Prefacio

EL ENSAYO que sigue es el primer informe publicado de modo íntegro de un proyecto concebido, originalmente, hace casi quince años. En esa época, yo era un estudiante graduado en física teórica, que estaba a punto de presentar mi tesis. Un compromiso afortunado con un curso de colegio experimental que presentaba las ciencias físicas para los no científicos, me puso en contacto, por primera vez, con la historia de la ciencia. Resultó para mí una sorpresa total el que ese contacto con teorías y prácticas científicas anticuadas socavara radicalmente algunos de mis conceptos básicos sobre la naturaleza de la ciencia y las razones que existían para su éxito específico.

Estas concepciones las había formado previamente, obteniéndolos en parte de la preparación científica misma y, en parte, de un antiguo interés recreativo por la filosofía de las ciencias. En cierto modo, fuera cual fuera su utilidad pedagógica y su plausibilidad abstracta, esas nociones no encajaban en absoluto en la empresa exhibida por el estudio histórico. Sin embargo, eran y son fundamentales para muchas discusiones científicas y, por consiguiente, parecía valer la pena ahondar más en sus fallas de verosimilitud. El resultado fue un cambio drástico en mis planes profesionales, un paso de la física a la historia de la ciencia y, luego, gradualmente, de los problemas históricos relativamente íntegros a las inquietudes más filosóficas, que me habían conducido, inicialmente, hacia la historia. Con excepción de unos cuantos artículos, este ensayo es el primero de mis libros publicados en que predominan esas preocupaciones iniciales. En cierto modo, es, principalmente, un esfuerzo para explicarme y explicar a mis amigos cómo fue que pasé de la ciencia a su historia.

Mi primera oportunidad para ahondar en algunas de las ideas que expreso más adelante, me fue proporcionada a través de tres años como Junior Fellow de la Society of Fellows de la Universidad de Harvard. Sin ese periodo de libertad, la transición a un nuevo campo de estudio hubiera sido mucho más difícil y, probablemente, no hubiera tenido lugar. Parte de mi tiempo, durante esos años, fue dedicado a la historia de la ciencia propiamente dicha. Principalmente, continué el estudio de los escritos de Alexandre Koyré y descubrí los de Emile Meyerson, Hélène Metzger y Anneliese Maier.[p-1] De manera más clara que la mayoría de los demás eruditos recientes, ese grupo muestra lo que significaba pensar científicamente en una época en la que los cánones del pensamiento científico eran muy diferentes de los actuales. Aun cuando pongo en tela de juicio, cada vez más, algunas de sus interpretaciones históricas particulares, sus obras, junto con Great Chain of Being, de A. O. Lovejoy, sólo han cedido el lugar preponderante a los materiales originales primarios, en la formación de mis conceptos sobre lo que puede ser la historia de las ideas científicas.

Gran parte de mi tiempo, durante esos años, lo pasé explorando campos que, aparentemente, carecían de relación con la historia de las ciencias, pero en los que sin embargo, en la actualidad, la investigación descubre problemas similares a los que la historia presentaba ante mi atención. Una nota encontrada, por casualidad, al pie de una página, me condujo a los experimentos por medio de los cuales, Jean Piaget, ha iluminado tanto los mundos diversos del niño en crecimiento como los procesos de transición de un mundo al siguiente.[p-2] Uno de mis colegas me animó a que leyera escritos sobre la psicología de la percepción, sobre todo de los psicólogos de la Gestalt; otro me presentó las especulaciones de B. L. Whorf acerca del efecto del lenguaje sobre la visión del mundo y W. V. O. Quine me presentó los problemas filosóficos relativos a la distinción analítico-sintética.[p-3] Éste es el tipo de exploración fortuita que permite la Society of Fellows y sólo por medio de ella pude descubrir la monografía casi desconocida de Ludwik Fleck, Entstehung und Entwicklung einer wissenschaftlichen Tatsache (Basilea, 1935), un ensayo que anticipaba muchas de mis propias ideas. Junto con una observación de otro Junior Fellow, Francis X. Sutton, la obra de Fleck me hizo comprender que esas ideas podían necesitar ser establecidas en la sociología de la comunidad científica. Aunque los lectores descubrieran pocas referencias en el texto a esas obras o conversaciones, estoy en deuda con ellas en muchos más aspectos de los que puedo recordar o evaluar hoy.

Durante mi último año como Junior Fellow, una invitación del Instituto Lowell de Boston para dar conferencias me proporcionó la primera oportunidad de poner a prueba mi noción de la ciencia, la que todavía se encontraba en desarrollo. El resultado fue una serie de ocho conferencias públicas, pronunciadas durante el mes de marzo de 1951, sobre “La búsqueda de la teoría física”. Al año siguiente comencé propiamente a enseñar historia de la ciencia y, durante casi una década, los problemas de la enseñanza de una rama que nunca había estudiado sistemáticamente me dejaron poco tiempo para articular de modo explícito las ideas que me condujeron a ese campo. Afortunadamente, sin embargo, esas ideas resultaron una fuente de orientación implícita y, hasta cierto punto, de parte de la estructura problemática, para gran sector de mi enseñanza más avanzada. Tengo, por consiguiente, que agradecer a mis alumnos varias lecciones impagables, tanto sobre la viabilidad de mis opiniones como sobre las técnicas apropiadas para comunicarlas de manera eficaz. Los mismos problemas y esa misma orientación proporcionaron unidad a la mayoría de los estudios, predominantemente históricos y aparentemente diversos, que he publicado desde el final de mi época de becado. Varios de ellos tratan del papel integral desempeñado por una u otra metafísica en la investigación científica creadora. Otros examinan el modo como las bases experimentales de una nueva teoría se acumulan y son asimiladas por hombres fieles a una teoría incompatible y más antigua. En el proceso, describen el tipo de desarrollo que llamo, más adelante, “emergencia” de un descubrimiento o una teoría nuevos. Hay, además de eso, muchos otros vínculos de unión.

La etapa final del desarrollo de esta monografía comenzó con una invitación para pasar el año 1958-59 en el Centro de Estudios Avanzados sobre las Ciencias de la Conducta (Center for Advanced Studies in the Behavioral Sciences). Una vez más, estuve en condiciones de prestar una indivisa atención a los problemas presentados más adelante. Lo más importante es que, el pasar un año en una comunidad compuesta, principalmente, de científicos sociales, hizo que me enfrentara a problemas imprevistos sobre las diferencias entre tales comunidades y las de los científicos naturales entre quienes había recibido mi preparación. Principalmente, me asombré ante el número y el alcance de los desacuerdos patentes entre los científicos sociales, sobre la naturaleza de problemas y métodos científicos aceptados. Tanto la historia como mis conocimientos me hicieron dudar de que quienes practicaban las ciencias naturales poseyeran respuestas más firmes o permanentes para esas preguntas que sus colegas en las ciencias sociales. Sin embargo, hasta cierto punto, la práctica de la astronomía, de la física, de la química o de la biología, no evoca, normalmente, las controversias sobre fundamentos que, en la actualidad, parecen a menudo endémicas, por ejemplo, entre los psicólogos o los sociólogos. Al tratar de descubrir el origen de esta diferencia, llegué a reconocer el papel desempeñado en la investigación científica por lo que, desde entonces, llamo “paradigmas”. Considero a éstos como realizaciones científicas universalmente reconocidas que, durante cierto tiempo, proporcionan modelos de problemas y soluciones a una comunidad científica. En cuanto ocupó su lugar esta pieza de mi rompecabezas, surgió rápidamente un bosquejo de este ensayo.

No es necesario explicar aquí la historia subsiguiente de ese bosquejo; pero es preciso decir algo sobre la forma en que se ha preservado después de todas las revisiones. Hasta que terminé la primera versión, que en gran parte fue revisada, pensé que el manuscrito aparecería, exclusivamente, como un volumen de la Enciclopedia de Ciencia Unificada. Los redactores de esta obra precursora me habían solicitado primeramente este ensayo; luego, me respaldaron firmemente y, al final, esperaron el resultado con tacto y paciencia extraordinarios. Les estoy muy agradecido, principalmente a Charles Morris, por darme el estímulo que necesitaba y por sus consejos sobre el manuscrito resultante. No obstante, los límites de espacio de la Enciclopedia hicieron necesario que presentara mis opiniones en forma esquemática y extremadamente condensada. Aunque sucesos posteriores amortiguaron esas restricciones e hicieron posible una publicación independiente simultánea, esta obra continúa siendo un ensayo, más que el libro de escala plena que exigirá finalmente el tema que trato.

Puesto que mi objetivo fundamental es demandar con urgencia un cambio en la percepción y la evaluación de los datos conocidos, no ha de ser un inconveniente el carácter esquemático de esta primera presentación. Por el contrario, los lectores a los que sus propias investigaciones hayan preparado para el tipo de reorientación por el que abogamos en esta obra pueden hallar la forma de ensayo más sugestiva y fácil de asimilar. No obstante, tiene también desventajas y ellas pueden justificar el que ilustre, desde el comienzo mismo, los tipos de ampliaciones, tanto en el alcance como en la profundidad, que, eventualmente, deseo incluir en una versión más larga. Existen muchas más pruebas históricas que las que he tenido espacio para desarrollar en este libro. Además, esas pruebas proceden tanto de la historia de las ciencias biológicas como de la de las físicas. Mi decisión de ocuparme aquí exclusivamente de la última fue tomada, en parte, para aumentar la coherencia de este ensayo y también, en parte, sobre bases de la competencia actual. Además, la visión de la ciencia que vamos a desarrollar sugiere la fecundidad potencial de cantidad de tipos nuevos de investigación, tanto histórica como sociológica. Por ejemplo, la forma en que las anomalías o las violaciones a aquello que es esperado atraen cada vez más la atención de una comunidad científica, exige una estudio detallado del mismo modo que el surgimiento de las crisis que pueden crearse debido al fracaso repetido en el intento de hacer que una anomalía pueda ser explicada. O también, si estoy en lo cierto respecto a que cada revolución científica modifica la perspectiva histórica de la comunidad que la experimenta, entonces ese cambio de perspectiva deberá afectar la estructura de los libros de texto y las publicaciones de investigación posteriores a dicha revolución. Es preciso estudiar un efecto semejante —un cambio de distribución de la literatura técnica citada en las notas al calce de los informes de investigación— como indicio posible sobre el acaecimiento de las revoluciones.

La necesidad de llevar a cabo una condensación drástica me ha obligado también a renunciar a la discusión de numerosos problemas importantes. Por ejemplo, la distinción que hago entre los periodos anteriores y posteriores a un paradigma en el desarrollo de una ciencia, es demasiado esquemática. Cada una de las escuelas cuya competencia caracteriza el primer periodo es guiada por algo muy similar a un paradigma; hay también circunstancias, aunque las considero raras, en las que pueden coexistir pacíficamente dos paradigmas en el último periodo. La posesión simple de un paradigma no constituye un criterio suficiente para la transición de desarrollo que veremos en la Sección II. Lo que es más importante, no he dicho nada, excepto en breves comentarios colaterales, sobre el papel desempeñado por el progreso tecnológico o por las condiciones externas, sociales, económicas e intelectuales, en el desarrollo de las ciencias. Sin embargo, no hay que pasar de Copérnico y del calendario para descubrir que las condiciones externas pueden contribuir a transformar una simple anomalía en origen de una crisis aguda. El mismo ejemplo puede ilustrar el modo en que las condiciones ajenas a las ciencias pueden afectar el cuadro disponible de posibilidades para el hombre que trata de poner fin a una crisis, proponiendo alguna reforma revolucionaria.[p-4] La consideración explícita de efectos como éstos no modificará, creo yo, las principales tesis desarrolladas en este ensayo; pero, seguramente, añadiría una dimensión analítica de importancia primordial para la comprensión del progreso científico.

Finalmente, quizá lo más importante de todo, las limitaciones de espacio han afectado drásticamente el tratamiento que hago de las implicaciones filosóficas de la visión de la ciencia, históricamente orientada, de este ensayo. Desde luego, existen esas implicaciones y he tratado tanto de indicar las principales como de documentarlas. No obstante, al hacerlo así, usualmente he evitado discutir, de manera detallada, las diversas posiciones tomadas por filósofos contemporáneos sobre los temas correspondientes. Donde he indicado escepticismo, con mayor frecuencia, lo he enfocado a la actitud filosófica y no a cualquiera de sus expresiones plenamente articuladas. Como resultado de ello, algunos de los que conocen y trabajan dentro de una de esas posiciones articuladas puede tener la sensación de que no he logrado comprender su punto de vista. Considero que sería una equivocación, pero este ensayo no tiene el fin de convencerlos de lo contrario. Para ello hubiera sido preciso un libro mucho más amplio y de tipo muy diferente.

Los fragmentos autobiográficos con que inicio este prefacio servirán para dar testimonio de lo que reconozco como mi deuda principal tanto hacia los libros de eruditos como a las instituciones que contribuyeron a dar forma a mis pensamientos. Trataré de descargar el resto de esa deuda, mediante citas en las páginas que siguen. Sin embargo, nada de lo que digo antes o de lo que expresaré más adelante puede dar algo más que una ligera idea sobre el número y la naturaleza de mis obligaciones personales hacia los numerosos individuos cuyas sugestiones y críticas, en uno u otro momento, han respaldado o dirigido mi desarrollo intelectual. Ha pasado demasiado tiempo desde que comenzaron a tomar forma las ideas expresadas en este ensayo; una lista de todos aquellos que pudieran encontrar muestras de su influencia en estas páginas casi correspondería a una lista de mis amigos y conocidos. En esas circunstancias, debo limitarme al corto número de influencias principales que ni siquiera una memoria que falla suprimirá completamente.

Fue James B. Conant, entonces presidente de la Universidad de Harvard, quien me introdujo por vez primera en la historia de la ciencia y, así, inició la transformación en el concepto que tenía de la naturaleza del progreso científico. Desde que se inició ese proceso, se ha mostrado generoso con sus ideas, sus críticas y su tiempo, incluyendo el necesario para leer y sugerir cambios importantes al bosquejo de mi manuscrito. Leonard K. Nash, con quien, durante cinco años, di el curso orientado históricamente que había iniciado el doctor Conant, fue un colaborador todavía más activo durante los años en que mis ideas comenzaron a tomar forma y mucho lo he echado de menos durante las últimas etapas del desarrollo de éstas. Sin embargo, afortunadamente, después de mi partida de Cambridge, su lugar como creadora caja de resonancia, y más que ello, fue ocupado por mi colega de Berkeley, Stanley Cavell. El que Cavell, un filósofo interesado principalmente en la ética y la estética, haya llegado a conclusiones tan en consonancia con las mías, ha sido una fuente continua de estímulo y aliento para mí. Además, es la única persona con la que he podido explorar mis ideas por medio de frases incompletas. Este modo de comunicación pone de manifiesto una comprensión que le permitió indicarme el modo en que debía salvar o rodear algunos obstáculos importantes que encontré, durante la preparación de mi primer manuscrito.

Desde que escribí esta versión, muchos otros amigos me han ayudado con sus críticas. Creo que me excusarán si sólo nombro a los cuatro cuyas contribuciones resultaron más decisivas y profundas: Paul K. Feyerabend de Berkeley, Ernest Nagel de Columbia, H. Pierre Noyes del Laboratorio de Radiación Lawrence y mi discípulo John L. Heilbron, que ha colaborado, a menudo, estrechamente conmigo al preparar una versión final para la imprenta. Todas sus reservas y sugestiones me han sido muy útiles; pero no tengo razones para creer (y sí ciertas razones para dudar) que cualquiera de ellos, o de los que mencioné antes, apruebe completamente el manuscrito resultante.

Mi agradecimiento final a mis padres, esposa e hijos, debe ser de un tipo diferente. De maneras que, probablemente, seré el último en reconocer, cada uno de ellos ha contribuido con ingredientes intelectuales a mi trabajo. Pero, en grados diferentes, han hecho también algo mucho más importante. Han permitido que siguiera adelante e, incluso, han fomentado la devoción que tenía hacia mi trabajo. Cualquiera que se haya esforzado en un proyecto como el mío sabrá reconocer lo que, a veces, les habrá costado hacerlo. No sé cómo darles las gracias.

T. S. K.

Berkeley, California.