Stalin, contra Largo Caballero. Consumatum est. Las razones políticas del odio de Moscú. Sabotaje militar de los «tovarich». Negrín, candidato del Kremlin. El «Gobierno de la Victoria». Guerra al POUM La GPU secuestra a Nin
EL Cinema Tirys, de Valencia, estallaba de gente. El escandaloso anuncio del mitin había despertado extraordinaria curiosidad. Mi nombre iba asociado a cierta fama de oratoria agresiva, y los espectadores presumían que «pegaría duro». El agit-prop del Partido se había movilizado bien, y ya había trascendido que iba a «meterme» con Caballero. La expectación, pues, estaba justificada.
Entre el cordelaje y telones del escenario, José Díaz me decía:
—Hay que hacer de tripas corazón. La decisión es la de acabar con Largo Caballero. No hacerlo es tu «caída» política. Y eso no debe ocurrir de ninguna manera.
—Del coraje que tengo siento ganas de gritar, de insultar, de pelearme con alguien. ¡Esto es una insensatez!
—Si pierdes la serenidad, lo echamos todo a rodar.
—¿Pero es que nos hemos de pasar la vida obedeciendo órdenes que contraríen nuestro modo de pensar, aunque tengamos la convicción de que son opuestas a nuestros intereses?
—¡Quién sabe lo que piensan en Moscú! Estoy seriamente preocupado. Creo que todo esto son cosas de nuestros «consejeros»; me resisto a creer que sea obra de Stalin. De todas maneras, cualquiera que sea nuestra opinión, ahora no hay otra que la del Buró Político. Resistirte sería un harakiri sin provecho alguno.
—¡Pero si para atacar a ese hombre tengo que mentirme a mí mismo!
—Pues miente. Esa es la decisión del Partido. Y aunque nos duela ya sabes el principio: es preferible equivocarse con el Partido a tener razón contra él.
—¡Es formidable! —exclamé—. Nos encadenan nuestros propios principios. Somos prisioneros de nosotros mismos.
En el amplio salón resonaban las voces del coro en masa de la multitud:
«… Ni en dioses, reyes ni tribunos.
Está el Supremo Salvador…»
Todos ellos tenían un Dios: Stalin.
Todos ellos tenían un reino: Moscú.
Nosotros, yo el primero, se lo habíamos esculpido en los sesos.
Y rodó la palabra acusadora. Rodó hasta provocar delirantes estallidos de entusiasmo en la masa partidaria, lealmente adicta.
«… Pedimos al Gobierno que preste más atención a los deseos del pueblo… Exigimos al Gobierno que limpie de basura la propia casa… Los mandos del Ejército deben ser depurados… la industria de guerra acelerada… Cuando el Partido Comunista señala a un hombre que el pueblo repudia (Asensio) es una necesidad para el Gobierno dar satisfacción a ese clamor de la calle… Hay que impedir que el enemigo planee sus operaciones en nuestro propio campo…»
La crisis, virtualmente, estaba planteada. El Gobierno de Largo Caballero había sido herido de muerte.
* * *
El jefe del Gobierno, tan arteramente herido, reaccionó de la única manera que podía hacerlo: dimitiéndome.
El lunes, al llegar a mi despacho del Ministerio, un sobre con membrete de la Presidencia me hizo comprender su contenido, sin necesidad de leerle. La breve misiva decía: «Después de sus manifestaciones públicas en el Cinema Tirys el día de ayer, considero inadecuada su permanencia en el Gobierno de mi presidencia».
Contesté al Presidente diciéndole que «mi colaboración no era personal, sino en representación de un Partido por mandato del cuál y reflejando la opinión del mismo había hablado en el Cinema Tirys; que inmediatamente daba cumplimiento a su decisión, pero que ello implicaba el cese de la colaboración gubernamental del Partido Comunista».
Mi argumento no tenía ninguna fuerza legal. Constitucionalmente los ministros eran designados por el Presidente del Gobierno, quien tenía plenas facultades para revocarlos. Los Partidos políticos podían proponer los candidatos pero los nombramientos eran de exclusiva decisión del Presidente.
Caballero vaciló. Era difícil en aquel momento prescindir de la colaboración gubernamental de los comunistas. Pidió al Buró Político la designación de otro ministro. El Buró Político se negó a ello. Caballero se allanó a la imposición. La enorme autoridad del líder obrero a quien se había llegado a denominar «el Lenin español», Presidente del Partido Socialista y Presidente de la Unión General de Trabajadores, las dos organizaciones proletarias numéricamente más importantes del país y de más añejo prestigio, cayó a tierra hecha añicos. Después de esta claudicación el agit-prop del Partido se puso en plena actividad. Fueron suficientes unas semanas para que aquel coloso de la autoridad política quedara convertido en un guiñapo invertebrado al que se iba a arrojar del poder como se arrumba en el desván un trasto inservible. Caballero estaba vencido.
Los «tovarich» podrían telegrafiar a Moscú: «Consumatum est».
* * *
Después de estos acontecimientos, hallándome un día en mi despacho del Comité Central, pedí a mi secretario, Cimorra, que me trajera el archivo de las noticias internacionales. Repasando infinidad de comentarios sobre la situación española e internacional, fijé la atención en una pequeña noticia que decía:
«A. P. 20 de diciembre de 1936. Las gestiones anglo-francesas para una mediación que ponga fin a la guerra española no han dado resultado alguno. Consultadas las potencias interesadas, Alemania, Italia, Portugal, de un lado, y la URSS, de otro, sólo la Unión Soviética se ha declarado dispuesta a cooperar en el proyecto franco-inglés».
En diciembre de 1936, la Unión Soviética era partidaria de una mediación de las potencias «interesadas» para poner fin a la guerra en España.
Recordaba unas manifestaciones de Largo Caballero a Rosemberg, con motivo de algunas «exploraciones» del embajador soviético cerca del prestigioso líder proletario y jefe del Gobierno: «Señor Rosemberg, le agradezco a su Gobierno los buenos propósitos de mediar en busca de una solución que ponga fin a la guerra, pero debo hacerle saber que cualquier solución deberá fundarse en la plena soberanía de la República».
El plan franco-inglés, aceptado por los rusos, fue desechado por las potencias fascistas, pero se hubiera estrellado contra la recia firmeza del veterano líder español, que públicamente había de hacer saber que él no aceptaba ninguna clase de abrazos de Vergara. Esto lo transmitiría Rosemberg al Kremlin.
Después de este fracaso, los rusos intentaron una jugada de altos vuelos y de tenebrosos tahúres. Litvinov en Ginebra y Rosemberg en España, persuadieron a Álvarez del Vayo, ministro de Negocios Extranjeros de la República, de la conveniencia de hacer «ciertas ofertas» favorables a Gran Bretaña y a Francia en el Marruecos español en trueque al apoyo de ambas potencias a la República.
El propósito soviético se denunciaba por sí solo. La carta que trataba Moscú de jugar era tan tramposa como ambiciosa. Si Francia e Inglaterra, que tenían sobrados motivos de inquietud ante la perspectiva de una modificación violenta del statu quo marroquí, se dejaban atraer por el cebo de la sugestiva oferta, la tirantez entre las potencias democráticas y Alemania e Italia hubiera aumentado hasta el rojo vivo, creando condiciones favorables a los planes soviéticos de empujar a ambos bloques a la guerra, lejos de sus fronteras. Pero contrariamente a como habían calculado los «estrategas» del Kremlin, ni Francia ni Inglaterra picaron el anzuelo. La cosa era previsible. De haber querido Francia afrontar los riesgos de una guerra con Alemania ya en 1936, al surgir la contienda española pudo haber invocado las cláusulas del tratado franco-español de 1925, como lo invocara en 1926, durante la revuelta de Abd El Krim contra el protectorado francés, al reclamar la ayuda de España, que inmediatamente le prestó el dictador Primo de Rivera, desembarcando tropas españolas en Alhucemas. Las mismas o parecidas razones y en nombre de su propia seguridad, pudo alegar entonces Francia para haber ocupado todo el Marruecos español. Pero eso la llevaba a afrontar la guerra con las potencias fascistas y ni siquiera lo intentó.
Fracasada esta maniobra, Rusia tuvo que encararse a la delicada situación creada en Francia por la gran burguesía que tendía a la liquidación de las formas democráticas de gobierno, y cuyo temor a la revolución era superior al miedo que le inspiraba el III Reich, razones éstas que empujaban a la diplomacia francesa a tratar de torpedear el pacto franco-soviético de 1935 y a buscar un acercamiento mayor con Alemania.
En tales condiciones a la URSS no le interesaba la existencia del «caso español»; era preferible un arreglo a costa de lo que fuere. El único arreglo viable en la situación dada podía solamente lograrse sobre la base de dar satisfacción, si no a todas, por lo menos de algunas de las grandes y fundamentales aspiraciones de los rebeldes, a costa de la República. Sólo cargando contra la República sería viable el llevar alguna tranquilidad a los asustados burgueses franceses y contener su aproximación a Hitler; sólo cargando contra la República podría Stalin demostrar al «führer» que la URSS era «comprensiva» con «ciertas seguridades» que pretendía Alemania en el extremo occidental de Europa. ¡Era ya el doble juego que habría de hacer saltar la banca en 1939, con la baza del pacto germano-soviético!
Pero con ser un contratiempo para Stalin la posición de Largo Caballero, no hubiera sido motivo suficiente para romper con él y volcar toda su fuerza e influencia para acabar con el Gobierno que presidía. La causa fundamental fue otra, quizá la menos conocida.
Franceses e ingleses se dieron maña para volver la oferta del Kremlin contra el Kremlin. Preocupado el Foreign Office por dos hechos que quería evitar: la guerra con Alemania y la ocupación unilateral de las potencias del Eje de bases en el Mediterráneo que forzarían a Inglaterra y a Francia a aceptar la temida guerra si querían impedir la gravísima amenaza que para sus comunicaciones entrañaba el dominio de tan vitales posiciones por las potencias fascistas, idearon proponer al «führer» y al «duce» una solución que, en términos generales, consistía en lo siguiente:
Alemania e Italia retirarían inmediatamente su apoyo a Franco y le «aconsejarían» llegar a un acuerdo con la República, poniendo fin a la guerra. En compensación, una vez establecida la paz en España, el Gobierno de la República, de acuerdo con Inglaterra y Francia, reconsideraría todo el problema del protectorado de Marruecos, dando ingreso a Italia en el nuevo tratado en condiciones aceptables y de seguridad. Alemania sería compensada con la devolución del Camerón.
El gobierno inglés puso en antecedentes a nuestro embajador en Francia, señor Luis Araquistáin, socialista, amigo íntimo de Largo Caballero. El jefe del Gobierno facultó a Araquistáin para aceptar la sugerencia, que mantuvo rigurosamente en secreto hasta para sus ministros. Las negociaciones se entablaron con buen éxito. Alemania e Italia estaban dispuestas a aceptar tal solución.
Tan adelantadas estaban las cosas que el Jefe del Estado, don Manuel Azaña, en el discurso pronunciado por aquellos días en la Universidad de Valencia, hizo referencia, si bien muy discreta, comprensible para quienes estaban al tanto de lo que se pretendía, a «la posibilidad de introducir serias modificaciones en el problema marroquí».
El secreto no lo fue tanto que impidiera que los oídos del Kremlin se enteraran de lo que se tramaba. Y reaccionaron coléricos contra el jefe del Gobierno de la República. Y nos transmitieron la consigna de «fuera Largo Caballero del Gobierno».
Ignorantes nosotros en aquellos momentos de la razón que movía la cólera de Stalin, mal podíamos comprender la hostilidad de Moscú hacia Largo Caballero.
Para la URSS la situación se presentaba así: La República española se salva, el pueblo español se verá libre de la dictadura fascista de Franco, pero al llegarse a un entendimiento que resuelva las diferencias actuales en el Mediterráneo entre Inglaterra, Francia, España, Alemania e Italia, lógicamente las nubes bélicas se concentraran más fácilmente sobre el Este de Europa. ¿Quién ha dado el consentimiento a ese arreglo? ¿Largo Caballero? Pues Largo Caballero debe ser decapitado políticamente. Tal fue la conclusión de Stalin.
Para comprender la fuerza de persuasión que para Hitler y Mussolini tenía la propuesta inglesa, se hace necesario decir que el problema del dominio del Mediterráneo venía estando desde hacía muchos años en el centro de todas las diferencias, rivalidades y ambiciones de Alemania e Italia y, por razones de seguridad y predominio, en el de Inglaterra y Francia. El 18 de agosto de 1936, Sir Abe Bailey, en el «Daily Telegraph» de Londres, escribía: «El éxito del general Franco puede hacer más próximo el sueño de Mussolini de transformar el Mediterráneo en un lago italiano y dar al mismo tiempo a Alemania ese punto de apoyó en Marruecos por la obtención del cual casi lanzó al mundo a la guerra en 1911».
Y el 1.°.de noviembre de 1936 afirmaba Mussolini en un discurso pronunciado en Milán: «Para la Gran Bretaña el Mediterráneo no es más que una ruta entre muchas; para nosotros es nuestra propia vida».
El publicista francés Vladimir d’Ormèsson, decía a este respecto: «Es muy probable que Alemania esté asegurándose en la Península bases, diferentes de las puramente comerciales. Es posible que en este sentido esté intentando la reapertura de la cuestión marroquí. En todo caso, es seguro que ve en todo esto —la guerra española— un medio, para intervenir en nuestras comunicaciones del Mediterráneo».
El profesor nazi, Marx Gruen, declaraba en Constanza el 6; de febrero de 1938 que la guerra española era «una guerra europea por la supremacía del Mediterráneo».
El doctor Hermann Gackenholz, en la revista nazi «Wissen und Wehr», de octubre de 1938, declaraba: «Con motivo de la guerra civil, España ha venido a ser el punto central de la tensión existente entre las Grandes Potencias. Conforme esta tensión se desplaza hacia el Mediterráneo occidental, se hace más grande que nunca la importancia de España como aliado poderoso. A esta razón, más que a ninguna otra, debe atribuirse la intervención de ciertas potencias extranjeras».
Mil y una opiniones podríamos ir registrando en torno a la importancia de la vieja pugna por el Mediterráneo, pugna en la que España, quiera o no, juega siempre un papel de primer orden tanto por su propia posición geográfica como por su presencia en África. España, además, es llave de paso a dos, mares fundamentales: Atlántico y Mediterráneo. Así pues, para los, estrategas militares tenía y tiene un enorme interés la amistad, la conquista o la neutralidad de España.
En 1936-1937, Hitler y Mussolini vieron a través de la proposición inglesa, la posibilidad de un entendimiento con España y con él la adquisición de ventajosas posiciones que, alterando el statu quo mediterráneo y marroquí, haría del «Mare Nostrum» un mar de todos. La liquidación de este foco de sus diferencias con Francia e Inglaterra, podría proporcionar la neutralidad de ambos países en caso de guerra con el Este y evitaría a Alemania el riesgo mortal de la lucha en dos frentes.
Stalin, calculando las consecuencias, prefirió el hundimiento de España a la aceptación de un posible riesgo para su patria.
No era para nosotros posible calar en la médula de estas sucias conveniencias chauvinistas del Kremlin. Y los comunistas españoles, al derribar a Largo Caballero, procedíamos ajenos por completo al daño que inferíamos a nuestro pueblo.
Sobre mi mesa de trabajo meditaba yo un artículo a medio terminar, que comenzaba con la máxima de Epicteto:
«La verdad triunfa por sí misma; la mentira necesita siempre complicidad».
* * *
Después de la epopeya de Madrid, las armas republicanas lograron resonantes victorias: una, la defensiva de el Jarama, en la que se estrella todo el poderío alemán sin poder completar el cerco a Madrid; otra, la contraofensiva triunfal de Guadalajara, en la que son aplastadas las pretenciosas legiones italianas.
Con la derrota de los italianos en Guadalajara se estableció en todo el país una especie de tregua, que era preciso romper. Todos los retrasos favorecían al enemigo. Para la República era decisivo tomar en sus manos la iniciativa que había perdido el adversario. Largo Caballero proyectó una gran operación ofensiva en el frente extremeño con estos objetivos: ocupar Mérida y Badajoz, cortar los ejércitos rebeldes del norte y del sur, aislar la frontera portuguesa, base principal de la llegada de suministros extranjeros al enemigo, ocupar Sevilla, cerrar la vía naval del Mediterráneo a los facciosos y, como finalidad máxima, infligir una derrota aniquiladora al adversario. El plan, sin duda, tenía un carácter ofensivo de altos vuelos que buscaba la solución a la guerra por medio de operaciones de tipo decisivo.
El jefe de los «tovarich» Mariscal Kulik, se opuso terminantemente a la realización de este plan del Estado Mayor republicano. En su lugar propuso un ataque contra Brunete insistentemente rechazado por nuestros militares, entre otras varias, por razones técnicas de mucho peso.
La disputa entre ambos Estados Mayores adquirió en algunos momentos tensión de ruptura.
Por aquellos días fui requerido para que juntamente con el otro ministro del Partido me trasladara a Alcalá de Henares, lugar en que se hallaba emplazado el puesto de mando del general Kulik.
Una mesa bien surtida de kaviar y de vodka, de queso y de jamón, de aceitunas y de cigarrillos rusos de larga boquilla de cartón, amenizaron nuestra charla.
Kulik era un tipo rudo, pero simpático. Imponentemente fuerte y alto, daba la sensación de un oso polar. No era torpe. Conocía bien su oficio militar. Junto a él toda una serie de ayudantes rusos, comunes y corrientes. A los pocos minutos de haber llegado nosotros dos se presentaron Togliatti y Codovila. Frente a mí, sobre la pared, una enorme carta militar, con una serie de banderitas rojas y azules, señalaban la demarcación de las dos Españas y la situación de los distintos frentes. Entraban y salían ayudantes que pasaban a Kulik pequeños papeles escritos. Gruñía el oso, se daba por enterado o bien trazaba rápidas notas sobre los mismos partes y los devolvía en silencio.
Era casi medio día; había transcurrido más de una hora desde nuestra llegada y la conversación discurría intrascendente. Se comía y se bebía, pero no se abordaba el tema preciso que debía haber motivado nuestra llamada.
—Bueno —dije—, supongo que nuestra invitación la habrá motivado algo más que el pasar un rato agradable con ustedes.
—Sí —contestó Kulik—. Pero es que todavía no ha llegado el correo que debe traerme de la Embajada de Valencia cierta información que estoy esperando. Debería estar aquí hace más de una hora.
—De todas formas —dijo Togliatti— podemos informar a los camaradas ministros de lo que se trata.
—Sin recibir esa información nada adelantaremos. Nuestros planes pueden cambiar completamente —aclaró Kulik.
«¿Qué diablos se traerán entre manos —pensé— cuando tan pendientes están de la información de Moscú?».
—¡Llamen a Valencia! —ordenó Kulik—. Pregunten a qué hora ha salido el correo.
Momentos después entraba un motorista. Golpeó sus tacones en rígido saludo militar. Abrió una enorme cartera y sacó un sobre lacrado que rápidamente rompió Kulik.
—¡Oficial de cifra! —ordenó.
Volviéndose hacia nosotros, indicó:
—Un momento… Un momento nada más.
Seguimos bebiendo, fumando y esperando.
Minutos después regresaba el oficial de cifra y entregaba el parte descifrado al oso polar, que arqueando sus pobladas cejas, leyó atentamente.
—Asunto resuelto —dijo, pasando el pliego a Togliatti.
Enigmático, Alfredo (así se llamaba a Togliatti en España), se informó del contenido.
Los ministros del Partido seguíamos sin saber de qué se trataba. «Al fin —me dije— es igual. Se trata de recibir órdenes».
Kulik tosió y anunció:
—Moscú nos notifica que la operación de Extremadura es improcedente.
Silencio expectante.
—… El plan de Asensio —prosiguió Kulik— es un plan que no tiene en cuenta que en el frente Norte existen casi tantas posibilidades de ofensiva como en la zona central… El plan de Asensio-Caballero desdeña la coordinación necesaria con el frente Norte, prescinde de ella menospreciando la ventaja estratégica que la situación nos ofrece… Olvida que el centro de gravedad del enemigo no está muy alejado de Andalucía y Extremadura; que tiene en proporción mayores efectivos que los nuestros y que por tanto, la proyección de nuestra ofensiva en tal dirección es poco favorable…
El oso hizo una pausa y paseó su mirada sobre cada uno de los que le escuchábamos.
Togliatti nos advirtió entonces:
—El objeto de haber requerido la presencia de ustedes es para que lleven esta opinión al seno del Gobierno obligando a Largo Caballero a desistir de su proyecto extremeño. ¿Qué opinan?
—Uribe es miembro del Consejo Superior de Guerra y él deberá saber cómo están las cosas —eludí por mi parte.
Uribe me miró y miró a todos con aire dubitativo. Comprendí que sabía tanto de guerra como de oficiar misa.
—A mí —dijo— me pareció bien en principio el plan de Asensio, pero si ustedes creen que debe modificarse o desecharse…
—En absoluto —declaró terminante Togliatti.
—… me dan las razones y las traslado al seno del Consejo —concluyó Uribe.
—Donde hay que desechar ese plan es en el Consejo de Ministros —corrigió Togliatti.
—Caballero no es muy partidario de discutir sobre planes concretos de guerra en el seno del Gobierno —observé.
—Pueden hacerle una visita particular —insinuó Codovila.
—Eso es más fácil, pero dudo que lleguemos a un acuerdo —declaré.
—La operación no debe llevarse a cabo en modo alguno —gruñó el oso polar—. Ustedes verán cómo se las apañan.
—Soy —aclaré— de la opinión de Uribe. La operación de Caballero no me parece mala en principio. Pero quizás existan razones técnicas que no se me alcanzan, y agradecería se me explicasen para poder razonar nuestra posición.
Kulik sirvió vodka a todos y nos dio esta explicación:
—Las razones están basadas en defectos y debilidades militares, que nada tienen que ver con el entusiasmo combativo de nuestras unidades. Por ejemplo: la lentitud en la organización del Ejército Regular. Después de varios meses de haber sido promulgado el decreto de creación del Ejército Regular aún subsisten en Andalucía, Extremadura, Levante y en algunas provincias del Norte y de Cataluña, las formas de la primitiva organización militar: las milicias, más obedientes a los partidos y organizaciones sindicales que al mando militar… Viene luego la carencia de reservas entrenadas, deficiencia ésta que obliga a reducir la actividad operativa, haciendo siempre recaer el peso de todos los combates sobre las mismas fuerzas…
Observa el aplomo con que Kulik hablaba y no podía substraerme a la idea de que si el comunicado de Moscú tuviera un contenido contrario, hubiera expuesto con el mismo énfasis razones distintas para argumentar a favor de la operación. «Es tonto todo esto —me decía—. Kulik hace ahora lo que nosotros haremos después: obedecer. Podría ahorrarse la explicación diciéndonos: «lo ordena Moscú». Sería suficiente.
—… Por eso —proseguía el militar ruso— es aventurado emprender una operación de tal envergadura… Proponemos a cambio la de Brúñete, en la cual todas las probabilidades nos favorecen. Se trata de atacar…
El oso polar se levantó y sobre la gigantesca carta militar movió sus dedos en la línea Navalcarnero-Getafe, Las Rozas y Entrevias, Quijorna y Villanueva de la Cañada, mientras nos explicaba sus planes.
—… para resolver el problema táctico de alejar el frente adversario de la Capital… atacaremos de frente y de revés a fin de sorprender y desquiciar al enemigo… Con la ruptura de sus líneas y el envolvimiento de sus fuerzas obligaremos a los facciosos a constituir un nuevo frente desde el Cerro de los Ángeles hasta Brúñete, que les impedirá el desplazamiento de nuevas reservas hacia Madrid… Y estaremos en condiciones de pasar a la ofensiva en otros frentes, porque nuestras reservas quedarán intactas… El auxilio al Norte será efectivo…
Repasé mis notas y en tono mesurado, convencido de la nulidad de argumentar, expuse:
—Es indudable que el enemigo ha obtenido victorias positivas. Ha enlazado sus núcleos de Sevilla, Córdoba y Granada; ha conquistado Guipúzcoa, aislando así de Francia nuestro territorio del Norte; ha ocupado Málaga y la zona de Motril, con lo cual ha mejorado extraordinariamente la seguridad de sus líneas de comunicaciones marítimas con Italia; ha unido su Ejército del Norte y del Sur con la conquista de la Sierra de Gredos. Pero nosotros también hemos obtenido señaladas victorias. De los choques de pequeñas unidades y columnas ligeras hemos pasado a emprender importantes batallas (Madrid, Jarama, Guadalajara) en las que hemos operado con evidente éxito… pese a la carencia de reservas y de mandos capacitados que señala el camarada Kulik —dije con propósito polémico.
—Cierto, cierto —concedió el oso polar—, pero eso no modifica el panorama general.
—Lo modifique o no, lo cierto es que podemos sacar algunas conclusiones.
—¿Cuáles? —preguntó entre zumbón y agresivo Togliatti.
—Para mí —dije— se ha establecido un equilibrio de fuerzas que a los unos y a los otros nos ata para lanzarnos a la conquista del objetivo decisivo de toda guerra, que es el del aniquilamiento total de la fuerza contraria. Pero en nosotros la posibilidad potencial de romper este equilibrio es superior a la de Franco, por la existencia en nuestro territorio de bases industriales, recursos humanos, ventajas estratégicas, y porque tenemos el respaldo de un pueblo unido en torno a una causa común, factor que le es adverso a nuestros enemigos. Para Franco, a mi modo de ver, la tarea actual es la de acumular elementos para obtener superioridad en las direcciones principales de sus probables ataques. ¿Cuáles pueden ser estas direcciones? Una, Madrid que sigue siendo su ambición y su obsesión; otra, Cataluña, que por su frontera con Francia es la única comunicación que tenemos con el exterior y porque es una base industrial de primer orden; otra, la conquista del Maestrazgo, con la consiguiente segregación del territorio republicano en dos porciones; y, naturalmente, el Norte, base importantísima, tanto en el orden industrial, como en el militar y en el político. Estos pueden ser, por tanto, sus principales objetivos tácticos y estratégicos.
—El mérito del plan de Caballero y Asensio —proseguí— tiene la enorme ventaja de que se proyecta sobre la zona territorial enemiga orgánica, política y militarmente más vulnerable. Ninguno de nosotros ignoramos que, tanto en Extremadura como en Andalucía, las defensas del adversario son escasas y débiles y sus tropas las menos aguerridas. La irrupción de nuestras fuerzas en esa zona acarrearía de inmediato la segregación de los ejércitos franquistas del Norte y del Sur que quedarían incomunicados por tierra y el corte de las comunicaciones vitales del enemigo con Marruecos y con Italia, sus principales bases de abastecimientos. Por otra parte, la operación se realizaría sobre regiones cuya población, francamente favorable a nuestra causa, crearía con su actividad un verdadero problema en la retaguardia franquista; una población en la que la represión fascista se ha ensañado hasta la ferocidad, como en el caso de Extremadura; ciudades como Sevilla, con fuerte base proletaria y revolucionaria; provincias como la de Huelva, donde operan numerosas partidas de guerrilleros. Creo que estos objetivos son de mayor entidad que los limitadísimos que podríamos alcanzar en la operación sobre Brúñete, operación frontal, de trincheras, sobre el fuertemente organizado sistema militar enemigo del cerco a Madrid, frente a sus mejores tropas. Admito —hay que admitirlo lógicamente— que no se alcanzarán los objetivos máximos del plan Caballero, pero bastaría el peligroso amago para obligar al enemigo a desmontar su dispositivo militar en el Norte y embeber todas sus fuerzas en esta operación. Se dice que se trata de ayudar a nuestras comprometidas fuerzas del Norte. Pues bien, yo me pregunto si no es esta fórmula de Caballero la única eficaz para conseguirlo.
—En tu opinión debemos apoyar a Caballero ¿no es así? —preguntó Togliatti saliéndose por la tangente.
—No se trata de apoyar o dejar de apoyar a Caballero, sino de escoger entre uno u otro plan —precisé.
—Pero defiendes el de Caballero —insistió.
—Defiendo el que creo más conveniente para nuestra causa, prescindiendo de quien lo haya concebido.
—Proporcionalmente el enemigo puede acumular más fuerzas que nosotros en ese teatro de operaciones. Sería peligroso… Sería peligroso —rezongó Kulik.
—Con mucha más facilidad y rapidez puede acumularlas en el frente del Centro. Justamente es en los aledaños de Madrid, teatro de la operación que ustedes proyectan, donde el enemigo tiene sus mayores y más aguerridas concentraciones. Creo que en la lucha de posiciones que lleva implícita ese proyecto, pocas fuerzas tendría el enemigo que retirar del Norte para contener y repeler nuestra ofensiva. Insisto en que la operación de Extremadura-Andalucía es la mejor para salvar al Norte. Y un riesgo por otro, es preferible éste a aquél.
—Si fuera eso sólo, ni quien lo dude —aclaró Kulik—. Pero desconfío más de nuestra eficiencia que de toda otra consideración.
—Si eso es cierto, lo es tanto para Extremadura como para Brúñete —contesté con desabrimiento.
—¿Y si a pesar de todo Caballero insiste? —preguntó de sopetón Uribe.
—Si insiste siempre habrá modo de hacerle desistir —arguyó Togliatti.
La muerte del «plan Caballero» estaba decretada.
No han faltado plumas que han atribuido la enemiga de Moscú a la proyectada operación de Caballero, esto es, al propósito de impedir que una nueva y resonante victoria consolidara el prestigio del llamado «Lenin español». Creo que esa es sólo una verdad parcial. La verdad completa hay que buscarla en las razones de la política internacional ya examinadas y que habían llevado a Hitler y a Mussolini a dar toda clase de seguridades a Francia e Inglaterra de que no se proponían ocupar bases militares en el Marruecos español. Naturalmente que en aquellos momentos una gran victoria republicana fortalecería ante el país el prestigio del gobernante que, con su consentimiento, estaba haciendo posible una solución «pacífica» del enrevesado problema mediterráneo.
Los maquiavelos del Kremlin sudaban sus propias fiebres.
* * *
Caballero hubo de plegarse a las exigencias de los rusos. Su empeño en llevar a cabo la operación extremeña se malogró definitivamente cuando los «tovarich» le hicieron saber —agotados ya todos nuestros razonamientos para disuadirle— que no prestarían «su» aviación para la realización del plan sobre Extremadura.
Pocos días después, la sublevación anarco-poumista del 5 de mayo en Barcelona nos daba el pretexto a los ministros comunistas para provocar la crisis del Gobierno de Largo Caballero.
Dentro y fuera del Gobierno actué como fuerza de choque contra Largo Caballero y contra el subsecretario de Defensa, general Asensio, hombre de confianza de aquél en cuestiones militares. Mi nombre se aureoló de odios. Nadie podía percibir mi drama personal, silencioso y disimulado. Y naturalmente, me juzgaron en función de mi conducta. No era la primera vez ni sería la última que me vería obligado a retorcer mis propios sentimientos para obedecer a Moscú.
Las razones que ante mí mismo podían tener un valor justificativo eran completamente ajenas a los hombres, partidos y organizaciones a quienes lesionaba. El forcejeo entre mi manera de pensar y mi actuación pública era un duelo sordo, penoso, clandestino. El Partido me inciensaba y nuestros partidarios me aclamaban como el tribuno implacable, como el «hombre fuerte» de la dirección. Y cuanto más crecía mi popularidad, más y más me veía a mí mismo hundirme irremisiblemente en el pantano de la política que nos mandaban hacer… y que hacíamos.
La plena conciencia de mis actos convertía en tortura moral mis fingimientos. «Es posible —me decía— que esto contribuya a fortalecer nuestras posiciones partidistas y que ayude a la URSS en sus combinaciones internacionales, pero ¿qué quedará de nosotros? ¿en qué nos convertiremos? ¿acaso no estamos haciéndonos merecedores del desprecio popular? Ser comunista a la hechura y medida de Moscú conduce a la larga a convertir al individuo en enemigo de los intereses nacionales que le son propios».
«Nuestra trayectoria en la guerra ¿no justifica la ola de odio que nos envuelve desde el campo socialista al anarquista, desde el POUM hasta el republicanismo de todos los matices? Sin duda hay pasión, pero también razón. ¿Es mejor Negrín que Largo Caballero? ¿En qué? Si la guerra va a continuar siendo dirigida por los rusos, nada habremos ganado en el cambio… como españoles.
Y el prestigio de los comunistas y del comunismo como idea habrán sufrido un golpe de imprevisibles consecuencias en nuestro país. ¿Vale la pena seguir esta farsa trágica?»
Las más negras dudas mordían mi alma.
* * *
Supongo que por pura fórmula (la elección ya estaba hecha sin pedírsenos opinión alguna) me fue encomendado hablar con don Juan Negrín para ofrecerle nuestro apoyo si aceptaba ocupar la presidencia del nuevo Gobierno.
Corrían los días del mes de mayo de 1937.
Propuse al doctor Negrín una entrevista en mi despacho del Ministerio de Instrucción Pública.
—Encantado de verle, doctor —dije en afable saludo.
—Gracias Hernández. ¿Cómo está usted?
—Bien, siempre bien, doctor. —Y añadí tras una breve pausa:
—¿Un whisky, Negrín?
—¿Etiqueta negra?
—Exactamente, del que a usted le gusta —dije.
Negrín era un hombre de complexión robusta, de aspecto sano. Fácil y ameno conversador, se conquistaba pronto la amistad. Sentados siempre uno al lado del otro en la mesa de los Consejos de Ministros, habíamos mantenido en el curso de ellos conversaciones epistolares, pasándonos notas escritas en las que mutuamente emitíamos juicios sobre los debates que se suscitaban por los ministros. La coincidencia de pareceres entre ambos habíase mantenido constante. Negrín era hombre de extracción burguesa y de elevada cultura universitaria; un valor unánimemente reconocido en el campo de la ciencia. Socialista intelectual y sentimental, era poco conocido en los medios proletarios. Algunas de sus medidas financieras en el Gobierno de Largo Caballero le habían acreditado como hábil hacendista, aunque a él se debe el tremendo disparate de haber depositado en los bancos soviéticos la mitad del tesoro español.
—¿Cómo ve usted la solución de la crisis, doctor?
—Azaña está vacilando ante el empeño de Caballero de gobernar sin comunistas.
—Usted sabe bien que eso es descabellado en la situación actual. Y para convencer a Azaña en estos precisos momentos está desfilando una manifestación de comunistas bajo los balcones de la Presidencia —dije.
—Sí… Así lo hemos apreciado en la reunión de la minoría parlamentaria socialista.
—Doctor —dije entrando de lleno en el objeto de la entrevista—. El Buró Político de mi Partido quiere aconsejar al Presidente de la República la candidatura de usted para primer ministro.
Observé a Negrín y no vi que hiciera ni el más ligero gesto de sorpresa o de emoción ante el brusco anuncio de nuestro propósito. Sin duda sabía más que yo de lo que le estaba hablando. Así lo imaginé.
—Si lo acepta mi Partido… Usted sabe que soy un hombre poco conocido y, menos aún, popular.
—Por eso no tiene usted que preocuparse. Cuenta, que yo sepa, con la venia de Prieto y con el apoyo de la mayoría de la Ejecutiva del Partido Socialista. La popularidad… ¡se fabrica! Si alguna cosa tenemos los comunistas bien organizada es la sección de agip-prop —dije riendo.
—Pero yo no soy comunista.
—Es mejor así. De ser usted comunista no podríamos proponerle para el cargo de Presidente del Consejo. Queremos un presidente amigo de los comunistas… nada más, pero tampoco nada menos —dije insinuoso.
—En cuanto a eso…
—No lo dudamos, doctor —atajé rápido.
—Muchos aspectos de la política del Partido Comunista me parecen justos y acertados —indicó Negrín.
—En su Partido no encontrará usted muchos apoyos, teniendo que sustituir a Caballero.
—Pocos… muy pocos.
—Pero contará usted con lodo el poderío de los comunistas —afirmé.
—Solamente así podré gobernar —aclaró Negrín.
—Pues gobernará.
—No quisiera que mi aceptación la interpretasen como el consentimiento a convertirme en el «hombre de paja» de ustedes. Eso no lo esperen de mí. Además no sería útil ni a su partido, ni a mí, ni a nadie —observó con cierta preocupación Negrín.
—Comprendo y comparto sus escrúpulos; pero puedo asegurarle que nuestro apoyo será tan discreto como decidido y respetuoso. Una cosa no se podrá evitar: que le tilden a usted de «comunistoide» —aclaré.
—Será inevitable…
—Más inevitable aún si como esperamos usted aplica una política militar coincidente con la del programa de nuestro Partido —exploré.
—En general estoy identificado con ella —declaró Negrín.
—Mejor que mejor —dije.
—¿A quién piensan ustedes apoyar como ministro de Defensa? —preguntó.
—No tendremos ningún inconveniente en que lo sea el señor Prieto.
—Prieto es poco amigo de ustedes —observó Negrín.
—Cierto. Pero su prestigio personal nos es más útil que todo lo dañoso de su anticomunismo.
Al hacer esa afirmación sobre Prieto tenía presente la táctica que habíamos decidido seguir con el futuro ministro de Defensa. Al discutir en el Buró Político el pro y el contra de la aceptación de Prieto como titular del Ministerio de Defensa, tuvimos en cuenta su gran prestigio en los medios moderados de la política nacional, y también en el orden internacional. Prieto nos era útil en ese aspecto. Calculamos igualmente su lado negativo: era un pesimista, no tenía fe en la victoria. Confiarle la responsabilidad máxima de la dirección de la guerra era un contrasentido. Deberíamos sumar a ello su poco o ningún afecto a los comunistas, más bien su anticomunismo.
Los miembros del Buró Político vacilábamos en la elección. Togliatti nos dio el consejo siguiente:
«Apoyar la candidatura de Prieto es apoderarnos de él. Si no se aviene a servirnos utilizaremos su notorio y proclamado pesimismo para motivar su destitución cuando ello nos convenga, y al provocar su salida del Ministerio de Defensa procuraremos envolverle en un pesado manto de desprestigio político que lo inutilice como figura señera del socialismo. Un adversario menos».
—Me parece muy bien. Personalmente le tengo gran estimación; pero ustedes tendrán dificultades con él —insistió Negrín.
—Procuraremos «neutralizarle» —repliqué sonriendo.
—¿Cómo?
—La subsecretaría suele ser tan importante como el Ministerio… y a veces más, por su aspecto técnico. Con Prieto de ministro pediremos para el Partido la subsecretaría de Guerra y la de Aviación. Procuraremos ocupar algunas Direcciones Generales… El Comisariado de Guerra está prácticamente en nuestras manos. Y contando con la amistad de usted…
—Y con los rusos —aclaró riendo Negrín.
—¿De acuerdo, doctor?
—De acuerdo.
—Hasta la vista «Presidente» —dije amistosamente.
—¿Y usted qué puesto ocupará? —preguntó Negrín.
—Nada seguro todavía, Negrín. Parece ser que la dirección del Partido pretende el Ministerio de Gobernación. Pero eso dependerá del resultado de conjunto.
—Adiós, Hernández.
—Salud, Negrín.
Dos días después el doctor Negrín formaba su Gobierno. Caballeristas, anarquistas, poumistas, se pronunciaron contra el gobierno «hechura de los comunistas». La unidad política y la colaboración en el seno del Frente Popular se habían desgarrado. El Partido Comunista se encontraba peligrosamente aislado de los núcleos principales del proletariado organizado.
El titular de «Mundo Obrero», órgano central del Partido Comunista declaraba:
«Se ha constituido el Gobierno de la victoria».
¿Gobierno de la victoria…?
La segunda guerra civil había comenzado en nuestro frente interior.
* * *
La operación de Brúñete se desarrolló bajo el Gobierno del doctor Negrín. «Brúñete —escribiría después el general Rojo— había sido un éxito táctico de resultados muy limitados y un éxito estratégico también de carácter restringido»… «Habríamos de pensar en una nueva maniobra para ayudar al Norte; y para poderlo hacer más eficazmente se aumentaron las reservas numéricas, aunque no pudieran ser dotadas de material, ya que no lográbamos ver llegar todo el que se precisaba, ni siquiera una mínima parte del indispensable para tener derecho a considerar al ejército en condiciones de combatir. (El subrayado es nuestro. J. H.) Pero la guerra seguía, y era preciso pelear con lo que se tuviera y del modo que mejor provecho pudiera sacarse de nuestros pobres recursos[10].
* * *
En el Gobierno del doctor Negrín me fueron asignadas dos carteras: la de Instrucción Pública y la de Sanidad. Prieto desempeñaba la de Defensa Nacional. Zugazagoitia, socialista, la de Gobernación. La Dirección General de Seguridad el coronel Ortega, comunista.
Dos o tres días después de formado el nuevo Gobierno fui despertado de madrugada por una insistente llamada telefónica.
—¿Quién habla?
—¡Hola, Ortega!
—No des ninguna orden. Que vengan a verme al Ministerio.
—A las 10 les espero.
—Salud.
La NKVD estaba en funciones. La figura simiesca de «Marcos» acudió a mi memoria. Recordé que me había dicho «… Orlov y Vielayev le tendrán a usted al tanto»…
Ortega acababa de decirme que se había presentado Orlov en la Dirección General de Seguridad, pidiéndole ciertas órdenes de arresto contra varios dirigentes del POUM, sin que diera de ello conocimiento al ministro.
Puntual, exacto, como un cronómetro, a las 10 de la mañana se presentaba Orlov en mi despacho.
Era un hombre de casi dos metros de estatura, elegante y fino en sus maneras. Hablaba el español con cierta soltura. No tendría más de cuarenta y cinco años. A primera vista nadie hubiera sospechado que tras de aquella aparente distinción se ocultaba uno de los más intransigentes y sectarios inkavedistas. Tenía el grado de comandante y fungía como ayudante inmediato de «Marcos», al cual no había yo vuelto a ver después de nuestra entrevista con Rosemberg en la Embajada soviética en Valencia.
Con la desenvoltura de los hombres que están habituados a que se les tema o respete, me alargó la mano a modo de saludo y tomó asiento con familiar naturalidad.
—Camarada Hernández, usted ha entorpecido esta madrugada nuestro trabajo —comenzó a decir con tono de admonición.
—Perdóneme, amigo Orlov, pero no sabía de qué se trataba… y aún no lo sé.
—Pero usted sí sabía que era nuestro servicio el que pedía las órdenes de detención —dijo en tono inquisitivo.
—Sabía que era usted uno de los que lo pedían, pero lo que no sabía era por qué y contra quien se pedían esas órdenes, que además debería ignorar el ministro.
—Hace tiempo que «Marcos» (Slutsky) me informó que usted se hallaba al corriente de nuestro trabajo y que estaba dispuesto a obviarnos dificultades oficiales.
—«Marcos» me habló de una trama de espionaje y le ofrecí, si era necesario, llevar el caso al seno del Consejo de Ministros. Eso fue todo.
Orlov me miró con cierto aire de ironía y mientras encendía y apagaba un bonito encendedor, me espetó:
—¿Cómo dice?… ¿El Gobierno?… Precisamente se trata de lo contrario. El Gobierno no debe saber ni una palabra hasta que todo esté consumado.
—¿Pero de qué se trata? —pregunté.
Orlov calló un momento. Encendí un cigarrillo y me dispuse a escuchar.
—¿Forma usted parte de nuestro servicio? —me preguntó.
—No.
Orlov hizo un gesto de extrañeza.
Insistí:
—Ni ahora ni nunca.
Orlov encendía y apagaba su encendedor.
—Creí que era uno de los nuestros… Pero es igual —dijo entre dientes.
Y comenzó a narrar:
—«… Desde hacía tiempo venían siguiendo la pista a una red de espionaje falangista… Los elementos del POUM estaban mezclados en ella. Se habían practicado centenares de detenciones… El más importante de los detenidos, un ingeniero llamado Golfín… había confesado todo… Nin estaba seriamente comprometido… Gorkín… Andrade… Gironella, Arquer… Toda la banda trotskista… Un tal Roca actuaba de enlace entre el POUM y los falangistas en Perpignan… Una maleta llena de documentos había sido capturada en Gerona a un tal Riera… También el dueño de un hotel apellidado Dalmáu estaba convicto y confeso… Todo estaba preparado para dar el golpe… Yo lo había dificultado… El Gobierno no debería saber nada… Tampoco el ministro»…
—Dígame Orlov, ¿de qué proviene el temor a que intervenga el Gobierno?
—El enemigo está en todas partes —respondió secamente.
Y con propósito de aclarar:
—Desde el principio nos hemos negado a que intervenga la policía oficial.
—Pero el Gobierno no puede ser ajeno a un asunto de esa envergadura —dije.
—Zugazagoitia es amigo personal de algunos de los que hay que detener —replicó.
—Presentándole todas esas pruebas…
—No haría nada —atajó Orlov—. Es bastante anticomunista.
—En este caso, se trata de luchar contra el enemigo y no de complacer a los comunistas.
—Correríamos el riesgo de echarlo todo a rodar —insistió Orlov.
—De cualquier forma él tendrá que intervenir, y siempre será mejor prevenirle que sorprenderle.
—Yo sé lo que digo Hernández.
—Y yo lo que me hago —contesté.
—Ahora es el momento ideal para descargar un golpe aniquilador sobre esa banda de contrarrevolucionarios. Les tenemos agarrados por el cuello —dijo con suficiencia.
—No dudo de que los tendrán agarrados por el cuello, pero creo que toda esta historia terminará en un formidable escándalo político.
Orlov me miró con aire de no poca sorpresa. Su encendedor chispeaba pero ya no encendía.
—¿Cómo dice?… ¿qué no cree en historias?
—No es eso exactamente, pero casi es lo que estoy pensando —afirmé.
—Tenemos una montaña de pruebas, de pruebas aplastantes.
—¿Me permite ser sincero Orlov?
El gesto de Orlov se había endurecido. Mirándole fijamente a los ojos arriesgué la idea que me estaba bullendo en la cabeza.
—Tengo la impresión de que todas esas pruebas son un fotomontaje hábilmente preparado, pero dudo que resistan la prueba de un tribunal legal.
—Tenemos el plano milimetrado que señala los emplazamientos militares de Madrid, reconocido por su autor, Golfín. En ese plano hay un mensaje escrito con tinta simpática y dirigido a Franco. ¿Sabe usted por quién está firmado ese mensaje? —me preguntó en tono de triunfo—. ¡Por Andrés Nin! —exclamó.
Solté una carcajada espontánea, natural.
—¿De qué se ríe? —preguntó amoscado.
—¡Calle usted, hombre! Por favor no cuenten por ahí ese disparate, pues la gente se va a reír de buena gana. En todo el país no encontrarán un solo ciudadano capaz de creer a Nin tan idiota como para escribir mensajes a Franco en tinta simpática… en la era de la radio.
—¿No lo cree? —preguntó iracundo.
—No.
—¿Entonces supone que es todo mentira?
—Todo no —contesté fríamente—. Creo que existe el plano, que existe Golfín, que tienen declaraciones, creo todo lo divino y lo humano. Lo que no puedo creer es esa simpleza del mensaje.
—¡Es de Nin! —rugió enojado Orlov.
—No lo creo —insistí serenamente.
—¿No cree que Nin es un trotskista contrarrevolucionario, espía, agente de Franco?
—Sea lo que fuere, lo único que no es, porque lo conozco, ningún idiota. A todos ellos, a Nin, Andrade, Gorkín, Maurin y a los demás les he tratado más o menos, y no les creo capaces de tal estupidez.
—¡Pero si tenemos montañas de papeles y documentos firmados y sellados por el POUM! —gritó colérico.
—Así lo creo menos.
Orlov hizo un gesto de impaciencia.
—Amigo Orlov —dije— hablemos seriamente. Ustedes quieren hacer un gran proceso con los trotskistas en España, como una demostración de la razón que han tenido para fusilar a la oposición en la URSS Conozco el artículo de «Pravda» de hace ya casi dos meses en el que anunciaba que la «purga» iniciada en España sería desarrollada con la misma energía con que se ha ejecutado en la Unión Soviética. Comprendo, pues, perfectamente, su interés. Pero no nos compliquen la vida, que bastante complicada la tenemos. Si quieren podremos dedicar una página especial todos los días en nuestros periódicos denunciándoles como a una banda de enemigos del pueblo, pero no monten espectáculos truculentos, porque no se los va a creer ni Dios.
—¡Pero si tenemos las pruebas! —clamaba Orlov.
—Por lo que conozco del «aparato» de ustedes los sé capaces de fabricar dólares con papel de estraza[11].
—Eso es una majadería… y una opinión inadmisible —barbotó Orlov, notoriamente enojado y molesto.
—Si le molesta… no he dicho nada —aclaré irónico.
—Usted ha dicho y está diciendo cosas muy graves —amenazó.
—Usted es un especialista en cuestiones de espionaje y contraespionaje. ¿Qué haría con un agente que le trasmitiera partes de máxima gravedad escritos en papel de oficio, firmados con su nombre y, por si fuera poco, avalados con un cuño que dijera GPU?
Me miró un tanto perplejo. Reaccionando contestó:
—Ellos no tienen nuestra técnica, ni nuestra experiencia.
—Casi todos ellos conocen el trabajo ilegal y han vivido la época clandestina del Partido Comunista. Si hubieran cometido una indiscreción tan simple como la de firmar con su nombre un comunicado intrascendente, los hubiéramos expulsado por provocadores, o por imbéciles. ¿Cómo quiere que me crea que en plena guerra van a firmar documentos de espionaje dirigidos a Franco?
—Tenemos los testimonios y las declaraciones de los mismos detenidos —replicó.
—Si han logrado esas confesiones, para mí tendrán más valor «legal», cualquiera que haya sido el modo de obtenerlas, que los documentos escritos, firmados y sellados.
—Todos esos documentos y todas las declaraciones irán al proceso y serán motivos y pruebas para ahorcarles a todos.
—De cualquier manera, insisto en que el procedimiento está en recabar del ministro las órdenes para terminar ese trabajo. Si para eso me necesitan estoy a su disposición.
—Por ese camino lo echaremos todo a perder —gruñó malhumorado.
—Por el que ustedes quieren sólo se logrará el escándalo que dañará a nuestro Partido… que bastante maltratado está ya.
—Usted se comprometió a ayudarnos —dijo despechado.
—Dispuesto estoy —declaré.
—No hay necesidad de continuar —declaró Orlov—. Hablaré con José Díaz.
—Me parece correcto —dije con ánimo de irritarle— que el secretario de nuestro Partido sepa lo que se hace en España.
Orlov se levantó y guardándose el encendedor no vio o fingió no ver que le tendía la mano en señal de despedida.
Una inclinación de cabeza por todo saludo y salió con el rostro ensombrecido.
«Todos son iguales» —me dije viéndole salir estirado y elegante—. «En el fondo y en la superficie nos desprecian y tratan de humillarnos. Actúan como en país conquistado y se conducen como señores ante sus criados».
Años después, en la URSS, había de conocer y tratar de cerca a no pocos de estos tipos. Son funcionarios de una mentalidad y formación especial. Fríos, crueles, sin alma. Su espíritu de Cuerpo les lleva a sospechar, a sospechar de todo y de todos, hasta de su padre y de su madre a los que pegarían un tiro en la nuca con la mayor naturalidad, en cumplimiento de su misión. Viven constantemente alerta y recelando de cuantos les rodean. El jefe no sabe si el subalterno es el confidente de confianza del escalón superior. Puede darse el caso de que el portero o el ordenanza que abre la puerta resulte ser una jerarquía más alta que la del jefe en funciones. Su deber es no creer en la sinceridad ni en la honradez de nadie. Un «inkavedista» debe ser un hombre sin entrañas, un ser deshumanizado que tenga por lema el de «es preferible condenar a cien inocentes que absolver a un culpable». Fanáticos en principio, degeneran hasta la animalidad. Primero matan y torturan porque así se lo ordenan o porque lo dispone el reglamento. Después van sintiendo la necesidad de oír los gritos de dolor y los estertores de sus víctimas. Les resulta armonioso el estampido del pistoletazo. Como el morfinómano busca el placer en la droga, el «inkavedista» lo busca en la sangre y en el sufrimiento de los demás. La vida del hombre nada significa si no se la pueden arrancar a pedazos o a balazos.
* * *
Inmediatamente me trasladé al domicilio particular del secretario general de nuestro Partido. Lo encontré encamado y rodeado de multitud de medicamentos. La úlcera duodenal le tenía abatido.
En breves palabras le informé de mi entrevista con Orlov.
Con su fuerte acento andaluz, Díaz me confió su pensamiento con más precisión que nunca.
—Siento asco… asco de mí y de todo. Mi fe está cediendo…
Contemplaba su rostro demacrado, enjuto, en el que el dolor moral y el sufrimiento físico había clavado su garra. Sentí lástima por aquel hombre destrozado. Era el reflejo de mi propia lástima.
—Hubiera preferido morirme a tener que sobrevivir a esta muerte espiritual… He sido un hombre que me he entregado con fanático entusiasmo a la URSS Tú lo sabes… Era un obrero panadero. Mis inquietudes revolucionarias me empujaron hacia el anarcosindicalismo. Ingresé en los grupos de acción porque me parecía que de esa manera daba más y sacrificaba más a mis ideales. Por lo que se cree, por lo que se tiene fe hay que estar siempre dispuesto a morir. Después, la Unión Soviética, Stalin, el socialismo triunfante me atrajeron hacia el comunismo. Me entregué con pasión, sin reservas, convencido de que la URSS era nuestra meta ideal. Hubiera sacrificado a mi mujer, a mi hija, a mis padres… hubiera matado, asesinado, por defender a Rusia, a Stalin… Y hoy… ¿qué?… Todo se hunde, todo se derrumba a mis pies… ¿Qué objeto tiene nuestra vida?… Hago esfuerzos por convencerme de que el equivocado soy yo ¿entiendes?… Porque quiero creer, porque no puedo admitir que todo sea mentira. Llegar a esa conclusión es el fin… la nada…
De uno de los frasquitos sacó dos tabletas y las tomó con un sorbo de agua.
—Cuando pienso en todo esto —dijo— me siento peor.
—El pesimismo y la desesperación no nos salvan, Pepe —dije para animarle.
—Ya lo sé. Pero la realidad me aniquila el ánimo. No lo puedo remediar. Estos días que llevo en la cama —continuó Díaz— me han permitido reflexionar detenidamente sobre nuestra situación. La conclusión a que he llegado es desoladora. El Buró Político lo mangonean a su antojo los «tovarich». Presiento que tratarán de eliminarnos a ti y a mí valiéndose de los mil medios de que disponen. No será inmediatamente porque a nadie, y a ellos en primer lugar, interesa provocar una crisis de dirección por diferencias con los métodos y la política de la URSS Pero acabarán con nosotros. Cuestión de tiempo y de táctica. A mí, amparándose en mi enfermedad, ya no se toman la molestia ni de informarme de lo que se hace en la dirección. Para saber qué pasa tengo que llamar a uno u otro camarada, y siempre es lo mismo: «Hicimos esto porque lo dispuso Codovila… porque lo ordenó Stepanov… porque lo aconsejó Togliatti».
—Más que una invasión es una colonización —dije un poco festivamente.
—Los cipayos del Kremlin, eso somos ¡cipayos! —replicó colérico.
—¡Que nos perdonen los cipayos! —dije en el mismo tono.
—He pasado revista a todo el Comité Central y no encuentro más de media docena de hombres capaces de tomar una posición firme a nuestro lado.
—Muy pocos —observé.
—¡Media docena contra trescientos mil afiliados! Y contra la tradición. Y contra el prestigio de la Unión Soviética —dijo desalentado.
Quedamos silenciosos. Aquellas cifras pesaban en nuestro ánimo como losas de plomo. Nos aplastaban.
Por la ventana de la habitación entraba a borbotones toda la alegría mañanera del Levante español, clara de luz y dorada de sol, que avivaba increíblemente el colorido de una estampa litográfica del torero Belmonte en un monumental pase de pecho, y que servía de adorno y de calendario en el humilde dormitorio del secretario general del Partido Comunista. De otro de los encalados muros colgaba una fotografía de la pequeña hija de Díaz. Completaba el ajuar una despeluchada butaca, una librería completa de obras de los maestros del socialismo, una mesita de noche y un escritorio, pleno de revueltos papeles.
Me arrancó a la contemplación de aquella estampa viva de modestia la entrada de la esposa de Díaz que, silenciosa, depositó un vaso de leche en la mesita de noche, al alcance de la mano del enfermo.
—Una empresa de titanes —dije pesimista, reanudando la conversación.
—Deberemos comenzar poco a poco… pero comenzar por algo. Un viraje de 180 grados en el Partido no lo lograremos ni en unos días, ni en unos meses, ni quizás en unos años —expuso Díaz.
—Eso es lo que me desmoraliza —indiqué.
—¿Qué te parece si comenzamos a desplegar una campaña, hábilmente desarrollada, tendiente a despertar en nuestro Partido un sentimiento de orgullo por todo lo español? —me preguntó Díaz.
La mirada de Díaz se había animado. De sus ojos negros se desprendía ahora un reflejo de malicia y de contento. Su ocurrencia le animaba. Prosiguió:
—… Si logramos encender la llama del entusiasmo por lo español, por nuestras costumbres, nuestras glorias, nuestros guerreros, por nuestras tradiciones, será más fácil llevar al Partido hacia una política auténticamente nacional, que en caso necesario, comprenda nuestra posición.
—Me parece excelente la idea.
—Tú debes abrir el fuego —dijo.
—¿Cómo?
—Preparando una serie de artículos en los que exaltes desde el Cid a los Reyes Católicos, desde Numancia a las Germanías, desde los Comuneros al Alcalde de Móstoles. Habla de nuestras glorias y grandezas, de España madre de pueblos, de conquistadores y misioneros, de genios de las letras, de la pintura, de la ciencia. Habla de todo y de todos, desde Viriato a los heroicos milicianos del Cuartel de la Montaña… De todo lo que se te ocurra, pero exalta lo español, despierta entre los comunistas el orgullo de ser español.
El entusiasmo de Díaz crecía con sus propias ideas.
—… Habla con Mije. Dile que el Comisariado de Guerra transmita instrucciones a todas las unidades para que los periódicos y alocuciones de los comisarios sigan esta línea. Nuestras Divisiones —agregó— cantan canciones con música de himnos soviéticos. Que acaben con eso. Que canten con música española, aunque sea de zarzuela. Desde el agit-prop del Partido debes tomar inmediatamente medidas para que nuestros camaradas desplieguen una intensa campaña en todas las fábricas de producción de guerra, dando a entender que agradecemos los auxilios de los demás, pero que, en definitiva, todo dependerá de nuestro esfuerzo.
Observaba un poco admirado a Díaz. Debió de comprenderlo, pues me dijo:
—Te asombra oírme hablar así ¿no?
—Me asombra y me entusiasma. ¡Ojalá podamos hacer vibrar a nuestra gente en esta misma pasión!
—De ti va a depender mucho —indicó.
—Por mí no ha de quedar —declaré.
—¡Es increíble! Tener que comenzar a conspirar en nuestro propio Partido y en nuestro propio país para poder hacer una política nacional —comentó Díaz[12].
—Lo importante es comenzar —dije.
—Hablemos ahora de la trama de Orlov y compañía —dijo con gesto agrio—: ¿Qué podremos hacer?
—Poco o nada. Supongo que vendrán a verte. Ya es raro que no estén por aquí. Lo que me intriga es por qué requieren ahora nuestro concurso cuando han hecho y deshecho sin tenernos en cuenta para nada —indiqué.
—Porque presienten el escándalo, no por otra cosa. Telefonea a Ortega y dile que me opongo terminantemente a que intervenga en este asunto sin previo conocimiento del ministro.
Me dirigí al teléfono. Ortega no estaba. El secretario me informó que se hallaba despachando con el ministro. Tras de indicarle que se comunicara Ortega con el domicilio particular de Díaz, pregunté al secretario si habían estado por allí los «amigos». —Hace como una hora Ortega fue llamado urgentemente por ellos al Comité Central— me contestó. Colgué el aparato con un vago presentimiento de que estábamos ante el hecho consumado. Orlov debió encontrar más fácil apoyarse en la delegación política y en cualquier otro miembro del Buró Político, que en José Díaz. Comuniqué a éste mis temores. Los compartía.
Momentos después sonaba el teléfono. Era Ortega. Le comuniqué la orden de Díaz. Balbuciente, confuso, me dijo que venía inmediatamente a vernos.
—¿Qué pasa? —interrogó Díaz.
—Creo que lo que nos temíamos. Ahora viene Ortega.
Cinco minutos después se personaba el coronel Ortega, hombre honesto al que habíamos arrancado del frente para que ocupase la Dirección General de Seguridad, función de extremada importancia y responsabilidad en las condiciones de la guerra. Flaco, de cara angulosa, tenía un reflejo de bondad y franqueza en su rostro enjuto. Aquel hombre que no temblaba ante la muerte cuando se batía en las trincheras de nuestro combate, entró cohibido y pálido a la habitación de José Díaz. Para cuantos no sabían que éramos muñecos de guiñol, la autoridad del Buró Político era temible. Y quien ahora le interrogaba echando lumbre por los ojos era el jefe del Partido. Y Ortega se sentía anonadado.
—Me llamaron hace un rato al Comité Central —explicaba—. Togliatti y Codovila, Pasionaria y Checa se encontraban con Orlov. Me ordenaron que transmitiera por teletipo al camarada Burillo (comandante de guardias de Asalto, que actuaba en Barcelona desde hacía unas semanas como delegado de Orden Público) la orden de arresto de Nin, Gorkín, Andrade, Gironella, Arquer y todos cuantos elementos del POUM fueran indicados por Antonov Ovsenko o Stajevsky (el primero operaba en Cataluña como cónsul y el segundo como encargado de negocios de la URSS). Las patrullas de policía que debían actuar ya se encontraban en Barcelona.
Estalló rotunda una blasfemia. Díaz, desencajado, saltó de la cama y comenzó a vestirse.
Se hizo un silencio pesado. Ortega nos miraba al uno y al otro sin explicarse lo que sucedía. Trataba de justificarse:
—Yo… yo no podía suponer… Como me lo ordenaron… Además, Togliatti, Pasionaria, Checa… Creí que estaríais de acuerdo…
Ni Díaz ni yo despegábamos los labios. Cualquier explicación hubiera revelado, más de lo que se adivinaba, el desacuerdo entre los propios miembros del Buró Político y el nuestro con la delegación soviética.
Minutos después estábamos en la calle. Nos despedimos de Ortega. Abordamos mi coche y nos dirigimos a la casa del Comité Central.
Un enorme caserón que encuadraba por uno de sus costados la plaza de la Congregación, era la sede del Buró Político. Una guardia con mosquetones nos saludó militarmente. Sonaron los timbres anunciando la presencia del secretario general del Partido. Subimos al primer piso. El secretario particular de Díaz nos abrió la puerta del despacho. En el interior, sentado ante una enorme jarra de agua de naranja y en mangas de camisa, Vittorio Codovila, italiano de origen y nacionalizado argentino, fumaba tranquilamente en una pequeña cachimba. Su enorme humanidad llenaba la amplia mesa de trabajo… del secretario general del Partido Comunista de España.
En la pared frontal una gran fotografía de Stalin y un bonito cartel de guerra de Renau. En la mesa muchos papeles en desorden. Codovila nos lanzó una mirada por encima de sus pequeñas gafas y, como quien se dirige a unos subalternos, nos dijo:
—Un momento camaradas, un momento nada más… ya acabo.
Ignorándole, Díaz se dirigió al teléfono y ordenó a la centralilla:
—Diga a los camaradas Pasionaria y Checa que bajen a mi despacho inmediatamente.
Codovila miró un momento a Díaz. Quizá esperaba o presentía la tormenta. Nuestras caras deberían ser caras de pocos amigos. Recogió sus papeles y sacando un enorme pañuelo, comenzó a secarse el abundante sudor que el calor del medio día hacía correr por su mastodóntico pescuezo.
—Uf… ¡Qué calor! —dijo.
Silencio.
Y dirigiéndose a Díaz con propósito de justificarse:
—Pregunté por ti hace un rato y me dijeron que seguías en cama. Como hace tanto calor en mi despacho… El tuyo es más fresco ¿verdad?
Entró Pasionaria seguida de Pedro Checa, secretario de Organización del Partido. Pasionaria, teatral, se dirigió a Díaz:
—¡Qué alegría verte por aquí! ¿Te encuentras mejor?
Yo la observaba. Su sonrisa era de circunstancias y su pregunta oficiosa. Pasionaria odiaba a Díaz. No podía olvidar que él había hecho severos comentarios sobre sus clandestinas relaciones amorosas con Francisco Antón, jovenzuelo de veinte años menos que ella y prototipo de los trepadores sin escrúpulos. Antón era entonces el Comisario del frente de Madrid, y entonces y siempre un auténtico señorito comunista que, según la mordaz caracterización de Díaz, «no se había manchado las botas en el barro de ninguna trinchera». Tipo perfecto del burócrata, dirigía la acción de los Comisarios por medio de circulares y recibía a los delegados del frente enfundado en magníficos y perfumados pijamas de seda en la confortable casa de la Ciudad Lineal de Madrid. En el momento en que el Buró Político tomaba la decisión de destituirle del puesto de comisario, se le ocurrió a Prieto lanzar una andanada contra el predominio de los comisarios comunistas. El Partido tomó la defensa en bloque de sus posiciones, viéndose obligado a incluir la de Antón, comprendido en las reformas prietistas. Y con aquella pasmosa agilidad de nuestra propaganda convertimos a Antón en la figura señera, junto con Miaja, de la defensa de Madrid.
Comprendiendo Antón lo inestable de su situación, buscó la manera de afianzarse en un puesto de dirección del Partido. Y dio en la flor de enamorar a Pasionaria. Pasionaria le defendería. Pasionaria intrigaría cerca de la delegación soviética para sostenerle a él. Y no se equivocó. Pasionaria olvidó que era la mujer de un minero; se olvidó de que tenía dos hijos con tantos años como su amante; olvidó que su esposo, Julián Ruiz, se batía en los frentes del norte; olvidó el decoro y el pudor; se olvidó de sus años y de sus canas y se amancebó con Antón sin importarle la indignación de cuantos sabían y conocían sus ilícitas relaciones. Togliatti, Codovila y Stepanov —que ya preparaban a Pasionaria para heredar en vida a Díaz— complacieron a ésta. Antón dejó de ser comisario del frente de Madrid, pero pasó a dirigir la Comisión político-militar del Partido. José Díaz había dicho a Pasionaria: —«Me tienen sin cuidado tus asuntos privados, pero ya que tengo que ser forzosamente alcahuete de tus amoríos (pues si el hecho trasciende se vendría al suelo todo tu prestigio, y tu nombre lo hemos convertido en bandera moral y de ejemplo de mujeres revolucionarias), debes saber que todo el aprecio que tengo por Julián lo siento de desprecio por Antón». Era la de Pasionaria una de esas pasiones seniles que en su desenfreno saltan sobre toda clase de obstáculos y que a ella habría de llevarla hasta el sacrificio de su propio hijo. Rubén Ruiz, capitán del Ejército Rojo, se haría matar en la URSS para huir de la vergüenza de ver a su padre comido de piojos y muerto de hambre en una fábrica de Rostov y a quien, además, no le permitieron visitar por prohibición expresa de su madre, mientras veía a Antón vivir espléndidamente y pasearse por Moscú en el automóvil de su madre. Esa pasión provecta, insana, que motivaría también la muerte de Julián en medio de la más negra desesperación y maldiciendo el nombre de Pasionaria y de Stalin, esa pasión era un odio inextinguible contra José Díaz, que le había escupido su desprecio en plena cara.
Pasionaria tragaba bilis y esperaba la llegada de su hora, una hora que ya le estaba siendo propicia, pues visiblemente la delegación soviética la exaltaba para convertirla en la primera figura del Partido. Togliatti vivía en la propia casa de Pasionaria y compartía la mesa y el techo con Antón. Ese trío habría de resultar funesto para Díaz.
Sin reparar en los aspavientos de Pasionaria, Díaz contestó secamente:
—Me encuentro perfectamente bien.
Codovila atacaba su cachimba apretando el tabaco con el índice. La situación era embarazosa, tirante. Díaz, haciendo esfuerzos por serenarse, preguntó:
—¿Quieren ustedes decirme si el hecho de encontrarme enfermo me ha inutilizado para el trabajo?
Pasionaria con gesto hipócrita:
—¿Bromeas, Pepe?
—No estoy para bromas. Pregunto y quiero una respuesta clara.
—¿Pero a qué viene esto? —volvió a preguntar con fingida ignorancia Pasionaria.
—¿Quién ha ordenado a Ortega expedir las órdenes de detención de los hombres del POUM? —inquirió Díaz, blanqueando de ira en su palidez de enfermo.
—Nosotros —dijo Pasionaria—. Como no era cuestión de molestarte por una cosa tan intrascendente… ¿Qué importancia puede tener la detención por la policía de un puñado de provocadores y espías? —preguntó con malevolencia.
—Las detenciones del POUM no son un asunto policíaco, sino político —replicó Díaz.
Codovila sonreía con una maldad casi sádica. Apretaba con las dos manos la pequeña cachimba. Y sin deponer el gesto insolente, indicó:
—Pepe deberá tomarse unas vacaciones. El exceso de trabajo y la enfermedad le tienen agotado. Esas reacciones son reflejo de un estado hiperestésico. Que los camaradas no quieran molestarte con tonterías es perfectamente comprensible, dado tu estado de salud. La interpretación exagerada que das a un hecho de tan poca monta son susceptibilidades propias del forzado alejamiento del trabajo. De todas maneras, convengo en que se hace necesario organizar el trabajo de forma que cada día recibas una síntesis de lo que se hace y de lo que se decide por los camaradas. Pero insisto: deberás tomarte unas vacaciones. El reposo te hará bien.
Mis ojos no se apartaban de las manos del cínico que apretaba entre ellas la pipa humeante. Mientras hablaba creía interpretar el verdadero sentido de sus palabras. Era una advertencia a Díaz para que se alejase durante una temporada del trabajo de dirección. La delegación soviética comenzaba a tomar medidas precautorias. «Luego me tocará a mí» —me dije mentalmente.
Como viera a Pepe temblarle la barbilla de irritación y nerviosismo, intervine para impedir que estallara en un arrebato de cólera y lo echara todo patas arriba.
—Si las detenciones de los hombres del POUM son una cosa intrascendente, deberían haberse efectuado legalmente, esto es, con autorización de quien debe ordenarlas: Gobernación. Si las pruebas de que son unos espías existen ¿por qué temer que Zugazagoitia se haga cómplice de los agentes de Franco? Es demasiado serio el asunto para que un hombre político se juegue su prestigio. Zugazagoitia no se hubiera opuesto ni negado a ordenar las detenciones si cualquiera de nosotros le hubiéramos llevado las pruebas. De la forma en que se ha procedido se armará inmediatamente el escándalo, y con razón. Esto es lo que ha enojado a Díaz.
Pasionaria, con cara de fastidiada, miraba en derredor. Checa, muy impresionado, como siempre que se ponía nervioso, se mordía las uñas.
Codovila contestó secamente:
—Las razones que hayan podido tener los camaradas del «servicio especial» para proceder como lo han hecho, no es asunto que nos incumba. Su actuación se desarrolla al margen del Partido.
—¡Muy bien! —gritó Díaz—. Que acepten ellos públicamente la responsabilidad de sus actos y entonces tendrán razón para hacer lo que les dé la gana. Pero el escándalo recaerá sobre nosotros. Su actuación complicará al Partido. Y este asunto del POUM es muy turbio.
Codovila miraba a Díaz con aire de rencor. Con voz un tanto estrangulada, dijo:
—Los camaradas del «servicio» están prestando una gran ayuda a la República y al Partido al lograr desenmascarar a esa basura contrarrevolucionaria ¿De qué os quejáis?
Díaz, desafiante y agresivo replicó:
—Más parece que se ayuden a sí mismos que a nosotros.
—Esa es la misma opinión de Hernández y revela una animosidad intolerable hacia los camaradas de la GPU —replicó hoscamente Codovila.
—No es verdad que tenga animosidad preconcebida alguna contra ningún camarada de la «Casa» —aclaré—. Ahora bien, si el opinar o disentir en éste o en cualquier otro hecho se juzga como animosidad ¿cuál es nuestra misión en el Buró Político? ¿Decir a todo que sí? ¿Callar y obedecer?
Checa, con expresión desolada, habló vacilante:
—No… no creo que la situación deba plantearse así… No, no es posible. Deberemos reunir el Buró Político, discutir serenamente, aclarar las cosas.
Codovila insiste rencoroso:
—Todos tenemos una disciplina y una obediencia. Cuando se es comunista de verdad, sin suficiencias ni vanidades pequeño-burguesas, hay cosas que ni se discuten ni se plantean. Es ofensivo el tono y el propósito de Hernández y de Díaz. Nosotros somos consejeros, consejeros y nada más que consejeros—. Y el cínico subrayaba la palabra «consejero» como abofeteándonos con ella. Y siguió—: Los dirigentes son ustedes. Nunca hemos tomado una decisión que no haya sido previamente consultada con alguno de ustedes. ¿Qué decisiones hemos tomado por nuestra cuenta? ¿Qué decisiones les hemos impuesto que no hayan sido discutidas y resueltas por la mayoría de ustedes? Díganme ¿cuáles? ¿cuándo?…
Sus ojillos relampagueaban detrás de los cristales de las gafas, mientras continuaba su perorata:
—… ¿Por qué esa insidia de que ustedes solamente obedecen? El Buró Político no puede estar en sesión permanente, y cuando surge un problema lo resolvemos tras de consultar la opinión de los camaradas que se encuentran más a mano. Y se decide de común acuerdo con ellos. El asunto del POUM se ha decidido juntamente con Pasionaria y con Checa. Otras veces resolvemos consultando con Hernández o con Díaz o con cualquiera de los otros camaradas. ¡Cuidadito, pues, con lo que se dice y con las afirmaciones temerarias! —concluyó amenazador.
—En este caso los camaradas del «servicio especial» sabían que yo no estaba de acuerdo. Prometieron ir a ver al camarada Díaz y tampoco lo han hecho. ¿Por qué no informaron a los demás de cuál era nuestra opinión?
—Sí, nos informaron —declaró cínica Pasionaria—. Pero como era urgente y no teníamos posibilidad de convocar al Buró en pleno para tratar una simpleza, nos pareció correcto resolver sin esperar a más.
Codovila sudaba y fumaba. Se había serenado y una sonrisita sardónica se dibujaba en sus labios. Pasionaria se portaba bien. Cuando hacía un momento hablaba Codovila con tanto aplomo, lo hacía seguro de que la mayoría del Buró Político apoyaría a la delegación frente a cualquier argumento que opusiéramos en contra de la conducta de los «tovarich». Nos tenían bien cogidos por el cuello.
—Creo —dijo Díaz— que deberemos plantear la cuestión en la próxima reunión del Buró. El asunto es demasiado grave para resolverlo entre nosotros.
Díaz, con lividez cadavérica, se levantó y salió precipitadamente del despacho.
Pasionaria hizo un gesto como para hablar, pero al fin no dijo nada. Checa, con la cabeza baja y el rostro encendido, pasó junto a mí mascullando algunas palabras que no entendí. Codovila invitó a Pasionaria a sentarse:
—Tengo que hablarte —dijo.
Saludé y salí, tratando de alcanzar a Díaz. Me esperaba en el coche. Su expresión era sombría. Me pidió que le condujera a su domicilio.
—Me siento muy mal —dijo con los dientes apretados como si mordiera su propio dolor.
Íbamos silenciosos. La seguridad de que se había roto el fuego y de que todas las probabilidades estaban contra nosotros, nos ponía taciturnos.
Mena que ocupaba el asiento delantero junto al chófer, se volvió hacia nosotros diciéndonos:
—¿No sabéis el último chiste de Ramper?
—¿Cuál? —dije.
—El de Hitler y el de Stalin.
—No.
—Aparece Ramper en el escenario rodeado de un montón de muebles y de trastos en desorden —explicaba Mena— y simula que está ordenándolos, mientras da instrucciones a un sirviente: —Esta butaca en aquel rincón, la mesa en aquel otro, el florero sobre la cómoda, la radio sobre aquella auxiliar… Y así con cada cachivache. De pronto, el criado le señala dos grandes cuadros, el uno de Hitler y el otro de Stalin. Y pregunta:
—¿Qué hago con estos dos, señor?
—A esos… a esos dos me los cuelgas bien colgados.
—Un poco fuertecito está —dije, por decir algo.
—Buen cabrón es ese cómico —comentó seriamente el chófer. Y agregó—: Si de mí dependiera ya le habría dado «el paseo». Que haga chistes a costa de Hitler, pase…; pero de Stalin no hay derecho a tolerárselo.
—No seas bruto —aclaró Mena— Ramper es un especialista en chistes políticos y más de una vez la reacción le ha multado y hasta metido en la cárcel. ¿Quieres que seamos nosotros igual que los cavernícolas?
—Pero ese chiste es antisoviético —replicó el chófer.
—Sería más justo decir español —insistió Mena.
—Español ¿por qué?
—Porque la moraleja es clara: quiere decir que el uno y el otro están jeringando a España.
—¡Eso es una infamia! —gruñó el chófer— Stalin es nuestro único y fiel aliado. Atacar a Stalin es atacar a la Unión Soviética y atacar a la Unión Soviética es atacar a nuestro Partido.
—No seas sectariote —replicó Mena en tono festivo—. Tú eres de los que opinan que hay que dar matarile a todos los que no piensen como nosotros ¿no?
—Sectario o no sectario, hay cosas que no se las aguanto ni a mi padre. Cuando atacan a Stalin, sea el que fuere, le vaciaría un cargador en la barriga.
Un gesto de ferocidad sustituía a la de suyo apacible y bonachona expresión de Ángel, mi chófer.
—Nuestra obra —musitó Díaz arqueando las cejas y señalándome a Ángel.
Mena, que encarnaba al tipo del comunista con discernimiento propio y de criterio salvajemente independiente, abundaba sobre el tema mortificando al chófer:
—¿De veras serías capaz de asesinar a tu padre si te dijera que Stalin, en nuestra lucha, está arrimando el ascua a su sardina nacional y que le importa un comino la suerte del pueblo español?
—A él y a ti si hablaras en serio —respondió fríamente Ángel.
El coche se detuvo. Habíamos llegado. Acompañé a Díaz hasta la puerta de su casa. Nos despedimos sin comentarios. Le prometí volver a la noche o a la mañana siguiente con lo que hubiera de nuevo.
En el coche seguía la discusión de Mena y Ángel.
—Mi admiración por la Unión Soviética no me nubla la razón —explicaba Mena—. Defiendo un sistema, un régimen, pero no idolatro a los hombres. Los hombres, unos son mejores y otros peores. ¿Por qué vincular los regímenes a los hombres? Es como en nuestra guerra —explicaba—; unos jefes son más aptos que otros, unos tienen más coraje que otros ¿deberemos juzgar la razón de nuestra causa por la idoneidad de los que la representan o defienden? Sería estúpido.
—Eso es liberalismo burgués podrido o algo peor —replicó tozudamente el chófer.
—¿Peor qué?
—Eso es trotskismo, puro veneno contrarrevolucionario.
Mena soltó a reír en tanto que su mano golpeaba suavemente el hombro de Ángel. Después, ya en serio, le dijo intencionadamente:
—Con esa mentalidad hubieras hecho un excelente inquisidor.
—Vamos a la playa por el camino de El Saler —dije cortando la charla y levantando el cristal que me aislaba de ambos. No tenía ganas de seguir oyendo la disputa. Prefería concentrarme en mí mismo.
Enfilamos una estrecha carretera festonada de flores en las cunetas y con enredaderas que trepaban por los muros de las casas vistiendo de verde fresco el blanco de cal y de sol de las viviendas campesinas. A uno y a otro lado del camino, grandes sembradíos de arroz. Con los pantalones remangados hasta las rodillas, los campesinos trajinaban hundiendo sus pies y sus manos en las aguas quietas, pantanosas, sufridos y callados, insensibles al calor sofocante, y no sé también si a los terribles aguijones de los zancudos mosquitos, que se estrellaban contra el parabrisas del coche.
En la barda de un huerto, pintada toscamente, aullaba una consigna: «Con la ayuda de Stalin, hacia la victoria». Un gigantesco emblema de la hoz y el martillo rubricaba el grito de agit-prop del Partido, del cual era yo el responsable.
Algunos campesinos saludaban al coche con el puño en alto. La bandera tricolor ondeando en el salvabarros derecho, anunciaba el paso de un ministro de la República. Otros nos veían con esa indolencia indiferente con que suelen mirar las cosas que nos son habituales o que nos tienen sin cuidado.
Por la mímica de sus gestos adivinaba que Mena seguía forzando la secreción biliar del chófer.
«El comunista —pensaba yo—, para ser grato a Moscú, tiene que aceptar como premisa básica de su fidelidad, que todo cuanto convenga a la Unión Soviética automáticamente ha de ser beneficioso para el movimiento revolucionario en general y de su país en particular. Más aún: suponiendo que lo bueno para Moscú sea malo para su propio pueblo, el comunista deberá sacrificar los intereses nacionales a las particulares conveniencias de la URSS».
Recordaba que hacía años, el mismo Codovila, contestando a una pregunta que le hiciera a propósito de lo justo o no de situar siempre en el primer plano de nuestra actividad y propaganda nacionales la preocupación por la Unión Soviética, me había dicho: «Defendiendo a la URSS, defendemos conquistas y realidades revolucionarias, en tanto que en los países burgueses luchamos solamente por la defensa o la conquista de objetivos parciales. Y no se trata —añadió— de salvar la silla y de perder la casa». Y el sofisma lo acepté como el evangelio bolchevique.
«Esta concepción —seguía diciéndome a mí mismo— pudo tener cierta justificación cuando la URSS era débil, cuando su incipiente vida como Estado proletario se veía acosada y combatida a sangre y fuego por todo el mundo capitalista, pero hoy… ¿por qué hoy también, si la Unión Soviética es ya un Estado fuerte y poderoso, económica y militarmente? ¿Por qué debemos continuar poniendo sus intereses por encima de los de nuestro pueblo? Para nosotros no es una conquista parcial el resultado de la guerra. La victoria o la derrota equivalen a la vida o a la muerte de la democracia española, ¡quién sabe por cuántos años!»
Como una película rodaban por mi mente el recuerdo de la táctica soviética en Europa, la derrota del pueblo alemán, las consignas contra la República de Weimar, las alianzas con los nazis… la revolución china, la turbia situación de Borodín y de todos los consejeros soviéticos, aconsejando el repliegue y desarme de los revolucionarios cuando la victoria estaba prácticamente lograda, facilitando así el golpe contrarrevolucionario de abril de 1927, que encabezado por Chang Kai-Chek, ahogó en sangre al proletariado y a millares de intelectuales revolucionarios en Shanghai, desplomando como castillo de naipes decenas de años de lucha y de sacrificio del pueblo chino… La consigna de soviets en oposición a la República del 14 de abril en España… La participación de la URSS en la «No intervención»… La lucha contra Largo Caballero… Las operaciones militares que Moscú ordenaba o prohibía… La escasez en los suministros soviéticos de armas… Las detenciones de los hombres del POUM La insolencia de los consejeros soviéticos…
«Nada de esto se aviene con las necesidades de defender a la URSS, a la cual, si viéramos en peligro, seríamos los primeros en auxiliar. Esto es algo mucho más grave, que tiene todo el carácter de un sacrificio frío de la vida de otros pueblos en beneficio de una política chauvinista de la Unión Soviética».
Regresábamos a la ciudad cuando oímos el ulular de las sirenas anunciando la presencia de aviones enemigos. Momentos después Valencia se estremecía bajo las bombas que nada respetaban. Por las calles humeantes vi recoger por los camilleros del ejército a los muertos y a los heridos, quienes eran prontamente trasladados en camillas a los depósitos u hospitales.
Cerca de la puerta del Ministerio de Instrucción Pública había caído una bomba de doscientos cincuenta kilos. En la calle recogimos trozos retorcidos de metal. Uno de los centinelas del Ministerio había sido alcanzado por un cascote de la bomba. Sus compañeros le habían acostado en el zaguán. Me incliné sobre él y vi que la sangre le manaba de la boca. Sus ojos, vidriosos ya, llenos de la conciencia de la muerte, miraron los míos. Tomé su mano y la apreté contra las mías. No conseguí articular ni una sola palabra. El herido levantó su otra mano y la posó sobre las mías. Era un adiós sin esperanza, sereno, sin jactancia, un adiós de soldado antifascista, del hombre que daba la suya por la vida de su pueblo.
Oímos a los aviones enemigos pasar nuevamente sobre nosotros y a la escasa artillería antiaérea disparar furiosamente. Los pilotos alemanes e italianos volaban deliberadamente bajos, como burlándose de nuestra impotencia.
El herido se incorporó lentamente y con mirada perdida en el infinito nos dijo:
—Hubiera preferido caer en el frente… como mis dos hermanos… Camarada Hernández, di al Partido que muero con la entereza de un buen discípulo de Stalin…
Sus manos aflojaron las mías. Había muerto.
Se hizo un silencio en el que se podía oír el tic tac del tiempo. La emoción nos tenía paralizados a todos.
¿Sabría Stalin con qué fe pronunciaban su nombre los comunistas españoles?