroísmo. En los mandos militares que habían sido leales se notaban síntomas de desfallecimiento ante la convicción de la derrota y, también porque en algunos de ellos alentaba la esperanza, efecto de las vagas promesas que esparcían a boleo los agentes del enemigo, de un perdón franquista y hasta del reconocimiento de sus categorías militares en el ejército «nacionalista», siempre que no llevaran a cabo el gesto numantino de prolongar la resistencia.
Pero donde la moral estaba más gravemente quebrantada era en las altas esferas de la dirección militar. En una reunión convocada por Negrín para pulsar el estado de ánimo de los comandantes en jefe, todos, menos el general Miaja, se pronunciaron por la inmediata conclusión de las hostilidades. El almirante Buiza no se recató en anunciar que la Flota desertaría si no se emprendían inmediatamente negociaciones de paz, pues las dotaciones de los barcos no estaban dispuestas a seguir siendo blanco de los bombardeos de Franco, sin la obligada protección y réplica por parte de nuestra aviación.
El coronel Camacho expuso la precaria situación en que se encontraba la aviación de caza y bombardeo, proponiendo también la apertura de negociaciones. El general Matallana y los gobernadores militares de casi todas las zonas, se pronunciaron por el cese de la contienda. El general Miaja fue el único militar que en aquella reunión se mantuvo firme, abogando por resistir hasta quemar el último cartucho y agotar la última posibilidad.
«La reunión, que duró cinco horas —escribe Álvarez del Vayo en su libro La Guerra comenzó en España—, apenas había terminado cuando llegamos Méndez Aspe y yo y durante la comida que siguió observé cierta actitud de hostilidad y reserva por parte de algunos de los compañeros de mesa que no auguraba nada bueno para el futuro». Entre los presentes se encontraba Casado.
Negrín no convenció a los jefes militares; en la exposición de las dificultades que encontraban sus gestiones para negociar la paz, llegó a revelarles, en un exceso de cruda franqueza, que en algunas esferas de Londres y de París se le consideraba como la persona menos indicada para negociar la paz. Esta declaración constituyó un tremendo error. Había dado a los complotistas una base para que pudieran eliminarle del Gobierno so pretexto de que no era apto para «gestionar la paz», como días después se la daría el Presidente Azaña al dimitir y dejar al garete al Gobierno.
La histórica reunión de «Los Llanos», permitió a los altos jefes militares cerciorarse de que casi todos ellos se hallaban implícitamente de acuerdo en el deseo de emprender inmediatamente negociaciones de paz y de convencerse de que Negrín no era el hombre indicado para ello. A partir de ese momento cualquier audaz tenía en la mano la posibilidad de sublevarse enarbolando la bandera de «procurador de la paz», en la seguridad de contar con el concurso de la plana más destacada de generales con mando.
Si Negrín hubiera seguido una conducta consecuente con su política de resistencia, debería haber procedido allí mismo a destituir de sus mandos a todos aquellos jefes que casi le conminaron a poner fin a la guerra. Pero Negrín, siempre mal aconsejado por los delegados soviéticos, estimó más conveniente que cada uno de ellos volviera a ocupar su puesto. Luego, cuando quiso hacerlo, la medida fue tardía, impolítica e inoperante.
Siguiendo la propia lógica de los hechos, las fuerzas político-militares adversas a la continuidad de la resistencia, procedieron a organizar una sublevación que acabara con el Gobierno del doctor Negrín y con la preponderancia del Partido Comunista, única fuerza que continuaba apoyando y sosteniendo públicamente la política de Negrín.
Después de la dimisión del Presidente Azaña, la turbiedad de la atmósfera se hizo más densa. La autoridad de que gozaba Negrín, minada por la dudosa conducta de los stalinistas, de los cuales se había convertido en prisionero, se vino a tierra. Nadie se sentía ni gobernado ni obligado. La descomposición moral se agigantaba. En los gobiernos civiles se comenzaron a extender pasaportes a cuantos ciudadanos civiles y militares lo solicitaban, a pesar de no disponer de ninguna frontera terrestre por la cual pudieran salir los deseosos de abandonar el territorio nacional. Y el Gobierno ni prohibía ni tomaba providencia alguna contra el hecho.
Las autoridades militares, en uso de los derechos que les confería la declaración del estado de guerra, suspendían los actos públicos que organizaban las organizaciones de base del Partido Comunista, y la censura mordía en todos aquellos escritos que tendían a esclarecer aquella niebla de derrotismo. Y el Gobierno lo toleraba y el Partido Comunista lo aceptaba.
Da una idea de la complicidad de la dirección del Partido en el plan de los capituladores, la conversación sostenida el 2 de marzo de 1939 en el despacho del general Miaja, entre el general Hidalgo de Cisneros, comunista, y el coronel Casado, jefe del Ejército del Centro. Esta conversación ha sido recogida por Álvarez del Vayo en su libro La Guerra comenzó en España, página 304.
«El día en cuestión —relata Vayo—, el coronel Casado había invitado al general Hidalgo de Cisneros a almorzar con él. En el curso de la conversación, el coronel Casado expresó su convicción de que Franco no quería negociar con el Gobierno de Negrín y de que nada se podría lograr, por lo tanto, mientras fuese con éste con el que se hubieran de discutir las condiciones de paz. Por otra parte, no había tiempo que perder. Era indispensable llegar a un acuerdo «en dos o tres días». «Y sólo nosotros los militares, podemos hacerlo,» añadió el coronel Casado. Luego se refirió a las entrevistas que había tenido en Madrid con ciertos funcionarios británicos. «No puedo entrar en detalles, pero te doy mi palabra de honor de que yo puedo conseguir de Franco mucho más que el Gobierno de Negrín». Y, más tarde, dijo: «Estoy absolutamente seguro —y sobre esto te doy mi palabra de honor— de que se puede lograr de Franco la promesa de que no entrarán en Madrid los alemanes, italianos ni moros; que no habrá represalias; que podrá salir de España todo el que quiera y que a la mayoría de los militares se nos reconocerá el grado que tenemos».
Hasta aquí la conversación. Álvarez del Vayo dice a continuación, que dada la importancia de esta conversación, en octubre de 1939, se dirigió al general Hidalgo de Cisneros, a la sazón en Francia, para que la rectificase o reafirmara, recibiendo confirmación de su autenticidad.
No hay, pues, motivos para poner en duda la veracidad de esa entrevista. Pero para mí las conclusiones no son las del mero historiador que registra los hechos, sino las del político que extrae deducciones. Y la primera y principal es ésta:
Hidalgo de Cisneros era un militante del Partido Comunista, directamente relacionado con la dirección del Partido, junto a la cual se encontraba durante todos esos días aciagos. ¿Informó Cisneros a la dirección del Partido de su conversación con Casado? No me cabe la menor duda. Quiere decirse que la dirección del Partido dejaba rodar los hechos sin obstaculizarles el camino. ¿Informó a Negrín? Sin duda. Y Negrín, sabiendo que era cuestión «de dos o tres días» el levantamiento, nada se atrevió a intentar, quizás aconsejado por los elementos moscovitas que no le abandonaban ni a sol ni a sombra.
En tales circunstancias aparecen el mismo día 2 de marzo en el Diario del Ministerio de Defensa una serie de órdenes de carácter militar, entre las que figuraban el nombramiento de Miaja como inspector general de las Fuerzas de Mar, Tierra y Aire, quitándole las facultades de jefe supremo de todas las fuerzas de tierra; la disolución del Grupo de Ejércitos y la distribución en distintos lugares de los componentes de su Estado Mayor. A continuación, el Diario registraba el ascenso al generalato de toda una serie de significados coroneles comunistas, la destitución de comandantes militares de significación política adversa a los comunistas y la designación de otros tantos comunistas para ocupar dichas Comandancias. Asimismo se destituía al jefe de la Base Naval de Cartagena y se designaba a un comunista para ocupar el puesto.
La serie de medidas adoptadas por Negrín por exigencias del Buró Político, que a su vez obedecía órdenes de Togliatti y de Stepanov, produjeron una furiosa reacción en el ánimo de todos los personalmente afectados y de todos los dirigentes de las organizaciones del Frente Popular que veían, y con sobrada razón, en aquellas disposiciones, un auténtico golpe de Estado del Partido Comunista. La medida, de clara inspiración moscovita, fue una fina provocación política, una incitación a la rebeldía y al desacato, la chispa que debía encender el polvorín de la sublevación. Dije entonces, lo repetí en la Unión Soviética y lo reafirmo hoy, que los desdichados nombramientos buscaban la finalidad de sublevar todas las fuerzas políticas y militares contra el Gobierno y el Partido Comunista, para acabar con la mínima unidad que sostenía todo el tinglado de nuestra guerra. Como debieron prever sus autores —más adelante veremos que fue así—, la respuesta llegó cuarenta y ocho horas después con la sublevación de Cartagena y, veinticuatro más tarde con la de la Junta encabezada por el coronel Casado en Madrid, y en la cual, unidos a los militares, aparecían los socialistas, los republicanos, los anarquistas y los sindicalistas. Es decir, el Frente Popular y las fuerzas militares contra Negrín y el Partido Comunista.