VI

1

La hermana de Hertz Lipmann había recibido noticias de su hermano. No era en Moscú donde lo habían arrestado, sino en Niesvizh, al cruzar la frontera rusa. Al parecer se había equivocado al dar el santo y seña, o bien los guardias rusos no lo habían entendido. Después de muchas complicaciones, por fin lo habían puesto en libertad, y desde Moscú le había enviado una carta a su hermana Irike.

Me enteré de todo ello por Edusha. Hertz Lipmann le había mandado un telegrama. Resultó que la versión según la cual Lipmann era un provocador y su nombre figuraba en una lista de agentes del Ministerio de Defensa la había inventado un sujeto llamado Adam Kronenberg, que pronto sería juzgado por un tribunal del Partido.

Edusha lloró al contarme la historia.

—Estas cosas llegan a enloquecerte. —Si ella, Edusha, no había perdido la razón, eso demostraba que era más fuerte que el hierro. Añadió que ambos debíamos olvidar lo que había sucedido entre nosotros. Podíamos seguir siendo amigos, y eso debería bastarnos. Dado que se había demostrado que Hertz Lipmann era un hombre honrado, todo volvía a ser como antes. Me pareció que había algo falso en ese razonamiento, pero las lágrimas de Edusha eran verdaderas.

Cuando hacía un rato que había dejado de llorar, volvió a estallar en sollozos y a disculparse una y otra vez.

—Quedé huérfana —dijo—, la guerra lo alteró todo. El ejemplo de mi tía me llevó por mal camino. Nunca encontré al hombre que me convenía. Edek no era más que un petimetre. En cuanto a Stanislas Kalbe…, bueno, sí, vivió un tiempo aquí.

Edusha me hizo saber que preferiría casarse conmigo antes que con Hertz Lipmann. A continuación me besó como señal de que debíamos separarnos. En adelante habríamos de comportarnos correctamente.

Aarón me dio dinero para pagarle a Edusha parte de lo que le debía. Sospeché que Susskind Eijl algo había tenido que ver con esa transacción. No hacía más que poner en el camino de mi hermano toda clase de oportunidades de ganar dinero. Aunque era hombre de izquierdas, tenía vinculaciones con gente adinerada de Varsovia, comunistas de salón que financiaban publicaciones izquierdistas. Eijl sabía que Edusha no podía permitir que siguiese en mi cuarto y comiera en la casa sin cobrarme por ello.

La verdad es que mi situación había mejorado un poco. Cada dos o tres días Shoshana, la secretaria de Dov Kalmensohn, me encomendaba algún trabajo. A Binyomin le gustaba trabajar conmigo, tal vez porque yo escuchaba sus historias y le contaba cosas sobre mí. De hecho, ambos habíamos vivido parecidas tragicomedias. Los dos nos habíamos enredado en relaciones amorosas con nuestras esposas ficticias. Binyomin había abandonado a una novia en su ciudad natal y había celebrado un matrimonio de conveniencia con una militante del Jalutz llamada Tsila, quien se haría cargo de los gastos del viaje a Palestina. Yo la había conocido la noche en que con Binyomin velamos el cadáver en la clínica. Tsila había cursado estudios universitarios. Hablaba hebreo y fumaba cigarrillos. Ella y Binyomin no sólo se habían besado, sino que estaban a punto de convertirse realmente en marido y mujer.

Me pasaban cosas buenas. Un joven que publicaba una revista llamada Tsvit (Capullo) había aceptado mi ensayo Spinoza y la Cabala. La revista no sólo no pagaba, sino que el autor debía hacer una contribución. Yo sabía que en la historia de la literatura eran muchos los escritores que habían comenzado su carrera publicando en pequeñas revistas. Por ejemplo, la famosa novela Juan Cristóbal, de Romain Rolland, apareció en una publicación como ésa. Reescribí el ensayo y mi hermano lo revisó. Ya se encontraba en proceso de impresión y me habían entregado las primeras pruebas.

Yo era consciente de que el deseo de ver el propio nombre en letras de imprenta constituía una muestra de avidez estéril, una forma de afectación. Y sin embargo, con qué ansiedad, en mis frecuentes desvelos nocturnos, buscaba las cerillas para encender una vela y leer una vez más mi nombre impreso: David Bendiger. Había entrado en la familia de la literatura. Si conseguía publicar nueve ensayos más, el Club de Escritores me aceptaría como socio.

Empecé a fantasear con las cosas que escribiría: varias novelas, muchos cuentos y hasta una obra de teatro que se titularía El certificado. Los personajes, además de yo mismo, serían Edusha, Bella, Minna, sus padres, Binyomin Hesheles, Tsila, Basha, Sonia, Hertz Lipmann, mi hermano Aarón, Zbigniew Shapira, Barish Mendl y el cortador de polainas que quería casarse con Sonia. Tal vez también incluyera a Dov Kalmensohn. Pero ¿cómo empezaría el primer acto?

Una cosa era segura: el tercer acto tendría lugar en Palestina. Me compré una libreta, donde anotaba ideas y temas. También me fijé una rutina diaria: levantarse a tal hora, escribir a tal otra, leer a tal otra. Sin embargo, ¿cómo llevarla a cabo si no tenía un lugar apropiado donde vivir ni ingresos regulares?

Curiosamente, había recibido una citación para presentarme ante una comisión militar, pese a que aún me faltaban casi dos años para cumplir los veintiuno. Estaba seguro de que Barish Mendl le había dado mi nombre a la junta de reclutamiento como venganza por la negativa de Minna a pagarle el dinero adicional. Mi pasaporte estaba retenido en una oficina del gobierno. Minna ya había hecho un depósito a cuenta de los billetes. Todo implicaba dinero.

Zbigniew Shapira no asistió a los funerales de su madre, pero yo sabía que Minna había ido a reunirse con él en la ciudad libre de Danzig. Me enteré de boca de su padre, quien me dijo: «¿Qué sentido tiene esto, eh?».

Aunque yo mismo llevaba una vida licenciosa, la impudicia de las mujeres me escandalizaba. ¿Cómo podía Minna ir al encuentro de Zbigniew tras mantener una relación conmigo y sabiendo que él se había casado con otra mujer? En algún lugar del mundo tenía que haber personas que se tomaran en serio el amor. Si las mujeres se comportaban igual que los hombres, el resultado sería otra generación como la aniquilada por el Diluvio. O por decirlo de otro modo, ¿acaso los hombres podrían entregarse al libertinaje si las mujeres fuesen realmente fieles?

Minna había viajado sola, probablemente para encontrarse con Zbigniew Shapira en un hotel de Danzig. Edusha, por su parte, planeaba reunirse con Hertz Lipmann.

Sonia me invitó a almorzar con ella y Mendl. Sus amos estaban de viaje, y ella jugaba a ser la dueña de casa. Mendl era un muchacho bajo y robusto, de ojos oscuros de expresión bondadosa. Por lo visto Sonia lo había aterrorizado hablándole de lo importante que era yo, pues tartamudeaba al hablarme y se esforzaba por emplear palabras y frases extranjeras. Utilizaba a cada rato giros como: «Aquello por lo cual», «Por encima de todo», y «Hablando en términos generales». Se quitaba el yarmulke que coronaba su cabeza peinada con brillantina y volvía a ponérselo. Metía el dedo bajo el cuello duro de su camisa para rascarse, fumaba cigarrillos y consumía pastillas de menta a fin de perfumar su aliento.

Mendl trajo noticias de su pueblo natal. Poco se hacía allí en favor de la cultura. Los jasidim fanáticos habían irrumpido en la biblioteca destruyendo los libros que no fueran religiosos. Un delegado sionista de Zamosc fue invitado a dictar una conferencia, pero los comunistas reventaron la reunión silbando y abucheándolo cada vez que el hombre intentaba hablar. Un judío norteamericano quiso hacer una donación para un curso sobre «El desarrollo de la civilización», pero el rabino lo mandó llamar y junto con los otros fanáticos del lugar lo convenció de que no diera dinero a los «librepensadores».

Para poner fin a esa conversación exaltada, le pedí a Mendl que me hablase de la maquinaria que se utilizaba en la confección de polainas. Prestamente describió la máquina que usaba, cómo se colocaba el cuero, cómo había que cortarlo adaptándolo a la forma del zapato, y las precauciones que había que tomar para no rebanarse un dedo.

Cuando Sonia llegó con la comida advertí que se había puesto un vestido nuevo. La conversación giró, naturalmente, hacia la situación judía. Mendl había servido en el ejército polaco y combatido contra los bolcheviques. Lo habían herido en combate, y pese a todo los soldados polacos seguían llamándolo «bolchevique» o «Trotski», y diciéndole que llegaría el día en que exterminarían a los judíos. Aun cuando lo trataban bien, Mendl se sentía incómodo con ellos. No toleraba su lenguaje, sus obscenidades, sus historias invariablemente sangrientas. Hasta los oficiales se expresaban de manera grosera. Bebían coñac en vasos para agua y hacían bromas acerca de la muerte, las enfermedades y los sufrimientos de animales y humanos. ¿Acaso eran mejores las cosas en tiempos de paz? A los judíos se los odiaba y oprimía de mil maneras. En el tren en que Mendl había viajado a Varsovia, unos gentiles habían dado una paliza a un judío e intentado arrojarlo a las vías.

—Nunca conseguiré nada bueno aquí —agregó Mendl.

—En tal caso, ¿por qué no emigras a Palestina? —preguntó Sonia.

—No me dan el certificado. Allí mi oficio no existe.

—Entonces, ¿quién hace las polainas en ese país? —insistió Sonia.

Mendl no respondió. Se dedicó a hurgarse los dientes con un palillo. Al cabo de unos instantes, dijo:

—No todos los judíos tienen que ir a Palestina.

Sonia me llevó aparte e inquirió en un susurro:

—Y bien, ¿qué piensas?

—Es un tipo decente.

—Soy yo quien tendrá que acostarse con él, no tú.

Mendl y yo nos despedimos de Sonia y salimos juntos. Él pasaría la noche en una posada de la calle Franchiskaner. Me dijo que había pagado por una habitación privada, pero ya la primera noche habían puesto dos camas para sendos huéspedes.

—Las palabras —añadió— no tienen la menor significación en este país.

Al separarnos le tendí la mano. Él me la estrechó dos veces, pidiéndome:

—Háblele bien de mí a Sonia. Ella tiene en altísimo concepto su opinión.

Esperé el tranvía más de media hora sin que apareciera ninguno. Sonia me había pedido que volviera a pasar la noche con ella, pero yo no deseaba hacerlo, y de todos modos el sereno no me dejaría entrar.

«¿Qué sentido tiene casarse si las mujeres se portan de ese modo? —pensé—. ¿Cómo puede un hombre moderno saber si sus hijos son realmente suyos?». Unos años antes había leído El padre, de Strindberg. Entonces no comprendí plenamente el problema planteado y me limité a disfrutar de la belleza del estilo, la autenticidad del diálogo y el misterio que se ocultaba detrás de las palabras. De pronto vi en toda su magnitud la tragedia del hombre de nuestro tiempo. Había socavado sus propios cimientos, convirtiendo a la madre de sus hijos en una ramera.

Cada vez que conocía a un hombre joven, lo primero de lo que me hablaba era de su relación con las mujeres, haciendo hincapié en que todas ellas engañaban a los hombres. Las mujeres exigían dinero para ropa, zapatos, joyas, casas veraniegas, y después se entregaban al primer desconocido que se cruzaba en su camino.

Mi padre solía acusar de botarates a los intelectuales y maldecía a los escritores en yiddish por envenenar a la juventud. Ahora comprendía su punto de vista. Pero ¿cómo podía uno conservar la pureza de la familia sin creer que Dios entregó la Torá a los judíos en el monte Sinaí?

Al entrar en el apartamento encontré a Edusha, todavía despierta. Me dijo que Dov Kalmensohn había telefoneado para advertirme que si no viajábamos antes de una semana, le daría mi certificado a otra persona.

—¿Qué espera tu damisela? —preguntó Sonia—. ¿Que el conde Potocki se enamore de ella?

Edusha había recibido una carta de Hertz Lipmann. Le decía que si estaba dispuesta a reunirse con él se quedaría en la Unión Soviética. «Sabes que no soy un sentimental —escribía—, pero he besado, literalmente, el suelo de nuestra patria socialista».

2

Ese día llamé a Minna por teléfono varias veces, pero me dijeron que no se encontraba en casa. También llamé a Dov Kalmensohn, quien estuvo de acuerdo en retener mi certificado unos días más. Le expliqué la situación con Minna, y reaccionó diciendo:

—Si todavía tiene algo que ver con ese farsante, Minna no es la clase de persona que queremos en Palestina.

El invierno había pasado sin que yo lo advirtiera, y ya se notaba la presencia de la primavera. ¡Oh, Dios! Si había sobrevivido a ese invierno, debía de ser más fuerte que el acero.

Edusha perdió su empleo en la mueblería. A Bella la dejaron en libertad bajo fianza. Ella y todo un grupo de comunistas a los que el fiscal había acusado en bloque serían juzgados más adelante. Sólo se los podía procesar en conjunto, ya que el fiscal sostenía que formaban parte de la misma conspiración.

Bella salió de la cárcel tan arrogante como había entrado. Mientras estuvo detenida recibió paquetes de Edusha y del Partido. Evidentemente, se trataba de una especie de funcionaria, ya que no se le requería que hiciera trabajo alguno. Apenas regresó al apartamento, el teléfono empezó a sonar. Susskind Eijl reanudó sus visitas y hasta llevó a mi hermano.

Una noche oí la voz de Aarón en la sala. Cuando entré, todos salieron. Mi hermano me pidió echar un vistazo a mi «salón», como amaba a mi pequeña habitación sin ventanas. Cogió un libro del estante y preguntó:

—¿Quién es Stanislas Kalbe?

—Un ex-inquilino.

—¡Otro benefactor de la humanidad!

—No, sólo un muchacho rico.

—¿Y qué pasa con tu certificado?

Me disponía a contestarle cuando sonó el teléfono y un secreto instinto me dijo que la llamada era para mí. Salí corriendo al pasillo descolgué el auricular. Era Minna. Casi no distinguí su voz cuando me preguntó con tono divertido:

—¿Todavía estás ahí?

—¿En qué otro sitio podría estar?

—En la Luna… o en Marte.

Dijo que quería hablar conmigo y me pidió que fuera a su casa de inmediato. Yo estaba ansioso por marcharme, pues me sentía incómodo en presencia de mi hermano y Edusha. Susskind Eijl me observaba con expresión burlona. Bella me había preguntado si me había portado correctamente. Todos ellos sabían que había pasado varias emanas solo en la casa con Edusha, lo cual suscitaba toda clase de pullas. Intenté practicar autohipnosis para no ruborizarme, aplicando a fórmula de Emile Coué. Había encontrado en la biblioteca la traducción de un libro sobre esta técnica escrito por Charles Badouin, y había leído El Desarrollo de la voluntad, de Pallot, pero delante de mi hermano perdía toda presencia de ánimo. Me ruborizaba y palidecía alternadamente. Me costaba hablar, y cuando lograba decir algo mis palabras sonaban desmañadas y tontas. Me había convertido de nuevo en un chico de escuela y representaba el papel de ingenuo.

Cogí mi abrigo y empecé a despedirme.

—¿Por qué huye? —dijo Bella—. Su hermano está aquí. Ha venido especialmente para verlo.

—Se trata de un asunto urgente.

—¿En relación con su certificado?

—Se lo han retirado —intervino Edusha—. La esposa ficticia se marchó a Danzig para ver a su ex-amante.

La miré con enfado. No tenía derecho a ventilar los secretos que yo le había confiado, pero pretendía impresionar a mi hermano. Coqueteaba con Susskind Eijl y le daba golpecitos en la muñeca. Para mí estaba claro que se ponía en ridículo, pero tal vez actuase movida por las mismas emociones que me perturbaban a mí.

—¿Adónde vas? —preguntó Aarón.

—Lo ha llamado una dama —dijo Edusha.

—Tienes dos hermosas damas aquí, en casa.

—Nadie valora lo que tiene en casa —apuntó Bella.

—Debe hacerse hombre —dijo mi hermano—. A veces pienso que todavía es un chiquillo. No hace tanto tiempo que lo llevaba a la escuela. Parece que fue ayer.

—Empiezo a comprender por qué para Dios mil años son lo mismo que un día.

—Si estás arriba, durmiendo en el Séptimo Cielo, ni siquiera un millón de años significa gran cosa —intervino Susskind Eijl—. Entiendo que, según Einstein, hasta el tiempo es una ilusión.

—Creo que usted se refiere a Kant —dije—. Para Einstein, el tiempo es relativo pero no tiene nada que ver con la ilusión.

—Vaya, hablas como un adulto —dijo mi hermano lleno de asombro—. Entonces ¿entiendes la teoría de Einstein?

—Leí un libro sobre el tema. Personalmente, creo que el tiempo ni es relativo ni es una ilusión. Al igual que el espacio, no existe.

—Aun así, se necesitan nueve meses para que el embarazo de una mujer llegue a término.

—No es el tiempo como tal el que madura al bebé, sino una serie de procesos. No es el tiempo el que hace que la manzana madure, sino el sol. Una persona no envejece por culpa del tiempo, sino porque se producen cambios en su corazón y en sus venas. «Tiempo» no es más que una manera de designar, del mismo modo que se indica que esta casa se encuentra en la calle Leszno.

—Se puede cambiar el nombre de la calle, o incluso el de la ciudad, pero nueve meses siguen siendo nueve meses.

—Sólo si se compara el vientre de una mujer con la trayectoria de la Luna alrededor de la Tierra. Es una comparación ilógica. Bella me miró y espetó, airada:

—Pruebe a pasar una temporada en prisión y verá que el tiempo sí existe. Cada día parece un año, y las noches de invierno se arrastran como si uno se hallase en el exilio. Pruebe a trabajar catorce horas por día, como se trabajaba en las fábricas, y verá que el tiempo no es una mera designación.

—Lo que cansa a los obreros no es el tiempo, sino el trabajo.

—Puros sofismas —replicó mi hermano—. Deberías avergonzarte de repetir semejantes tonterías, David. Immanuel Kant nunca se movió de Königsberg. Y aunque no creía en el tiempo, su reloj era tan exacto como el de cualquiera. Jamás llegó ni con un segundo de retraso a sus clases en la universidad. Muy bien, pues, y ¿qué es el espacio, entonces?

—Vacío. Nada.

—Sin embargo, hay más nada entre Varsovia y Moscú que entre Varsovia y Radzymin. ¿Cómo es posible que exista más cantidad de nada?

—Es un chiquillo —intervino Bella—. Se atosiga con toda esa bazofia libresca y cree que está degustando un manjar. El tiempo es nada, el espacio es nada. Sólo falta que diga que el dinero es nada.

—El dinero es algo.

—Bueno, gracias a Dios. Pero ¿dónde encontrarlo? Y por favor, tenga la bondad de enderezarse la corbata.

—¿A eso llama corbata? —se burló Susskind Eijl—. ¡Si parece una soga! —exclamó, y soltó su inconfundible carcajada.

Todos se echaron a reír. Advertí que Edusha no se sumaba al jolgorio general. Me miraba con aire interrogativo, evidentemente molesta por el hecho de que yo permitiese que me tomaran el pelo.

Deseé justificarme. Deseé comparar el tiempo y el espacio con el número cero, que sólo adquiere valor cuando se halla junto a otros números, pero Minna me esperaba y, de todos modos, ellos no me entenderían. En las largas noches que había pasado ahondando en esas ideas, había llegado a la conclusión de que las categorías de la razón no son más que símbolos y que es posible representarlas mediante otros símbolos o nombres. La humanidad necesita orientarse continuamente por medio de señales, o de una dirección. Tiempo y espacio no son más que los indicadores de la memoria. La existencia humana entera no es más que una enorme libreta de direcciones.

Salí rumbo a la casa de Minna. Después de lo sucedido entre nosotros, había empezado a amarla. Pero su viaje a Danzig para ver a Zbigniew Shapira lo había echado todo a perder. Minna nos había engañado a los dos y se había burlado de sus propios sentimientos.

Subí la escalera hasta el apartamento de los Ahronson y toqué el timbre. Me abrió la puerta Meir Ahronson, vestido con la misma bata raída, las viejas chinelas y el gorro plano de la última vez. Su rostro arrugado tenía un tinte amarillento. Me pareció que hasta su barba se había encogido. Su ojo derecho estaba cerrado, como si hubiese perdido la vista, y su ojo izquierdo, bajo la ceja hirsuta, me dirigió una mirada penetrante y divertida.

—Bueno, ¿y ahora qué? ¿Todavía está aquí? Creí que a estas alturas ya se encontraría en la Gruta de los Padres.

—Bien sabe usted que no puedo viajar a Palestina sin su hija.

—Que me cuelguen si sé qué quiere mi hija. ¿Por qué se fue con tanta prisa a Danzig en medio de todo esto? Pertenecen ustedes a una generación que ha perdido la cabeza.

—Es evidente que todavía está enamorada de Zbigniew Shapira.

—Eso no es amor, sino locura. Nos ha avergonzado a todos. Si uno vive lo suficiente, es seguro que más tarde o más temprano lo cubrirán de vergüenza y humillación. Pero compadezco a mi pobre esposa.

—Dios los ayudará.

—¿Dónde? En este mundo, seguro que no.

Llamé a la puerta de Minna y la encontré sentada en el sillón de mimbre manchado de pintura. Se la veía más delgada y joven, con cierto aire extranjero. Llevaba un vestido que no le había visto antes y se había cambiado el peinado, o tal vez el corte de pelo. Tenía un cigarrillo entre los labios y las piernas cruzadas, lo que dejaba las rodillas al descubierto. Era la imagen misma de la mujer mundana y segura de sí misma a la que todo le es indiferente salvo sus propias necesidades y caprichos. Vi en sus ojos el mismo brillo burlón que había detectado en los de su padre.

—Vaya, vaya, ¿cómo está el donjuán de Byaledrevne?

—¿Cómo está Zbigniew Shapira? —repliqué.

—Loco, como siempre. Siéntate aquí, en la cama.

Me senté en el borde de la cama de Minna, quien me examinó, como vacilando.

—Lamento tener que decirte esto —prosiguió—, pero debo cancelar mi plan de viajar a Palestina. En mi situación actual, me veo obligada a pedirte el divorcio. —A continuación, como para atenuar el impacto de sus palabras, agregó—: Lo lamento, lo lamento de veras. Te he arrastrado a una ciénaga.

—¿Qué ha sucedido?

Minna frunció el entrecejo.

—Oh, es una larga historia. No sé bien cómo empezar. Pero ¿a ti qué más te da? Mi vida está hecha un lío. Si te divorcias de mí, puedes viajar con otra mujer. Tal vez con esa joven de tu pueblo a la que realmente amas. Me hablaste de ella. ¿Cómo se llamaba?

—Lena.

—Eso, Lena.

3

Minna hablaba sin dejar de fumar. A veces hacía una mueca; otras, sonreía.

—No es propio de mi carácter hablar con nadie de mis asuntos íntimos. Si alguien me hubiese dicho que me confiaría a ti de este modo, lo habría considerado absurdo. Pero después de lo que sucedió entre nosotros, mal podemos considerarnos extraños el uno para el otro. Y además, en cierto sentido eres mi esposo. Tenía que hablar con él. Tenía que verlo —prosiguió con la voz alterada—. En buena medida, mi sufrimiento se debía a la imposibilidad de entender sus motivos. Es decir…, yo entendía y no entendía al mismo tiempo. Sólo en Danzig comprendí que Zbigniew me había hipnotizado. Me di cuenta de que tenía todos los síntomas de una persona hipnotizada. Eso sucede cuando, aunque la mente conserve la lucidez, uno se ve forzado a obedecer los mandatos de otro. Pensé que si volvía a verlo él conseguiría anular el hechizo a que me había sometido. Al fin y al cabo, ¿qué es un hechizo si no una forma de hipnosis? Y es por eso por lo que fui en su busca. Cuando llegué, me esperaba en la estación. Se lo veía más apuesto que nunca. Su esposa, que responde al extraño nombre de Eulalie, no estaba con él. Es hija de una acaudalada familia de Alemania, pero vive en Lausana y en París. Sus padres se encuentran ahora en Norteamérica. Realizan negocios importantes en todo el mundo. Su primer marido era oficial del ejército francés. También tuvo un segundo marido. Zbigniew es el tercero. Eso es lo que ella afirma. Sospecho que debe de ser el quinto, o el décimo. Está loca por él y derrocha el dinero a diestro y siniestro.

Sin saber por qué, pregunté:

—¿Esa mujer es…?

—¿Si es judía? Sí, lo es. O por lo menos su padre lo es. Pero sus dos maridos anteriores eran cristianos. Aunque, ¿qué significa la religión para gente como ésa? Bien podría hacerse mahometana en cualquier momento. Cuando la conocí, tuve la impresión de que ella y Zbigniew estaban hechos el uno para el otro. Los dos pasarían por encima del cadáver de quien fuese para procurar su propio placer. Además, ella es rica, de modo que puede permitirse ser cínica. Jamás he conocido a una mujer tan cínica como ella. —¿Por dónde iba? Ah, sí. Zbigniew fue a la estación solo. Lo primero que hice fue informarle de que me había casado. Se puso muy pálido, y eso me dio un momento de satisfacción. Me preguntó: «¿Y dónde está el afortunado?». Respondí: «Es un estudiante de yeshivá de un pueblo pequeño, quiere ser escritor en yiddish y tiene cinco años menos que yo». Me miró en silencio por un instante, y luego preguntó: «¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué lo hiciste?». Me eché a reír. Entramos en un café y allí nos quedamos hasta la hora de cerrar. Antes, él llamó por teléfono a su esposa, y ella vino a reunirse con nosotros. Espero que no te moleste lo que voy a decirte. Cuando ella entró, me abrazó y me besó como si fuéramos hermanas. ¿Si es hermosa? Resulta difícil afirmarlo. Posee una especie de belleza exótica. ¿Y sabes qué hizo? Pues ni más ni menos que invitarme a compartir la habitación de hotel de ellos. Fue muy directa: «La cama es grande. Cabemos los tres cómodamente». Me quedé mirándola y se me ocurrió que Zbigniew también la había hipnotizado, pues aunque ella tenía su buena dosis de perversidad, él era el inspirador de todo eso. O tal vez las cosas sean al revés, y es ella quien lo ha seducido. Durante toda mi vida me he entrenado para no dejarme sorprender por nada. Pero las sorpresas llegan, de todos modos. De pronto conoces a alguien que parece diferente, que de hecho lo es, de modo diferente, como si viniesen de otro planeta. Hace una semana pensaba que si me cruzaba con esa mujer la estrangularía o le clavaría un puñal en el pecho. Y en cambio ahí estábamos, sentadas a la misma mesa, y ella me llamaba por mi nombre de pila. Yo no tenía idea de que pudiera existir un ser semejante. Nunca había encontrado una mujer como ella en la literatura polaca, y ni siquiera en la francesa. Era evidente que Zbigniew me había elogiado de forma desmesurada, porque lo que a continuación hizo Eulalie sugerir, muy abiertamente, que los tres hiciéramos un viaje alrededor del mundo.

—¿Y lo harán?

—No lo sé. Lo único que sé es que no puedo romper con él. Ésa es la terrible verdad, y ahí la lógica no tiene nada que hacer. Estuvimos juntos en Danzig y más tarde en Zapat. ¿Y a que no adivinas de quién hablamos? Buena parte de nuestra conversación giró en torno a ti. Fue bastante extraño. Como te he dicho, le conté todo lo nuestro y él se mostró fascinado. Se transformó de inmediato en un nacionalista judío, un sionista. Quería que te llamara por teléfono en ese mismo instante y te propusiera que fueses a Danzig. Se ofreció a buscar un traductor para tu ensayo, o a enviarte a Berlín para que prosiguieras tus estudios. También su mujer se entusiasmó. Te imaginaban con el cabello negro y los ojos oscuros y ardientes del judío típico. Cuando les dije que eres de tez blanca y tienes los ojos azules, su entusiasmo decayó un poco. Pero lo recuperaron enseguida. Por supuesto, en ellos todo pasa por los estados de ánimo. Son nacionalistas ahora y cosmopolitas (o lo que se les cruce por la cabeza) un instante después. En ella hay algo salvaje e infantil, y en su presencia él también se vuelve insensato. Duermen de día y se pasan la noche despiertos. Beben champán en el desayuno, y sospecho que ella consume drogas. Una cosa está clara: ahora no tengo ningún motivo para ir a Palestina. Sería un desatino.

—He recibido un telegrama de Dov Kalmensohn. Dice que si no salimos hacia Palestina de inmediato le adjudicará el certificado a otro.

—Lo lamento, de verdad. En todo caso, podemos ir a Berlín y divorciarnos allí. Sé muy bien lo que piensas de mí, pero todavía no has aprendido cuán demoníaco llega a ser en ocasiones el poder del amor. Yo estaba muerta cuando Zbigniew no estaba aquí. O por decirlo de otro modo, era un cadáver animado por una especie de fuerza galvánica. Pero en cuanto volví a verlo, resucité. He sufrido mucho. Nadie que no haya pasado por esta experiencia se imagina lo profunda que ha sido mi angustia. Pero se trataba de la angustia de un ser vivo, no de la opacidad petrificada de la muerte. La verdad es que no tengo necesidad de justificarme ante ti. Tampoco intentaré justificarme ante mis padres. ¿Cómo podría hacerlo, si sé que ellos tienen toda la razón del mundo?

—¿Qué piensa hacer?

—Hemos llegado a un acuerdo, el acuerdo más extraño que jamás se haya hecho entre un hombre y una mujer. Le dije: «Estoy en tus manos, haz lo que quieras conmigo». Lo manifesté delante de ella, y ambos juraron que no me abandonarían mientras viviesen. Una locura, ¿no es cierto? Pero la vida está llena de locura. Quieren que los acompañe en su viaje alrededor del mundo, que pase largos periodos con ellos en China, Japón, la India. Ella tiene una hija de su primer marido que vive con los abuelos en Lyon. Pero la abuela no se encuentra bien de salud y no puede seguir ocupándose de la niña. El francés que estudié en la escuela me será útil ahora. Sí, si quieres llamar a las cosas por su nombre exacto, seré la institutriz de la hija de Eulalie. No creo que ni en el Infierno de Dante alguien haya imaginado un castigo tan ingenioso como éste. Pero he aceptado, porque eso me permitirá estar cerca de él.

A Minna le brillaban los ojos. Su mirada era la de alguien que ha hecho un pacto con el desastre.

—¿Por qué acepta la esposa esa situación?

—No lo sé, y tal vez nunca lo sepa. Es posible que tampoco ella sepa por qué lo hace. Los millonarios, aquellos que han probado todos los placeres de la vida, sufren de aburrimiento. ¿Quién sabe? Esta mujer se divorció dos veces, y cuando le pregunté los motivos, me contestó: «No lo sé. Las relaciones se hicieron tediosas. He olvidado las razones». Sé que no soy yo quien debería decirlo, pero es una persona muy simpática. Me quitó a mi hombre, pero aun así me agrada. Y eso, en sí mismo, constituye una sorpresa terrible para mí. En cuanto a mis padres, me he apartado casi por completo de ellos para entregarme por entero al diablo.

—Creo que deberíamos ir a ver a Dov Kalmensohn y explicarle cómo están las cosas.

—Sí, por supuesto, enseguida. Ah, sí, he olvidado decirte algo importante, algo que manchará sin remedio mi nombre ante tus ojos. Tomé dinero de mis padres para pagarme el viaje. Hubo un tiempo en que yo consideraba a mi padre un hombre rico, pero en comparación con lo que vi allí, comprendo que fuimos pobres aun en nuestras mejores épocas. La mujer de Zbigniew despilfarra el dinero, y lo mismo hace él. A él nunca le pareció pecaminoso coger dinero de otras personas, sin importarle cuándo ni de quién. Te digo esto sencillamente para que no temas y sepas que mi decisión no te afectará financieramente. Me haré cargo de todos tus gastos.

—No hay problema. Si me dan el certificado, otra persona pagará los gastos.

—Sí, claro; pero nunca se puede estar seguro. ¿Qué harás si no te dan el certificado? Tengo la impresión de que Kalmensohn quería ayudarme a mí.

—Sí, eso es cierto.

—Ven, salgamos de aquí. Me siento incómoda en mi propia habitación. Mis padres me tratan como a un enemigo.

Bajamos en el ascensor. Minna llevaba un elegante abrigo nuevo de pieles. Tenía el aspecto de una mujer rica. Cuando llegamos a la calle, me dijo:

—Mi querido amigo, no te acompañaré a la oficina de los jalutzim a menos que vengas a comer algo conmigo. Estás muy pálido, y perdona mi franqueza, pero pareces famélico. ¿Has decidido ayunar?

—No, pero…

—Ven. Una taza de café y un bocado nos vendrán bien. Aunque todavía hace frío, la primavera ya está aquí. No sé si a los hombres os pasa lo mismo, pero cuando empiezan a soplar las brisas primaverales trayendo perfumes de Dios sabe dónde, siento una gran exaltación. Es lo que se llama, muy adecuadamente, «fiebre de primavera». Presiento que la buena suerte está muy cerca, pero ¿dónde? Ven, iremos al número 38. Allí comimos una vez.

—Gracias.

—¿Qué harás si no obtienes el certificado?

—No lo sé, tal vez vuelva a mi pueblo.

—Si tienes un pasaporte de emigración no será difícil conseguirte un visado para Alemania, o por lo menos un visado de tránsito. Una vez que estés allí puedes gestionar una prórroga. O incluso un permiso de residencia.

—¿Qué haría yo en Alemania?

—No lo sé, pero cualquier cosa es mejor que instalarte en un pueblo perdido. No se puede confiar en ellos…, pero ya te lo he dicho. Los dos expresaron el deseo de ayudarte. Me refiero a Zbigniew y su esposa.

—Yo nunca recurriría a ellos.

—¿Por qué? Soy yo quien hizo una elección vergonzosa, no tú. No has hecho nada de lo que debas avergonzarte.

Entramos en el café y Minna pidió pan, queso, una tortilla y café para mí, y leche con cacao para ella. Brillaba el sol y observé que ya había algunas moscas zumbando alrededor de la araña. Mezclados con el aroma del café, el arenque y la leche, llegaban otros olores, de tierra, bosque y río.

Minna permaneció en silencio durante largo rato, mirándome comer.

—Quizá te hubiese amado —dijo finalmente—, si sólo tuvieras diez años más, pero aún eres un niño. Sin embargo, no lamento lo que hemos hecho.

—No debió contarle lo nuestro a Zbigniew Shapira.

—Ignoras qué clase de persona es Zbigniew. La gente como él ha cortado todo vínculo con las antiguas normas. Lo que era bello lo consideran feo, y viceversa. Creo que esa idea aparece en Macbeth, y me parece que toda la humanidad se mueve en esa dirección. Fíjate en la música y la danza de hoy en día, e incluso en los sombreros que san las mujeres. En Alemania se está representando con mucho éxito una obra de teatro titulada Pleyte. Creo que es una palabra yiddish. ¿Qué significa?

—«Bancarrota».

—Sí, el protagonista de la obra está en bancarrota, y lo reconoce. Lo mismo me pasa a mí. Estoy en bancarrota en todos los sentidos e la palabra. Completa y absolutamente en bancarrota.

4

Sentía que a mi vida le faltaba coherencia. Era como una novela enmarañada, con pasajes de negrura y tensión, demasiado dolorosa para leerla y demasiado fascinante para dejarla.

Bella me dijo sin rodeos que debía desocupar la pequeña habitan, pues pensaba convertirla en su propio dormitorio. Fui a ver a Dov Kalmensohn, quien me informó de que no me darían el certificado. Habló de Minna con irritación, pero me hizo saber que buena parte de la culpa era mía. El cónsul británico ya había informado a las autoridades polacas de que se había anulado mi visado. Por lo tanto, la emisión de mi pasaporte de emigración estaba demorada. Minna suponía que quien nos había traicionado era Barish Mendl, aunque en última instancia daba igual.

Minna quería que nos divorciáramos porque no podía, ni deseaba, viajar con papeles en los que figurase como mi esposa. Había que hacer todo con la mayor premura, ya que Zbigniew Shapira y su mujer aguardaban con impaciencia en Berlín. Antes de abandonar Varsovia, Minna quería mandar colocar una lápida en la tumba de la señora Shapira y vender los muebles y otros objetos que quedaban en el apartamento. La anciana tenía una caja de seguridad en algún banco, pero Zbigniew ignoraba en cuál. Para complicar aún más las cosas, Minna había reñido con Rena Kulass. Zbigniew llamaba por teléfono todos los días desde Berlín. Había contratado los servicios de un abogado de Varsovia, justamente el mismo ex-capitán de legionarios con quien Minna había amenazado a Barish Mendl.

Los sucesos que siguieron se desarrollaron a un ritmo febril y alucinante que nadie parecía capaz de controlar. Minna y yo acudimos a un rabino de la calle Kupietska, y que nos concedió el divorcio. Aguardamos sentados en un banco mientras el amanuense escribía con una pluma de ganso. Nuestros testigos fueron dos judíos que estaban aprendiendo a autenticar contratos matrimoniales con la escritura apropiada. Sentado frente a nosotros, el rabino volvía las páginas de un libro y suspiraba. Poco faltó para que no obtuviéramos el divorcio, porque Minna no sabía con seguridad si su nombre judío era Miriam, Mindl, o ambos. El contrato matrimonial estaba en el despacho de Barish Mendl, quien juró que no lo encontraba. Minna llamó por teléfono a su padre, pero Meir Ahronson parecía haberse vuelto sordo de repente. Hablando en polaco, Minna dijo, dirigiéndose a mí, que siempre había odiado el judaísmo y que si se obstinaban en poner piedras en su camino se convertiría al cristianismo. Meir Ahronson recuperó el oído tan súbitamente como lo había perdido y dijo que el nombre era Minna Mindl, y que se llamaba así en recuerdo de una abuela. Oí que le gritaba a Minna: «De ahora en adelante ya no eres mi hija y yo no soy tu padre».

Minna siguió hablándome en polaco:

—¿Qué pretenden estos judíos? ¿Por qué fastidian al mundo? ¿Por qué están tan seguros de saber cuál es la voluntad de Dios? ¿Y por qué, si son tan piadosos, hay especuladores que compran manzanas enteras de casas con dinero sobrevaluado? Es cierto que la mayoría de los judíos son pobres, pero es ese pequeño grupo de aventureros ricos el que provoca el antisemitismo.

En cuanto a ella, Minna dijo que no tenía ninguna relación con esa gente. A decir verdad, no tenía ninguna relación con la especie humana como tal. La movía un único deseo: olvidar. Aturdirse con opio o algún otro narcótico para no recordar nada, nunca más.

—En realidad —agregó—, no necesitas el divorcio, porque estoy muerta.

Me cogió la mano y la soltó de inmediato. La esposa del rabino abrió la puerta de la cocina y nos miró con aire de reprobación, pues no se esperaba que dos personas a punto de divorciarse se sentaran una junto a la otra y hablaran susurrando. El rabino, mesándose la barba, nos dijo:

—No es demasiado tarde. Aún podéis reconciliaros.

Todo se hizo conforme a la ley religiosa. Minna tendió las manos y yo puse en ellas el acta de divorcio. El rabino le dijo a Minna que debía esperar noventa días antes de volver a casarse.

Ya en la calle, tomamos un droshki para ir a casa del abogado. Sí, la primavera estaba entre nosotros. En el jardín Krasinsky los niños arrojaban migas de pan a los cisnes que nadaban en el lago. Los árboles estaban en flor. Los pájaros gorjeaban. El sol se reflejaba en las charcas. ¿Era posible que la fiesta de Purim hubiera llegado y pasado sin que yo lo advirtiera? Sí, me había perdido un Purim, como si fuese un judío converso, un gentil.

Algo dentro de mí murmuró «Vahi ba'iemei Ajashverush». (Y ocurrió en los días de Asuero). De pronto vi a mi padre, a mi madre, y las velas cortas y gruesas que encendíamos en la noche de Purim.

La hogaza de pan cortada en un extremo, y la mesa cubierta de los manjares de Purim que después se repartirían entre parientes y amigos. Experimenté un dolor casi físico. ¿Acaso estaba tan acabado que en Varsovia, la ciudad más judía del mundo, había pasado por alto una festividad religiosa? Sí, había abandonado a Dios, y Él me había abandonado a mí.

Minna me cogió del brazo:

—¿Qué pasa, jovencito?

—Oh, nada, nada.

—Quién sabe, tal vez estemos cometiendo un error. Quizás hubiésemos sido felices juntos.

El abogado al que fuimos a ver nos hizo esperar tres cuartos de hora en el vestíbulo. Luego hizo pasar a Minna a su despacho y yo aún tuve que aguardar otra media hora. Por fin me llamó y me dio a firmar unos papeles. Los firmé sin leerlos.

Las ventanas daban al jardín. El entarimado resplandecía. Ninguno de los papeles que había sobre el escritorio de caoba parecía fuera de lugar. Varios retratos de señores respetables nos miraban desde las paredes. En los rincones de la habitación había jarrones llenos de flores. Más que un despacho, era una sala de recibo. El abogado era un hombre alto y corpulento, de nariz roma, mentón cuadrado y cuello corto. Su cabello rubio y erizado hacía pensar en un cepillo. Todo en él emanaba una fuerza y una seguridad nunca vistas ni imaginadas por mí. Había padecido la guerra, igual que yo, y hasta lo habían herido en el frente. Pero se encontraba en su propio hogar, en su propio país. Le dictó algo a una secretaria. Después habló por teléfono expresándose con claridad, con naturalidad, con voz firme, con la calma de un ser libre de presiones y embrollos.

—Sí… ficticio… certificado… para llevar más judíos a Palestina… comprendo.

Se despidió de Minna besándole la mano y a mí me dio un fuerte y cálido apretón de manos.

Fuera ya había caído la noche. Hacía frío, pero de vez en cuando soplaba una brisa cálida. El agua fluía junto a los bordillos de las aceras. El aire olía a hojas y flores. Minna me cogió del brazo y caminamos un rato sin rumbo fijo. Yo ignoraba por qué calle andábamos. A través de las cortinas que cubrían las ventanas se filtraba el resplandor de las arañas. De alguna parte nos llegó la música de un piano. Detrás de esos balcones, de esas cortinas, sobrevivían familias profundamente arraigadas, y ni guerras ni ocupaciones extranjeras conseguirían desarraigarlas. Abajo, el asfalto mojado relucía como un río en el que se reflejaban al pasar los automóviles y los droshkis.

Me sentía terriblemente cansado, y al mismo tiempo tenía la impresión de que el tiempo jamás había comenzado y el espacio era infinito. La vida había palpitado siempre; la muerte yacía en eterna espera.

Al pasar por delante de un café, Minna propuso:

—Entremos a comer algo.

El lugar parecía demasiado distinguido para la ropa que yo llevaba. Me ajusté la corbata y me abroché el abrigo, aunque poco después volvería a desabrochármelo. Los elegantes parroquianos enarcaron las cejas e intercambiaron miradas al vernos entrar. Mis prendas gastadas no hacían juego con las pieles de Minna.

Nos sentamos en un rincón. En la pared contra la cual se apoyaba la mesa había un espejo en el que vi mi reflejo durante todo el tiempo que estuvimos allí: los bordes raídos de las solapas, la corbata mal anudada, los mechones de lo que quedaba de mi cabello pelirrojo, la palidez de mi rostro, las mejillas hundidas, el cuello delgado, los ojos azules de mirada penetrante, el rictus de mis labios. Me había casado, y la suerte había querido que me divorciara. Estaba compartiendo un refrigerio con mi ex-esposa, que no paraba de hablar de Zbigniew Shapira. En ese momento estaba diciendo:

—Se lo tenía merecido. Me hizo feliz decirle que había estado con otro hombre. Se puso tan pálido como este mantel.

—Señorita Minna, el mantel no es pálido.

Miró el mantel y me preguntó:

—¿Por qué me llamas señorita Minna? Ya no soy una señorita. Tendremos que inventar una nueva palabra para alguien como yo. Amante de un hombre que se ha casado sólo para que su esposa pueda reunirse con su amante, que a su vez se ha casado con otra mujer. Luego ella se divorcia para convertirse en la institutriz de la hijastra de su amante. ¿No es divertido? ¿Qué te parece si lo conviertes en una obra de teatro? Dime, ¿qué piensas hacer después de que me marche de Polonia?

—Ya le he dicho que no tengo planes concretos.

—Aun así, tendrás que ir a alguna parte y hacer algo, digo yo.

—Puedo volver a Byaledrevne, enseñar hebreo…

—Si quieres salir del país, no necesitas un pasaporte de emigración. Ven conmigo a Danzig, y desde allí entra clandestinamente en Alemania.

—No, señorita Minna, no pienso arrastrarme tras ellos.

—Todos nos arrastramos detrás de alguien. Nos dejamos caer ante un portal gritando: «Dejadme entrar o me moriré». Mi pobre madre se aferra a mi padre senil, yo me aferro a Zbigniew, Zbigniew se ha encadenado a su millonaria…, y así sucesivamente. La verdad es que tú y yo no deberíamos habernos divorciado. Podrías haber viajado conmigo como mi marido. Zbigniew no habría puesto ninguna objeción. Al contrario…

—Demasiado tarde, señorita Minna.

—¿Por qué? ¿Y si volviéramos a casarnos? —El camarero llegó con café y tarta de queso—. ¿Adónde irás ahora? ¿A tu pequeña habitación sin ventanas?

—Ya no es mía. Debo desocuparla mañana o pasado.

—¿Y adónde irás? Múdate al apartamento de mis padres. Tienen otra habitación disponible para alquilar. Y cuando yo me vaya, también alquilarán la mía.

—Usted sabe que no dispongo de dinero.

—Yo pagaré los tres primeros meses. Te daré el dinero para que se lo entregues a mis padres. No quieren aceptar nada de mí. Mi padre me acusa de ser una cualquiera, y tal vez tenga razón. Pero no es fácil encontrar inquilinos. Pueden surgir complicaciones. El conde que alquiló un cuarto se marchó al cabo de una semana. Resultó que tenía una esposa con la que se había peleado, pero acabaron reconciliándose. Todos estos problemas acabarán por matar a mi pobre madre. Vete a vivir con ellos. A mi padre le caes muy bien; discutiréis sobre el Talmud o hablaréis en yiddish. Te considera su yerno, y no es probable que vuelva a tener otro. Haz lo que te digo. Saldréis ganando los tres.

—Sería una situación cómica.

—Todo lo que yo hago es cómico. Ven, vamos a casa. Tengo el dinero para que le pagues el depósito. Tal vez encuentres algún trabajo en Varsovia. Me siento culpable. Por mi causa perdiste tu certificado. ¡Oh, Dios! Hago daño a todo el mundo, a ti, a mis padres, y también a mí misma. El paso que estoy a punto de dar me sumirá en el oprobio para siempre. Siento que el destino me arrastra a la destrucción, y hay momentos en que me asalta la sospecha de que tal vez Zbigniew lamente esta aventura. Llegaré a Danzig sólo para enterarme de que se han marchado a otra parte. Estoy atrapada en una telaraña. Termina esa tarta y vámonos. No quiero permanecer sentada aquí ni un instante más. Es como si tuviera un motor girando dentro de mí. Nunca experimenté nada parecido.