CAPITULO V

Asesinato de Andrés Nin. Protestas en el Gobierno. El bombardeo de Almería. Prieto quiere declarar la guerra a Alemania. Ordenes de Moscú. El SIM, en manos de los rusos. La banda de Orlov consuma el crimen. Se intenta matar a Prieto.

CUARENTA y ocho horas después, una llamada urgente de la Presidencia me hacía saber que Negrín me esperaba en su despacho. Al entrar yo despidió el Presidente a la taquígrafa, a la que estaba dictando, y sin preámbulos me preguntó:

—¿Qué han hecho ustedes con Nin?

—¿Con Nin?… No sé qué pasa con Nin —dije, y era verdad.

Negrín, con evidente enojo, me explicó que le había informado el ministro de la Gobernación de toda una serie de tropelías cometidas en Barcelona por la policía soviética, que actuaba como en territorio propio, sin tomarse la molestia de advertir siquiera por delicadeza a las autoridades españolas de las detenciones de ciudadanos españoles; que a estos detenidos se les trasladaba de un lado para otro sin mandamiento ni exhorto judicial algunos y que se les encerraba en prisiones particulares, ajenas totalmente al control de las autoridades legales; que algunos de los detenidos habían sido traídos a Valencia, pero que Andrés Nin había desaparecido. El Presidente de la Generalitat, le había telefoneado alarmado y ofendido por estimar un atentado al derecho de gentes la actuación de Orlov y de la GPU en territorio catalán.

No sabía qué contestarle. Podía decirle que pensaba como él, como Zugazagoitia, como Companys, que también yo me preguntaba dónde estaba Nin y que aborrecía a Orlov y a su pandilla policíaca. Pero no me decidí. Veía venir la tormenta sobre nuestro Partido y me dispuse a defenderlo aunque en aquel caso la defensa del Partido llevaba implícita la defensa de un posible crimen. Hacía ya algún tiempo que trataba de convencerme a mí mismo de que era posible llegar a establecer una línea divisoria que diferenciara nuestra organización como Partido de españoles de la actuación de la URSS como Estado. Mis divergencias lo eran con los procedimientos, no con las doctrinas; las dudas surgían en torno a los hombres, no de los principios. Las hendiduras de mi fe se limitaban a los ídolos, no a las ideas. Con todas mis reservas hacia la política de los dirigentes soviéticos, yo seguía siendo un comunista convencido, un «hombre de partido», un fervoroso creyente en la necesidad histórica de los movimientos comunistas y, concretamente en España, de la misión de nuestro Partido. Las ligaduras que nos ataban a las «razones de Estado» de la URSS, y que tan poderosamente influían en nuestra actuación política, deberíamos irlas rompiendo una tras otra hasta liberarnos totalmente de su tutela y proceder con un criterio nacional, inspirando nuestra conducta en los intereses de los españoles y en la realidad política, económica, social e histórica de España. Justa o no, mi comprensión de las cosas no iba entonces más allá de estos propósitos.

Negrín insistía:

—Nin es un ex consejero de la Generalitat de Cataluña. Si existe algún delito probado contra él, deberá consignársele al Tribunal de Garantías Constitucionales.

—Supongo —dije— que la desaparición de Nin será debida a un exceso de celo de los «tovarich», que lo tendrán en alguna de sus cárceles, pero no creo que su vida corra peligro alguno. En cuanto a lo demás, usted es el indicado para decirle al embajador soviético que moderen sus procedimientos.

—Y ustedes también.

—También nosotros —contesté.

Negrín quedó pensativo un momento. Después, como si hablara consigo mismo, dijo:

—En el Consejo de esta tarde tendremos bronca. Prieto, Irujo y Zugazagoitia, armarán un escándalo. ¿Qué puedo yo decirles? ¿Que no sé nada?… Y ustedes ¿qué dirán? ¿Que tampoco saben nada?… Todo esto es estúpido.

Prometiéndole averiguar lo que hubiera de cierto en el secuestro de Nin e informarle inmediatamente, me despedí y trasladé en el acto a la casa de nuestro Partido. En el despacho de Díaz —que seguía enfermo— encontré a Codovila y Togliatti. Ambos pusieron cara de asombro cuando les relaté la conversación con Negrín. No supe si aquello era verdadero o si se trataba de una comedia más. Codovila suponía que los camaradas del «servicio especial» tendrían retenido a Nin para interrogarle o efectuar alguna diligencia antes de entregarlo a las autoridades. Togliatti, hermético, repuesto ya de su asombro, fingido o verdadero, nada decía. Ante mi insistencia de que deberíamos saber algo concreto antes de las cuatro de la tarde, hora en que comenzaría el Consejo de Ministros, des pegó los labios para decir que no deberíamos tomar por lo trágico la cosa, pues los camaradas del «servicio» sabían lo que hacían, que no eran novatos en el oficio y que antes que nada eran hombres políticos. Prometió ir a la Embajada a informarse de lo que hubiera. Y salió hacia allá.

La Embajada soviética se encontraba a unos minutos de la Plaza de la Congregación. Decidí esperar. Ni Codovila ni yo hablábamos. Cada uno teníamos nuestros motivos para estar preocupados. Yo estaba poseído de los peores presentimientos. Andrés Nin era una pieza codiciosa para la GPU: Amigo íntimo y personal de los prohombres de la Revolución de Octubre en Rusia, había trabajado con ellos desde la fundación de la Internacional Sindical Roja como uno de los Secretarios de esta organización. Muerto Lenin no disimuló sus simpatías hacia Trotski. Los rumbos de la política staliniana no le convencían y expresó públicamente su desacuerdo. Poco después de vencida la oposición en el Partido bolchevique, Nin era tildado de renegado y expulsado de la Unión Soviética. Al proclamarse la República en España regresó a ella, y, juntamente con los ex comunistas que habían organizado el Bloque Obrero y Campesino, dio creación al Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). El órgano de expresión de este partido, «La Batalla», era un grito antistalinista en la agitada y revolucionaria España. El POUM no era un gran movimiento, pero la voz de Nin y de la mayoría de sus dirigentes tenía indudable repercusión en algunos núcleos del proletariado catalán y, sobre todo, fuera de nuestras fronteras. De cualquier manera, inquietaban a Moscú más que a nosotros mismos. El momento era propicio. La guerra permitía a la GPU trabajar libremente en la España republicana y los hombres de Orlov habían montado un aparato policiaco como si señorearan territorio conquistado. Las razzias de poumistas se encaminaban a demostrar que en Rusia y fuera de ella los amigos de Trotski, Zinoviev, Kamenev, Bujarin, etcétera, eran una banda de contrarrevolucionarios, agentes del fascismo, enemigos del pueblo y traidores a la patria, a los que se hacía indispensable fusilar en cualquier país o latitud. Que los recelosos arrumbaran sus reparos: No era la fobia personal de Stalin la que exterminaba a la vieja guardia. El caso de España lo demostraba. Allí, en un país democrático, regido por un Frente Popular, se les desenmascaraba y se les ejecutaba también por traidores.

La «razón» política se me alcanzaba fácilmente. Lo que no imaginaba —no tardaría mucho en saberlo— era hasta qué metas de criminalidad eran capaces de llegar los esbirros de la GPU en la lucha contra los hombres de la oposición ideológica.

Desde el balcón vi acercarse el coche de Togliatti Un minuto después nos decía que en la Embajada no se tenía conocimiento de nada, ni del paradero de Nin, ni tampoco de Orlov. Toda mi inquietud y todo mi nerviosismo estallaron airadamente. Les anuncié que no asistiría al Consejo de Ministros, que no quería ser el saco de los golpes de Orlov y compañía en un asunto que desde el primer momento me había parecido improcedente y turbio.

—No dar la cara, rehuir el debate, sería la mayor torpeza. Eludan el caso concreto de Nin y háganse fuertes en la existencia de las pruebas que demuestran que los dirigentes del POUM estaban en contacto con el enemigo. No acudan al terreno de ellos; planteen el debate en torno a la existencia o inexistencia de una organización de espionaje. Demostrado, como es posible demostrar que ésta existe, el escándalo por el paradero de Nin pierde vigor. Y cuando Nin aparezca será ya reo de traición.

Por esta explicación de Togliatti deduje que él sabía ya toda la trama de Orlov, y que su visita a la Embajada no había sido ociosa. Nin estaba secuestrado y lo entregarían cuando el «affaire» tuviera estado oficial. Cierta parte de mis temores se disiparon. Y aunque el plan de Togliatti no era muy grato para mí, me dispuse a seguirlo en la reunión ministerial. «Al fin —me dije— los jueces se encargarán de averiguar lo que haya o no de cierto en toda esta trama gepeuista».

A las cuatro de la tarde comenzaron a llegar los coches ministeriales al edificio gris de la presidencia.

* * *

En el saloncillo de terciopelos mustios y fríos desconchados, los periodistas saludaban a los ministros.

—¿Qué sabe usted de Andrés Nin? —me preguntó uno de ellos.

Con un gesto evasivo eludí la respuesta y entré a la Sala del Consejo.

En la mesa ovalada de las reuniones ministeriales, las cajas de nogal con cigarrillos, las bomboneras, las jarras de agua, los anchos blocks y las abultadas carteras de marroquín. En el ceño de algunos ministros el presagio de la tormenta.

Al declarar el Presidente abierta la reunión, el ministro de la Gobernación, Zugazagoitia, pidió la palabra para una cuestión previa.

Con razonamiento incontrovertible, argumentación firme y respetuosa forma, Zugazagoitia relató cuanto sabía del «caso Nin» y de sus compañeros «detenidos», no por las autoridades de la República, sino por «un servicio extranjero» que actuaba, a lo que se veía, omnímodamente en nuestro territorio, sin otra ley que su voluntad, ni más freno que el de su capricho.

—Desearía saber —concluyó diciendo— si mi jurisdicción como ministro de la Gobernación está determinada por la misión de mi cargo o por el criterio de ciertos «técnicos» soviéticos. Nuestro agradecimiento a este país amigo no debe obligarnos a dejar jirones de dignidad personal y nacional en las encrucijadas de su política.

Y habló Prieto. Y habló Irujo. Sus palabras eran la protesta airada contra la intromisión y el atropello soviético en nuestra tierra. La dignidad de su hombría y de su españolidad se sublevaban contra los desmanes de los «tovarich», quienes a cambio del suministro de armas sé creían en el derecho de vejarnos y hasta gobernarnos. En sus palabras había anuncio de dimisión antes que convertirse en «hombres de paja».

Y hablaron Velao y Giner de los Ríos. Hablaron todos. Reclamaban a Nin y pedían la destitución del coronel Ortega, cómplice visible y directo, aunque inconsciente, en los atropellos de Orlov.

Hablamos los dos ministros comunistas. Nuestra argumentación era pobre y descolorida. Nadie creyó en nuestra sinceridad cuando declarábamos ignorar el paradero de Andrés Nin. Defendimos la presencia de los «técnicos» y «consejeros» soviéticos como la expresión de la ayuda «desinteresada» y «solidaria» que nos prestaban los rusos y que fue aceptada por anteriores Gobiernos. Expusimos una vez más lo que significaban para nuestra guerra los suministros de armas de la URSS y el apoyo que en el orden internacional nos prestaba la Unión Soviética.

Como a pesar de todo, el ambiente seguía siéndonos hostil y los ceños se mantenían fruncidos, transigí con la destitución del coronel Ortega —chivo expiatorio— por extralimitarse en su función y no haber informado a su debido tiempo al ministro; pero amenacé con hacer públicos todos los documentos comprometedores del POUM y también los nombres de cuantos dentro y fuera del Gobierno, «por simples cuestiones de procedimiento», amparaban a los espías de ese Partido.

El recurso era demagógico y desleal, pero no vacilé en emplearlo.

Negrín, conciliador, propuso al Consejo dejar el debate en suspenso hasta conocer todos los hechos y tener las pruebas de que hablábamos los ministros comunistas y en espera de que el ministro de la Gobernación pudiera darnos noticias concretas del paradero de Andrés Nin.

El primer temporal, el más peligroso, lo habíamos capeado.

Al salir del Consejo Uribe me decía:

—Has estado muy hábil en esa combinación de concesiones y amenazas.

Mi pírrica victoria me producía tales náuseas que me daban ganas de vomitar.

* * *

Coincidiendo con estos acontecimientos se produjo otro de singular significación. La escuadra alemana bombardeó aleve y salvajemente la ciudad de Almería.

El rumor, con esa velocidad de la noticia en España, corría por todas partes. Se lo decían las gentes al encontrarse en las calles, en las mesas de los cafés, en las puertas de los talleres, en los tranvías, en los cuarteles y en las trincheras:

—¡Los nazis han bombardeado Almería!

Todo el odio y el dolor de nuestro pueblo estallaban en ansias de revancha.

El Consejo de Ministros fue convocado urgentemente a petición del titular de Defensa Nacional, Indalecio Prieto.

El ministro de Defensa hizo un patético relato de los hechos y concluyó proponiendo que nuestra masa de aviación de bombardeo saliese en busca de la flota alemana y la atacase y hundiera donde la encontrase, aunque ello motivara la declaración de guerra de Alemania a la República. Era la proposición —escribiría más tarde Prieto— «de quien no veía la posibilidad de ganar militarmente la guerra, porque media nación o un tercio largo de la nación española luchaba con el resto del país y, además, con Portugal, con Alemania y con Italia, a todo lo cual había que sumar la indiferencia, cuando no la hostilidad más o menos disimulada, del resto de Europa. Seguía creyendo —¡ojalá me equivoque!— que, militarmente, la guerra no podía ser resuelta por nosotros solos de manera victoriosa, y en aquella propuesta buscaba la solución que pudiera surgir de un conflicto internacional, mediante la declaración de guerra de Alemania a España, porque bajo el peligro de la conquista del territorio español de modo abierto por Italia y Alemania, acaso las naciones occidentales de Europa se creyeran en el caso de intervenir»[13].

Me sentí electrizado por la propuesta. En aquel momento una viva simpatía me reconciliaba con quince años de enemistad con Prieto. El ministro de Defensa como lo habíamos previsto era el menos indicado para ocupar ese puesto. No es que Prieto careciera de cualidades personales, que sería estúpido regatearle, sino porque su convicción de que irremediablemente estábamos condenados a la derrota, dadas las condiciones internacionales adversas, se reflejaba inevitablemente en toda su labor en la jefatura máxima de la guerra, pues dejándose llevar por su franqueza hacía juicios y comentarios ante sus subordinados que producían efectos tremendamente desmoralizadores en quienes los oían. Pero aquel día se sobrepuso al pesimista el patriota y surgió en Prieto el estadista que busca la salvación de su patria en una dramática coyuntura histórica. ¿Qué podíamos perder que no tuviéramos la seguridad de tenerlo ya perdido? Cualquiera que fuera la complicación de orden internacional que motivara nuestra represalia a la agresión de la flota alemana, en nada empeoraría nuestra perspectiva y, sin embargo, podía modificar todo el panorama. Nuestra guerra era ya, por las causas señaladas por Prieto, una agonía sin esperanza. Sólo en una reacción internacional que alinease, de mejor o peor gana, a las potencias democráticas decididamente a nuestro lado, estaba la salvación de nuestra justa causa, la salvación de España. ¿Qué ello era la conflagración mundial? ¡Que fuera el diluvio! Pero a más de esto ¿había alguien en la redondez de la Tierra que no supiera que la intervención germano-italiana en la Península Ibérica era el preludio de la agresión abierta al mundo democrático por parte de las potencias del Eje? La proposición de Prieto, en el peor de los casos, no era sino la de anticipar los acontecimientos y, en esa anticipación, buscaba salvar a España.

La propuesta del ministro de Defensa retumbó como un cañonazo en los oídos timoratos del «Gobierno de la Victoria». Los ministros se petrificaron en sus asientos. Una nube de vacilaciones y de miedos ensombrecía los semblantes.

Para los ministros comunistas la situación era incómoda. Maldije la dependencia que nos obligaba a tener que acudir en busca de la «línea» para después opinar. Había que ganar algún tiempo, cuando menos unas horas. No queriendo pronunciarme en pro ni en contra (no sabía lo que nos mandarían hacer) acudí al recurso de objetar la proposición alegando generalidades sobre la política franco-inglesa, para proponer un aplazamiento que nos permitiera «reflexionar» sobre tan gravísima decisión.

No hubo necesidad de hacer hincapié en mi propuesta, ya que Negrín consideró, y era justo, que el Jefe del Estado era el único facultado para decidir sobre el problema planteado por el señor Prieto.

Informado el Presidente de la República, el Consejo bajo su presidencia fue convocado para unas horas después.

Inmediatamente los dos ministros comunistas nos trasladamos a la Casa del Comité Central. Con aquella eficiente prontitud con que se movilizaba todo el aparato del Partido Comunista, en cinco minutos se puso todo en movimiento para conocer la «línea». Codovila salió en dirección a la Embajada soviética. Togliatti se encaminó a El Vedat, pueblecito próximo a Valencia, donde en una «masía» perdida en un hermoso huerto de naranjos, la delegación soviética tenía montada una potentísima estación de radio mediante la cual se mantenía en contacto directo con Francia y Moscú. Uribe debería ir a explorar el ánimo del ministro de Estado, señor Giral, y yo el del Presidente Negrín.

Una hora antes de la convenida para la reunión ministerial, habríamos de encontrarnos todos para saber lo que deberíamos defender o combatir en el trascendental Consejo que el Jefe del Estado presidiría.

La orden de Moscú fue terminante: «Hay que impedir a costa de lo que sea la provocación de Prieto» (Togliatti).

Sentí como un martillazo en la cabeza. Mi desilusión fue tremenda. Los dos sentimientos, el de la obediencia a Moscú y el de mi lealtad a España, luchaban en mi conciencia. Hundido en un abismo de rebeldías enfrenadas impugné el proyecto de Prieto. No vale la pena transcribir las «razones» que opuse a la proposición prietista. Unamuno había dicho que «las razones no son más que razones, es decir, ni siquiera son verdades». Tenía razón. Todas mis razones eran la sinrazón de una verdad convencional, y, como tal, falsa.

Como una ironía que me quemaba el rostro oí el elogio presidencial: «El sentido común habla por boca del ministro de Instrucción Pública».

La propuesta del señor Prieto fue unánimemente desechada.

Sí aquel día el ministro de Defensa pudo tener la evidencia de que la nave española se hundiría por el peso de los imbéciles, lo que no pudo prever era que el mismo torpedo que hacía naufragar su patriótica decisión, había hecho blanco también en la persona del ministro que, con sus audacias, podría crearle complicaciones o perturbar el juego internacional al Kremlin.

Gracias a la amistad que me unía a la compañera encargada del trabajo de cifra de la delegación soviética pude conocer las directivas completas de Moscú sobre el caso. Aquella misma noche le hice una visita premeditada y al comentar con ella las diferentes incidencias de la jornada, centré la conversación en la negativa de Moscú a la propuesta de Prieto.

—No conozco muy bien —dije tratando de provocar la respuesta— los términos exactos de la contestación de la «Casa», pero creo que, o no se les ha explicado bien el alcance del propósito de Prieto, o hemos interpretado mal la contestación.

Bajando la voz, y después de hacerme jurar que guardaría el secreto, pues yo no ignoraba los riesgos a que se exponía si los «tovarich» llegaban a sospechar su indiscreción, me dijo confidencialmente:

—Togliatti ha trasmitido bien, según deduzco de tus palabras. La respuesta de la «Casa» ha sido esta: «Opónganse por todos los medios a la provocación de Prieto. Propónganle trabajar de común acuerdo con el Partido en los asuntos de guerra. Si no aceptan tomen medidas para su eliminación del Ministerio de la Defensa».

Me prometí y le prometí a ella ser más asiduo en mis nocturnas visitas. Nunca hasta entonces se me había ocurrido valerme de mi amistad con aquella camarada para obtener noticias secretas de la delegación. Solamente el pensarlo se me hubiera antojado desleal. Cambié de parecer. Se trataba de convencerme de mi error o de mis sospechas sobre la política de Moscú. El procedimiento no era el más limpio, pero sí el más seguro.

La confidencia de X (callaré su nombre, pues sé que vive en la España de Franco) no tardó en revelárseme en toda su autenticidad. Discutíamos en el Buró Político ciertas medidas de Prieto que atentaban contra nuestras privilegiadas posiciones en el Comisariado de Guerra, cuando una proposición de Togliatti tradujo a nuestro idioma político la directiva de Moscú.

—Hay que limarle las uñas a Prieto —dijo—. Creo que lo adecuado es brindarle una colaboración leal, y si no la acepta iniciar una campaña denunciando su pesimismo y su proceder derrotista.

Se decidió visitar a Prieto. La comisión recayó en los dos ministros.

En el folleto «Cómo y por qué salí del Ministerio de Defensa Nacional», Prieto relata la entrevista en términos ajustados enteramente a la verdad.

«Poco después de encargarme yo del Ministerio de Defensa Nacional —relata Prieto—, con ocasión de un Consejo de Ministros que se celebraba en mi despacho, vinieron a verme, antes de la hora de convocatoria, los dos ministros comunistas, Uribe y Hernández, quienes me dijeron que querían proceder de estrecho acuerdo conmigo y que deseaban previamente un cambio de impresiones. Se concretó su pensamiento en una indicación de Jesús Hernández, al manifestarme que si yo no tuviera el temperamento que tengo —o el que me atribuyen—, diariamente acudiría él a mi despacho a traerme las sugestiones, ideas o pareceres del Buró Político del Partido Comunista sobre los asuntos de guerra. Contesté a Jesús Hernández, con claridad rayana en la crudeza, que no necesitaba inspiraciones del Buró Político del Partido Comunista, que no admitía esa forma de gobernar y que si el Buró comunista quería indicar algo con respecto a la política general de guerra, lo podía hacer, por conducto de sus ministros, ante el Gobierno en pleno, y, si se trataba de algo relacionado con las operaciones militares, lo debería hacer, a través de Uribe, en el seno del Consejo Superior de Guerra. Y como, después de una parte semiafable, la conversación, por cambiar ellos de tono, adquiriera cierta brusquedad, les dije: «Ustedes se han equivocado si suponen que van a sostener conmigo una lucha como la que sostuvieron con Largo Caballero. Con razón o sin ella, Largo Caballero se creía imprescindible, estimándose el salvador de la situación de España. Yo no tengo en mí la confianza que Largo Caballero tenía en sí; yo me considero diente mellado de una rueda destartalada, y entiendo que se puede prescindir de mí con ventaja; no me estimo insustituible: de manera que a mí no me meten en querellas políticas con ustedes. ¿No están conformes? Planteen la cuestión ante quien deban plantearla; pero a mí no me manejan ustedes, ni soporto disputas como las que sostuvieron con Largo Caballero en Consejos de Ministros de desdichada memoria».

»La conversación —sigue diciendo Prieto— se interrumpió porque había llegado la hora del Consejo y comenzaron a entrar los demás ministros.

»Creo que esta escena ocurrió enseguida de haber yo propuesto, sin éxito, en el Consejo Superior de Guerra, el reajuste del Comisariado en proporciones más equitativas.

»Poco después se emprendió la operación de Brúñete y los dos ministros comunistas llegaron a Madrid donde ya estaba yo. Volviendo un día de los frentes de la Sierra me dijo Negrín que Uribe y Hernández deseaban cambiar impresiones conmigo en su presencia. Y yo dije a Negrín: «Temo que ocurra una escena desagradable; supongo que pretenden continuar la conversación de Valencia y su resultado puede ser poco armonioso.

»Negrín, hombre suave, fino, convincente, me replicó: “No se ponga usted así; es un cambio de impresiones”.

Y me citó para el día siguiente a las once de la mañana, en la Presidencia. Allí nos reunimos Negrín, los dos ministros comunistas y yo en torno a la propia mesa del Consejo de Ministros.

»Los comunistas formularon quejas en las que no llegaron a ninguna concreción: que yo estaba destituyendo mandos comunistas. Les dije la verdad: “Quizá peque de lo contrario. Firmo todos los mandos que me trae el Estado Mayor después de examinados por la llamada Junta de Destino, y hasta el presente no he hecho indicación alguna, no he rechazado un solo nombre, ni propuesto yo ninguno”. Y tras estas explicaciones que eran bien convincentes, el más audaz de los dos ministros comunistas, Hernández, me dijo: “Mire usted, las verdaderas fuerzas del Gobierno somos socialistas y comunistas, que acabaremos por fusionarnos, y creo que nosotros, los socialistas y comunistas del Gobierno, debemos proceder de estrecho acuerdo, tomando las resoluciones que estimamos convenientes”. Yo dije entonces —lo recordará el compañero Negrín—: “A eso no puedo llegar”… “Cualquiera que sea la proximidad entre su Partido y el nuestro, yo, por ese camino de pactar con ustedes sobre problemas que corresponden a todo el Gobierno, no les puedo seguir, porque lo estimo profundamente desleal”. Y no hubo acuerdo, naturalmente.

»Tras esta entrevista —concluye Prieto en este pasaje de su folleto— empecé a advertir una táctica agresiva de los comunistas contra el ministro de Defensa Nacional».

Prieto advertía bien. Era el inicio de una campaña que buscaba su supeditación a Moscú o su salida del Ministerio o, como veremos enseguida, su eliminación física. La campaña iría creciendo de tono y de agresividad y lo abarcaría todo: el frente y la retaguardia, los discursos y los artículos, el rumor y la insidia, el sabotaje y el escándalo. Prieto señala algunos hechos en el mencionado folleto, resumen de su informe hecho el 19 de agosto de 1938 ante el Comité Nacional del Partido Socialista Obrero Español. No son todos. Apenas una mínima parte. Como Secretario de agit-prop del Buró Político tomé una parte activa en toda la red que había de aprisionar a Prieto, hasta orillarle a presentar repetidas veces la dimisión al Presidente Negrín, y, obligar al fin, a éste, que había opuesto resistencia a nuestros embates, a destituir aparatosamente del Ministerio de Defensa a la primera figura de su propio Partido.

Las órdenes de Moscú eran órdenes que los comunistas españoles, complacidos o a regañadientes, cumplíamos a rajatabla.

* * *

Tardamos dos tres días más en saber algo concreto sobre Andrés Nin. Nuestra organización de Madrid nos comunicó que Nin se encontraba en Alcalá de Henares, en una prisión particular que utilizaban Orlov y su banda. Planteada la cuestión a la delegación soviética se nos dijo por ésta que, efectivamente, acababan —¡qué casualidad!— de tener noticias de que Nin había pasado por Valencia, sin detenerse, en dirección a Madrid; que Orlov pensaba llevarlo directamente a la Prisión Celular de Madrid, pero que tuvo temores de una evasión del reo y que optó por meterle en los calabozos de su Cuartel General en Alcalá hasta la llegada del grueso de los detenidos, quienes deberían ser trasladados de la cárcel de Valencia a la de Madrid.

Como habíamos previsto Díaz y yo, el escándalo político en torno a las detenciones de los dirigentes del POUM se transformó en una enconada lucha política contra nuestro Partido y contra el mismo Negrín. Socialistas, caballeristas, anarquistas, sindicalistas y aunque más tenuemente, también los republicanos, coincidieron en denunciar ante la opinión pública nacional y extranjera el atentado al derecho de gentes y a las leyes democráticas del país, los arrestos ilegales de Nin, Andrade, Gorkín, Arquer, Bonet y demás dirigentes del POUM Todos ellos exigían la libertad inmediata de los detenidos, y como una consigna formulaban la pregunta: «¿Dónde está Nin?».

Nuestra prensa desencadenó una furiosa ofensiva que abarcaba al POUM y a todos sus abogados políticos. Sin embargo, era necesario comenzar a dar «pruebas» de la delincuencia de los detenidos para imponer el silencio. Ahora era el Buró Político el que reclamaba los documentos demostrativos de la culpabilidad de los poumistas, para hacerlos públicos y capear el temporal que se había desencadenado contra nuestro Partido.

Uno de aquellos días, al visitar a Negrín, pude ver en la mesa del Presidente un montón de telegramas llegados de todas las partes del mundo preguntando al Gobierno dónde se encontraba Nin y protestando contra las detenciones de los dirigentes del POUM Negrín nos pedía una solución que pusiera fin a aquel descrédito de su Gobierno dentro y fuera de las fronteras nacionales.

—No hay más remedio que tomar en las manos del Gobierno la responsabilidad del proceso contra el POUM Al darle estado oficial, cesarán los ataques contra el trabajo de la GPU como autora de este «affaire» a espaldas de las autoridades españolas, que es el punto fuerte de todas las protestas —aconsejé a Negrín.

—¿Por qué debo comprometer a todo el Gobierno en este enojoso asunto? —protestó Negrín.

—Porque a veces, contra la voluntad de uno mismo, es obligado sudar calenturas ajenas.

No sé de qué argumentos se valdría Negrín para convencer al señor Irujo, ministro de Justicia, católico vasco, muy poco afecto a los comunistas y francamente opuesto a hacer el juego a la GPU Pero al día siguiente de esta conversación en la prensa se insertaba un comunicado oficial del Ministerio de Justicia, anunciando el procesamiento de los dirigentes del POUM, juntamente con el de algunos falangistas encabezados por el ingeniero Golfín, autor del plano milimetrado destinado a Franco, plano en el que se señalaban determinados emplazamientos militares de la capital, constitutivo de un delito de espionaje y alta traición.

Mientras las rotativas de los diarios imprimían el comunicado oficial del Ministerio de Justicia, la mano alevosa de Orlov consumaba uno de los crímenes más sucios de que se tenía memoria en los anales de la criminalidad política de nuestra historia: Nin era asesinado por los esbirros de la GPU de Stalin.

* * *

Del crimen de Andrés Nin no fueron responsables solamente los autores materiales del hecho; los fuimos todos cuantos por sumisión o por temor a Moscú, pudiéndolo haber impedido, con nuestra conducta lo facilitamos. Después, la conciencia de nuestra complicidad silenció las lenguas o, como en nuestro caso, añadió la infamia al crimen. Las paredes de España se llenaron de preguntas que el pincel clandestino pintaba arriesgando la vida del autor: «¿Dónde está Nin?» Y buscando el ripio de la consonante, nuestras tropillas de agit-prop escribían debajo la injuria sangrienta: «¡En Salamanca o en Berlín!»

¿Sabía el Presidente, sabía el ministro de la Gobernación, sabía el ministro de Justicia dónde estaba encerrado Andrés Nin? Si nos atenemos al testimonio de uno de los procesados, de Julián Gorkín, en su libro «Caníbales Políticos», en la página 159 encontramos esta conversación con Garmendia, Inspector General de Prisiones de Madrid, perteneciente al Partido católico vasco y amigo personal del ministro de Justicia, don Manuel Irujo, a quien el Gobierno había encargado el traslado de los detenidos del POUM de Madrid a Valencia. Dice así:

«Me lleva (Garmendia) aparte y mantenemos una interesante conversación.

—»Nada teman —dice—. Llegarán ustedes vivos a Valencia. Se lo he prometido al Gobierno. Les acompañará un capitán de Asalto de toda mi confianza al mando de cincuenta números. No van para vigilarles, sino para protegerles.

»Se muestra muy interesado por conocer nuestras posiciones políticas. Después me dice en tono sincero:

—»Conozco a fondo el asunto de ustedes. No creo que les pase nada. El ministro de Justicia está dispuesto a dimitir antes que permitir que se cometa con ustedes un crimen político.

»Le pregunto por Andrés Nin. Me confía:

—»El Gobierno me tiene ordenado que descubra su paradero. Tomaría ahora mismo mi auto y pararía a la puerta del edificio donde se encuentra. Pero para rescatarle necesitaría unas fuerzas militares que el Gobierno se niega a poner a mi disposición.

—»¿Por qué?

—»Teme, quizá, las consecuencias. Habría que librar una verdadera batalla con otras fuerzas militares. Usted quizá no sospecha todo lo que hay detrás del asunto del POUM».

Si este relato es verídico, el Gobierno pudo y no quiso, o no se atrevió, a rescatar a Nin. Me inclino a creer que no se atrevió. Era mucho el peso de la «ayuda» soviética en la voluntad de los ministros, y era mucha la osadía y el descaro con que procedían los agentes de la policía de Stalin en España.

En el mismo libro, página 170, Gorkín relata un hecho revelador del poderío de la GPU en España:

«Nuestros compañeros de la calle han solicitado por seis veces del ministro de la Gobernación, la libertad de dos militantes contra los que no aparece cargo alguno. Seis veces les ha sido prometida por Julián Zugazagoitia. Otras seis, nos consta, ha sido ordenada por él. La última exclamó, en presencia de los solicitantes: «¡A ver si la sexta vez me hace caso el portero!» Esta exclamación del ministro —comenta el autor— refleja todo el drama de la España actual. ¿Qué pinta un ministro al que no le hace caso el portero? ¿A quién obedece éste? ¿Por qué no lo destituye el ministro? Y si no es capaz de destituirle, ¿por qué no dimite él?»

Era evidente que en aquellos momentos los ministros no se atrevían a dimitir por tales motivos. Ello hubiera implicado la inmediata represalia soviética contra la persona del osado o en los suministros de armas. Los «porteros» a que aludía el ministro eran miembros del Partido Comunista y, antes que al ministro, obedecían a su Partido. Además, durante casi toda la guerra, los servicios de policía, especialmente la temible policía del Servicio de Investigación Militar (SIM), organizada por los «tovarich», era omnipotente. Ante ella temblaban políticos y magistrados, soldados y generales. Una acusación de sospechoso o desafecto al régimen, ejercía fulminante acción sobre el individuo que, sin defensa alguna ni defensor que se atreviera a hacerla, podía ser asesinado en una mazmorra, o acribillado a tiros en la cuneta de cualquier carretera.

En el curso de su informe ante el Comité Nacional de su Partido, Prieto relata cosas como éstas:

«Me encontré ante un caso intolerable (se refiere a que el jefe de la demarcación del Ejército del Centro del servicio del SIM, Durán, comunista, nombraba por sí y ante sí, sin facultades para ello y sin conocimiento del ministro de Defensa, que era el único autorizado para hacer nombramientos de agentes del SIM, a quien le venía en gana, eliminando a cuantos no fueran comunistas), por lo cual, alegando, y con fundamento, que me faltaban mandos en el Ejército —pues había advertido su escasez y deficiencia en las operaciones de Belchite— dispuse que todos los jefes militares que no estuviesen en sus puestos peculiares del Ejército volvieran a sus antiguos puestos y así hice retornar a la función militar al comandante Durán. A raíz del caso de Durán en el SIM recibí la visita de cierto técnico ruso, de estos Servicios, quien me dijo:

—«Vengo a hablarle de la destitución de Durán. ¿Qué ha ocurrido?

—»Nada de particular, que me hacen falta mandos en el Ejército, y he dispuesto que Durán vuelva a él.

—»No; usted le ha destituido por haber nombrado a comunistas para agentes en Madrid.

—»También eso es causa bastante, porque Durán carece en absoluto de atribuciones para hacer nombramientos.

—»¿Por qué no ha de poder nombrar agentes?

—»Porque a virtud del decreto de creación del SIM, esa facultad le queda reservada exclusivamente al ministro.

»Leí el decreto, y ante la evidencia de mi afirmación mi visitante alegó:

—»Durán podía hacer nombramientos provisionales.

—»Ni efectivos ni provisionales. Aquí, en España, además, lo provisional se convierte en definitivo.

—»Sea lo que sea, vengo a pedirle la reposición inmediata del comandante Durán en la Jefatura del SIM en Madrid.

—»Lo lamento mucho, pero no puedo acceder.

—»Si no accede a la reposición de Durán quedan rotas mis relaciones con usted.

—»Lo lamento, pero el comandante Durán seguirá al frente de su División y no volverá al SIM. La actitud de usted es injustificada y no puedo doblegarme a ella».

Siguiendo su relato, Prieto refiere más adelante:

«Preocupado con el nombramiento del nuevo director del SIM, caí en la desgracia de designar al teniente coronel Uríbarri, socialista de mucho tiempo. A poco de posesionarse del cargo, Uríbarri me dijo:

—»Soy hombre leal y quiero proceder lealmente con usted. Vengo a decirle que Fulano de Tal (el segundo entre los directivos rusos de estas actividades técnicas, no el que había roto conmigo, sino su lugarteniente), me ha citado a una entrevista que se verificó anoche en una calleja oscura, en el fondo de un automóvil, y dicho señor me invitó a que me entendiera directa y constantemente con él, a espaldas de usted, a lo cual me negué.

—»Así se debe proceder —le dije. Y le di las gracias.

»Uríbarri —observa Prieto— cambia de conducta, no sé por indicación de quién. Advierto que el SIM ya no obedece mis órdenes. Uríbarri se entendía con quienes le habían requerido antes a entenderse con ellos a espaldas mías. Este es uno de los incidentes que yo he tenido con los rusos, sin arrepentirme, por procurar que el SIM no fuera instrumento, como lo había sido la Dirección General de Seguridad, para ciertos sucesos que nos han creado dificultades» (Prieto alude a la desaparición de Nin y a la actuación de Ortega).

Los párrafos transcritos demuestran mi afirmación de que los ministros, de grado o por fuerza, tenían que aceptar la tutela o doblegarse a los manejos de los rusos. Ni Prieto pudo eximirse de esa tutela, pese a que fuera el hombre que opuso mayor resistencia a la colonización de España por las huestes de Stalin.

«Por seguir dicha línea de conducta, por negarme a obedecer los mandatos de Moscú, me expulsó Juan Negrín el 5 de abril de 1938 del Gobierno que él presidía y en el cual desempeñaba yo el Ministerio de Defensa Nacional» —declara Prieto en el prólogo a la edición francesa del citado informe[14].

* * *

Andrés Nin, el antiguo amigo de Lenin, de Kamenev, Zinoviev y Trotski, fue asesinado en España por la misma mano que en Rusia había exterminado físicamente a toda la vieja guardia bolchevique. El crimen fue así:

Orlov y su banda secuestraron a Nin con el propósito de arrancarle una confesión «voluntaria» en la que debería reconocer su función de espía al servicio de Franco. Expertos los verdugos en la ciencia de «quebrar» a los prisioneros políticos, en obtener «espontáneas» confesiones, creyeron encontrar en la enfermiza naturaleza de Andrés Nin el material adecuado para brindar a Stalin el éxito apetecido.

En días sin noche, sin comienzo ni fin, en jornadas de diez y veinte y cuarenta horas ininterrumpidas, tuvieron lugar los interrogatorios. Quien de ello me informó tenía sobrados motivos para estar enterado. Era uno de los ayudantes de más confianza de Orlov, el mismo que había luego de ponerme en antecedentes sobre el proyecto de asesinato de Indalecio Prieto. Con Nin empezó empleando Orlov el procedimiento «seco». Un acoso implacable de horas y horas con el «confiese», «declare», «reconozca», «le conviene», «puede salvarse», «es mejor para usted», alternando los «consejos» con las amenazas y los insultos. Es un procedimiento científico que tiende a agotar las energías mentales, a desmoralizar al detenido. La fatiga física le va venciendo, la ausencia del sueño embotándole los sentidos y la tensión nerviosa destruyéndole. Así se le va minando la voluntad, rompiéndole la entereza. Al prisionero se le tienen horas enteras de pie, sin permitirle sentarse hasta que se desploma tronchado por el insoportable dolor de los riñones. Alcanzado este punto, el cuerpo se hace espantosamente pesado y las vértebras cervicales se niegan a sostener la cabeza. Toda la espina dorsal duele como si la partieran a pedazos. Los pies se hinchan y un cansancio mortal se apodera del prisionero, que ya no tiene otro afán que el de lograr un momento de reposo, de cerrar los ojos un instante, de olvidarse de que existe él y de que existe el mundo. Cuando materialmente es imposible proseguir el «interrogatorio», se suspende. El prisionero es arrastrado a su celda. Se le deja tranquilo unos minutos, los suficientes para que recobre un poco su equilibrio mental y comience a adquirir conciencia del espanto de la prolongación del «interrogatorio» monótono, siempre igual en las preguntas e insensible a las respuestas que no sean de plena inculpación. Veinte o treinta minutos de descanso son suficientes. No se le conceden más. Y nuevamente se reanuda la sesión. Vuelven los «consejos», vuelve el tiempo sin medida en que cada minuto es una eternidad de sufrimiento y de fatiga, de cansancio moral y físico. El prisionero acaba desplomándose con el cuerpo invertebrado. Ya no discute, ni se defiende, no reflexiona, sólo quiere que le dejen dormir, descansar, sentarse. Y se suceden los días y las noches en implacable detención del tiempo. Del prisionero se va apoderando el desaliento, produciendo un desmayo en la voluntad. Sabe que es imposible salir con vida de las garras de sus martirizadores y su anhelo se va concentrando en un irrefrenable deseo de que le dejen vivir en paz sus últimas horas o de que lo acaben cuanto antes. «¿Quieren que diga que sí? Quizá admitiendo la culpabilidad me maten de una vez». Y esta idea comienza a devorar la entereza del hombre.

Andrés Nin resistía increíblemente. En él no se daban, los síntomas de ese desplome moral y físico que llevó a algunos de los más destacados colaboradores de Lenin a la inaudita abdicación de la voluntad y firmeza revolucionarias, a esa absurda consideración de que «Stalin es un traidor, pero Stalin no es la revolución, ni es el Partido y, puesto que mi muerte es inevitable, voy a hacer el último sacrificio a mi pueblo y a mis ideales, declarándome contrarrevolucionario y criminal, para que viva la revolución». ¡Con qué asombro el mundo entero escuchó a estos prohombres de la revolución rusa infamarse hasta la abyección, sin que de sus labios saliera una palabra condenatoria para el estrangulador de esa misma revolución que con su silencio querían salvar! Se ha hablado de drogas especiales cuyo secreto poseen los rusos. No creo en tal versión. De no admitir esa desquiciada idea de «servir a la revolución» in artículo mortis, creería, sí, en el juego de ciertas consideraciones humanas que llevan al hombre que se sabe definitivamente perdido, a tratar de salvar a sus hijos o a su esposa o a sus padres de la venganza del tirano, a cambio de su «confesión».

Nin no capitulaba. Resistía hasta el desmayo. Sus verdugos se impacientaban. Decidieron abandonar el método «seco». Ahora sería la sangre viva, la piel desgarrada, los músculos destrozados, los que pondrían a prueba la entereza y la capacidad de resistencia física del hombre. Nin soportó la crueldad de la tortura y el dolor del refinado tormento. Al cabo de unos días su figura humana se había convertido en un montón informe de carne tumefacta. Orlov, frenético, enloquecido por el temor al fracaso, que podía significar su propia liquidación, babeaba de rabia ante aquel hombre enfermizo que agonizaba sin «confesar», sin comprometerse ni querer comprometer a sus compañeros de Partido, que con una sola palabra suya hubieran sido llevados al paredón de ejecución, para regocijo y satisfacción del amo de todas las Rusias.

Se extinguía la vida de Nin. En la calle de la España leal y en el mundo entero arreciaba la campaña exigiendo el conocimiento de su paradero y su liberación. No podía prolongarse durante mucho tiempo esa situación. Entregarlo con vida significaba una doble bandera de escándalo. Todo el mundo hubiera podido comprobar los espantosos tormentos físicos a que se le había sometido y, lo que era más peligroso, Nin podía denunciar toda la infame trama montada por los esbirros de Stalin en España.

Y los verdugos decidieron acabar con él.

Los profesionales del crimen, pensaron en la forma. ¿Rematarle y dejarle tirado en una cuneta? ¿Asesinarle y enterrarle? ¿Quemarle y aventar sus cenizas? Cualquiera de esos procedimientos acababa con Nin, pero la GPU no se libraría de la responsabilidad del crimen, pues era notorio y público que era ella la autora del secuestro. Había, pues, que buscar un procedimiento que, al mismo tiempo que liberaba a la GPU de la responsabilidad de la «desaparición», inculpara a Nin, demostrando su relación con el enemigo.

La solución, al parecer, la ofreció la mente encanallada de uno de los más desalmados colaboradores de Orlov, el «comandante Carlos» (Vittorio Vidali, como se llama en Italia o Arturo Sormenti y Carlos Contreras, como había hecho y se hacía llamar en México y en España). El plan de éste fue el siguiente: Simular un rapto por agentes de la Gestapo camuflados en las Brigadas Internacionales, un asalto a la casa de Alcalá, y una nueva «desaparición» de Nin. Se diría que los nazis lo habían «liberado», con lo cual se demostrarían los contactos que Nin tenía con el fascismo nacional e internacional. Mientras tanto a Nin se le haría desaparecer definitivamente y, para no dejar huella, se le tiraría al mar. La infame tramoya era burda, pero ofrecía una salida.

Un día, aparecieron amarrados los dos guardianes que vigilaban al prisionero en la casa de Alcalá de Henares (dos comunistas con carnet de socialistas); declararon éstos que un grupo como de diez militares de las Brigadas Internacionales, que hablaban alemán, habían asaltado la casa, les habían desarmado y amarrado, habían abierto la celda del prisionero y se lo habían llevado en un automóvil. Para dar más visos de realidad al siniestro folletín, en el suelo de la habitación de Nin se encontró tirada su cartera conteniendo una serie de documentos que demostraban sus relaciones con el servicio de espionaje alemán. Para que nada faltase hasta se encontraron algunos billetes de marcos alemanes.

Tres preguntas son suficientes para poner al desnudo la infame mentira de la historia inventada por la banda de Orlov.

Si la escritura que aparecía en el dorso del plano milimetrado del ingeniero Golfín correspondía a la caligrafía de Nin, ¿por qué no entregarle a las autoridades juntamente con la prueba? ¿Para qué se precisaba otra?

Si se torturó bestialmente a Nin para arrancarle una confesión que le comprometiera ¿cómo se explica que pasara desapercibida para la GPU la existencia de una cartera llena de pruebas de espionaje, que después aparece tirada en el suelo del calabozo, y cómo a Nin no se le ocurrió destruir esas pruebas?

Si la casa-prisión de Alcalá de Henares estaba tan custodiada que Garmendia, inspector general de Prisiones en Madrid, declaraba que no rescataba a Nin de su encierro porque el Gobierno se negaba a facilitarle la fuerza necesaria, pues tendría que librar una batalla con los rusos, ¿cómo se explica que sólo ocho o diez hombres la asalten tranquilamente, sin disparar un tiro, que penetren impunemente hasta donde están los guardianes, los reduzcan y se lleven al preso?

Por la versión de quien mantenía contacto directo con Orlov pude más tarde reconstruir estos hechos. Pero del asesinato de Andrés Nin tuve la certidumbre plena al día siguiente de consumado el crimen. La compañera X me hizo saber que había transmitido un mensaje a Moscú en el cual se decía: «Asunto A. N. resuelto por procedimiento A».

Las iniciales coincidían con las de Andrés Nin. El procedimiento «A» ¿qué podría ser? La absurda versión del «rapto» por agentes de la Gestapo delataba el crimen de la GPU Luego la «A», en el código de la delegación soviética, significaba muerte. De no haber sido así, la delegación, esto es, Togliatti, Stepanov, Codovila, Gueré, etc., hubieran transmitido cualquier cosa menos la de «asunto resuelto».

El proceso que se siguió contra los demás dirigentes del POUM fue una grosera comedia montada sobre papeles falsificados y declaraciones arrancadas a miserables espías de Franco, a quienes se prometía salvar la vida (después eran fusilados) si declaraban que habían mantenido contacto con los hombres del POUM Magistrados y jueces condenaron porque tenían que condenar y porque les ordenaron que condenasen. Las «pruebas», en cuya «elaboración» documental intervino muy activamente W. Roces, resultaron tan huecas y falsas que ninguno de ellos pudo ser llevado al paredón de ejecución (a pesar de haberse editado un libro con todos los documentos del supuesto espionaje, libro prolongado por José Bergamín), y unos fueron puestos en libertad y otros condenados a penas no mayores de 15 años «por la participación de los procesados en la sublevación anarco-poumista del 5 de mayo de 1937 en Barcelona», movimiento en el que el POUM nunca había negado su participación activa.

El derrumbe de Cataluña facilitó la liberación de todos los condenados.

Todavía vibraba de indignación la España republicana por la comedia de la nueva «desaparición» de Nin, cuando la sombra siniestra de Orlov comenzó a proyectarse sobre la existencia del ministro de Defensa Nacional, Indalecio Prieto.

Las pistolas comunistas habían acechado más de una vez la silueta de Indalecio Prieto. Siendo yo muy joven también participé en los grupos de insensatos que nos habíamos propuesto arrancar a balazos la vida del batallador líder socialista. La rivalidad de nuestro jefe en Vizcaya, Oscar Pérez Solís con Indalecio Prieto venía de largo, de cuando ambos militaban en el mismo Partido. Al producirse la escisión entre comunistas y socialistas el odio de Solís degeneró hasta la criminalidad. Y no le resultó difícil empujarnos a los «grupos de acción» a la caza de su adversario.

Como si los hados protegieran la vida de Prieto, siempre logró burlar el asedio criminal. La vez que consideré más próxima su muerte fue en el verano de 1923. Tenía yo exactamente 16 años. Una huelga general de mineros dirigida por el incipiente Partido Comunista, huelga a la que se oponían los socialistas (socialfascistas, como los llamábamos) y que dio origen a toda una serie de sangrientas escaramuzas con la policía y la Guardia Civil, culminó en una gran concentración de huelguistas en Bilbao. La capital de Vizcaya fue durante todo el día pasto de los más alocados desmanes y actos de violencia, motivando la salida de las tropas del Regimiento de Garellano para efectuar el asalto a la Casa del Pueblo donde los comunistas, en insensato alarde de «morir con honra» —así concebíamos las luchas económicas—, se habían atrincherado haciendo fuego contra las nutridas fuerzas de Orden Público que pretendían desalojarles del local. Horas antes había sido yo detenido en condiciones casi hollywoodescas, lo que me valió el primer proceso y un largo encarcelamiento por «atentado contra la seguridad del Estado». Las cosas fueron así:

Azuzados por Oscar Pérez Solís, salimos un grupo de seis individuos portando una descomunal bomba que, dentro de un cesto, cargaba a hombros uno de la expedición. Nuestra misión era asaltar la redacción de «El Liberal» de Bilbao, periódico de Prieto, colocar el artefacto infernal en la rotativa y hacerla volar, y con ella, todo el pequeño edificio en que estaba enclavada la imprenta. Suponíamos a Prieto en alguna de las dependencias. Si pretendía escapar a la explosión se encontraría con el fuego de nuestras pistolas.

En despliegue guerrillero cruzamos las alarmadas y desiertas calles de Bilbao en huelga general. Al filo de las tres de la tarde llegábamos con nuestra carga de trilita y con la de nuestras tenebrosas intenciones a las proximidades de «El Liberal». En nuestros preparativos no tuvimos en cuenta que frente a la imprenta de Prieto se hallaba la terminal de tranvías que desde Bilbao conducen a Algorta. La terminal estaba protegida por un piquete de Guardia Civil, que de inmediato notó algo sospechoso en la presencia de seis individuos, que cruzábamos la Plaza del Ensanche a distancia prudencial unos de otros. En medio del esparcido grupo caminaba el portador de la bomba. Yo iba en vanguardia seguido inmediatamente de Hontoria, jefe del grupo. Cruzamos ante los Civiles sin dificultad, dejando atrás la imprenta de Prieto. Era la indicación a los restantes de que nos imitaran. El intento estaba frustrado.

Curiosa la Guardia Civil quiso averiguar lo que aquel ciudadano portaba en el cesto. Se destacó una pareja para cerrarle el paso. En ese instante nuestras pistolas entraron en acción. Parapetados en las esquinas de las calles obligarnos a refugiarse al piquete de Guardias, que se veía acosado en descubierto desde cuatro costados. El portador del canasto cruzó como una centella por delante de nosotros sin abandonar su carga. Era Mena, el jefe de mi escolta a lo largo de toda la guerra. Con su carga infernal regresó hasta la Casa del Pueblo para caer herido después por el fuego de los asaltantes.

Próximo a este lugar se encontraba el Gobierno Civil, de donde salieron fuerzas hacia el lugar de la refriega. Nos sentimos acorralados. Buscamos la huida dirigiéndonos hacia los muelles del puerto. Unos cayeron heridos antes de llegar a los muros protectores del puerto, otros fueron aprisionados por los Carabineros que vigilaban los stocks de mercancías depositadas en los muelles. El jefe del grupo y yo nos lanzamos desde el alto pretil a las aguas de la ría de Bilbao. Nadábamos ocultos por debajo de los salientes de los muelles. Tras una pintoresca caza éramos detenidos dos horas después cuando, muy alejados del lugar de los hechos, intentábamos cruzar a la orilla opuesta en una barca robada. En uno de mis bolsillos la policía halló el plano de una rotativa. Correspondía a la de Prieto. No pudieron hacerme confesar la verdad. «El Liberal» supuso con buen tino, lo que proyectábamos, pero nada pudo probar, pues el cesto con la bomba fue encontrado en los sótanos de la Casa del Pueblo.

Tiene, pues, Prieto, pocos motivos para guardarme consideraciones ni en lo personal ni en lo político, aspecto este último al que me referiré en el próximo capítulo; pero lo que Prieto ignora es que yo mismo, el terrorista que en otros tiempos empuñaba impaciente la culata de la pistola para arrancarle la existencia, cosa que hubiera ejecutado sin pestañear considerando que hacía un bien a la revolución, puedo hoy congratularme de haber sido en el verano de 1937 el factor interpuesto para la detención del brazo que iba a asesinarlo.

Un día, hacia media mañana, entró Mena en el despacho del Ministerio de la calle de la Paz en Valencia. Venía excitadísimo.

—¿Qué sucede? —pregunté extrañado de verle tan sofocado.

—Algo muy grave.

—Te escucho.

—Se trata de Prieto. Lo quieren matar —explicó atropelladamente.

—¡A Prieto! ¿Quién? —pregunté brincando en la silla.

—La GPU

—¡No es posible! ¿Quién ha dicho semejante majadería?

—Zubiaurren.

Antonio Zubiaurren era un joven que, enviado a Moscú para estudiar en la Escuela Leninista durante los años del bienio negro en España, fue destinado por la Comisión de Cuadros de la I. C. a la Escuela Especial de la GPU Era natural de Bilbao y, en lo personal, me distinguía con una adhesión entrañable, pues sabía que su candidatura para la Escuela Leninista había sido cosa mía. Tenía también gran afecto a Mena, por razón de paisanaje. Informados por Moscú de su nuevo destino lo consideramos baja en la organización, pues era esa la norma para todos cuantos ingresaban en «servicios especiales». En lo sucesivo dependería exclusivamente de sus jefes y no debería mezclarse para nada en los trabajos políticos de nuestro Partido y, bajo ningún concepto, mantener relación o amistad con ningún comunista. Al comienzo de la guerra Zubiaurren regresó a España. Cuando nos entrábamos por las calles, sólo un levísimo arqueamiento de cejas revelaba la vieja y muda amistad.

Aquella mañana una llamada al teléfono de la secretaría de mi Ministerio había solicitado a Mena. Al tomar éste el aparato tuvo la sorpresa de saber que le saludaba Zubiaurren. Le indicó que necesitaba verle en el acto y le citó en una taberna de la calle del Mar. Mientras tomaban unos aperitivos en el más discreto rincón del establecimiento Zubiaurren le contó que actuaba de «hombre de confianza» de Orlov y que se le conocía por el nombre de «Miguel»; que sabía muchas cosas respecto a la «desaparición» de Nin, que se las explicaría en otra ocasión, pues lo que le había inducido a romper la «conspiración» era asunto de tremenda importancia. «Orlov ha resuelto liquidar a Prieto —le dijo—. Está en relación con alguien de la escolta personal del ministro; se pretende simular un «accidente» desgraciado; alguno de sus acompañantes deja por «descuido» en el maletero del automóvil unas bombas de mano que, por la trepidación del coche, hacen explosión. Se proyecta el atentado para el primer viaje que haga por carretera».

Zubiaurren —según dijo a Mena— no había perdido su sensibilidad de español a pesar de estar al servicio de Moscú, y al enterarse del proyecto que sólo daño podía ocasionar a España y a nuestra causa, por el crimen en sí y por las repercusiones desdichadas que acarrearía el atentado, había sentido la necesidad de hacerme llegar la información, ya que por referencias de Orlov a propósito del «caso Nin», sabía que encontraría en mí el hombre dispuesto a impedir el nuevo crimen.

No dudé un momento de la veracidad del relato. Como una exhalación salí para la Embajada soviética. Encontré a Gaikins, que ya fungía como verdadero jefe de la misma.

—Oiga usted —dije sin preámbulos—, si Orlov, tras del tremendo escándalo del secuestro y «desaparición» de Nin, consuma el crimen que proyecta contra Prieto, seré yo mismo quien denuncie al criminal.

—¿Quién le ha informado de tal disparate? —preguntó alarmado Gaikins.

—La fuente no le importa ni a usted ni a mí. Lo único que quiero es que se lo comunique a Orlov.

Sin darle tiempo a replicar tomé la puerta y salí en dirección a la Plaza de la Congregación, sede del C. C. Allí encontré a Codovila.

—¿Sabes algo del proyecto de Orlov para asesinar a Prieto? —le espeté a bocajarro.

Toda la pesada humanidad de Codovila rebrincó como movida por un resorte.

—¿Qué dices?… ¿A Prieto?… ¡Qué barbaridad! ¡Imposible! ¿Está loco? ¿En qué cabeza cabe? —decía presa de gran agitación.

La sorpresa y la reacción de Codovila me indicaron que la delegación política todavía no estaba enterada del proyecto de Orlov.

Le referí con todo detalle lo que sabía y lo que había dicho a Gaikins.

—¿Estás seguro de la seriedad del informante?

—Segurísimo —contesté sin querer descubrir al confidente.

Codovila se paseaba nervioso por la estancia. De pronto, parándose frente a mí, me dijo:

—¿Sabe alguien más algo de esto?

—Hasta ahora tú, Gaikins, Mena y yo. No he tenido tiempo de hablar con ningún otro miembro de la dirección del Partido.

—Pues no digas ni una palabra más hasta que haga una gestión para cerciorarme de lo que haya de cierto. No es conveniente hablar más.

—¿Cuándo sabré el resultado?

—Esta misma tarde. Yo te lo diré.

Con quién habló Codovila aún no lo sé. Lo único cierto es que unas horas más tarde me telefoneaba a mi domicilio particular diciéndome que nada temiera, que todo era una absurda patraña de la que deberíamos exigir inmediata responsabilidad al confidente.

Le prometí encargarme yo mismo de «castigar» al charlatán y embustero. Era la mejor manera de eludir el descubrimiento de Zubiaurren, de cuya honradez no dudaba, como tampoco de la verdad de su información.

Consideré que mi promesa de guardar absoluto silencio no me obligaba a tanto como para que no lo supiera José Díaz. Vivamente impresionado resolvió escribir un informe personal a Stalin de carácter privado, encomendando la remisión al embajador soviético en Francia, por no fiarse de ninguno de los representantes de la URSS en España. El informe, cuajado de hechos concretos de los mil atropellos que la GPU venía realizando en España y del menosprecio con que trataban a la propia dirección del Partido, fue confiado a Barneto, miembro del Comité Central y amigo personal de Díaz, quien en viaje ex profeso salió de España para Francia.

No puedo asegurar que ello motivó un gran cambio en la conducta de la GPU, pero no cabe duda que influyó en la «suavización» de los desmanes de aquellas bandas de criminales dirigidas por Orlov. Poco después, Moscú renovaba el personal policiaco en España[15].

En el invierno de 1942, en una expedición de guerrilleros españoles, que mandados por el comandante Guyon y divididos en dos grupos de 25 hombres el mando soviético envió a la zona de Leningrado, lugar densamente poblado de enemigos, el grupo que marchaba bajo la dirección del capitán Alcalde, al descender en paracaídas, fue cazado a tiros por los alemanes. Perecieron todos. Entre ellos iba Zubiaurren, agregado al grupo por la NKVD en calidad de instructor.