CAPITULO II

COMIENZA la traición del Kremlin. ¡Armas! ¡Armas! ¡Armas! El primer atraco a nuestra fe. Reunión del Buró Político. Moscú manda «consejeros», pero no envía armas. Stalin asesina a sus consejeros en España. Moscú se lleva el oro español.

SONÓ el timbre del teléfono.

—¿Quién habla?… Sí, el mismo.

—¿Reunión del Buró?… ¿A qué hora?

—A las cinco estaré allí.

—¿Duelos y Togliatti? ¡Me alegro que hayan venido! —Salud, Checa.

Sentado en el fondo de mi despacho de la dirección del periódico, mi secretario, Cimorra, preguntaba:

—¿Algo más, camarada Hernández?

—¿Terminaste el editorial?

—Sí. Aquí está listo.

—Venga.

Cimorra, periodista de fina y ágil pluma, era mi más inmediato colaborador. Di un vistazo a las cuartillas y puse en ellas el visto bueno.

—Acompáñame —le dije:

—¿A dónde vamos?

—A Francos-Rodríguez.

—¿Al Quinto Regimiento?

—Exactamente. Necesito ver a Juan de Pablo antes de la reunión del Buró para saber cómo están las cosas. Llama a Mena y dile que nos vamos.

Dos minutos después se presentaba el jefe de mi escolta, un antiguo camarada de mis años mozos en Bilbao, al que estimaba por sus prendas de lealtad, de ruda franqueza y de honradez. Era alto, desgarbado, con tinas piernas larguísimas que arrastraba al andar, como escobas que estuvieran barriendo. Tenía dos pasiones: la filosofía y su «Ácrata», como llamaba a su mujer, una excelente compañera que admiraba a Kropotkin y a Nietzsche.

—¿Llevo a la «Ácrata»? —me preguntó Mena.

—Tráela si quieres… Es asunto tuyo.

—¡Cómo que si quiere! ¡Aquí estoy y voy con vosotros porque me da la gana! —dijo la «Ácrata» poniéndose en mitad de la puerta en actitud de desafío. Y dirigiéndose a mí—: ¡Qué bonito! Toda mi vida metida en la cocina, de fregona, esperando que se «vuelva la tortilla» y cuando comienzan los tiros me vais a dejar aquí. Pues no, señor; no me quedo —y volviéndose hacia su marido—. ¿Y tú qué… so atontao? ¿Para qué me has dado esto? —y su mano acariciaba un enorme pistolón que pendía de su cintura.

—¡Bueno, bueno! Tengamos la fiesta en paz —dije bromeando—. Vámonos todos; pero sin pleitear, ¿eh?… o te dejamos en tierra.

—¡Oh, Zaratustra! No restalles tan espantosamente el látigo. ¡Tú lo sabes bien: el ruido asesina los pensamientos! —declamó la «Ácrata» festivamente.

Soltamos todos a reír.

Abordamos el coche, que partió veloz por las calles convertidas en campamentos. En aquella tarde caliente de julio, Madrid tenía una alegría de cartucheras relucientes, de bayonetas, de sables, de pistolas. Miles de muchachos y muchachas, con el mono azul de los milicianos y con los primeros fusiles en las manos, ¡fusiles conquistados al enemigo en el Cuartel de la Montaña! Instructores espontáneos enseñaban a los jóvenes el manejo de los máuseres. Pasó una camioneta llena de gente enardecida que entonaba las primeras canciones de guerra. Llevaban una bandera republicana desplegada como la vela de un barco.

—¿A dónde van? —preguntó Cimorra.

—A la Sierra —contestó Mena.

«A la Sierra —pensé yo—. A tapar con su carne joven las brechas por donde se vuelca el fuego que va a devorar a España».

El cuartel del Quinto Regimiento había sido sede de un antiguo convento. Ahora se respiraba allí otra devoción. Tan mística la una como la otra. Antes enseñaban allí a bien morir; ahora, a matar bien. De ese cuartel saldrían los primeros capitanes del pueblo y las primeras compañías militarizadas a las que la lira del poeta cantaría:

«Las compañías de acero Cantando a la muerte van…»

—¡Hola, De Pablo!

—Salud, Hernández.

—¿Qué noticias tenemos? —pregunté.

—Las más graves son las de Somosierra. El general Mola se acerca con mucha fuerza.

—¿Hay con qué contenerlo?

—Sí y no. Hombres y corazón tenemos de sobra. Pero nos faltan mandos militares y armas, sobre todo armas —recalcó De Pablo, instructor sindical de origen rumano que se hallaba en España y que fue el primer voluntario internacional que se sumó a nuestra lucha.

Me acerqué a la ventana. En el patio, bajo un sol abrasador, grupos de hombres se movían rítmicamente.

—Un… Dos… Tres…

—Un… Dos… Tres…

—Armas, Hernández, armas. De eso va a depender todo en lo sucesivo —repetía De Pablo.

Entró un correo con su mono lleno de polvo y la cara sudorosa. Se detuvo junto al dintel de la puerta.

—A la orden, comandante De Pablo —dijo cuadrándose.

Aquel ejemplo de disciplina me produjo honda impresión. Era el síntoma de una necesidad que el Quinto Regimiento se propuso cumplir: crear un nuevo Ejército Regular y Popular.

El correo extrajo del bolsillo una carta y se la entregó.

—Nuestras fuerzas están en el Alto de los Leones, pero piden artillería y morteros para sostener la posición —me informó De Pablo.

Había dado comienzo la angustia de las armas. Desde el primer latido de la lucha hasta el último aliento de nuestra resistencia nos había de atormentar un deseo: ¡armas!, ¡armas!, ¡armas!

Rápidamente me trasladé a la Dirección del Partido.

Sentados en torno a una mesa oblonga, Díaz, Pasionaria, Mije, Uribe y Checa. Revueltos con ellos, Codovila, Stepanov, Gueré, Togliatti y Duelos.

Saludos de unos y de otros.

—¿Comenzamos? —preguntó Díaz.

Asentimiento general.

Díaz desdobló una cuartilla, y después de consultarla comenzó a decir:

«En los tres primeros días del movimiento subversivo se han logrado grandes victorias. En lucha tremendamente desigual, las masas han derrotado a los generales sublevados en los principales reductos militares y en las provincias más importantes. El mapa político-geográfico de la República ha quedado trazado así:

»Madrid, Guadalajara, Cuenca, Toledo (a excepción del Alcázar), Cáceres, Badajoz, Jaén, Málaga, Almería, Cartagena, Murcia, Alicante, Ciudad Real, Albacete, la región valenciana, Cataluña, el país Vasco, grandes partes de Asturias, Santander y Aragón y la isla de Menorca…»

La voz de Díaz, en recuento frío de aquella tierra leal, avivaba mis recuerdos de las jornadas pasadas, de aquellos ríos humanos que se lanzaron a sitiar con su carne y con sus huesos el fortín cuartelario de la Montaña. Aquel viejo cañón, sobre cuya seguridad se hacían conjeturas… La alegría cuando comenzó a disparar contra la fachada pétrea del cuartel… Y toda aquella masa sin orden, sin armas, lanzada como una catarata sobre el parpadeo frenético de las ametralladoras fascistas, entre nubes de polvo, sobre la sangre y sobre la vida… ¡Pobre «Manías»! Su cuerpo quedó acribillado sobre la Plaza del Príncipe Pío…

—… en total —seguía diciendo Díaz—, la mayor parte del territorio, la mayor densidad de población, las fuentes de materias primas fundamentales, los centros industriales más importantes y la mayoría de las fábricas de guerra. Casi todas las unidades de la Escuadra…

Miré a Togliatti, que seguía atento el curso del informe, mientras entretenidamente limpiaba sus gafas con papeles de fumar. Gueré se había levantado y miraba por la ventana a la calle con una fijeza de sonámbulo. Después supe que padecía insomnio. Duelos, rechoncho, hundido en la butaca, resultaba una bola de carne. De cuando en cuando tomaba notas en un cuadernito. Stepanov, con el rostro de un verde-amarillo por la afección de hígado que padecía, tenía su mirada clavada en la pequeña y delgada figura de nuestro secretario. Era viscoso y antipático. Su rostro, inexpresivo. Codovila, con más de 100 kilogramos, tenía un aire de cargador de muelle intelectualizado. Se había despojado de la chaqueta y se limpiaba el copioso sudor que el calor y la grasa le producían. «Cuando Togliatti y Duelos han llegado —pensé—, sin duda traerán cosas importantes que comunicarnos».

«… estos éxitos iniciales —seguía informando Díaz— pueden verse comprometidos si no forjamos rápidamente nuestros cuadros de mando, si no organizamos la producción intensiva de armas, si no logramos obtener en los mercados extranjeros el material de guerra necesario. Hasta ahora la iniciativa popular ha suplido todas las deficiencias. Los facciosos se han tropezado con un imponderable con el que no habían contado: la iniciativa y la combatividad del pueblo, que, golpe a golpe, les ha desquiciado sus planes de campaña. Pero necesitamos urgentemente armas para explotar nuestros éxitos iniciales».

«¡Armas, armas!» También al Buró Político había llegado la voz imperiosa de la España republicana: «¡Armas… armas!»

—Esta tarde —comenzó diciendo Checa, secretario de organización de nuestro Partido— hemos hablado con el Presidente del Consejo de Ministros. Hemos tratado el tema de la compra de armas en el extranjero. Al parecer, las primeras gestiones han tropezado con inesperadas dificultades. Inglaterra se niega de plano a facilitarnos la adquisición de material en sus dominios. Francia titubea, a pesar de tener firmado un tratado con nuestro Gobierno, en virtud del cual España se obliga a comprarle preferentemente las armas que necesite para su defensa. Estados Unidos se ha apresurado a decretar el embargo sobre las armas que ya habían sido compradas y embarcadas en el momento de la sublevación.

—Pero la URSS puede mandarnos las armas que necesitamos sin dilaciones y sin titubeos —apunté.

—Poco a poco, amigo Hernández —contestó Duelos—. Las cosas no son tan simples. La URSS debe tener en cuenta la posición de las potencias democráticas. Una acción unilateral puede acarrearle serias complicaciones.

—No veo la razón.

—Pues es bien simple: si en Francia y en Inglaterra no hay una decisión favorable a la ayuda es por temor a la guerra con Alemania. Si la URSS, con su auxilio a la República, debilita sus lazos con estas potencias, puede aislarse peligrosamente, que es lo que busca la diplomacia alemana.

Mientras hablaba hacía con las manos un movimiento como si estuviera amasando pan. «Debe ser un movimiento reflejo de su vieja profesión de panadero». Este pensamiento me hizo sonreír.

—Creo que el problema está mal planteado —dije—. Hay que partir del hecho concreto de que nuestro Gobierno es el Gobierno legítimo de España, reconocido por todos los países del mundo. Es miembro de la Sociedad de las Naciones. Los principios de la Sociedad de las Naciones establecen claramente el derecho de cada Gobierno a adquirir las armas necesarias para su defensa. La URSS no tiene más que atenerse a este derecho internacional para vendernos cuantas armas queramos comprar.

—Ese es el derecho formal. En la vida real las cosas suceden de manera diferente —terció Togliatti.

—A la hora de aplicar los Códigos y las leyes internacionales cada nación ve sus propias conveniencias, y nada más —aclaró Duelos.

—Eso puede ser valedero para la diplomacia burguesa, pero no creo que a la URSS pueda amarrarle las manos la actitud de los Estados capitalistas, pues cada vez que se trate de aplicar Derecho Internacional a favor de un país revolucionario, los capitalistas ignorarán sus propias leyes.

—El tratado franco-soviético es la mayor preocupación de Hitler. Toda la diplomacia del Tercer Reich tiende a acabar con él. Sería torpe que la URSS arriesgase ahora la colaboración con las democracias occidentales —insistió Duelos.

—Esa consideración puede llevarnos a pisar terrenos peligrosos —objeté.

—¿Qué terrenos?

—Los del apaciguamiento, las concesiones… En fin, a ignorar nuestros principios internacionalistas.

—Nuestros principios tienen hoy el valor que les presta la existencia de la URSS —afirmó el antiguo panadero francés.

—Eso no es verdad —respondí secamente.

Se hizo un silencio.

Gueré había dejado de mirar a la calle. Sus ojos soñolientos me miraban. Stepanov me miraba. Togliatti, Duelos, Checa, Mije, todos me miraban con cierto aire de asombro. ¿Cómo era posible que en el Buró Político osara alguien discutir la razón o sin razón de la política de la URSS? Adivinaba sus pensamientos. Sólo José Díaz estaba al tanto de mi manera de pensar y, cuando menos, reconocería en mí el ser leal conmigo mismo.

Apoyado en el respaldo de su sillón, Togliatti, frío, doctoral, comenzó a decir:

—La lucha del pueblo español se ha iniciado en condiciones poco favorables para la República. Y, por sus antecedentes, la contienda desbordará las fronteras nacionales para adquirir su auténtico carácter de choque entre dos bloques. La URSS debe cuidar su seguridad como la niña de sus ojos. Cualquier acción precipitada puede motivar el rompimiento del equilibrio actual y apresurar la guerra hacia el Este. El error de Hernández es comprensible. Pierde de vista esta realidad y sólo ve los deberes del país socialista con el corazón, no con la cabeza.

—No soy ni sentimental ni romántico; soy un comunista que ha ayudado a promover huelgas generales en mi país por Thaelman, Rakosi, los negros de Scottsboro, los Schutzbund austriacos, los comunistas chinos, etcétera, en nombre del internacionalismo proletario. En estas luchas he salido a las calles y unido a los antifascistas españoles, me he jugado la vida… por la vida de los otros. Lo hacía no por romanticismo, sino persuadido de que cumplía un deber.

—La URSS está moral y políticamente al lado del pueblo español —dijo Codovila— y…

—También lo está el pueblo francés —interrumpí— y los hombres progresivos de los Estados Unidos, y, sin embargo, sus Gobiernos han comenzado a bloquearnos.

Intervino nuevamente José Díaz:

—Me interesa una cosa: ¿esas opiniones son personales de la delegación o son oficiales?

—Estas opiniones nos las ha facilitado el embajador soviético en París antes de nuestra salida para España —contestó Duelos.

—Luego podemos considerarlas oficiales —indicó Díaz.

—Justamente.

—Entonces, no hay por qué discutir más este asunto —concluyó Díaz.

—A título informativo podemos decirles a ustedes —agregó Duelos— que Stalin prepara una declaración pública en favor de la España republicana. Eso será de un gran efecto moral y político, una gran ayuda para el Partido.

—No hay por qué apurarse, señores. Ponemos en marcha las fábricas de guerra, transformamos las civiles en militares y… ¡a producir lo que necesitemos! —dijo Mije con su habitual ligereza de juicio.

—Si se tratara de una guerra en la que unos y otros nos valiéramos exclusivamente de los recursos nacionales las cosas serían así de simples —aclaró Díaz contestando a Mije—. Desgraciadamente no es así. Conocidas son ya las ofertas de Mussolini a los facciosos y a estas horas seguramente están recibiendo armas y hombres italianos. En cuanto a Alemania, tampoco es un secreto que Sanjurjo solicitó y obtuvo de ella seguridades de apoyo.

—Siendo así, la URSS también podrá echarnos una manita bajo cuerda. Nadar y guardar la ropa —insinuó Mije, riendo su sagacidad.

Una mirada insistente, próxima a la reprimenda, de Stepanov convenció a Mije de que acababa de decir una impertinencia.

—La URSS hará aquello que crea que debe hacer. No somos nosotros los que debemos aconsejarla —replicó ásperamente Duelos.

Salí de la reunión malhumorado. Tomé el coche y ordené que me condujeran a mi casa. Tenía necesidad de estar solo, de roer mis propias dudas en la soledad, para que nadie pudiera sospechar la clase de ideas que me bullían y atormentaban.

Cimorra discutía con Mena, mientras el coche rodaba despacito, sin luces, por las calles oscuras de Madrid.

—La libertad —decía Cimorra— exige acción eficaz y no muertes heroicas, que mañana servirán para ilustrar los manuales de historia con relatos patéticos.

—Yo me cisco en la historia. Pero ¿qué podemos hacer con escopetas viejas y con pistolas de museo ante las ametralladoras, los cañones y los aviones sino morir como hombres? —replicaba Mena.

—Eso ha servido estupendamente para la lucha en las calles, en las ciudades, para sofocar la sublevación; pero ahora es la guerra, Mena, la guerra con todas sus exigencias. Ya no se trata de morir con gesto sublime, sino de vencer, de ganar la guerra para vivir… para que viva nuestro pueblo.

—¡Alto! —gritó un vozarrón en las sombras.

—¿Qué leche pasa? —exclamó Mena.

—¡Alto! ¡La consigna! —repitió la sombra del vozarrón.

—«Victoria o muerte» —dijo Mena bajando el tono.

—¡Adelante! —ordenó la voz en las tinieblas.

—No se ve nada —dijo la «Ácrata»—. La oscuridad me pone nerviosa.

—Consuélate con la esperanza de que amanecerá —dijo Mena.

—Tú que eres un aprendiz de filósofo, Mena: ¿Qué es la esperanza? —bromeó Cimorra.

—El consuelo de los incapaces.

—¿Y la fe?

—Algunos la consideran virtud. Otros, como yo, una injuria a la sabiduría.

«No le falta razón», pensé.

Nosotros teníamos una esperanza…

Nosotros teníamos una fe…

«La profesión más difícil es el oficio de ser hombre», escribió un día Gorki.

Encerrado en mi pequeño gabinete de trabajo recordaba estas palabras del gran escritor ruso. «El oficio de ser hombre»…

«¿Qué se precisa para ser hombre? —me preguntaba—. En primer lugar, tener conciencia y voluntad. El hombre debe ser una suma de la conciencia y de la voluntad. Conciencia para saber diferenciar el bien y el mal; voluntad para aceptar o rechazar lo que la conciencia dicte como deber. Cuando estas cualidades fallan, el hombre es un ser malogrado, incompleto, falto de hombría. El sexo, en este caso, no es otra cosa que la simple diferenciación del género.

»Estoy disparatando. Nunca se me ha ocurrido detenerme a reflexionar estas cosas».

Por el amplio balcón entraba la noche. Apagué la luz y lo abrí de par en par. La calma de la noche, del cielo limpio y de la calle vacía suavizaron mis nervios. Las sombras se perdían en el telón negro del suelo. Ni un ruido. Ni un disparo. Nada recordaba la guerra. Sólo las sombras, las tinieblas, hablaban del estado de prevención, de alarma en la capital de España. A pocos kilómetros los hombres estarían cayendo con el pecho cosido a balazos, embriagados por el olor áspero de la pólvora y de la sangre, convencidos de que morían en las primeras trincheras del antifascismo del mundo, de que el español era el brazo armado del gran ideal de libertad y democracia de la Humanidad… Y los Gobiernos de los pueblos libres y demócratas habían comenzado ya a preparar el dogal de la «no intervención»…

Había quedado profundamente afectado por las palabras de Duelos y de Togliatti. En ellas adivinaba una táctica soviética que podía llevarla hasta el abandono de nuestra causa, el desentendimiento de nuestra guerra. «¿Será posible —me preguntaba— que llegue hasta a negarnos las armas? No; no es posible. Stalin no puede dejar de comprender que una victoria de la reacción en España hundiría toda la política de Frentes Populares en Europa y llevaría el desaliento a todos los demócratas del mundo. Por el contrario, nuestra victoria reanimará la fe de los pueblos en sus destinos de libertad y reforzará su lucha contra el fascismo de todos los colores.

»¿Pueden los intereses de nuestro pueblo ser opuestos a los actuales de la Unión Soviética? ¿Puede nuestra guerra no convenir tácticamente a los propósitos de paz y seguridad de la URSS?»

Las palabras que Díaz me había dicho hacía unos meses golpeaban mis sienes: «… somos una parte del todo… el todo es la URSS… Cada mando recibe la orden parcial de su participación en la pelea… Unos avanzar, otros retroceder…»

Me ardía la frente. Todos los arcos de mi fe estaban en tensión defensiva, protegiéndome contra la evidencia.

De lejos llegó el eco de unos disparos. Después, con intervalo de unos segundos, se oyeron otros… Luego otros.

«Algún control ha debido disparar… Los coches fantasmas… el frente interior…»

Cerré el balcón. Quería dormir. En mí cabeza bullían mil ideas…

«El oficio de ser hombre»… Gorki… Moscú… Stalin… «El error de Hernández»… Pienso con el corazón… no con la cabeza… «La URSS hará aquello que crea que debe hacer»… «Peligro de aislarse»… Guerra hacia el Este… Y el pueblo español… ¿qué?… ¡Diablo de Mena!… La fe, una injuria a la sabiduría… ¡No tiene un pelo de tonto! «Una parte del todo»… Si me dejara llevar de mis suposiciones gritaría: «Nuestra mística es puerca…»

Después nada.

* * *

Habían pasado los primeros días. Y también las primeras semanas. La República no sólo había vencido en los principales puntos del país, sino que detuvo la ofensiva fascista en Guadalajara y Somosierra. Y esta superioridad de las armas republicanas se produce también en Levante, Extremadura y Cataluña. Algunos de los avances logrados por los facciosos en este período se debían, más que a otra causa, a la actitud poco leal de algunos jefes militares que, más cerca del enemigo que de la propia República, procuraban sabotear y desorganizar nuestras posiciones.

Si en estas primeras semanas Stalin, en vez de enviarnos «consejeros» y «técnicos», nos hubiera enviado armas, los golpes al enemigo hubieran sido mortales.

Los milicianos comienzan a retirarse bajo el alud de fuego del enemigo. Se retiran deshechos, con el sueño de días y más días aguijoneándoles los ojos y nublada de algodón la cabeza; con la garra amarilla del hambre en el estómago, con el cansancio de kilómetros y kilómetros en los pies sangrantes. Eran repliegues mojando de sangre la tierra, con sacrificios aislados, tremendos, que la historia no suele recoger. Aun diezmadas, sin municiones, sin artillería, sin aviación, las bravas milicias peleaban hasta la muerte. Era preciso pelear así, como fuese. Sin cartuchos, si no había cartuchos; sin ametralladoras; con los machetes, con las navajas, con los puños… Cuando no quedaba un disparo más, calaban las bayonetas y esperaban…

—Lo esencial —me decía un día Goriev, uno de los principales jefes militares soviéticos— es ganarles la carrera de armamentos a los franquistas. Ellos están recibiendo ya aviones y carros de combate de Italia.

—Y nosotros carecemos hasta de lo más indispensable —dije.

—Sí… Esos aviones italianos que aterrizaron forzosamente en Argel el 30 de junio indican que no pierden tiempo —afirmó Goriev.

—¡Y nosotros sin un solo avión apto que pueda hacerles frente! Todos los mercados se nos cierran. Sólo podemos comprar chatarra.

—No pasen cuidado —afirmó Goriev—. Ya hemos informado a la Casa[3] y espero que dentro de unos días estarán aquí nuestros aparatos.

—Pero —aventuré a decir— después de la actitud de Francia y de Inglaterra, de los proyectos de «no intervención», para la URSS será muy difícil proveernos de armas.

—Siempre hay un medio para hacerlo. Y si no existe se inventa.

—Como al parecer se está buscando un pretexto para aislar a la Unión Soviética, deberán ustedes proceder con mucho cuidado.

—Francia necesita más de nosotros que nosotros de ella —afirmó Goriev.

—Pero podría suponer empujar el peligro de guerra hacia el Este. ¿No?…

—Ese riesgo existe de siempre. Pero Hitler sabe que no somos mancos y que en este momento somos más fuertes que él —arguyó Goriev con cierta satisfacción—. Para Francia el peligro mayor, hoy por hoy, reside en que los hitlerianos se le sitúen a su espalda, que a través del triunfo de Franco le amenacen en los Pirineos y en el litoral africano de Marruecos y de Argelia, y controlen sus comunicaciones con África del Norte. Esto le obligaría a rearmar su frontera del sur y a distraer muchas de las divisiones que tiene en los Alpes y en el Rhin, a triplicar su aviación y su marina en el Mediterráneo. España, en manos de Franco, son aeródromos que amenazarían fácilmente toda la Francia Meridional, que quedaría abierta o peligrosamente expuesta.

—Entonces, ¿cómo explicar esa política de miedo de Francia, esa negativa a facilitarnos la compra de armas? —pregunté.

—Usted lo ha dicho, Hernández: Miedo a la guerra y al contagio revolucionario de España. Algunos sectores reaccionarios de Francia e Inglaterra piensan que será más fácil entenderse con una España fascista que con una España revolucionaria.

—Sí —dije—. Para Inglaterra también es una amenaza sería que Alemania se le sitúe, mediante un dominio en España, sobre sus rutas marítimas más cortas.

—Ciertamente. Y si el sentido común no es cosa vana, Francia e Inglaterra deberán inspirar su política en los mismos intereses —claro que a la inversa— que mueven al «führer» y al «Duce» a intervenir tan decididamente al lado de Franco.

Goriev hizo una pausa. De uno de los amplios bolsillos del chaquetón sacó unos cigarros puros. Y con gesto obsequioso:

—¿Usted gusta?

—Sí, gracias.

Ofreció otro a Trilla, el traductor.

—¡Excelentes cigarros! —dijo, aspirando con deleite el humo del habano.

—¿Entonces, usted cree que una acción definida de la Unión Soviética en favor de España no pone en peligro el pacto franco-soviético? —pregunté.

—A mi modo de entender, no. Francia buscó fortalecer su posición frente a Hitler apoyándose en el poderío económico, técnico y militar de la URSS Las mismas condiciones, que hace poco más de un año indujeron al tratado, subsisten hoy.

Goriev inclinó la cabeza hacia atrás y se alisó con ambas manos los cabellos, con gesto de desperezo. Su voz reflejaba cierto cansancio.

—Desde que he llegado a España no he dormido cuatro horas seguidas —dijo haciendo un ademán confuso con la mano.

—Una última pregunta, Goriev. Como militar usted puede contestármela.

—¿Cuál?

—¿Podemos descartar el peligro de agresión de Alemania a la URSS en estos momentos?

—Absolutamente —contestó con firmeza—. Nuestro potencial de guerra es extraordinariamente superior al de Alemania. En armas tan decisivas como la aviación doblamos su poderío[4].

—Pero ¿y sumando el suyo al de Francia e Inglaterra?… —aventuré.

—De eso, ni hablar. Los reaccionarios anglo-franceses verían con mucho agrado que los rusos y los alemanes nos partiéramos la crisma. Pero descarto totalmente la posibilidad de una cooperación activa de estas potencias en favor de Hitler.

—¿Por qué?

—Porque el triunfo de Hitler sobre la URSS sería la sentencia de muerte para ellas. Lo único que hace tascar el freno a Hitler es el temor a la guerra en dos frentes.

Mi asombro iba en aumento. O bien Goriev estaba loco o los delegados políticos de Moscú mentían. El caso era que las opiniones de Goriev me parecían más sensatas y verdaderas que todas las trapisondas de los consejeros. En éstos todo eran temores; en Goriev, todo seguridad.

Si Alemania no estaba en aquellos momentos en condiciones de atacar a la URSS, si Francia no podía desligarse de la Unión Soviética por razones de seguridad inmediata y de perspectiva, si Inglaterra se hallaba en parecida situación a la de Francia, ¿qué es lo que impedía a la URSS realizar una política abierta y decidida a favor de la España republicana?

Mi confusión y desconcierto eran enormes. Me era difícil entonces llegar a comprender todo el alcance del juego innoble de la Unión Soviética. Ni Goriev ni yo sabíamos en aquellos momentos que, mientras con resonancia de trueno en las tormentas oceánicas retumbaban en los oídos del mundo las grandilocuentes palabras de Stalin: «La causa del pueblo español no es asunto privado de los españoles, sino la causa de toda la Humanidad avanzada y progresiva», el Kremlin, respondiendo a la consulta del Gobierno francés sobre cuál sería la actitud de la Unión Soviética si Francia se viera amenazada por prestar auxilio al Gobierno de Madrid, decía:

«El pacto franco-soviético de 1935 nos obliga a prestarnos una ayuda mutua en caso de que uno de nuestros dos países se vea atacado por una tercera potencia, pero no así en caso de guerra como consecuencia de la intervención de uno de nuestros dos países en los asuntos de un tercero»[5].

Cuando juzguemos a Francia, y al mismo León Blum, por haber concebido la «no intervención» deberemos pensar si no fue la política maquiavélica de Stalin la que engendró el monstruo que estranguló al pueblo español.

—Lo primero que necesitamos es aviación. La moral del combatiente decae cuando el adversario ataca con armas que no se pueden contrarrestar —dijo Goriev levantándose y disponiéndose a partir.

—Sí —corroboré—. La aviación es un arma que golpea con dos filos: el físico y el moral.

Un apretón de manos.

—Salud.

—Salud.

Le vi salir sonriente, con su eterno puro en la boca. Era el ruso menos ruso que había conocido hasta entonces. Hasta en su manera de vestir era distinto. Alto, espigado, con el cabello prematuramente canoso, casi blanco, daba la impresión de un gentleman inglés. Me le imagino caminando hacia el muro de ejecución —escoltado por las tropillas de la NKVD, que habrían de asesinarle meses después— con la cabeza alta y altiva la mirada ante sus supliciadores. Me le imagino despreciándoles con los oíos, con el gesto, con el alma. «Soy —les diría con su silencio despectivo— uno de los cientos de miles de hombres que caer defendiendo la causa del pueblo español, “la causa de toda la Humanidad avanzada y progresiva”, que Stalin está sacrificando en los campos ardientes de pasión, de idealismo y de fuego de la España republicana».

Al día siguiente de esta entrevista volví a encontrarle en el Estado Mayor que había instalado en el Cuartel General de nuestro Ejército. Le acompañaba Michel Koltzov, a la sazón redactor jefe de «Pravda», de Moscú, quien acababa de llegar a Madrid.

—Salud, camaradas.

Afable, Goriev me presentó a Koltzov.

—¿Cuándo llegan esas armas? —pregunté con familiaridad a Koltzov.

—¡Uf…! Cualquiera lo sabe… Lógicamente deberían estar ya aquí.

—Eso digo yo.

—Llegarán… llegarán —dijo Goriev masticando su puro.

—Supongo que nadie entre nosotros tiene interés en que España sea una nueva Abisinia —afirmó Koltzov.

—¡De ninguna manera! —aseguró Goriev.

—Si no nos damos prisa… —insinué.

—La revolución se ha vestido de soldado y sale de sus fronteras. Se acabó el período de las victorias fáciles del fascismo —proclamó Goriev con vehemencia.

No. Estos hombres no eran «agentes del imperialismo», no eran «enemigos del pueblo», no eran «espías de los alemanes» ni de los japoneses. A estos hombres les asesinó Stalin por su fidelidad al pueblo español; les asesinó porque, antes que nosotros, se dieron cuenta del juego sucio del Kremlin en España; les asesinó porque pedían armas, como las pedíamos nosotros; porque pedían los materiales bélicos que podían facilitarnos la victoria; porque no comprendían las dilaciones y las demoras; les asesinó porque veían perderse batallas que podíamos ganar con una mejor asistencia soviética; les asesinó porque fueron sensibles a la sangre y al dolor del pueblo español; les asesinó porque protestaron cuando vieron la calidad y la cantidad de las armas que Moscú nos mandaba[6]; les asesinó porque eran revolucionarios.

Si Goriev, Grissen, Stern, Chaponov y decenas de otros «consejeros» militares del primer período de nuestra guerra hubieran sido contrarrevolucionarios podrían haber provocado sin dificultad alguna el derrumbe total de las posiciones republicanas. En realidad, sus Estados Mayores eran los únicos puestos de mando que funcionaban organizadamente en los primeros momentos de nuestra lucha. No hay ni un solo español capaz de acusar a estos primeros hombres enviados por Moscú de haber procedido conscientemente contra las armas republicanas. El único elemento turbio, Kulik, jefe supremo del equipo de «consejeros», es al que Stalin ha dejado con vida. ¿Casualidad?… Es mucha cuando el Gengis Kan moderno ha hecho desaparecer hasta los traductores rusos que acompañaban a este grupo de militares soviéticos.

Stalin asesinó a estos hombres porque eran testigos vivos de su juego tramposo y antisocialista en España; porque vieron a la URSS sentada ante el tapete verde en que los tahúres internacionales se jugaban los destinos del pueblo español. A los pocos meses de estar en España se les hizo claro el juego de Stalin. El «gran jefe de los pueblos», mientras pretendía hacer creer al mundo democrático que la intervención de la URSS en los asuntos españoles la movían profundas razones de humana justicia, procedía con arreglo al más grosero realismo. Su intervención en España estaba tan ausente de sentimientos y de razones de carácter ideológico como sobrada de motivos de índole militar, diplomática y chauvinista.

El hombre de la gran mentira socialista se planteó el problema español en términos claros y simples:

«Sacrificando al pueblo español empujo a Hitler hacia occidente, lejos de mis fronteras. Empujando a Hitler hacia el occidente aumento los miedos de los asustados gobernantes de Francia e Inglaterra y les obligo a mostrarse más dóciles a la URSS Con estas dos bazas en la mano puedo ganar una tercera y decisiva: agudizo las contradicciones entre el grupo anglo-francés y las potencias nazi-fascistas, les empujo hacia la guerra y me quedo como árbitro de la situación. Ellos se desangran y yo me fortalezco».

Para desarrollar este juego sucio, precursor del pacto germano-soviético, la guerra de España debería durar cierto tiempo, con aquellas alternativas que mejor convinieran al plan soviético.

A Stalin no le interesaba precipitar la victoria del pueblo español, porque su juego especulativo con Alemania necesitaba de tiempo. El desplazamiento del dispositivo militar alemán hacia Occidente debería efectuarse una vez engolosinado el «führer» con el objetivo. Por eso Stalin no ayudó al pueblo español cuando las condiciones eran favorables a una rápida victoria republicana.

A Stalin tampoco le interesaba una pronta victoria de los rebeldes, porque podría provocar un desplome vertical de la moral en las potencias democráticas e inclinarlas a una entrega capituladora ante Hitler sin que éste desmontara su dispositivo en el Este. Por eso Stalin prestó una ayuda calculada a la República para que pudiera sostener una guerra desesperada de desgaste, una guerra constantemente defensiva.

Stalin emprendió la partida donde se jugaba la sangre y la vida del pueblo español con la decisión del tahúr que se propone ganar siempre, como sea y a como dé lugar. ¿Que el botín debería cobrarse sobre montañas de cadáveres, sobre cientos de miles de hombres, mujeres y niños de la España republicana?… ¡Qué más daba! El crimen se enmascaraba en una fraseología demagógica y en estudiados gestos para la galería revolucionaria. Contando con la estupidez y la fe fanática de los comunistas españoles y del mundo entero, el éxito estaba asegurado. Los demócratas españoles, al caer segados por la metralla fascista en los frentes de la libertad, morirían con la entereza de los antiguos gladiadores, y su último estertor sería para saludar al que les mandaba al degüello.

El maquiavelismo del nuevo Gengis Kan fracasó estrepitosamente. De sus proyectos, sólo uno le fue de fácil realización: la traición al pueblo español. Hitler no era un idiota, y sus generales, tampoco.

Von Reichenau, en su informe a los jefes hitlerianos sobre «Las enseñanzas de la intervención alemana en la guerra de España», les decía claramente:

«¿Debemos continuar ayudando a Franco? Algunos piensan que nuestra intervención en España no puede justificarse. Nosotros estimamos lo contrario, que ésta debe intensificarse. Sería un error considerar la guerra de España como una guerra de segundo orden. Esta nos ha permitido sacar experiencias preciosas y particularmente nos ha demostrado hasta qué punto se puede intimidar a Francia e Inglaterra. Las fronteras de España son un centro de trabajo excelente para nuestros servicios de información. Desde ahora nosotros nos hemos establecido sobre las líneas estratégicas de Francia e Inglaterra en el Mediterráneo. Además, la guerra en España tendrá una influencia feliz sobre el desarrollo del movimiento pan-árabe. La solución de las cuestiones de Gibraltar, de las Baleares y de las relaciones de España con las potencias orientales debe continuar en manos de Franco, en quien debemos tener la mayor confianza. En fin —concluye Von Reichenau—, nuestra intervención en España no ha molestado en nada a la concentración de nuestras fuerzas».

Goriev, Stern, Grissen, Chaponov, Rosemberg y decenas de otros «agentes del enemigo» se percataron antes que nadie de la maquinación monstruosa de Stalin, y desde sus puestos de combate en la España republicana de 1936 vieron desempolvar en el Kremlin los apolillados uniformes de Catalina y de Pedro el Grande.

Y Stalin los asesinó.

* * *

A mediados del mes de septiembre de 1936, el Gobierno presidido por el doctor José Giral, de carácter republicano-burgués, impotente para cohesionar la diversidad de poderes que espontáneamente creaba cada una de las organizaciones políticas y sindicales, cedió paso a un Gobierno del que formaban parte todas las fuerzas democráticas y populares, con predominio y dirección de la clase obrera, Gobierno al que poco después se incorporarían los anarquistas.

La formación del nuevo Gobierno fue encomendada a Francisco Largo Caballero, Presidente del Partido Socialista y de la Unión General de Trabajadores. Largo Caballero puso como condición previa a su aceptación de presidir el Gobierno la participación de los comunistas en el mismo.

Al Buró Político del Partido Comunista se nos planteó un problema de principio: ¿Deberíamos romper con la tradición de abstencionismo gubernamental y aceptar la responsabilidad de colaborar con el Gobierno de un régimen democrático pequeño-burgués o deberíamos mantenernos alejados de toda participación directa en el Gobierno, en espera de que se fuesen «quemando» las fuerzas del Frente Popular y quedar los comunistas como los únicos posibles herederos de la situación? Decidimos que lo revolucionario era no colaborar. Sometida nuestra decisión a Moscú, con no poco asombro recibimos la orden de participar en el Gobierno. Fue así como por primera vez en la historia del movimiento comunista internacional dos hombres de esta significación íbamos a colaborar en un Gobierno «no proletario». Vicente Uribe se encargó del Ministerio de Agricultura y yo fui destinado al de Instrucción Pública en el Gobierno de Francisco Largo Caballero.

* * *

Pasaban los días, pasaban las semanas, pasaban los meses… Seguían llegando «tovarich» de todas clases y «técnicos» de todas las especialidades, entre ellos no pocos «inkavedistas»… pero las armas no aparecían por parte alguna.

Y España pedía armas desde todas las brechas de sangre y de plomo; caían tronchadas las mejores vidas de nuestro pueblo, de los hombres que en un impulso de titanes acorazaban la tierra, acosada ya por los Junkers y los Capronis, por tanquetas italianas, por cañones alemanes, por italianos, moros y portugueses… y las armas soviéticas no llegaban. La España leal, el Gobierno legítimo de España, al que se le cerraban todos los mercados del mundo, gastaba el oro de sus depósitos nacionales comprando chatarra y desecho de los arsenales y ejércitos de todos los países.

A fines de octubre, casi cuatro meses después de comenzada la guerra, llegaron los primeros suministros soviéticos, en cantidades evidentemente ridículas, pero, no obstante, fueron recibidos con alborozo y alegría. «Son los primeros —pensábamos—. Después vendrán más… y más… Todos los que necesitemos».

En el mar se cruzaron dos naves: la que venía de Rusia a la España leal con sus bodegas casi vacías, y la que de Cartagena había salido para Odesa con 7800 cajas de oro español. Los tahúres del Kremlin no se fiaban. 2 258 569 908 pesetas oro (70 por 100 en libras esterlinas de oro) constituían las reservas del Estado español en 1936. Los rusos, para comenzar a suministramos las armas, exigieron un depósito de 510 079 592 gramos de oro, equivalentes a 1 581 642 100 pesetas oro o 63 265 784 libras esterlinas. ¡Más de la mitad del tesoro español! El 6 de noviembre el oro español llegaba a Moscú. El 6 de noviembre los cañones de Mola resonaban en las puertas de Madrid. La aviación enemiga, sin contrapartida, ametrallaba a los milicianos, que, clavados en la tierra, disparaban rabiosos sus fusiles contra los aviones de Hitler y Mussolini… facilitados a Franco sin pedirle ni una sola peseta de anticipo.

Al terminar la guerra, Franco debía a Alemania más de 1000 millones de marcos. Y en el año de 1942 Mussolini declaraba que de los 17 000 millones de liras, importe de la ayuda prestada a Franco, éste debía a Italia todavía 7500 millones.

Al terminar la guerra de España, Stalin, al igual que antes lo había hecho con los primeros «consejeros» militares, limpió la tierra soviética de enojosos testigos de su atraco al tesoro español. Fusilaba al Comisario de Hacienda, Grinko; sepultaba en Siberia al director del Grosbank, Marguliz; al subdirector, Cagan; al representante del Comisariado de Hacienda en el Grosbank, Ivanoski, y al nuevo director de dicho establecimiento, Martinson. Al terminar la guerra en España, Stalin, en vez de poner el cuantiosísimo resto del tesoro español (después de haberse cobrado hasta el último cartucho que a España remitiera) a disposición del Gobierno republicano en el exilio, para que éste pudiera continuar la lucha contra el régimen franquista, se dedicó tranquilamente a vender el oro español. De golpe y porrazo Rusia habíase transformado en uno de los principales países exportadores del aurífero metal.

Todavía hoy no ha rendido ni quiere rendir cuentas.

¡Todavía hoy —y han pasado trece años— sigue sin querer reconocer a ningún Gobierno republicano en el exilio!

* * *

—Con la llegada de las primeras armas soviéticas —nos decía Togliatti— tenemos un elemento esencial de propaganda en las manos.

—El Partido Comunista de España tiene todas las probabilidades de convertirse en el eje de la situación política —afirmaba Stepanov.

—La ayuda de la URSS no sólo es eficaz porque nos arma, sino porque fortalece el prestigio de los comunistas. Nadie más que la Unión Soviética auxilia al pueblo español —repetía Togliatti.

—Pero siendo tan pocas… será más el ruido que las nueces —comentó sin malicia Checa.

Una mirada fulminante, saltona, de miope, de Togliatti, hizo enmudecer a Checa. Con el mismo tono en que un viejo kulak podría haberse dirigido a un miserable mujik, señalando con el dedo a Checa, pero hablándonos a todos, dijo:

—Esa, precisamente, será la tónica de la propaganda de los socialistas y de los anarquistas. Nos dirán que las armas son pocas, que son insuficientes, para ocultar que los cerdos como Blum y compañía son los inspiradores de la «no intervención», que es quien cierra el camino a los suministros de la Unión Soviética.

Silencio sepulcral.

Checa, azorado, se mordía las uñas. Díaz dibujaba muñecos en un papel. Pasionaria, inmutable y pétrea en su silencio. Uribe, fumando y mirando al techo. Yo, curioso y regocijado.

—… esto —insistía Togliatti, mientras su dedo se movía conminatorio— no deben olvidarlo. La culpa la tiene la socialdemocracia internacional.

—De eso… ¡Ni hablar!… Estamos bien convencidos —balbuceó Mije con propósito de aliviar la tensión.

—De no haber sido por los Blum, Citrin, Attlee, etcétera, tendríamos aquí, además de cientos de aviones y tanques, todos los soldados rojos que fueran menester para acabar con los facciosos y los italianos… —proseguía Togliatti.

Stepanov, Codovila y Togliatti nos miraban. A mí me producía la impresión de que nos veían como ven los maestros hiperclorhídricos cuando miran a los niños zoquetes dudando de que hayan asimilado la lección.

—¿Qué opina ahora nuestro amigo el gruñón? —preguntó Stepanov dirigiéndose a mí.

Sentí la ironía como una bofetada. Dominándome dije:

—Prefiero equivocarme en este caso a tener toda la razón de} mundo.

Stepanov, provocativo, volvió a la carga:

—¿Pudiste acaso llegar a creer que la URSS no sabría cumplir con sus deberes de solidaridad internacional? —y sonreía enseñando sus dientes sucios.

—La duda no nacía de ninguna suposición particular, sino de las palabras de ustedes.

—El que no sabe es como el que no ve. Pero debemos confiar siempre, siempre, en el camarada Stalin —sentenció Stepanov.

—Eso no se discute —dije.

La llegada de aquellas pocas armas habían disipado muchos de mis temores. En mi fuero interno llegué a reprocharme mis dudas y vacilaciones. Fortalecida mi fe, me entregué con redoblado entusiasmo al trabajo. Nuevos hechos vendrían a hendirla con la fuerza de un ariete.