El ocaso de los «dioses». Crecimiento y decadencia del Partido Comunista. Las Brigadas Internacionales. La «no intervención». Influencia de los suministros soviéticos. El proselitismo. La URSS se defiende en España. Batalla de Teruel. «¡Fuera Prieto!». Crisis de marzo de 1938.
EL verano de 1937 fue un verano crucial en la vida de nuestro Partido. Los acontecimientos reseñados ejercieron poderoso influjo en la trayectoria política y militar de España y con ellos llegó a su cenit nuestra influencia política que a partir de entonces —exactamente, a raíz de la crisis del Gobierno de Largo Caballero—, comenzó a declinar vertiginosamente. No aconteció igual —por razones que examinaremos más adelante— con nuestro poderío en el Ejército, en el que sostuvimos una preponderancia visible sobre las demás fuerzas combatientes hasta el final de la guerra.
Se ha dicho frecuentemente que la influencia de los comunistas en la España republicana fue principalmente debida a la «ayuda» soviética. Hay mucho de cierto en eso, pero la explicación es incompleta. Además de esto, una serie de factores, hábilmente explotados por nuestro Partido, facilitaron nuestro rápido crecimiento en lo orgánico, en lo militar y en lo político.
¿Cuáles fueron estos factores?
Señalaré aquellos de mayor importancia, omitiendo la enumeración de los restantes. Me apresuro a proclamar que no pocos aspectos de la política general del Partido Comunista, principalmente los que se referían a la guerra, tenían mucho de justos y de convincentes. Fijemos la atención, por ejemplo, en nuestras demandas machaconamente formuladas desde la iniciación de la guerra, y cuya bondad hubo de ser generalmente reconocida después: formación del Ejército Regular, mando único, disciplina, depuración de mandos, ordenamiento de la producción de guerra, transformación de la industria civil en militar, política de fortificaciones, creación de reservas, etc., demandas demostrativas de que los comunistas tenían una idea acertada en cuanto a las formas de interpretar y de hacer la guerra, en contraste con las concepciones de aquellas otras fuerzas políticas y sindicales que defendían el predominio de lo civil, se afanaban por utilizar la coyuntura para ensayos sociales que no entendía bien nuestro pueblo y que, por añadidura, no correspondían al carácter de la lucha y que defendían las formaciones milicianas en oposición al Ejército Regular. Por otra parte, el sacrificio y la disciplina que en el frente y en la retaguardia exigíamos de cada uno de nuestros afiliados, la diaria exaltación del heroísmo, la popularización sistemática de toda hazaña guerrera, individual o colectiva, de nuestros hombres y unidades acrecentaban el prestigio de los comunistas y estimulaban la bravura de los combatientes (los comunistas de fila eran admirables en su abnegación y arrojo) a la par que ejercían singular atractivo sobre muchos hombres de las otras diversas filiaciones políticas y sobre aquellos otros que no tenían ninguna especial.
Los dos Ministerios regentados por comunistas, el de Agricultura y el de Instrucción Pública, se convirtieron en vehículos poderosísimos de expansión de nuestra influencia en el agro, en los medios intelectuales y en el conjunto de la población. La entrega de tierras a los campesinos, las exenciones de impuestos y gravámenes, moratorias en los pagos, concesión de créditos, etc., política toda ella acremente criticada por los partidarios de la colectivización forzosa, y cuya evidente justeza abría amplios cauces a nuestra labor de proselitismo.
En la esfera cultural, la ingente lucha contra el analfabetismo; la creación de las Milicias de la Cultura, que iniciaron en las primeras letras a más de 70 000 soldados en las mismas líneas de combate; la apertura en término de un año de 6000 escuelas; la creación de seis Institutos para obreros en los que el Estado pagaba un salario al estudiante; la salvación del tesoro artístico, etc., elevaron el prestigio de los comunistas, a los que en estos capítulos, como en todos los demás, el Partido exigía «ser los primeros y los mejores».
No cometeremos la injusticia de dejar flotante la sospecha de que las demás fuerzas políticas y sindicales de España no tuvieron las mismas inquietudes. En general sí que las tenían. Pero adolecían de atributos esenciales para darles cauce: el empuje, la audacia, la ambición de nuestra juventud política, la sistematización y disciplina para exigir aquello que creíamos necesario o para aplicar lo que estimábamos conveniente, y, sobre todo, carecían del sentido de la propaganda para hacerse ver, oír y sentir en todas partes y a todas horas. Los comunistas, en cambio, practicábamos bien aquello de «el que no habla ni Dios le oye», dominábamos mejor que nadie el arma de la agitación y sabíamos influir en los sentimientos más vivos de las masas para empujarlas hacia nuestras metas particulares. Si nos proponíamos demostrar que Largo Caballero, o Prieto, o Azaña, o Durruti, eran responsables de nuestras derrotas, medio millón de hombres, decenas de periódicos, millones de manifiestos, cientos de oradores darían fe de la peligrosidad de estos ciudadanos con tal sistematización, ardor y constancia que, a los quince días, España entera tendría la idea, la sospecha y la convicción del aserto metidos entre ceja y ceja. Alguien ha dicho que una mentira, cuando la enuncia una persona, es simplemente una mentira; cuando la repiten millares de personas, se convierte en verdad dudosa; pero cuando la proclaman millones, adquiere categoría de verdad establecida. Es esto una técnica que Stalin y sus corifeos dominan a las mil maravillas.
Para nuestro combate político contábamos, además, con algo de que carecían las demás organizaciones: la disciplina, el concepto ciego sobre la obediencia, la sumisión absoluta al mandato jerárquico y el hombre de un solo libro… Ello generaba toda la energía de la acción cerrada, maciza, rectilínea, absoluta de los comunistas ante no importa quién ni qué.
¿Qué había frente a esta tromba granítica? ¡Helo aquí!: un partido socialista roto, dividido, fraccionado, laborando en tres direcciones divergentes; con tres hombres representativos: Prieto, Caballero y Besteiro, que luchaban entre sí, y a los que poco después se agregaría uno más: Negrín. Nosotros logramos sacar de sus suicidas antagonismos ventajas para arrimar el ascua a nuestra sardina. Y hoy apoyábamos a éste para luchar contra aquél, mañana cambiábamos los papeles dando un apoyo a la inversa, y hoy, mañana y siempre empujábamos a unos contra otros para que se destrozaran entre sí, juego que practicábamos a ojos vistas y no sin éxito. Así, para aniquilar a Francisco Largo Caballero nos apoyamos principalmente en Negrín y, en cierta medida, en Prieto; para acabar con Prieto utilizamos a Negrín y a otros destacados socialistas; y de haber continuado la guerra, no hubiéramos titubeado en aliarnos con el diablo para exterminar a Negrín cuando éste nos estorbase, o bien habríamosle invitado a tirarse de un balcón como más tarde harían los comunistas checoslovacos con Massarik. Es el destino de todos cuantos se alían con el engendro comunista de Stalin.
En los medios del anarco-sindicalismo el panorama no era mejor. Explotando en nuestra propaganda la acción de los grupos «incontrolados» metíamos y confundíamos en el mismo saco a todo el anarco-sindicalismo español. Más cerradas y compactas las filas de éste que las del socialismo, logramos empero abrir brecha en él.
Contribuimos a ahondar el cisma producto de la evolución que se operaba en la CNT, atrayendo a la colaboración gubernamental a una gran parte del anarquismo que, a partir de entonces, vive un proceso de lucha intestina, con cambiantes alternativas dentro y fuera de España.
Los partidos genéricamente republicanos, aparte de que no eran adversarios de consideración, ni por el número ni por la influencia, dadas las condiciones de nuestra guerra, no ofrecían tampoco un frente sólido y homogéneo. Intimidados por el cariz violento y desordenado de la reacción popular frente a los sublevados en los primeros momentos de la lucha, se dejaron influir y ganar en gran parte por nuestra política de orden y disciplina. Para nosotros tuvieron más valor representativo que efectivo. En ese sentido los respetábamos y defendíamos, no sin aprovecharnos de su buena fe para utilizarlos a modo de caballo de Troya en algunos momentos de dificultades con las fuerzas del Frente Popular.
Otro de los factores que supimos hacer jugar a favor nuestro fue el de la presencia de los voluntarios internacionales en la zona republicana.
La Internacional Comunista, obediente al mandato del Partido Bolchevique de la URSS, centró sus actividades, no en la movilización de las masas para impedir la política de «No intervención» de sus respectivos Gobiernos, pues no hubiera podido justificarse entonces la presencia de la propia Unión Soviética en ese organismo; ni tampoco en el boicot de las empresas que exportaban pertrechos de guerra a los enemigos de la República y a los barcos que cargaban las armas para Franco. No. Sus actividades discurrieron en lo fundamental por la vía de lo más espectacular. Fue una de ellas la movilización de voluntarios para luchar en las trincheras de la libertad de España. Y los hombres, por encima de los navajeos y de las maniobras políticas de sus patrocinadores, respondieron al llamamiento, y dieron así al mundo un ejemplo glorioso de solidaridad antifascista.
Obreros y campesinos, intelectuales, escritores, médicos, ingenieros, proletarios y hombres de ciencia, activistas del movimiento obrero curtidos en la dureza de la brega diaria de su vida consagrada a la lucha por la libertad; cargadores de Essen, portuarios de Marsella, mineros de Hamburgo, fresadores de Milán, estudiantes de Viena, obreros de Belgrado…Soldados expertos que habían aprendido a manejar las armas en la primera guerra mundial, fogueados en las barricadas revolucionarias de postguerra en Europa, dirigentes de sindicatos y de partidos. Decenas de millares de voluntarios de cincuenta y tres países pasaron por las fronteras cerradas, por los mares vigilados, por los cordones de policía, a prestar su solidaridad de sangre a la República española… Caballeros del ideal que abandonaron su patria y su familia, para ofrendar su inteligencia y su vida a la causa por la que luchaban los mejores hijos de España.
Comunistas, socialistas, anarquistas, trotskistas, liberales, antifascistas, católicos, ateos, librepensadores, de todo había entre los voluntarios internacionales. Pero nuestra propaganda los convirtió a todos en comunistas: nadie nos discutió el monopolio de la denominación. Y al pueblo español se le abrasaban las entrañas de gratitud y agradecimiento hacia aquellos hombres… «¡Comunistas!»
Voluntarios de la libertad… Hombres de temple de acero, de voluntad de granito, que marchaban al combate cantando y que defendían las posiciones hasta el último latido. Su nombre va unido a muchas batallas, pero su gloria quedó esculpida en los muros y en las piedras y en el corazón de Madrid. De su lucha, de sus muertos, de su sangre y de sus mutilados, nuestro Partido hizo bandera de orgullo y de proselitismo.
Sacábamos partido hasta de nuestras desgracias nacionales. La «No intervención», como ya hemos indicado en otro capítulo, fue trocada en elemento aliado para reforzar nuestra influencia a costa de los socialistas que, abrumados por todo cuanto había de cierto en la conducta de Blum y de otros prohombres de la socialdemocracia internacional, no supieron reaccionar ante nuestra campaña. Es comprensible que en ellos pesara la otra verdad, verdad relativa, pero verdad al fin, de que la Unión Soviética era el único país que de matute nos suministraba armamento, y este hecho amordazaba sus bocas ante nuestra audacia. No conozco ningún discurso o escrito de aquella época en que un hombre del socialismo español osara decir públicamente esta otra verdad: «Sí, señores, Blum y la socialdemocracia han preparado el ara en que se está sacrificando a nuestro pueblo, pero el país del socialismo triunfante integra el equipo de los descuartizadores». Nadie se atrevió, y nuestra impunidad era completa. Cuando nos convenía decíamos: «La URSS es la única garantía de que los suministros a Franco no lo sean en escala abrumadora». Débil era el argumento, pero cobraba vigor en el silencio de los demás.
Sin embargo, bien claro está que la presencia de la URSS en el Comité de «No intervención» no impidió que la aviación italiana sumase 135 265 horas de vuelo en España, que efectuaba 5318 bombardeos y librase más de 200 combates, que la URSS no impidió desde allí que las tropas italianas al mando del conde Rossi desembarcaran en Palma y ocuparan Ibiza y Formentera; que las Divisiones italianas participaran en los combates de Málaga, Guadalajara, Asturias, el Norte, Cataluña, etc., y que el «Comando Truppe Voluntarie» reuniese en España 120 000 soldados de Mussolini[16].
La presencia de la URSS en la «No intervención» no impidió que la hitleriana «Legión Cóndor», compuesta por unidades aéreas, de artillería, tanques, defensa antiaérea, transportes, comunicaciones, etc., llegase y actuase en España; no impidió la destrucción de Guernica por la aviación nazi; ni el bombardeo de Almería por la Escuadra alemana: no vio ni divisó un solo barco de los que regularmente y hasta con avisos previos de prensa salían de Alemania con destino a los puertos facciosos de España.
La presencia de la URSS en la «No intervención» no impidió que Portugal permitiera el tránsito por su territorio de todo el material alemán e italiano que quisieran mandarle a Franco el «führer» y el «Duce»; que ese mismo país pusiera sus bases aéreas a disposición de la aviación italo-germana, que desde ellas apoyara eficacísimamente las ofensivas de Yagüe y de Varela sobre el Tajo; no impidió que la Legión portuguesa hiciera armas contra la República.
Ya escucho los alaridos de los testaferros stalinianos y la lluvia de adjetivos con que adornarán la evocación de mi nombre. Me tiene sin cuidado. ¡Ruede la bola! Ayer fueron unos, y hoy seré yo el de turno, mañana serán otros. No hablamos para ellos. Hablamos para esos hombres que no han abdicado de la facultad de pensar y que pueden objetarnos: «Sí, Hitler y Mussolini burlaban la “No intervención”, pero Moscú pagaba con la misma moneda». En cierto modo esto es verdad. Nadie niega que 1 a URSS era el más regular de los proveedores de armas de la República. La diferencia estriba en que mientras aquéllos facilitaban a Franco las armas en la cuantía necesaria para derrotar a la República, la URSS nos las suministraba a cuentagotas, a pesar de que disponía de idénticos caminos y rutas que ellos, y de arsenales tan repletos como las dos potencias fascistas juntas. Y, por si algo le faltaba, tenía sobre ellos la ventaja de que no eran barcos soviéticos a los que se encomendaba el transporte y corrían los riesgos del bloqueo, sino buques republicanos tripulados por españoles. Digamos de paso que algunos de esos barcos se hallaban anclados esperando carga en los puertos soviéticos cuando terminó nuestra guerra y que, al igual que hicieron con el oro, se incautaron de ellos las autoridades soviéticas sin pago ni indemnización de ninguna clase. Luego el «racionamiento» de las armas soviéticas respondía a una política, a un cálculo, a un propósito, que poco o nada tenía que ver con las dificultades del control internacional. La prueba está en que los suministros soviéticos a España se sincronizaban con la situación internacional y con el barómetro de la política soviética en nuestro país. Cuando la política de los «tovarich» encontraba resistencias en la República, los suministros se espaciaban; cuando se restablecía la armonía, por la subordinación de contrarias voluntades, los suministros afluían de nuevo. Era un tira y afloja sobre el descuartizado cuerpo de la España leal, que por temor a cegarse la única fuente de abastecimiento bélico de que disponía, había forzosamente de allanarse a las exigencias rusas.
En el ya citado folleto de Indalecio Prieto encontramos confesiones como ésta: «El temor a quedarnos desprovistos de material incitó a muchos allanamientos». Acaso no le faltara razón a Negrín, cuando a fines de marzo de 1938, nos dijo a la Comisión Ejecutiva y a los ministros socialistas: «No puedo prescindir de los comunistas, porque representan un factor muy considerable dentro de la política internacional y porque tenerles alejados del poder sería, en el orden interior, un grave inconveniente; no puedo prescindir de ellos porque sus correligionarios en el extranjero, son los únicos que eficazmente nos ayudan y porque podríamos poner en peligro el auxilio de la URSS, único apoyo efectivo que tenemos en cuanto a material de guerra».
Salvador de Madariaga, en su libro «España», página 662, aludiendo a la política de suministros soviéticos a la República, al referirse a una serie de artículos publicados por mí contra un compañero de Gabinete, Indalecio Prieto, que fueron dientes importantes en el engranaje de la crisis política que determinó su salida del Gobierno, dice lo siguiente: «… y como en tales casos solía suceder, comenzaron a escasear los suministros de municiones y armas soviéticas»… «Azaña se daba cuenta de la gravedad de una situación (se refiere a la solicitud de Negrín de prescindir de Prieto en Defensa) que tan directamente dependía de la llegada de suministros rusos»… «El doctor Negrín formó un Gobierno a satisfacción de los comunistas»… y «Comenzaron otra vez a llegar los suministros de guerra tan esperados…»
Volviendo al hilo de nuestro tema, repetiremos que nadie, por las razones apuntadas o por las que fueran, se atrevía a decir en voz alta lo que pensaba en su fuero interno, como lo demuestran las palabras de Prieto y de Negrín. Los únicos que tuvieron la osadía de gritar contra el «chantaje» ruso fueron los del POUM Y para acallarlos se les situó fuera de la ley, y la GPU se hacía cargo de ellos.
Tal es la explicación del fenómeno de nuestro crecimiento, amén de aquellos otros auxilios que directamente presta ya de por sí el Poder. Y el poder de los comunistas fue mucho, tanto que, sin incurrir en exageración podemos afirmar que hubo momentos en que los resortes principales del Estado estaban en nuestras manos.
Decíamos antes que la influencia política del Partido Comunista comenzó a declinar en el verano de 1937, justamente al año de iniciarse la guerra. No fueron los éxitos los que nos hicieron perder la cabeza: la perdimos en los virajes y zigzagueos de las conveniencias soviéticas. Si Stalin se hubiera propuesto encerrar en un callejón sin salida a los comunistas españoles, no hubiera procedido de otro modo a como procedió. La política que se nos impuso fue la política de la deslealtad, por no decir de la traición a nuestros aliados. Al romper con Largo Caballero rompíamos con la fuerza mayoritaria del Partido Socialista, que era para colmo la del ala izquierda, es decir, la más afín a nosotros. Al enderezar nuestros ataques contra Prieto volcábamos materialmente todo el poderío del socialismo español contra los comunistas, nos aislábamos de nuestros aliados naturales, los más próximos y más importantes. Al provocar la crisis del Gobierno de Largo Caballero tomando como base la necesidad de aplastar las distintas corrientes del anarquismo, después de los sucesos de mayo de 1937 en Barcelona, nos enemistábamos mortalmente con más de un millón de hombres organizados que representaba la Confederación Nacional del Trabajo, orientada por los anarquistas. El ataque contra Prieto hería directamente a los distintos partidos especialmente republicanos, que tradicionalmente veían en este líder socialista más que en ningún otro, el cerebro que proyectaba su política republicana en España: nuestros disparos sobre Prieto, por tanto, habían hecho blanco en el sentimiento de los hombres republicanos. Inveteradamente los representantes de los movimientos nacionales vasco y catalán, mascaban pero no tragaban fácilmente la colaboración con los comunistas. Frente al POUM estábamos en guerra de aniquilamiento. En el curso de un año habíamos malbaratado y destruido todos los principios y cimientos en que estribaba y se fundaba el Frente Popular. Si en este período no se produjo un derrumbe vertical de nuestras posiciones, acháquese ello a que todas estas fuerzas, que odiaban a los comunistas, fueron incapaces de aunarse en un frente común. Nos paqueaban desde distintos atrincheramientos, facilitándosenos así la maniobra y la carga, ora contra los unos, ora contra los otros. Alguien dijo entonces y no sin razón, que nuestro Frente Popular era como un saco lleno de cangrejos, todos juntos, revueltos, mordiéndonos y devorándonos mutuamente los unos a los otros.
La conciencia de la peligrosa situación de aislamiento en que nos debatíamos, nos impelió a la realización de una desenfrenada campaña de proselitismo en el Ejército, estimulados por nuestro conocimiento claro y seguro de que quien tuviera las armas tendría con ellas el control del país en guerra.
* * *
Naturalmente, esta táctica interior estaba directamente relacionada con la situación exterior. En el mundo las cosas transcurrían así: Densos y negros nubarrones se cernían sobre los cielos ya encapotados de las democracias europeas. En las postrimerías de 1937, la política de aproximación del Kremlin con esas potencias se cuarteaba palpablemente. Chamberlain, que se había hecho cargo del poder en mayo de 1937, fincaba toda su política en la idea absurda de pretender separar a Italia de Alemania. Habríamos de aceptar como viable el propósito de romper el eje Roma-Berlín y el absurdo subsistía, porque, para lograrlo, se recurría al mortal arbitrio de abrir las manos y cerrar los ojos a la intervención italiana en España. El flirteo del Duce con el diplomático del paraguas se hacía, pues, a expensas del pueblo español. Y Mussolini supo sacar todo el partido que le brindaba tan ventajosa coquetería. El resultado de todo ello fue el de una profunda inclinación pro italiana en toda la política inglesa. Y los diplomáticos franceses, ante el temor de disgustarse con el Foreign Office, se dejaban mecer por las suaves olas del apaciguamiento.
También en el curso del año 1937 se había reproducido la nueva agresión japonesa a China. La reunión de Bruselas para estudiar la situación creada por esta agresión no dio ningún resultado práctico. Allí se dieron cita todas las potencias firmantes del Tratado de Washington de 1922, que garantizaba la integridad territorial de China. La URSS fue invitada, a pesar de que no era potencia signataria. Se pronunciaron discursos más o menos tonantes, pero la agresión japonesa siguió su curso. Nadie la detuvo. La inquietud y la desconfianza de las pequeñas potencias en las democracias occidentales aumentaban por instantes. Los agresores totalitarios se refocilaban de gusto. Sus designios marchaban a pedir de boca.
Stalin se alarmó ante la perspectiva. En el Kremlin se comenzó a reconsiderar el «caso español». Ahora lo analizaban ya desde el punto de vista de tahúres perdedores. La consecuencia fue un notable viraje en su política de suministros de guerra a España que de golpe y porrazo fueron acrecentados. Tácticamente la Unión Soviética procedió del siguiente modo: Reforzó el poderío bélico de la República con vistas a sostener sus posiciones en el occidente de Europa, contrarrestando en cierto modo la creciente peligrosidad de las potencias del Eje en esta zona neurálgica. Paralelamente, y para imprimir efectividad a esa política, ordenó a los comunistas españoles adquirir predominio más absoluto en la situación general del país.
¿De qué se trataba? Se trataba de ganar tiempo a fin de que Rusia pudiera prepararse para hacer frente a la guerra que se presagiaba inevitable a consecuencia de la política de apaciguamiento, política que, como habría de decir más tarde Hugh Dalton, diputado laborista, comentando los estados de ánimo de la opinión inglesa, se perfilaba así: «Si nosotros —decían gran parte de los ingleses— concertamos una alianza anglo-alemana podríamos dividirnos el mundo entre nosotros, y ¿quién se atrevería a romper la paz? Nosotros no necesitamos prescindir de los franceses, aunque después de todo no son un pueblo dinámico como los alemanes. Y diríamos sencillamente a los checos y a los polacos que tenían que hacer concesiones a Alemania, o atenerse a las consecuencias. Si ella {Alemania) necesita expandirse hacia Europa Oriental, ese no es asunto nuestro».
Y al mismo tiempo se trataba para la URSS de cotizar sus reforzadas posiciones españolas en un posible pacto germano-soviético, disyuntiva esta que ya comenzaba a arraigarse obsesionante en el cerebro de los «estrategas» políticos del Kremlin.
En los meses de mayo-agosto de 1937, Stalin hizo extraordinarios esfuerzos para llegar a un acuerdo con Hitler. Naturalmente, las potencias democráticas conocían todas estas maniobras y consecuentemente rehuían las carantoñas que a la vez les hacía Moscú. Y bien pudieron plantearse esta alternativa a la situación: si los rusos buscaban la amistad de Hitler ¿por qué no intentarlo ellas también y adelantárseles en la demanda?[17].
A esta finalidad soviética sincronizáronse todos nuestros movimientos tácticos en el período comprendido entre las operaciones de Belchite y el paso del Ebro, que en la historia de nuestra guerra ha quedado registrado como «el período de proselitismo».
¿Qué fue el proselitismo?
En una sesión dedicada a examinar el creciente aislamiento del Partido frente a las restantes organizaciones democráticas, problema que preocupaba al Buró Político como consecuencia de los persistentes ataques de que éramos objeto por parte de casi todas las fuerzas políticas del país, se llegó a la más desaforadas conclusiones a que podíamos llegar.
Una vez más quise salir al paso de la torpe línea de conducta que veníamos siguiendo, y expuse mi punto de vista sobre la situación en este cuadro de razonamiento: No habíamos logrado mejorar nuestra situación militar desde la crisis de Largo Caballero; en el orden político habíamos perdido considerable terreno al propiciar con nuestros hostiles procedimientos una alianza de facto entre caballeristas, cenetistas y poumistas y por añadidura deberíamos enfrentarnos a la creciente oposición de Prieto a la política militar del Partido. Todo ello nos obligaba a examinar nuestra táctica y a realizar una política francamente amistosa cerca de nuestros aliados si queríamos sostener y vigorizar el Frente Popular. A mis reflexiones contestó Togliatti, en nombre de la delegación soviética, con estas otras:
—La creciente campaña de derrotistas y capitula dores se funde a la acción de todos los resentidos políticos. Se está provocando un reagrupamiento patente de las fuerzas del Frente Popular contra el Partido Comunista y contra el Gobierno de Negrín. Desde el Ministerio de Defensa, Prieto conduce una campaña persistente para disminuir nuestras posiciones en el Ejército y en el Comisariado. Nos encontramos frente a una ofensiva que abarca desde la FAI (Federación Anarquista Ibérica) hasta el mismo Presidente Azaña, pasando por los socialistas. Deberemos, pues, sin descuidar los problemas que la situación nos crea en la retaguardia, prestar la máxima atención a consolidar y ampliar todas nuestras posiciones en el Ejército, mediante una intensa campaña de reclutamiento y de promoción de comunistas a todos los puestos de mando: Quien domine el Ejército, dictará la orientación política del país.
Sin grandes objeciones, el Buró Político aceptó la tesis de Togliatti.
—Todo nuestro aparato de agit-prop, la Comisión Político-Militar y nuestros comisarios políticos deberán proceder a una intensa labor de reclutamiento, enviando cuantos instructores sean precisos a los frentes y a las unidades y coordinando su trabajo con el de las juventudes unificadas. En tres meses, 50 000 nuevos afiliados al Partido en los frentes —concretó Díaz.
Tal fue la consigna trasmitida desde Moscú a Togliatti, de Togliatti al Buró Político y del Buró Político a todo nuestro gigantesco aparato de agitación y propaganda. ¡50 000 nuevos afiliados en los frentes!
Bajo mi suprema dirección se puso en movimiento un ejército de incontables proselitistas, entusiastas y fanáticos como buenos comunistas. Personalmente reuní a los mandos de Cuerpo de Ejército, de Ejército y de División.
Y la orden fue tajante, rígida, inapelable, como un ucase: promoción de nuevos mandos comunistas a la jefatura de todas las unidades que los tuvieran de otra filiación. Los jefes militares comunistas, juntamente con los instructores que el Partido tenía permanentemente destacados en cada una de nuestras unidades militares, eran mancomunadamente responsables ante el Buró Político del cumplimiento de la consigna. Los comisarios políticos comunistas, desde el subcomisario general hasta el modesto comisario de compañía, recibieron igual mandato ¡Cincuenta mil nuevos afiliados en tres meses!
Un arrebatamiento demencial se apoderó de nuestros hombres. En la retaguardia las rotativas de nuestros diarios transformaban en épicas las más nimias acciones de nuestras unidades y hacían reventar con chasquido y estruendo todas las proporciones del elogio personal, utilizando reales o ficticias hazañas de los hombres. En los frentes, en las trincheras, en los cuarteles, en los hospitales, en los Estados Mayores, tras de una intensísima propaganda, se ofreció el cebo de los ascensos a condición de tomar el carnet del Partido o de las Juventudes Unificadas. La emulación entre nuestros mandos, el celo partidista, el deseo de cumplir la orden del Buró Político, se adentraron por los caminos más fáciles… y también por los más reprobables. Se reclutaba todo, sin reparar en los antecedentes del neófito; se utilizaron el halago y la coacción, la corrupción y el atropello. Quien se resistía a firmar su boletín de ingreso en el Partido o en las Juventudes sabía que era candidato a las primeras líneas del frente en las unidades de choque y que sus galones o barretas peligraban. Conseguimos con creces nuestros propósitos. Decenas de miles de nuevos afiliados afluyeron a nuestra organización en las unidades militares. Pero el Partido había trasplantado a los frentes el virus de la discordia, la guerra civil.
El ministro de la Gobernación, Zugazagoitia, había de exclamar un día ante el doctor Negrín: «Don Juan, vamos a quitarnos las caretas. En los frentes se está asesinando a nuestros camaradas, porque no quieren admitir el carnet comunista».
El jefe de la 61 Brigada Mixta del Ejército de Maniobra, en informe que remitía al Ministerio de Defensa decía: «Factor importante que motiva desorden y desastres es la campaña proselitista, a la vez que crítica política, que en el frente hacen determinados elementos»…
D. A. Santillán, expresando la opinión del movimiento anarquista en aquellos momentos, dice al respecto en su libro Por qué perdimos la guerra, página 219: «El proselitismo mediante la corrupción, el halago, los ascensos, los favores, las coacciones de todas clases, hasta en las mismas trincheras, creó un ambiente de descomposición y de disgusto que debilitó la combatividad y la eficacia del aparato militar».
Llevada la campaña hasta sus máximas posibilidades, el predominio comunista reflejábase en los principales resortes del poder militar en la primavera de 1938. La subsecretaría del Ejército de Tierra, la subsecretaría de Aviación, la jefatura de las Fuerzas Aéreas, la jefatura del Estado Mayor de Marina, Comisariado de los Ejércitos de la Zona Centro-Sur, la Dirección General de Seguridad y la Dirección General de Carabineros estaban en manos de miembros activos del Partido Comunista. El 70 por 100 de la totalidad de los mandos del Ejército era patrimonio de los comunistas. Armas tan decisivas como Aviación y Tanques eran coto cerrado de los comunistas.
Un día el general Vicente Rojo, jefe del Estado Mayor, militar leal y apto como el que más, hombre de sentimientos profundamente católicos y sin filiación política determinada, me dijo que había recibido la visita de Antonio Mije, miembro del Buró Político, para pedirle su adhesión al Partido Comunista, dejándole entrever que firmar o no firmar podría ser algo decisivo en su carrera militar; Rojo, lógicamente, se negó a suscribir una adhesión que no sentía. Airado por este hecho y por cuantas tropelías se venían cometiendo al socaire del reclutamiento de nuevos afiliados, planté a Stepanov mi alarma y mi protesta contra la funesta consigna.
—Podremos aconsejar moderación, más tacto, pero de ninguna manera dar marcha atrás —me replicó Stepanov.
—Todo esto —refuté— nos está dando número, pero nos resta prestigio y autoridad.
—Pamplinas, Hernández, pamplinas, tiene más fuerza una división mandada por comunistas que las protestas de un millón de ciudadanos. Multiplica nuestras divisiones por los ciudadanos de todos los matices que protestan y verás quién tiene la sartén por el mango —replicó rasgando su boca en un intento de sonrisa que no pasó de una mueca.
—En los comienzos de la revolución rusa tuvimos situaciones parecidas —prosiguió Stepanov—. También allí los socialdemócratas gritaban y los anarquistas de Majno aullaban contra el predominio del Partido Bolchevique. Les dejamos gritar mientras no constituyeron peligro, pero cuando intentaron crearnos situaciones difíciles, les dimos para ir pasando.
—Pero aquí en España, no estamos en el mismo caso. En primer lugar, no luchamos por ninguna revolución socialista, y, en segundo, sería suicida ignorar que socialistas y anarquistas tienen una enorme influencia y que su disgusto se reflejará en la eficacia de nuestra lucha, en la combatividad de nuestras unidades, en la cooperación en los frentes —razoné.
—Nuestra consigna no es la de conquistar el poder para los comunistas… —agregó a modo de conclusión. Calló Stepanov. Parecía reflexionar. Al cabo de unos instantes me espetó este consejo:
—Te falta un poco de maquiavelismo.
—¿Para qué lo necesito? —pregunté.
—Para comprender una cosa tan sencilla como ésta: La irritación que produce nuestra campaña, nuestra absorción en la promoción de mandos, etc., inducirá a los más exaltados jefes militares anarquistas o socialistas a sabotear algunas órdenes, o a ejecutarlas de mala gana. A renglón seguido se les instruye expediente y, tras de castigarles o destituirles, se hace la adecuada campaña de publicidad para demostrar a todo el mundo que los únicos mandos leales y eficientes son los comunistas.
Stepanov decía todo esto sin pestañear, como la cosa más natural del mundo. La bajeza del propósito me asqueaba. Como si hubiera adivinado el efecto de sus palabras, agregó al instante:
—Naturalmente, no es deseable que así suceda; pero que no estorben nuestro camino. El proselitismo está abierto a todos los partidos y organizaciones por igual. Nosotros no objetamos sus campañas.
—No las hacen —dije.
—¡Cómo que no! ¿Acaso su campaña de «apoliticismo» en el Ejército no es una bandera proselitista? ¿Contra quién va dirigida? ¡Contra nosotros! Luego nuestro trabajo en el Ejército tiene tanto de reclutamiento como de autodefensa.
—Aún admitiendo que el «apoliticismo» en el Ejército pudiera ser una política, y para colmo una política proselitista, y que estamos en el pleno derecho de predicar la contraria, ello no nos autoriza a cometer las barbaridades que están llevando a cabo gran parte de nuestros mandos, quienes en lugar de la persuasión recurren a la más desaforada coacción. Tengo la firme impresión de que el cincuenta por ciento de los nuevos ingresos logrados nos los ha dado el temor. Ese militante no nos sirve, a no querernos engañar nosotros mismos.
—Bah, bah, bah —gruñó Stepanov. Todas las cosas tienen sus lados débiles. Lo que importa es el fin.
—Y también los medios, camarada Stepanov.
—¿Qué propones?
—Propongo que el Partido haga pública condenación de todo método coercitivo para captar afiliados y prevenga con severas sanciones disciplinarias a todos cuantos quebranten este principio elemental de ética revolucionaria.
—Eso sería caer de rodillas ante los enemigos.
—No veo ninguna humillación en el reconocimiento del error.
—No digas simplezas ni pretendas matar mosquitos a cañonazos —sentenció Stepanov, volviendo a entreabrir sus labios y a mostrar sus dientes sucios de tabaco.
—Temo que nos creemos en el frente la misma situación que nos hemos creado en la retaguardia —dije.
—Un comunista no debe temer jamás el fortalecimiento del Partido. Y esta campaña, con todos sus defectos, nos fortalece. Se avecinan situaciones muy difíciles. Sólo podremos confiar en nuestras propias fuerzas. En Europa la situación es sumamente tensa. Toda la socialdemocracia, llorona y asustadiza, le está haciendo el juego a Chamberlain y Chamberlain se lo está haciendo a Hitler. Es muy probable que no tarde en presentársenos a los comunistas del mundo entero la disyuntiva de, o tener que apelar incluso a las armas contra todas las fuerzas claudicantes o que afrontar la rendición nacional ante Hitler y Mussolini que representan la guerra contra la Unión Soviética.
—Eso será necesario allí donde las fuerzas de la socialdemocracia estén dispuestas a claudicar, pero aquí, en España, están luchando heroicamente y son activos aliados nuestros contra el fascismo nacional e internacional —repliqué.
—Llegado ese momento, la única garantía seremos nosotros mismos. La defensa de la Unión Soviética es la causa sagrada de los Partidos Comunistas. En España, no lo olvides, los enemigos más encarnizados del poder soviético lo eran todavía hasta ayer los socialistas y anarquistas. ¿Qué garantía nos ofrecen de que no lo volverán a ser mañana?
—Yo formularía la pregunta al revés —dije—. ¿Qué garantía de confianza les ofrecemos para que dejen de tener tan pésima opinión de los comunistas en general?
—De cualquier manera que sea, la consigna del momento, mientras la situación internacional no se despeje es tomar el máximo de precauciones por lo que pueda acontecer. Si es necesario aflojar, aflojaremos, para eso siempre hay tiempo; pero el momento nos aconseja estar preparados a todo.
Comprendí lo inútil de mi empeño. Las razones de nuestra campaña proselitista no eran nuestras razones, eran las razones de Moscú. Y para un comunista, Moscú era la razón suprema.
Y siguió la política de favoritismo en los ascensos, y la política de coacción proselitista. Nuestro trabajo anulaba los esfuerzos que para contrarrestarlo hacía Indalecio Prieto, y cuando lo creímos conveniente, provocamos la crisis que le hizo saltar del Ministerio de Defensa Nacional.
Mientras nuestro Partido se encaminaba tan insensatamente a su suicidio en el Ejército, dando pábulo a la sospecha de que nuestro afán de preponderancia ocultaba el propósito de dar un golpe de Estado e imponer la dictadura del Partido Comunista, sospecha que fue creciendo y que había de constituir la base de la sublevación del coronel Casado en marzo de 1939; mientras así cavábamos nuestra propia tumba, los «tovarich» cooperaban descaradamente a esta tarea, creando situaciones violentísimas en el Ministerio de la Defensa, situaciones que Prieto ha recogido en el citado informe del 9 de agosto de 1938 ante el Comité Nacional del Partido Socialista, y cuya transcripción me permito ofrecer no tanto por hacer justicia a Prieto, que en este caso no la precisa, como por reivindicar una verdad poco conocida, verdad que no es posible restablecer con documentos —los rusos nunca dejan detrás de ellos un solo papel—, sino con testimonios personales. Y los de Indalecio Prieto tienen el sabor de la austera veracidad proclamada en momentos en que todavía era posible la comprobación práctica de sus denuncias.
Refiriéndose a algunos incidentes relativos a dos ramas de las fuerzas de la República: Marina y Aviación, dice así:
«Cuando se cernía sobre el resto de la España leal el gravísimo riesgo de la pérdida del Norte, hablando, en la intimidad, con Amador Fernández»… «y cuando éste mismo se volvía contra mí, diciendo que yo tenía abandonados a los asturianos, dije a este amigo:
—«Sé, acaso mejor que nadie, lo que significará la pérdida del Norte, que puede ser factor muy importante en la pérdida total de la guerra.
»No se me ocultaba lo que suponía para los facciosos el empleo en otros frentes de las tropas que tenían allí entretenidas, el aniquilamiento de aquel ejército, el apoderamiento de muy cuantioso material bélico y el aprovechamiento hasta el máximo de toda la potencia industrial de aquellas regiones. ¿Cómo no iba yo a calcular la enorme repercusión de todo eso en la empresa militar que estábamos desarrollando en el resto de España? Pues bien, atento yo a ello y sabiendo el gran valor que tendría para el sostenimiento de la moral impuse al destructor «Ciscar» un papel de sacrificio en Gijón, papel de sacrificio dado el riesgo que dicho barco corría por los bombardeos continuos sobre el puerto del Musel. Pero llegó la hora de estimar que el sacrificio era ya inútil. Los facciosos habían pasado de Villaviciosa y estaban casi a las puertas de Gijón. El 19 de octubre, a las 11 de la mañana, llamo a Ubieta, jefe del Estado Mayor de la Marina, hoy jefe de la Flota, y le digo: “Redacte un telegrama ordenando al «Ciscar» que salga para Casablanca, y cuando llegue a Casablanca determinaremos cómo pasará el Estrecho, si con auxilio de la Escuadra o corriendo la aventura, él solo, durante la noche”. A las once y media se expidió un radiograma, cuyo texto corregí yo mismo, dando la orden al jefe de las Fuerzas Navales del Norte, contraalmirante Valentín Fuentes, y encargándole enterase de mi resolución al jefe del Ejército de Asturias, coronel Prada. Quedé tranquilo. El «Ciscar», el mejor de nuestros destructores, estaría por la noche, en virtud de la orden cursada, navegando con rumbo a Casablanca. El telegrama a que me refiero se transmitió, como digo, a las once y media de la mañana. Poco después, por la tarde, recibo la visita de un militar ruso que desempeñaba entonces la jefatura de los asesores soviéticos. Me preguntó:
—«¿Usted ha dirigido un telegrama a Gijón ordenando que salga el «Ciscar»?
—»Sí, señor.
—»Pero el «Ciscar» tiene orden de permanecer allí hasta recoger al Estado Mayor.
—»El «Ciscar» no puede tener órdenes contrarias a las que dé el ministro de Defensa Nacional. He impuesto a la dotación gran sacrificio y hemos corrido el riesgo de perder el barco. Si continúa en el Musel nos exponemos a que el «Ciscar» se hunda y no pueda recoger al Estado Mayor.
—»Ruego a usted que rectifique la orden.
—»No puedo hacerlo. Me expongo a perder el buque sin utilidad alguna, pues la entrada de los facciosos en Gijón parece inminente.
»Insistió mi visitante e insistí yo. La entrevista fue correctísima, pero no llegamos a un acuerdo.
»Al día siguiente, 20 —no quisiera equivocarme en la fecha— a mediodía, me entregaron un radiograma cifrado con la noticia de que el «Ciscar» acababa de hundirse en el Musel por efecto de un bombardeo aéreo. Mi estupefacción fue grande, pues yo creía al barco en pleno Atlántico, navegando hacia Casablanca. ¿Cómo no se había cumplido mi orden de salida? Días más tarde, Cruz Salido, que ejercía funciones de secretario particular mío, me entregó un telegrama que acababa de pasarle el Gabinete de Cifra de Marina. El despacho era del contraalmirante Fuentes, y decía: «Coronel Prada y Agregado Técnico (se refiere a un técnico ruso) estiman que el «Ciscar» debe continuar aquí. Dígame si rectifica usted su orden». Pero este radiograma que debía haber llegado el mismo 19, cuya era la fecha, lo recibí cinco días después de hundido el Ciscar». Pregunté a Cruz Salido.
—»¿Cuándo le han entregado este telegrama?
—»Ahora mismo.
—»Requiera al funcionario a que, bajo su firma, testimonie el día y la hora en que lo ha entregado.
»¡Un telegrama tan importante que tarda en entregarse cinco días al ministro! Si el despacho se me entrega a su debido tiempo, yo hubiese ratificado mi orden y el barco se habría salvado. Versión que se me dio: Que el telegrama cifrado se había caído en el Gabinete de Cifra detrás de un diván donde se encontró al cabo de varios días. ¡Qué extraño! Nunca había ocurrido cosa semejante. Nombré juez especial para instruir sumario. Sé que se decretaron algunas detenciones entre el personal del Gabinete de Cifra. Ignoro lo que después se habrá hecho. Por la referencia del que fue jefe de las Fuerzas Navales del Norte, contraalmirante Fuentes, y por un informe del comisario general de aquellas fuerzas, Noreña, he podido más tarde conocer lo ocurrido. Don Valentín Fuentes se presentó en la jefatura del Ejército del Norte a decir que el «Ciscar» iba a salir por orden mía. Se produjo una escena violenta, a la que no fue ajeno algún ruso, que calificó de cobardes a quienes iban a salir en el «Ciscar» por mi orden. Como consecuencia de tal escena, don Valentín Fuentes se creyó en el caso de retrasar la salida hasta que yo respondiera a su consulta; pero no pude contestar a tiempo, porque el telegrama lo recibí a los cinco días de haberse hundido el barco. El «Ciscar» se hundió y quien había motejado de cobardes a sus tripulantes, partió en avión para Francia, de madrugada, tres o cuatro horas después de lanzar tan injustificada injuria.
»Hubo otros incidentes relacionados con Marina, que llegaron a preocuparme. Dos submarinos españoles se encontraban en reparación en puertos franceses y había que conducirlos de nuevo a aguas españolas, a lo cual se comprometieron dos marinos rusos con la aquiescencia del ministro de Defensa Nacional. Cierto día, el subsecretario de Marina —el mismo don Valentín Fuentes, que ahora anda por ahí paseando su forzosa holganza— me dice.
—»Me creo en el caso de hacerle una advertencia. Se empeñan en nombrar comisarios para los dos submarinos a dos sujetos indeseables, afiliados recientemente al Partido Comunista, uno de los cuales sólo a mi discreción y bondad debe que no se le pegaran dos tiros en Gijón por haberme faltado al respeto.
—»Mire usted —contesté—, yo no nombro Comisarios más que a propuesta del Comisario General de la Flota. Si él los propone, yo le trasladaré la observación que usted me hace. Si me propone otros, los nombraré sin reparo, como siempre.
»Viene Bruno Alonso, comisario general, con ocasión de la reunión de Cortes de 1.° de febrero y le digo:
—»¿Qué ocurre con eso de los comisarios de los submarinos?
—»Pues, mire usted, se trata de dos sujetos que no me merecen ninguna confianza por toda clase de razones, pero los rusos me presionan terriblemente para que los nombre.
—»Desentiéndase de presiones y propóngame los que crea más convenientes.
—»Pues aquí traigo las propuestas de mis candidatos, que son otros (las traía escritas).
»Al día siguiente, recibo la visita de uno de los militares rusos, el más destacado que había aquí, para pedirme que nombre comisarios a los dos individuos contra los cuales me había hablado el señor Fuentes.
»—Lo mismo el subsecretario de Marina que el comisario general de la Flota —le advierto— me dicen que estos dos sujetos son indeseables.
—»Pues para nosotros es cuestión cerrada que sean esos los comisarios, porque los proponen los comandantes de los submarinos.
—«Propóngame ustedes cualesquiera otros, porque de éstos me dan referencias tan malas que, francamente, resulta muy violento nombrarlos.
—»Si usted no nombra a estos comisarios, yo me retiro de España.
—»Perdone que le diga que esa 110 es forma de plantear la cuestión al ministro.
—»Lo dicho, yo he tomado mi posición, usted tome la suya.
»Cogió la puerta y se fue. Este incidente se resolvió por sí solo, porque uno de los propuestos con tanto empeño, cuando estuvo listo el submarino a cuya dotación pertenecía, desertó en Francia, confirmándose así el fundamento de los reparos del subsecretario y del comisario general.
»Otro incidente. Al ser designado jefe de la Base Naval de Cartagena quien ahora lo es, el antiguo subsecretario de Marina, don Antonio Ruiz, el mismo militar ruso que me había planteado en la forma expuesta el caso de los comisarios de los submarinos, vino a quejarse del trato que daba a los rusos residentes en Cartagena el señor Ruiz. Llamé a éste telegráficamente para que viniera a Barcelona en avión. En el momento en que comenzaba a conversar con él me trajeron la noticia —exagerada, afortunadamente—, de la catástrofe ocasionada por la explosión en la calle de Torrijos, en Madrid, y hubo que interrumpir la conversación, porque decidí salir en avión para Madrid. Reanudada la charla días después, me dijo Ruiz: «Señor ministro, me encontré sin jefe de Estado Mayor en la Base y no habiendo siquiera quien cubriese las apariencias del cargo, firmaba como jefe del Estado Mayor cualquiera, un cabo, un artillero. No pudiendo consentir que nadie se hiciera responsable de la firma en la jefatura del Estado Mayor de la Base, he nombrado para este cargo a don Vicente Ramírez, sin perjuicio de que el ruso que actúa como asesor siga en estas funciones, seguro de que habrá de continuar siendo tratado con la gran cordialidad de siempre.
»Escribo al jefe ruso que había venido a quejarse ante mí, dándole todas estas explicaciones, pero, como no le satisfacían, vuelve a verme para decírmelo.
—»¿Qué solución tiene usted? —le pregunto.
—»Que se destituya a Ruiz de la jefatura de la Base Naval.
—»No puedo hacerlo. Ni encuentro justificada la destitución, ni dispongo en Marina de una amplia baraja de jefes que me permita muchas combinaciones. Para cubrir recientemente la jefatura de la Base de Cartagena he tenido que desplazar allí al que era subsecretario.
—»Pues no veo a esto otra solución que deje a salvo el prestigio de los marinos rusos.
—»Entiendo que no se ha menoscabado en nada el prestigio de los marinos rusos, y a mí me toca salvaguardar el prestigio de los marinos españoles, que se quebrantaría con la destitución, sin causa justificada, del jefe de la Base Naval de Cartagena.
»Y, manteniéndome firme en mi posición, no relevé a don Antonio Ruiz».
Pasa, después, el ex ministro de Defensa Nacional, a relatar las intromisiones de los rusos en la aviación. A su relato corresponden estos pasajes.
»Cuando empieza a cernerse sobre el Este y sobre Madrid la ofensiva inevitable después de la pérdida del Norte, celebro una entrevista muy larga con el jefe de las Fuerzas Aéreas, coronel Hidalgo Cisneros, el jefe del Estado Mayor de las mismas, hoy subsecretario de Aviación, Núñez Maza, ambos comunistas, y el ruso que les servía de consejero, y les digo:
—»En estos momentos no podemos tener ociosa la aviación; hay que utilizarla en desmoralizar y perturbar las concentraciones que hace el enemigo en el Este. Procede efectuar bombardeos en Zaragoza, Pamplona, Vitoria, Tafalla, Tudela… los grandes centros hoy cuajados de unidades facciosas.
—»Convendría actuar por el Sur —alegó alguien.
—»No me interesa ahora el Sur, sino el Este».
Después de exponer yo algunos razonamientos, quedamos todos, al parecer, de perfecto acuerdo. Marché a Madrid, y desde allí inquirí por teletipo si se había hecho algún bombardeo de los acordados, y se me contestó que no, que había dificultades…
—»Insisto en mi orden —dije— y ya hablaremos cuando regrese ahí.
»Al volver yo a Barcelona, llamé a mi despacho a los dos citados jefes españoles, y sospechando de dónde habían provenido los obstáculos, me expresé así:
—»En la aviación, y a través de ustedes, mando yo; pero nadie más. No necesito aclaraciones, porque me las dan sobradas los hechos. El responsable de la guerra es el Gobierno y a él le toca dirigirla y personalmente a mí, en su nombre. Se me puede alegar la imposibilidad de efectuar ciertos bombardeos, por motivo de orden técnico: porque el radio de acción de los aparatos no es suficiente, porque hay en la ruta aeródromos enemigos desde los cuales cabe impedirlo, etc.: pero en cuanto a la dirección política de la guerra no es admisible otra autoridad que la del Gobierno, único responsable y nadie más. Pueden ustedes notificar, con la misma energía de estas palabras mías, que el ministro es quien dirige la guerra aérea y que ustedes son los instrumentos de él.
»Ordené algunos bombardeos que se efectuaron; pero un buen día me encuentro con la noticia de haber sido bombardeado Valladolid. ¡Valladolid!, que había sido eliminado por mí de una lista que me habían presentado. En Valladolid no había objetivo militar y sabíamos, por referencias fidedignas y recientes, que la gran masa de la ciudad nos era afecta, estando enteramente con nosotros. No veía en ello, además, repercusiones internacionales como las que podían tener los bombardeos sobre Salamanca o Burgos, por ser sedes del Gobierno rebelde y centros de actividad de los corresponsales de los grandes diarios extranjeros. Llamo al jefe interino de Fuerzas Aéreas, teniente coronel Martín Luna, y le pregunto:
—»¿Qué ha sido eso de Valladolid?
—»No tengo más remedio que decirle la verdad, señor ministro. Me habían rogado que dijera a usted que los aviones se dirigían a Salamanca, pero que se habían desviado, mas lo cierto es que los rusos han ordenado bombardear Valladolid.
»Al día siguiente di orden de que la aviación de bombardeo fuese a Córdoba a batir el objetivo de la Electromecánica, importantísima factoría militar. «Espero que esto se cumplirá» —dije a Martín Luna. Salieron las escuadrillas para Córdoba y el parte que dio el jefe decía que al llegar cerca de aquella capital se habían encontrado con treinta cazas enemigos, por lo cual se vieron precisados a emprender el regreso y a desparramar las bombas por campos de la Mancha. La sorpresa mía fue grande. Si en Córdoba hay treinta aparatos de caza enemigos —pensaba yo— allí preparan los facciosos algo serio, de lo que nosotros estamos ignorantes. Mandé hacer una investigación a los jefes de los Ejércitos de Andalucía y Extremadura, y estos dos jefes me participaron, coincidiendo en sus informes, lo siguiente: «No es verdad que haya salido un solo aparato de caza al paso de los nuestros de bombardeo. Se ha visto cómo al llegar éstos a las proximidades de Córdoba, sin saber por qué, la escuadrilla que iba en cabeza ha dado la vuelta, siguiendo tras ella las restantes». Averiguo y resulta que el jefe de la expedición, el que iba al frente de la primera escuadrilla, era un ruso.
—»Yo no puedo admitir esto; si no quieren ir los rusos a bombardear los objetivos señalados por el mando, que no vayan, que lo hagan los españoles solos. Así me expresé ante la personalidad varias veces citada, que estaba al frente de los militares soviéticos.
—»Tiene usted razón —me contestó.
»Y el jefe ruso de aviación cesó, regresando a su país.
»Para terminar este enojoso relato —prosigue diciendo Prieto— hablaré de otro incidente, también relativo a la aviación. Cayó intacto en el sector del Ejército del Centro un Messerschmidt que, como aparato novísimo de caza, ofrece interés extraordinario por constituir un verdadero prodigio. Pues bien, el teniente coronel Núñez Maza, actual subsecretario de Aviación, que entonces era jefe interino de Fuerzas Aéreas, envió un oficio al subsecretario del ramo, quien lo transcribió en otra comunicación dirigida a mí, diciendo, en síntesis, algo como lo que sigue: «He dispuesto que el aparato Messerschmidt, que ha caído en las proximidades de Guadalajara, sea conducido a Sabadell y que allí, una vez embalado, se entregue al camarada Fulano» (aquí el nombre de un ingeniero ruso). En el acto dicté, con destino al subsecretario de Aviación, algo parecido a esto: «Enterado de su oficio, debo comunicarle: 1.° que llame usted la atención al jefe de Fuerzas Aéreas, advirtiéndole que carece de facultades para disponer del Messerschmidt ni entregarlo a nadie; 2.° que ese aparato quede custodiado por fuerzas de aviación; 3.° que no se proceda a su embalaje ni se entregue a nadie sin orden mía; 4.° que el técnico ruso queda en absoluta libertad para examinarlo, y 5.° que se designe una comisión de técnicos de nuestra Aviación, presidida por el coronel Herrera, para hacer, a su vez, un estudio de dicho avión». ¿Cómo iba yo a consentir que un teniente coronel dispusiese del aparato y lo entregara, cosa que ya se había hecho en otra ocasión? Horas después recibo la visita de quien más autoridad tenía entre los consejeros rusos —el mismo a quien vengo aludiendo continuamente—; me habla de asuntos baladíes y, al final, como si se le ocurriera incidentalmente, me dice:
—»Me han asegurado que se necesita la autorización de usted para entregarnos el Messerschmidt. A ver si nos lo entrega usted.
—»Estimo —le contesté— que la entrega debe hacerse por acuerdo del Consejo de Ministros.
—»Pues le ruego que haga la propuesta en ese sentido.
»Al día siguiente hubo Consejo de Ministros. Tras él, nueva visita para preguntarme:
—»¿Acordó el Consejo de Ministros la cesión del Messerschmidt?
—»No he tenido tiempo de plantear el asunto, porque, luego de someter a la aprobación de mis compañeros algunos decretos, me he retirado de la reunión.
—»Sepa usted que tenemos mucho interés en ese aparato.
—»Quizá surja alguna dificultad —me creí en el caso de insinuar—, porque me parece que con el Messerschmidt está bien engolosinada Francia; en ese sentido recibo indicaciones que, sin duda, tienen origen oficioso.
»Efectivamente, coincidiendo con algo que no podía tener encadenamiento con esto, pero que yo se lo atribuía; coincidiendo con que Francia, sin saber por qué suspendió el paso de material de guerra que nos venía destinado, reteniendo varios miles de toneladas en sus vías férreas, recibí la visita del agregado aeronáutico de la Embajada de Francia, quien vino a decirme:
—»El Gobierno francés tiene mucho interés en el Messerschmidt que ustedes poseen, ya que está provisto de dispositivos modernísimos que no conocemos, y vengo a pedírselo.
»Mi respuesta fue:
—»No puedo ceder el aparato al Gobierno francés, pues está ya ofrecido al Gobierno soviético, pero, desde luego, admito que una comisión de técnicos franceses venga a verlo, a fotografiarlo, a volarlo y a todas las demás pruebas que crea convenientes.
—»Puesto que no puede ser que nos ceda el aparato, nosotros le agradecemos esa gentileza.
»A los pocos días llegaba a Barcelona un aviador famoso, el que lleva siempre en vuelo al jefe del Gobierno francés, un ingeniero aeronáutico y un «as» de la mecánica. Autorizados por mí, comienzan los ensayos. Durante la realización de éstos, vuelve a visitarme la personalidad rusa a quien vengo refiriéndome, para decirme crudamente:
—»Me parece que hay mala voluntad de parte de usted para entregarnos el Messerschmidt.
—»Sabe usted que actualmente lo están examinando técnicos enviados por el Gobierno francés, en virtud de una invitación nuestra.
—»Déles un plazo de 48 horas para terminar los ensayos.
—»No puedo ni debo hacerlo porque restringiría indebidamente la amplitud de nuestra invitación. Puesto que el aparato va a ser para ustedes, ¿qué importa una o varias semanas de retraso? Hemos conseguido que se restablezca el paso de material a través de Francia, y no es cosa de echar todo esto a perder.
»Mi actitud no pareció satisfacerle, pero la mantuve. Días después, cuando los franceses terminaron el examen del aparato, firmé un oficio disponiendo la entrega del Messerschmidt a los rusos. Negrín me indicó que, además, les diese un Heinkel de bombardeo que, igualmente intacto, cayó también en nuestras líneas, y yo le contesté que estábamos escasísimos de aviones de bombardeo y que en situación tan crítica el Heinkel nos podía ser muy útil.
»Pocas fechas más tarde, se celebraba en la residencia de Negrín un almuerzo como despedida a las tantas veces mencionada personalidad rusa (la personalidad a la que viene refiriéndose Prieto era el general Stern, héroe del lago Jasan, más tarde audaz comandante en los lagos finlandeses, y, finalmente, fusilado por Stalin. J. H.) que regresaba a su país, almuerzo del cual volveré a hablar más adelante para recoger ciertas manifestaciones que ha hecho hoy Negrín. El jefe del Gobierno me propone:
—»Levántese usted a los postres y diga al general ruso que, como obsequio, le regalamos el Heinkel.
—»Nos es indispensable ese avión, Negrín; pueden contentarse con el Messerschmidt.
»Pero Negrín, cogiéndome del brazo, me llevó hasta donde se encontraba el general ruso y le dijo, sin prevenirme:
—»El ministro de Defensa Nacional me encarga decir a usted que le regala el Heinkel, que se lo puede llevar usted.
»Tuve que asentir y firmar también la orden de entrega del Heinkel, cuando nosotros estábamos apuradísimos por falta de aviones de bombardeo».
A continuación. Prieto cita un caso tan curioso como sintomático en el proceder abusivo de los rusos en España. Aclarando su actitud ante ciertas imputaciones que le hiciéramos los comunistas, relativas a la resistencia de Prieto a la entrega de dinero para la adquisición de armas, Prieto relata el hecho como sigue:
«Yo no tenía por qué negar dinero, porque no he intervenido en cuestiones de dinero con los rusos. Pero recuerdo que cinco o seis días antes de la crisis ministerial el delegado comercial de la URSS me trajo redactada una carta que yo debía dirigir a Negrín y la cual decía, poco más o menos, que procedía que entregara, como ministro de Hacienda (Negrín era ministro de Hacienda en el Gobierno de Largo Caballero. J. H.), a dicho delegado un millón cuatrocientos mil dólares —creo que esta era la cifra—, por gastos de guerra. Hice serios reparos:
—»¿Cómo voy a firmar semejante carta? ¿A qué gastos de guerra aluden? Esto no es cosa corriente.
—»Será por haberes de elementos militares —me indicó el delegado.
—»No es posible —repliqué— porque todos cobran puntualmente sus haberes.
—»Quizá se trate de gastos de viaje.
—»Para eso me parece la cifra demasiado excesiva, enorme. No puedo firmar la carta sin previa especificación y las debidas comprobaciones.
»Y no firmé. ¿Cómo iba a dirigirme al ministro de Hacienda diciéndole que pagase millón y medio de dólares, que no son once reales, sin justificación alguna del gasto?»
Después de transcribir los hechos relatados por Indalecio Prieto, no creo que estará de más conocer este pasaje de la carta de Stalin a Francisco Largo Caballero, en vísperas de que los mismos rusos decretasen su decapitación política. Dice así:
«Hemos procedido a enviaros un número de nuestros camaradas militares para que se pongan a vuestra disposición. Estos camaradas han recibido las instrucciones de servir con sus consejos en el terreno militar a los jefes militares españoles, cerca de los cuales los podrá usted enviar.
»Les hemos ordenado categóricamente no perder de vista el hecho de que, a pesar de toda la conciencia de solidaridad de que están penetrados el pueblo español y los pueblos de la URSS, un camarada soviético, siendo un extranjero en España, no puede ser realmente útil más que a condición de atenerse estrictamente a las funciones de un consejero y de consejeros solamente.
»Pensamos que es precisamente de esta manera como son empleados por usted nuestros camaradas militares.
»Le rogamos nos informe, en amigo, en qué medida nuestros camaradas militares cumplen con éxito las tareas que ustedes les encargan, porque, bien se entiende, que solamente si usted juzga favorablemente su trabajo será útil permitirles continuar en España.
»Le rogamos igualmente comunicarnos de forma directa y sin ambages vuestra opinión sobre el camarada Rosemberg: ¿el Gobierno español está satisfecho o cree necesario reemplazarle por otro representante?…»
Así de complacientes se mostraban Stalin, Molotov y Vorochilov, en su carta a Largo Caballero. Lo que les sobraba de ramplona modestia les faltaba de sinceridad. Los consejeros soviéticos procedían como colonizadores, ignorando y vejando a las autoridades españolas. Los rusos expulsaron a Largo Caballero de la presidencia del Consejo de Ministros; los rusos impusieron a Negrín; los rusos decretaron la caída de Indalecio Prieto del Ministerio de Defensa; los rusos hacían lo que les daba la gana en la policía, en el Ejército y, siempre a través del Partido Comunista de España, en la política general del país; los rusos obstaculizaban o saboteaban las operaciones militares que no convenían al juego de los tahúres del Kremlin; los rusos tenían sus propios Estados Mayores que actuaban por y sobre los Estados Mayores del Ejército de la República; los rusos eran, en general, soberbios y engreídos; los rusos atropellaban el derecho, la ley y la dignidad de los españoles; los rusos jugaban con las entregas de armas y se hacían temer, pues sus enojos repercutían directamente en la marcha de nuestra guerra. Los conceptos de la carta, palabras, palabras… y nada más que palabras.
* * *
La culminación de la campaña de proselitismo la constituía el derrumbamiento de Indalecio Prieto. Había que cavarle una honda fosa donde se hundiera con todas sus resistencias al predominio de los comunistas en el Ejército. Desplazando a Prieto del Ministerio de Defensa, todos los resortes de la guerra que no estuvieran en las manos directas de los comunistas, quedarían concentrados en las del doctor Negrín, que era el hombre de confianza de Moscú.
Todo el frente y toda la retaguardia se llenó de rumores inconcretos: «Prieto es un capitulador» o bien, «Prieto no quiere que los aviadores soviéticos participen en nuestra guerra», o «Prieto ha declarado que sin la ayuda de Francia es estúpido continuar la guerra», o «Prieto ha pedido al Gobierno inglés un destructor para fugarse a Inglaterra», o «Prieto quiere entregar a Franco toda la zona Centro-Sur de la República, so pretexto de hacernos fuertes en Cataluña», etc., etc.
En este ambiente envenenado se desarrollaron las ofensivas republicanas de Belchite y de Teruel, la primera con vistas a ayudar al Norte y la segunda para desbaratar la ofensiva nuevamente montada por los facciosos contra Madrid. No fue posible a las armas republicanas evitar, en el curso del verano y otoño de 1937, la caída de Vizcaya, Santander y Asturias. Pero esos desastres militares sólo sirvieron para vigorizar la voluntad combativa de nuestros soldados, que no renunciaban a lograr el triunfo. Y el año 1937 puse broche a una de las magníficas proezas del Ejército Popular: la ofensiva victoriosa de las fuerzas republicanas sobre Teruel y la conquista de dicha plaza el 24 de diciembre. Con este magnífico contragolpe el alto mando republicano deshacía el plan ofensivo enemigo sobre la capital de la República.
Después de sesenta días de encarnizados combates, el enemigo lograba recuperar Teruel.
La terminación de esta batalla ofrecía una situación llena de peligros para la República. Se abría el ciclo de las batallas decisivas y nuestras mejores tropas de choque y nuestras reservas habían sufrido un serio desgaste. Ello planteaba ante el pueblo y el Gobierno la necesidad de ritmos superiores a todos los habidos hasta entonces, y se precisaba, ante todo, fundamentalmente, el reforzamiento del Frente Popular, vigorizar la unidad de acción entre los Partidos Socialista y Comunista, buscar la eliminación de todas las diferencias que los separaban, única manera de situarse a la altura de la hora histórica, decisiva, que se aproximaba para el triunfo o la derrota de la República.
Así era el tono de algunas voces en el seno del Buró Político. A estas voces claras, españolas, voces que se inspiraban en la sangre torrencial de soldados socialistas, anarquistas, católicos, republicanos, comunistas o sin filiación política alguna que cubiertos de nieve hasta las rodillas en los altos de Teruel, habían defendido contra fuerzas superiores, durante dos meses, lo que sólo tardaron en conquistar seis días; voces que expresaban que por encima de todas las miserias partidistas estaba el corazón de un pueblo que latía con un solo ritmo: ganar la guerra; frente a estas manifestaciones de sensatez, se alzó el graznido de los cuervos soviéticos que en la carnaza de los desgarrados cuerpos de los mejores hijos de España, buscaban satisfacer sus apetitos nacionales, chauvinistas, ajenos por completo a la lucha y al sacrificio sublimes de los demócratas españoles.
—Hay que utilizar la pérdida de Teruel para liquidar a Prieto —dijo con su seriedad de burro soñoliento «Pedro» (Gueré), que actuaba, preferentemente, cerca del Partido Socialista Unificado de Cataluña.
Stepanov, quien acababa de hacer un viaje rapidísimo a Moscú, traía instrucciones precisas y apoyó a Gueré con estas palabras:
—Los camaradas de la «Casa» aconsejan nutrir al Ejército con nuevas reservas que hagan posible una resistencia prolongada al objeto de mantener la lucha con vistas a una posible conflagración mundial, que cambiaría todo el panorama de la guerra en España. Resistir, resistir y resistir, tal es la directiva de la «Casa». Para que ello sea posible hay que reforzar todas nuestras posiciones en el Ejército, limpiándole de vacilantes y capituladores; hay que proceder con mano de hierro a centralizar y desarrollar la producción de guerra, poniendo las fábricas en manos competentes y leales; tendremos necesidad de poner todo el país en pie de guerra, procediendo a una intensa movilización popular. ¿Ustedes creen que con Prieto al frente del Ministerio de Defensa es esto posible?
—¿Tan seria ven los camaradas de la «Casa» la situación internacional, que les hace prever la guerra a plazo próximo? —pregunté.
—Sí —contestó Stepanov—. La guerra se estima ya como inevitable. Podrá tardar unas semanas, unos meses, quizá un año, pero la guerra se perfila como un hecho. La URSS confía en mantener a su lado a Francia e Inglaterra, pero los sectores reaccionarios de ambos países se esfuerzan en difundir la especie de que el pacto franco-soviético es el principal obstáculo para llegar a un entendimiento con Hitler y Mussolini. En Francia e Inglaterra son cada día más fuertes las corrientes de opinión que piensan que se puede calmar a las fieras nazis ofreciéndoles el festín de los comunistas. Hitler ha declarado: «La lucha contra el comunismo es la razón fundamental de toda organización y cooperación europeas; debería unir a todos los pueblos partidarios del orden y de la propiedad». Y estas palabras embaucan a las potencias democráticas. «Desistan del pacto franco-soviético y tendrán la seguridad de la paz» repiten constantemente los diarios y los líderes nazi-fascistas. Esta batalla de cancillerías y esta preparación psicológica de la guerra está apuntando al corazón de la URSS El peligro es muy serio. Hitler se dispone a anexionarse a Austria (la anexión se efectuaba semanas después, el 12 de marzo de 1938, sin una protesta de la URSS, J. H.).
—Pero —argüí—, nuestra salvación no está precisamente en acrecentar la alarma de Francia e Inglaterra por el predominio de los comunistas en España, lo que puede inducirlas a caer más fácilmente de rodillas ante Hitler, sino en todo lo contrario.
—En este remolino de temores, de cobardías y de egoísmos la orientación de las grandes potencias puede cambiar bruscamente, iniciándose nuevos derroteros —contestó Stepanov.
Levantó la cabeza como buscando la inspiración en el cielo raso del techo, y agregó:
—La «Casa» tratará por todos los medios de que no la aíslen, de obligar, si no hay más remedio que aceptar la guerra, a las democracias occidentales a que luchen contra Hitler.
—Siendo así, es justo prolongar nuestra lucha y nuestra resistencia hasta la última pulsación —dije.
—Eso requiere cambiar la dirección de la guerra. Prieto es el obstáculo fundamental para una resistencia a ultranza. Su pesimismo lo impide —explicó Togliatti.
Mentiría si dijera que no dejaron de impresionarme los argumentos de Stepanov. Comprendí que la consigna resistir que nos trasmitía la «Casa» encajaba perfectamente en la perspectiva internacional. Deberíamos resistir. La prolongación de la lucha nos brindaba una posibilidad de victoria que, tras de la pérdida de Teruel y ante el constante repliegue de nuestro frente del Este —que poco después habría de hundirse— dudaba seriamente poder lograr con la fuerza de nuestras armas. Admitir, igualmente, que Prieto, por su falta de fe, no era el hombre adecuado para la etapa militar que se aproximaba.
José Díaz, quien hacía mucho tiempo que no asistía a las reuniones de la dirección del Partido, a causa de su agravada enfermedad, presente ese día, opinó así:
—Comparto la opinión de los camaradas de Moscú y estoy igualmente de acuerdo con su análisis de la situación internacional, pero para poder realizar esa política de resistencia nuestro primer paso deberá ser el de lograr reforzar la unidad entre todas las fuerzas populares, muy especialmente entre los socialistas y comunistas, entre la UGT y la CNT, única manera de levantar los ánimos y de afrontar con éxito los reveses militares. Prieto es el único puente sólido que nos une a los socialistas; si lo derrumbamos, la unidad será imposible. Hemos llevado contra la persona del ministro de Defensa una tremenda campaña de descrédito por desacuerdo con su gestión ministerial en estos últimos meses, pero ¿quién, a no ser un comunista, podrá sustituirle con ventaja en la situación que se nos avecina? ¿Estamos hoy en condiciones de exigir el Ministerio de Defensa para el Partido? Creo que no. Siendo esto así, deberemos pensar si lo que vamos a ganar sustituyendo a Prieto no lo perderemos con creces al empeorar nuestras relaciones con los socialistas.
José Díaz era la voz de la sensatez sin sitio y sin eco ya en el Buró Político. A demostrarlo vinieron las voces de Stepanov, Gueré y Togliatti, vinieron, igualmente, las de todos nosotros.
—Con Prieto en el Ministerio o fuera de él no avanzaremos un paso en el camino de la unidad —refunfuñó Pasionaria, cuyo odio hacia Prieto tenía raíces en sus líos amorosos con Antón, al cual Prieto había destituido en su función de comisario de Madrid.
—¿Cómo vamos a realizar una política de resistencia si es un derrotista rematao, que tiene tantas ganas de poner fin al fregao, que ya anuncia en sus partes de guerra la pérdida de posiciones que aún no han evacuado nuestras tropas? —rezongó Antonio Mije, con su jerga andaluza.
—Utilizando los hilos y resortes del Ministerio —dijo Uribe— clava arteramente en la voluntad de los mandos y jefes de los partidos del Frente Popular el «no hay nada qué hacer», «si Inglaterra y Francia no nos ayudan, proseguir la lucha es un sacrificio sublime, pero estúpido», y así por el estilo.
—Las cosas caen del lado que se inclinan —dijo sentencioso Togliatti—. Prieto, a medida que se aborrasca el panorama de la guerra, se muestra más adversario de prolongar la lucha. Es lógico, tiene más de pequeño-burgués sentimental que de revolucionario consciente. De ahí su falta de fe en las fuerzas populares, su ausencia de entusiasmo. No es un derrotista por principio, sino un pesimista. Eso genera la desmoralización, precisamente cuando necesitamos combatir todos los desalientos. Deberemos ir hacia el fortalecimiento de la unidad a través de la lucha implacable contra toda tendencia capituladora.
—¿Quién puede sustituir a Prieto? —volvió a preguntar Díaz.
—No hay que torturarnos por eso —aclaró Togliatti—. Prieto no será sustituido por otro candidato. Negrín deberá asumir las funciones de presidente y de ministro de Defensa. Es la única forma viable de realizar sin grandes conmociones políticas nuestra política de resistencia.
El 24 de febrero de 1938, redactaba yo un editorial para «Frente Rojo» en el que escribía: «El Partido Comunista denunciará a todos aquellos que, basándose en los últimos acontecimientos militares y facilitando los planes del enemigo, se atrevan a lanzar consignas derrotistas o a minar la moral y la resistencia de nuestro pueblo con voces absurdas y traidoras de compromisos o de capitulaciones ante el enemigo. El pueblo de España no renuncia a su independencia y libertad. Quien hable de capitulación o compromiso es un traidor…»
El día 1.° de marzo, Pasionaria arremetía sañudamente contra Prieto en un gran mitin celebrado en Barcelona. Pocas fechas después las calles de Barcelona se estremecían al paso de una imponente manifestación organizada por el Partido Comunista y por el Partido Socialista Unificado de Cataluña, manifestación en la que participaban representantes de diversas unidades del Ejército, desfilando a los gritos de «¡Abajo los ministros capituladores!», «¡Fuera el ministro de Defensa Nacional!», «¡Viva Negrín!». La manifestación llegó hasta el mismo Palacio de Pedralbes, residencia oficial del Presidente de la República, donde aquella tarde se celebraba consejo de ministros. Negrín, previamente advertido por nosotros de lo que iba a suceder aquella tarde, salió a conferenciar con Pasionaria, que encabezaba la manifestación. Le prometió solemnemente que en su Gobierno no se toleraría el menor gesto capitulador.
Mientras tanto, nuestro aparato de agit-prop en los frentes, bombardeaba al Presidente de la República con telegramas y resoluciones de protesta contra los ministros capituladores.
Coincidiendo con todos estos acontecimientos escribía yo, bajo el seudónimo de Juan Ventura, unos violentísimos artículos contra el ministro de Defensa Nacional, artículos que provocaron un auténtico escándalo político, pues todo el mundo sabía quién se escondía bajo el seudónimo de Juan Ventura.
El día 30 de marzo, en carta dirigida por Prieto a Negrín, decía entre otras cosas: «… Esta petición es consecuencia de las manifestaciones que me vi en el caso de formular durante el penúltimo Consejo de Ministros, cuando, al quejarse Zugazagoitia de que, con pleno desacato, el órgano comunista «Frente Rojo» había publicado un artículo que tachó íntegro la censura, Jesús Hernández se declaró autor de ese trabajo y de otros que con el seudónimo de Juan Ventura aparecieron en la prensa barcelonesa y en los que se me atacaba por mi visión de nuestra lucha y por mantenerme silencioso. Recuerdo mis palabras de entonces tan sobrias como terminantes: «Si nos halláramos en período de normalidad, aunque ésta sólo fuera relativa, yo abandonaría en el acto el puesto que ocupo, pues por mi concepto de lo que debe ser la solidaridad ministerial en todo momento y de manera muy singular en los presentes, estimo inadmisible el proceder del ministro de Instrucción Pública al atacarme en la forma en que lo ha hecho…»
Salvador de Madariaga, en su libro «España», página 661, dice a este respecto:
«… Hacia fines de marzo las cosas tomaron un cariz agudo»… “Juan Ventura”, seudónimo del ministro de Instrucción Pública, había publicado en La Vanguardia un artículo que quería ser una biografía de Indalecio Prieto. Añadiré, para quien no esté enterado de este importante detalle, que “Frente Rojo” era el periódico más señalado de los comunistas en Barcelona, mientras que La Vanguardia, otrora el gran periódico liberal-conservador de Barcelona, era a la sazón la tribuna del doctor Negrín»…
«A los pocos días publicó “Frente Rojo” otro ataque de “Juan Ventura” contra el señor Prieto. El ministro de la Gobernación informó al Consejo del hecho insólito de que se había publicado tal artículo después de tachado por la censura, y al pedir Gobernación explicaciones a “Frente Rojo”, había contestado el periódico alegando órdenes del ministro de Instrucción Pública de que, aun cuando lo tachara la censura, el artículo se publicase. Declaró entonces Jesús Hernández al Consejo de Ministros que en efecto había dado aquella orden “porque quien ejerce la censura es un funcionario ministerial y un funcionario no puede impedir la publicación del pensamiento de un ministro…”»
Después de mis artículos la crisis estaba virtualmente planteada. La convivencia con Prieto se hacía imposible. Más intolerable para él que para mí, pues yo procedí conscientemente buscando provocar su salida. Y el 30 de marzo nuestro objetivo se lograba. Prieto refiere el hecho con estas palabras:
«La mañana del 30 de marzo, llega a mi despacho, muy temprano, el compañero Zugazagoitia. Gran extrañeza de mi parte, porque no era habitual en él madrugar, puesto que trasnochaba mucho en el Ministerio de la Gobernación.
—»Me ha llamado el Presidente del Consejo —me dijo— y me ha preguntado si usted se enfadaría mucho si le quitara del Ministerio de Defensa Nacional, y me he adelantado a decirle que no se enfadará usted. ¿He acertado en la respuesta?
—»Plenamente —contesté.
—»Pues me alegro —añadió Zugazagoitia—; voy a confirmárselo al Presidente del Consejo.
—»Yo también se lo confirmaré para que no tenga dudas…»