1
Por la mañana temprano sonó el teléfono y Bella fue a avisarme que era mi hermano Aarón. Me puse los pantalones, salí al pasillo y contesté la llamada.
—Papá ha venido a Varsovia —dijo Aarón con voz temblorosa.
—¿Papá? ¿Dónde está?
—Aquí, pero no tenemos espacio para alojarlo. Oí que llamaban a la puerta, y ahí estaba.
—¿Cuándo fue eso?
—Anoche. Apenas lo reconocí. Se ha encogido, o tal vez sean imaginaciones mías. Para estos judíos piadosos nada ha cambiado en cientos de años. Abrí la puerta y lo vi frente a mí, con la bolsa en que guarda su taled y la misma maleta pequeña con que fue a Radzymin. Sufre de hemorroides y necesita operarse. No tiene un céntimo. Aquí no hay espacio para ubicarlo, y además no ha querido comer nada. Te llamé por teléfono, pero no estabas. No te imaginas lo que ha sido esto. Mi suegro le ofreció su propia cama, pero papá no podía dormir en la misma habitación con una mujer. Ni siquiera aceptó un vaso de té, pese a que los Tsinamon son kosher. No he pegado ojo en toda la noche. Quise llevarlo a un hotel, pero se negó. De todos modos, no tengo dinero. No sé qué hacer. Estoy absolutamente desesperado. ¿No podrías llevarlo a alguna parte?
—¿Adónde?
—¿Tienes algo de dinero?
—Nada.
—¡Qué lío! Ven de inmediato. No hace más que hablar de ti: si no te has afeitado, no lo hagas. Soltó una larga perorata acerca de mi garba. Tuve que ponerme un sombrero y recitar con él las oraciones vespertinas. Ida se puso un pañuelo en la cabeza. Toda la casa está patas arriba.
—¿Dónde ha dormido?
—Le hemos cedido nuestra cama. Ida y yo hemos dormido en el suelo de la sala. El ruido ha despertado al bebé y no hemos conseguido que volviera a dormirse. Después papá ha insistido en que cumpliéramos con el ritual del lavado de manos y todo lo demás. La verdad es que casi he olvidado esos preceptos. Ya estaba por acostarse cuando se le ocurrió preguntar si el colchón no contenía alguna mezcla prohibida de lana y cáñamo. ¿Cómo podía saberlo yo? Es para volverse loco. Finalmente lo he persuadido de que comiera un pedazo de pan seco. No ha traído ropa, aparte de una camisa y su prenda interior tradicional. Ni siquiera un albornoz. Los judíos como él no han aprendido nada en absoluto. Acabo de llevarlo a una sinagoga; estaba decidido a participar en un grupo de oración. Y cuando termine tendré que ir a recogerlo. Al parecer ha olvidado cómo es Varsovia. Aunque está claro que nunca conoció la ciudad, a excepción de nuestra calle. Si se queda aquí, será nuestro fin.
—Voy enseguida.
—Debo ir a la imprenta a corregir unas pruebas, de modo que no estaré en casa.
—Llegaré lo antes que pueda.
Pocos minutos después el teléfono volvió a sonar. Contestó Edusha. Dijo que era para mí, y cuando le pregunté quién me llamaba, respondió:
—Un anciano.
¿Sería mi padre? ¿Habría conseguido mi número de teléfono? ¿Estaría llamando de algún lugar cercano a la sinagoga? No, era imposible. Finalmente cogí el auricular y pregunté:
—¿Quién habla? —No hubo respuesta, y añadí—: Soy David, David Bendiger.
De pronto se me ocurrió que quien llamaba era Meir Ahronson. Oí una mezcla de suspiros y tartamudeos, y luego una voz preguntó:
—¿Es usted, David?
—Sí, señor Ahronson, soy yo.
Guardó silencio un instante, y a continuación añadió con toda claridad:
—David, ¿podría venir de inmediato? Ha ocurrido algo aquí.
—¿Qué ha pasado?
—No puedo decírselo por teléfono. Por favor venga enseguida.
—Señor Ahronson, mi padre acaba de llegar a la ciudad y debo ir a verlo. Me espera. ¿Qué ha sucedido?
—No puedo decírselo por teléfono —repitió—. ¿Cuándo podrá venir?
—Tal vez hacia el mediodía.
—Tiene que ver con Minna. Ha hecho… algo. Bueno…, venga cuando pueda. Ahora… discúlpeme.
Tras decir eso, Meir Ahronson colgó el auricular. Desde la puerta de la sala, Edusha me preguntó:
—¿Era tu falso suegro?
—Sí, el señor Ahronson.
—¿Qué pasa? ¿Tu falsa ex-esposa está por tener un bebé?
—Eso no tiene nada de gracioso, Edusha.
—¿Por qué? Todos están chiflados. No pueden vivir solos ni dejan a los demás vivir en paz. ¿Qué ha pasado, eh? De todos modos me gustaría conocer a tu padre. A veces, cuando ibas a ver a tu esposa ficticia, tu hermano contaba historias interesantes acerca de él, un hombre ingenuo pero honorable.
—¿Sabes que mi padre no mira a ninguna mujer?
—Pues tú lo haces por los dos. Bah, eso no le hará ningún daño a la revolución. —Vacilando, Edusha cerró la puerta.
Bueno, pensé, otra vez está en pleno idilio con la revolución. No sabía qué hacer. ¿Ir a ver a mi padre o correr a casa de los Ahronson para enterarme de qué había hecho Minna? Quizá se hubiera matado, o lo hubiese intentado. Recordé sus palabras: «Siempre existe la posibilidad de arrojarse por la borda».
«Estoy preparado para toda clase de calamidades», me dije. En medio de tantas turbulencias, me sentía indiferente, fatalista, extrañamente tranquilo. ¡Si sólo hubiese tenido una camisa limpia para ponerme! Me avergonzaba ir a casa de los suegros de mi hermano con una camisa arrugada. Mis zapatos tenían la empella agrietada y las suelas habían vuelto a gastarse. Todo parecía volverse contra mí: debería exponerme a los reproches de mi padre, los comentarios de los suegros de mi hermano, las miradas irónicas de Lola. No, no me había afeitado, pero aun así mi padre consideraría que lo estaba.
Me vestí lentamente. En un par de días abandonaría la casa de Edusha, y ya no comía allí. Sí, pero si Minna había muerto, mal podía yo ir a vivir al apartamento de sus padres. Mi madre solía decir que en estos tiempos la gente es cruel. De pronto comprendí hasta qué punto estaba en lo cierto, incluso con respecto a mí. No me importaba nadie. Podía hacer lo que quisiera: darle la espalda a todo, huir a donde me apeteciera. Me di cuenta que de haber tenido bastante dinero para un billete de tren, habría ido a la estación abandonándolos a todos, incluido mi padre.
Me puse el abrigo y salí a la calle. Aunque no tenía hambre, la boca se me llenaba de saliva. En una panadería me compré un bollo y me lo fui comiendo mientras caminaba. Había recorrido una corta distancia por la calle del Hierro, cuando sentí curiosidad por saber qué le había sucedido a Minna. Pensé, para justificarme, que no era mucho lo que podía hacer por mi padre. Volví sobre mis pasos rápidamente, casi corriendo. Subí los tres pisos de escaleras y toqué el timbre en el apartamento de Meir Ahronson. Abrió la puerta la esposa de éste, hasta donde lo permitía la cadena de seguridad. Su tez se veía amarillenta, con algunas manchas verdosas. También el blanco de sus ojos presentaba un velo bilioso.
—¿Qué desea? —preguntó.
—El señor Ahronson me ha llamado por teléfono. Me ha pedido que viniera.
—¿Para qué? Espere un momento.
La señora Ahronson cerró la puerta, malhumorada. Estudié la puerta, que hasta entonces nunca había examinado de veras. Era una puerta ancha, decorada con molduras talladas, con un buzón y una chapa de bronce en la que estaba grabado el nombre «M. Ahronson». La madera estaba pintada en un tono castaño rojizo. «Y sin embargo, quienquiera que haya hecho esta puerta, sin duda quiso procurarle placer a alguien —dijo el parlanchín que moraba en mi interior, el pensador compulsivo—. Los marxistas sostienen que detrás de todo valor de cambio hay un valor de uso. Si estas tallas y adornos no se usan, el trabajo ha sido en vano».
Oí pasos, y cuando la puerta volvió a abrirse vi ante mí a una mujer de unos treinta años, delgada, de nariz larga y mejillas hundidas. Llevaba un vestido de cuello alto que no conseguía ocultar la gruesa cicatriz que tenía debajo del mentón, y que seguramente era consecuencia de una operación. Aunque no usaba uniforme de enfermera, algo en ella, cierto aire de autoridad, hacía pensar en una supervisora de hospital. Calzaba zapatos de tacón bajo y las mangas de su elegante vestido le llegaban hasta las muñecas. Su cabello, castaño claro, estaba recogido en un moño, y sus ojos azules me escudriñaron con insolente familiaridad.
—La señorita Minna está muy enferma —me dijo.
—¿Qué le ha ocurrido?
—¿Es usted David Bendiger?
—Sí.
—Pase.
Al abrir la puerta me indicó con un gesto que me detuviera. Volvió la mirada hacia mí y dijo:
—Señor Bendiger, Minna ha sufrido un accidente. Un accidente terrible. Ahora está en cama y el doctor ha indicado reposo absoluto. Ha estado hablando de usted y ha mandado buscarlo, pero temo que su visita no hará más que perturbarla. Soy Sabina Ahronson, familiar de Minna. Mi padre y el suyo eran hermanos. Hasta hace poco trabajé como supervisora en el hospital israelita de Tshiste.
—¿Qué le ha pasado a Minna?
—Anoche, al volver a su casa, sufrió de pronto un ataque de nervios. Empezó a gritar y a desgarrarse la ropa. Destrozó su ajuar de novia. También se infirió una herida en el cuello, pero gracias a Dios o es grave. La familia llamó a un servicio de emergencias y ellos la medicaron y la vendaron.
—¿Está dormida?
—No, está despierta. En realidad, ahora está perfectamente normal. Pero nunca se sabe. Ha preguntado mucho por usted. El doctor asegura que se pondrá bien, pero debe usted evitar cualquier tema que la irrite. En estos casos es imposible estar seguro de cómo accionará el paciente. Siempre existe el peligro de que… Mi tío piensa que sería útil que ustedes dos conversaran para aclarar las cosas. Estoy al corriente de la situación, y me parece increíble.
La señorita Sabina hablaba en tono suave, algo triste. Cuando tenía necesidad de emplear palabras polacas, las pronunciaba vocalizando exageradamente, como una profesora de lengua. Nunca se le había ocurrido que Minna pudiera tener familiares en Varsovia, que ella jamás los había mencionado.
—Debe usted hacer lo que considere mejor —dije.
—Pase a verla. Pero si, Dios no lo permita, se pone histérica, por favor salga enseguida. Tengo años de experiencia en psicoterapia y visto toda clase de casos. Creo que Minna se pondrá bien.
—Muchas gracias.
—Aguarde, le diré que usted está aquí.
2
Minna estaba semi incorporada en la cama, apoyada sobre almohadones. Tenía el cuello vendado. Me pareció que habían limpiado habitación y agregado algunos muebles. Ya no se veían libros desparramados. Hasta había una alfombra en el suelo. Minna nunca había tenido un aspecto tan fresco y juvenil como esa mañana. Sobre una silla, junto a la cama, había un ejemplar encuadernado en terciopelo con bordes dorados, de Himnos a la noche, de Novalis, y medio vaso de té con una rodaja de limón. La señorita Sabina me indicó una silla y le dijo a Minna:
—Estaré en el vestíbulo; si me necesitas, llama.
—Estaré completamente tranquila —repuso Minna con una voz que sonaba extrañamente clara y normal en boca de alguien que acababa de sufrir un colapso nervioso—. Puedes acostarte.
—Bien, eso ya lo veremos. En realidad no tengo sueño. En mi profesión se aprende que el sueño es mucho menos importante de lo que cree la gente.
—¿Acaso hay algo mejor que el sueño? —preguntó Minna.
—Muchas cosas. Bueno, me voy. Si quieres mi consejo, Minna, no te enredes con los detalles…
—No te preocupes, todo irá bien.
—Llámame si me necesitas. —Con esas palabras, la puerta se cerró con un chirrido detrás de la señorita Sabina.
—Es una típica solterona —comentó Minna—. Somos primas, pero a veces pasan años sin que nos veamos. Ha aparecido de pronto, y se porta como una hermana. Le pedí a mi padre que te llamara. Me dijo que tu padre está en Varsovia. Supongo que ha venido a ver a tu hermano.
—Mi padre no se encuentra bien. Ha de operarse.
—Todo el mundo tiene sus problemas. Nunca entenderé qué me sucedió ayer, ni quiero entenderlo. No era yo, sino otra persona.
—¡Ah!
—Siéntate. ¿Has comido algo?
—Sí, he comido.
—El médico me dio una pastilla para dormir. Pero esta mañana he despertado temprano y he estado pensando mucho. Como siempre, el verdadero problema es mi madre. Aunque su propia salud es muy frágil, su única preocupación es que no voy a usar mi ajuar de novia. Me ha fastidiado con ello durante tanto tiempo, que algo estalló dentro de mí. Sólo más tarde me di cuenta de lo que había hecho. Estoy avergonzada, porque ni siquiera fui capaz de morir exitosamente.
—Usted no tiene motivos para morir.
—Será mejor que no hablemos de eso. Pero ya que no puedo morir, no tendré más remedio que vivir. David, Zbigniew no debe saber nada de lo ocurrido, al menos por ahora. Pensaba llamarlo hoy al hotel donde se aloja en Berlín, pero hablar desde aquí me resulta imposible. Por el momento mi prima se ocupa de mí las veinticuatro horas del día. Te he hecho venir para pedirte que hagas dos cosas. Primero, quiero que le mandes un telegrama a Zbigniew. He escrito el texto con lápiz esta mañana. Espero que entiendas mi letra. La segunda cosa que quiero pedirte es que si pierdes el cuarto donde estás ahora te mudes a esta casa. El conde ha dejado libre su habitación. Retiró sus pertenencias a mediados de mes. Su mujer vino para ayudarlo a hacer las maletas. Es todo muy divertido. Te daré el dinero para el depósito. Mi padre se mostró contento y entusiasmado al enterarse de que tal vez te mudarías aquí. A mi madre no le caes muy bien, pero ella recela de todo el mundo. Tiene fantasías paranoides. De todos modos, pronto habrá que internarla en un hospital. Padece de ictericia, y quién sabe qué más.
—No quiero instalarme aquí si ella se opone.
—Tranquilo, no está en contra de ti más de lo que lo está de cualquier otro. Le asustan los extraños. Es una característica suya. Por lo menos no tendrá miedo de que le robes. Mi dinero está allí, en el álbum del estante de más abajo. ¿Quieres alcanzármelo, por favor?
Le di el álbum. Cuando lo abrió, vi un fajo de billetes, entre ellos dólares americanos. Minna se incorporó un poco más en la cama, buscó algo debajo de su almohada y sacó una hoja de papel y un lápiz. Contó varios billetes, después revisó las palabras que había escrito, y volvió a corregir el texto del telegrama.
Mientras tanto no dejaba de mirar en dirección a la puerta, preparada para ocultar lo que estaba haciendo en caso de que entrara su prima. Se me ocurrió que nunca había visto a Minna tan serena, tan seria y práctica como esa mañana. Me entregó dos manojos de billetes diciendo:
—Guárdalos por separado. Este dinero cubrirá el coste del telegrama; el resto alcanza para un mes de alquiler. Pregúntale a mis padres cuánto quieren por la habitación. Ya hemos hablado del asunto; no te cobrarán de más.
—Realmente, señorita Minna, si usted puede preocuparse por mí en un momento semejante, debe de ser la mujer más noble que he conocido en mi vida.
—Por favor, no me alabes. Si hubieras estado aquí ayer habrías comprobado de lo que soy capaz. Mi primer impulso fue agredir a mi pobre madre, pero el buen Dios me ahorró un final tan horrible. De haberle hecho daño, no habría podido vivir un solo día más. También mi padre hubiera muerto. De modo que ya ves, la misericordia de Dios está presente aun en casos como éste.
—Ignoraba que fuese usted religiosa.
—También yo lo ignoraba. Creo que la última vez que nos vimos hablé como una atea. Y bien, he ahí otra de mis contradicciones. Si alguien es capaz de saltar fuera de su piel, no hablemos más de coherencia. Si por lo menos hubiera acabado con todo… Lo único que sucedió en verdad fue que destrocé algunas prendas que a mis padres les habían costado una fortuna. También me hice algún daño físico. Si me queda una cicatriz en el cuello no podré reunirme con Zbigniew. Es un esteta tremendo, un perfeccionista absoluto. Cuando andábamos por la calle y un lisiado pasaba por su lado, Zbigniew cerraba los ojos. Así es él.
—¿Cuándo quiere que pague el alquiler? ¿Ahora?
—No, un poco más tarde. Tal vez mañana. Así no sospecharán nada. No te marches todavía. Hay algo más que quiero decirte. ¿Qué ocurrirá cuando yo me vaya? También tienes que comer, y tu traje se ve muy ajado, especialmente los pantalones. ¿Duermes con ellos puestos?
—No, pero es que nunca los hago planchar.
—No está bien que te abandones de este modo. Si quieres ser escritor, has de ir correctamente vestido. ¿Tu hermano no puede ayudarte?
—Es tan pobre como yo y tiene una esposa y un hijo.
—¿Por qué ha regresado a Polonia si es incapaz de encontrar un trabajo? No hay duda de que la tuya es una familia de bohemios. La mía está hecha de la misma madera. Mi padre prácticamente regaló una fábrica. Desde que lo conozco, siempre ha sido un perdedor. No sólo dilapidó su herencia, sino también la dote de mi madre. Gracias a Dios, ya no le queda nada que pueda poner en riesgo. Quiero que sepas otra cosa. Mi hermana menor no murió de muerte natural. Se suicidó. Tuvo un ataque de apendicitis, y en lugar de ir a ver a un médico fue a bailar. Yo acabaré de la misma manera, pero tendré que esperar hasta que ellos se hayan ido. —Minna señaló la puerta—. Otro funeral, otra semana de duelo, serían demasiado para mis padres. Si vienes a vivir aquí, estarás en casa buena parte del tiempo. Te hablo como si fueses de la familia, y no sé bien por qué. Me he pasado toda la mañana pensando sólo en ti. Además de mi familia y de Zbigniew, eres la única persona de la que me siento cerca. Antes tenía amigas, pero hace años que no las frecuento. Aunque te parezca extraño, pasé más tiempo con la esposa de Zbigniew que con él. Hay ciertos temas de los que no es posible hablar con una persona del sexo opuesto. Los hombres no tienen paciencia para las cosas de las que hablan mujeres, y tampoco las comprenden. Sí, estoy terriblemente sola, y es por eso por lo que cometo actos irracionales. No lo creerás, pero me preocupo por ti como si fuese tu madre o una hermana mayor. Debería haberme casado contigo de verdad. Pero en primer lugar eres demasiado joven, y por otra parte creo que estás incapacitado para amar en serio a nadie. O para decirlo de otro modo, de comprometerte con alguien. Eso me hace pensar que eres realmente un escritor.
—Estoy comprometido con usted.
—No, me olvidarás en cuanto me haya alejado de tu lado. Y es mejor así. Hay algo que me resulta extraño: no soy una mujer fea, o lo menos no lo era hace unos años. Tampoco soy tonta, y he recibido una buena educación. Y a pesar de ello, nadie me ha amado nunca. El comportamiento de Zbigniew nada tuvo que ver con el amor, aunque ahora jure por lo más sagrado que me amará hasta el día de su muerte. Bueno, ya puedes irte. Ven mañana a pagar un mes de alquiler. Y trae tus cosas, si es que tienes algo.
—No tengo nada.
—Eso te facilitará la mudanza.
Llevado por un impulso, dije:
—Señorita Minna, ¿puedo preguntarle una cosa?
—¿Qué quieres saber?
—No tiene obligación de contestar, y no se enfade conmigo por hacerle esta pregunta. Diga usted lo que diga, la buena opinión que tengo sobre usted no cambiará.
—¿De qué se trata?
—En Danzig, señorita Minna, en Danzig…, usted y Zbigniew… Ya sabe a qué me refiero.
—Sí, lo sé, pero ¿por qué quieres saberlo?
—Porque soy escritor.
—Eres un muchacho extraño. Sí, lo hicimos, y su mujer lo sabía. En realidad fue ella quien quiso inducirme a perversiones, orgías, para llamarlas por su nombre, pero no acepté. No soy decadente hasta ese punto, o tal vez no tuve el valor de serlo. Pero me alojaba en el mismo hotel que ellos, a pocas puertas de su habitación. Zbigniew es el único hombre para mí. Lo que hice contigo no fue más que un acto desesperado, una suerte de suicidio moral. Pensé que estaba curada de mi amor por él y que eso terminaría con mi dependencia. Pero no sirvió de nada. Apenas me llamó, corrí en su busca como un perro al que el amo azota y aun así responde a su silbato y acude presuroso a lamerle las botas.
—Entonces seguirá siendo su amante.
—Haré lo que él quiera.
—¡Que Dios la ayude!
—¿Cómo va Dios a ayudar a alguien como yo? Bien, ahora lo sabes todo. No olvides enviar el telegrama. Acércate, dame un beso. Por si no volvemos a vernos, procura no pensar mal de mí.
—¿Por qué no habríamos de vernos? Usted no está tan enferma.
—Tienes razón. Si el doctor me lo permitiera, me levantaría. Pero siento que de alguna manera he llegado al último margen de mi existencia. Dicen que la vida es esperanza, y yo he perdido toda esperanza. Sin embargo, por inexplicable que parezca he conservado el deseo. En una situación como la mía, uno puede morir aun gozando de buena salud. Tengo la impresión de que fue eso lo que le sucedió a mi difunta hermana. Amaba a alguien que la abandonó, y decidió morir. Y ahora que hablamos de eso, se me ocurre que el hombre al que ella amaba era una especie de Zbigniew, de una clase loco más baja. Bien, no dejes de venir mañana por la mañana. Y ahora acércate y dame un beso —repitió Minna.
Me incliné hacia ella y la besé en la frente, en el pelo, en los ojos. Ella también me besó, murmurando:
—Un chiquillo. Un verdadero chiquillo…
3
Después de despachar el telegrama a Zbigniew Shapira, fui a ver a mi padre. Me abrió la puerta Lola, quien pareció alegrarse de verme. Entré en el hueco que antes ocupaba Aarón, y allí encontré a mi padre. Era un hombre de baja estatura, rechoncho, de aladares rojos y barba del mismo color, en la que se insinuaban algunas hebras grises. La cinta de su raído sombrero estaba manchada. Por su chaqueta abierta asomaba la prenda interior ritual que usaba. Sobre una pequeña mesa había un libro abierto y una bufanda que usaba a modo de eruv. Cuando me vio, un destello de alegría infantil iluminó sus ojos azules. Hizo un movimiento como para ponerse de pie y abrazarme, pero permaneció sentado, mirándome con una mezcla de turbación y asombro. Se avergonzaba del modo en que yo iba vestido y de la situación en que nos encontrábamos. Quise besarlo, pero me tendió la mano a modo de saludo.
—Eres tú —dijo—, eres tú.
—¡Padre!
—Volvemos a encontrarnos, loado sea el Señor. Cuando los hermanos de José se encontraron con él en Egipto, no lo reconocieron porque se había dejado crecer la barba. Pero a ti…, a ti es fácil reconocerte.
—No me afeito…, uso tijeras —dije, inventando rápidamente una mentira.
—¿Por qué habría de avergonzarse un judío de su barba? El hombre está hecho a semejanza de Dios. Bien, siéntate, siéntate. Estoy aquí desde ayer y he preguntado mucho por ti, pero es evidente que vives muy lejos. He olvidado por completo cómo es Varsovia. Fui a orar a una sinagoga y un joven me trajo de vuelta.
—Padre, me he enterado de que no estás bien.
—Así es. Por eso he venido. Debo ver a un médico. Tu hermano ha tenido que salir. Lástima que no viniste antes, pero supongo que algo debió de impedírtelo.
—Tuve que despachar un telegrama.
—Ah. ¿Adónde?
—A Berlín.
—Asunto de negocios, ¿eh?
—No exactamente.
—Ah, bueno, quiera Dios que todo salga bien. Pero ten en cuenta una cosa: nunca olvides que eres un judío.
—¿Cómo olvidarlo?
—Aarón me ha dicho que te han concedido un permiso para viajar a la tierra de Israel. Ya nos habías escrito al respecto. ¿Irás realmente?
—No, el proyecto se ha frustrado.
—La tierra de Israel no es un asunto menor. Se ha dicho que aquel que no vive en la Tierra Prometida ha llevado la existencia de un idólatra, Dios no lo permita; pero ¿en qué circunstancias es posible afirmar algo semejante? Sólo en el caso de un individuo que va allí a pecar, a exhibir su falta de fe.
—Es que yo no iré.
En ese momento entró el suegro de mi hermano, Reb Leizer Tsinamon, quien nos saludó fríamente a los dos con una inclinación de la cabeza. Mencionó el nombre de un especialista en hemorroides, y añadió que había que pagarle por adelantado. Nos contó que había padecido la misma enfermedad y que lo había operado el doctor Soloveitchik. Los ungüentos y otros remedios similares sólo eran soluciones temporarias. «Un forúnculo hay que cortarlo», dijo con tono perentorio, tras lo cual dio media vuelta y salió de la habitación. Al rato se presentó su esposa, Shéindele. En su juventud había sido famosa por su belleza. Ahora tenía doble mentón y una red le finas arrugas alrededor de los ojos. A su aire de inseguridad se sumaba un toque de tristeza en la expresión del rostro, el gesto de amargura de una madre que no ha visto cumplida ninguna de sus esperanzas. Dirigiéndose a mí, preguntó:
—¿Qué ha pasado con tu certificado? Cuando la gente consigue in certificado, lo usa. ¿Cómo has sido capaz de perder algo tan importante? Y ¿qué ha sido de la mujer con la que te casaste?
—¿Te has casado? —preguntó mi padre, estupefacto.
—No, padre. Fue una mera formalidad, una exigencia de las autoridades para poder llevarla conmigo.
—Ten cuidado con esas cosas. Puedes caer en el delito.
—No te preocupes, padre. Todo está en orden. La joven ha cambiado de opinión, eso es todo. —Le hice una seña a Shéindele de que comprendiera que no quería hablar del tema delante de mi padre, pero ella siguió, impertérrita, sacudiendo la cabeza cubierta con sheitel.
—¿Por qué ha cambiado de idea? —preguntó.
—Es una larga historia.
—Por lo visto no estaba escrito. ¿Y si llevaras a mi hija Lola? Aquí en Varsovia pierde el tiempo. Está buscando empleo, pero el trabajo escasea. Es una chica correcta e instruida. No obtuvo su diploma, pero ¿de qué sirve un diploma? Si no fuera judía, tendría un puesto en alguna oficina del gobierno. A un gentil que apenas puede sostener una pluma en la mano, se lo considera un miembro de la nobleza, pero para los judíos todo son obstáculos. Si Lola se fuera a Palestina, me quitaría un peso de encima. Dicen que allí es fácil casarse. Una joven debe contraer matrimonio.
—Con la ayuda de Dios, Lola encontrará al hombre que le está destinado —intervino mi padre.
—Que así sea. Pero entretanto las cosas no son fáciles. Si por lo menos el apartamento fuese más grande —dijo Shéindele cambiando de tono—; así no estaríamos como gallinas en el corral.
—Yo me marcho hoy —dijo mi padre.
—No me refería a usted, que es parte de la familia. Pero también ha de resultarle difícil. Debería disponer de una mesa de verdad para cuando estudia la Torá, y no esa mísera mesita tambaleante.
—La Torá se puede estudiar en cualquier parte.
—Lo sé, lo sé, pertenezco a una familia en la que se estudiaba la Torá. Pero las condiciones deben ser favorables. Mi padre, que en paz descanse, tenía una habitación llena de libros. Solía sentarse a la mesa y beber té de un samovar. Cuando papá estudiaba, nosotros, los niños, teníamos que estar quietos y en silencio. Mi madre, que en paz descanse, nos decía: «A callar, niños, que papá está estudiando». En aquel entonces la Torá era realmente la mejor mercancía, como se dice. Pero ¿a quién le importa la Torá hoy en día? Un petimetre de bigote rizado obtiene una buena dote, mientras que nadie quiere a un estudioso. ¿Quién está dispuesto en esta época a proporcionarle alojamiento y comida a un yerno erudito? La guerra lo ha puesto todo patas arriba.
—Sin embargo, todavía hay judíos que estudian la Torá —objetó mi padre—. De vez en cuando voy a Reishe o a Torna, y las sinagogas están llenas de gente. En Beltz, durante las festividades, la sinagoga está a rebosar. Gracias al Señor, los judíos siguen siendo judíos.
—Tal vez eso sea así en los pueblos pequeños, pero aquí se siente en todas las cosas la influencia de los gentiles.
Ida, la esposa de Aarón, estaba en el hospital, trabajando. El pequeño Gershon —o Grisha como aún lo llamaba su madre— dormía en un catre, en el dormitorio.
Tirando de su barba, mi padre me preguntó:
—¿Qué haces? ¿Cómo te ganas la vida?
Vacilé por un momento antes de contestar:
—No es fácil.
—Eres maestro, ¿verdad?
—Sí, más o menos.
—¿Qué enseñas? ¿A escribir?
—Sí, a escribir y a leer.
—No se consigue nada enseñando, David. El conocimiento es deseable, por supuesto, pero no se puede vivir de eso. Un joven de tu edad debería casarse y buscar una forma de ganarse la vida.
—¿Quién iba a casarse con alguien como yo?
—Condúcete como un judío y se te presentará más de una ocasión. Yo vivo en un pueblo, pero hay gente próspera interesada en casar a sus hijas. Te darán una dote y también te ayudarán financieramente. Si no quieres ser rabino, abre una tienda. Las cosas no han cambiado tanto.
—No, padre, te equivocas. El mundo ha cambiado. Los polacos no nos quieren. Para ellos somos una espina clavada en el costado. Están haciendo lo posible para echarnos.
—Eso siempre ha sido así; pero Dios no permitirá que ocurra.
—No es mi intención hacerte sentir desdichado, padre, pero la verdad es que no quiero ser comerciante, ni quiero un suegro que me mantenga. Ya no soy esa clase de hombre.
—¿Pues qué clase de hombre eres? Te has afeitado la barba, por lo que veo no te has enriquecido. Tu hermano me lo ha contado todo. Los dos sois pobres, no tenéis donde vivir. No hay un lugar donde alojarme. Este apartamento es demasiado pequeño. Tu madre, Dios nos proteja, no se encuentra bien. Se me ha ocurrido que tal vez necesiten un rabino en la calle Krojmalna. Yo podría volver a instalarme aquí. Todavía hay judíos que me recuerdan en ese barrio.
—Encontrar un apartamento es imposible. Hasta por uno muy pequeño hay que pagar depósito.
—En mi pueblo no hay muchos libros; los seis volúmenes del Talmud y algunos más, pero no bastan. Quiero escribir acerca de Los Derechos del primogénito, de rabí Alkazi, y los libros que necesita consultar sólo se encuentran en las grandes ciudades. Está escrito: «un obrero debe tener sus herramientas».
—No creo que vayas a encontrar un apartamento aquí. Mudarse a Varsovia cuesta mucho dinero.
—Podría vivir solo durante un tiempo. Más tarde mandaría llamar a tu madre y a tu hermano Móishe. Gracias a Dios, él está estudiando. Es un ferviente seguidor del rabino de Beltz, maestro y hombre temeroso de Dios.
—¿Por qué no se casa?
—Es demasiado joven y espera que lo hagas tú primero.
—Pues no debería esperarme. Caminamos por sendas diferentes.
—Cuando Dios lo disponga y llegue el momento, se casará. Es verdad que incluso en las aldeas la vida ha cambiado. Las mujeres jóvenes quieren un marido que sea el sostén de la familia, y quién sabe cuántas cosas más. Tú eres demasiado ilustrado, y él está demasiado encerrado en la yeshivá. ¿Cuánto dura nuestra vida? Nos han puesto en este mundo para estudiar la Torá y realizar buenas acciones. Ésa es la meta de la creación. Claro que uno necesita comer y vestirse, pero es posible arreglárselas de un modo u otro. ¿Qué pidió nuestro padre Jacob? «Pan para comer y ropa para vestir». El mundo pregunta: ¿por qué está escrito «pan para comer»? Todo el mundo sabe que el pan es para ser comido. ¿Por qué entonces está escrito «para comer»? La respuesta es: «Pan en cantidad suficiente para comer. Pero no en demasía». Uno de los grandes talmudistas afirmó: «Mientras el alma está en la tierra, necesita el cuerpo, pero no hay que mimar el cuerpo, para que no piense que él es el importante».
—Sí, padre, pero en la actualidad a la gente le falta fe.
—¿En qué creen? En este mundo. Y si es así, ¿para qué necesitan estas guerras?
Shéindele asomó la cabeza y anunció:
—He preparado té.
4
Nos sentamos a la mesa, bebimos té y comimos kijel. Reb Leizer Tsinamon dijo:
—El vulgo está heredando la tierra. —Volviéndose hacia mi padre, prosiguió—: Usted vive lejos, en su pequeño pueblo, entre sus libros. No tiene ni idea de lo que ocurre aquí. ¿Cómo iba a saberlo? Pero fiando uno está en el hervidero, lo ve. Es el ignorante el que tiene el poder en todas partes. La prosperidad tal vez resulte de la guerra, pero en tiempos de guerra suele ser el patán quien monta a caballo. Convirtieron a mi Max en un soldado, ¿cómo podía él impedirlo? ¿Mutilándose? Las cosas ya no son como antes. Además, los polacos reclutan a los jóvenes sin importarles el estado en que se encuentren. Conocen todas las triquiñuelas. Acompañé a Max a la oficina de reclutamiento. Fue como soltar a un cordero entre lobos. Y no hablo sólo de los gentiles, sino de nuestra propia gente también. Mientras esperan desnudos que los médicos los examinen, juegan a un extraño juego. Un hombre se agacha y pone la cabeza contra la pared mientras los demás le dan ya sabe usted dónde, y perdóneme por contárselo. Si adivina quién le pega, esa persona debe ocupar el lugar del otro. ¿Qué clase de juego es ése? ¿Qué sentido tiene? Puro salvajismo. Pero a esos jóvenes toscos les da algo que hacer. Quisieron que mi Max también jugara, pero se negó. De modo que se mofaron de él, y le habrían pegado si no hubiese sido porque en ese momento volvió el médico.
Reb Tsinamon siguió con su perorata:
—En la calle Krojmalna, donde usted era rabino, todos se han hecho comunistas. Dicen sin tapujos que si llegan al poder matarán a todos los judíos cultos. Su hijo, mi yerno, acaba de volver de Rusia. Pregúntele, él le contará. Aquí, en los pequeños pueblos donde hay bolcheviques, los matones han organizado bandas para golpear a los judíos a los que consideran burgueses. A un rabino le arrancaron la barba. En Rusia misma, las cosas se presentan muy sombrías. Los seres humanos no tienen allí el menor valor. Los gentiles desatan pogromos, y los comunistas judíos atormentan a los judíos piadosos. Irrumpen en las sinagogas y roban libros para aprovechar el papel. Provocan toda clase de estragos. Han subido a su cielo hecho por los hombres, y han descubierto que no hay Dios. ¿Qué será de nosotros entonces? Si Dios tiene la intención de enviarnos al Mesías, ¿por qué tarda tanto?
Mi padre se mordió el labio inferior, se arrancó un pelo gris de la barba y lo examinó. Tocó el vaso de té para comprobar si todavía estaba caliente y después lo apartó un poco a un lado. Se quitó el yarmulke, se abanicó con él y dijo:
—Si somos dignos de que venga, vendrá.
—Tiene usted razón —repuso Reb Tsinamon—, pero esta generación no será digna del Mesías.
—Quién sabe, tal vez esta generación sea totalmente culpable —apuntó mi padre como si formulara la pregunta y al mismo tiempo la contestase.
—¿Qué quiere decir con eso? Sin duda los judíos como usted creen en la venida del Mesías.
Mi padre sonrió. Un leve rubor tiñó sus mejillas cuando dijo:
—¿Cómo podemos conocer los designios del Señor? Está escrito: «Puesto que Él es el autor de todo, todas las cosas son buenas».
Reb Tsinamon se disculpó y se marchó. Mi padre y yo volvimos al pequeño cuarto de Aarón, y él me miró con una sonrisa como si quisiera pedirme un favor pero temiese hacerlo.
—David —dijo—, ¿te gustaría estudiar conmigo una página de la Gemará?
—¿Ahora? ¿Aquí?
—¿Por qué no? Tengo una Gemará en la bolsa donde guardo mi taled. Ven, estudiemos una página.
—¿Qué sentido tiene? Oh, bueno, de acuerdo.
Mi padre abrió la Gemará en el capítulo referido a las leyes y costumbres que rigen la oración, el uso de los tefillin y la lectura de las bendiciones, ilustrado con varios ejemplos tomados del Talmud. Le gustaba en particular la historia de Rabí Iosi que fue a orar entre unas ruinas y oyó un arrullo semejante al de una paloma: «Ay del padre que ha echado a sus hijos, y ay de los hijos que se han apartado de la mesa de su padre». Y la historia del rey David, que colgó su lira mirando al norte, de modo que cuando soplaba el viento los sones de la lira lo despertaban y él mantenía una conversación con Dios, en la cual se comparaba con los reyes del levante y el poniente. Como leíamos del mismo volumen, tuve que acercarme mucho a mi padre. Su barba me rozaba la cara. Percibía el olor de su tabaco barato, su rapé, y algún otro a la vez familiar y olvidado. Sentado en un pequeño almohadón que había puesto sobre la silla, mi padre inclinaba la cabeza sobre la página. Qué bien conocía yo todo da Gemará, Rashi, Tosafot. Reconocía cada palabra, cada letra. Una vez más Rashi formulaba la antigua pregunta: «¿Por qué los judíos recitan sus oraciones vespertinas y el Oye, oh Israel cuando es de día?». Yo no necesitaba aguardar la respuesta. La sabía de memoria. Y sabía también que los judíos habían estudiado esa Mishná cientos de años atrás, quinientos, mil, mil quinientos, y más. Los judíos llevan incontables millares de años implorando Oye, oh Israel mientras el Señor sigue haciendo lo que le place. Guía las estrellas en el cielo y se dedica a los cometas, los planetas, los protones, electrones. El Señor es un físico, un químico, un astrónomo.
Mi padre comenzó a leer en voz más alta, para a continuación canturrear el texto con la antigua melodía. La posibilidad de que los Tsinamon nos oyeran hizo que me sintiera molesto.
—Padre, no tan alto —dije.
—¿Qué pasa? ¿Te avergüenzas de la Torá?
Cuando caía la noche, me preguntó:
—¿Puedes llevarme a una sinagoga? Está en el número 40 de la Shlishke. Me las arreglaré para volver solo.
Cogió su bastón y se puso el sombrero. Me pareció que más que al andar, arrastraba los pies. Los niños que jugaban en el patio nos miraron con expresión de burla. Uno de ellos hizo una mueca, sacó la lengua y gritó: «¡Sucio judío!». Nada había cambiado. Seguíamos siendo objeto de «vergüenza y desprecio». Me entregué a fantasías de poder, inventando un avión que viajaba a la velocidad de la luz. De alguna manera, llegaba a mis manos un explosivo capaz de arrancar montañas, revolver mares, calcinar ciudades, países, el globo entero. Castigaba a todos los enemigos de los judíos. Usando mi explosivo, desalojaba a los ingleses de Palestina. El pueblo de la diáspora podía al fin regresar, poniendo así fin a sus sufrimientos. Dado que Dios no había tenido a bien enviar al Mesías, yo redimiría al atormentado pueblo de Israel. Y en cuanto al chiquillo que nos había insultado, le daría una lección que recordaría toda su vida.
—He echado de menos Varsovia —dijo mi padre—. Es una ciudad judía.
Por fin llegamos a la sinagoga. Cogiéndome del brazo, mi padre me pidió:
—No te vayas. Quédate y recita conmigo las plegarias vespertinas.
—Padre, no tengo tiempo.
—¡Hereje! ¡Gentil! Recita las plegarias vespertinas.
Empecé a recitar el Ashre. ¿Qué otra cosa iba a hacer si mi padre me ordenaba que me quedase?
De pie a su lado recité las Dieciocho Bendiciones. Él se apoyó contra la pared y suspiró. Lo oí golpearse el pecho al pronunciar las plegarias de penitencia. Me pregunté si era posible que nunca dudase. Miré alrededor. Aún no habían encendido las luces de la sinagoga, pero hasta nosotros llegaba el resplandor vacilante de las velas a medio consumir de una menorá. Los judíos oraban meciéndose hacia atrás y hacia delante. Aquí y allá algún joven alzaba un puño al cielo. Sucumbían naciones, cambiaban los sistemas, las plagas llegaban y desaparecían, pero allí todo era como siempre había sido. Resultaba increíble. ¿De dónde sacaban tanta certeza?
El sol se había puesto y un fulgor purpúreo luchaba contra las sombras. Poco a poco los fieles fueron abandonando la sinagoga. Sólo quedó el encargado de dirigir las plegarias, quien esperó a que mi padre terminara de recitar las Dieciocho Bendiciones. Era evidente que en ese lugar conocían a mi padre y que lo ayudarían a regresar.
Terminadas las plegarias vespertinas, salí de la sinagoga y eché a andar por las calles. Había caído la noche y en las aceras brillaban las farolas. Los maniquíes de los escaparates estaban vestidos a la última moda. La luna surcaba el cielo. Los techos de chapa de cinc parecían encendidos por las estrellas. ¿Qué podía hacerse? ¿Había un nuevo comienzo para mí?
Al igual que Minna, sentía que me encontraba al borde de un abismo o en un callejón sin salida. No lograba tener fe ni en Dios ni el mundo. Al pasar por delante de un cine vi un gran cartel de Charlie Chaplin. Qué apropiada era esa imagen como representación de Dios en la tierra, ya que en ella se encarnaban la cultura mundana, el éxito y el progreso. En aras de Dios había que levantar barricadas, matar al prójimo o ser destruido. Yo no sabía si reír o llorar. Deseaba escapar, pero ¿adónde?
Doblé en la calle Leszno y mis pies me llevaron, como si tuviesen vida propia, a la casa en que vivían Bella y Edusha. Abrí la puerta y encontré el apartamento a oscuras. Ninguna de las dos mujeres se encontraba allí. Prendí una cerilla y vi mi mochila en el pasillo. Encendí la lámpara de gas y de pronto vi todo con claridad: me habían desalojado de mi pequeña habitación. Habían sacado mi catre a fin de hacer lugar para la cama de Bella.
No tenía derecho a ofenderme. En esa casa me habían tratado muy bien, y hasta generosamente, pero debía aprovechar la lección. De alguna manera me alegraba no tener que despedirme. Cogí la mochila, apagué la lámpara y empecé a bajar la escalera. Me movía con una extraña lentitud, como un anciano o un inválido. «Adieu, Bella, adieu, Edusha —pensé—. No os olvidaré hasta el día de mi muerte».
Spinoza afirma que la sustancia y sus infinitos atributos requieren que nuestros modos entren en contacto los unos con los otros por un tiempo. Yo no podía dejar de pensar que, en realidad, «un tiempo» no es en sí mismo sino otra forma de modo.
Me encaminé hacia la casa de Minna. Aún conservaba el dinero ella me había dado para el primer mes de alquiler. De pronto me detuve. De ninguna manera podía mudarme al apartamento donde vivía mi falsa esposa, a quien le había concedido un falso divorcio, y donde vivían también mis falsos suegros. Yo mismo no era más que falso escritor. No; había terminado con Varsovia.
Cambié de rumbo, y me dirigí hacia la estación de Danzig. Tenía bastante dinero para comprar un billete a Byaledrevne, y sabía que el tren partía a altas horas de la noche. A mi alrededor se oían los ruidos de la ciudad, pero sentía una extraña calma. «Perdóname, Minna —murmuré—. Perdóname, padre. No puedo ayudaros». Cansado de caminar, hice una pausa ante el escaparate de una ferretería donde se exhibían tenazas, cuchillos, tijeras, grifos y tornillos. Unas puertas más allá, compré un bollo. Había que comer. En esa materia, sin duda, no existía el libre albedrío. Mientras lo mordisqueaba me detuve nuevamente, esta vez delante de una salchichería. Me quedé mirando las ristras de embutidos y pensé que en un tiempo esos animales habían vivido y sufrido, y que ya habían dejado atrás sus pesares. No quedaban en ninguna parte rastros de su dolor o sus contorsiones. ¿Existe acaso en algún lugar del cosmos una placa recordatoria en la que se registre que una vaca llamada Kviatule permitió que la ordeñaran durante once años, y que luego, en el duodécimo año, con las ubres ya secas, la condujeron al matadero y la degollaron, después de recitar una bendición?
Mi fantasía continuó. ¿Alguien recibía alguna vez una compensación por su sufrimiento final? ¿Existe un paraíso para las reses sacrificadas, para los pollos y los cerdos, para las ranas pisoteadas, para los peces arrancados al mar, para los judíos torturados por Petliura, fusilados por los bolcheviques, para los sesenta mil soldados que derramaron su sangre en Verdún? En ese mismo instante, mientras me formulaba esas preguntas, morían millones de personas y animales. Muchos hombres y mujeres se encontraban atrapados en cárceles y hospitales, en las calles, en sótanos y barracas. ¡Feliz de ti, padre, que crees! Hasta es posible que tengas razón.
Llegué a la estación y me puse en la fila para sacar el billete. Había mucha gente, pero puesto que el tiempo no existe ¿qué más daba cuánto tuviese que esperar?