CAPITULO III

Madrid, una bandera y una bayoneta. La «no intervención» y las armas soviéticas. Una delegación española en la URSS La sombra siniestra de la GPU en España. Preparando la trampa al POUM El complot contra Largo Caballero. Escándalo en el Buró Político. Amagos de rebelión contra los «tovarich».

EL Buró Político asimilaba la lección. Y en su propaganda la aritmética no tenía principio ni fin. Seis aviones «Chatos» —así les llamábamos— podrían transformarse, en las mentes ansiosas de los milicianos, en seiscientos; una docena de tanquetas, en un ejército de tanques; cincuenta ametralladoras, en cinco mil… Los comisarios y propagandistas del Partido seguían fieles a la consigna de la «dirección». Como en el milagro del pan y los peces, así se multiplicaban las cifras de los armamentos soviéticos.

Y «Mundo Obrero» publicaba la fotografía del «gran amigo», y los rasgos del sagaz georgiano se estampaban en todas las paredes de Madrid, de Valencia, de Cataluña, de Euzkadi. En los mítines, en las asambleas, en las calles, en la roja voz de las pancartas, Stalin. En los affiches, en la lluvia de octavillas, en los manifiestos, en la mesa del Consejo de Ministros, Stalin. De día, de noche, en los cafés, en las esquinas, en los teatros, en los talleres, en las tabernas, en las trincheras y parapetos, Stalin. Los agitadores comunistas metían entre ceja y ceja de los hombres, de los combatientes, de las mujeres y de los niños, que sólo la Unión Soviética, que sólo el «gran Stalin», estaban junto al pueblo español.

Cada vez era más estrecho el cinturón de fuego en torno a la capital de la República. Caía un pueblo tras otro, y con ellos puñados de héroes populares que, en su agonía y en su engaño susurraban: «Stalin está con nosotros… ¡Venceremos!»

Caen Toledo, Maqueda, Sigüenza, Somosierra… La culpa es de los políticos de la «no intervención»…

Caen Seseña y Esquivias… La culpa es de la socialdemocracia y de Blum…

Caen Brunete, Humanes, Parla, Pinto, Valdemoro… La culpa la tienen los hombres de la «no intervención»…

Caen Móstoles y Getafe… La consigna sigue martilleando la cabeza y los sentidos de la España popular… La culpa es de la socialdemocracia…

Amanecía el 7 de noviembre.

El frente republicano eran los balcones de las casas de Carabanchel, las líneas de adoquines y de sacos. La artillería enemiga zamarreaba la ciudad. El extrarradio de Madrid era un dédalo de barricadas. Jugaban entre ellas los chiquillos cuando ya se abrían la frente los proyectiles facciosos en las esquinas. Un aire de plomo envolvía la línea de los Carabancheles. En cada hueco abierto surgía siempre un nuevo luchador. La ciudad vivía como un soldado. ¡No podían pasar! Chavales de Cuatro Caminos y de las Ventas aplastaban contra el polvo a los bizarros oficiales italianos y falangistas… Los inválidos de guerra, con sus mangas fofas de la manquedad gloriosa, con sus cicatrices abiertas, iban a jugarse el postrer jirón de vida, a derramar la última gota de su sangre.

Así era el pulso de la España leal en defensa de su independencia, de la libertad y de la vida del pueblo español.

—¿Por qué no vendrán nuestros aviones? —se preguntaban nuestros combatientes en su ingenuidad.

—¡Ya verán lo que es bueno el día que nos lleguen los armamentos rusos!…

—¡Si no fuese por esos contrarrevolucionarios socialdemócratas!…

—¡Claro, claro! Ellos son los responsables de todo.

—¿Sabes la noticia?

—¿Cuál?

—Más de una docena de barcos soviéticos habían sido apresados por los navíos de la «no intervención»…

—¡Los cabrones!…

—Naturalmente. Así no pueden llegarnos las armas… Tienen razón los comunistas.

—Tendremos que barrer a toda esa basura socialista…

—Yo, por mi parte, he pedido ya el alta en el Partido Comunista. Porque no hay más que Rusia, convéncete.

Así se escribía la historia de la gran mentira. Togliatti y Stepanov tenían razón. La ayuda soviética tenía para la propaganda comunista un valor inestimable. Y los comunistas supimos aprovecharla ayudados por una serie de circunstancias favorables.

* * *

Eran los primeros días de noviembre de 1936. Madrid era una bandera y una bayoneta. Cuando se derrumbaron las débiles defensas del cinturón de Madrid, los batallones de nuevos voluntarios fueron a taponar las brechas del frente sin armas, con la sola decisión de cerrar el paso al enemigo con el muro de sus pechos. Iban a ver si les daban un fusil en la línea de fuego. En aquellas horas angustiosas, Castro era uno de los hombres del Quinto Regimiento. Asistí a este diálogo.

Castro apremiando en el teléfono:

—Comandante Medrano: el enemigo ha roto el frente de Carabanchel. Sólo a costa de un esfuerzo supremo es posible restablecer las líneas.

—A tus órdenes, comandante.

—Toma los siete camiones blindados. Con ellos hay que taponar la brecha abierta en el frente.

—¡Pero si los blindajes son de hojalata!

—Como si son de cartón. Mándalos.

—Se trata de una ilusión psicológica —me explicaba Castro después de colgar el teléfono—. Es un simple espejismo…; pero con algo hay que enardecer la moral de nuestros combatientes.

Efectivamente, aquellos tanques no tenían más blindaje que el de los corazones de los hombres que los tripulaban, y que murieron allí, agujereados por la metralla que la chapa metálica era incapaz de detener.

Así era el pulso de España.

Así era la mentira soviética[7].

* * *

Tan grandes y esperanzadoras eran las ilusiones en la ayuda soviética que en ocasión del 7 de noviembre, fecha conmemorativa de la Gran Revolución de Octubre, fue posible por vez primera organizar en España una delegación del pueblo español para representar a la República en la Plaza Roja de Moscú. El hecho tenía una trascendencia política excepcional. Cerca de cuarenta delegados representando a las organizaciones del Frente Popular, a los campesinos y a los obreros de las fábricas de guerra, a las mujeres antifascistas, a los combatientes de los distintos frentes de batalla: Asturias, Vasconia, Santander, Madrid, Guadalajara, Toledo, Aragón, Valencia, Extremadura, Andalucía, etc., así como al arma de aviación y a la marina de guerra. Y por primera vez desde 1920 acudía una representación oficial de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), anarquista. Nuestro Buró Político rebosaba satisfacción por el éxito político de tan variada y representativa delegación, preparada al calor de la confianza que todos los sectores políticos y sindicales de España tenían en la solidaridad soviética.

A su regreso de Moscú pregunté a uno de los comunistas que habían ido en la expedición por el resultado de tan heterogénea delegación. Con no poco asombro de mi parte fui informado de que las autoridades soviéticas habían coaccionado por todos los medios a nuestros delegados para impedir que hablasen a los obreros soviéticos de la necesidad de la ayuda en armas a la España republicana. Como algunos delegados, entre otros Sbert, ex ministro de la Generalitat de Cataluña; Romero Solano, diputado socialista, y Julián Basturia, delegado de los Solidarios Vascos, se rebelaron contra tan inconcebible prohibición, las autoridades soviéticas dieron órdenes terminantes a los intérpretes de no traducir al público los párrafos de los discursos que hicieran alusión al problema de las armas. De las palabras de mi informante pude deducir que los trabajadores soviéticos, instigados por sus dirigentes, habían redoblado la producción, trabajaban horas extras gratuitas y cedían parte de sus salarios «para ayudar a la España republicana». Como hasta el momento de salir de España la delegación no se había recibido ni un solo cartucho de la «solidaridad soviética», las autoridades rusas temían quedar al descubierto en el fraude al sudor de sus trabajadores, que por boca de los delegados españoles se podían enterar de que los impresionantes aumentos en los índices de producción no pasaban de ser un bonito negocio del Gobierno soviético.

La actitud de las autoridades soviéticas motivó serios incidentes con algunos delegados, a los que llegaron a calificar de provocadores por no avenirse a silenciar en la URSS lo que era clamor en la garganta de todos los españoles leales: ¡Armas! ¡Armas! ¡Armas!

Aunque en mi fuero interno pensaba que si yo hubiera participado en la delegación como simple ciudadano español hubiese sido un Sbert o un Romero Solano más, utilizando el lenguaje de dirigente del Partido despedí a mi informante diciéndole que no tuviera ningún cuidado, pues «al final todos aquellos charlatanes tendrían que rendirse a la evidencia y reconocer que la única solidaridad nos llegaba del Gran País del Socialismo. Esa sería nuestra gran victoria política».

¡Las armas ya habían comenzado a llegar! Y tan grande era nuestra ansiedad que confundíamos los deseos con la realidad. El mismo Presidente del Consejo de Ministros, Largo Caballero, a la llegada de aquellas primeras armas soviéticas el 28 de octubre, declaraba, en vibrante alocución a las tropas y al país: «En este momento tenemos por fin en nuestras manos armamentos formidables, tenemos tanques y una potente aviación».

Mi confianza provenía no sólo del hecho cierto de que habían llegado los primeros suministros soviéticos, sino de una reciente información, de que a través de casi toda Europa, en París, Londres, Ámsterdam, Zurich, Varsovia, Praga, Bruselas, etc., se habían constituido empresas particulares y sociedades anónimas que, controladas por agentes de Moscú, tenían la misión de adquirir armas como si se tratase de un comercio de país y país y, clandestinamente, dirigirlas a los puertos de la España leal. Naturalmente, todo ello montado con dinero del Estado español. Pero ya no dependeríamos solamente de los suministros soviéticos. ¡Vana ilusión! Ello nos encadenaría más aún a la dependencia soviética; controladas todas estas empresas y «sociedades anónimas» por hombres del Kremlin, cuando a éstos les conviniera disminuir los envíos no solamente lo harían de las armas que salían de la URSS, sino también con las de todas sus sucursales establecidas en el mundo. Los grandes beneficiarios de estas empresas fueron determinados partidos comunistas nacionales. Uno de ellos, el francés, llegó a adquirir con fondos de la República toda una flota de barcos mercantes, compuesta de 12 ó 14 buques que surcaban los mares bajo la firma «France Navigation», compraron casa propia para el Partido, se proveyeron de suntuosos automóviles cada uno de los dirigentes, publicaban diarios como el «Ce Soir», y, en fin, rellenaron sus arcas de caudales a expensas de los fondos «para la compra de armas» que Negrín depositó en manos de los dirigentes comunistas franceses, y que según pública afirmación de Prieto montaron a la suma de 2 500 000 000 de francos.

* * *

Días después, al llegar al Ministerio, Cimorra me entregó un pequeño sobre cerrado. En el interior una tarjeta. Leí:

«Querido amigo:

»Si no tiene usted otra cosa más importante que hacer, le espero esta tarde a las seis a tomar el té. Me urge hablarle.

»Le saluda

»Rosemberg».

Pocas veces había hablado yo con el embajador soviético. Casi siempre le había visitado con motivo de fiestas o recepciones oficiales. Ahora su invitación era particular y urgente.

A las seis en punto estaba en la Embajada.

—Pase usted. Le esperan —me dijo uno de los secretarios.

En un confortable despacho, el excelentísimo señor embajador de la Unión Soviética.

—Gracias por haber venido —dijo tendiéndome la mano.

—No hay por qué, camarada Rosemberg. Sabe que me tiene a su disposición.

—Gracias. Tome usted asiento. Inmediatamente nos traen el té. ¿O prefiere usted café?

—Si le es igual, prefiero café.

Rosemberg tocó un timbre y ordenó:

—Café para el señor.

Tomó una preciosa cajita de laca rusa, con grabados en miniatura, y me ofreció un cigarrillo soviético de larga boquilla de cartón.

—Es mejor el tabaco de ustedes —dijo sonriendo.

—El tabaco es un problema de costumbre. Además, la mayor parte de nuestro tabaco no es nacional, es cubano —aclaré.

—Estoy esperando a un amigo; quiero presentárselo. Tiene sumo interés en conocerle personalmente.

En aquel mismo momento uno de los secretarios anunció la presencia del «amigo».

Rosemberg se levantó presuroso, con esa precipitación que antes que estima acusa respeto. El recién llegado estrechó la mano del embajador, y volviéndose hacia mí, dijo en un español acusadamente afrancesado:

—¿Camarada Hernández?…

—El mismo.

—Yo soy… «Marcos»… Me gusta el nombre —dijo sonriendo.

Ya estaba acostumbrado a estos bautismos de los «tovarich» con nombres españoles y no di importancia alguna al hecho. Después supe que se llamaba Slutsky, y que era el jefe de la División Extranjera de la GPU en la Europa Occidental.

—Vengo por muy poco tiempo, unos días nada más… Espero que usted me disculpe de haberle molestado, pero… no es oportuno que me vean entrar al Ministerio de usted o en la casa del Partido. Este lugar es más discreto… ¡Y es que hay ya tantos rusos en Valencia!…

—Sí, ruso más, ruso menos, nadie se apercibe. Además, no creo que alguien tenga interés en vigilar a los rusos. Casi toda la policía está en nuestras manos —dije riendo.

—Pero hay servicios que el Partido no controla. Y sobre todo el de espionaje, camarada Hernández, el espionaje del enemigo —dijo con cierta vehemencia.

Nos sirvieron el té y el café, y mientras el pulcro camarero llenaba las tacitas con delicado esmero, observé al «amigo Marcos». Frisaría en los 50 años. Alto y desgarbado. Los hombros caídos y el pecho hundido hacían de su estampa una imagen simiesca. Su cara angulosa se prolongaba en la afeitada cabeza, semejando, desde la barbilla a la coronilla un melón en posición vertical. Los ojos un poco rasgados y los pómulos salientes. «Un auténtico ruso» —pensé.

—… de ello quería hablarle, precisamente de esto, del espionaje —insistió.

—Pues le escucho —dije con cierta curiosidad.

—Nuestro servicio exterior ha tenido conocimiento de que algunos elementos del POUM[8] están haciendo gestiones para traer a Trotsky a España… ¿Sabía usted algo?

—Es mi primera noticia.

—Eso demuestra que los servicios de contraespionaje de la República son muy deficientes.

—Creo que no es deficiencia, sino poco interés por las andanzas del POUM

—Eso es lo grave.

—No veo por qué.

Los rasgos del simiesco «amigo» se contrajeron, denotando disgusto.

—Si los hombres responsables del Partido no conceden importancia a esa banda de contrarrevolucionarios y agentes del enemigo, ello nos ayuda a comprender muchas cosas que están sucediendo en la guerra —dijo con dureza.

—En España, el trotskismo nunca nos ha desvelado el sueño. Y no sé qué influencia puede tener el POUM en las cosas que nos están sucediendo —repuse con cierto afán mortificador.

—El POUM tiene unidades en el frente —aclaró Rosemberg.

—No todas ellas han de ser comunistas, ¿o sí?

—Pero si no son comunistas hay que procurar que no sean del enemigo —insistió «Marcos».

—Ustedes pueden plantearse el problema en la URSS de esa forma, pero en España nadie nos tomaría en serio si llamamos a los trotskistas agentes de Franco.

—¡Pero son rabiosamente antisoviéticos! ¿No lee usted «La Batalla»?…

:—Sí, la leo. Y muchas más cosas que a Stalin se nos dicen a nosotros. También las dicen los anarquistas, lo que no me lleva a deducir que nuestro objetivo principal sea el de enzarzarnos con ellos cuando Franco está disparándonos tiros a todos por igual.

—Ese es el error ¡ese, ese!… —y los ojos oblicuos del viejo chekista me asaetaban con miradas fulminantes.

Rosemberg fumaba silencioso formando montoncitos de ceniza con el cigarro en el cenicero, como si estuviera ausente de nuestra conversación.

—Le hablo a usted con la autoridad que me da la experiencia —dijo «Marcos».

—Dígame, «Marcos», ¿por qué me han llamado, precisamente a mí, para decirme todo esto en vez de exponérselo personalmente al Secretario de nuestro Partido? Al fin y al cabo, él es quien debe plantear estas cuestiones en el Buró.

—Porque me han dicho en la «Casa» que usted es un hombre de acción, y para nuestro trabajo necesitamos hombres enérgicos y decididos.

—Les agradezco la confianza, pero el «hombre de acción» que había en mí ya pasó. Todo tiene su época. Y la mía ya fue.

—Donde ha habido, siempre queda —terció Rosemberg, con suave entonación de voz.

—No se trata ahora que vaya usted a poner bombas a la rotativa de Prieto… ¿Usted no sabía eso, Rosemberg? —dijo volviéndose hacia él con una sonrisa sinuosa—. Hernández quiso poner una bomba a la imprenta de Prieto en Bilbao.

—Entonces quise hacer eso… e hice cosas más estúpidas aún —repliqué disgustado.

—No; ahora se trata de otro asunto. Queremos que usted comprenda que es necesario proceder prácticamente contra el trotskismo, y que nos ayude. Su cargo de ministro puede facilitarnos el trabajo.

—Mi puesto de ministro me ha sido confiado por el Partido, y sólo cuando el Partido me ordene actuar en un sentido o en otro, puedo proceder —declaré ásperamente.

«Marcos» se acariciaba el puntiagudo mentón. Reflexionaba.

—Nuestros servicios se desarrollan un poco al margen del Partido —dijo.

Rosemberg sonrió imperceptiblemente.

«Marcos» le miró con fijeza.

—Creo —continuó «Marcos»— que usted se hace cargo de la confianza que tal proposición representa para su persona. La «Casa» le distingue…

—No creo que valga la pena insistir —corté—, perderíamos el tiempo.

La mirada de «Marcos» tornóse de pronto más intensa.

—Aún no sabe usted de lo que se trata —dijo.

—No.

—Se trata de que obran en nuestro poder documentos que demuestran los contactos del POUM con Falange, y que es necesario proceder rápidamente.

—Si tales documentos existen, lo que procede es formular la denuncia y entregar a los tribunales a los responsables. Siendo verídicas las pruebas, no tenemos por qué obrar torcidamente.

—Necesitamos todavía obtener algunos datos más, para que no tengan escape.

—¿Y en qué puedo serles útil?

—Por el momento, en nada. Es asunto de nuestro servicio. Pero a la hora de efectuar ciertas detenciones, quizá tropecemos con dificultades por parte de las autoridades, y en ese momento su colaboración puede ser decisiva.

—Entonces, véanme cuando tengan todos los elementos probatorios, y dispuesto estoy a llevar el caso al seno mismo del Gobierno.

—¡Ya sabía yo que al final nos entenderíamos! —dijo con visible satisfacción.

Y después de una pausa:

—Orlov y Vielayev se ocupan de esto. Le tendrán a usted al tanto.

Y dirigiéndose a Rosemberg:

—¿Ha hablado usted con el Presidente del Consejo de este asunto?

—¿De éste?…

—Me refiero al POUM en general.

—Sí. Repetidas veces. Pero Largo Caballero se resiste a tomar medidas políticas contra los trotskistas…

—¿Le ha dicho usted que ese asunto interesa extraordinariamente a nuestro Gobierno?

—Le he dicho que el mismo Stalin estaba interesado en él.

—¿Y qué ha contestado?

—Que mientras actuaran dentro de la ley no había razón para proceder contra ellos, y menos para clausurarles los locales y suspenderles la prensa… que el suyo es un gobierno de Frente Popular.

—Frente Popular… Frente Popular… ¡Ya se lo haremos entender de otra manera! —dijo colérico «Marcos».

Se levantó el chekista. Me tendió la mano, y a modo de confidencia, díjome mientras nos despedíamos:

—Todo saldrá a la medida…

Cuando hubo salido me pareció observar en Rosemberg cierta transformación, algo así como una íntima satisfacción.

—Cuestión grave… Todas estas cosas son desagradables, aunque sean necesarias —dijo con melancolía.

Comprendí que Rosemberg no podía decir más con las palabras, pero más allá de ellas estaba la expresión de su gesto. «A este hombre le sucede algo semejante a mí» —pensé—. «Sin duda siente aversión por la GPU o la teme».

—El amigo «Marcos» es un chekista pur sang —dije bromeando.

—Hum… —gruñó Rosemberg.

Me despedí.

Al estrecharle la mano no podía suponer que aquel hombre estaba ya sentenciado a morir con la nuca destrozada por un pistoletazo de los pur sang, en los sótanos de la Lubianka en Moscú[9].

* * *

Se había comenzado a reñir la batalla de Guadalajara. Las radios enemigas anunciaban al pueblo de Madrid que la entrada triunfal de los italianos a la capital se llevaría a efecto el 15 de marzo. Durante todo el mes de febrero de 1937 se había combatido con una dureza extraordinaria. Las legiones alemanas, al mando de Von Faupel, atacaron en masas cerradas de hombres, protegidos por nubes de aviones y centenares de tanques, mientras decenas de baterías de artillería gruesa formaban barreras horrorosas de fuego y metralla. El enemigo se proponía completar el cerco de la gloriosa capital cortando la carretera Valencia-Madrid. Pero se estrelló sin lograr sus propósitos.

Aún se oían los ecos del fragor de la gran batalla de Jarama, cuando se abría el fuego contra Madrid, en una nueva dirección no explotada hasta entonces: Guadalajara.

—¿Alguna orden, Hernández? —preguntó Mena.

—Sí. Cargar gasolina. Dentro de media hora salimos para Madrid.

Llamé a la Presidencia y advertí a Largo Caballero que permanecería en Madrid algunos días y que para cualquier menester podría avisarme al Ministerio de Instrucción Pública.

—Vea usted cómo están las cosas por Guadalajara, y telefonéeme mañana mismo con su impresión.

—Con mucho gusto.

—Buen viaje.

—Gracias.

El carburador del coche dejó súbitamente de funcionar. Nos encontrábamos a pocos kilómetros de Tarancón. Hacía un frío infernal. Mientras el chófer reparaba la avería, Mena encendió una espléndida hoguera que servía para calentarnos y para alumbrar las manipulaciones del chofer.

Cerca del fuego, Cimorra extendía las manos y se las frotaba con desesperada urgencia de ahuyentar el frío.

Con los ojos encendidos por la roja claridad de la leña que se consumía crepitando en la noche helada, Mena destapó una botella de coñac y nos ofreció un trago.

—¡Dios salve a Domecq, benefactor de los humanos! —exclamó Cimorra, trasegando su vasito de coñac.

—A quien tiene que salvar es a mí, que se me ha ocurrido traerla —aclaró Mena.

—Sería más justo que salvara al Duque de Alba, de cuya bien surtida bodega del Palacio de Liria la habéis sustraído —dije chanceando.

—¿Pongo la radio? —preguntó Mena.

—Ponía.

—«… las gloriosas tropas del «Comando Truppe Volontaire» italianas ha emprendido la ofensiva por Guadalajara…

—¿Quién habla? —pregunté.

—Queipo de Llano —dijo Mena.

—«¡Alo!… ¡Alo!… Aquí Radio Sevilla. Van ustedes a escuchar la vibrante arenga del general Manzzini a sus legionarios…»

—«… Aquí, en tierra extranjera, somos —al lado y bajo la mirada vigilante de nuestros aliados y de todo el mundo— los representantes de la Italia armada y del fascismo. Por nuestros actos se juzgará la calidad y la eficacia moral y técnica de Italia…»

—¡Seguro que padecen otitis aguda todos los señores de la «No intervención»! —dijo Cimorra, irónico.

—Lo que no comprendo es por qué la URSS, con su enorme prestigio está sirviendo de biombo a esta burla —expuso Mena.

—La URSS ha declarado que toma en serio los papeles que firma. Y que no toleraría que la neutralidad sea un bloqueo unilateral —aclaró Cimorra.

—Para ser consecuente debería haberse ido ya del Comité de «No intervención» —contestó Mena.

—Si se retira —objetó Cimorra—, Italia y Alemania se retirarán también.

—No creo que nos fuera peor que lo que nos va actualmente.

—Con las manos libres Italia y Alemania aprovisionarían en grande a Franco y sería fatal para la República.

—Igual podrían hacer los rusos —insistía Mena.

—Sería la guerra.

—Para nosotros ya lo es.

—Pero la URSS está por la paz.

—¿Qué paz?

—La que existe… aunque precariamente —dijo Cimorra.

—Pero bueno… Vamos a ver si yo entiendo algo en este lío —continuaba Mena—. En España se están ventilando posiciones estratégicas, ¿sí o no? ¿Para qué son esas posiciones? Para la guerra. Luego el que las logre habrá ganado la primera gran victoria de la próxima guerra.

—Pero la URSS trata de impedir precisamente eso, la próxima guerra.

—¡Bonita manera de impedirla! Cuanto más firme sea el terreno que pisen los nazi-fascistas, más palos pegarán —dijo despectivamente Mena.

—Y volviéndose hacia mí:

—¿No lo crees así, Hernández?

—Comprendo que no siempre el deseo puede marchar parejo a la realidad —dije, sin mucha convicción. Y agregué—: La realidad, para nosotros, es que ante las barbas del mundo, con impudicia y cinismo, y hasta con publicidad rayana en el desprecio, como acabamos de oír ahora en Radio Sevilla, los fascistas aprovisionan a Franco y actúan con cuerpos enteros de sus ejércitos regulares. Ello ridiculiza las palabras de la URSS, y…

—¡Pero también la URSS nos ayuda! —cortó Cimorra.

—A vivir agonizando —dijo Mena con enfado.

—Peor sería nada —insistía tozudamente Cimorra.

—Lo que pasa es que cada cual se rasca donde le pica.

Y por razones nacionales los franceses dicen que no quieren la guerra, como por sus particulares conveniencias los ingleses, tampoco, y como la URSS contemporiza con ingleses y franceses, a los españoles que nos parta un rayo. Cada uno hace su juego —concluyó Mena.

—Pero, bueno…, ¿qué puede hacer la URSS fuera de lo que hace? —preguntó Cimorra.

—Puede colocar los calzones encima de la mesa y decir: «Señores, este juego se ha acabado». O también: «Tengo miedo a los nazis, y me meto en mi casa». Cualquiera de las dos posturas sería comprensible. Lo que es inexplicable es que se quede entre Pinto y Valdemoro, haciendo el quiero y no puedo.

—¿Pero no es acaso la única nación que nos envía armas? —gritó acalorado Cimorra.

—Nadie lo niega. ¿Pero quieres decirme por qué Franco tiene veinte veces más material que nosotros?

—Porque la URSS es sola y los otros son dos.

—La URSS, según sus propias declaraciones, tiene más armamento que Alemania e Italia juntas. Pero no es esa la cuestión —insistía Mena—. Precisamente, hace unos días, se lo decía a Hernández. Estuve viendo descargar en el Grao de Valencia uno de nuestros barcos que regresaba de Rusia. Traía unos cuantos camiones «Natachas», esas tortugas que ves arrastrarse por las carreteras; media docena de «Chatos», esos aviones que no traen protección en la espalda del piloto, dos mil fusiles larguiruchos, que queman las manos a la media docena de disparos y cincuenta ametralladoras Smichs, que son bastante buenas. Eso era todo. ¡Ah! se me olvidaba: Traía también una partida de cañones de 150 milímetros de la empresa de Perm, del año 1898[20]. ¿Sabes cuánto podía haber traído ese barco? Poco… unas cincuenta veces más material. ¿Por qué no lo trajo?… Ese es el misterio, eso es lo que nos preguntamos…

—El coche está listo —dijo el chófer.

Partimos.

Allí, sobre el campo, quedaban los tenues resplandores de lo que fuera gran hoguera…

Por todos los campos de España quedaban jirones de nuestros apagados entusiasmos…

* * *

Al día siguiente telefoneaba a Largo Caballero. Le informaba que la desproporción de fuerzas era enorme. El enemigo italiano contaba en el sector de Guadalajara con 50 000 hombres, 25 600 fusiles, 1170 fusiles ametralladoras, 435 ametralladoras, 78 morteros, 150 cañones, 108 carros de combate, 33 blindados y 60 aviones. Frente a todo eso no podíamos oponer, en el primer momento, más que 10 000 hombres, 22 piezas de artillería y unos 20 aviones.

La batalla de Guadalajara fue épica, titánica, constituyendo un airón glorioso para las armas republicanas, que derrotaron plenamente al invasor. ¡Qué no hubiera sido capaz de hacer nuestro pueblo de haber contado con armas suficientes!

* * *

Aquella misma mañana me entrevisté con José Díaz, que se encontraba en Madrid. Era esta entrevista el principal motivo de mi rápido viaje. La conversación con Rosemberg y con «Marcos», me había alarmado. La cosa no era para menos. Hacía ya algún tiempo que venían sucediéndose detenciones y «desapariciones» rarísimas y más que sospechosas entre los combatientes de las Brigadas Internacionales, so pretexto de que eran «espías» de Franco y agentes de la Gestapo y de la OVRA italiana ¿Qué se proponían ahora los chekistas?

—Todo esto es un laberinto infernal —me decía Díaz después de escuchar el informe de mi conversación con «Marcos».

—Pero los responsables de lo que sucede somos nosotros —aseveré.

—Estos hombres terminarán por dominarlo todo.

—Pues presiento —dije— que acabaremos en medio de un escándalo público.

—¿Y cómo lo impedimos?

—Hablando con los consejeros políticos y diciéndoles que no estamos dispuestos a que continúen las patrullas de la GPU actuando por su cuenta, disponiendo de cárceles especiales y torturando en ellas a la gente, fusilándola y haciéndola «desaparecer». Si quieren ayudar, que ayuden, pero sin ignorar que tenemos una policía republicana, unas cárceles españolas y unos tribunales legales para juzgar a los enemigos.

—Hablaré de ello con Togliatti —contestó Díaz.

El tono de las palabras de Díaz reflejaba desaliento.

—Actualmente me preocupa otra cosa —dijo con voz sorda. Hace unos días vinieron a verme Stepanov y Codovila. Hablamos de varios asuntos sin importancia. De pronto, Stepanov, me dijo si no creía llegada la hora de pensar en sustituir a Largo Caballero por otro presidente más enérgico y dinámico.

—¡Cómo! ¿Por qué? —exclamé, interrumpiéndole.

—Lo mismo pregunté yo.

—¿Y?…

—Me hablaron de la desastrosa política militar… De Asensio, el «general de las derrotas»… de que Largo Caballero dice a todo que sí y después hace lo que le da la gana… que los consejeros militares ya no se entienden con él… ¡y qué sé yo, cuántas cosas más… y cuántas quejas!

—¡Pero esto es inaudito!

—En Moscú están disgustados con Largo Caballero… No cabe duda —dijo Díaz.

—¿Pero qué juego es éste, Pepe?

—Ni Dios lo sabe.

—Hace unas semanas —dije— Stalin, Molotov y Vorochilov, han escrito una carta a Largo Caballero, dándole «consejos» y en la que le expresan «sus sentimientos fraternales», le piden que si quiere que se reemplace a Rosemberg por otro embajador, y que les comunique si los «consejeros» y «técnicos» se atienen estrictamente a su función de «consejeros y de nada más»… ¡apenas han transcurrido dos meses y ya quieren tirarlo por la borda!… ¿Qué pretenden en Moscú?…

—Todo es mentira, Hernández… todo… todo. Yo mismo he visto a Rosemberg entrar en la Presidencia como si entrase el auténtico jefe del Estado. Caballero le recibe a cualquier hora y en general siempre atiende sus «consejos», tanto políticos como militares. No se hace operación militar alguna que no lleve el visto bueno de los «tovarich»… Caballero ha situado a nuestros compañeros de Partido en los principales puestos de mando en el ejército, y los comisarios en su mayoría son comunistas. Las Brigadas Internacionales las manejamos, prácticamente nosotros sin control alguno… La policía, ya lo ves, hace lo que a ellos les da la gana… ¿De qué se quejan? ¿Qué quieren?…

—Quieren lo suyo; quieren cubrirse —dije.

—¿Qué quieres decir?

—No seamos ingenuos, Pepe. Todo el mundo sabe que la Unión Soviética es nuestra proveedora; sabe también que los «técnicos» militares soviéticos están, de hecho, dirigiendo nuestra campaña militar. Si la República no cosecha más que derrotas, o cuando obtiene una victoria no puede explotarla por falta de recursos materiales, los rusos sienten lesionado su prestigio. No pueden culpar a la «No intervención» puesto que intervienen; no pueden decir que nos mandan el material a cuentagotas, porque nadie lo comprendería; no pueden culpar a sus militares, porque no les conviene, luego tienen que culpar a alguien.

Y ese alguien no puede ser un cualquiera, tiene que ser… el Presidente del Gobierno y ministro de Defensa, Largo Caballero, y su hombre de confianza, el general Asensio.

—No es mala la coartada —aclaró Díaz—. Así nadie puede culpar a la Unión Soviética, sino a la ineptitud de los republicanos españoles.

—Incluso para su prestigio en España, les es necesario una cabeza de turco.

—Mañana regreso a Valencia, y pasado mañana se reunirá el Buró —dijo Díaz poniendo fin a la conversación.

Salí a la calle y compré los diarios de la tarde. En grandes caracteres, la batalla de Guadalajara. Leí ávidamente: «… nuestra heroica infantería, que no ha dejado de batirse desde principios de febrero, trepaba a los tanques para poder perseguir al enemigo… la mayoría de nuestros infantes con los pies hinchados y sangrantes saltaba de las trincheras y bajo la lluvia y el fango seguían avanzando hasta caer extenuados por la fatiga y el frío… el dispositivo enemigo ha quedado deshecho…»

Miseria y mentira en las alturas.

Grandeza y sacrificio en el llano.

* * *

La reunión del Buró Político tenía una importancia trascendental. El Pleno del C. C. debería celebrarse días después, y reflejaría «la línea» de los comunistas.

Presentes todos los delegados de Moscú: Stepanov, Codovila, Gueré, Togliatti, Marty —en función de organizador de las Brigadas Internacionales— y, por primera vez, también Orlov, de la GPU, y Gaikins, consejero de la Embajada soviética. Del Buró Político, todos sus componentes, menos Pedro Martínez Cartón que se hallaba al frente de su División en Extremadura. Total: más extranjeros que españoles.

La reunión tenía lugar en un palacete próximo a la playa valenciana. Por los amplios ventanales se veía el mar azulado, infinito… A la espalda, la ciudad, Valencia, centelleando con toda la luz mediterránea en el mosaico de su huerta, en el oro de sus campos. Sobre los naranjos fragantes y las ruinas saguntinas los altos hornos elevaban aquella tarde sus banderas de humo industrial.

En la blanca capital levantina, en la Valencia de los arrozales, de los alfareros, de la artesanía cuidadosa, marinera y portuaria iba a reunirse el mando supremo del comunismo en España. En aquel atardecer de marzo de 1937 se decidirían algunas cuestiones que iban a influir poderosamente en los destinos del pueblo español.

Quienes ignoraban la urdimbre y la trama de que estaba compuesto aquel Estado Mayor sentirían al saberlos reunidos un estremecimiento de inquietud o de emoción. «¡El Buró Político está deliberando!» «… El Buró Político va a decidir…» El Buró Político iba a recibir órdenes. El Buró Político era un buzón de recepción de mandatos transmitidos desde Moscú. El Buró Político era el retablo de maese Pedro, cuyos muñecos movía la mano habilidosa del señor del Kremlin.

Como de costumbre, informaba José Díaz. La única diferencia era que aquella tarde el Secretario General del PC hablaría por su cuenta, reflejaría su propio pensamiento y no las opiniones de los «consejeros».

—«… es necesario realizar una política consecuente con los hombres y los partidos… No podemos quitar y poner a nuestro antojo. Para mí no están claras las razones por las que debemos sacrificar a Caballero… Podemos provocar la enemistad de la mayoría del Partido Socialista… los anarquistas apoyarán a Caballero… Se dirá que pretendemos la hegemonía en la dirección de la guerra y de la política… Debilitaremos todo el frente de unidad y de lucha… Nos aislaremos del resto de los antifascistas…»

Se hizo un silencio denso, pesado, angustioso, ese silencio del asombro o del temor, ese silencio en que cada cual mira al otro, queriendo cada uno escuchar primero a los demás.

Les observaba; veía a mis camaradas trabados en las dudas que los inmovilizaban, llenos de vacilaciones y de miedos, y se me figuraba que las manos de algunos temblaban en las sombras cortas de la caída de la tarde. ¡Así eran, así se conducían los todopoderosos miembros del Buró Político! No eran hombres, eran guiñapos acobardados por el pánico de tener que librar la batalla política que ¡por primera vez!, se emprendía formalmente contra los representantes de Moscú. Nadie podría prever el resultado. Todo era posible. Desde la anulación política hasta la eliminación física… por accidente, con grandes elogios y crespones negros en el suntuoso funeral… Cuanto más alto, más grande es la caída.

Moscú jugaba con las dos cartas: la que mueve a la ambición y la que induce al terror.

Me irritaba pensar que los «tovarich» me creyeran uno de tantos, que pensaran que todos éramos iguales, como esos cornudos que se consuelan pensando que los cuernos son como los colmillos, que duelen al salir, pero que ayudan a comer.

Aquella tarde había allí un auténtico jefe comunista y un español: José Díaz. Ninguna posición política era tan envidiable como la suya. Y no había vacilado en arriesgarla. Por encima de su privilegiada situación había colocado a España, al pueblo español. ¡Caro habría de pagarlo! Moscú no olvida ni perdona. No tardaría en pasarle la factura. Díaz terminaría suicidándose en la patria de Stalin.

Pedí la palabra.

Díaz me dirigió una mirada significativa. La interpreté como una invitación a «pegar duro». Los demás, anhelantes. Los «tovarich», con jeta de jueces. Hablé con dureza y acritud. No sé cuánto tiempo. Sólo sé que me dolían los músculos de la cara por la tensión nerviosa, y que tenía la boca terriblemente seca. Recuerdo que apoyé íntegramente la opinión de Díaz, agregando que el «caso Caballero» estaba fuera de todo sentido político español… que se había conducido lealmente con los comunistas… que gracias a él habíamos podido organizar el Frente Popular… unificar las juventudes… estrechar la colaboración con el Partido Socialista… atraer a gran parte del anarquismo a la colaboración gubernamental… que había facilitado nuestro predominio en el ejército y en el comisariado… que no se había opuesto a que las mejores armas fueran a parar a las unidades comunistas… Caballero había sido dócil al consejo de los «técnicos» soviéticos… era nuestro punto de apoyo para la unificación del Partido Socialista, y del Partido Comunista… Romper con él sería igual a romper nuestro frente de lucha… ¿por qué y para qué?… Sería la victoria más grande que podríamos darle ganada a Franco…

En un aparte, Stepanov hablaba con Togliatti.

Encendí un cigarrillo.

Uribe, Checa, Pasionaria y Mije, seguían pétreos en su mutismo. Esperaban oír la voz de Moscú, para arriesgar su opinión.

Habló Stepanov.

—Díaz y Hernández están defendiendo un mal pleito. No es Moscú, es la Historia la que ha fallado contra Caballero. Desde la constitución del Gobierno Caballero vamos de catástrofe en catástrofe…

—¡No es verdad! —interrumpió Díaz.

Inmutable, Stepanov, clavó sus ojos verdosos en los negros de José Díaz, y prosiguió:

—… de catástrofe en catástrofe, en el orden militar. Ahora mismo se está derrumbando todo el norte y las cosas no están mejor en el frente de Málaga. ¿Quién es el responsable?

La voz de Stepanov se engolaba en la pregunta:

—… ¿quién?… El ministro de Defensa.

Durante más de una hora el eco monótono del relato de cargos contra Caballero siguió zumbándonos en los oídos. Se pasó revista a todo, a la política militar y a la civil, a las fortificaciones y a las reservas, al general Asensio y a la industria de guerra. Caballero no era otra cosa que un buen cacique sindical.

Le siguió en el turno André Marty, condecorado con la Orden de la Bandera Roja por su activa participación en la sublevación de la Escuadra francesa en el Mar Negro. Era un viejo gruñón, de temperamento belicoso. Su mayor popularidad en Francia la debía a que alguna vez se había soltado el cinto y emprendiéndola a cintarazos con los diputados de las derechas, en plena sesión del Parlamento. También aquella tarde la emprendió a cintarazos con el recuerdo de Caballero. Según Marty, Caballero era un hombre quemado… discutía y hasta rechazaba algunos nombramientos de oficiales y jefes de las Brigadas Internacionales… Una vez no había entregado suficientes botas para una unidad… les racionaba la gasolina…, no les entregaba suficientes coches para el Cuartel General…

—Todo eso son historietas, chismes sin importancia —observó malhumorado Díaz.

—¿Cómo sin importancia? —gritó colérico el héroe del Mar Negro.

—Tampoco nosotros disponemos de los coches que queremos ni de la gasolina que necesitamos, y no hacemos de ello ninguna tragedia —replico Díaz.

—Pero nosotros somos los voluntarios internacionales que venimos a luchar. El no facilitársenos los medios, equivale a despreciar la solidaridad —aulló Marty.

—Lo que ustedes tienen es demasiado aparato burocrático… y que cada uno quiere su automóvil —replico Díaz.

—¡Yo no soy ningún burócrata! —bramó Marty.

—Ni yo se lo he llamado.

—Yo soy un revolucionario, sí señor, un revolucionario: —gritaba Marty, maceándose el pecho con el puño.

—Aquí todos lo somos —aclaró Díaz.

—Eso está por ver —profirió insultantemente Marty.

—Usted es un majadero a quien ni sus años ni su historia autorizan a faltarnos al respeto —dije, encendido de coraje.

—Y usted una mierda —escupió fuera de sí el viejo.

—Aquí no le tolero a nadie ese lenguaje de burdel —gritó Díaz, levantándose de su asiento. Y añadió, enérgico—: Usted es un invitado en esta reunión, y si no le place, ahí está la puerta. —Y Díaz le señalaba con la mano la salida.

—¡Me echan!… ¡me echan!… ¡A Marty!… —chillaba histérico volviéndose hacia Togliatti, en el colmo de su indignación.

Todos estábamos de pie. Unos, mudos de asombro y de espanto; otros, enardecidos y rabiosos. Orlof, impasible, fumaba en su butaca. Togliatti, frío, impenetrable, contemplaba la escena con fingida serenidad. Codovila, hablándole en francés, trataba de calmar a Marty. Gueré, con la boca entreabierta, miraba a unos y a otros con los ojos redondos del asombro. Gaikins, se alisaba el pelo con un peine de bolsillo, como si aquello no le afectara. Pasionaria, nerviosa y desencajada, decía: «¡Camaradas! ¡Camaradas!»… como un disco rayado. Mije espasmódico, braceaba reclamando calma. Uribe, con la boca fruncida, despreciativo, guardaba silencio. Checa, lívido, se retorcía las manos y se tronaba los dedos.

El tumulto y los gruñidos se aplacaron poco a poco.

Hablaba Gaikins.

—… Caballero se aleja de la influencia soviética… Hacía unos días que había casi arrojado de mala manera a Rosemberg del despacho de la Presidencia… que Rosemberg le pedía insistentemente la suspensión de «La Batalla»… la ilegalidad del POUM… que no hacía caso…

Les tocaba el turno a los miembros del Buró que no habían hablado. «Es igual —pensé—, éstos se situarán al lado del sol que más caliente:» Les conocía bien.

Uno tras otro se levantaron para decir generalidades, cargar contra Caballero, y mostrarse de acuerdo con la delegación soviética.

—Según veo —dijo con sarcasmo Díaz— la mayoría del Buró Político está de acuerdo con la «línea» expuesta por la delegación, «línea» que aceptaré sólo por disciplina, pero dejando constancia de mi contraria opinión.

Jamás se había producido una situación semejante. Nunca en la historia del Partido se había dado el caso de votar contra el Secretario General, en reunión de la dirección del Partido. Hubo una dirección, la compuesta por Bullejos, Adame, Trilla, quienes por no aceptar los mandatos de la I. C. fueron declarados «enemigos del pueblo», y barridos del Ejecutivo del Partido. Pero entre ellos había un criterio solidario. Ahora no. A un lado, Díaz y yo, al otro, la mayoría del Buró Político y la delegación de Moscú. La batalla la teníamos perdida… y nosotros también estábamos perdidos. Todo era cuestión de táctica y de tiempo. Díaz no volvería a ser nunca un hombre de confianza absoluta para Moscú. Utilizando su enfermedad, lo recluirían en 1938 en Moscú, le harían comprender su «caída», sentirse heredado en vida por Pasionaria, alejado y separado de toda actividad y, al fin, desterrado en Tiblisis, orillarle por desesperación a quitarse la vida. Mi proceso sería distinto.

—De acuerdo con José Díaz —dije— declaro que no he escuchado razones que hagan variar mi criterio. Creo que suicidamos al Partido aceptando esa política.

La artillería pesada de la delegación, Togliatti, comenzó a hablar. Sus palabras no eran, como podía esperarse, para polemizar o convencer, no; fueron órdenes que se nos trasmitían desnudas de eufemismos, limpias de discreción.

—No vale la pena detenernos en las reservas exteriorizadas por Díaz y Hernández hacia la «Casa». Sería tanto como aceptar que puede haber una base seria de discusión, cosa inadmisible. Creo que todo lo demás está perfectamente aclarado. Propongo comenzar inmediatamente la campaña para «ablandar» la posición de Caballero. Deberemos comenzar con un gran mitin en Valencia donde el camarada Hernández hará el discurso. Será de un gran efecto político que un ministro del propio Caballero se alce contra el presidente.

La rabia me ahogaba.

—Ese discurso puede pronunciarlo cualquier otro miembro del Buró, yo no.

—¿Y por qué no? —preguntó melifluo Togliatti.

—Porque no estoy de acuerdo.

—¿Pero estarás de acuerdo con lo que decida el Buró? —volvió a preguntar.

—El Buró… el Buró —rezongué mordiéndome el deseo de llamarles cobardes.

—Hernández cumplirá con su deber —aclaró Díaz, con propósito de no agravar más la situación.

—En cuanto al sucesor de Caballero —siguió diciendo Togliatti—, es un problema práctico sobre el que invito a los camaradas a reflexionar. Creo que deberemos proceder a elegirlo por eliminación. ¿Prieto?… ¿Vayo?… ¿Negrín?… De los tres, Negrín puede ser el más indicado. No es anticomunista como Prieto, ni tonto como del Vayo.

La reunión había concluido.