Ficción y realidad en El certificado
de Isaac Bashevis Singer
por Rhoda Henelde Abecassis
A primera vista, El certificado es una novela de iniciación y adolescencia. Un joven provinciano de dieciocho años y medio, desaliñado y sin un centavo, llega, sin saber dónde pasará la noche, a la gran ciudad, con el fin de abrirse camino como escritor. Una situación tan ampliamente tratada en la literatura universal no tarda, sin embargo, en revelarse en este caso como única y sorprendente. Nada es parecido a lo que se encuentra normalmente en este género de novela. En el ámbito rural que David Bendiger deja atrás, la actividad principal no es el labrado de la tierra sino el estudio. El joven héroe, aunque ingenuo y extremadamente tímido, dista mucho, con su bagaje de una escolarización intensiva y una extensa lectura, de ser un palurdo.
En la ciudad le espera un difícilmente explicable regalo, el certificado, una invitación a un cambio radical de vida y de lugar de residencia. Por otra parte, la iniciación que le espera en la gran urbe no va a ser con una sino con tres mujeres, mayores que él y bastante experimentadas. «Basado en hechos reales» habría que subrayar en la nota final de esta ficción rocambolesca para hacerla creíble al lector. Y no se estaría faltando a la verdad. Con la publicación de su obra autobiográfica, Amor y exilio, descubrimos que en la piel de David Bendiger, a quien trata con cierto distanciamiento y cuyos defectos no disimula, se encuentra Isaac Bashevis Singer contando su no menos rocambolesca iniciación a la vida adulta.
No es de extrañar, por tanto, que un joven, tanto el real como el de la ficción, con una temprana vocación como escritor, compartida a menos que con su padre, su hermano y, en la vida real, también su hermana, decidiera narrar sus inusuales vivencias.
Como nos recuerda Elie Wiesel en el Chicago Tribune del 11-12, «en las novelas de Singer siempre es la suerte la que decide los acontecimientos» y, de pronto, la suerte le proporciona a él mismo acontecimientos dignos de «vivir para contarlos». David Bendiger lo expresa de la siguiente manera: «Sentado en el sofá, sentí que me invadía un sentimiento de asombro ante cuanto me ocurría. Mi propia vida se me antojaba una novela confusa». Es tan consciente de que su enmarañada vida constituye materia idónea para novela que saca las siguientes conclusiones:
«En medio de mis tribulaciones, me asombraba la jugarreta que había hecho el destino al disponer las circunstancias de esa manera diabólica. Me prometí a mí mismo que, si sobrevivía, algún día escribiría un libro acerca de todo lo que estaba viviendo. Un escritor —pensé, debe urdir una trama que por un lado tenga la apariencia de la realidad corriente, y por el otro revele la presencia y el discernimiento de las fuerzas que manejan el mundo».
I. B. Singer cumplió la promesa que se había hecho. El episodio un hombre enredado con varias mujeres a la vez, descrito en El certificado, se repite, variando las circunstancias según la lógica del relato, en al menos cuatro libros más. Aparece en su libro autobiográfico Amor y exilio, en el cual nos confiesa en primera persona el enredo más el certificado fueron vivencias reales. En su novela la Escoria, el argentino Max Barabander vuelve a su Varsovia natal el año 1906, donde se relaciona con varias mujeres a la vez. La impresionante obra póstuma de Isaac Bashevis Singer, Sombras sobre el Hudson, comienza con el neoyorquino Hertz Grein enamorándose en una fiesta de la joven esposa de Stanislaw Luria, Anna, mientras su propia mujer, y también su amante de largos años atrás, le esperan en sus respectivas casas. Y, por último, la más conseguida novela construida alrededor del mismo tema, Enemigos, una historia de amor, en la cual el autor ancla las vivencias de los personajes, siguiendo una férrea lógica, en la terrible realidad del Holocausto. El héroe, Herman Broder, se casa por gratitud con la criada polaca que le salvó la vida. Se relaciona con Masha por amor, pues ella es su alma gemela que ha pasado por el mismo infierno. El cuadro lo completa la aparición de la primera esposa, dada por muerta, con quien antaño había compartido una vida y, en el presente, el recuerdo de unos hijos asesinados.
El deseo de sacudir sensibilidades puritanas, sin embargo, no es la única explicación para la reiteración del tema. También hay razones literarias. Su incorporación al género novelístico revolucionaría la siempre púdica literatura yiddish, entraría en la modernidad y rompería moldes, tal vez no sólo en la literatura yiddish. I. B. Singer expresa esta idea en El certificado y más explícitamente en Amor y exilio:
«En las obras literarias, en las novelas, siempre se coincidía en que un hombre era incapaz de amar a más de una mujer y viceversa, sin embargo yo estaba persuadido de que mentían. No es que la literatura contradijera las leyes de los hombres, sino más bien que las leyes habían metido a la literatura en una trampa y allí la tenían cautiva. En mis fantasías, a menudo me veía escribiendo una novela en la que el protagonista estaría enamorado de varias mujeres a la vez. […] Ahora bien, un artista estaba obligado, al menos en sus descripciones, a ser fiel a ésta, a la naturaleza humana, por muy salvaje, injusta, y demencial que fuese. De un modo u otro yo sospechaba que lo que bullía en mi cabeza, bullía también en muchas otras».
Por otro lado, todo autor incorpora algo de sí mismo y de sus experiencias en su obra, pues necesita escribir de lo que conoce. En esta novela, I. B. Singer nos brinda un ejemplo práctico de lo que sucede cuando se escribe de lo que no se conoce. Tras exponer con entusiasmo las antedichas ideas acerca de la conveniencia de amores múltiples, reflexiona sobre cómo planear una novela y sin embargo decide, a continuación, que ni sus amigas ni él mismo serían dignos protagonistas. «Debía ser un hombre maduro, un experto donjuán como Zbigniew Shapira. Sí, ésa era una buena idea. Tenía una librea sobre la mesilla de noche; cogí la pluma y la tinta de Edusha, y comencé a escribir. Después de rellenar una página, me sentí insatisfecho con el resultado. Al fin y al cabo, ¿qué sabía yo sobre Zbigniew Shapira? ¿Qué sabía de las universidades o el ejército? ¿Cómo iba a ponerme en la piel del héroe yo, que no poseía en este mundo ni un mendrugo? Cuando releí lo que había escrito, rompí la hoja de papel y la arrojé a la taza del váter».
Después de pasar por una extensa lectura de filósofos como Kant o Spinoza, el joven David, y con él el propio autor, se rebela contra «las ‘ideas adecuadas’ a las que Spinoza dio el nombre de matemáticas y lógica» y la causa es que «las emociones contienen una dosis mayor de realidad» que estas ideas. «Las emociones constituyen la esencia de un ser humano, su alma». En definitiva, se decanta por la literatura frente a la filosofía, y dentro de esta ¿dónde podía encontrar mayor variedad e intensidad de emociones que en las extremas y complicadas relaciones humanas que le había tocado vivir? Y expresa esas emociones con la maestría y la ligereza de una pluma danzarina que agarra desde el comienzo de la obra al lector y no lo suelta, aun a su pesar, hasta que termina.
Podría pensarse que tras la magia de su arte se esconde un autor que sólo pretende contarnos su vida una y otra vez y dejar al lector tan embelesado con sus anécdotas que no aspirará a encontrar nada más. Una lectura más detenida, sin embargo, nos revelará que no es el caso.
Es sutilmente sabia la observación de que existen personas que necesitan explorar el mundo para encontrarse a sí mismas y otras a quienes basta indagar en sí mismas para descubrir el mundo. Isaac Bashevis Singer es de estas últimas. Con sólo breves pinceladas y pasajeras alusiones a las circunstancias históricas que rodean al protagonista ficticio, el autor nos introduce en un mundo muy real. Para empezar, el que David deja atrás, encarnado en su padre. Sumidos en el estudio de los libros sacros, dedicados al pequeño comercio y a los oficios artesanos y sostenidos por su fe, los judíos como él quedarían inadaptados ante el nuevo mundo postfeudal e industrializado, y ciegos ante los peligros que les acechaban.
En el episodio de la visita del padre a la capital, cuando David Bendiger lo acompaña a la sinagoga, un niño le saca la lengua y le grita «judío mugriento». Nuestro protagonista siente indignación y fantasea sobre cómo iba a castigar él a todos los enemigos de los judíos. Al mismo tiempo, el padre no interrumpe por ello la conversación y comenta: «He echado de menos Varsovia. Es una ciudad judía». El padre prescinde del secular antisemitismo, ya transmitido a aquel niño, y continúa con su vida. El barrio por cuyas calles caminan es efectivamente la mayor judería de Europa y el resignado rabino no puede adivinar que bastarían dos décadas para pasar de las palabras a los hechos y para que ese mismo niño, tan lleno de un odio heredado, se uniera a los miles de jóvenes polacos que colaboraron en la «liquidación» de aquel distrito de Varsovia.
La generación más joven se decide a ir abandonando el ambiente tradicional y decantarse por la modernidad. Al otro lado de esa línea les espera, y lo personifican las tres amigas de David, la confusión y el desconcierto. Sonia, que trabaja de criada en la gran ciudad sin perspectivas de salir a flote, se ve tentada de volver atrás, casándose con alguien de su shtetl. La fingida novia Minna, hija única de padres acaudalados con formación de aristócrata, elige la asimilación y adopta un odio hacia los judíos interiorizado por contagio de los antisemitas viejos. Edusha, que ha optado por el comunismo, cree a pies juntillas que salvando al proletariado se eliminarán todas las injusticias del mundo. Ellas tres representan a la mujer emancipada, concepto que en aquella época significaba a menudo saltar desde la restrictiva moral religiosa, sin pasar ni por la verdadera libertad ni por la independencia emocional y económica, directamente a la promiscuidad. Tan era así que no les disuadía «ni siquiera el miedo a quedar embarazada».
Afortunadamente, el héroe de la ficción se salva de esta responsabilidad.
El libro nos sitúa en el año 1922 en una Europa que acaba de salir de una guerra mundial y una revolución. En Rusia ganan los internacionalistas y en la nueva Polonia independiente los nacionalistas. Extrañamente, ambos cultivan el odio a los judíos como culpables de todos los males. Cuando en 1967 se publica esta novela por entregas en el neoyorquino Forverts, el autor y sus lectores ya conocen a qué acontecimientos preparó el terreno aquel odio. En el libro, los personajes judíos sólo lo presienten, y una de las posibles soluciones es marcharse de Polonia y Rusia. A David hay quien le recomienda hasta un traslado a Alemania, modelo de país civilizado. El otro destino de salvación era Palestina.
El certificado que da nombre a la novela y alrededor del cual gira la acción, al final de la misma termina desvaneciéndose. Podría parecer, de nuevo a primera vista, un «MacGuffin», término acuñado por Hitchcock para describir un mero artificio que hace avanzar el argumento, si no supiéramos que detrás de aquel documento se escondía una dramática realidad política. Al hacerse Inglaterra con el poder en Palestina en 1917, ni cumplió su compromiso de la Declaración Balfour de otorgar la soberanía a los judíos, ni veló por la seguridad de todos sus súbditos, permitiendo frecuentes masacres de poblaciones judías a manos de sus vecinos árabes. A fin de congraciarse aún más con los países de la región por las eternas consideraciones políticas, se comprometió a reducir a un simple goteo la inmigración de judíos a Palestina, concediendo un ocasional certificado por familia. Intentando sacar el máximo provecho a este documento, las organizaciones sionistas se valían de la treta del matrimonio fingido, como el de nuestro héroe. El episodio lo relata el autor con una buena dosis de humor, pese a que en su vida real el plan fracasó incluso antes de celebrarse la boda de conveniencia. Nos recuerda, sin embargo, lo risible que resultaba aquella estratagema de los indefensos frente al cinismo de los poderosos, en especial cuando, en 1939, los británicos, con su Libro Blanco, eliminaron incluso esos escasos certificados y prepararon la posterior encerrona europea.
Afortunadamente, a Isaac Bashevis Singer le salvó otro documento, el affidavit enviado por su hermano, el cual, y también utilizando un ardid (el de viajar a Canadá para después volver a entrar en Estados Unidos) le permitió emigrar al nuevo mundo y sobrevivir para contarlo. Creó obras de ficción y memorias, tan ricas ambas en imaginación y arte de narrar, que nos cuesta fijar las fronteras. Tal vez no merezca la pena empeñarse en ello. Como acertadamente apuntó el profesor de la Academia Sueca durante la entrega del Premio Nobel al autor, en la obra de Isaac Bashevis Singer «fantasía y experiencia cambian de forma. La fuerza evocadora de la inspiración de Singer adquiere un sello de realidad, y esa misma realidad es elevada por los sueños y la imaginación a la esfera de lo sobrenatural, donde nada es imposible y nada es seguro».