1
Aunque conocía a los suegros de mi hermano mayor, Aarón, que vivían en Varsovia, trataba de eludirlos. Después de regresar de la ciudad donde trabajé como maestro, había pasado la noche en su casa, durmiendo en una silla, y desde entonces no había vuelto a verlos. No es que les guardara rencor; sencillamente, no tenían lugar para mí. Eran cinco de familia —madre, padre y tres hijos—, y vivían encerrados en un espacio minúsculo formado por una habitación con cocina y una especie de gabinete que era poco más que un hueco. Las hijas dormían en una cama, los padres en otra, y el hijo en un catre. No había lugar para un huésped.
Otro de los motivos por los que no los veía era que los suegros de mi hermano se sentían desdichados con su yerno. Mi hermano se había llevado a Rusia a la hija preferida del matrimonio, Ida, y pasaron dos años sin tener noticias de ella. Un día recibieron una carta de mi cuñada informándoles de que se encontraba en una situación de extrema pobreza en Rusia. Mi hermano se había dedicado a escribir y no ganaba lo suficiente para mantener a su familia. Lo peor era que frecuentaba a un grupo de escritores y pintores y rara vez pasaba la noche en casa. Habían tenido un hijo, pero Aarón ni siquiera había estado presente en la circuncisión del niño. Y por si no bastara con eso, Ida insinuaba que mi hermano tenía una amante.
Aunque el suegro de Aarón, Reb Leizer Tsinamon, nunca se quejaba ante mí de su yerno, Shéindele, su esposa, tenía mucho que decir.
Me alertó para que no siguiera los pasos de mi hermano. «¿Cuál es la hazaña de meter en problemas a los demás? —me dijo—. Si pretendes llevar una vida disoluta, no te cases».
Pensé que estaba en lo cierto, pero nada de lo que dijera conseguía enturbiar la imagen que yo tenía de mi hermano. Aarón nunca había querido contraer matrimonio con Ida. Por lo que yo sabía, en realidad no se había casado con ella en Varsovia, y por cierto no había acudido a un rabino ni en Kíev ni en Moscú. Yo había visto a mi hermano por última vez en 1917, cuando me trasladé con mi madre y mi hermano menor a Byaledrevne, dejando a Aarón y a mi padre en Varsovia.
Por las raras cartas que mis padres recibían de Aarón supe que en Rusia había pasado por los horrores de los pogromos y que había sufrido los embates del hambre, el tifus y los saqueos. Había escrito para un periódico de Kíev y trabajado en una revista de Moscú. Cuando dejó de ser comunista, sus colegas escritores lo persiguieron. Muy de vez en cuando recibíamos algunas palabras de saludo de su parte, y algo más a menudo veía su nombre en el periódico. Curiosamente, había escrito un relato sobre el rabí de Kotsk para un diario de Járkov.
Yo no tenía ninguna foto de mi hermano y no recordaba con claridad su aspecto, pero para mí se había convertido en una suerte de leyenda. Por las noches soñaba con él. En mis sueños Aarón me hablaba de filosofía, me enseñaba a andar en bicicleta y se deslizaba conmigo en trineo, colina abajo, a una velocidad asombrosa. El trineo tenía algo de sobrenatural, y nos precipitábamos a un abismo.
Sabía por sus suegros que estaba tratando de regresar a Polonia, pero era raro que los soviets permitiesen a alguien salir del país.
Esa noche volví a soñar con mi hermano. En mi sueño Aarón me traía una bicicleta nueva. Yo quería probarla, pero era la noche de Yom Kippur. No nos encontrábamos en Byaledrevne sino en un pueblo pequeño de Galitzia, donde mi padre era rabino. Mi hermano insistía: «No puedes probar la bicicleta ahora; todo el mundo va a oír el Kol Nidre».
¡Qué extraño! El sueño tenía dos lados. En uno, había un pequeño pueblo. En el otro, había automóviles, tranvías y tiendas como en el bulevar Marszalkovsky. Yo quería coger mi bicicleta y escapar con ella al otro lado del sueño, pero los judíos austríacos, con sus gorras de piel y sus abrigos con forro de angora, me advertían que si yo profanaba la santidad de ese día, ellos se vengarían en la persona de mi padre. Sentados en los umbrales de las casas, varios mendigos recogían las limosnas que dejaban caer los miembros de la congregación, destinadas a los enfermos, las novias sin dote y la Sociedad de Servicios Fúnebres.
Algo me despertó. Encendí una cerilla y miré mi reloj; eran casi las nueve. El teléfono del pasillo volvió a sonar. Oí que Edusha contestaba, y poco después abrió la puerta de mi habitación y preguntó:
—David, ¿duermes? Es para ti.
—¿Quién es?
—Tu hermano.
No podía creerlo. Salté de la cama y me puse los pantalones en la oscuridad. Aunque a esas alturas teníamos confianza con Edusha, yo era demasiado tímido para permitir que me viera desvestido o descalzo. Ya en el pasillo, cogí el auricular con mano temblorosa. Oí la voz de mi hermano.
—Soy yo, Davidche. Aarón.
Por un instante ambos guardamos silencio. Contuve el aliento y a continuación pregunté:
—¿Dónde estás?
—Aquí, en Varsovia, en casa de los padres de Ida.
—¿Cuándo llegaste?
—Hace unos días.
—¿Cómo has sabido dónde encontrarme?
—Por Susskind Eijl.
—Hace un momento estaba soñando contigo. Soñé que me traías una bicicleta.
—¿De veras? Eijl me dijo que estás totalmente absorbido por Spinoza.
Mi hermano hablaba el yiddish propio de Polonia, pero se le había sumado un leve acento ruso. Sentí una oleada de felicidad, mezclada con un poco de miedo. Aunque ansiaba ver a mi hermano, las complicaciones de mi vida me avergonzaban. Aarón tenía casi treinta años, once o doce más que yo. La última vez que nos vimos yo aún era un niño que acababa de celebrar su bar mitzvá. Y seguía dirigiéndose a mí por el diminutivo Davidche. Me llamaba desde la casa de un vecino, ya que en la de sus suegros no había teléfono. Convinimos en que iría a verlo al mediodía. Percibí en su voz una calidez fraternal, al igual que un dejo de ironía adulta.
Colgué el auricular, sin acabar de creerme que lo ocurrido era real. «¿Qué haré ahora?», me pregunté.
Regresé a mi habitación y encendí el mechero de gas. De pronto lamenté marcharme a Palestina. ¿Qué sentido tenía irme? Durante largo tiempo había albergado la esperanza de que mi hermano volviera.
Fui a la cocina a lavarme y afeitarme. Allí estaba Edusha, llenando la tetera de agua.
—Te felicito por las buenas nuevas —dijo.
—Que la suerte sea contigo —repuse, conforme a la antigua fórmula.
—Dile que venga; tiene una voz agradable. —Edusha me hizo un guiño y soltó una carcajada.
Me hubiera gustado abrazarla, pero la idea de que mi hermano estaba en la ciudad de alguna manera me lo impedía. Mientras él se encontraba lejos, me sentía un adulto seguro de sí; de pronto, su presencia me convertía nuevamente en un niño. Tenía la extraña sensación de que me vigilaba y se reía de mí.
Como si hubiera adivinado mis sentimientos, Edusha dijo:
—El hecho de que tu hermano esté aquí no significa que no puedas besarme, ¿o sí?
Me acerqué y la besé, pero no como antes; no como un hombre, sino como un chico. Edusha también lo percibió:
—Besas igual que un niño del jéder.
¡Dios mío! ¿Es que no había modo de ocultar nada? ¿Me parecía yo a uno de esos tontos cuyos pensamientos cualquiera puede leer? ¿Acaso mi cráneo era transparente? Claro que, de todas maneras, ¿qué sentido tenían mis besos si ella era novia de otro?
Edusha salió de la cocina canturreando una canción acerca de Charlie Chaplin. En la puerta volvió la cabeza y me sacó la lengua.
«Esta mujer es una insolente —me dije—. El demonio habita en ella». Empecé a afeitarme. Ese día no debía cortarme ni dejar un solo pelo sin quitar. Quería que mi hermano me viera joven, tal vez porque desde nuestra separación yo no había conseguido nada. Intenté llevar a la práctica el sistema de autosugestión de Coué y me ordené a mí mismo conseguir un afeitado perfecto. Para contribuir a ese fin usé una cuchilla de afeitar nueva.
El agua de la tetera hirvió y cerré el gas. Cuando Edusha volvió a la cocina, me dijo:
—Tu hermano acaba de llegar y tú estás por partir a Palestina. No tiene sentido.
Nos sentamos a la mesa y desayunamos juntos como una vieja pareja de casados.
Edusha había conseguido trabajo en una mueblería, pero no empezaría hasta el lunes. No había recibido ni una sola carta de Hertz Lipmann. Él había prometido que le escribiría, pero hasta ese momento guardaba silencio. ¿Guardaría eso relación con sus actividades comunistas? ¿Le habría ocurrido algo en Rusia?
Aunque entonaba canciones de cabaret, Edusha decía que la revolución era más importante que las trivialidades de la vida, pero en cuanto pronunciaba aquellas palabras se le llenaban los ojos de lágrimas. Su madre y sus hermanas se encontraban en Londres, Bella en prisión —en la sección de mujeres conocida por el nombre de Serbia—, y ella se sentía completamente sola. Se había comportado conmigo tal como lo hiciera Sonia. Yo tenía trato íntimo con dos mujeres, y sin embargo aún no había probado el fruto del árbol del conocimiento, como habrían dicho en Byaledrevne. ¿Acaso esa conducta disoluta era típica de las mujeres jóvenes, o se trataba de cosas que sólo me sucedían a mí y ésa sería mi suerte para siempre?
Bebí el café y comí un panecillo mientras toda clase de ansiedades se agitaban en mi cabeza. Quizá yo no fuese un hombre de verdad. ¿Y si era incapaz de producir algún día una obra verdaderamente madura? Tal vez en mi destino ya estuviera escrito que me caería del antepecho de una ventana. En una ocasión estuvo a punto de ocurrirme.
De pronto me asaltó la idea de que mientras Edusha y yo comíamos y conversábamos, centenares de miles de personas aguardaban la muerte. Millones de enfermos graves se hallaban próximos a exhalar el último aliento. Recordé que yo casi había muerto aquella noche en que Shoshana nos encargó que cuidáramos un cadáver en una clínica privada. Binyomin había levantado la sábana que cubría a la muchacha muerta, y por poco me desmayé al ver la viviente cabellera negra que enmarcaba la máscara blanca y ultraterrena. Los labios agrietados contenían un grito silencioso. Me estremecí. Sentí que el mundo entero era un gran cementerio.
Me despedí de Edusha y fui en busca de mi hermano. Sus suegros vivían en la calle Panska, pero no cogí el tranvía. Pensé que caminar calmaría mi agitación. ¿Qué era mi hermano al fin y al cabo? Carne y huesos. Mi meta en la vida no consistía en vivir en familia, sino en descubrir el secreto de la creación. Al mirarme en un escaparate me asustó el reflejo de mi rostro, pálido como el de un cadáver.
Subí la escalera y llamé a la puerta. Me abrió Lola, la cuñada más joven de mi hermano. Era una mujer alta, de cabeza grande, nariz aguileña y busto y caderas demasiado opulentos. También era estevada. Sin embargo, a pesar de su fealdad yo había descubierto cierta belleza en ella. Lola conservaba una candidez infantil, y al mismo tiempo poseía un aura profundamente femenina. Sus labios parecían hechos para besar. Había abandonado el instituto y hacía meses que buscaba trabajo. Al verme, sus ojos ligeramente saltones se iluminaron.
Entonces los vi a todos: Ida, la esposa de mi hermano, la madre, padre y el hijo varón. Aarón tenía casi el mismo aspecto de siempre, aunque estaba calvo y se lo veía pálido, como después de una enfermedad. Me dirigió una mirada penetrante. Los dos nos asombramos de lo que los años nos habían hecho. Advertí en su rostro arrugas desconocidas y que se repetían en él rasgos de mi madre y del hermano de ésta, Gabriel: la frente despejada, el mentón saliente, la nariz afilada y las mejillas hundidas.
Aunque yo los había olvidado, los signos de su herencia estaban a la vista.
—Vaya, no hay duda, has crecido —dijo, y me di cuenta de que el sonido de su voz casi se había borrado de mi memoria
2
Comimos una comida casera: sopa de fideos, carne hervida con zanahorias, compota de manzanas y té. Los cubiertos tintineaban contra los platos de loza. El hijo de Aarón, a quien él llamaba Gershon, y la madre de éste, Grisha, dormían en el pequeño nicho. Exceptuándome a mí, todos estaban unidos por una auténtica relación familiar. Tenían tantas cosas que decirse, que permanecí en silencio. Los muchos acontecimientos que habían vivido mi hermano y su mujer hacían que no supieran por dónde comenzar su relato. La suegra de Aarón, Shéindele, pasaba los platos de comida y seguía la historia asintiendo con la empelucada cabeza, confirmando la verdad de que las mujeres cobran su real dimensión cuando se convierten en abuelas. Había bolsas bajo sus ojos pardos y su expresión era a un tiempo despierta y mordaz. Conocía los defectos de cada uno. Su marido, Reb Leizer, nunca había aprendido a ganarse la vida. En Varsovia había trabajado como agente inmobiliario, pero llevaba años sin cerrar ninguna operación. Dedicaba sus días a leer periódicos viejos o estudiar un almanaque en el que figuraban todas las ferias de la Rusia prerevolucionaria. Visitaba a los enfermos y acompañaba a los muertos en su último viaje.
Reb Leizer Tsinamon, un hombre apuesto, alto, erguido, lucía una barba castaña y tenía el aire imponente de un respetable jefe de familia. Descendía de una familia próspera e ilustrada y de niño había estudiado la Torá con mi padre. Su esposa, Shéindele, también procedía de una familia acomodada, y en su juventud se la había considerado una belleza. Cómo era posible que esas dos personas hubieran engendrado una hija tan fea como Lola constituía todo un misterio.
La hija mayor, Káiele, no era desagradable, pero aún no se había casado, tal vez porque no tenía ni un groschen de dote. Trabajaba de vendedora en una chocolatería. Max, el mayor de los hijos, estaba empleado como tipógrafo en un periódico ruso que seguía apareciendo en Varsovia. Tenía una sonrisa equívoca y le encantaba contar historias divertidas sobre los tipógrafos y redactores.
Yo recordaba a Ida como una muchacha delgada, pero en Rusia había engordado, no obstante la escasez de alimentos. Ella atribuía su aumento de peso al embarazo. Era una belleza clásica y poseía la mirada intensa de las mujeres judías. Mi hermano le sacaba una cabeza, y por la forma en que ella le ofreció su ración de carne me di cuenta de que estaba enamorada de él y que la hacía feliz servirlo. Las miradas de devoción que le dirigía, en las que se filtraba también algo de reproche, parecían prometerle el perdón de todos los pecados si él renunciaba a su conducta imprudente.
Aarón se volvió hacia mí y dijo:
—Sigo sin saber qué estás haciendo en Varsovia.
—Estoy preparando mi viaje a Palestina. He conseguido un certificado.
—¿Qué vas a hacer tú en Palestina? Eijl me ha dicho que eres escritor.
—Lo intento.
—¿Quién es la mujer en cuya casa vives? Eijl me ha contado no sé qué historias acerca de ella. Han arrestado a la hermana, ¿verdad?
—Es la tía.
—¿La tía? Ve con cuidado. ¿En qué escribes? ¿En yiddish? ¿En hebreo?
—Ahora he cambiado el hebreo por el yiddish.
—Conque has cambiado, ¿eh? Por lo visto todos somos literatos. Yo esperaba que tú por lo menos te convirtieras en un hombre práctico.
—La única otra posibilidad a mi alcance era hacerme rabino.
—Tampoco necesitamos eso.
—¿Qué está pasando en Rusia?
—Bueno…, se están degollando unos a otros… en nombre de la revolución…, en nombre de la contrarrevolución…, en nombre del zar…, en nombre de Dios. Ahora se dedican a soltar discursos, discursos terriblemente largos. —Aarón me dirigió una mirada penetrante, en la que vislumbré la muda tristeza que había en los ojos de mi madre.
—Leí que te habías hecho comunista —dije.
—Pues no.
Cuando terminamos de comer quise ver al bebé de mi hermano. Me acerqué a la cuna —préstamo de un vecino— y lo estudié mientras dormía. Encontré en su rostro diminuto un aire de familia y una seriedad adulta. Permanecí un rato contemplándolo. Los otros también acudieron a mirar al niño. Por fin mi hermano anunció:
—Voy al Club de Escritores a buscar a Susskind Eijl. ¿Quieres acompañarme?
—¿Me dejarán entrar?
—Estarás conmigo.
Conocía de oídas el Club de Escritores, pero nunca había estado allí. En una ocasión Edusha se había ofrecido a llevarme, pero no quise correr el riesgo de cruzarme con Susskind Eijl. Me intimidaba encontrarme con escritores conocidos, gente cuyos nombres aparecían en letra impresa. Una parte de mí despreciaba a los escribas que se pasaban la vida salvando al mundo con sus recetas de papel.
Esta vez decidí ir porque el deseo de pasar unas horas más con mi hermano superaba mi timidez. Para ir a ver a Aarón y su familia me había puesto una camisa limpia y una corbata que me había regalado Minna. Además, sabía que jamás se me presentaría una oportunidad mejor que ésa para ir al Club de Escritores. Hasta era posible que me diesen un pase. Por qué no. Sabía que algunas personas que ni siquiera eran escritores iban al club a comer o jugar al ajedrez. Alguna vez, al pasar de noche por allí, había alzado la vista hacia las ventanas brillantemente iluminadas. En aquella casa tenían lugar charlas y debates, la gente departía placenteramente hasta altas horas de la noche. El club organizaba un baile de máscaras todos los años y ofrecía banquetes en honor de escritores de Nueva York, Berlín, París, Londres, Buenos Aires. El lugar también estaba frecuentado por actores y actrices. Cobré ánimo.
—Bueno, ponte el abrigo —me urgió mi hermano.
—No te comportes como un extraño. Vuelve a vernos pronto —me dijo la suegra de Aarón cuando salíamos.
—Y no te vayas a Palestina sin despedirte —apuntó Káiele, la hermana de Ida. Lola, la menor, sonrió. Cuando yo estudiaba en el seminario rabínico, ella me había prestado un ejemplar de Pan Tadeusz. Para agradecérselo, la besé mientras bajábamos la escalera. Ese beso era nuestro secreto.
Aunque había una distancia considerable entre la calle Panska y el Club de Escritores, fuimos a pie pues mi hermano no tenía dinero para los billetes de tranvía. Aarón caminaba muy rápido, señalando los cambios que se habían producido en Varsovia durante su ausencia. Conocía cada rincón y cada tienda y mencionaba nombres que yo jamás había oído. Había pasado los años de su primera juventud en esa ciudad, mientras yo todavía iba al jéder. Aunque yo había crecido, seguía siendo más bajo que él.
Recordé que Aarón me había llevado al jéder para mi primer día de clases en casa de Móishe Itzjak, en el número 5 de la calle Grzybowska. Mi hermano tenía dieciséis años, y yo cinco. Aarón caminaba a grandes zancadas, y yo trotaba tras de él, intentando darle alcance con mis pasos minúsculos. Habían pasado los años, pero seguía causándome ansiedad la perspectiva de encontrarme con desconocidos. Sabía leer demasiado bien en los rostros las expresiones de burla, incomprensión, desdén, codicia. Las mujeres se reían con frecuencia, pero dejaban de hacerlo apenas me las presentaban; entonces me miraban maternalmente y, a veces, con compasión.
—No le digas a nadie que soy escritor —le pedí a mi hermano.
—Para esa gente soy tan desconocido como tú —replicó él.
Poco a poco Aarón fue mostrándose más comunicativo. Me dijo que en Rusia se estaba haciendo mucho por la lengua yiddish; había escuelas, editoriales, bibliotecas, periódicos, revistas, y hasta centros de enseñanza secundaria. Sin embargo, era indispensable ser comunista para acceder a esos lugares, y él nunca se había decidido a afiliarse. Tal vez Marx y Lenin estuvieran en lo cierto, pero convertirse en uno de sus discípulos, escribir beatos artículos sobre marxismo, hacer constantes referencias al rabinato marxista, no estaba en su naturaleza. No había abandonado una corte jasídica para ingresar en otra. Por lo menos los jasidim creían en Dios. Los comunistas judíos habían transformado el ateísmo en una forma de jasidismo: la misma mirada volcada hacia lo interior, los mismos relatos moralizantes, la misma repetición de su Torá y la misma idolatría de sus rabís. A cada uno de sus líderes los transformaban en hombres santos y objetos de culto: Lenin, Trotski, Dzerzhinski, Bujarin, Ríkov, Kámenev. Todo escritor tenía sus propios seguidores y ayudantes. Los «yiddishistas», obvio es decirlo, eran más papistas que el Papa. De la mañana a la noche entonaban canciones comunistas de alabanza y maldecían con saña a los reaccionarios. Se jactaban de lo que habían hecho por la revolución.
—Fíjate en Susskind Eijl —dijo Aarón—. Sus mamotretos no los entiende nadie, y aun así, aquí, en Polonia, la juventud de provincias lo considera un líder espiritual. Los polacos son antisemitas, ciertamente, pero tienen razón cuando afirman que los judíos propagan el comunismo. En realidad, los judíos siempre son las primeras víctimas de cualquier revolución.
—¿Qué puede hacer el judío que ha perdido su fe en el Shulján Aruj? —pregunté.
—La historia tiene sus designios —repuso Aarón—. Ven.
Habíamos llegado al Club de Escritores y subimos las escaleras embarradas. Un poco más arriba se encontraban las oficinas de la Mizraji, que yo solía frecuentar cuando estudiaba en el seminario rabínico. Habían sido ellos quienes me habían dado la carta de recomendación que me había permitido conseguir el puesto de maestro. Desde el colapso de mi carrera docente evitaba visitarlos. Mientras pensaba todo eso vi a un rabino «moderno» dirigirse hacia allí. Lucía una barba bien recortada y abrigo de pieles, sombrero y chanclos. Llevaba un maletín y fumaba un cigarrillo. Los rabinos como él habían encontrado la forma de adaptar el mundo secular al judaísmo.
No querían esperar a que llegara el Mesías a lomos de su asno. Mantenían tratos con los ingleses y con la Liga de las Naciones. Viajaban a todas partes para participar en congresos sionistas. El rabino nos miró. Cada uno expresó en silencio el juicio negativo que le inspiraba el otro.
Creí que tendríamos que llamar a la puerta, pero mi hermano se limitó a empujarla y entramos así en el Club de Escritores. Me detuve en el umbral hasta que Aarón dijo:
—Pasa, no te quedes ahí.
Al adelantarme vi una gran cantidad de gente y percibí olor a comida. Los escritores estaban almorzando. Se oía el tintinear de platos y cubiertos y pasaban camareras cargadas con bandejas. Las barbas se meneaban con algún que otro fideo enredado en ellas. Las calvas relucían, los ojos brillaban. Yo tenía la sensación de conocer a todo el mundo. Recordaba haber visto fotografías de esa gente en diarios o revistas. Reconocí a un músico de larga cabellera y ojos rasgados de tártaro. Luchaba con el trozo de pollo que tenía en el plato.
Mi hermano me condujo a un segundo recinto, más amplio, con cortinas marrones y cuadros en las paredes. Sobre un piano se veía un retrato de Peretz.
Un gramófono difundía una canción de moda. Un hombrecillo minúsculo bailaba con una mujer alta. De pronto, como salido de una chistera, apareció Susskind Eijl, quien abrazó a ni hermano y echándome una mirada dijo:
—Vaya, aquí está el cachorro. Tímido, pero impertinente.
3
Mi hermano hablaba con Eijl y yo los escuchaba a medias. Criticaban a los escritores rusos que pese a su beatería comunista removían cielo y tierra para poder viajar al extranjero. No pocos de ellos habían conseguido llegar a París, Varsovia, Berlín, y no mostraban ninguna prisa por volver. Pero Susskind Eijl no quería regresar a la Unión Soviética y afirmaba tener vinculaciones con figuras políticas de primer orden. La conversación giró luego hacia una antología que Eijl estaba preparando y un significativo encuentro literario del que debía participar Aarón.
Salvo yo, todos los que se encontraban en el salón eran personas importantes. Susskind Eijl fue señalándomelos: éste era un poeta, aquel otro, un periodista. El hombre mayor de bigote canoso escribía libros de texto en hebreo, y el sujeto menudo con gafas de montura dorada era un poeta que escribía en esta lengua. Eijl decía todo eso con mal disimulada ironía. En realidad pensaba que los allí presentes, con excepción de él mismo, eran individuos insignificantes. Incluso acusó a mi hermano de distanciarse de los escritores revolucionarios, y añadió:
—Hasta un ciego puede ver que los reaccionarios se hallan en plena retirada.
Poco después pidió té y kijel para los tres.
¡Dios mío! El día anterior la mera idea de ir al Club de Escritores era inimaginable, y ahí estaba yo, bebiendo té. Los escritores que pasaban me miraban, algunos se detenían ante nuestra mesa y mi hermano me presentaba. Cada vez que eso ocurría, Eijl decía con un guiño cómplice:
—Él también escribe.
Sabía que debía considerarme afortunado. ¿Cuánto tiempo había andado por Varsovia como un alma perdida? Sin embargo, me sentía desvalido y sabía que se reían de mí. A Aarón apenas lo conocían en ese lugar, y yo era su hermano. Para empeorar las cosas, temía que en cualquier momento entrara Edusha. Sabía que si ella aparecía yo no podría evitar sonrojarme. Hasta me asustaba la posibilidad de que alguien mencionara su nombre. A solas con una mujer, yo no tenía problemas para manejar la situación, pero en presencia de otros reaparecía mi timidez infantil y empezaba a tartamudear. Hablaba a tontas y a locas, provocando risas. Sólo de pensar en ello, noté que me ruborizaba. Estaba acalorado, y aunque me había cambiado de camisa, tenía el cuello húmedo y me molestaba. Había deseado estar allí, habría pasado horas enteras observando a los escritores, pero al mismo tiempo me sentía incómodo y deseaba marcharme.
Quería participar en la conversación de Aarón y Eijl, pero no tenía ocasión de intervenir. Los dos reían, contaban chistes, y yo los escuchaba en silencio. Sabía que Spinoza definía el estado en que me encontraba como una situación emocional. Sí, los sentimientos me dominaban por completo. Aunque había estudiado cuidadosamente el capítulo quinto de la Ética, aún era incapaz de controlar mis emociones. ¿Dónde encontraría ideas capaces de ahuyentar los sentimientos? ¿Cómo conseguiría liberarme del orgullo, la vergüenza, la depresión?
No, Baruj Spinoza, los tuyos son falsos remedios. El joven que baila el shimmy con la mujer a la que ha apartado de su marido, el viejo escritor con quien ella ha venido al club, no pone en práctica los consejos que das en tu Ética. Se siente seguro porque va bien vestido, habla el polaco con fluidez, trabaja en un periódico y tiene dinero en el bolsillo. Yo me siento agitado pero él, por lo visto, está tranquilo. Baila pausadamente. Lleva los zapatos lustrados, polainas impecables y la raya de su pantalón es como el filo de una navaja. Rodea con un brazo la cintura de la mujer y las miradas de los desconocidos lo dejan indiferente. Habla con ella, sin duda intenta seducirla. La mujer alza la mirada hacia él y sonríe. Es una sonrisa mundana, afectada, engañosa.
¿Seré capaz alguna vez de hacer lo mismo que él? Nunca. Es un hombre de mundo, y yo parezco uno de esos que se pasan el día en el jéder.
Aunque la he abandonado, no me he librado de ella. La vida mundana no es para mí, pero tampoco lo es el jéder. Para esto último me falta fe.
Mi hermano me dirigía miradas inquisitivas. Me di cuenta de que le contagiaba mi confusión y hacía que se sintiese incómodo. También Susskind Eijl advirtió mi agitación y una chispa burlona cruzó por sus ojos. Por lo visto en el club era un personaje y todo el mundo lo saludaba. Cada vez que alguien se acercaba para alabarlo, le daba las gracias con aire divertido. Todos trataban de congraciarse con él, incluso los escritores que trabajaban para periódicos burgueses y los hebraístas. En el club, la revolución había triunfado.
Fue entonces cuando ocurrió lo que yo temía: entró Edusha y se dirigió hacia nuestra mesa. Me sentí tan horrorizado que hasta olvidé ruborizarme. Susskind Eijl se puso de pie y tendió la mano hacia él. También mi hermano se puso de pie. Yo permanecí en mi silla, paralizado. Edusha iba muy acicalada; llevaba manguito, abrigo con cuello de piel y un sombrero que la hacía parecer mayor, más alta, elegante. Su sonrisa era desenvuelta, coqueta, inteligente. Se había empolvado y tenía los labios pintados.
Susskind Eijl hizo las presentaciones y volviéndose hacia mí dijo:
—Al fin y al cabo, es su casera.
—Ah, es usted —dijo Aarón—. Esta mañana hablamos por teléfono.
—Claro.
—Pues te has encontrado una casera muy bonita —bromeó mi hermano.
Ésa no era la Edusha a la que yo había besado. Más bien se asemejaba a la mujer que bailaba el shimmy. Saltaba a la vista que era muy conocida en el Club de Escritores. Después de que se hubo sentado a nuestra mesa, otros escritores arrimaron sillas y se unieron al grupo. Alguien me ofreció un cigarrillo y lo acepté, aunque no fumaba. Di una calada y exhalé el humo lentamente.
—No sabía que fumabas —dijo Edusha.
—Ah —comentó alguien—, de modo que se tutean ustedes.
—Son amantes —apuntó con sorna Susskind Eijl.
—¡Qué idea! —exclamó Edusha dándole un leve golpe en la muñeca—. Tengo novio.
Yo sabía que debía tomar parte en esa conversación trivial, que debía sonreír y pronunciar alguna frase ingeniosa, pero la voz no me respondía. Lo único que deseaba en ese momento era escapar. Noté que la camisa se humedecía sobre mi espalda. Di otra calada, más larga esta vez, y advertí que el cigarrillo ya estaba prácticamente consumido.
—No sabe fumar —dijo mi hermano entre risas. Todos se carcajearon, y agregó—: Cuando me marché, era un niño, y ahora escribe artículos sobre filosofía y Cábala.
Uno de los escritores me preguntó qué estaba leyendo y a qué autores había estudiado. Mencioné a Spinoza, Descartes, Berkeley, David Hume, así como a El Ari y Moshe Cordovero.
—Tal vez tenga algo para que lo publiquemos en nuestra revista —dijo.
—Excelente idea —intervino Susskind Eijl—. Ya que quiere ser escritor, lo mejor es que empiece cuanto antes.
—Tráigame el material a la revista —sugirió el escritor.
Era la primera vez que lo veía. Tenía el pelo largo y la cara redonda. Las gafas se le habían deslizado hasta la punta de la nariz. En lugar de corbata, llevaba un pañuelo anudado al cuello.
Susskind Eijl abandonó la mesa para contestar una llamada telefónica. El escritor siguió hablando:
—Habitualmente publicamos ensayos literarios, pero Spinoza y la Cábala constituyen temas interesantes. ¿Cuál es su punto de vista? ¿Piensa que Spinoza creía en la Cábala?
—No —respondí—, pero su definición de Dios y de la Creación la tomó de los cabalistas.
—Por lo general se considera que Spinoza era ateo.
—El ateísmo es una suerte de misticismo atrofiado —apunté, sin saber si expresaba una idea original o si lo había leído en alguna parte.
—¿Qué quiere decir?
—La naturaleza ciega creó todo lo que vemos, y también lo que no vemos. Ésta es una idea mística.
—Davy —intervino mi hermano—, ¿eres tú realmente? Por algún motivo no acabo de creerlo. Cuando te fuiste a Byaledrevne aún eras un chicuelo de aladares pelirrojos.
Edusha, que me observaba con simpatía, pareció sorprendida por mis palabras, pero asintió en señal de aprobación. Ya no parecía una dama refinada, sino más bien una colegiala de familia jasídica.
Mi camisa húmeda se estaba secando. Aplasté la colilla del cigarrillo contra el cenicero; ya no tenía necesidad de fumar. Mi depresión se había desvanecido, reemplazada por una sensación de euforia. Alguien se había ofrecido a publicarme un trabajo.
—Venga mañana a esta hora —propuso el escritor—. Almorzaremos juntos.
—Mazel tov, David —dijo Edusha—. Ojalá sea éste un comienzo auspicioso.
Sí, el destino me hacía extrañas jugarretas. Como a los condenados en el infierno, la suerte me arrojaba del hielo al fuego. Bebí el té que había dejado enfriar, y comí un bocado de kijel. Susskind Eijl volvió, y observé un cambio en su expresión. Se lo veía serio, preocupado. Por un instante permaneció de pie junto a la mesa, con aire sombrío. Era evidente que le habían dado malas noticias por teléfono. Sacó un cigarrillo del paquete y lo encendió. Luego dijo:
—Edusha, debo hablar contigo.
—¿Conmigo? Claro. Discúlpenme, por favor. —Edusha se levantó y siguió a Eijl al otro salón. Poco después se retiraron las personas que nos acompañaban en la mesa. El director de la revista me tendió una mano blanda y húmeda, y enseguida me quedé solo con mi hermano.
Tras un breve silencio, Aarón me dijo:
—No creas a ninguno de ellos.
4
Supuse que Edusha y Susskind Eijl no tardarían en regresar, pero pasaron quince minutos y no volvían. ¿Qué clase de secretos compartían? Yo no estaba enamorado de Edusha, pero aun así me sentí un poco celoso. Eijl la había tomado del brazo; se comportaban como una pareja.
Cogí la colilla del cenicero, pero no tenía cerillas para encenderla. También mi hermano parecía aguardar el regreso de Susskind. Dirigió varias veces la mirada hacia la puerta, y me dijo:
—Si todavía no es demasiado tarde, no te enredes con esta gente. Te volverán loco.
Al cabo de un rato Eijl regresó, pero Edusha no estaba con él. Me di cuenta de que quería hablar con mi hermano, y me despedí.
—Tengo que irme.
—No olvides venir mañana —dijo Aarón—. Tal vez publiquen tu trabajo.
—No lo olvidaré.
Susskind Eijl me miró sin abrir la boca. Le estreché la mano y pasé al otro salón, donde varios escritores jugaban al ajedrez. Me quedé observándolos durante un rato.
—¿Y adónde irás ahora? —dijo uno de ellos—. Tu reina está kaput. Yo en tu lugar recitaría el Kaddish por ella.
—No te adelantes —replicó el otro—. Moveré pieza dentro de un momento —añadió, y de pronto, con la melodía de un lector de la Meguilá, entonó un cántico triunfal.
Me hubiera gustado seguir observándolos un poco más, pero un escritor alto que fumaba en pipa me miraba con recelo, y temí que le echaran. Al bajar la escalera me sentía tan exaltado ante la idea de volver al día siguiente y de que alguien quisiera publicar un trabajo mío, que murmuré para mí mismo, temblando: «No cuentes con ello. Lo más probable es que de esas promesas no resulte nada».
¡Dios, de qué manera extraña se dan las cosas! Tenía un certificado, había varias mujeres en mi vida, mi hermano estaba en Varsovia y se hablaba de publicar un artículo mío. Pensé que si en lugar de hablarle por teléfono a Sonia aquel día hubiese cogido el tren de regreso a Byaledrevne, nada de todo eso habría ocurrido. Estaría viviendo en alguna aldea y me mantendría dando clases.
¿Debía creer entonces que el destino de cada hombre está determinado? ¿O el hecho de encontrarme allí era una simple coincidencia? ¿Qué habría ocurrido, por ejemplo, si mi madre se hubiese casado con el joven de Lublín que le presentaron, en lugar de hacerlo con mi padre?
Emprendí el regreso. Tal vez Edusha ya se hallara en casa. Ella había sido testigo de mi cambio de fortuna. Había oído la invitación que había recibido para publicar en una revista. Cualquiera que fuese la suerte que Bella corriera, en adelante Edusha me trataría bien.
Al llegar a mi portal miré alrededor pero no vi ningún policía. Subí la escalera y pulsé el timbre. No obtuve respuesta. Por lo visto Edusha aún no había vuelto. Abrí la puerta con la llave que ella me había dado. Mientras entraba sentí que me había convertido en una persona muy madura.
Desde el arresto de Bella yo había vivido como si aquel apartamento me perteneciera. Leía los libros de Edusha y su tía y a menudo me echaba en el sofá donde la primera solía dormir. Prácticamente nadie nos visitaba ya, de modo que yo era el único hombre de la casa. A veces tenía la impresión de que Sonia y yo éramos náufragos que el mar hubiese arrojado a una isla.
Sonó el teléfono y me dispuse a contestar, tal como Edusha me había pedido que hiciera. Había dejado una libreta y un lápiz junto al aparato.
Era Sonia.
—Me he enterado de que tu hermano está en la ciudad —dijo.
—¿Cómo lo has sabido?
—Me ha llamado Ida. ¿Por qué no me lo dijiste?
Sonia tenía cierto parentesco con los suegros de mi hermano. En un tiempo, Ida y ella habían sido amigas íntimas. Cada cosa estaba relacionada con todas las demás. Le expliqué que me había enterado de la llegada de Aarón esa misma mañana. También le dije que acababa de volver del Club de Escritores y alardeé de que alguien quería publicar uno de mis trabajos.
—Querida Sonia —añadí—, te estaré eternamente agradecido.
—Sí, me estarás agradecido pero te casarás con otra. Así es mi suerte.
Después de quedar con Sonia para la noche siguiente, me recosté en el sofá y esperé a que llegase Edusha. Aguzaba el oído al menor sonido procedente de la escalera. Me preguntaba qué le habría ocurrido. ¿Acaso estaba enamorado de ella? No, Edusha no era mi tipo. Era demasiado mundana, demasiado izquierdista, demasiado moderna para mí. Yo sólo sería capaz de amar y respetar a una mujer que fuese como mi madre, una hija devota de familia judía. Una joven que besaba a un hombre un día y a otro al siguiente jamás merecería mi respeto. Pero ¿y qué cabía decir de mí?
¿Acaso mi conducta era diferente?
Me adormecí y soñé. Al rato me despertó el ruido de la llave en la cerradura. El día invernal se había vuelto gris. Miré por la ventana y vi que estaba nevando. Edusha entró, y con ella una ráfaga de aire frío. Permaneció un momento de pie sin quitarse el abrigo ni el sombrero. Apenas distinguía su rostro en la penumbra.
—¿Por qué no has encendido el gas? —preguntó—. No importa, no te preocupes. ¿Me ha llamado alguien?
—No, Edusha, nadie.
Su voz, por lo general alegre, sonaba apagada. Se quitó el abrigo y lo dejó sobre la cama. Se movía en silencio, igual que una sombra.
—¿Quieres recostarte en el sofá? —pregunté.
—No, quédate donde estás. Tu hermano se parece muchísimo a ti. Mayor, por supuesto. Y no es un gallina como tú.
—¿Por qué dices eso?
—Bueno, simulaste que no me conocías.
«Se debió a que me sentí intimidado», quise replicar, pero lo que salió de mi boca fue:
—Me ofendes, Edusha.
—Está bien, no tiene importancia. Hay cosas más importantes que me preocupan. David —agregó cambiando de tono—, todo se derrumba a mi alrededor. Como un castillo de naipes.
—¿Qué ha ocurrido?
—No debería decírtelo. Te dará un placer maligno. Pero he de hablar con alguien.
—¿Qué pasa?
—Han arrestado a Hertz. —Se echó a llorar, y distinguí la angustia en su rostro.
Guardé silencio un instante, y luego pregunté:
—¿Dónde? ¿En la frontera polaca?
—En Rusia.
Sólo entonces comprendí.
—¿Los bolcheviques?
—Sí. En Moscú.
—Pero ¿cómo? ¿Por qué?
—Eso es todo lo que sé.
Edusha se sentó en la cama, o más bien se dejó caer en ella. Pese a lo que me había dicho, yo no sentía ningún placer maligno. Al contrario, experimentaba la pena que nos invade cuando tomamos conciencia de una injusticia.
Edusha sollozaba cubriéndose la cara con las manos. Vi estremecerse sus hombros y tuve ganas de acercarme, pero me contuve.
—Ha de haber algún motivo —dije, y al instante lamenté haber pronunciado aquellas palabras.
—¿Qué motivo? Hertz era leal al movimiento. Sacrificó su vida por la causa. Sin duda es víctima de acusaciones falsas. Los provocadores abundan.
Los sollozos de Edusha se hicieron más intensos, y noté que se me llenaban los ojos de lágrimas. Las tragedias se sucedían en la vida de esa muchacha. Los polacos habían arrestado a su tía; los rusos, a su novio. La detención de Hertz Lipmann era un golpe terrible para ella.
Yo tenía noticias de otros episodios similares. Los diarios informaban sobre deportaciones en masa de campesinos a Siberia. Habían fusilado a comerciantes judíos, rabinos, maestros hebreos y socialistas, pero jamás hubiese imaginado que arrestarían a Hertz Lipmann. Era un bolchevique a ultranza. Cada palabra que pronunciaba destilaba animosidad contra el sistema capitalista. Estaba dispuesto a hacer lo que fuese por la revolución. ¿Qué clase de personas eran esos rojos? Bestias que devoraban a los de su propia especie. Deseaba consolar a Edusha, pero no sabía cómo. Y dije lo peor que pudo ocurrírseme:
—Esto debe servirte de lección, Edusha.
—¿Qué clase de lección? En todo movimiento hay provocadores.
—Es, una vez más, la historia de Robespierre y Marat.
—Por favor, te lo ruego, cállate.
Me retiré a mi habitación. Edusha permaneció sentada en la oscuridad; lo supe porque si hubiera encendido la lámpara de la sala la luz se habría filtrado al pasillo. No se oía el menor ruido. Tal vez se hubiera dormido. También yo me sentía abrumado. Desde mi primera infancia había oído hablar del advenimiento de tiempos mejores, de la redención de la humanidad, pero bastaba que un hombre adquiriera algo de poder para que surgiese el tirano que llevaba dentro. Por mi cabeza cruzó la imagen de Hertz Lipmann en la celda de una prisión rusa inmovilizado por el hambre y el miedo, agotado por la falta de sueño, tan destruido por el dolor que para él no había ya consuelo posible.
Me quedé dormido, y volví a la realidad cuando alguien me despertó.
Abrí los ojos y por un instante no logré recordar dónde me encontraba. Estuve a punto de gritar «Sonia», cuando vi a Edusha de pie a mi lado.
—David, estoy asustada. —Su voz sonaba quebrada por el llanto. Temblaba y le castañeteaban los dientes. La atraje hacia mí y no opuso resistencia. Besé su rostro húmedo y febril.
—¿Qué haré ahora? Dímelo, David —exclamó—. ¿Es esto el fin para mí?
—No hables así, Dios mediante, tú…
—Dios no existe. Nada existe. Todo es oscuro y desolado. David, me ahogo…
—Te dije que los bolcheviques eran asesinos.
—¿Quién no lo es? ¿En quién voy a creer? Si algo así pudo sucederle a Hertz, no quiero vivir. Si esta noticia llega a Bella, la matará.
—No le digas nada.
—Los detenidos se enteran de todo. Ahora que han arrestado a Hertz, el paso siguiente será acusarlo de provocador, y dirán que hay otros provocadores dispuestos a traicionar a la gente honrada.
—No debes mezclarte con ellos.
—¿Con quién, entonces? ¿Qué esperanza nos queda? ¿La Declaración Balfour?
—No hay por qué esperar nada.
—Tú tal vez seas capaz de vivir así, pero yo no. Si debo abandonar la esperanza de que la justicia se imponga en este mundo, moriré. Hace horas que vengo pensando en ello. Hertz lo sacrificó todo por un ideal, y ahora esta catástrofe… Es insoportable. Morirá allí antes de que se descubra la verdad.
—Si su destino es vivir, vivirá.
—No creo en esas ideas sobre el destino. Veinte millones de personas murieron en la guerra. Veinte millones. ¿Estaban destinadas a morir? Centenares de miles de soldados de ambos bandos combatieron en Verdún. Sesenta mil murieron. Ciento veinte mil madres y padres recibieron la funesta noticia de la muerte de sus hijos. ¿Y qué hay de las esposas? ¿Y de los que murieron de tifus y cólera? ¿Y de los que sucumbieron al hambre? ¿Cómo no luchar contra un sistema que permite que estas cosas horribles sucedan?
—La revolución mató a tres millones.
—Esas muertes tenían algún sentido. Oh, será mejor que me calle. Si quieres seguir durmiendo, me iré.
—No, Edusha. Quédate.
Se tendió a mi lado, vestida y con los zapatos puestos. Su respiración era fatigosa, como si tuviese fiebre. Yo había perdido la noción del tiempo. Tal vez ya fuese medianoche. Notaba un vacío en el estómago, y las punzadas del hambre. No había cenado. Me sentía como una bestia en su guarida, o un hombre primitivo en su cueva, rodeado de animales salvajes, expuesto a la necesidad, la sed y la enfermedad, y al odio ciego de sus enemigos.
Pensé en mi ensayo Spinoza y la Cábala, y me eché a reír. ¿Qué Spinoza? ¿Qué Cábala? El homo sapiens se encontraba apenas en el comienzo de su evolución. Los Diez Mandamientos eran todavía un ideal lejano, tal vez inalcanzable. Mi madre había deseado que yo fuese rabino, un sabio varón del pueblo judío, el pueblo contra el cual se desataba un pogromo tras otro. Y bien, ¿acaso era más sensato ser un escritor de ese mismo pueblo?
Se me ocurrió que quizá no fuese mala idea abrir el gas y acabar con la vida de los dos. Pero yo tenía padres, y Edusha una madre, y además mi hermano acababa de llegar a Varsovia. ¡Vaya manera de darle la bienvenida! «Las fuerzas que gobiernan el universo —pensé—, ni siquiera le permiten a uno morir en paz». Le pregunté a Edusha qué hora era, pero se había dormido. La oí roncar brevemente, y luego suspirar.
Me levanté procurando no hacer ruido para no despertarla. Un poco de sueño era lo más parecido al consuelo que le quedaba a la gente como nosotros. Fui a la cocina de puntillas. Tal vez hubiera un pedazo de pan en algún lado. A tientas busqué sobre el hule que cubría la mesa. Abrí en la oscuridad la puerta de un armario, pero sólo encontré platos de hojalata. En otro armario mis dedos tocaron una botella que olía a vinagre. Pero en el medio de la estancia, allí, sobre la mesa, resultó que había media hogaza.
Me senté en el sofá y comí, sin poder evitar sentirme un ladrón. Le debía a Edusha el alquiler y las comidas. Me resultaba difícil creer que esa misma Edusha había llegado sólo unas horas antes al Club de Escritores como una celebridad y que los escritores se habían apiñado en torno a ella.
Comí el pan hasta no dejar ni una miga, pero eso no hizo más que exacerbar mi hambre. Sentía las entrañas tan vacías como si llevase ayunando varios días. Me acerqué a la ventana y miré la pared desnuda. Durante un rato estudié los ladrillos preguntándome qué pensamientos tendría un ladrillo. Si uno toma a Spinoza literalmente cuando afirma que Dios es expansividad y pensamiento, incluso las cosas materiales deben de tener su «idea», su espíritu. El ladrillo no tiene ideas «ladrillescas»; sus pensamientos son los mismos que los de Dios. El problema es que el ladrillo es incapaz de contar nada.
Incliné a un lado la cabeza para ver el retazo de cielo que se divisaba sobre los techos. Divisé una estrella, y experimenté el mismo placer que si hubiera estado encerrado durante largo tiempo sin posibilidad de contemplar el cielo. Allí, sobre el techo de Edusha, pendía en el espacio un cuerpo celeste. No era un planeta, sino una estrella de color verde pálido, que brillaba y titilaba.
Mis ojos entraron en contacto con un sol que había existido durante cientos o tal vez miles de años antes de que su luz llegara a nosotros, aun viajando a una velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo. Me quedé mirándolo, bebiendo su luz con avidez. ¡Sí! ¿En qué piensas, estrella? Sin duda también tú tienes alguna clase de pensamiento en la cabeza, tú, que posees distancia, grandeza y perspectiva.
¿Por qué habían encerrado a Hertz Lipmann en la prisión de Lubianka? Y ¿por qué habían muerto esos soldados en Verdún? ¿Qué objeto tenía crear seres humanos si estaban destinados a acabar en medio de la sangre y el lodo? Dímelo, estrella. Puesto que yo te veo, tal vez tú me veas a mí. Seguí mirando hasta que la estrella se hundió detrás del techo. La Tierra hacía lo mismo de siempre: girar sobre su eje. No, no podía esperar que la estrella mantuviera una conversación con alguien como yo. Lo único que necesitan las estrellas es brillar y guardar silencio.
Me aparté de la habitación. Me dolía el cuello. Mi hambre se había aplacado un poco. Oí pasos; era Edusha.
—¿Qué haces? —preguntó.
—Edusha, he comido lo que quedaba de tu pan.
—Pobrecillo, olvidé prepararte la cena. No es culpa tuya. Te haré algo.
—No, Edusha, por mí no.
—Yo también estoy hambrienta. El estómago tiene sus necesidades. Aguarda, encenderé el gas.
No era muy tarde, sólo las doce y cuarto. La espita del gas arrojaba una luz amarillenta. Edusha preparó té y encontró más pan, un poco de mantequilla y queso. Nos sentamos a la mesa y comimos como un viejo matrimonio que hace mucho tiempo ha agotado todas sus palabras.
—¿Qué haré ahora? —dijo Edusha al fin—. No tiene sentido volver a trabajar en la mueblería.
—Pondrán en libertad a Hertz.
—No. Y aunque lo hagan, no permitirán que regrese aquí. O quizá sea él quien no quiera volver. Tal vez mi padrastro esté dispuesto a mandarme buscar. Pero ¿qué haría yo en Londres? Ya es bastante carga para él mantener a mis dos hermanas menores.
—Podrías ir a Palestina.
—¿De qué manera? Tu certificado ya ha sido asignado. Además, no tengo el menor interés en ir allí. ¿Por qué Palestina? ¿Porque el rey David combatió contra los fenicios hace tres mil años? Palestina no pertenece a los judíos sino a los árabes.
—¿Y adónde han de ir los judíos?
—Deben quedarse donde están. Si alguna vez logramos un mundo justo, habrá justicia para todos. Y si no lo conseguimos, tampoco Palestina servirá de nada.
Esa noche dormimos en la cama de Bella. Nuestra pasión estaba cargada de resignación. Edusha se apretó fuertemente contra mí. Estaba despierta, pero no hablaba. Así permanecimos durante horas, sin dormir, cada uno sumido en sus propios sentimientos. De pronto, una idea cruzó por mi mente, y dije:
—Edusha, no me preguntes cómo lo sé, pero estoy seguro de que tú y Stanislas Kalbe fuisteis amantes.
Edusha no contestó. Se apartó de mí y se acomodó en el borde de la cama.
—No tienes derecho a indagar en mi pasado.
—No, pero…
—¿Pero qué? Yo no te pregunto qué haces con Sonia o con esa otra mujer, ¿cómo es que se llama?, tu esposa ficticia.
—No, pero ¿a qué llamas amor? Dices que estás enamorada de Hertz Lipmann.
—Kalbe fue anterior a Hertz.
—Edek fue anterior a Hertz.
—Yo no amaba a Edek, no en la forma que amo a Hertz. ¿Por qué a los hombres se os permite todo y a las mujeres nada? Nosotras también somos de carne y hueso. Es así de simple.
—¿Cómo puede haber amor en tales circunstancias? ¿Cómo puede un hombre estar seguro de que es el padre de sus hijos?
—Lo sabe. Y si no lo sabe, mala suerte. La gente como tú no tiene por qué ponerse a predicar moralidad.
—Yo no predico, Edusha.
—Sí, lo haces. Aquí estás, durmiendo conmigo y despreciándome. ¿Quién creó todas estas leyes acerca del amor? La gente, no Dios. A Dios no le importaría que yo me acostara con todos los hombres de Varsovia. ¿Cómo iba a importarle, si no existe? Sí, tuve una relación con Stanislas Kalbe. Si no te gusta, puedes coger el primer tren de regreso a tu pueblucho y casarte con la hija de un rabino.
—¿Bella lo sabía?
—Bella hizo lo mismo que yo —repuso Edusha entre risas—. Será mejor que vuelva a mi habitación.
—Ve, ve, hombrecillo.
Me dirigí hacia mi habitación. Me había convertido en un hombre, pero sentía tantas náuseas que estaba a punto de vomitar. Me invadía un dolor y una repugnancia como jamás los había conocido.
Por primera vez comprendía el significado de la palabra «mancillado». Me tendí en el catre de hierro y me pareció oír la voz de mi padre que clamaba: «Judío pecador, maldito sea tu nombre! Esto es lo que ocurre cuando uno se aparta del camino del judaísmo. Eres peor que los gentiles. ¡Te maldigo! Ya no eres mi hijo, y yo ya no soy tu padre».
5
Al día siguiente llegué al Club de Escritores a la hora convenida pero no encontré a Getsl Slatkis, el director de la revista. El portero me negó la entrada, y ya estaba a punto de marcharme cuando Susskind Eijl me vio. Me dijo que estaba esperando a mi hermano y me hizo pasar con él.
La gente estaba almorzando, y vi las mismas caras y las mismas expresiones que la víspera. El compositor bizco roía nuevamente un hueso de pollo y un fideo colgaba de su barba negra. Pasamos al salón contiguo, donde Eijl pidió un almuerzo para mí. Uno de los escritores que el día anterior habían rondado a Edusha se acercó a la mesa y tendió la mano hacia mí.
Mi aversión hacia Edusha ya se había disipado, y después de una noche de sueño profundo desperté con una sensación de conquista. Había mantenido relaciones íntimas con una mujer. «Cualquiera sea la suerte que le aguarda a Edusha —me dije—, y aunque llegue a los cien años, jamás olvidará que alguna vez existió un David Bendiger». Mi romántica idea era que me había convertido en un ser inmortal. Si también se publicaba mi ensayo, me consideraría feliz.
De alguna manera, los dos hechos me parecían vinculados: aparecer en letras de imprenta y haber poseído a una mujer. No sé dónde había leído —en Schopenhauer, tal vez— que a través del sexo no hace contacto con la Ding an Sich, la materia prima de los fenómenos, la semilla de verdad oculta por las ilusiones del intelecto.
De camino hacia el Club de Escritores había hablado conmigo mismo como si estuviera discutiendo con alguien, quizá con mi padre.
«Yo no estuve en el monte Sinaí —argumenté—, y tú tampoco. Todo tu conocimiento procede de un viejo libro que alguien escribió y publicó. El mismo Talmud reconoce que los sabios intentaron imprimir el Libro de Kohelet. Aun si aceptamos que cada palabra de Torá es verdadera, nada se dice en ella del mundo venidero ni de resurrección de los muertos. Fueron agregadas innumerables le; y se hizo una montaña de un grano de arena».
Mi padre replicó: «Si te apartas un solo paso de esas leyes, te conviertes en un libertino, un disoluto, un asesino. ¿Quiénes son los comunistas judíos que mandaron fusilar a rabinos y comerciantes? ¿Acaso se trata de judíos piadosos? Algún día comprenderás la verdad. Sólo espero que no sea demasiado tarde».
En ese momento Susskind Eijl dijo:
—Getsl Slatkis es un canalla. Le dice a un muchacho que venga a verlo, y luego no aparece. Mal tipo.
—¿Qué clase de revista es la que dirige?
—Puras tonterías, literatura barata.
—Supongo que se ha enterado de lo que le pasó a Hertz —dije, sin estar muy seguro de que conviniera mencionarlo.
Eijl se puso serio:
—Sí, me he enterado.
—¿Y qué opinión le merece?
—Es difícil decirlo. Uno nunca sabe qué está ocurriendo en ese país. Pero una cosa es clara: si no ha hecho nada malo, todo irá bien. En la Unión Soviética no se inventan acusaciones falsas contra nadie.
—A mí siempre me ha parecido un hombre decente.
—Sí, pero hay provocadores. Ah, aquí viene su hermano.
Aarón entraba en ese momento por la puerta. Por primera vez advertí lo raído que estaba su abrigo. Llevaba una gorra blanda, veraniega. Me pareció más delgado que el día anterior. Tenía las mejillas muy hundidas y el rostro pálido. El contorno del mentón se perfilaba con nitidez, como si fuese el de un muchacho. Para mí, Aarón siempre había sido el hermano mayor, el adulto. Sentía una admiración reverencial por su estatura, su inteligencia, sus vastas lecturas. Mientras yo asistía al jéder de Jaim Yonatan en el número 22 de la calle Twarda, mi hermano pintaba cuadros, publicaba un artículo en El Mundo Judío, iba a teatros y asistía a conciertos. Gente como Dinesohn, Levik Epstein o M. Y. Frayd lo invitaba a su casa. En el Club de Escritores, sin embargo, era un desconocido.
—¡Eh, Bendiger! —lo llamó Susskind Eijl.
Mi hermano nos vio y se aproximó.
Cuando se quitó la gorra, su cráneo desnudo me hizo recordar a los jóvenes que durante las epidemias de tiempos de guerra eran enviados a centros de desinfección donde les afeitaban la cabeza. En sus ojos azules había una mirada de orgullo, aunque también detecté una pizca de ansiedad.
—¿Dónde está Getsl Slatkis? —preguntó.
—Por lo visto el imbécil ha cambiado de idea —repuso Susskind Eijl.
—Bueno, no se pierde gran cosa. Esa revista es basura.
En ese preciso instante hizo acto de presencia Getsl Slatkis. Llevaba un abrigo suelto que semejaba una capa y un sombrero de fieltro de ala ancha, y portaba un bastón con empuñadura de plata. La corbata estaba un poco torcida. La larga cabellera que asomaba debajo del sombrero, el maletín que llevaba bajo el brazo, su rostro redondo, sus largas patillas, sus ojos muy abiertos tras los cristales de las gafas con montura de concha, todo ello expresaba un enorme deseo de respetabilidad mezclado con infantilismo. Me hacía pensar en un hijo único muy mimado al que, tras acicalarlo, se lo manda a reunirse con los adultos.
Slatkis inclinó la cabeza y con una sonrisa de disculpa se acercó diciendo:
—Lo lamento de veras. —Su voz sonaba chillona y la mano que posó sobre mi hombro estaba húmeda. No sé por qué me imaginé un gato ahíto de ratones—. Permítame ver su manuscrito —añadió.
Saqué el manuscrito del bolsillo superior de mi chaqueta y se lo entregué. Slatkis resopló un poco mientras alisaba las páginas, enarcaba las cejas por encima de sus gafas y fumaba un cigarrillo. A medida que exhalaba anillos de humo, su expresión fue pasando de la concentración a la inquietud y la tristeza. Por un instante hasta creí ver en sus ojos lágrimas de desilusión. De vez en cuando se demoraba en una palabra.
Entretanto, Susskind Eijl me guiñó un ojo varias veces mientras hablaba con mi hermano sobre un escritor ruso que desempeñaba en el mundo literario el papel de una especie de santo varón judío. Después la conversación derivó hacia la antología que Eijl se proponía publicar en Varsovia, y que incluiría autores soviéticos. Los polacos habían encarcelado a varios escritores por actividades comunistas, pero al parecer aceptaban el comunismo en la literatura. En ese campo se aplicaban normas variadas. En las revistas de izquierdas aparecían artículos en los que se decía abiertamente que el sistema capitalista era decadente y criminal, que había fracasado, y que la única esperanza radicaba en el Este, en el Ejército Rojo y la Revolución. En esas revistas se descalificaba por completo el cristianismo, el judaísmo, el sionismo, el hebraísmo y a Israel en su totalidad. Hasta habían descubierto la existencia de un campesinado judío, pese a que muchos judíos eran comerciantes, comisionistas, intelectuales, y pertenecían justamente a las clases y los estratos que la revolución quería exterminar.
Mi hermano me dirigió una mirada interrogativa. Ambos habíamos escapado de un mundo de mentiras religiosas, sólo para caer en una red de mentiras seculares.
Tras vacilar por un instante, Getsl Slatkis dejó el manuscrito sobre la mesa. Para mí estaba claro que no le gustaba. Sus resuellos se parecían a los ruidos que hace un reloj de péndulo cuando está por dar la hora.
—¿Qué puedo decir, eh, eh? Un joven talentoso. Realmente notable, pero…, pero…, el estilo. Falta pulirlo. Tal vez si lo reescribiera y lo… puliera, por así decir. Además… —En ese punto Getsl Slatkis se interrumpió. Se frotó el pulgar con el índice, agitó la mano en el aire y guardó silencio. El peso de palabras inexpresables o inútiles lo oprimía.
—No importa —dije—. Gracias por leer mi ensayo. Sé que todavía me queda mucho por aprender y…
—La verdad es que me gustaría mucho publicar a un novato.
Necesitamos escritores jóvenes. La literatura los necesita. Pero vivimos tiempos muy especiales, y usted está…, no sé cómo expresarlo…, aferrado al pasado.
Susskind Eijl soltó una de sus características carcajadas. De inmediato encendió un cigarrillo, y tras dar una calada se dispuso a participar en un debate. Pero justo en ese momento anunciaron que lo llamaban por teléfono.
Mi hermano agachó la cabeza y dijo:
—No he leído el ensayo e ignoro su calidad, pero Spinoza no fue leninista, ni siquiera marxista. Y tampoco El Ari incitó a las masas a salir a la calle.
—Camarada Bendiger, perdóneme, pero está usted muy equivocado. Se puede escribir sobre el pasado, pero desde el punto de vista de un hombre moderno. Al fin y al cabo, han ocurrido algunas cosas en los trescientos años que nos separan de Spinoza. Le diré, camarada Bendiger, que tengo grandes diferencias con los comunistas, pero aun así es imposible negar que…, bueno, que la Tierra se ha movido. Nuevas fuerzas han emergido, hemos vivido esta última guerra y somos testigos del despertar de la conciencia social. Lo cierto es que los ojos del proletariado se han abierto. ¿Cómo es posible ignorar todo eso? En lo que respecta a la Cábala, es preciso abordarla desde una perspectiva adecuada. Ya nadie cree en Dios, en los ángeles o en las Sefirot y todas esas tonterías, y mucho menos nuestros lectores. Hay que comprender la época en que surgió la Cábala, y las condiciones que la originaron.
—¿Qué condiciones? —preguntó mi hermano—. La Cábala no apareció porque Ricardo Corazón de León haya querido conquistar Jerusalén.
—Usted nunca persuadirá a nadie de que la Cábala, o cualquier otro movimiento religioso, apareció como salida de la nada. No hace falta ser un historiador materialista para saber que las fuerzas económicas y políticas afectan las ideologías de todas las épocas.
—Ah…, esas frases me embotan el cerebro —dijo mi hermano—. Sigo sin ver qué tienen en común Napoleón y el predicador de Kuznits.
—No lo ve porque no quiere verlo. Yo mismo no pierdo oportunidad de subrayar que los comunistas exageran y que incluso interpretan de manera equivocada una serie de sucesos. Me opongo en especial al enfoque negativo con que abordan la historia judía. Usted, que acaba de volver de la Unión Soviética, sabe bien cómo me atacan allá. Prácticamente me consideran un fascista. Hace poco, en La estrella de Jarko me llamaron imperialista y me acusaron de ser la mano derecha de Mussolini… —Se echó a reír—. Y del mismo modo me critican los sionistas y los nacionalistas judíos. No, camarada Bendiger, es imposible hacer retroceder el tiempo, es imposible ignorar dos mil años de historia. Y usted, ¿es sionista?
—Si pudiera creer que a los judíos se les dará una tierra propia, sería un sionista ferviente.
—Nadie les dará nada. Son sueños absurdos, fantasías vacuas de una burguesía que ha perdido por completo el contacto con sus bases y construye castillos en el aire. Las masas judías permanecerán en los países donde se encuentran y se moverán junto con la gran corriente del progreso humano, a menos, por supuesto, que se produzca la llegada del Mesías. En ese caso, todos los judíos serán transportados a la tierra de Israel en una nube, ¡ja, ja!
—Señor Bendiger, lo llaman por teléfono.
Mi hermano se puso de pie, pero una mujer sentada cerca de la puerta dijo entre risas:
—No, usted no, el más joven.
Me levanté poco menos que de un salto mientras sentía que me ruborizaba. Sólo una persona sabía dónde encontrarme: Edusha. Estuve a punto de derribar la mesa.
6
Edusha me dijo que Dov Kalmensohn había llamado dos veces y quería que le telefonease de inmediato. También había llamado una mujer, Minna Ahronson.
—Supongo que es tu esposa ficticia, ¿no es cierto? —dijo Edusha, informándome e interrogándome al mismo tiempo. Su risa y el tono sarcástico de su voz eran a un tiempo íntimos y agresivos.
El recibir una llamada en el Club de Escritores me había llenado de confusión hasta el punto de dejarme medio sordo. Tuve que pedirle a Edusha que repitiera cada palabra. Estaba seguro de que los escritores que nos rodeaban se divertían escuchando la conversación.
Aquella mañana, durante el desayuno, Edusha me había atacado llamándome hipócrita, provinciano y no sé cuántas cosas más. Me acusaba, luego intentaba excusarse diciéndome que no era ninguna casquivana, pero que por sus venas no corría agua sino sangre. ¿Por qué a los hombres les estaba permitido revolcarse con cualquier mujerzuela? ¿Por qué cuando un hombre sucumbía a sus deseos nadie lo señalaba con el dedo? Todo surgía del concepto de que la mujer no es más que un objeto útil para el hombre, lo que constituía un sucio resabio del sistema capitalista, del feudalismo, de la Edad Media. Edusha reconoció también que nunca había amado de veras a Edek.
Me pregunté por qué se justificaba de ese modo, por qué le importaba tanto que yo pensara bien de ella. ¿Acaso nos encontrábamos en los comienzos de una relación amorosa?
Ahora, hablando por teléfono con ella en el club, sus palabras eran una mezcla de sinceridad y cólera. ¿A qué hora volvería? ¿Quería que me preparara la cena? ¿Quería que me esperase? ¿Se encontraba mi hermano en el Club de Escritores? «Si es así, que venga contigo. No hay problema. Os daré de comer a los dos». Mentí, diciéndole que mi hermano no estaba conmigo. Me habría resultado demasiado incómodo hablar con ella delante de Aarón. Le prometí que estaría de regreso para la hora de la cena. De pronto Edusha cambió de tono al pedirme: «Ven lo antes que puedas».
Cuando volví a la mesa me temblaban las piernas. Había fracasado con Getsl Slatkis, pero había triunfado en mis relaciones con una mujer. Susskind Eijl había dicho que podía conseguir que me admitieran temporalmente en el Club de Escritores. Y una vez que hubiese publicado una docena de trabajos, estaría en condiciones de solicitar mi ingreso como socio activo, y hasta era posible, ¿por qué no?, que Eijl incluyera mi ensayo en la antología que proyectaba. Tenía la sensación de que mi suerte había dado un vuelco favorable. En adelante sólo me sucederían cosas buenas. Lo único malo era mi timidez. Seguía asustándome la posibilidad de que Edusha se presentara en el club. También temía que mi hermano me interrogase acerca de mi relación con la muchacha.
¿Habría alguien capaz de comprender mi perplejidad? ¿Cómo describiría un escritor esas ansiedades ocultas? En los libros de medicina que a veces leía, las complicaciones personales se agrupaban bajo la denominación común de nerviosismo o neurastenia, y el tratamiento recomendado era la hidroterapia, el reposo campestre o la hipnosis. Sin embargo, mis mecanismos mentales eran tremendamente complicados y oscuros. Me dije que las emociones contienen una dosis mayor de realidad que las «ideas adecuadas» a las que Spinoza dio el nombre de matemáticas y lógica. Las emociones constituyen la esencia de un ser humano, su alma. Si lo único que quedase después de la muerte fuesen las ideas adecuadas, eso significaría que no existe indicio alguno de la inmortalidad del alma.
Mi hermano estaba solo en la mesa. Me horadó con la mirada. Sentí que conocía mis pensamientos más secretos, mis debilidades y mi confusión. Pese a los años que me llevaba, éramos como esos mellizos idénticos que tienen una única psique.
Mientras yo hablaba por teléfono, alguien había puesto en marcha una victrola. El periodista de polainas claras y pantalón de raya perfecta bailaba nuevamente con la mujer de ojos de pájaro y nariz aguileña. Sonaba una canción descarada y chirriante. Yo no entendía la letra, que era en una lengua extranjera, pero parecía decir: «Despreciamos al mundo entero. Escupimos a Dios y a la humanidad. Hemos perdido toda vergüenza. Hemos vuelto a la desnudez del tiempo anterior a la Caída».
—¿Quién te ha llamado aquí, al Club de Escritores? —preguntó mi hermano.
—Es algo relacionado con mi certificado —mentí, ruborizándome.
—Siéntate. Ese Slatkis es un escritorzuelo que se ha trepado al carro triunfal de la revolución. Tú no tienes modo de saber qué está ocurriendo en Rusia. Lo que yo ignoraba es que la situación es la misma en Polonia. —Su tono cambió bruscamente—. Contaba con encontrar trabajo aquí. No puedo seguir por más tiempo en casa de los Tsinamon. Ni siquiera tienen suficiente espacio para ellos. Debo encontrar alojamiento en alguna parte. Si no…
Se interrumpió de golpe. Era la primera vez que me hacía una confidencia, y eso hizo que me sintiese incómodo. Dije:
—Susskind Eijl habló de organizar para ti una velada benéfica —dije.
—¿Qué se gana con eso? Ahora somos tres de familia. No sé, tal vez debería informar a nuestros padres de mi situación. No me extrañaría que mamá viniese a Varsovia, y en ese caso, ¿dónde la alojaría? Cuéntame qué es de la vida de ellos. ¿Cómo es que papá fue a parar a Galitzia?
—Llegó a Byaledrevne en 1918. Para entonces el abuelo ya había muerto. El tío Gabriel se había ordenado rabino y para papá no había posibilidad de trabajo. Encontró una vacante en un pueblo pequeño, poco más que una aldea.
—¿Estuviste allí?
—Sólo un día. Chapotean en el barro. Todos ellos son seguidores del rebbe jasid de Beltz.
—Por lo que veo, nada ha cambiado aquí. Pero en Rusia hay otra clase de fanatismo. ¿Te has enterado de lo que ocurrió en Ucrania?
—Sí, los pogromos de Petliura.
—Pues yo viví todo eso. Las bandas, los saqueos, los vejámenes. Todo el mundo la emprendía contra los judíos. Cualquiera que tuviese manos y pies los usaba como armas contra ellos. Es un milagro que los judíos sobrevivieran. Hemos pagado el precio más alto por 1 revolución. Más tarde, los comisarios judíos disparaban contra nuestra gente sin el menor reparo. A las pandillas juveniles se les concedió poder ilimitado, y lo usaron para dar rienda suelta a su dio antisemita.
—Sí, lo sé.
—No, no lo sabes. No puedes saberlo. Un judío del servicio secreto, la Cheka, es tan perverso como cualquier matón ucraniano. A muchos judíos se los arrastró ante el pelotón de fusilamiento por haberse puesto filacterias o por vender telas. ¿Qué iban a hacer? ¿Trabajar en fábricas en sus últimos años? ¿Trabajar durante el shabbat? Yo intenté decir algo, pero suponía un riesgo enorme. Apenas puedo creer que consiguiese salir vivo de allí.
Aunque lo que contaba mi hermano era muy doloroso, experimenté ante sus palabras un orgullo infantil: Aarón me hablaba como a un igual.
—Te queda la opción de ir a Palestina —comenté.
—¿Qué haría yo en Palestina? ¿Convertirme en agricultor a mis treinta años? Además, nadie me ha dado un certificado. Tengo esposa y un hijo pequeño. En Rusia, Ida trabajaba en un hospital, pero aquí es difícil encontrar empleo. No dispongo de pasaporte ni de documentos. Ni siquiera estoy en condiciones de solicitar un trabajo.
—Conozco a un gestor que seguramente te conseguirá cuanto necesitas.
—¿Con qué iba a pagarle? Y ¿qué pasa con tu certificado? ¿De veras piensas convertirte en un jalutz? Por cierto, ¿cómo lo obtuviste?
Le di a mi hermano todos los detalles, y él me escuchó meneando la cabeza, mientras jugueteaba con una cuchara colocándola en equilibrio sobre el borde de un cenicero.
—Tal vez llegue a convertirse en tu verdadera esposa —dijo.
—Imposible. Está locamente enamorada de su novio, Zbigniew Shapira.
—¿Qué piensas hacer en Palestina?
—No lo sé.
—No tienes buen aspecto. ¿Acaso estás anémico?
—No, es mi color natural.
—¿Vas al médico alguna vez?
—No.
—Supongo que papá ya estará canoso.
—La última vez que lo vi sólo tenía unas hebras grises en la barba.
—¿Qué edad tienen nuestros padres ahora? En Rusia, a los judíos de la edad de papá los arrestaban y los fusilaban. O los metían en prisión junto con matones y asesinos, todo en nombre de Karl Marx y Lenin. Nunca hubiera creído que los judíos se mostrarían tan sedientos de sangre.
—Por lo menos esa clase de judíos.
—¿Cuál es el sentido de ser escritor? Escribir ¿para quién? Cada vez que cojo la pluma, vuelvo a dejarla. Y pensar que aquí los jóvenes se dedican a comparar sus respectivos talentos. Y todos son fervorosos izquierdistas. Fíjate en ese Slatkis. Según me informan, tiene varias propiedades en Varsovia. Es un hombre rico. Susskind Eijl es un buen tipo. Quiere ayudarme, pero también es uno de ellos.
—En provincias lo adoran.
—¿Qué otra cosa esperar de esos jóvenes de pueblos pequeños? Los polacos no quieren saber nada con ellos. Todo el mundo los rechaza. Vivir perpetuamente como una minoría es imposible. Al cabo de dos mil años, el problema es más agudo ahora que en tiempos del Imperio Romano. Venga, vamos, la familia de Ida me espera a cenar.
Abandonamos el Club de Escritores y echamos a andar en silencio.
Las calles estaban llenas de mendigos, inválidos y judíos encorados de abrigos raídos. Más que caminar, parecían arrastrarse con sus botas remendadas. Sus ojos preguntaban al mundo: «¿Adónde irá el judío?».
Al pasar por delante de la sinagoga de Aarón Sardiger percibimos in murmullo apagado y un olor a trapos viejos y orina rancia. Una campana sonó en la iglesia de Gushibov llamando a los fieles a misa, tal vez a un servicio fúnebre. Una tristeza callada se cernía sobre a ciudad. La nieve derretida se había transformado en lodo. Un caballo que arrastraba un carro cargado de toneles cayó al suelo. Mujeres con la cabeza envuelta en chales voceaban su mercancía: «¡Habas alientes!». «¡Pudín de patata!». «¡Guisantes con pimienta!».
—¿Cuánto tiempo más puede durar esto? —dijo mi hermano—. Bueno, cuídate —agregó tendiéndome la mano.
Casi sin darme cuenta, lo había acompañado hasta la calle Panska. Caía la noche. En las ventanas de las decrépitas casas comenzaban a encenderse las lámparas de gas. En tiendas pequeñas y oscuras los comerciantes pesaban patatas, cebollas y mantequilla. Junto con la melancolía del anochecer, sentí una punzada de hambre. Miré alrededor en busca de una salchichería o una farmacia con teléfono, pero cuando al fin logré comunicarme con la oficina del jalutz, me informaron de que Dov Kalmensohn se había marchado. Llamé a los Ahronson, y estaba a punto de colgar cuando contestó Meir Ahronson, con un murmullo apagado.
—¿Quién habla?
7
—Señor Ahronson, soy David, David Bendiger —me anuncié alzando la voz como suele hacerse al hablar con un sordo.
—¿Quién? ¿Quién habla? —repitió Meir Ahronson. Era evidente que lo había despertado.
—Discúlpeme. No creí que estuviera durmiendo tan pronto. Soy David Bendiger, el profesor de hebreo de su hija. —Estuve a punto de agregar: «El marido ficticio de su hija».
—Bien, ¿de qué se trata? —preguntó tras una pausa.
—Me han dicho que su hija me buscaba. ¿Puedo hablar con ella?
—¿Que lo buscaba? ¿Y para qué? Hoy es día de duelo en esta casa. Tisha Bov.
«El viejo se ha vuelto loco», pensé, pero dije:
—Si Minna está en casa, llámela, por favor.
—No sé, iré a ver. Todo ha terminado. ¿Cómo ha dicho que se llama?
—Bendiger.
—Sí, claro. Bueno, iré a ver.
Esperé largo rato. Me pareció oír las gastadas pantuflas de Ahronson. Después se produjo un silencio absoluto. Se ha vuelto senil, pensé. Me disponía a colgar cuando oí un resoplido, golpes y un ruido como si alguien moviese una silla, tras lo cual me llegó la voz de Minna. Casi no la reconocí. Era tan baja y débil como la de su padre.
—Tak —dijo con esa mezcla de cansancio y malestar de alguien a quien acaban de arrancar del sueño.
Procuré disculparme:
—Minna, me dijeron que quería hablar conmigo. Espero no haberla molestado.
Tras una larga pausa, Minna dijo blandamente, con voz sin energía:
—¿Dónde está? Quiero verlo, pero no aquí. ¿Puedo ir a su casa?
—¿A mi casa? Vivo en una habitación oscura. Además…
—Bueno, entonces venga aquí. Mi madre no se encuentra bien. Tal vez podamos ir juntos a algún lado.
—De acuerdo. Voy enseguida.
Salí del bar desde donde había hecho la llamada, seguí hasta el final de la calle Leszno y giré en la calle del Hierro. Soplaba un viento húmedo, gélido y penetrante. Me levanté el cuello del abrigo y metí las manos en los bolsillos. La madre de Minna debía de estar muriéndose. Recordé la última vez que había visto a la señora Ahronson; me estudió a través de sus impertinentes y advertí el color amarillento de su tez. Las palabras dolidas de mi hermano, el frío, las lúgubres lámparas que esparcían una luz brumosa, el cielo plomizo e inerte, todo ello me afectaba profundamente. El viento me azotaba la cara, se me colaba por debajo de las mangas y del cuello, subía por mis piernas a través de los pantalones.
Me pregunté si estaría enfermándome. Eché a correr y me di cuenta de que tenía los zapatos gastados, a pesar de que sólo dos meses atrás el zapatero Rafel le había puesto medias suelas y tacones nuevos. «La vida no tiene sentido —pensé—, y es absurdo aferrarse a ella».
Subí la mal iluminada escalera y llamé a la puerta, pero nadie acudió. ¿Habría muerto la señora Ahronson? La idea me infundió miedo. Desde aquella noche en que Binyomin y yo velamos el cadáver de la joven en la clínica, mi temor infantil a la muerte había retornado. Volví a llamar, oí pasos, y la puerta se abrió. ¡Era la señora Ahronson! Su cara se veía macilenta y me miró con una expresión de muda acusación.
—Su hija me ha pedido que venga —dije.
—Bien. —La señora Ahronson señaló una puerta que yo no había visto. A Minna le habían asignado otro cuarto. En el enorme y desierto pasillo ardía una solitaria lámpara, destinada tal vez a los posibles inquilinos que venían a ver las habitaciones.
Llamé a la puerta que me indicó la madre de Minna, y como no obtuve respuesta, la abrí. Vi a Minna sentada en un sofá, rodeada de mantas. Había una mesa de cocina y pilas de libros en el suelo. Una cortina verde cubría la ventana, sumiendo en sombras la habitación. Saludé a Minna, pero no me respondió.
—Minna —dije—, si le molesta mi presencia volveré mañana por la mañana.
—No me molesta. Al fin y al cabo, fui yo quien le pidió que viniera. Aquí tiene una silla, siéntese.
Era una silla de mimbre, de las que se usan en las casas veraniegas. Me senté. Minna me miró con una expresión extraña, propia de quien está por estornudar o por contar un chiste.
—No tendría que haberme conocido —dijo—. Traigo mala suerte.
—¿Qué ocurre?
—Zbigniew Shapira se ha casado con otra.
Me quedé de piedra. Minna tenía una palidez enfermiza, pero sus ojos sonreían y en su boca se insinuaba una mueca burlona. Pese al nudo que me cerraba la garganta, conseguí preguntar:
—¿Está segura?
—Sí.
—Ah…
Permanecimos un momento en silencio. Los ojos de Minna se habían ensombrecido y sus labios temblaron al decirme:
—Lamento haberlo arrastrado a este atolladero, pero en realidad lo esencial de nuestra situación no cambia. Sigo pensando en ir a Palestina, y le aseguro que en cuanto lleguemos le devolveré su libertad. Aun así, me ha parecido que correspondía ponerlo al corriente de la verdad. De todos modos, se habría enterado usted por mi padre, que es incapaz de ocultar nada. Por supuesto, él y mi madre se oponen a que me vaya, pero soy mayor de edad y no pueden obligarme a nada.
Bajé los ojos, turbado por la situación vergonzosa en que se encontraba Minna y asombrado por las sorpresas que seguía deparándome la suerte. Apenas pocos días atrás, Minna me había dicho que Zbigniew Shapira era su mayor consuelo, la única luz en la oscuridad que la rodeaba. Recordé las palabras de Meir Ahronson: «Hoy es un día de duelo en esta casa».
Sabía que no debía pronunciar las palabras que estaba por decir, pero un impulso perverso me impidió contenerme:
—¿Qué hará en Palestina ahora? —Era consciente de que se trataba de una pregunta indiscreta, casi grosera.
—Conseguir una pistola y matarlo —repuso enarcando las cejas.
—No, Minna. Usted es una mujer judía respetable.
—¡Ja! ¿De qué manera soy judía? De ninguna manera. Pero eso no lo afectará a usted. Nadie lo culpará por mis pecados.
—Si de verdad habla en serio, no puedo llevarla conmigo —dije, sorprendido por mis propias palabras.
—Ésa es una respuesta típicamente judía. No tenga miedo, no lo mataré. De todos modos no estará allí, pues se ha casado con una rica turista inglesa. Mi padre es un hombre terrible, pero predijo que me encaminaba al desastre. Me imagino lo que pensará usted de mí, después de todo lo que hablamos.
—Minna, usted es una de las mujeres más nobles que he conocido. —Era como si otra persona hablara por mi boca—. Se dice que Dios castiga a quienes ama, y tal vez… —Me interrumpí.
—Pues entonces Dios debe amarme mucho —apuntó Minna con una sonrisa.
—Sí.
—Tonterías, tonterías. No lo he mandado llamar para que me haga cumplidos, aunque se los agradezco. Ah, ese hombre me ha herido de muerte, y ni siquiera soy capaz de odiarlo. Es mi destino. Véalo de este modo: dos náufragos se encuentran solos en una isla y uno de ellos está destinado a morir asesinado. Aunque el otro no sea por naturaleza un asesino, matará a su compañero pues sabe que el destino así lo ha determinado. Para usted las cosas no cambian por el hecho de que yo esté casada o no. Mientras siga pagando sus gastos, nuestra situación permanece igual. Pero quiero oírselo decir a usted, a fin de que más adelante no haya malentendidos.
—Por supuesto. La persona que conozco es usted, no Zbigniew Shapira.
—Tiene una manera graciosa de pronunciar el nombre Zbigniew. Tal como lo hace, suena a yiddish. Sí, claro, a usted le da lo mismo lo que yo haga una vez que lleguemos a Palestina. En todo caso, de lo que no hay duda es de que no puedo quedarme en Varsovia. ¿Cuándo habló por última vez con el gestor?
—Debo llamarlo por teléfono mañana. Mi pasaporte está listo. Sólo tengo que ir a buscarlo.
—Bien, no hay nada más que yo pueda hacer en este momento. Pero en cuanto tenga el pasaporte y el visado, nos iremos. No llevaré equipaje. ¿Sabe de alguien que quiera comprar mi ajuar de novia? Les rogué a mis padres que no gastaran dinero en prendas extravagantes. Es como si hubiera tenido la premonición de que todo el asunto era una burla. Me parece que ya le hablé de esto alguna vez, ¿o me equivoco?
—Sí, Minna, lo mencionó usted.
—Tal vez haya un profeta dentro de cada uno de nosotros, pero solemos hacer oídos sordos a sus advertencias. Mientras me probaba mi traje de novia, una voz interior me preguntaba: «¿Por qué, Minna? ¿Por qué? Jamás te casarás con él». ¿No es extraño? Yo no tenía manera de saberlo. Si mis padres hubieran reservado dinero para pagar los impuestos, el gobierno no se habría llevado nuestros muebles. Lo único que dejaron fue estos trapos. Todavía pienso que Zbigniew Shapira es un hombre interesante, pero también un egoísta y un charlatán. No me arrepiento de nada, absolutamente de nada. Ni siquiera lamentaría que me hubiese dejado embarazada. ¡Ojalá lo estuviera! Y bien, así están las cosas: iremos a Palestina. De regreso a la tierra del abuelo Abraham. ¿Es cierto que su hermano ha vuelto de Rusia? ¿Por qué no me lo ha dicho? Lo he sabido por la mujer que le alquila la habitación. Supongo que es su amante. ¿Por qué lo ha mantenido en secreto? ¿En qué puede perjudicarme que su hermano esté aquí?
No supe qué decir.
—A su manera —prosiguió Minna—, usted se parece un poco a Zbigniew Shapira. Sí, acaba de ocurrírseme, en este momento. —Se rió, y el placer de su descubrimiento le hizo brillar los ojos.
El espíritu maligno que habitaba en mi interior me indujo a decir:
—Sí, pero fue conmigo con quien estuvo usted bajo el palio nupcial.
—No sea estúpido —espetó, con expresión súbitamente seria.