III

1

Toqué el timbre y la criada abrió la puerta.

—La señorita Minna no está en casa —me dijo.

—¿No está?

—Tuvo que salir. Pidió que la espere.

Me senté en la silla del pasillo y me puse a hojear la misma revista que había leído en mi primera visita, pero, tal como ocurrió aquella vez, Meir Ahronson se presentó con el mismo bonete y la chaqueta que le iba demasiado larga.

—Venga a mi habitación —me invitó—. Minna no tardará en volver. Tekla, tráenos dos vasos de té.

Entré en el estudio de Ahronson. Había una raída alfombra en el suelo, y libros viejos. Las ventanas dobles estaban cerradas y la habitación olía a polvo y al carbón recientemente encendido en la estufa.

Meir Ahronson se sentó en un sillón antiguo, que se remontaba a los tiempos del rey Sobieski. Tenía un reposacabeza y tapizado capitoné con botones de hueso. Yo me acomodé en un sofá con tapizado de cuero en el que se veían varias grietas. Tekla, la criada polaca de mejillas sonrosadas, nos trajo té y un kijel duro como una piedra. Al morderlo estuve a punto de romperme un diente. Ahronson bebió un sorbo de té y suspiró.

—Y bien —preguntó—, ¿mi hija progresa con el hebreo?

—No es fácil —repuse—. Sobre todo la gramática.

—Yo estudié gramática en mis tiempos. ¿Le parece que la de hoy en día es gramática? Todo ha sido abreviado, simplificado.

—Mi padre era un jasid, pero aun así quería que conociéramos las Escrituras. Contrató a un profesor lituano para que nos diera lecciones de gramática. El indicativo, el subjuntivo…, todo nos entraba por un oído y nos salía por el otro. Era una Varsovia diferente. Los judíos eran judíos y no gentiles. El dinero era fácil de obtener. Los rusos construían ferrocarriles y los judíos se enriquecían.

—La Varsovia que usted ve ahora fue construida por judíos. En aquellos tiempos nadie sabía nada de impuestos. Cuando el zar necesitaba dinero, por lo general se lo pedía a Rothschild o a algún otro banquero. Hoy en día a uno lo desuellan vivo. A cada rato me citan de la oficina de impuestos y les muestro mis libros. Pero no sirve de nada. Los gentiles dicen: «Mientes, judío. Eres un estafador». Así es como le hablan a Meir Ahronson en la nueva Polonia. Los padres de estos funcionarios eran los sirvientes que los judíos empleaban para el shabbat, conserjes. ¿Qué será de nosotros, eh? Pretenden arrancarnos de raíz.

—Los sionistas tienen razón —dije por decir algo.

—¿En qué tienen razón? Nadie les regalará Palestina. Nadie da nada a cambio de nada. Sueños, fantasías estériles. Han nombrado alto comisionado a un judío, pero no responde a los deseos de Najum Sokolov, sino que obedece las órdenes de Inglaterra. Es absurdo, una estupidez. Ese Zbigniew Shapira, el prometido de Minna, tiene tanto que ver con Palestina como usted con el conde Potocki. Se está destruyendo. Fue allá para destruirse. Minna lo ha contado, supongo.

—No me ha contado nada.

—Shapira es ingeniero. Estudió en Cracovia y en la Sorbona. En 1919 se alistó en el ejército polaco y al cabo del tiempo fue ascendido hasta llegar a comandante. Nunca se dan prisa en ascender a un judío, pero él es un hombre muy inteligente. Los ayudó a construir puentes y quién sabe cuántas cosas más. Su padre ha muerto. Su madre es anciana y padece una invalidez parcial. Zbigniew es su único hijo, alto, apuesto, instruido. Sabe muy poco lo que significa ser judío, pero así es la generación actual. Le tienen miedo a la palabra «judío». Conoció a mi Minna en Tsapat y se comprometieron enseguida. No tuvieron necesidad de casamentero. ¿Qué es lo que quiere un padre? Que sus hijos le brinden un poco de felicidad. Tuve otra hija, menor que Minna, pero murió, de peritonitis. Fue un golpe muy duro para su madre.

—Ya no es la mujer que era. En fin, ¿qué se puede hacer? Todas las cosas nos las manda Dios. Creíamos que con Minna no habría problemas, pero Zbigniew cometió una verdadera locura. Se hirió adrede con un cuchillo para evitar que volvieran a convocarlo a filas. Tuvo que abandonar Polonia, pues de lo contrario lo habrían encarcelado. Ahora está en Palestina con un nombre falso, y tampoco se quedará allí. Ésa es la historia. Minna está estudiando hebreo, pero ahora Zbigniew quiere ir a Suráfrica o a Brasil. Es un exaltado. Cada día se le mete en la cabeza un nuevo proyecto.

—Vaya donde vaya, como ingeniero siempre podrá ganarse la vida.

—Ganarse la vida no le basta. Quiere ser rico, millonario… y cuanto antes. No puede esperar. Ya he dicho que es muy inteligente, una especie de filósofo, y sin embargo hace tonterías como ésa. Un hombre sano confinándose a un lecho de enfermo por voluntad propia. Su madre ha quedado sola. No puede caminar, la pobre, de tanto que se le hinchan los pies. Necesita que le lleven todas las cosas a su casa, y no tiene dinero para pagar nada. De un momento a otro la echarán del apartamento. ¿Adónde irá entonces? En los pueblos pequeños hay casas de caridad, pero en Varsovia no existe nada semejante. Aquí uno puede morirse sin que nadie se dé por enterado. Problemas. La gente es la peor enemiga de sí misma. Le hablé a mi hija con franqueza: «Si te casas con un individuo como ése, corres un serio peligro». ¿Quién sabe adónde la arrastrará? Pero ella está enamorada. Hay una nueva locura en el mundo: el amor… Dos personas intercambian una mirada y se obsesionan. Cuatro semanas después de la boda no hay más que peleas y golpes. Bueno, ¿y qué me cuenta de usted? ¿Ya ha conseguido sus documentos?

—Un gestor está trabajando en ello. Su nombre es Barish Mendl.

—Sí, lo conozco. Administra una casa para un amigo mío. Alterna con la nobleza, tiene contactos con todo el mundo. Aquí en Polonia, la única manera de que las cosas se hagan es ofrecer sobornos. Todos tienen manos tendidas y bocas voraces… Oh, suena el timbre. Debe de ser Minna. No le diga que le he hablado de Zbigniew. Ella lo considera incapaz de equivocarse. Cree en él como si fuera un rabí que hace milagros.

—Voy a su encuentro.

—Sí. Si lo ve conmigo sospechará que he estado contándole cosas. Aunque, en realidad, todo lo que le he dicho es un secreto a voces.

Dejé medio vaso de té y un trozo de kijel mordido y salí al pasillo. En ese momento la criada le abría la puerta a Minna, quien llevaba un abrigo de piel con sombrero y bolso a juego. Parecía una dama de la nobleza provinciana. La criada la ayudó a quitarse los chanclos. El frío había enrojecido sus mejillas. Al verme, sus ojos verdes se ensombrecieron e hizo una mueca como si hubiera probado algo agrio.

—¿Por qué está esperando en el pasillo? Entre en mi habitación.

Hice lo que me indicaba y aguardé largo rato. Hojeé los libros de los estantes. Había flores secas entre las páginas. Por lo visto Minna leía mucha poesía. Algunos versos estaban subrayados. Minna sabía perfectamente que yo era escritor, pero nunca había hablado conmigo de literatura. Por lo general me hablaba de gramática hebrea o de los documentos que necesitábamos. Cada nuevo retraso la irritaba.

Leí al azar algunos versos, las primeras frases de un par de cuentos, aforismos o fragmentos de ensayos. Había también en la librería diversos papeles y cuadernos con los apuntes de la universidad de Minna.

Sobre una mesita vi un álbum enorme. Lo abrí y lo primero que atrajo mi atención fue una fotografía de Zbigniew Shapira. Se lo veía de pie junto a Minna, abrazándola. Le sacaba una cabeza y era un dandi de bigote fino, bastón y gorra de visera rígida. Había un trasfondo de falsedad e impaciencia en la expresión risueña de sus ojos.

Oí acercarse a alguien por el pasillo y me apresuré a cerrar el álbum. Minna entró en la habitación y en cuanto cruzó el umbral me preguntó con tono de enfado:

—¿Qué pasa con sus documentos? El trámite se está alargando demasiado.

—El gestor asegura que hace todo lo posible.

—La ceremonia ha de celebrarse los primeros días de la semana próxima como muy tarde.

—De acuerdo.

—He decidido suspender el estudio de la gramática hebrea. Limítese al vocabulario y la pronunciación.

Nos pusimos a estudiar, hasta que al cabo de una media hora, Minna me preguntó abruptamente:

—¿Mi padre estuvo hablando con usted?

—Un poco.

—¿Qué le contó?

—Habló de los buenos viejos tiempos.

—Los buenos viejos tiempos no fueron tan buenos como él cree, pero no hay modo de convencerlo de lo contrario. Yo creía que la gente de su clase y su edad decía la verdad, pero he descubierto que miente como todo el mundo. Hoy afirman una cosa y mañana otra totalmente distinta. Y también son propensos a olvidar. A mí siempre me hablaron de mi abuelo Abraham Moishe como de un magnate. Luego nos enteramos de que cuando fue a ver a su rabí hizo el trayecto a pie porque no tenía dinero para pagarse el viaje. ¿Cómo encajan las dos historias? He prometido solemnemente que cuando sea vieja no contaré historias. ¿Y qué me dice de usted? Sus historias también están llenas de contradicciones.

La forma en que me hablaba Minna me asombró. Hasta ese momento había evitado hablarme de temas personales.

—Mi vida está llena de contradicciones —repliqué.

—No sólo la suya. En realidad, ¿qué piensa hacer en Tierra Santa? Me temo que en cuanto lleguemos allá usted se verá en problemas para ganarse la vida.

—No tiene por qué preocuparse, no seré una carga para nadie.

Minna permaneció un momento pensativa. Luego dijo:

—Ese individuo, el jalutz…, ya no recuerdo su nombre, era demasiado agresivo. Usted es todo lo contrario, capaz de tenderse en la calle y dejarse morir de hambre. Yo soy igual. Y lo peor es que estudié en una de esas escuelas privadas para señoritas distinguidas. Una chica judía entre cincuenta gentiles. Casi todas mis compañeras dormían en un dormitorio común, pero yo insistí en tener mi propio cuarto. Por poco me obligaron a abandonar la escuela, pero finalmente me encontraron una habitación. En verano era calurosa como un horno, y en invierno helada. Viví durante un año en esa especie de buhardilla, y aún hoy no sé cómo salí de allí con vida. Sin embargo, nunca les dije nada a mis padres. Poco a poco mis compañeras dejaron de hablarme. Jamás supe por qué. También los profesores me evitaban. No se debía a mi condición de judía. Otra chica judía ingresó más tarde en la escuela y la trataron como a una reina. Yo asistía a todas las clases y sacaba las mejores notas, pero me hicieron sentir que no existía. A veces yo misma dudaba de mi existencia. Ya que usted piensa ser escritor, todo esto quizá le resulte de interés. En aquel tiempo leíamos el Krul Duj de Slovatski y otras obras místicas, y empecé a creer que yo era un fantasma invisible para los demás. No sé por qué le cuento estas cosas. Quiero aprender cincuenta palabras por día.

—Tengo la impresión de que nuestro matrimonio de conveniencia es tan inasible como los espectros de una obra de teatro. A veces me invade la inquietante sensación de que usted jamás obtendrá sus documentos. Es como si fuerzas malignas se empeñaran en frustrar mis planes.

Minna hablaba rápidamente y me traspasaba con la mirada. Sentí que me ruborizaba. Atiné a decir:

—Le aseguro a usted que no estoy confabulado con ningún espíritu maligno.

—No acabo de creérmelo. A lo largo de mi vida, cada vez que quise conseguir algo una fuerza de signo opuesto obró contra mí y me hizo fracasar. Si su propósito de dedicarse a la literatura es serio, yo podría contarle algunas historias de alguien que fue perseguido por un fantasma.

—Oh, sí, señorita Minna, hágalo.

—Ahora no. Quizá cuando estemos a bordo, si es que llegamos a embarcarnos. A veces temo que jamás saldremos de Varsovia. Algo inesperado sucederá y quedaré varada aquí, aprisionada como en una trampa.

2

Todo transcurrió como en una verdadera boda. Yo vestía una túnica blanca de lino para recordarme el día de mi muerte (como si hubiese modo de olvidarlo) y a Minna le hicieron dar siete vueltas alrededor de mí en cumplimiento del precepto Ve nekeve t'sovev gever («y la mujer girará en torno a un hombre»). El rabino, de mirada inteligente y mundana y larga barba plateada, recitó las plegarias y nos hizo beber de una copa de vino. Yo había llevado una botella de coñac y algo de kijel para convidar a los judíos que ayudaban a completar el quórum exigido por el ritual.

Minna, en actitud desafiante, llevaba un vestido viejo y no se había tomado la molestia de peinarse apropiadamente. De vez en cuando me hacía un guiño. Nuestra relación era un poco más amistosa. Me había contado cómo se había prendado de ella Zbigniew Shapira, de quien hablaba con ese aire de adoración característico de las mujeres enamoradas. Nunca había conocido a un hombre más apuesto, ni más inteligente. Zbigniew se había graduado en la escuela secundaria con medalla de oro. En el ejército polaco había alcanzado el rango de comandante, aunque de hecho cumplía los deberes de un general. Cuando llevaba a Minna al teatro, sus comentarios sobre las obras coincidían con los que más tarde publicaban los críticos profesionales. Lo mismo ocurría cuando la llevaba a la inauguración de una exposición de pintura. Le habían ofrecido una cátedra en la Universidad de Varsovia. Las mujeres más hermosas, las más acaudaladas, las que pertenecían a las familias más distinguidas se volvían locas por él. Pero había un punto sobre el que Minna guardaba silencio: el motivo por el cual su prometido debía abandonar Polonia.

En ese momento Minna se hallaba de pie bajo el palio nupcial, cuyas varas eran sostenidas por cuatro judíos que pasaban por ahí: dos porteros, un mendigo y un vendedor de diarios. Su expresión retraída y distante me recordó la que había visto por primera vez en el rostro de su padre. Sus labios dibujaban una sonrisa burlona y algo melancólica. En un momento dado hasta sacó la punta de la lengua. Traté de devolverle la sonrisa, pero ese día mi cara estaba curiosamente rígida. Yo sabía que estaba engañando no sólo a Inglaterra, sino a Dios. Las ropas blancas que me cubrían, las palabras sagradas que se pronunciaban, los candelabros de plata cuyas velas había encendido la esposa del rabino, todo eso me hacía vacilar. ¿Qué dirían mis padres si se enteraban? El rabino leyó en voz alta el nombre de mi padre, inscripto en el contrato nupcial en el que yo había asentado, en arameo, la promesa de pagar a la novia, Minna, hija de Meir Elimelej, la suma de doscientos golden si alguna vez me divorciaba de ella. Mis herederos tenían la obligación de abonar esa cantidad si yo moría. Me comprometía a mantenerla, vestirla y cumplir los deberes conyugales del marido para con su esposa.

Gracias a Dios, la ceremonia terminó rápidamente. El rabino nos deseó mazel tov. El palio nupcial fue desarmado. Los hombres bebieron coñac, comieron kijel y no tardaron en marcharse. La esposa del rabino nos felicitó y apagó las velas. Salimos a la calle, donde el aire era frío.

—Bien —dijo Minna—, ¿qué hacemos ahora?

—Debemos ir a ver al gestor.

—Tomemos un droshki.

El gestor, Barish Mendl, me había conseguido varios documentos, pero según él aún faltaban algunos. No resultaba nada fácil engañar al cónsul inglés y el Gobierno polaco no tenía ninguna prisa en otorgar visados de salida. Mendl, un hombrecillo de frente despejada y nariz pálida en forma de pico de loro, nos pedía dinero para timbres, presentación de peticiones, documentos que ayudarían a conseguir más documentos. Los gastos superaban en mucho lo previsto. Una y otra vez Minna había tenido que efectuar pagos complementarios, y ya había hecho el depósito para la reserva de nuestros pasajes de barco. Ahora debíamos obtener el documento que nos convertiría oficialmente en marido y mujer.

Me pareció advertir que no sólo yo sentía cierta timidez, sino que lo mismo le ocurría a Minna. Evitaba mirarme a los ojos, cuando caminábamos se mantenía apartada de mí, y no aceptaba que la tomara del brazo para cruzar la calle. Sin embargo, como si alguien lo hubiera hecho a propósito para que nos fastidiáramos mutuamente, teníamos que seguir juntos todo el día. Estábamos citados con Dov Kalmensohn en las oficinas de los jalutzim y debíamos pasar por una agencia de viajes de la calle Krulevski.

Entramos en un restaurante. A la lista de mis humillaciones se sumaba la más reciente: una mujer me pagaba cada viaje en droshki, cada vaso de té, cada billete de tranvía. La comida se me atragantaba y una y otra vez le aseguré a Minna que no tenía hambre, ni sed, que prefería caminar. Me percaté de que se avergonzaba de mi ropa raída, de mi gorra plana, de mi abrigo, al que le faltaban dos botones, de mis zapatos viejos, de mi gastada corbata. Cada día afilaba mis cuchillas de afeitar en el interior de un vaso, pero luego, a medida que pasaban las horas, me veía desaliñado, con restos de barba que no había advertido al afeitarme en la oscuridad.

Esa noche, cuando me separé de Minna y emprendí el regreso a mi habitación sin ventanas, estaba demasiado cansado para entregarme a mis habituales fantasías de grandeza. Empecé por pensar en un diamante de media tonelada que encontraría en la Luna, pero la idea ya no me reconfortaba. No, lo más sensato sería terminar con todo. Aunque había llegado a un punto en que ya no podía hacer ni siquiera eso con la conciencia tranquila.

Minna había invertido en mí una suma de dinero considerable, y no estaba bien que muriese como un vulgar estafador. Tenía que procurar que ella por fin se reuniese con Zbigniew Shapira.

Caminé sobre la nieve húmeda, sintiendo que me hundía en el Nirvana. Mi aspecto era el de un ser vivo, pero en realidad estaba muerto. Ya no tenía necesidades ni ambiciones. Era lo que los materialistas definían como un proyecto de hombre, un autómata. ¡Qué extraño! Desde mi infancia me había preguntado cómo sería la esposa que me estaba destinada. Jamás se me había cruzado por la cabeza que la mujer que se encontraría a mi lado bajo el palio nupcial en realidad amaría a otro hombre, y que la boda como tal sería una burla, una farsa.

Toqué el timbre y Edusha abrió la puerta. Por lo general me recibía con una sonrisa, pero en esta ocasión se la veía muy seria y un poco llorosa.

Yo conocía el motivo: aún no le había pagado ninguna de mis comidas.

Fui directamente a mi habitación y entré sin encender la luz. Tanteando en medio de la oscuridad igual que un ciego, me eché en la cama. Casi siempre se oía el bullicio procedente de la sala, voces y risas, pero esa noche reinaba el silencio. Aunque no tenía hambre, me sentía débil y vacío por dentro.

Permanecí tendido un rato, con los ojos cerrados, envuelto en las sombras.

Mil veces me había prometido a mí mismo escribir a mis padres, pero una fuerza desconocida me lo impedía. Sabía que debía hablarle por teléfono a Sonia, pero no lo hacía. Me aquejaba una especie de parálisis espiritual.

Abrí los ojos y pregunté en voz alta: «¿Es absoluta esta oscuridad? ¿No se ha filtrado ni siquiera un minúsculo rayo de luz? No, ninguna luz ha penetrado aquí». Pese a ello, tenía la sensación de estar viendo una especie de reflejo, una luminosidad, un color. Puntos purpúreos flotaban ante mis ojos y se agrupaban en toda clase de formas cambiantes. Una corona dorada, más brillante que nada que yo hubiese visto nunca, resplandecía en la oscuridad creando una mezcla extraterrena de fuego y oro. Su borde exterior era rojo, y su centro negro como la pupila de un ojo. «¿Qué es esto? —pregunté—. ¿Un sueño? ¿Una visión? ¿Una ilusión óptica?».

Aún confiaba en que Edusha me llamara a cenar. Aunque había comido con Minna, el frío había despertado nuevamente mi apetito. Tal vez mi hambre sólo fuera un problema nervioso. Sentí una punzada en la boca del estómago y me pareció percibir el olor de un guiso con setas. Algo rió dentro de mí. Un novio hambriento en su noche de bodas, y la novia ha vuelto a casa de sus padres. ¡Qué disparatadas situaciones puede maquinar la vida!

Por lo general había una pequeña lámpara encendida en el pasillo, pero esa noche todo estaba a oscuras. De pronto oí pasos. Edusha venía a llamarme para la cena. Me incorporé y busqué las cerillas en la mesa de noche. La puerta se abrió y oí la voz de Edusha:

—¿Está usted durmiendo?

—No, no.

—¿Por qué no encendió el gas?

—Me gusta estar sentado en la oscuridad.

—¿Por qué? No he preparado nada para comer. Venga al salón. Tengo que hablar con usted.

Sin duda quería hablarme de dinero. Me reclamaría el pago de las comidas y me pediría que dejara libre la habitación. Su voz sonaba apagada, distante y triste. Algo ocurría.

Encontré las cerillas, encendí una y seguí a Edusha al salón.

Sobre la mesa había una hogaza de pan. Nunca había visto esa habitación tan vacía, tan oscura. De alguna manera me hacía pensar en Tisha Bov.

—¿Dónde está Bella? —pregunté.

Edusha me lanzó una mirada inquisitiva, y luego, con cierta vacilación, dijo:

—No tiene sentido ocultarlo. A Bella la han arrestado.

—¿Qué? —exclamé—. ¿Cuándo ha sucedido?

—No lo sé. Anoche no volvió a casa. Hoy vinieron a registrar el departamento. Es una suerte que usted no estuviera aquí. Irrumpieron como bandidos. Ella no había hecho nada malo. ¡Asesinos, perros fascistas!

—¿Dónde se encuentra?

—Lo ignoro. Lo primero que hacen casi siempre con los detenidos es llevarlos a la cárcel de la calle Danilowiczalski. Pero no estoy segura.

—¿Es probable que vuelvan? —Era en parte una pregunta y en parte una afirmación.

—Sí. Es por eso por lo que quiero hablar con usted. Son capaces de llevarse a cualquiera. Querían arrestarme a mí; a duras penas logré disuadirlos.

—En ese caso, debo irme de inmediato. Pero en este momento no estoy en condiciones de pagar mi cuenta.

—No le estoy pidiendo dinero —dijo Edusha—. Conozco su situación. Es imposible vivir en este sistema. La verdad es que lo asfixian a uno. —Se llevó una mano a la garganta.

Yo sabía muy bien lo que debía hacer: ponerme el abrigo, coger mi mochila y marcharme. Pero ¿adónde iría? ¡Si por lo menos no hubiera perdido todo contacto con Sonia! No tenía donde ir, y sobre todo no podía ir a casa de Minna, mi falsa esposa. Prefería dormir en la calle antes que llamar a su puerta y pedirle albergue. Después de pensarlo un momento, pregunté:

—¿Le molesta que me quede aquí?

—¿Por qué iba a molestarme? Si quiere correr el riesgo, es asunto suyo. Sin embargo, mi deber es advertirle que hay un policía apostado en la entrada.

Yo no había visto a nadie, pero los policías de paisano saben disimular muy bien su presencia. Las palabras de Minna acerca del destino y de la trampa en la que se sentía atrapada resonaban en mis oídos como una profecía. Si me arrestaban, sería el fin de todo: el visado de salida, el certificado. Minna ni siquiera podría casarse con otro, ya que legalmente era mi esposa.

En medio de mis tribulaciones, me asombraba la jugarreta que me había jugado el destino al disponer las circunstancias de esa manera diabólica. Me prometí a mí mismo que, si sobrevivía, algún día escribiría un libro acerca de todo lo que estaba viviendo. Un escritor, pensé, debe urdir una trama que por un lado tenga la apariencia de la realidad corriente, y por el otro revele la presencia y el discernimiento de las fuerzas que manejan el mundo.

Me acerqué a la ventana y contemplé la estrecha franja de cielo que se veía por encima de la pared del patio. La nevisca se había convertido en lluvia y sobre los techos se cernía una niebla húmeda y fría. Me volví hacia Edusha y dije:

—Que me arresten. De todos modos, soy un alma perdida.

3

Después de que decidí quedarme, Edusha se animó un poco. Sólo entonces caí en la cuenta de que estábamos solos en la casa. Edusha fue a la cocina a preparar mi cena. Experimentábamos esa clase de renacimiento del ánimo que sienten quienes lloran a un muerto, cuando el cadáver acaba de ser retirado. Edusha puso sobre la mesa huevas de arenque, queso y mantequilla. Mientras me servía el té, inició un monólogo:

—¿Qué quieren esos malditos fascistas? ¿Hasta cuándo seguirán oprimiendo a las masas? El pueblo es paciente, demasiado paciente, pero llegará un día en el que los sufrimientos del proletariado se harán insoportables. Fíjese en lo que ocurrió en Rusia. Nada logró detener la revolución, ni los Denikin ni los Petliura ni la intervención de Inglaterra, Francia y Estados Unidos. También aquí ocurrirá. Sólo es cuestión de tiempo.

—Bella era muy consciente del riesgo que corría. Pero es una gran persona; no podía permanecer junto a su marido, ese insignificante jasid, y ocuparse de sus hijos en un momento en que la humanidad se prepara para la batalla final. Yo soy mucho más egoísta que ella. Sé que soy una burguesa. Me gusta la ópera y vestirme de punta en blanco, adoro la buena pintura, los muebles finos y otras tonterías por el estilo. No obstante, en todo momento tengo presente la verdad, y sé que nada de eso vale un pimiento.

De pronto pareció recordar algo y me preguntó:

—¿Cómo marcha el tema de su certificado?

—Hoy se llevó a cabo el matrimonio ficticio.

A Edusha se le iluminó el rostro.

—¿Se ha casado? ¿Dónde?

—En la casa de un rabino.

—Pues en ese caso, tiene derecho a un mazel tov.

—¿Qué puedo responderle? «¿Ojalá le suceda a usted?». No, le deseo algo mejor que eso.

Edusha se sentó a mi lado y pidió:

—Cuénteme cómo ha sido.

Le di todos los detalles de la boda. Ante Bella siempre me sentía intimidado, pero Edusha tenía mi misma edad y ambos estábamos solos. Susskind Eijl y los otros comunistas se cuidarían muy bien de aparecer por allí; la primera ley de los conspiradores es evitar una casa peligrosa.

De vez en cuando interrumpíamos nuestra conversación para aguzar el oído por si alguien llamaba a la puerta. La policía podía presentarse de un momento a otro. Entretanto, seguíamos charlando sosegadamente, como una pareja.

—¿Por qué no me presenta a su esposa? —propuso Edusha—. Sería interesante.

—No es mi esposa. Tiene novio y está enamorada de él.

—Bueno, nunca se sabe. Toda esa historia del novio podría ser una mentira. Las mujeres son muy taimadas. Ningún hombre imagina hasta qué punto lo son.

—¿Por qué habría de pagar los gastos de un joven pobre?

—La gente tiene sus propios motivos. De todos modos, éste es un sistema absurdo. Aquí estamos, hablando tranquilamente, y dentro de un par de horas podrían arrestarnos y acusarnos de los crímenes más horrendos. Quiero que usted se quede aquí. Me da miedo estar sola. Aunque también me aterra pensar en lo que le ocurriría si lo arrestasen.

—Recuerde una cosa: hable lo menos posible. Dígales que no es más que un inquilino en esta casa y que no sabe nada de nuestras ideas políticas. El que le hayan extendido un certificado para viajar a Palestina lo ayudará. A la gente de izquierdas no le otorgan certificados…, y disculpe que sea tan franca. Al fin y al cabo, también usted es una víctima del régimen capitalista, aunque no lo entienda. Hay millones de personas como usted, y es por eso por lo que el fascismo triunfa. Tómese el té. Nadie se ha muerto por pasar un par de días entre rejas. De algún modo, una prisión fascista es la mejor universidad.

—No necesito una universidad, pero la verdad es que no tengo ningún lugar adonde ir. Hasta la cárcel sería mejor que morir congelado en la calle.

—No se lo tome tan a pecho. Tal vez no vengan. Ya han conseguido lo que buscaban. Para la ley, ambos somos menores, y a la policía no le conviene enredarse con menores. Yo he aprendido a vivir estrictamente al día. Ya ve, Hertz se ha marchado y no regresará hasta dentro de varios meses. Mi madre vive en algún lugar de Londres con un rabino. Mi padrastro quiso llevarme con ellos a Inglaterra, pero soy demasiado impaciente para vivir en la casa de un rabino. Por supuesto, la idea de él era casarme.

—¿Cómo conoció su madre al rabino?

—Ah, se trata de una larga historia. Él es una especie de pariente lejano. Quiso casarse con mi madre cuando ella aún era una niña. Mi madre es una mujer hermosa, mucho más hermosa que yo. Cuando paseábamos juntas los hombres se paraban para mirarnos, no por mí, sino por ella. Ha pasado por toda clase de situaciones difíciles, y no obstante sigue siendo como una rosa. Mi tía Bella también es bonita, aunque se parece a la abuela. Pero la persona verdaderamente bien parecida de nuestra familia fue el abuelo Waldbram. Nadie ha visto nunca hombre más apuesto que él. Motele Lemberger, mi padrastro, se radicó en Londres hará unos veinte años, y allí se casó, pero jamás olvidó a mi madre. Es un hombre piadoso; sin embargo… ¿cómo es aquel dicho ruso? «El amor se empeña en perdurar». Empezó a cartearse con mi madre en cuanto murió su esposa. Es rabino en una sinagoga y cuenta con buenos ingresos. Así son las cosas en Inglaterra. Pero tiene un montón de hijos de su primer matrimonio. ¿Qué haría yo allí? A veces lamento no haberme ido de Polonia. Es aquí donde arderán las primeras llamas. Más tarde o más temprano la revolución llegará también a este país.

—No me molestaría que no llegara nunca.

—¿De modo que es así como piensa usted? Pues le diré que el escepticismo es parte integral de la ideología capitalista. Ya que de todos modos la vida carece de sentido, ¿qué objeto tiene luchar contra los chupasangres y los imperialistas? Los explotadores se comportan como si estuviesen más allá del bien y del mal, pero trate usted de sacarles aunque sólo sea un groschen y lucharán como leones. Inglaterra domina la mitad del mundo, y aun así necesita agregar Palestina a la lista. Ya que aprobaron la Declaración Balfour, ¿por qué no mantienen su promesa?, ¿por qué no permiten que el pueblo de la Biblia regrese a su tierra? Ah, no, a mí ya no pueden engañarme. A veces envidio a la gente como usted.

—No hay nada envidiable en mí, Edusha.

—No se desespere tanto. En Palestina se convertirá en un rico colono o en un escritor famoso. Cuando uno es joven siempre tiene problemas, que se olvidan al ir envejeciendo. No se preocupe, el socialismo creará un hombre nuevo, un hombre consciente para quien el dinero no será la única meta. Hasta entonces, deberemos soportar nuestras tribulaciones. Así que… ¡al diablo con todo! —concluyó Edusha haciéndome un guiño.

—¿Querrá engañar a Lipmann? —me pregunté—. Quién sabe, esta gente no tiene reglas». Sentí miedo y timidez. Una cosa era besar a una chica como Sonia, pero Edusha era una joven inteligente, con estudios secundarios. Jamás le había hecho el amor a una persona como ella.

Terminé de comer, le di las gracias por la cena y me puse de pie, dispuesto a regresar a mi habitación. Edusha me miró de soslayo.

—No quiero molestarla —dije.

—Espere un poco; ¿qué prisa tiene? Supongo que ha traído pastel y coñac de la boda, ¿verdad?

—Los hombres que reunimos para la plegaria acabaron con todo.

—¿Cómo se siente alguien que ha estado bajo el palio nupcial? De acuerdo con la ley judía, usted es un hombre casado.

—No fue más que una farsa.

—Una farsa como ésa puede terminar en un montón de chiquillos. Antes de conocer a Lipmann yo salía con un muchacho. Habíamos hablado de casarnos y pensábamos hacerlo pronto. Mi novio estudiaba en la universidad y pertenecía a una familia acaudalada. Era apuesto y, como suele decirse, un dechado de virtudes. Pero entonces Hertz Lipmann se cruzó en mi camino y supe de inmediato que entre Edek y yo todo había terminado. Con Lipmann nos entendimos al instante, sin necesidad de palabras. Ni siquiera estoy segura de que a eso se lo pueda llamar amor. No es mi tipo, en absoluto. Además es un hombre terriblemente serio, que vive por entero para la revolución. Ahora se ha ido a Rusia, pero si se hubiese quedado aquí, tarde o temprano habría terminado en la cárcel. No tiene el mínimo sentido del humor. Para él todo es negro o blanco, y yo soy lo contrario. Soy capaz de comprender cualquier punto de vista, incluso lo que siente un fascista, pero una misteriosa intuición me dijo que Hertz habría de ser mi marido. A la mañana siguiente, cuando Edek me llamó por teléfono, me preguntó con insistencia: «¿Qué pasa? ¿Qué es lo que anda mal?». Hasta el día de hoy ignoro qué fue lo que despertó sus sospechas. Por lo visto notó algo raro en mi voz. Más tarde, ese mismo día, nos encontramos y le dije: «Edek, otra persona ha ocupado tu lugar». Edek es un hombre alto, me saca una cabeza. Allí, de pie en la acera, rompió a llorar. Yo también lloré. La gente que pasaba nos miraba. Pensaban que veníamos de un funeral.

—¿Qué fue de él?

—Tres meses después se casó con una mujer rica.

—Ah.

—Sí, así es la vida.

—Sin duda hay alguna clase de fuerza que maneja el mundo. —No existe tal fuerza— replicó Edusha. —Todo es naturaleza, y no hay forma de escapar de sus leyes. Existió el feudalismo, luego llegó el capitalismo, y ahora es el tiempo del comunismo. Así de sencillo. Al cabo de un rato volví a mi habitación y me eché en la cama sin quitarme la ropa. Si se presentaba la policía no quería tener que vestirme en presencia de ellos.

Tres cosas habían hecho renacer en mí el deseo de vivir: el certificado que me llevaría a Palestina, haber encontrado una habitación y el matrimonio de conveniencia con Minna. Pero de pronto veía con claridad que mis esperanzas carecían de fundamento. La esperanza, pensé, es la espuela con la que los poderes rectores del mundo manejan a los hombres.

¿Cuántas veces había prometido solemnemente que me sometería por entero al destino? Me sentía culpable por haber quebrantado ese voto dejándome seducir por las migajas que el destino me arrojaba.

«Soy un cadáver —pensé—, un cadáver viviente. Si todavía sigo en este mundo es porque no quiero apenar a mis padres».

Una voz interior me dijo: «Si no quieres apenarlos, ¿por qué no les escribes?». Me incorporé, dispuesto a encender la luz, buscar tinta y pluma y superar la pasividad que me paralizaba desde hacía semanas. Sin embargo, algo me impidió levantarme de la cama. Una fuerza invisible mantenía mis manos atadas y me forzaba a apoyar nuevamente la cabeza en la almohada. Hasta para escribir una carta hace falta inspiración, y yo me sentía vacío por dentro.

Por fin conseguí levantarme y anduve a tientas en la oscuridad hasta que encontré mi mochila y saqué de ella una cuchilla de afeitar. La metí bajo la plantilla de mi zapato. No tenía la intención de languidecer en la cárcel, acusado de comunista. Si me arrestaban, me cortaría las venas con aquella cuchilla.

El teléfono sonó en el pasillo. Era Sonia.

—Así que ya te has olvidado de mí, ¿verdad? —dijo.

—No, Sonia querida —repuse—, no he dejado de pensar en ti ni un solo instante.

4

Pasaron varios días sin que apareciera ningún policía para arrestarme. Minna y yo habíamos solicitado finalmente nuestros permisos de salida. Cada vez que empezábamos una clase de hebreo, nos interrumpían. Meir Ahronson había encargado para su hija un equipo de viaje a la antigua usanza. Llegaban sastres para tomarle las medidas, y yo observaba a Minna mientras le probaban un vestido de seda, un vestido de terciopelo, un traje de novia blanco… Minna y Zbigniew Shapira planeaban una boda con palio según el ritual judío, apenas ella se divorciara de mí.

Mientras Minna se probaba ropa, yo echaba un vistazo a sus libros. También me permitió hojear su álbum de fotos. Vi a Shapira en toda clase de poses y con toda clase de expresiones: como estudiante, como oficial de caballería del ejército polaco, durante una cacería en Zakopane, en la que obtuvo un premio. Aún no había cumplido treinta años pero poseía innumerables talentos. Hablaba a la perfección ruso, polaco, alemán, francés e inglés. Era un distinguido atleta y había terminado sus estudios de ingeniería. Bailaba, tocaba el piano y estaba capacitado para alternar en cualquier círculo social. Minna llegaba incluso a alardear de las conquistas amorosas que había hecho su novio antes de conocerla, que incluían no sólo jóvenes judías de familias acaudaladas, sino también hijas y esposas de aristócratas polacos.

Minna se comportaba como si estuviera borracha. Repetía las palabras hebreas que yo le enseñaba, pero las olvidaba de inmediato. Cuando hablaba de Zbigniew Shapira parecía enajenada. En realidad, más que por enseñarle hebreo, me pagaba por escuchar sus interminables alabanzas. «¿Ha visto usted alguna vez un hombre más apuesto? ¿Acaso hay en su cuerpo un solo nervio que no sea perfecto? ¿No expresa su mirada nobleza, orgullo, inteligencia?». Ella, en cambio, había perdido el orgullo. Me sacaba de las manos la fotografía de Zbigniew y la besaba, me confiaba secretos íntimos.

Yo era testigo del cambio —o tal vez la destrucción— de un carácter. Sí, no había duda de que Minna se había entregado a su prometido. ¿Qué motivo tenía para esperar? La promesa de posible embarazo, pero él no se lo permitió. Sus enemigos habían formulado falsas acusaciones contra él y querían arrastrarlo por el lodo. Colegas en los que tenía confianza ilimitada le habían dado a firmar papeles que él había rubricado sin leerlos. Existía una conspiración en su contra, y si el escándalo salía a la luz sacudiría a Polonia entera.

Minna había efectuado un depósito a cuenta de los billetes de barco y yo había obtenido mi pasaporte interior. También había hecho un pago como reserva de mi pasaporte para salir del país. Barish Mendl, el gestor, hacía maravillas. Tenía contactos en todos lados, incluso en la ciudad donde vivía mi padre. Nada podía detener a ese hombrecillo. Le bastaba con levantar el auricular y hablar con un gobernador de provincia, con altos funcionarios de intendencias regionales, con el cónsul inglés. Sólo hablaba unas pocas palabras de polaco. Aunque al parecer nunca había estudiado gramática polaca, con sus declinaciones y conjugaciones, se las arreglaba para que lo que decía sonara importante, como si su dignidad no le permitiese pronunciar con claridad las palabras de esa lengua inferior. Sobornaba a medio mundo. Más de una vez le oí preguntar: «¿Qué marca de coñac es la preferida del señor conde? ¿Qué clase de medias usa su esposa?», guiñándome el ojo mientras hablaba.

Resignado como estaba, yo no podía dejar de observar a la gente con la que debía tratar. Barish Mendl era bajo de estatura; su mujer alta. Hablaba rápidamente y arrastraba las palabras. La escena se repetía en cada oportunidad: la esposa entraba para anunciarle que el almuerzo estaba servido y la sopa se enfriaba. Barish Mendl le indicaba con un enérgico movimiento de la cabeza que no estaba disponible, arrojaba el humo del cigarrillo en dirección a ella y gritaba algo en el teléfono. Sus cigarrillos estaban sobre una pila de papeles que cubrían la mesa, pero cuando buscaba un documento introducía el pulgar y el índice debajo del montón y sacaba exactamente lo que necesitaba. A veces se presentaba para pedirle dinero su hija, una estudiante de instituto vestida con un traje con ribetes de seda y medias negras. Mendl le tendía un fajo de billetes sin contarlos, y ella los recibía sin una palabra de agradecimiento. Sus oscuros ojos expresaban desdén. Yo sabía lo que pensaba: «Son un par de infelices judíos». La joven padecía la enfermedad del judío moderno: el odio a sí mismo. Incluso Minna, cuando alababa a Zbigniew Shapira, solía decir: «¿Sabe?, no tiene nada de judío».

No eran sólo los gentiles quienes odiaban a los judíos; la nueva generación de judíos los aborrecía del mismo modo. Saltaba a la vista que Minna se avergonzaba de su padre. Cuando él le hablaba, lo escuchaba con una sonrisa en la que se mezclaban la culpa y la lástima. Aunque entendía el yiddish, simulaba lo contrario. Y pese a que se disponía a viajar a Palestina, no perdía oportunidad de anunciar que todo el mundo la tomaba por gentil. Edusha parecía preocuparse por las masas judías, los zapateros, los sastres, los vendedores ambulantes, pero rechazaba el judaísmo y no se andaba con rodeos cuando hablaba del tema. «¿Qué es el judaísmo? Una reliquia del medievo. En la sociedad socialista no habrá judíos ni gentiles, sólo una humanidad unida». Compartía la posición de los comunistas judíos: «No necesitamos sinagogas ni casas de estudio. No necesitamos el idioma hebreo ni toda esa escenografía religiosa. La escoba de la revolución barrerá toda la basura tradicional».

Volví a encontrarme con Sonia. Sus viejos empleadores se habían ausentado para pasar unos días en una pensión de Otvotsk. Esa noche Sonia me invitó a ver una película basada en una novela de Victor Hugo. Aunque hacía años que había oído hablar de la existencia de cinematógrafos, era la primera vez que entraba en uno. Las imágenes bailaban ante mis ojos, y me costó entender lo que veía. Una especie de jorobado, ágil como un mono, trepaba por las torres de una iglesia. Los personajes se sacudían como si padecieran paludismo y movían los labios sin emitir sonido. Los músicos ejecutaban brillantes ritmos bailables de jazz americano. De pronto algo ocurría con el proyector y la pantalla se llenaba de chispas de luz que semejaban una lluvia dorada. Sentado en la penumbra, la perplejidad y el asombro me paralizaron.

Más tarde fuimos a la casa. Entramos a hurtadillas por el portón con mucho cuidado de que el portero no nos descubriera. Todas mis acciones eran clandestinas: me encontraba en una vivienda de desconocidos, comía su comida, me bañaba en su bañera y dormía con Sonia en la cama de su patrón, con cuyas mantas me abrigaba. Sonia trató incluso de que me pusiera el pijama de su anciano empleador. Ella, por su parte, se puso el camisón bordado de la dueña de casa y usó su perfume y su maquillaje en polvo. También se probó la ropa de aquélla: vestidos de seda y terciopelo, abrigos de pieles, bufandas, manguitos y anticuados sombreros de antes de la guerra adornados con plumas de avestruz.

Nos besamos, y cada vez que sonaba el reloj de la iglesia aguzábamos el oído. Tal vez los ancianos decidieran volver antes de lo planeado. Sonia se reía, pero tenía miedo, y dejó encendida una luz. El teléfono sonó dos veces. La primera vez era la dueña de casa, que quería saber cómo andaban las cosas. Sonia respondió que todo estaba en orden. La segunda llamada fue de un joven del pueblo de Sonia, un cortador de polainas. Sonia me dijo después que el muchacho había querido casarse con ella. Salieron juntos varias veces después de la comida sabática de la tarde, y al parecer él no conseguía olvidarla. Quedaron en verse al día siguiente en la tienda.

Todo se convertía en una fantasía: mi matrimonio con Minna, mi intimidad con Edusha, hasta mi viaje a Palestina. Era como si representásemos papeles en una comedia. Intenté demostrarle a Sonia que su negativa a entregarse a mí constituía una actitud hipócrita, pero me dijo:

—No eres más que un egoísta, eso es todo.

Sus patrones se quedarían a pasar el sábado en Otvotsk, de modo que no volví a mi pequeña habitación oscura en casa de Edusha, sino que pasé la noche con Sonia. Tampoco telefoneé a Edusha, ya que era posible que la policía hubiese intervenido la línea. En cambio, llamé a Minna para decirle que no me sentía bien. Puesto que todo era temporal, bien podía ser temporalmente libre. A la mañana siguiente Sonia fue a trabajar a la tienda, y yo me quedé en la cama hasta tarde. El teléfono sonó, pero no atendí. Di cuenta de la comida que Sonia me había dejado sobre la mesa de la cocina y me preparé una taza de té.

En un cajón encontré una postal en blanco y decidí enviársela a mis padres. «Queridos padres —escribí—, no os preocupéis. Todo va bien. Me han otorgado un certificado para viajar a Palestina, lo cual es una suerte extraordinaria. Allí trabajaré, y también estudiaré…». Les prometí que iría a verlos para despedirme de ellos, que sería un buen judío, y les juré amor eterno. No sabía si estaba mintiendo o si decía la verdad.

Me vestí y me puse a mirar por la ventana. Había nevado y se veían carámbanos colgando de los techos. Aquí y allá la helada había dibujado árboles y otras formas en los cristales de las ventanas. Abajo, en el patio, una mujer se inclinó sobre un cubo de basura del que sacó un trapo.

Una vez más me asombraba ante el misterio del universo. ¿Qué era el mundo que me rodeaba? ¿Quién hacía girar esa esfera sobre su eje? ¿Quién movía la Tierra alrededor del Sol? ¿Quién hacía que la sangre fluyera por mis venas y las ideas cruzaran por mi cerebro? Sentí que había un Dios. Un Dios que se ocultaba junto a mí, por encima de mí, dentro de mí, y por primera vez me pareció extrañamente cercano. Creía percibir Su infinita grandeza, Su eterno silencio, Su vasto poderío sobre un cosmos del cual era responsable y del que no podía apartarse ni por un segundo. Dios sostenía las riendas del universo como si fueran las de un caballo ingobernable que amenazaba a cada momento con arrancarse el arnés. Los ojos se me llenaron de lágrimas. «Querido Dios que estás en el cielo, perdóname».

Dios no respondió, pero me oyó. Como dicen los libros, el Señor había dominado Su ira, pero mi obstinación estaba debidamente registrada y no me libraría de un seguro castigo.

«Padre, muéstrate ante mí —imploré—. Permite que te vea por un instante. La desesperación me está volviendo loco». Sin embargo, Dios tenía cosas más importantes que hacer que dialogar conmigo, como por ejemplo conferir a cada copo de nieve su forma particular.

Me pareció oír la voz de Dios diciendo: «Aguarda, ten paciencia. Cada hombre tiene ante sí la eternidad».

5

El sábado pasó, los patrones de Sonia regresaron a Varsovia y yo volví a mi pequeña habitación. Aunque estaba descansado y había comido bien, me flaqueaban las piernas y creía ver pavesas ante mis ojos. Me tambaleaba al caminar, cual quien acaba de abandonar su lecho de enfermo, y veía las cosas como a través de una niebla. Tropezaba con los vendedores ambulantes y al cruzar la calle poco faltó para que un automóvil me atropellara. En casa de los empleadores de Sonia había encontrado en un estante un libro titulado Fantasmas vivientes, traducido del inglés. Lo leí casi de una sentada, hasta que se me cerraron los ojos. Al despertar, reanudé la lectura. El libro describía poderes cuya existencia yo conocía desde la infancia, pero de los que nunca me había atrevido a hablar. Mucho antes de nacer yo, diversos autores habían investigado misterios como la adivinación del futuro, la clarividencia, las premoniciones, los fantasmas. Madres muertas alertaban a sus hijos sobre un peligro, padres muertos revelaban el lugar donde se encontraba un testamento extraviado o el escondite de dinero o documentos. Hasta se sabía de animales muertos que habían regresado para decir adiós a sus queridos amos. Sí, existía un cuerpo astral capaz de abandonar el cuerpo físico y errar por calles y pueblos, y hasta cruzar los mares.

La lectura de ese libro me causó el efecto de una borrachera. Cuando Sonia me hablaba apenas si la oía. Mis sueños se poblaron de una extraña imaginería, de ambigüedades y actos secretos. Desperté con la cabeza llena de palabras y frases insólitas cuya procedencia y significado ignoraba. Después de esa lectura fascinante hasta Sonia cobró ante mis ojos un aspecto diferente. La presencia de semejante obra en casa de sus patrones, entre un montón de libros de cocina y novelas de Paul de Kock, era un hecho increíble. Pero comprendí que se trataba de la mano del destino. Si los panteístas estaban en lo cierto y todo era Dios, entonces nada en el universo era accidental. Millones de años atrás se había decidido que yo creyera ese grueso volumen que encerraba los secretos de la existencia. Causa y finalidad eran una y la misma cosa. Toda criatura, ya fuese un microbio o un serafín del séptimo cielo, tenía su misión. Me rebelé contra las ideas de Spinoza. ¿Por qué no podía Dios tener voluntad, designios, sentimientos? ¿Qué le impedía a un Dios de ilimitados atributos crear almas, premiar y castigar? ¿Por qué debía ser Dios una máquina ciega? En Él tenía que haber cabida para Satán, los fantasmas y los demonios.

En medio de la noche desperté a Sonia y nos unimos tumultuosamente intercambiando caricias desenfrenadas. Inventamos nuevas formas de ternura, infantiles y divertidas.

Después Sonia se marchó a su trabajo y yo volví a mi pequeño cuarto. De camino, vi en un portal a un ciego y le oí cantar una canción acerca del Titanic, que había naufragado unos diez años antes. Luego pasé por un mercado al aire libre. ¿Era posible que todas esas mujeres judías albergaran almas que habían transmigrado y vivido en épocas anteriores? Sí, esa vendedora de tomates machucados había sido en otro tiempo un hombre, un tirano, o tal vez un pirata. Y su castigo había consistido en reencarnarse en una verdulera de Varsovia. También yo, sin duda, había vivido muchas vidas y cometido enormes pecados.

Al llegar a destino eché un vistazo alrededor para asegurarme de que no había ningún policía de paisano, pero no detecté ninguno. Subí la escalera y llamé a la puerta. Edusha me abrió. Llevaba una bata y chinelas. Se asombró al verme.

—Pero ¿dónde se había metido? Creí que se había marchado a Palestina sin despedirse.

—Dios no lo permita; le debo dinero.

—¿Dónde ha estado? Probablemente se ha ido a vivir con su esposa ficticia.

—No, para nada.

—Bueno, pase. Alguien llamado Dov Kalmensohn le telefoneó. Quiere que lo llame.

—Oh…

—¿Dónde se había metido? —insistió—. Creía que era usted una persona tranquila.

—¿Qué noticias hay de Bella?

—Sigue en prisión. ¡Malditos cerdos fascistas! Pero existe alguna posibilidad de que la pongan en libertad bajo fianza.

La lectura de Fantasmas vivientes me había impresionado tanto que buena parte de mi timidez había desaparecido. Cuando Edusha me preguntó dónde había estado y qué había hecho, decidí contarle lo de Sonia.

—Para usted es un juego —dijo ella—, pero las mujeres se toman esas cosas muy en serio. No todas, por supuesto, no ha nacido el hombre que sea capaz de engañarme a mí. Conozco todas sus tretas.

Bebimos té y charlamos. Mi ausencia de varios días había servido para acrecentar nuestra intimidad. Después del té, nos sentamos en el sofá y Edusha empezó a regañarme por mi falta de formalidad. La rodeé con mis brazos, seguro de que se enfadaría, pero se limitó a dirigirme una mirada entre curiosa y divertida. Cuando la besé, me dijo:

—¿Por qué ha hecho eso? Conmigo no le dará resultado. Sonó el teléfono. Era Dov Kalmensohn.

—¿Dónde demonios estabas? —me increpó—. Ve de inmediato a casa de los Ahronson y después comunícate conmigo. Hay problemas.

—¿Qué ha sucedido?

—Date prisa. Ahora no puedo decirte nada.

Cuando subí la escalera y llamé a la puerta de los Ahronson, oí pasos pero esta vez nadie acudió a abrir. Esperé un momento y volví a llamar. Tras insistir varias veces, sonaron unos pasos vacilantes. Meir Ahronson, en bata y calzando unas viejas pantuflas, abrió por fin. Su palidez amarillenta le confería un aspecto enfermizo; llevaba la barba sin peinar y el gorro torcido. Me miró con la confusión de alguien a quien acaban de arrancar del sueño. No dio señales de reconocerme.

—Soy David Bendiger —dije.

—Bendiger, ¿eh? Bien, pase. Estoy en medio de un desastre.

El pasillo parecía extrañamente yermo. La enorme alfombra china había desaparecido, dejando a la vista el parquet gastado y polvoriento. También se habían esfumado la mesa y la silla donde me había sentado en mi primera visita.

—Ya ve usted lo que ha pasado —dijo Ahronson—. Se lo han llevado todo, me han dejado en cueros. Está escrito: «Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo me iré».

—¿Quién se ha llevado todo?

—Nuestros buenos polacos, los recaudadores de impuestos. Vinieron con dos camiones y vaciaron el apartamento. Sólo quedan las camas. ¡Qué monstruos! No conviene que usted visite a Minna en este momento. Le da vergüenza mostrar la cara. Me exigieron el pago de impuestos sobre ingresos inexistentes. Sostuve que no existían tales ingresos, y ellos aseguraron que sí. ¿Cree usted que saben lo que hacen? Autorizan a un par de párvulos gentiles a juzgar cómo llevo mis negocios. Yo digo «suelo» y ellos contestan «techo». Me obligaron a firmar un documento oficial que es tan falso como un ídolo. Hoy hicieron el inventario de mis muebles y mañana los subastarán. Es todo una burla. Lo único que quieren es librarse de los judíos.

—Lo lamento muchísimo. Me iré ahora mismo.

—Aguarde un momento. Le preguntaré a Minna si quiere verlo. Ahora usted y yo nos hallamos en el mismo nivel, entre los pobres.

Ahronson fue hasta la habitación de Minna, llamó a la puerta y entró. Vi abrirse otra puerta, por la que asomó la señora Ahronson, muy pálida y sosteniendo sus impertinentes. La puerta volvió a cerrarse de inmediato. Un momento más tarde reapareció Ahronson.

—Puede pasar —dijo.

Enseguida, murmurando y arrastrando las pantuflas, se dirigió hacia la habitación donde yo acababa de ver a la señora Ahronson. Llamé a la puerta de Minna sin obtener respuesta. Abrí y vi una habitación semivacía. Se lo habían llevado todo: alfombras, cuadros, muebles. Desparramados por el suelo había un catre de campaña y un montón de libros y manuscritos.

Minna estaba sentada en una silla de cocina, cerca de la ventana. Me miró de reojo. Esbozó una sonrisa y su rostro transmitió una suerte de exaltación, como la de alguien que ha perdido toda ambición, toda vergüenza. La palabra «Nirvana» acudió a mi mente.

—Puede acercarse —dijo Minna.

Di un par de pasos hacia ella. Minna me miró de arriba abajo y añadió:

—No sé dónde ha ido a parar el libro de vocabulario hebreo. De todos modos, no puedo seguir estudiando.

—Pues aprenderá el idioma en Israel.

—¡Ja! ¿Cómo dice la Biblia? «Quien siembra vientos, recoge tempestades». El judaísmo es absurdo, aquí, en Polonia, y en todas partes. Los polacos sólo tienen una meta: echar a los judíos.

—En Palestina se está escribiendo un nuevo capítulo.

—¡Ja! No lo creo. Ya no creo en nada. No somos un pueblo. No somos más que una banda de gitanos. ¿Por qué desapareció usted tan de repente? ¿Acaso se enteró de lo que sucedía aquí?

—Estuve enfermo.

—Mentira. Llamé por teléfono y la joven que contestó (¿cómo es que se llama?), me dijo que usted no había dormido en su habitación. ¿Qué estuvo haciendo con sus noches?

Permanecí en silencio.

—No se preocupe —continuó—. Usted es un hombre libre y puede hacer lo que le venga en gana. Por mi parte, lo único que deseo es marcharme de aquí lo antes posible. Mis padres morirán antes de que pase mucho tiempo, y no quiero estar aquí cuando eso suceda. Alguien se encargará de sepultarlos. Mi padre ni siquiera tuvo la sensatez de asegurarse un lugar en el cementerio.

—No se deje vencer por la desesperación, Minna. Las cosas saldrán bien, Dios mediante.

—Dios no existe. ¿Por qué se retrasan sus documentos para emigrar?

—Se ha producido una especie de aplazamiento.

—Sospecho que su gestor es un estafador. Demora las cosas para seguir sacándome dinero. Pero más le valdría sacarle dinero a un muerto. Ya no nos queda nada para vender. Será un milagro si el dinero nos alcanza para llegar a Constanza.

—¿Quiere que me vaya ahora?

—Aguarde un momento. No puedo ofrecerle un asiento. Haga una pila con algunos libros, ¿quiere? Hasta se han llevado mi retrato, los muy idiotas. ¿Y qué me dice de sus finanzas? Supongo que no debe de tener ni un groschen.

—Por favor, Minna, no se preocupe por eso.

—Ha llamado Kalmensohn y no he podido evitar decirle la verdad. Estaba escrito que tendría que soportar esta catástrofe antes de abandonar el país. Creí que echaría de menos Polonia, pero ahora la detesto. No veo la hora de escapar. A decir verdad, odio por igual a Palestina.

—¿Y qué es lo que le gusta?

—Zbigniew. Es al único a quien amo. Todas nuestras desgracias son culpa de mi padre. En cuanto a mi madre, cuanto menos se diga mejor será. ¿Qué le pasa? Parece que hubiera estado ayunando.

—No, como bien.

—¿Dónde? Hemos despedido a Tekla. No hay nadie para preparar té. Bueno, ya que quiere irse, hágalo. Pero no vuelva a desaparecer. Ahora, su certificado es mi única esperanza.

6

Salí al pasillo y allí estaba Meir Ahronson. Me acompañó hasta la puerta y me miró como si deseara confiarme algún secreto.

—¿Qué le ha dicho Minna? —preguntó en voz baja.

—¿Qué se puede decir? Estamos esperando mis papeles.

—Tal vez podría invitarla usted a salir un poco. ¿Por qué no la lleva a un café? Sea como fuere, por el momento sigue siendo su esposa «según las leyes de Israel».

—Ella no querrá ir a ningún lado conmigo.

—Se pasa el día sentada en su habitación, como si hiciese duelo por la destrucción del Templo. ¿A quién le importa que se hayan llevado las rejas de las ventanas? ¿Se las han llevado? ¡Pues muy bien! ¿Quién necesita más que un pedazo de pan, un vaso de agua, un lugar donde acostarse? He publicado un anuncio en los diarios ofreciendo habitaciones en alquiler. Tenemos tres desocupadas, y cuando Minna se vaya, también dispondremos de la de ella. Mi esposa y yo nos arreglaremos con la cocina y un dormitorio. Sólo nos interesa una cosa: la felicidad de nuestra hija. ¿Qué más nos queda? He tenido mi parte de lo que el mundo llama buena vida: viajes, cama caliente, trenes de primera clase, y cosas por el estilo. Nada de eso vale ni la pólvora que se necesita para hacerlo volar. Ahora ha llegado el momento de experimentar la pobreza. Tal como están las cosas, no hay un solo judío en Polonia que no vaya a perder su fortuna. Los polacos se adueñarán de todo. Eso es lo que quieren, y ni siquiera se molestan en disimularlo.

Me marché y fui en busca de Dov Kalmensohn. Subí la escalera y encontré todo tal como lo había dejado: los jalutzim, varones y mujeres, los bultos, los cajones, las colchonetas, las sogas. Se oía hablar yiddish, hebreo, polaco. Una joven le sacó el cigarrillo de la boca a un muchacho, dio una larga calada y volvió a ponerlo entre los labios de él. El muchacho, cuyo cabello era tan erizado que parecía de alambre, extrajo del bolsillo un clavo grande y lo colocó sobre la tapa de un cajón. Alguien le alcanzó un martillo. Una joven con gafas de cristales muy gruesos estaba sentada sobre una enorme bolsa, leyendo una carta.

Le pregunté a uno de los jalutzim si había visto a Dov Kalmensohn.

—Dov está aquí, allá y en todas partes —contestó.

—Hace un minuto estaba aquí —intervino una mujer con acento lituano.

En ese momento apareció Kalmensohn, cargado con una pila de documentos.

—Me alegra verte —dijo—. Ven conmigo.

Lo seguí hasta una habitación donde había un montón de revistas desparramadas por el suelo. Como en la anterior ocasión, Kalmensohn despejó una silla cubierta de papeles en desorden y me indicó que me sentara.

—Tal vez sepas lo que le sucedió a Meir Ahronson —dijo—. En realidad no es una novedad. Hace tiempo que está en la ruina. Nunca tuvo talento para los negocios. Después de la muerte de su hermano, todo se fue al garete. ¿Qué impresión tienes de Minna? Es una joven extraña.

—Hija única.

—Yo la conocí cuando estaba en su mejor momento. También conozco a Zbigniew Shapira.

—Minna habla de él como si fuera Dios.

—Una estudiante se suicidó por Shapira unos meses antes de que él abandonara Polonia. Se metió el cañón de una pistola en la boca y apretó el gatillo. Es un hombre que trae mala suerte a quien se relacione con él. Asimilacionista de alma y un timador de cuidado. No entiendo qué puede hacer en Palestina una persona como él. Minna trató de interesarse en temas de judaísmo, pero desistió. ¿Cómo marchan las lecciones de hebreo?

—No muy bien.

—El padre es un conocedor de la Torá, y en cambio la hija no parece judía. Pero ¿qué te ocurre? No tienes buen aspecto. En Palestina necesitarás estar fuerte. Oye, imagino que sabrás que ayudamos a nuestros jalutzim a ganar dinero de las maneras más diversas.

Lo que quiero decir es que muchos nos piden que les mandemos gente para trabajar y los jalutzim no rechazan ninguna tarea. En primer lugar, necesitan el dinero y, además, les conviene acostumbrarse a hacer toda clase de cosas. Si quieres ganar algo de dinero, te conseguiremos un trabajo; pero has de prometer que no lo rechazarás, sea cual sea. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Aunque me hagan barrer las calles.

—Muy bien. Hay una compañera que se ocupa de eso. Pregunta por Shoshana. El trabajo no te hará rico, pero cada groschen es importante.

Nunca hubiese creído que conseguiría arreglármelas, y sin embargo lo hice. Abrí la ventana y, de pie en el antepecho, me puse a limpiar los cristales con un trapo. Acababan de pintar las habitaciones del apartamento y en los cristales había manchas de pintura, que rasqué con un cuchillo. Cuatro pisos más abajo vi un patio angosto cuyo húmedo suelo de asfalto semejaba agua. Ya me dolía la cabeza, pero estaba decidido a no ceder a ninguna debilidad. Si los jalutzim podían hacerlo, yo también aprendería.

Sentía náuseas. Un fluido desagradable me llenaba la boca y me temblaban las rodillas. Una voz, la de mi madre, me advirtió: «Baja de ahí». El joven Binyomin, que limpiaba otra de las ventanas, fumaba un cigarrillo tranquilamente. Se sostenía del marco con una mano, mientras con la otra rascaba la pintura. De vez en cuando me lanzaba una mirada burlona. También él procedía de una familia de jasidim, pero había aprendido el oficio de carpintero a fin de ser útil en la tierra de Israel. Asimismo, le habían enseñado a manejar un rifle, para que llegado el caso se desempeñara como guardia. Binyomin había tratado de convencerme de que todos los infortunios de los judíos nacían del hecho de que consideraban «impuras» las armas. Si en los hogares judíos hubiera un fusil, un revólver, o por lo menos un cuchillo filoso, los pogromos no existirían. Binyomin tenía el cabello tan negro que casi parecía azul. En sus ojos oscuros siempre asomaba una sonrisa. Cantaba continuamente canciones en yiddish, hebreo y polaco, y a veces en ruso. También él tenía planeado un matrimonio de conveniencia con una joven a la que llamaba «mi mujercita», y había dejado a una novia en su pueblo natal.

Me aferré con tanta fuerza al marco de la ventana que empezó a dolerme la mano. Seguí rascando y rezando: «Padre que estás en los cielos, sé que no merezco tu compasión, pero por favor no permitas que muera de este modo». Juré que daría limosnas a los pobres. Cuando terminamos de limpiar los vidrios, nos pagaron, tras lo cual ni compañero me llevó a un restaurante donde servían comidas baratas. Al igual que yo, estaba a la espera de sus documentos, pero su situación era peor que la mía, pues para eludir el servicio militar había renunciado a la ciudadanía polaca. Pese a ser provinciano, conocía Varsovia mejor que yo. Tenía toda suerte de contactos y podía conseguir entradas sin cargo para los teatros yiddish y ropas gratuitas que distribuía una organización judía. «Oye, amigo, el jalutz tiene que adaptarse —solía decir—; de lo contrario, va listo».

Comprendí que su adaptabilidad no era una cuestión de estrategia, sino que nacía de una especie de desenfado con el que alguna gente nace. No paraba de contar historias sobre su pueblo, su organización, sus padres, sus hermanos y hermanas, su novia, Basha, que también militaba en el Jalutz. Si Basha hubiera tenido dinero para el viaje, Binyomin no se habría visto obligado a ir a Palestina con una esposa ficticia. Pero daba igual, mandaría a buscar a Basha. ¿Cómo iba a ser de otra manera? Se habían jurado amor eterno.

Pasamos ese día juntos. Por la noche Binyomin me llevó a una reunión de jóvenes que vestían camisa de cuello abierto. Las muchachas llevaban el pelo corto y cadenitas con la Estrella de David en torno al cuello y fumaban cigarrillos. Uno de los jóvenes acompañaba en la mandolina a una chica que entonaba una canción hebrea.

Un joven pálido de barbita rubia pronunció un discurso. «¿Hasta cuándo seguiremos soportando nuestro exilio? ¿Hasta cuándo seguiremos siendo huéspedes indeseables en la mesa de extraños? Nadie puede negar que después de ochocientos años aún somos ciudadanos de segunda clase en Polonia. La mayoría de los judíos de este país ni siquiera sabe hablar el polaco correctamente. ¿Es eso normal? Debemos convertirnos en una nación igual a las demás naciones. Tenemos una tierra, la tierra de Israel. Tenemos una lengua, y esa lengua es el hebreo». El orador se mostró de acuerdo con Max Nordau en la necesidad de enviar a Palestina a cien mil judíos. Atacó a Weizmann por su actitud complaciente. Denunció que Inglaterra había transformado la Declaración Balfour en una burla. Citó a Jabotinski y señaló un retrato de Iósiv Trumpeldor.

Más tarde todos cantaron el Hatikva y Allá, en la Tierra. Si bien yo estaba de acuerdo con cuanto se decía en la reunión, me sentía fuera de lugar. «¿Cómo es posible? —me dije—. Debo sentirme parte de algo». Me dolían las manos y las rodillas. ¿Estaría enfermando? ¿Tendría fiebre? Me llevé una mano a la frente y me pareció que ardía.

Binyomin se acercó y dijo:

—¿Qué te parece el grupo? Son buena gente. Ven, te presentaré a mi «mujercita».

Me cogió del brazo y me condujo a otra habitación en la que dos muchachas estaban sentadas en un banco. Una era de baja estatura y espesa y rizada cabellera. Tenía un libro en el regazo: Introducción a la biología. Apoyada contra ella había una mujer más alta, de rostro vivaz, nariz pequeña, ojos oscuros y cabello cortado a la garçon. Sostenía un cigarrillo entre los labios y consultaba un diccionario polaco-hebreo. Llevaba un lápiz detrás de la oreja.

—Tsila, éste es David Bendiger —me presentó Binyomin—. Nos pasamos el día lavando cristales a cinco pisos de altura. Y esta camarada se llama Yehudit —añadió señalando a la joven más baja, la que estudiaba biología. Evidentemente, la más alta era su «mujercita».

Quitándose el cigarrillo de la boca, Tsila dijo:

—No tienes el aspecto de alguien capaz de lavar ventanas.

Binyomin sonrió y un brillo divertido iluminó sus ojos al comentar:

—Las mujeres poseen un instinto…

Alguien le avisó que lo llamaban por teléfono. Binyomin se marchó y, al regresar al cabo de varios minutos, su expresión era más alegre que nunca. Con un aire maligno y de triunfo a la vez, dijo:

—Bueno, amigo, si pensabas volver a tu casa esta noche, tendrás que cambiar de planes.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué ha ocurrido?

—Acaba de llamarme Shoshana. Nos mandan a hacer otro trabajo.

—¿Qué clase de trabajo?

—¡Cuidar un cadáver!