1
Mi pasaporte me aguardaba en la oficina gubernamental, pero se produjo una demora. Necesitaba un certificado de la agencia tributaria que demostrase que estaba al día con mis impuestos. El cónsul inglés exigía también la presentación de un certificado de buena conducta. Yo sospechaba que Barish Mendl había provocado el retraso para sacarnos más dinero. Se expresaba de forma confusa, con voz nasal, y su aire taimado inspiraba desconfianza. Pero tal vez sólo fueran imaginaciones mías. Minna había cometido el error de pagarle por adelantado. El hombre estaba enredado en alguna clase de especulación: lo había oído disculparse por teléfono prometiendo el pago de una deuda importante. Hablaba una mezcla de yiddish y polaco mientras daba largas caladas a un cigarrillo que dejaba en equilibrio sobre el borde del cenicero. Regañaba a su esposa, y en una ocasión, de las muchas en que su hija se presentó para pedirle dinero, exclamó: «¡Yo no tengo una fábrica de billetes!». Ella salió de allí con su andar gatuno, echándole una mirada de desprecio.
En esos momentos mi hermano estaba viajando por varias ciudades de Galitzia, en las que daba conferencias y ofrecía lecturas de sus obras. Susskind Eijl, por su parte, le había pasado algunos trabajos de los que no tenía tiempo de ocuparse. El hecho de que Aarón acabara de regresar de Rusia le confería cierto prestigio entre la gente de izquierdas. Ida, mi cuñada, había encontrado empleo en una clínica. Edusha trabajaba en la mueblería y no estaba en casa en todo el día.
Llamé por teléfono a Sonia, quien me contó que el cortador de polainas con el que había salido varios sábados por la tarde acababa de proponerle matrimonio. Había comprado una máquina de coser en Varsovia y pensaba abrir su propio taller en la pequeña ciudad de la que ambos provenían. Sonia se embarcó en un largo monólogo:
—¿Qué sentido tiene seguir con mis amos y dejar que mi pelo encanezca mientras tanto? Los años pasan. Me gano la vida, pero ni siquiera tengo una habitación propia. Mis amos siguen tratándome como a una sirvienta. Hace nueve años que vivo en Varsovia, ¿y qué he conseguido? Los hombres de esta ciudad pretenden dotes enormes, y la verdad es que no he ahorrado ningún dinero. Mendl me dará un hogar; quiere tener hijos, llevar una vida normal. Pero… no estoy enamorada de él. Es un hombre agradable, pero blando, y no para de quejarse. Habla por los codos y zumba como una abeja. Por otra parte, me he acostumbrado a la gran ciudad. Cuando pienso en la plaza del mercado desierta y las calles sin pavimentar, se me cae el alma a los pies. Apenas terminado Purim el pueblo se convierte en un lodazal en el que uno chapotea hasta Shevuoth. Por las noches se encienden lámparas de queroseno. Después de casadas, las chicas se convierten en matronas que hablan mal las unas de las otras. ¿Qué queda, entonces?
—¿Qué harás, Sonia?
—No lo sé, David. Mendl me pide una respuesta clara, pero yo le estoy dando largas. No puedo enterrarme en ese pueblo. Si es preciso sufrir, más vale hacerlo en tierra judía y por un ideal.
—¿De veras quieres ir a Palestina?
—Tal vez puedas conseguirme un certificado. Preferiría una aldea antes que un pueblo pequeño.
—Sonia, sabes que no tengo ninguna influencia.
—Haré lo que sea: ordeñar vacas o trabajar para los jalutzim. David, quiero pedirte una cosa, pero prométeme que no me dirás que no. Quiero que conozcas a Mendl y me digas qué opinas de él. Hay momentos en que me parece bastante simpático, pero de pronto lo veo terriblemente provinciano y tonto. Lee literatura yiddish y repite lo que lee. Palabras extranjeras. Cuando empieza una conversación nadie sabe dónde irá a parar. Es deplorable. Quiere que se lo considere actualizado y ni siquiera se atreve a ponerse un sombrero moderno, sino que lleva un sombrerito judío encasquetado en lo alto de la cabeza. Antes de sentarse, saca un pañuelo del bolsillo y le quita el polvo a la silla. Se ha hecho colocar tres dientes de oro, que cada vez que abre la boca me encandilan. Habla todo el tiempo de su padre, un hombre enfermo. ¿Cuánto puede decir un hombre acerca de su padre? Es imprescindible que yo le caiga bien a éste. En caso contrario, no hay matrimonio.
—No, Sonia. No es un hombre para ti.
—¿Cuál lo es, entonces? A la tienda donde trabajo sólo vienen mujeres. Si sigo esperando, todo lo que conseguiré serán arrugas y canas.
Le prometí que me reuniría con ella y su cortador de polainas. Tras colgar el auricular empecé a pasearme entre la cama donde dormía Edusha, y en la que antes había dormido Bella, y la ventana que daba a la pared de enfrente. Me había convertido en todo un dueño de casa, y me preparaba té en el infiernillo cada vez que lo deseaba. Si sentía hambre, abría el armario de la cocina, donde encontraba pan, o mantequilla, o algún terrón de azúcar. Había dejado de llevar la cuenta de las comidas que debía y del tiempo que no pagaba el alquiler.
Volví a mi habitación y encendí la luz de gas. Los libros abandonados por Stanislas Kalbe seguían en los estantes: textos de cálculo integral y diferencial, geometría analítica, trigonometría, física. Kalbe se había graduado en el Politécnico de Varsovia, se había acostado con Edusha y con Bella, y después había aceptado un empleo en Danzig. Por lo visto, allí se había casado con una joven rica. Yo le guardaba rencor porque me estaba comportando igual que él.
Su nombre me sonaba brutal: Kalbe. Y ¿por qué había de llamarse Stanislas un judío? Odiaba sus libros, que me resultaban incomprensibles y ostentaban en la primera página el nombre de su dueño. Para fastidiarme, Edusha hablaba de él constantemente. Stanislas la llevaba a la ópera, donde se sentaban en un palco, al café Zemianski, al café Europeiski. En una ocasión hasta la había llevado a las carreras. Aunque a Edusha le encantaba hablar de la redención del proletariado, se conducía como una burguesa y obviamente la complacía que Kalbe tuviera un padre rico. «Aunque estuviese enamorado de Edusha, no me casaría con ella —me dije—. Que se consiga otro Hertz Lipmann».
Revisando los cajones de la cómoda de Edusha encontré un álbum de fotografías. En una de ellas aparecía Stanislas Kalbe entre Edusha y Bella, rodeando con sus brazos los hombros de ambas. Tenía el cabello rizado y cara cuadrada y había en sus rasgos una vulgaridad que se manifestaba en la sonrisa descarada, la nariz ancha, los labios gruesos y el mentón hendido. Me invadió una oleada de asco hacia Edusha y juré que no volvería a hacerle el amor. Con ayuda de Dios saldaría mi deuda con ella, incluidos los intereses.
Comencé a planear una novela. Era imposible ganar dinero escribiendo ensayos sobre Spinoza, pero una novela de éxito quizá me transformase en un hombre rico. No era necesario que fuese larga —cien o ciento cincuenta páginas bastaban—, aunque debía ser tan emocionante que el lector la leyera de un tirón. Debía haber una dosis de amor, aunque no necesariamente el amor de un hombre hacia una mujer. ¿Dónde estaba escrito que un hombre sólo amará a una única mujer? ¿Por qué no escribir una novela en la que un hombre estuviese enamorado de dos mujeres, o incluso de tres? Eso sería algo nuevo en la literatura. O también podía tratar de una mujer que amaba a varios hombres. Ni Sonia, ni Edusha, ni siquiera Minna eran modelos adecuados para la heroína de una novela semejante, y, sin embargo, no dejarían de reconocerse en ella. Tampoco estaría bien que fuese yo el protagonista. Debía ser un hombre maduro, un experto donjuán como Zbigniew Shapira. Sí, ésa era una buena idea.
Tenía una libreta sobre la mesilla de noche; cogí la pluma y la cinta de Edusha, y comencé a escribir. Después de rellenar una página, me sentí insatisfecho con el resultado. Al fin y al cabo, ¿qué sabía yo de Zbigniew Shapira? ¿Qué sabía de las universidades o el ejército? ¿Cómo iba a ponerme en la piel del héroe yo, que no poseía en este mundo ni un mendrugo? Cuando releí lo que había escrito, rompí la hoja de papel y la arrojé a la taza del váter.
Me recosté en el sofá y bostecé. Hacía frío en la casa y me estremecí. ¿Cómo era posible escribir con las manos heladas? También sentía hambre. En lugar de concentrar mis pensamientos en el trabajo, fantaseé con un plato de gachas de avena con guisantes, setas y patatas. Me parecía percibir el aroma de albóndigas y pan fresco procedente de los apartamentos vecinos.
Cerré los ojos y permanecí tendido en esa oscuridad que yo mismo había creado. ¿Por qué no morir y poner fin a aquel tormento? Invoqué al Nirvana, a la muerte, al bitul eivrim, la detención de los miembros, como la llaman los jasidim. Deseaba penetrar en una esfera donde no hubiese angustia, ayer ni mañana. Quería retrogradar, introducirme en una parte de los elementos que me constituían. Me adormecí, y soñé con cosas para las cuales no existen palabras ni conceptos. Me convertí en una criatura que se estiraba como la goma: en parte resorte, en parte pulmón, en parte miedo, en parte lenguaje. Me transformé en un ente desconocido, tal vez un embrión en proceso de crecimiento.
Un ruido me despertó.
Edusha había abierto la puerta del apartamento con su llave.
—De modo que pierdes tus días durmiendo —dijo mientras entraba.
—¿Cómo te ha ido en el trabajo?
—Ah, el trabajo. Parejas que vienen a comprar camas y colchones pensando que las cosas serán como antes. ¿Y tú? ¿Cuándo te marchas a Palestina?
—Aún no lo sé. Tengo el pasaporte.
—¿Y qué hay de tu dama? ¿Qué sentido tiene el viaje para ella?
—Yo ya no entiendo nada, Edusha.
—Lo que te hace falta es hacer algo. Un escritor debe escribir, no dormir. ¿Qué libro es ése? Oh, Geometría analítica. ¿Entiendes algo de esas cosas?
No le contesté. No recordaba haber llevado el libro conmigo a la sala. En los últimos tiempos hacía muchas cosas de forma mecánica. Edusha se paseaba nerviosamente de un extremo al otro de la habitación.
—¿Ha traído alguna correspondencia el cartero? —preguntó.
—Nada.
—¿Qué le estarán haciendo a Hertz? No es un provocador. Los provocadores no pasan meses encerrados en cárceles polacas. Y si Hertz es un provocador, ya no se puede creer en nadie. Le he escrito una carta al cónsul ruso, pero no ha respondido. Ven, ayúdame a preparar algo para comer.
Fui con ella a la cocina. Edusha puso arroz a cocer. Había comprado carne picada y me pidió que cortara cebollas.
—Adivina con quién me encontré hoy en el tranvía.
—No tengo idea.
—Con Edek. Ha aumentado de peso. ¿Cómo habrá hecho para engordar en tan poco tiempo? Es extraño. Teníamos una relación bastante estrecha, pero hoy me ha parecido que estaba frente a un desconocido. ¿Es posible que alguien se vuelva tan frío y distante?
—Por lo visto, sí.
—No, nunca lo amé. También es culpa tuya.
—¿Culpa mía? ¿Por qué?
—Ya no hay nada que hacer. Una se acostumbra. Si aquella tarde tú no hubieras venido a alquilar la habitación, yo no me habría enterado de que existías. Ahora que tu hermano está en Varsovia, más tarde o más temprano terminarás en el Club de Escritores. Hoy he hablado por teléfono con Susskind Eijl. Te ha mandado saludos. Está convencido de que tú y yo somos novios. Qué absurdo.
—¿Qué dice acerca de Hertz?
—Ah, guarda silencio, igual que los demás. Sus buenos camaradas ya lo han olvidado. Como si nunca hubiera existido. ¡Como si hubieran liquidado!
2
Shoshana nos consiguió a Binyomin y a mí un trabajo de embaladores en una mercería que había cerrado tras la muerte de su dueño. Apilábamos los bultos en una carretilla y los llevábamos al apartamento de la viuda. Era un trabajo duro, y para colmo despertamos las iras de los porteadores profesionales, que nos atacaron acusándonos de quitarles el pan. Un porteador arrojó uno de nuestros bultos al arroyo y Binyomin tuvo que llamar a la policía. Varias mujeres que presenciaron la escena se pusieron de nuestra parte e increparon a los porteadores diciéndoles que éramos jalutzim y que hacíamos aquello para ayudar a una viuda.
Dada la rapidez con que debíamos trabajar, me cansé muy pronto. A pesar del frío, estaba bañado en sudor. Binyomin se rió de mí y unas muchachas me gritaron: «Más vale que vuelvas a tu sinagoga». No me había percatado de que fuera tan débil. Mi corazón latía enloquecido y mis manos parecían paralizadas. Me tambaleaba al caminar.
—¿Qué harás en la Tierra Prometida? —me preguntó Binyomin—. ¿Rezarás ante el Muro de las Lamentaciones?
Trabajamos todo el día. Cuando llegó el momento de recibir nuestra paga, la viuda nos dijo que no tenía dinero. Había tenido que satisfacer una letra que su esposo, «que en paz descanse», había firmado sin informarle a ella. Nos dijo que volviéramos después del shabbat. Binyomin me pidió que lo acompañara al comedor de beneficencia, pero me excusé, pese a que estaba hambriento. Mi fatiga era tan grande que se me cerraban los ojos. Tenía que acostarme. Lo único que podía hacer era regresar a la casa de Edusha en la calle Leszno.
De camino hacia allí, empecé a sentir una presión en el pie izquierdo, como si el cuero raspara el talón. Puse un pedazo de papel dentro del zapato, pero eso sólo sirvió para empeorar las cosas. Me detuve en un portal y eché un vistazo al zapato, pero no advertí nada extraño. El mismo zapato que durante esos largos meses me había dejado en paz, se convertía de pronto en un arma mortal. Debajo de la media sentía el talón en carne viva. Con cada paso que daba veía las estrellas.
Abrí la puerta, y desde el pasillo a oscuras me llegó un golpe de aire frío que olía a gas, moho y ropa sucia. Edusha aún no había vuelto del trabajo. Busqué cerillas para encender el gas, pero no las encontré. Me quité el zapato y, con el abrigo puesto, me tendí en el sofá. El cansancio hizo que me adormeciera casi de inmediato, pero el frío me despertó una y otra vez. Había una corriente de aire en la sala, como si alguien hubiese dejado abierta una ventana o se hubiese roto un cristal. Descansé una hora, pero las rodillas seguían doliéndome. Mi debilidad me asombraba.
«¿Seré de verdad tan enfermizo? —pensé—. En tal caso, desperdiciaré un certificado que permitiría entrar en el país a alguien capaz de ser útil a la tierra de Israel. Por otro lado, si voy a Palestina es muy probable que me muera de hambre allí».
Estaba claro que me había resfriado. Primero tuve escalofríos, después, fiebre. Mi nariz estaba tan tapada que apenas si conseguía respirar. Mi pañuelo estaba húmedo y sucio. Quise quitarme la media, pero parecía pegada al pie. Hacía varios días que no movía los intestinos y sentía el vientre hinchado y duro. ¿Era posible semejante estreñimiento? De pronto caí en la cuenta de que desde que vivía en aquella casa había evitado ir al lavabo, pues la presencia de Edusha aún me turbaba.
Sentí un dolor en el costado. Pensé en tratar de hacer de vientre, pero para eso habría tenido que levantarme, y la oscuridad me asustaba. Vi ante mí el rostro de la joven muerta cuyo cadáver habíamos velado Binyomin y yo. «¡Oh, Dios! —exclamé—, esto es el fin».
Oí girar una llave en la cerradura. Sabía bien que era Edusha, pero ¿y si se trataba de la mujer muerta, que venía a amenazarme? Ve incorporé y agucé el oído.
—¿Eres tú, Edusha? —pregunté.
—¿Por qué no has encendido el gas? —dijo ella desde el pasillo.
—No consigo encontrar las cerillas.
—Están en la cocina.
Sí, era Edusha, aunque su voz sonaba extraña. No abandoné el sofá hasta que ella encendió el gas de la cocina, entró en la sala y le dio al interruptor de la luz. La vi frente a mí con su abrigo viejo (el nuevo lo reservaba para las grandes ocasiones) y un sombrero que semejaba una cacerola del revés. Vi una mancha de tizne en su cara, que estaba húmeda y contraída a causa del frío.
—David —dijo—, hoy lo he perdido todo.
—¿Qué has perdido?
—La fe en el género humano.
Deseé preguntarle qué había ocurrido, pero no me atreví a hacerlo.
Edusha se quitó el abrigo y el sombrero. Se alisó el cabello alborotado y se miró en el espejo. Al cabo de un instante se arrodilló, abrió la puerta de la estufa y prendió el fuego. Traje carbón del arcón que había en el pasillo. Trabajamos juntos en silencio, como marido y mujer. Un humo acre llenó la habitación, pero el carbón no ardía. Por lo visto, la chimenea estaba tapada. Los vecinos se habían quejado de que hacía meses que no aparecía un deshollinador. Edusha hizo un nuevo intento con un pedazo de papel de diario encendido, y tendió la mano pidiéndome un trozo del carbón que yo había partido con el contrafilo de una cuchilla de cortar carne. En ese momento, dirigiéndose tanto a la estufa como a mí, dijo:
—Fue Hertz quien delató a Bella.
—¿Qué? No me lo creo.
—Es verdad. Se trata de un provocador. Trabajaba para el Ministerio de Defensa.
Yo me había arrodillado para ayudar a Edusha. Me puse de pie. El fuego había vuelto a apagarse. Por un instante, antes de que el papel se redujera a cenizas, las letras impresas bailaron en el resplandor de la llama. Edusha también se puso de pie. Una mancha de hollín se extendía desde su frente hasta la mitad de la nariz.
—No puede ser cierto, Edusha.
—Eso es lo que tú crees. Tengo el estómago revuelto —dijo señalándose el vientre.
—Un provocador no va a Rusia.
—Fue a Rusia como espía. Pero nosotros tenemos nuestro contraespionaje. Su nombre apareció en una lista de agentes del Ministerio de Defensa. La sola idea de que ese tipo me haya tocado alguna vez me da asco.
—La revolución es así.
—Querrás decir la contrarrevolución.
—Son la misma cosa.
—Tú, por lo menos, estás abiertamente en contra de nosotros. Los soplones son criaturas repulsivas. Espero que reciba su merecido, y un poco más.
—Todo esto me resulta increíble.
—Me siento mal. —Edusha salió corriendo al pasillo. La oí vomitar en el baño. Sonó el teléfono y vacilé, preguntándome si debía contestar. Cuando me decidí a hacerlo, ya habían colgado. Fui a la cocina, llené un vaso de agua y se lo alcancé a Edusha. Bebió un sorbo y preguntó, contrayendo la cara—: ¿Cómo es posible vivir en un mundo así?
Edusha renunció a encender la estufa. Sin quitarnos los abrigos, dimos cuenta de una comida seca a base de pan y queso. La helada seguía cubriendo de dibujos los cristales de las ventanas. La llama del gas ronroneaba. Le dije a Edusha que tenía la cara manchada y ella se restregó con la manga pero sólo consiguió extender la mancha. Partió un trozo de pan y le echó sal. Alzó la cabeza y volvió a bajarla, evitando mirarme a los ojos. Parecía mayor y más menuda, con el aire de una mujer de mediana edad que se ha abandonado. Transmitía una tristeza tan antigua como los judíos. O acaso fuese una tristeza femenina. Después de que hubimos comido, me preguntó:
—¿Quieres que te prepare otra cama?
—¿Una cama separada? ¿Por qué?
—Tengo la sensación de estar sucia.
En la cama, nos abrazamos en silencio y permanecimos así, sin movernos. Teníamos los pies fríos. Edusha puso nuestros abrigos sobre la colcha, pero no conseguimos entrar en calor. Fuera, la temperatura había bajado perceptiblemente. Los marcos de las ventanas vibraban azotados por el viento. Oímos la campana de un coche de bomberos y la sirena de una ambulancia. A alguien se le estaba quemando la casa y los encargados de apagar el fuego tenían que abandonar la cama y salir al intenso frío.
Yo estaba casi seguro de que Hertz Lipmann no era un provocador. Sin duda el Partido había pergeñado la historia de su culpabilidad a fin de tener una excusa para arrestarlo. Claro que no tenía manera alguna de demostrárselo a Edusha. Sabía que Hertz Lipmann era muy capaz de formular una falsa acusación contra cualquiera si el Partido se lo exigía. Edusha se apretó contra mí, en parte buscando calor, y en parte para protegerse de la maldad del mundo. Su voz aún guardaba rastros de sollozos cuando dijo:
—Cuando Bella se entere de esto, será su fin. En tu opinión, David, ¿qué debo hacer ahora? Ya nunca podré creer en nadie. Quién sabe, tal vez tú también seas un espía.
—Sí, Edusha, soy un agente del Ministerio de Defensa.
—¿Qué voy a decirles? ¿Que odio la injusticia?
—Puedo revelarles los secretos del Kremlin.
—En el Kremlin están tratando de crear un mundo sin explotadores, sin soplones, sin espías, sin esclavitud. ¿Hay algo de malo en eso?
Edusha volvió la cara hacia la pared. La luna debía de haberse detenido en el trozo de cielo visible entre la ventana y la pared de enfrente, pues una luz plateada y levemente verdosa se filtraba a través de la escarcha que cubría los vidrios. Distinguía con claridad cuanto había en la habitación: la estufa, la mesa, las sillas y hasta el retrato de Rabí Akiba Eiger, que estaba allí desde los tiempos en que el padre de Edusha aún vivía. Me adormecí, desperté bruscamente, volví a dormirme y desperté una vez más. Se me ocurrió que era probable que Hertz Lipmann estuviese muerto. Ya no resultaba útil para la causa de la revolución, de una sociedad mejor, del leninismo. Me pregunté cuáles habrían sido sus pensamientos cuando sus antiguos camaradas lo pusieron contra la pared. Y si era verdad que el alma abandonaba el cuerpo de los muertos, ¿qué estaría haciendo su alma en esos instantes? ¿Era posible que su espíritu flotara en la habitación y oyese lo que Edusha había dicho acerca de él? Una idea absurda cruzó por mi mente: en ese lugar hacía demasiado frío hasta para un fantasma.
Por la mañana, muy temprano, alguien llamó a la puerta. Edusha se puso el abrigo y fue a abrir. La oí murmurar largo rato con alguien en el pasillo. La habitación se encontraba totalmente a oscuras, como si fuera de noche. Edusha volvió al fin, pálida y aterida.
—Tengo una visita —dijo.
—¿Qué clase de visita?
—La hermana de Hertz. La he hecho pasar a la cocina. ¿Qué haré con ella? Mis dificultades no tienen fin.
3
Después de que Edusha se hubo marchado a su trabajo, llamó por teléfono Barish Mendl, el gestor, para informarme de que todos los documentos estaban listos. Minna y yo estábamos en condiciones de abandonar el país cuando quisiéramos. Sin embargo, habían surgido algunos nuevos gastos: un depósito equivalente a más de sesenta dólares americanos. Explicó que no podía entregarnos los documentos hasta que esa deuda fuese saldada. Por lo que yo sabía, Minna le había pagado todos los gastos por adelantado. Como de costumbre, Mendl farfullaba palabras incompletas, que caían de su boca igual que guisantes, y dejaba las frases sin terminar. Tuve ganas de decirle: «Estafador, ¿por qué acosa a un par de personas desdichadas?». Lo que dije, sin embargo, fue:
—Llamaré a la señorita Minna.
—Sí, hágalo cuanto antes, o todo mi trabajo habrá sido en vano. Telefoneé varias veces a Minna sin obtener respuesta. «¿Qué habrá pasado? —me pregunté—. ¿Estarán todos muertos?».
Las cañerías de la cocina estaban congeladas. No tenía modo de lavarme ni de afeitarme. Tampoco había en la casa nada para comer. Me vestí pensando que esa ropa no me abrigaría lo suficiente para protegerme del intenso frío del exterior. Ya no podía seguir quedándome en ese apartamento helado y sombrío, pero al mismo tiempo no tenía otro lugar al que ir. Bajé lentamente la escalera y salí al patio. De los aleros colgaban carámbanos. Todas las ventanas se hallaban cubiertas de escarcha. En menos de un segundo sentí la nariz congelada. Eché a andar hacia la casa de Minna. La calle estaba casi desierta. Los pocos transeúntes que había caminaban rápidamente, despidiendo pequeñas nubes de vapor al respirar. Se oía el cascabeleo de los trineos. Un sol que parecía hecho de estaño refulgía sobre los techos. «Siberia», dije para mis adentros. Cuando llegué a la casa de Minna, apenas me quedaban fuerzas para dar unos pocos pasos más.
Empecé a subir la escalera sintiendo las piernas agarrotadas. Me pregunté qué haría si Minna no estaba en su casa. Y de todos modos, ¿cómo iba ella a ayudarme? Yo debía limitarme a vivir el momento. Como siempre, mi meta era encontrar un lugar donde entrar en calor y conseguir un bocado. Pulsé el timbre, pero no oí pasos. Esperé unos instantes y volví a llamar. Estaba seguro de que había alguien en el apartamento. No me iría de allí hasta que abrieran la puerta. Tras insistir con terquedad un buen rato, la puerta se abrió por fin, pero hasta donde lo permitía la cadena. Un solo ojo amarillento coronado por una ceja alborotada se clavó en mí. Era Meir Ahronson, el padre de Minna.
—Discúlpeme —dije—, pero debo hablar con la señorita Minna.
—Ah, es usted.
Con lentitud, con torpeza, soltó la cadena. Aun así, sólo entreabrió la puerta y me preguntó:
—¿Para qué quiere ver a Minna? Todo ha terminado.
—Tengo los documentos —dije—. Ya está todo listo.
—Listo, ¿eh? Ya nadie espera a mi hija. Bien, pase. Mantenemos la puerta cerrada porque recibimos visitas indeseables. Creen que todavía quedan cosas para llevarse.
Ahronson vestía una bata de algodón manchada y rota y un par de pantuflas muy gastadas. Parecía un octogenario, de tan pálido y encogido. Hablaba con dificultad, como si hubiese perdido los dientes. Y en efecto, su boca estaba vacía. Por lo visto se había quitado la dentadura postiza. Al entrar vi abrirse la puerta de la habitación que había sido de Minna, y apareció el nuevo inquilino. Llevaba puesta una bata color burdeos, su cabello era rubio y ondulado, y no tenía aspecto de judío. Casi de inmediato volvió a entrar en su habitación y cerró la puerta. Meir Ahronson nunca me había parecido tan menudo como en ese momento. A su lado me sentía un gigante. Con una mirada en la que se mezclaban la burla y la súplica, preguntó:
—¿Qué piensa hacer en Israel? ¿Luchar por la partición? ¿Rezará también por nosotros ante el Muro de las Lamentaciones?
—Ya hay bastantes judíos que luchan por la partición.
—¿Qué hará, entonces? ¿Arar la tierra con la nariz?
—Espero encontrar alguna ocupación.
—¿Cuál, por ejemplo? Minna no se siente bien. Todavía está en la cama. La verdad es que no tiene motivos para levantarse. Venga un momento a mi habitación. Hay algo que quiero decirle.
Meir Ahronson me condujo a su dormitorio, se sentó en el borde de la cama y me señaló una silla de cocina. Habló con la vacilación de alguien que no sabe bien cómo iniciar una conversación, aunque está seguro de que llegará a decir lo que tiene en mente y de que su interlocutor lo escuchará.
—Bien, estábamos en…, ah, sí. Palestina. Jamás oí esa palabra en mis tiempos. ¿Por qué Palestina? El término «Palestina» deriva de la palabra «filisteos», y para el mundo no judío, los filisteos son los legítimos dueños de la tierra de Israel. Sólo digo esto porque ahora que Zbigniew ha hecho su jugada y se ha ido Dios sabe dónde, ¿qué hará mi pequeña Minna en ese país? Mi hija no habla hebreo sino polaco. Tampoco es obrera. Yo tenía dos hijas, y cuando perdí a la primera, Minna se convirtió en la luz de mis ojos. Pude haber arreglado un buen matrimonio para ella. Le tenía reservada una buena dote y muchas otras cosas. Pero el hombre propone y Dios dispone.
»Vino la guerra, y después el gobierno polaco. El rublo ruso se desvalorizó por completo. Aún conservo miles de esos billetes inútiles. No sé para qué los guardo. La Rusia que conocí nunca volverá. También tenía dinero en el banco nacional de Alemania. Todo eso se convirtió en polvo. Y así están las cosas. Mi hija insiste en viajar a Palestina, pero ¿qué sentido tiene ese viaje? Dado que la única razón por la que os unisteis fue engañar a los ingleses, Minna se quedará sin país, sin hogar y sin ingresos. Es absurdo que una persona sana se meta en un lecho de enfermo. ¿Me comprende usted?
—Sí, lo comprendo.
—A pesar de todo, aquí en Varsovia Minna tiene un lugar donde vivir, y podría dar clases. Dice que no le gusta tener alumnos, pero ¿qué es lo que le gusta? Cuando uno no puede trepar por encima, debe arrastrarse por debajo. Le diré la verdad. Mi esposa y yo no tenemos nada más que perder. Si mi destino es pasar mis últimos años en una residencia de ancianos, que así sea. Fui rico bastante tiempo. Es hora de probar el sabor de la pobreza. Mi esposa, pobrecilla, no se encuentra bien. Espero que consiga aguantar un poco más, aunque está cada día más débil. En fin, no puedo velar por todo el mundo, pero me irrita ver que mi hija se encamina hacia el abismo. ¿Y qué me dice de usted? ¿Es verdad que quiere ser escritor?
—Si depende de mi voluntad, sí.
—Tiene que usar su voluntad, aunque también hay que tener… ¿cómo se dice? Talento. Hay quien escribe bien, con encanto, y quien no consigue que sus palabras digan algo. ¿Cree que alguna vez logrará vivir de la literatura?
—No de inmediato.
—¿Y cómo comerá entretanto? El estómago no espera, tiene sus propias exigencias.
—Sí, lo sé.
—¿Es cierto que su padre es rabino?
—Sí.
—¿Dónde?
Le di el nombre del pequeño pueblo.
—Cuando uno no duerme de noche —dijo—, lo asaltan toda clase de pensamientos. Ya que os habéis casado conforme a las leyes de Israel, y puesto que usted proviene de una familia religiosa, ¿por qué no pueden constituir un verdadero matrimonio? No crea que le he dicho una sola palabra de esto a Minna. Todavía está muy trastornada por lo que le ha hecho ese judío pecador, ese canalla de Zbigniew. Yo sabía desde el comienzo que con esa masa era imposible hacer pan. Ese individuo es un estafador y un aventurero, tendrá diez esposas más y se pudrirá en la cárcel. Ya no estoy en condiciones de darle una dote a mi hija. Ahora es una joven pobre, pero es buena, instruida, inteligente. Tal vez demasiado inteligente. Si yo tuviera la edad que tiene usted, me casaría con una chica como ella y buscaría la forma de ganarme la vida. Minna podría ayudarlo. La he mandado a la universidad y es muy culta. Sabe francés, toca el piano. ¿Qué hará sola en Palestina? Antes de morir, quisiera verla bien ubicada en la vida.
Yo había bajado la cabeza. En ese momento hubiera dado lo que fuese por un trozo de pan y una taza de café. Las sentidas palabras le Meir Ahronson me habían conmovido de una manera extraña. Apenas conseguía contener las lágrimas. Yo estaba hambriento, mal vestido, no tenía oficio, y aun así un judío honorable, un hombre que había sido rico, me ofrecía a su hija, una universitaria.
—Ella no me aceptará —dije.
—¿Cómo lo sabe? Si Minna le gusta, háblele con franqueza y sin rodeos. Tiene su ajuar y todo cuanto necesita. Mi esposa está muriendo de pena. Si supiera que Minna no quedará sola y abandonada, tal vez se recuperase. Usted salvaría un alma.
—Bien, hablaré con Minna.
—No le diga que hemos tenido esta conversación. Es terriblemente orgullosa. Usted es escritor, de modo que sabrá cómo hablar a una joven moderna y mundana. Quién sabe, tal vez todo esto resulte para bien.
—Le hablaré.
—Sí, hágalo. Y si el destino lo quiere, sucederá. En ese caso, me ataría que se repitiese la ceremonia bajo el palio nupcial. Está permitido, no se lo considera pecado. Conozco un caso en que se hizo. Desde hace años, mi esposa tiene un solo deseo: vivir lo suficiente para ver a su Minna bajo el palio nupcial. Dios mediante, no será demasiado tarde. Hace días que no sale de su habitación. Permanece en cama y apenas come. Sus hermosas joyas, que ocultamos para que no se las llevaran esos infames, irán a manos de Minna. ¿Para qué quiere joyas una anciana? Hemos alquilado un cuarto, pero el inquilino se irá si se lo pedimos. Es un conde venido a menos. También la nobleza se ha arruinado. Tiene un puesto de inspector, o algo así.
—Dov Kalmensohn me dijo que es usted un erudito.
—He estudiado. ¿Se da cuenta de que ese tipo, Zbigniew, es un campesino en lo que al judaísmo se refiere? En mi opinión, un joven capaz de entender una página de la Gemará es mejor que aquel que se luce en la pista de baile. Frente a todas las adversidades, sigamos siendo judíos.
—Sí, comprendo.
—Vaya, hable con ella. Pero jamás debe saber que yo se lo he sugerido. Dios no lo quiera, pues sería capaz de hacer una locura o de convertirse en mi peor enemiga. Adelante, buena suerte.
Salí de la habitación. Me sentía mareado y temí desmayarme. El suelo subía y bajaba como la cubierta de un barco. Las paredes giraban como un tiovivo. Me parecía tener ante los ojos una flor llameante, pero de alguna manera conseguí llegar a la habitación de Minna y llamar a la puerta.
4
No hubo respuesta, y volví a llamar. Cuando lo hice por tercera vez, la puerta se abrió sola. Minna estaba en la cama, durmiendo. Me quedé mirándola un rato. Parecía más joven que de costumbre, y extrañamente serena. El sol invernal iluminaba su cabello castaño y una sonrisa se insinuaba en sus labios. Soñaba, sin duda, y debía de ser un sueño feliz. Las mantas sólo la cubrían hasta las caderas, y vi el encaje de su camisón sobre el nacimiento de los senos. Sentí que Minna volvía a ser lo que siempre había sido: una muchacha rica y despreocupada, una joven judía mimada cuyos caprichos había que satisfacer. Pensé que estaría soñando que se reunía con Zbigniew Shapira. ¿Qué debía hacer yo? ¿Irme? ¿Despertarla? Faltaba poco para el mediodía.
En ese momento Minna abrió los ojos y sonrió al verme. Estaba claro que no me había reconocido.
—Discúlpeme, Minna. He creído que…
—Sufro de insomnio, y por la mañana me duermo. ¿Tiene alguna noticia?
—Todos los documentos están listos.
—Muy bien.
—Barish Mendl pide más dinero.
—Pues no tengo más. Acérquese. Siéntese aquí, en la silla. Estoy acostada, pensando, y de pronto se me cierran los ojos. ¿Hace frío afuera?
—Mucho.
—Tenemos calefacción central. El dueño no puede cortarle la calefacción a un solo inquilino. Si pudiera, no hay duda de que lo iría con nosotros. ¿Qué hora es?
—Son casi las doce.
—¿Tan tarde? Estoy perdiendo los días durmiendo. Soñaba que montaba a caballo. Solía hacerlo con Zbigniew. ¿Quién lo ha hecho pasar? ¿Mi padre?
—Sí.
—¿Ya ha desayunado?
—Sí. No.
—Parece helado. ¿Cuánto pide Mendl?
—Sesenta dólares.
—Es un ladrón. Pero ¿por qué habría de ser honrado? Lo llamaré y lo amenazaré con denunciarlo a la policía. Tengo un amigo abogado. En realidad, es amigo de Zbigniew, un ex-capitán de la Legión. Si él le habla, Barish nos dejará tranquilos. No le gustaría nada tener que airear sus negocios sucios ante un tribunal. ¿Cuándo estará usted listo para partir?
—Mañana, si lo desea.
—Aguarde. Hay que hacer las cosas bien. Mis padres me causan problemas. No quieren que me vaya, pero yo estoy decidida a hacerlo. Aun si debo morir, prefiero morir allí y no aquí. En cuanto a usted, deberá hacer las maletas…
—No tengo casi nada.
—Mejor así. Yo sólo llevaré algo de ropa. Mi madre quiere darme sus joyas, pero no las aceptaré. Allí no seré más que una sirvienta, o lo que me pidan que sea. ¿Y su amiga? ¿Sigue detenida?
—La que está detenida no es ella sino su tía.
—Ah, su tía. ¿Y la mandará llamar una vez que llegue a Palestina?
—Esa chica y yo no somos íntimos, Minna. Vivo en su casa, y ella me trata bien. Es una comunista fanática y por nada del mundo iría a Palestina. Su aspiración es que se produzca la revolución aquí, en Polonia.
—Tienen demasiada energía. Si estuvieran tan cansados como nosotros, sólo desearían descansar.
—¿Cómo hará para descansar en Palestina, si en cuanto llegue deberá ponerse a buscar trabajo?
—Eso es cierto; pero entretanto viajaremos en barco, y uno puede saltar por la borda.
Sus ojos rieron por un instante, pero enseguida recuperaron la seriedad.
—Salga al pasillo —dijo—, voy a vestirme. Después nos ocuparemos de todo.
No había podido declararme a Minna. Ni siquiera estaba seguro de que ella me interesara. En las novelas populares que había leído, el héroe romántico siempre hincaba una rodilla en el suelo, besaba el borde de la falda de su amada y pronunciaba un fervoroso discurso. Pero esos novelistas ignoraban a los héroes hambrientos, fatigados, que no tenían un lugar donde dormir y no sabían en absoluto de quién estaban enamorados. La verdad era que de algún modo yo deseaba a cada una de las mujeres que había conocido, pero no me sentía compelido a actuar. Aguardaba, listo para aceptar lo que el destino me enviara. Sabía que cualquier cosa que le dijese a Minna sólo sería cierta mientras hablaba. ¿Cómo había dejado de lado la literatura situaciones y personajes de esa clase? ¿Qué sentido tenía un Romeo que aún no había elegido a su Julieta y que tal vez no la eligiera nunca? Por culpa de los amores ardientes que describían esos novelistas, jóvenes mujeres como Edusha acababan acostándose con los hombres que el azar llevaba en busca de una habitación de alquiler. Y ¿cuán sincero era el amor de Minna por Zbigniew? ¿Cuánto habría durado la relación de ambos si de pronto hubiese aparecido un candidato mejor? Los escritores, al igual que los políticos, eran mentirosos y hacían generalizaciones que no se correspondían con los hechos.
Esperé en el pasillo, temeroso de que Meir Ahronson me preguntara cómo me había ido. No, no había podido pedirle a Minna que viviese conmigo. Ni siquiera estaba seguro de cuánto tiempo más viviría yo. Lo único que poseía en el mundo era unos pocos manuscritos cuyas debilidades conocía muy bien. Empecé a pasearme de un extremo al otro del pasillo, procurando no hacer ruido para que Meir Ahronson no me oyera. Las suelas de mis zapatos estaban gastadas. Mientras iba y venía, imaginé que me encontraba en una prisión, y que el pasillo era la celda en que debía cumplir una condena de veinte años. ¿Y si por una extraña suma de circunstancias el mundo fuese destruido y sólo quedara en pie ese apartamento? ¿Con quién decidiría vivir Minna? ¿Conmigo, o con el conde empobrecido que había asomado la cabeza por la puerta de su habitación? Tal vez con ambos. Y ¿cuánta comida quedaba en la casa? ¿Hasta cuándo duraría? ¿Qué probabilidad había de que la gente se entregara al canibalismo en una situación semejante?
Al tiempo que divagaba de ese modo, me asombraba de las ideas que es capaz de urdir la mente. Era preciso que surgiese una nueva literatura, sin leyes preestablecidas ni normas de iniciación. Era preciso poner fin a la distinción entre literatura y filosofía. Había que presentar a los seres humanos con todos sus actos, pensamientos, caprichos y desvaríos. Aunque la literatura siempre ha estudiado el carácter, casi siempre ha ignorado la falta de carácter del hombre moderno. De pronto sentí el impulso de escribir.
Me pareció que de haber dispuesto de una mesa, papel, pluma y tinta habría concebido en el acto una obra maestra.
Sonó el teléfono y Minna salió de su habitación en bata y chinelas. Al principio pareció no reconocer al que llamaba, pero después deduje por sus palabras que se trataba de un médico y que alguien estaba enfermo y desvalido. Luego la oí decir: «Lo lamento, pero ya no hay ninguna relación entre nosotros». ¿A quién se referiría? Siguió hablando, en voz baja, casi murmurando, y su tono se hizo más cordial. Acabó prometiendo algo y colgó el auricular. Tras ello, dirigiéndose a mí y a todos los demás, anunció:
—La madre de Zbigniew ha muerto hoy mientras dormía.
—Oh.
—Debo ir allí y ver qué puedo hacer.
—Entonces me marcho.
—Espere. ¿Por qué no viene conmigo? Alguien ha de ocuparse del funeral. Casi no tienen familiares. Realmente no sé qué hacer. Fue él quien la mató, es la pura verdad.
Minna se dirigió al cuarto de baño. Nuevamente empecé a pasearme por el pasillo. Bien, las necesidades de aquella anciana habían sido satisfechas. Ya no sentía frío ni hambre, ni tenía que preocuparse por el dinero para el alquiler. De un modo u otro se la enterraría y los gusanos y los microbios cumplirían con su labor. En el mundo real, la naturaleza posee una respuesta para cada pregunta. Mediante guerras, epidemias, asedios y revoluciones puede desembarazarse de miríadas de animales e innumerables seres humanos. Y ahora la escoba de la naturaleza había barrido a la madre de Zbigniew. El nombre de la escoba era «muerte». La muerte que contesta todos los interrogantes, resuelve todos los problemas, endereza todo lo torcido. Recordé en ese momento que había puesto una cuchilla de afeitar debajo de la plantilla de mi zapato, y la saqué. Si me cortaba una arteria, sería el fin de todos mis problemas.
Minna regresó al cabo de media hora. Estaba vestida para salir, con abrigo y sombrero. En la escalera tuve un súbito impulso, y movido por el valor que nace de la frivolidad, pregunté:
—Minna, dado que usted ya no tiene a Zbigniew Shapira y que yo tampoco tengo a nadie, ¿por qué no nos casamos de veras?
—¿Habla en serio? —dijo ella, deteniéndose.
—Ambos estamos desesperados. ¿Qué podemos perder?
—Es verdad, no tenemos nada que perder; pero yo soy cinco años mayor que usted, y, lo que es aún más importante, no hacemos buena pareja. ¿Esa idea se le ha ocurrido de repente, aquí, en la escalera?
—La vi acostada en la cama y…
—No hay duda de que tiene usted algo de Zbigniew. De acuerdo con sus propias palabras, me vio acostada en la cama y… Bueno, bajemos. En algo tiene razón: estoy desesperada.
Me cogió del brazo con su mano enguantada. Me estremecí, y un miedo súbito se apoderó de mí. Sin embargo, llevado por una especie de espíritu de aventura, me sentí lleno de confianza y seguridad, y pensé que un asesino debía de experimentar el mismo sentimiento después de cometer con éxito su crimen. Lentamente, y con pasos medidos, bajamos las escaleras en silencio, sumido cada uno en sus pensamientos. Me detuve y, volviéndome hacia ella, le dije:
—Hagamos tonterías juntos.
Ella me miró pasmada. Con una sonrisa triste repuso:
—Sí, mi vida entera ha sido una sucesión de tonterías.
5
Ya en la calle volví a sentir la mordedura del viento y el frío, Aunque con menos fuerza que antes. Minna insistió en que cogiéramos un tranvía. El apartamento de la madre de Zbigniew se encontraba en el 131 del bulevar Marszalkowsky. Ya en el tranvía, Minna me dijo:
—Pobre; no tiene usted ropa lo bastante gruesa. Ese abrigo que lleva no es de invierno.
—No importa.
—¿Cómo puede ir tan desabrigado? Algunos nunca están conformes con lo que tienen, mientras que otros no poseen nada. Zbigniew tenía tres abrigos de pieles. Ah, no puedo evitar reírme. —Y Minna se echó a reír, en efecto, tapándose la boca con el bolso. Observándola, pensé que no parecía judía en absoluto. Su piel era pálida, su nariz pequeña, sus ojos verdes, y su risa reflejaba una ingenuidad casi infantil en la que no había reparado antes.
Veintitrés o veinticuatro. No es tanto, me dije. Claro que Minna y Zbigniew Shapira habían sido amantes, pero ella estaba locamente enamorada de él. No era como Edusha, que se había acostado con Stanislas Kalbe sólo porque él alquilaba una habitación en su casa. Y Minna no pretendía redimir a los proletarios del mundo.
Llegamos a nuestro destino y empezamos a subir la escalera que conducía al apartamento de la señora Shapira. La noche pasada en la clínica junto al cadáver de aquella muchacha había resucitado mis miedos infantiles, pero al mismo tiempo me había inmunizado en buena medida. Me tranquilicé diciéndome: «Nos hallamos en pleno día y no estoy solo. Además, la señora Shapira era una anciana». De algún lado había sacado la idea de que los muertos a edad avanzada eran menos de temer que aquellos que morían jóvenes.
Minna llamó a la puerta y abrió una mujer rubia, baja y delgada. Llevaba unos pendientes de gran tamaño y, pese a su aire infantil, tenía la cara muy arrugada.
—Soy Minna Ahronson —anunció Minna—. El doctor Barabander me ha llamado por teléfono.
—Sí, lo sé. Mi tía habló de usted el día anterior a su muerte. Dijo que quería hacer algo por usted, para reparar la injusticia que había sufrido. Pasen, por favor.
—Este joven está por viajar a Palestina y yo compartiré su certificado —explicó Minna—. Su nombre es David Bendiger.
—Adelante. En realidad, la señora Shapira era mi tía abuela. He pasado estos últimos días con ella, pero debo regresar, pues temo perder el empleo si no lo hago. —A la mujer se le ensombreció el ostro y una lágrima asomó a su ojo izquierdo.
Entramos en una sala con muebles viejos, una alfombra raída y un sofá con un desgastado tapizado de pana. Se respiraba el aire viciado de los lugares donde rara vez se abren las ventanas. Y sin embargo el sol penetraba a través de éstas y cada mueble respiraba utilidad y comodidad, como si el placer que la anciana había encontrado en ellos hubiera sobrevivido a su muerte.
En ese momento reparé en un loro que contemplaba a los visitantes por entre los barrotes de una enorme jaula. Sus plumas eran una mezcla de verde y amarillo desteñidos, además de otros colores inciertos. El pico tenía el aspecto de haber cicatrizado después de una rotura. Me acerqué a él, pero no se asustó. Se limitó a agitar una de sus alas.
—Ahora ha quedado totalmente huérfano —dijo la sobrina de la señora Shapira. Rompió a llorar y hurgó en sus bolsillos en busca de pañuelo.
—¿Puedo verla? —preguntó Minna.
—Por supuesto.
La mujer cogió a Minna del brazo y ambas entraron en el dormitorio donde yacía el cadáver.
Me senté en el sofá. De pronto el loro, con una voz que parecía humana, exclamó: «Lorito bonito». Por alguna razón, me conmovió. Dios mío, ignoraba que sintiera tanto afecto por los pájaros.
Empecé a pasearme por el apartamento. A pesar de todo me sentía exultante, orgulloso. «No puedo seguir viviendo solo —pensé—. Moriré de agotamiento. Así pues, qué mejor que casarme. Minna tiene de una buena familia. Su padre es un erudito. Mis padres estarían encantados. De hecho, Minna es mejor partido que la mujer de Aarón».
Había olvidado que tenía hambre. Hablé con el loro, que bajó la cabeza y la volvió hacia un lado, escuchándome.
—No sabes lo afortunado que eres —le dije—. Tienes un lugar donde vivir. Tienes comida y agua. No pasas frío. No necesitas un certificado ni convertirte en un escritor judío. Sólo una cosa te falta: una esposa. —Se me ocurrió que tal vez pudiera llevarlo conmigo a Palestina. Entre los judíos, criar a un huérfano se considera una buena acción.
Supuse que Minna volvería enseguida, pero pasaron quince minutos y aún no había regresado. Sólo al cabo de media hora las dos mujeres salieron del dormitorio y se detuvieron en el pasillo, donde siguieron hablando en voz muy baja. Por las pocas palabras que alcancé a oír, entendí que la sobrina nieta de la señora Shapira quería avisar a Zbigniew de la muerte de su madre, pero ignoraba adónde hacerlo. Un momento más tarde ella y Minna entraron en la sala y la primera, dirigiéndose a mí, dijo:
—Perdone que no me haya presentado. Soy Rena Kulass.
—Encantado de conocerla. Mi nombre es David Bendiger.
—¿Qué desea beber, señor Bendiger? ¿Té, café, cacao? Turbado, conseguí responder:
—Lo que usted elija será perfecto. Gracias.
—Tengo café preparado. Usted también tomará uno —agregó volviéndose hacia Minna, y enseguida salió de la habitación.
—Antes de morir la anciana dijo que me quería como a una hija —me contó Minna—. ¡Qué terrible es todo! Alguien ha de ocuparse del entierro, y no hay dinero para eso. La madre de Zbigniew contaba con unos ahorros, pero los escondió tan bien que nadie consigue encontrarlos. Tal vez haya que recurrir a la beneficencia pública para que la entierren como indigente.
—No creo que sea tan malo.
—Pues si ella hubiera sabido que ése era el fin que le esperaba, se habría muerto tres veces. Pero, vaya aspecto tiene usted. ¿Es que no se ha afeitado hoy?
—Las cañerías estaban congeladas en la casa donde vivo.
—Últimamente sólo oigo hablar de pobreza, suciedad, desdicha —dijo Minna—. Hubo un tiempo en que sólo me llegaban las buenas nuevas. Tengo la sensación de que las fuerzas malignas del mundo se han vuelto contra mí. Al mirar a la mujer muerta, en lugar de sentir compasión por ella la he envidiado. Parece tan serena, tan apacible. Ambas compartimos un destino. Amamos a una persona que no merecía nuestro amor. Pero ella por fin reposa. —Hizo una pausa y, cambiando de tono, agregó—: Lo que usted dijo hace un rato es totalmente absurdo.
—Comprendo.
—¿Qué es lo que comprende? Es demasiado joven, casi un niño todavía. El que sea pobre no me molesta. Ahora yo también lo soy. Y en cuanto a Zbigniew, lo único que poseía, en realidad, eran deudas y planes fantásticos, irrealizables. Sin embargo, a su lado me sentía protegida. Con usted en cambio me sentiría como una madre. Usted no parece tener inclinación ni aptitudes para el trabajo físico. No cuenta con un oficio o una profesión. Juntos haríamos la pareja más desdichada que pueda imaginarse.
—Tiene usted razón, es cierto, pero…
—¿Pero qué? Si por lo menos tuviera cinco o, digamos…, ocho años más. Zbigniew tiene treinta y uno. Está loco, pero es un hombre. Además, usted escribe en yiddish, un idioma que nadie entiende salvo unos pocos primitivos. De hecho, ni siquiera es un idioma, un dialecto, sino sólo una jerga. Aunque usted tuviera el mayor de los talentos, nadie se enteraría jamás de su existencia. ¿Por qué aprende a escribir en polaco?
—Puedo escribir en hebreo.
—Usted mismo me dijo que en Palestina hay más escritores que lectores.
—Sí, es verdad. Pero…
—No sé si me quedaré allí. Lo que está claro es que abandonaré Varsovia. Más tarde iremos a ver al gestor. Lo pondré de vuelta y media, ya lo verá. Pienso llevar una sola maleta. Últimamente me he vuelto fatalista. Veo con claridad que el mundo se halla gobernado por fuerzas más poderosas que nosotros, y creo que lo mejor que podemos hacer es someternos a ellas. Me encuentro en una situación muy extraña… Si alguien me lo hubiera anunciado, habría pensado que se trataba de una broma estúpida. Y sin embargo aquí estoy. Oficialmente soy su esposa, y sin duda usted supone que tiene ciertos derechos sobre mí.
—No, por Dios, ningún derecho.
—¿Qué puede gustarle de mí? Me encuentro en medio de una maraña de depresiones.
—Eso sólo…
—Ah, usted no está mucho mejor que yo. Mi madre suele repetir una expresión yiddish: «Dos cadáveres van a bailar».
Se abrió la puerta y entró la señora Kulass portando una bandeja con café, tarta y una jarrita de nata. La dejó con cuidado sobre una mesa próxima al sofá, y dijo:
—Mi tía era extraordinariamente hospitalaria. Apenas llegaba alguien, ya estaba ella ofreciéndole algún manjar. Si su espíritu aún permanece en esta casa, estoy segura de que querrá que las visitas sean tratadas del mismo modo.
Los tres nos sentamos a beber café. Yo hubiera deseado arrojarme sobre la tarta, pero recordé que en esa casa había que mostrar buenos modales. Bebí lentamente, comí a bocados pequeños haciendo una pausa de vez en cuando, tal como lo hacían las dos mujeres. El resultado fue que mi hambre aumentó. Me dolía el estómago y temía que se oyera el ruido que hacían mis intestinos. Recordé los festines que en otros tiempos solían ofrecer los judíos en los funerales, y que en la actualidad habían adoptado los gentiles.
Qué imprevisible era todo, qué extrañas las situaciones en las que me encontraba. ¿Cómo prever lo que había de venir, no sólo lo que podía acarrear el futuro, sino lo que ocurriría al cabo de una o dos horas?
Guardamos silencio durante un rato. Luego Rena Kulass dijo:
—Debo ausentarme por varias horas. Es asunto de vida o muerte. ¿Puedo pedirles que se queden aquí hasta las cuatro?
—Pensábamos ir a ver al gestor —objetó Minna, hablando en parte consigo misma y en parte conmigo.
—Enviémosle a Mendl un telegrama —propuse.
—Está bien. Si es asunto de vida o muerte, de acuerdo —dijo Minna—, pero vuelva a las cuatro sin falta.
—Por supuesto —le aseguró la señora Kulass—. No voy a escaparme y dejarlos aquí con un cadáver. Todo es difícil en la vida, hasta hacer los arreglos para un funeral. ¿Por qué serán tan complicados los asuntos humanos? Pensar que los animales viven y mueren le manera tan sencilla.
—A un animal le da igual que lo entierren en una fosa común —señalé, asustado de mis propias palabras.
Las dos mujeres se echaron a reír. El loro agitó las alas. Rena Kulass estuvo a punto de derramar el café. Un brillo juvenil iluminó sus ojos, y me di cuenta de que en un tiempo debería de haber sido hermosa. En realidad no parecía vieja; era como si su cara se hubiese arrugado prematuramente. Al cabo de un momento dijo:
—Tampoco a mi tía le molestaría; soy yo la que se sentiría muy mal. En cuanto a Zbigniew, no está aquí ni le interesa. De un modo L otro se las arregla para eludir toda responsabilidad.
6
Antes de irse, la señora Kulass nos indicó dónde se guardaban los alimentos —pan, huevos, mantequilla, queso, tarta—, en la despensa. Pese a estar enferma, la señora Shapira había mantenido su casa bien provista.
La señora Kulass dijo que su tía había muerto en el momento justo.
—De haber vivido unos meses más, habría sido preciso enviarla un asilo de ancianos, o tal vez incluso habría quedado en la calle. A pesar de todos los organismos comunitarios que existen, una anciana desamparada no tiene dónde ir. Los hospitales mantienen a los enfermos en listas de espera hasta que es demasiado tarde. Los organismos hacen lo que pueden, pero son muchas las cosas que funcionan mal. Cuando se produce una crisis, nadie sabe a quién dirigirse.
La señora Kulass se puso un abrigo de pieles muy gastado, un sombrero raído, y metió las manos en un viejo manguito. Antes se había empolvado la cara. Era evidente que la posibilidad de abandonar la casa por unas horas le había levantado el ánimo. Sin duda había advertido que yo estaba hambriento, pues me recomendó varias veces que comiera.
Apenas se hubo marchado, fui a la cocina y comí un pedazo de pan. Poco después entró Minna y me preguntó:
—¿Quiere que le cocine algo? ¿Una tortilla tal vez? Al fin y al cabo, en cierta forma soy su esposa.
Respondí que me bastaba con pan y queso, pero ella se puso uno de los delantales de la señora Shapira y se afanó junto a los fogones. Frió un par de huevos y encendió la calefacción. El sol había entibiado la sala, pero en la cocina hacía frío. Por lo visto también Minna tenía hambre, pues preparó comida para los dos.
Sentados a la mesa de la cocina comimos pan, queso y huevos fritos y bebimos café. Corté otra rebanada de pan, ya que las cuatro o cinco anteriores no habían alcanzado para saciar mi apetito. Minna encontró en la despensa manzanas y dátiles, de los que también di cuenta. Mi vientre se hinchó, y un gran cansancio ocupó el lugar del hambre.
Volvimos a la sala y me recosté en el sofá. Minna encontró en alguna parte una manta.
En los últimos meses había vivido en cuartos totalmente oscuros o sumidos en un crepúsculo perpetuo. Sólo en ese momento, en esa habitación iluminada por el sol invernal, me apercibí de lo mucho que la penumbra constante había contribuido a mi depresión. No por nada los místicos identificaban el bien con la luz. Cerré los ojos y, al borde del sueño, me dejé llevar por mis pensamientos. Qué maravilloso es estar bien alimentado, descansar, tener compañía. También me pregunté cómo era posible que me sintiese tan bien en un apartamento donde yacía un cadáver.
Cuando abrí los ojos creí que había dormitado sólo un momento, pero el reloj indicaba que había pasado media hora. Frente a mí, Minna, sentada con las piernas cruzadas, estaba abstraída en la lectura de un libro. No logré discernir si su sonrisa se debía a que el libro la divertía o a lo mal escrito que estaba.
Observando a Minna comprendí que en realidad yo no la conocía. Sus rasgos cambiaban de continuo. Resultaba imposible decidir si el cabello era castaño o acaso rubio. ¿Eran sus ojos grises, azules, verdes, o tal vez pardos? En algunos momentos parecía una mujer de treinta años; en otros, una adolescente. Tenía la impresión asimismo de que se sentía bien consigo misma, y que no necesitaba la compañía de nadie. La gente como ella, pensé, no podía ser desdichada.
Me levanté y, ansioso de mirar al exterior, me acerqué a la ventana. Contemplé los techos, las ventanas, las paredes. «¿Qué fuerza mantiene cada ladrillo en su lugar y los ha conservado allí durante tantos años? —pensé—. ¿Qué impide que todos esos millones de moléculas salgan disparadas al espacio? No es la gravedad, ni tampoco el magnetismo. Hay materia en constante acción, que no tiene noción de lo que hace. El humo de esa chimenea, por ejemplo, nunca ha oído hablar del tiempo, el espacio, las cualidades o las cantidades. Ni siquiera conoce el concepto de existencia, sin embargo, por el momento está aquí. Pronto se dispersará, sin saber que lo ha hecho, dado que es un gas. Un jirón de humo no añorará a otro. La señora Shapira, muerta, es como ese humo. La tragedia de los muertos consiste en que ignoran lo afortunados que son. Si uno de ellos supiera cuán inmensamente dichoso es ese estado, él o ella desearía ir por segunda vez de puro deleite».
Me aparté de la ventana, me acerqué a Minna y pregunté:
—¿Qué está leyendo?
—Una de las novelas favoritas de la señora Shapira. Casi no hay párrafo sin subrayar.
—¿Me permite verlo?
—Sí, yo ya he leído suficiente.
Hojeé un momento el libro y encontré entre sus páginas una hoja seca que la anciana había puesto allí. Luego lo dejé, me incliné hacia Minna y, cogiéndola por los hombros, la hice ponerse de pie. Me miró con aire interrogativo, pero no opuso resistencia. La besé en la frente y en las mejillas, en el nacimiento del cabello y en el cuello.
—¿Qué haces, insensato? —exclamó.
—Ah, la amo.
—Eres un mentiroso. Ni siquiera sabes besar.
La besé en la boca y ella me correspondió. Seguimos besándonos durante largo rato. Era como si quisiéramos ponernos a prueba para ver quién de los dos contenía más tiempo la respiración. Yo me estremecía de deseo. Minna forcejeó tratando de apartarme. Medio la conduje, medio la empujé hacia el sofá. Ella exclamó, alarmada:
—¡La puerta está abierta!
Yo no sabía si se refería a la puerta del apartamento o a la de la sala. Sentí el impulso de echar la cadena a la primera, pero me asustaba atravesar el pasillo a oscuras. Me encontraba a un paso del éxito y no quería fracasar.
En ese momento sonó el timbre; obviamente, había perdido mi oportunidad. Como hacían a menudo, las fuerzas que controlaban el universo me habían preparado una sorpresa. Minna se zafó de mi abrazo y me echó una mirada en la que se mezclaban el triunfo y el asombro. Se encaminó hacia la puerta, pero volvió la cabeza para mirarme otra vez. Una de sus medias se había aflojado, y se detuvo junto a la puerta para subírsela. La seguí con la vista, sintiéndome como alguien a quien acaban de infligir una herida terrible de la que jamás se recuperará.
Agucé el oído. ¿Había regresado Rena Kulass antes de lo esperado o era alguien de la Sociedad de Servicios Fúnebres?
Entonces, extrañamente, la sala se oscureció. Al parecer, una nube había ocultado el sol. Me invadió una oleada de miedo. Tal vez la anciana había provocado aquella oscuridad como castigo por mi falta de respeto. Se produjo un intervalo en el que no oí ruido alguno. Minna había desaparecido en el pasillo en sombras, donde había varias alfombras apiladas. De pronto tomé conciencia de que aquello que más me aterraba, despierto o dormido, había sucedido: me hallaba a solas con un cadáver. Más aún: tenía la impresión de haber vivido esa situación en una de mis pesadillas. Quise gritar llamando a Minna, pero me contuve; el sonido de mi propia voz me habría asustado. Aguardé; casi podía oír los latidos de mi corazón. Minna regresó por fin. Llevaba un sobre azul en la mano. Su rostro pálido reflejaba tristeza y desconcierto.
—David, Dios existe —dijo. Era la primera vez que me llamaba así.
—¿Qué ocurre?
—El cartero ha traído una carta urgente de Zbigniew. Está en Berlín.
—Entonces envíele un telegrama de inmediato.
—No sé si abrir la carta. Por supuesto, está dirigida a su madre.
—Ella jamás la leerá.
—No.
Minna rasgó el sobre. Las manos le temblaban y tardó en sacar la carta. Empezó a leer y enarcó las cejas. Aunque sonreía, su expresión era de enfado. De vez en cuando hacía una mueca de desagrado soltaba una risita despectiva. Cuando terminó de leer las cuatro páginas, volvió a la primera y la estudió atentamente, como si buscara más texto en los márgenes. Por fin me miró y dijo:
—No soy religiosa, pero esta carta me inspira deseos de agradecerle a Dios.
—¿Qué pone en ella?
—Estoy curada, completamente curada. Es el peor ser humano que he conocido. Mis pobres padres tienen razón, mucho más de e imaginan. Soy una tonta, una perfecta idiota.
—¿Qué ha escrito?
—Le explica a su madre que nunca conoció la alegría hasta que se cruzó con esa… persona. Lo mismo me dijo a mí, casi palabra por palabra. Es un charlatán, un sucio mentiroso.
—Debería usted considerarlas buenas noticias.
—No lo son. En adelante nunca podré creer a nadie. ¿Qué debo hacer ahora? Me sentiré incómoda con la señora Kulass por haber abierto la carta. Una cosa está clara: hemos de mandarle un telegrama. Que el canalla sepa que asesinó a su madre. Y además hay que hacerle pagar el entierro. El gigoló se ha casado con una mujer rica cuyo esposo la abandonó. Espera, redactaré el telegrama. No debemos perder un minuto. ¿Podrás ir al correo a despacharlo?
—¿Se quedará sola?
—No tengo miedo. Esta mujer nunca le hizo daño a nadie cuando vivía, así que menos lo hará ahora que está muerta. Pero esperemos hasta que vuelva la señora Kulass. Es poco probable que Zbigniew abandone Berlín antes de mañana, y por otra parte tal vez decida no venir a Varsovia. Corre el riesgo de que lo arresten, porque es un estafador, un delincuente. Bien, estoy curada. Por lo que a mí respecta, Zbigniew Shapira es un cadáver, un muerto entre los muertos.
Minna dejó la carta sobre la mesa y se estremeció. Había en su mirada tensión, burla y furia cuando me dijo:
—Ahora puedes besarme.