1
Estaba claro para mí que no debía endeudarme con esas mujeres, pues no tenía la menor posibilidad de devolverles el dinero. Me retiré a mi habitación y me quedé dormido enseguida. La noche anterior, que había pasado con Sonia, casi no había pegado ojo. Nos despertábamos a cada rato, y cuando eso ocurría nos abrazábamos. Ahora, solo en mi propia cama, caí en un sueño profundo y soñé que mi padre y yo estudiábamos un texto en el que se daban las normas para la salazón de la carne. En la introducción se hacía referencia a una obra antigua, Así habló Mordejai. En mi sueño ese texto se transformaba en un ser viviente, un hombre que explicaba las cosas y que por alguna razón estaba irritado conmigo. Vestía un caftán de terciopelo cuyos faldones arrastraban por el suelo, y un sombrero de piel de copa alta. La barba rubia le llegaba a las rodillas.
Edusha me despertó. Me pareció que se había cambiado de ropa y tenía las mejillas encendidas. Oí la voz de un hombre, evidentemente una visita.
—Si duerme ahora, ¿qué hará por la noche? —me preguntó Edusha—. Venga a comer con nosotros. La cena está lista. —Daba por sentado que yo ya formaba parte de la casa.
La perspectiva de enfrentarme con el visitante me intimidaba. Un destello en los ojos de Edusha me reveló que en aquella sala —si el nombre le correspondía— yo había sido el tema de una conversación divertida. Había cometido una tontería: no debería haberles confesado que era escritor.
Me incorporé, presa del malestar interior —y exterior— que provoca el dormir con la ropa puesta. Con voz algo ronca le di las gracias a Edusha y prometí que me reuniría con ellos de inmediato.
—La avena se enfría —me advirtió, y salió de la habitación.
De modo que habían cocinado avena para la cena. Me enderecé la corbata, ajusté mis tiradores flojos y me arreglé con las manos la pelirroja cabellera. En el espejito rajado que colgaba de la pared vi la imagen de un hombre pálido con el cuello de la camisa arrugado. Procuré alisar y acomodar mi ropa y salí al pasillo, donde oí reír al desconocido. Me sonó como la risa artificial de quien se propone ser gracioso. Esa clase de hilaridad me asustaba.
Al abrir la puerta vi que el visitante era un hombre joven de cabello rizado, que tenía puesta una camisa negra tejida en los bordes, al estilo de los revolucionarios rusos. Su rostro poseía la belleza blanda de una niña bonita, y en su mirada detecté una especie de frivolidad femenina. Me estudió con una sonrisa burlona en los labios.
—Éste es Susskind Eijl —dijo Bella—, y éste es nuestro nuevo inquilino. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Bendiger, David Bendiger.
—Bendiger, ¿eh? ¿Por qué no Kallisher, o Berditchever? —bromeó Eijl, tendiéndome la punta de sus dedos. Su tono y sus modales decían a las claras que se consideraba a sí mismo un personaje importante. Su rostro expresaba ora ironía, ora agudeza, ora envidia. Tuve la impresión de que imitaba a alguien. Sentado a la cabecera de la mesa, sostenía entre los labios femeninos un cigarrillo que parecía despedir humo por voluntad propia. En el extremo opuesto de la mesa había un plato con gachas de avena, media hogaza de pan, mantequilla, queso y cubiertos. Se trataba de mi cena. Di las gracias y me senté.
Pensé que debía lavarme las manos. Mi padre solía decir que durante el sueño desciende sobre las personas un espíritu maligno cuyo nombre es Jetuma, y que por eso debemos lavarnos las manos al levantarnos de dormir. Pero temí que ese sujeto volviera a soltar su vulgar carcajada en cuanto le diese la espalda.
—Camarada Bendiger —dijo Bella—, ¿puedo llamarlo camarada?… Susskind Eijl es un famoso poeta. Muéstrele sus escritos. Si son buenos, él los publicará.
Eijl aplastó el cigarrillo en el cenicero y preguntó:
—¿Qué escribe usted? ¿Las memorias de su futuro?
Las dos mujeres se echaron a reír.
—Usted y sus bromas —lo amonestó Bella—. Éste es un joven serio. Escribe sobre Spinoza.
—¿De veras?
—Es un ensayo, un comienzo —tartamudeé—. No es una obra madura.
—¿Y por qué no lo ha dejado madurar? Un ensayo es como una manzana; no hay que arrancarlo del árbol antes de tiempo, pues se corre el riesgo de que esté agrio. O tal vez a usted le gusten los ensayos agrios.
—Coma, coma —me alentó Bella—. A nuestro amigo le divierte mofarse, pero sin mala intención. A la edad de él —agregó señalándome— es imposible producir una obra madura. Pero si yo fuera directora de un periódico, publicaría esos trabajos juveniles. Ver cómo se desarrolla el intelecto resulta fascinante. Pensemos por ejemplo en los poemas tempranos de Byron. Eran un tanto torpes, en modo alguno geniales, y sin embargo en ellos se percibía al futuro Byron, con todos sus climas emocionales y sus caprichos estilísticos.
—Usted piensa así porque Byron llegó a ser Byron, Bella. Diez mil pobres diablos querían ser como él y no pasaron de pobres diablos frustrados. Tal vez sea preferible esperar un poco hasta ver qué es lo que emerge.
En ese punto Eijl hizo a Bella un guiño significativo y dio una calada a su cigarrillo. Miró hacia abajo parpadeando, como si estudiase su escultural nariz.
Aunque las gachas tenían salsa en abundancia, comí sin ganas. El sarcasmo de Eijl me asustaba.
—Yo no publicaría un trabajo que no estuviera maduro —declaré.
—¿No? Pero ¿y si el pueblo lo reclamara? ¿Qué pasaría si la gente gritara: «Queremos el ensayo de Bendiger. No nos iremos hasta que nos lo muestren en negro sobre blanco»? ¿Qué haría usted entonces? Recuerde el dicho según el cual el reclamo del pueblo es como el reclamo de Dios. Y estoy seguro de que no querrá usted enemistarse con Dios.
—Qué razonamiento enrevesado —dijo Bella—. No se crea en la obligación de contestar. Este hombre tiene ideas demenciales.
Me di cuenta de que Susskind Eijl estaba decidido a hacerme aparecer como un imbécil ante las dos mujeres. Deseé replicar de modo mordaz e ingenioso, pero no di con las palabras adecuadas.
—Hablar de esto carece de sentido —dije—. La posibilidad de que ocurra algo así es demasiado remota.
—Se equivoca; puede ocurrir en cualquier momento. La humanidad necesita un ensayo sobre Spinoza. En especial sobre Spinoza y la Cábala. En su opinión, ¿es Spinoza un cabalista?
—La Cábala ejerció una gran influencia sobre su obra.
—Por lo que sé, no fue un místico, sino un racionalista.
—Creía en la intuición.
—La intuición y el misticismo son dos cosas completamente distintas, camarada… eh… Bendiger. Los grandes pensadores y los grandes creadores se valen a menudo de la intuición, pero el místico confía en apoderarse de Dios cogiéndolo por las solapas de raso de su abrigo, o pretende hacer manar vino de la pared. Tuve ocasión de hojear un libro de Jacob Boehme y llegué a la conclusión de que su nombre estaba mal escrito; el nombre correcto debía ser Jacob Baheime, es decir Jacob el estúpido.
—Creo que ni siquiera Lenin tiene el monopolio de la verdad —repliqué, asombrado y un poco asustado por mis propias palabras.
Susskind Eijl soltó una risotada. En la expresión de sus ojos percibí una mezcla de burla y desconcierto.
—Muy bien —dijo—, entonces escriba otro ensayo titulado «Lenin y la Cábala». Haga notar lo mucho que ha influido en usted el rabí de Gur, o algún otro alfeñique. Hay un mercado negro para esa mercadería. Hasta Los protocolos de los sabios de Sión cuentan con un buen número de lectores.
—Vamos Susskind, no se enfade —lo conminó Bella alzando un dedo admonitorio—. Al fin y al cabo, no es más que un muchacho, un niño casi.
—También Denikin y sus hordas de bandidos eran poco más que niños. Y si de veras es usted un ingenuo, permítame señalarle que para el hombre contemporáneo sólo hay dos posiciones posibles: de un lado de la barricada, o del otro. En nuestro tiempo la neutralidad no existe. Ni la patria, ni ningún otro invento por el estilo. El que no está con Lenin, está con Mussolini y con Pilsudski. Con Lloyd George, MacDonald y el resto de la basura fascista. Me identifico más con cualquiera de ellos que con esos artistas puros y venerables, habitantes de las esferas superiores, que no tienen idea, pobrecillos, de lo que está ocurriendo aquí, en esta tierra pecadora.
—¡Bravo Eijl, así se habla! —exclamó Bella, aplaudiendo.
—No considero fascista a mi padre —dije—, y tampoco creo que el suyo lo sea.
—Ignoro quién es su padre, pero el mío es un pobre hombre engañado, víctima de un sistema bestial. Por supuesto, no empuñará un arma para matar obreros, pero no lo hará, sencillamente, porque jamás tuvo un arma en la mano e ignora por completo cómo se dispara. Si otro se encargara de apretar el gatillo, mi padre diría: «Es la voluntad de Dios», tras lo cual aprobaría la matanza asintiendo piadosamente con la cabeza.
—El padre del joven es rabino —intervino Bella.
—Conque rabino, ¿eh? Ya vimos cómo el rabino de Iekaterinoslav le ofreció el pan y la sal al zar Nicolás. Se inclinó ante él como si hubiera estado recitando la plegaria Modim Anajnu en la sinagoga. Todos los sábados se celebraba en las sinagogas un servicio de Mi Shebeiraj, no sólo para el zar sino para el tío de éste, su esposa y toda su parentela. Habrían bendecido a Rasputín y desfilado sin vacilar ante él llevando en procesión la Torá, de haber creído que eso serviría a sus fines.
—¿Y qué pasa con los que no eligieron ni a Lenin ni a Mussolini? ¿Deberían suicidarse?
—No tendrán necesidad de nada semejante.
—¿Significa eso que las tres cuartas partes de los habitantes del planeta han de morir porque no creen en Lenin?
—En el conflicto actual cada uno tendrá que encontrar su lugar. Cuando llegue la revolución, los obreros de Alemania, Francia, China y la India no se meterán en un agujero, ni escribirán ensayos sobre Spinoza y la Cábala. —Eijl volvió a soltar una de sus características risotadas, que parecían bufidos.
—¿Qué conseguirían los judíos con la revolución? —pregunté—. La mayoría de los judíos no son obreros, y entre nosotros no hay campesinos. Según Lenin, todos somos pequeñoburgueses, oficinistas, simple basura para la revolución. ¿Por qué habríamos de luchar para contribuir a nuestra propia destrucción?
—¿A quién se refiere usted? Los obreros judíos tienen los mismos intereses que las masas de aquí y de allá. Y todos esos mercaderes, contrabandistas e inútiles que llenan las sinagogas significan tan poco para mí como la nieve que cayó el año pasado. Si son incapaces de encontrar la manera de servir de algo aquí, en esta tierra, más les vale irse con Dios. Él los protegerá. Siempre lo ha hecho: los protegió contra Jmielnitzki, contra Petliura. Es un buen Dios, sobre todo con los pequeños judíos piadosos.
Eijl dio una calada a su cigarrillo, pero se le había apagado. Le guiñó un ojo a Edusha. Era evidente que estaba irritado consigo mismo por haberse enredado en una discusión con un muchacho provinciano.
—Coma, camarada Bendiger —dijo Bella—. No se acalore. Usted es joven todavía y tiene mucho tiempo para pensar en estos asuntos. También en Palestina hay capitalistas y obreros, y a fe mía que no será usted uno de los primeros.
—Tampoco seré comunista.
—Bueno, algo habrá de ser, eso está claro. La historia depara sus propias sorpresas. Pero una cosa es segura: la avena caliente es más sabrosa que la fría. Hasta un capitalista convendrá en ello.
2
Llegaron otras visitas y me retiré a mi habitación. Me desvestí y me acosté, pero de inmediato me atacaron las chinches. Recordé un aforismo de Otto Vaninger: «Dios no creó a las chinches». ¿Quién lo hizo, entonces? Y ¿quién creó a los crueles, los alucinados, los locos? ¿Quién creó a Petliura, a Dzerzhinski, a los ladrones, los bandidos, los asesinos?
Había apagado el mechero de gas y no tenía una cerilla para volver a encenderlo. De la otra habitación me llegaban voces y risas. Advertí que se habían embarcado en una discusión literaria. Oí mencionar varios nombres: Blok, Maiacovski, Lunacharski, Esenin. Por lo visto Eijl había recitado uno de sus poemas, porque lo aplaudieron.
«¿Por qué no eliminan las chinches en vez de ofrecerle al mundo una revolución?», me pregunté. En 1917 yo había estado del lado de los revolucionarios. Me alegró el derrocamiento del zar Nicolás y la caída de Purishkevich. Pero en 1920, cuando los bolcheviques ocuparon Byaledrevne durante unos días, fui testigo de lo que hicieron. Mataron a varios judíos. Nombraron comisario a un vagabundo. Jóvenes comunistas destruyeron imágenes sagradas en la iglesia polaca e instigaron a los campesinos a cometer actos de violencia. Mi tío Gabriel, el rabino, se salvó por los pelos de ser fusilado. Los revolucionarios se mostraron tan arrogantes y cometieron tantas atrocidades que la ciudad dio gracias a Dios cuando retornaron los soldados polacos, aunque también ellos se habían ensañado con los judíos. La mayoría de los comunistas abandonaron el pueblo junto con el Ejército Rojo; algunos fueron encarcelados, y uno de ellos ejecutado en la horca. Al cabo de un par de días su padre murió de un ataque cardiaco.
Ya era bien entrada la noche cuando las visitas se marcharon, pero al parecer Susskind Eijl se quedó. Los oí susurrar y percibí su risa asordinada en la otra habitación. Allí no había más que una cama y un sofá, por lo que supuse que dormiría con Bella.
«Todos tienen ansias de sangre —pensé—, las chinches, los comunistas, los fascistas». En los últimos tiempos me había hecho pacifista. Había leído a Tolstói, a Ferster, a Nogdehn, y hasta coqueteé con la idea de hacerme vegetariano. Y bien, ¿qué había que hacer con las chinches, las pulgas, los piojos? ¿Qué ocurriría si los animales salvajes se multiplicaban, como había sucedido en la India, y los tigres devoraban niños? Y ¿qué actitud había que adoptar con los países que atacaban a sus vecinos más débiles?
Mi propia vida se presentaba sombría, tanto en lo personal como en lo ideológico. Me había peleado con mis padres y con mis parientes.
Permanecí tendido en la cama y dejé que las chinches me picaran. Imaginé a Susskind Eijl quitándose la ropa y haciéndole el amor a Bella delante de Edusha, acostada en el sofá. Y quién sabe si no se estaba preparando para una orgía con las dos. Recordé lo que solía decir mi padre: «Hoy te pones una corbata y mañana pecas con una mujer. Una vez que empieces a imitar a los gentiles no pasará mucho tiempo hasta que seas igual a ellos».
Mentalmente respondí: «Sí, padre, desde tu punto de vista tienes razón. Pero tú lo basas todo en la premisa de que cada palabra de la Torá, de la Gemará, del Shulján Aruj, fue dada a los hombres en el monte Sinaí. Y si eso resultara no ser cierto, la estructura entera de tu pensamiento se derrumbaría. ¿Sobre qué base puedo construir yo? ¿Sobre el método geométrico de Spinoza o sobre los comentarios de Immanuel Kant? ¿Sobre las frases de Nietzsche? Dios mío, me encuentro a la deriva en un mar insondable. Física y espiritualmente a la deriva».
Me quedé dormido y desperté por la mañana cubierto de sudor, apesadumbrado y con el cuerpo acribillado por las chinches. «Aquí no hay aire —murmuré—, me asfixio». Salté de la cama y abrí la puerta que daba al pasillo. Oí ronquidos procedentes de la sala. Roncaban los tres: Susskind Eijl, Bella, Edusha. De pie en medio de la oscuridad, vestido únicamente con mi camisa, respiré el aire que olía a gas y ropa sucia.
No había una sola ventana abierta. Todos inhalábamos veneno. Volví a acostarme.
Edusha vino a despertarme un rato más tarde. Llamó a la puerta, y sin darme tiempo a responder entró y encendió la luz. Calzaba pantuflas y el borde de su camisón asomaba por debajo de la bata. Tenía aspecto de haber dormido bien e irradiaba una frescura virginal, cálida y deseable.
—¡Lo he despertado! —exclamó.
—No, no dormía.
—Le hemos preparado el desayuno. Son las diez. ¿Cómo ha pasado la noche?
—Bien.
—Tengo que limpiar la habitación. Cuando Stanislas Kalbe se marchó, dejó todo hecho un asco. Ah, los hombres, qué criaturas sucias. Si no fuese por nosotras, las mujeres, no sé cómo se las arreglarían.
—¿El poeta vive aquí? —pregunté sin saber bien qué decía, o por qué.
—¿Eijl? ¿Cómo se le ocurre? Se fue anoche. Estuvo con nosotras hasta las tres. Así es él. Un tipo interesante, de enorme talento. Sin embargo, más vale no discutir con él. Se lleva bien con mi tía, pero no soporto a la gente tan arrogante. Es poeta, ¿y qué hay con eso? Los poetas también son de carne y hueso, ¿o no?
—Claro que sí.
—Usted, en cambio, es demasiado introvertido. Ya que sólo vivimos una vez, me parece que hay que disfrutar de la vida todo lo posible. ¿Qué sentido tiene plantearse tantas preguntas? Lo único que se consigue es perder un día más.
—¿Qué clase de mujer es su tía?
—Oh, Bella también es un caso interesante. Quiere imponerse por encima de todo y de todos. Estuvo casada, pero se divorció. Su marido era un jasid. Discípulo de… ¿Cómo se llama…? El rabí de Solokov. Mi tía echa de menos a su hijo, que vive con el padre. No mencione ni una palabra de esto. Ella misma se lo contará. No quiere que lo haga yo. La pone fuera de sí. Pudo haber hecho un buen matrimonio. Tuvo pretendientes ricos, pero desprecia el dinero. A decir verdad, yo soy igual. Si alguien me gusta, no me importa que sea un mendigo.
—¿Su novio lo es?
—¿Lipmann? Bueno, sólo es un decir. Los padres de mi novio son muy piadosos. Él estudió derecho, pero no quiere ser abogado. Se trata de una larga historia. Lo que le digo es muy reservado, y espero que no lo divulgue. Lipmann viajó a la Unión Soviética por un par de meses. Cuando regrese, nos casaremos. Pero no me mal-interprete cuando hablo de casamiento. Yo no necesito la bendición de ningún rabino, y él menos aún. Alquilaremos un apartamento y viviremos juntos.
—¿Y qué hará en la Unión Soviética?
—Es un hombre muy instruido, muy activo. Dictará un curso y dará conferencias. Yo iba a acompañarlo, pero a último momento tuvo que cambiar de planes. Y ahora estoy aquí, sola. Pero no importa, eso no perjudicará a la revolución. Además, ¿qué son unos pocos meses? Pasará el invierno, y para cuando llegue la primavera él habrá regresado. Allí estará demasiado ocupado y no le quedará tiempo para otras mujeres. Y si no es así, ¿qué más da? El hombre es como una abeja, siempre en busca de otra flor donde libar. Ésa es su naturaleza. Y la flor, por su parte, brinda su néctar a toda abeja que se le acerque. —Un brillo risueño iluminó los ojos de Edusha, quien prosiguió—: Vaya a la cocina a higienizarse y después venga a desayunar. Si piensa vivir con nosotras tendrá que comer. No permitiremos que un joven como usted vaya a un restaurante, donde le cobran el doble y la comida ni siquiera es fresca. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿Quién es la mujer que viajará con usted?
—Es hija de un hombre que en otro tiempo fue rico. Tiene un novio en Palestina y quiere reunirse con él.
—Comprendo. Usted se casará con ella y después se divorciarán.
—No es más que una formalidad.
—Tenga cuidado. A más de uno lo han atrapado de esa manera. ¿Cómo es ella? ¿Una vieja solterona?
—No es vieja.
—¿Y por qué el novio no manda llamarla?
—Supongo que no puede hacerlo.
—Hay algo en todo eso que no está bien, pero no es asunto mío. Aunque no me intereso tanto por los problemas sociales como mi tía, mantengo los ojos bien abiertos y sé quién es quién. El proyecto sionista no es más que una estafa, una fantasía estéril. ¿Qué hará usted en Palestina? Una amiga mía, una chica encantadora, y rica, además, emigró a ese país. Se le metió en la cabeza que quería ayudar a los judíos a convertirse en un pueblo productivo, y tonterías por el estilo. La pusieron a trabajar en el campo. El calor era tan atroz que los pies prácticamente se le calcinaron. Para colmo, enfermó de malaria. Después uno de los jalutzim empezó a cortejarla y, ni corto ni perezoso, la dejó embarazada. Enseguida desapareció, el diablo sabe dónde. Mi amiga regresó a Varsovia dejando al niño en Palestina, pero no tardó en empezar a añorarlo. Una noche vino a verme y me dijo: «Edusha, hazme una trenza. Quiero estar bonita mañana». No había adoptado la moda del pelo corto, y la cabellera le llegaba a la cintura. Le hice dos trenzas y conversamos un rato. Luego nos despedimos con un beso y ella volvió a su casa. A la mañana siguiente sonó el teléfono. Ana, esa mujer que era como una rosa, se había envenenado.
—La gente también se envenena en Rusia.
—Oh, no. Allá la vida tiene sentido. Vaya a lavarse.
Edusha salió de la habitación. Vacilé en ir a la cocina, pues no tenía pijama, ni bata, ni pantuflas. Finalmente me animé a hacerlo. Me lavé lo más rápido que pude, me vestí y me dirigí a la habitación que hacía las veces de sala, comedor y dormitorio.
¡Qué extraño! Las dos mujeres estaban esperándome, lo que provocó que me sintiese incómodo. Para empezar, yo no tenía la menor idea de cómo iba a pagarles por la comida. Además, ¿por qué debían esperarme para desayunar? Se me ocurrió que lo que estaba en juego era algo más que generosidad: había un elemento de dependencia. Por lo visto esas dos mujeres no soportaban estar solas. Siempre, de noche y de día, necesitaban a alguien a su lado. Todo eso se vinculaba con la situación de la humanidad contemporánea, con el colectivismo y con la idea de que las personas eran meras piezas de una enorme maquinaria.
En la mesa, Bella y Edusha hablaron de toda clase de encuentros izquierdistas: mítines, manifestaciones y marchas. Era obvio que leían todos los periódicos de Varsovia, pues sabían qué había dicho cada diputado en el parlamento.
Hablaron de los teatros de Varsovia, de cantantes y conferenciantes a quienes habían escuchado últimamente en la radio. Hablaron de sucesos que habían tenido lugar en Berlín, París, Londres, Moscú… y hasta Pekín y Manchuria, como si hubiesen ocurrido a la vuelta de la esquina. En la expresión de sus ojos percibí a un tiempo orgullo y servilismo. Cuando pronunciaban las palabras «Rusia soviética» les brillaban los ojos, como si hablar de ese tema sin fervor constituyese un pecado.
Bella probó un trozo de pan, bebió un sorbo de café y fumó un cigarrillo. Soltó tres anillos de humo y dijo:
—Todo acabará patas arriba. La revolución lo seguirá a usted a Palestina…
3
Pasaron varios días. Vi a Sonia y le hablé de la señorita Minna y de la pequeña y oscura habitación a la que me había mudado. Los sábados, la tienda en la que Sonia trabajaba vendiendo ropa de mujer estaba cerrada, y ella era libre de hacer lo que le apeteciera. Como estaba nevando fuimos a tomar un café cerca del puente de Carlos.
Sonia me formuló serias quejas. ¿Por qué no le había contado yo lo del matrimonio de conveniencia? Ella misma habría viajado a Palestina conmigo. ¿Cuánto tiempo más trabajaría como empleada en aquella tienda? Todos los clientes eran mujeres, de modo que no existía oportunidad de conocer a ningún hombre. En Palestina había pocas mujeres y sería fácil casarse. Además, Sonia amaba la vida al aire libre, los campos y los bosques, las pequeñas aldeas. ¿Qué tenía de bueno andar por las calles de Varsovia? Sólo servía para aturdirse, para fatigarse hasta el agotamiento.
—No te verías obligado a conservarme a tu lado como esposa —declaró—, yo te devolvería tu libertad.
—No puedo dejar en ridículo a la señorita Minna. Por otra parte, el hombre que llevó a cabo la gestión fue su profesor de hebreo, y consiguió el certificado para ella, no para mí. Si no cumplo mi palabra, no habrá certificado.
—¿Y qué será de mí? Me despierto en mitad de la noche y no logro volver a dormirme. Pienso en mi vida, en lo triste que es todo.
—Yo te llevaré a Palestina.
—¿Cómo? No, me olvidarás, lo olvidarás todo. Te marchaste para trabajar como maestro y nunca escribiste, aunque prometiste que lo harías. Pero no lo hiciste. Cuando llegues a Palestina ni siquiera recordarás que en alguna parte existe una Sonia.
Quise pagar el café, pero comprobé que sólo tenía unas cuantas monedas sin valor. Ni siquiera me alcanzaban para coger el tranvía. Sentí sobre los hombros todo el peso de las acusaciones de Sonia.
De alguna manera, yo la había usado. Me había ayudado en mi peor momento, y de no ser por ella yo estaría solo y perdido.
Recordé que la señorita Minna me había tratado igual que la esposa de un noble a un judío de la corte. Yo le enseñaba hebreo, pero ella se burlaba de mi polaco deficiente. Se disponía a casarse conmigo y había solicitado los papeles necesarios, pero me trataba con desdén. No hacía más que corregir mis modales, indicándome cómo sentarme, cómo comer, cómo saludar a la gente. En el barco compartiríamos un camarote, pero me advirtió que tendría que buscarme otro lugar para pasar la noche. A veces me hablaba seriamente, pero de pronto, como si recordara quién era yo, abandonaba su tono respetuoso.
No tardé en advertir que mi aspecto y mi comportamiento la incomodaban. Yo estaba resfriado, me sonaba la nariz a cada rato…, y no tenía suficientes pañuelos. Había comprado una maquinilla de afeitar con cuchillas de recambio, pero cada vez que me afeitaba me cortaba la barbilla. Enviaba mis camisas a un lavadero, pero el dinero no me alcanzaba para que las plancharan.
Y allí estaba Sonia, sentada frente a mí, airada, con la expresión de una mujer que no podía seguir conmigo pero tampoco se decidía a marcharse de mi lado. «¿Es esto amor? —me pregunté. Y respondí—: No, es soledad».
Permanecí un rato en silencio, absorto en mis ensoñaciones. Encontraría un tesoro que me permitiría saldar mi deuda con Sonia y con cuantos alguna vez me habían hecho un favor. Pensé en la novela que escribiría acerca de la situación por la que pasaba; pero, mal dormido y acosado por las preocupaciones como estaba, ¿cómo conseguiría escribir siquiera una línea? El minúsculo cuarto que alquilaba carecía de calefacción, y por las noches hacía allí casi tanto frío como en el exterior. Ya padecía una tos seca.
De repente mis pensamientos derivaron hacia el suicidio, la idea del cual me rondaba desde que había abandonado mi hogar. A veces sentía que para mí no existía otra opción; pero ¿qué dirían mis padres cuando recibieran la noticia? ¡Buen Dios! Ni siquiera le había escrito a mi familia. Mi madre sin duda estaría preocupadísima. Todas las noches recordaba que no sabían nada de mí y me juraba solemnemente que por la mañana escribiría una carta o una postal, pero al llegar la mañana olvidaba hacerlo. «Eres un asesino —me decía a mí mismo—. Un asesino».
—¿Te gustaría ir al teatro esta noche? —preguntó Sonia—. Dan una opereta, La princesa de las czardas.
—No, Sonia.
—Ya te invito yo.
—No puedo aceptarlo.
—¿Qué vamos a hacer, quedarnos aquí todo el día? La gente ya está mirándonos.
Era cierto. Las camareras nos dirigían miradas de irritación. Sonia pagó la cuenta y salimos a la calle.
¿Y si me colgara? Pero ¿dónde? ¿O debía arrojarme al Vístula?
Qué extraño, temía menos a la muerte que al agua fría. Me estremecí. Por la noche me tapaba con dos mantas, pero nunca conseguía entrar en calor. ¿Veneno? Pero ¿de qué clase? Lo mejor sería tirarme al mar desde el barco que me llevara a Palestina. Las aguas del Mediterráneo son cálidas, y era poco probable que alguien acudiese a rescatarme.
Sonia me tomó del brazo diciendo:
—No estés tan triste. Recuerda el refrán: «La oscuridad más profunda es la que precede al amanecer».
¿Cómo iba a haber un amanecer para mí? Yo ya sabía la verdad: no era apto para hacer nada en Palestina. Cuando visitaba la asociación de jalutzim, me miraban con expresión de asombro. Sonreían y parecían preguntarse: «¿Qué hace este tipo aquí?». No entendían por qué Dov Kalmensohn se tomaba la molestia de ocuparse de mí. Lo mismo me había ocurrido unos años antes en el seminario rabínico, y aun antes de eso en el jéder.
Regresé con Sonia al barrio judío.
—Se me ocurre una idea —dijo de pronto—. Llevo encima la llave de la tienda.
Ir a la tienda un sábado, a plena luz del día, cuando todos los comercios judíos estaban cerrados, era un disparate. Pero no teníamos otro lugar. Sonia abrió con su llave, y entramos. En el interior, bajo una luz débil y vacilante, vimos los estantes cubiertos de cajas que contenían medias, camisas y chaquetas de mujer.
Nos sentamos y al cabo de un rato nos abrazamos.
—¡Si el viejo nos viera ahora…! —exclamó Sonia—. Se ahorcaría. —Su risa resonó en la penumbra. De vez en cuando aguzaba el oído, por si algún pariente del dueño, al pasar por allí, advertía que la puerta no tenía echado el cerrojo. Hasta era posible que un policía quisiese entrar, o a un miembro del grupo de Guardianes del shabbat se le ocurriese verificar si algún comerciante había violado la santidad del sábado.
Se trataba de una situación absurda, pero ¿a qué otro sitio podíamos ir?
Ambos conservábamos nuestra timidez provinciana. Yo no me atrevía a invitar a Sonia a mi pequeña y oscura habitación, y de todos modos ella no hubiese aceptado.
Nos besamos y abrazamos. Ella no prestaba atención a mis susurros seductores y me advertía a cada rato que contuviera mis impulsos. Estaba decidida a llegar a su noche de bodas como una novia kosher, aunque le daba igual quién fuese el novio.
Al cabo de una hora me indicó que saliera de la tienda. Después, tras cerrar, se reunió conmigo en la esquina y reanudamos nuestro paseo. Pasamos por delante de la casa de los jalutzim y se me ocurrió visitarlos. Era improbable que Dov Kalmensohn se encontrara allí. Sonia vaciló por un instante, pero al fin aceptó acompañarme.
Mientras subíamos por la escalera oímos el bullicio. Aunque era sábado, las lámparas eléctricas estaban encendidas. Los jalutzim se afanaban llenando cajas, clavando clavos, precintando baúles, escribiendo etiquetas con gruesos rotuladores. Leí nombres de lugares como Constanza, Jaffa, Haifa. Un joven corpulento, pelirrojo y pecoso, cuya camisa abierta dejaba ver el vello rojo que cubría su pecho, estaba sellando una caja con lacre. Mientras lo hacía, fumaba un cigarrillo. Una joven militante planchaba una blusa. Sonia miraba alrededor, llena de asombro. Por suerte Kalmensohn no se encontraba allí. Me habría sentido incómodo si hubiese tenido que presentársela.
Un joven al que no conocía se acercó y me preguntó:
—¿Cuándo parte tu barco?
—Falta mucho. Todavía no tengo el pasaporte.
—Tal vez precises de alguien bien relacionado. —Me dio la dirección de un gestor de la calle Nowolipki capaz de proporcionar a un jalutz cuanto necesitaba: partida de nacimiento, pasaporte, cartilla militar, documento de renuncia a la ciudadanía polaca y muchos otros papeles, tanto auténticos como falsificados. El joven era alto y erguido y tenía la rubia cabellera alborotada. Le presenté a Sonia y preguntó:
—¿Viajáis juntos los dos?
—Desgraciadamente, no —repuso Sonia. «Desgraciadamente» era una de las palabras favoritas entre los intelectuales de pueblo.
—¿Por qué? El hombre que cuenta con un certificado puede llevar consigo a una mujer.
—Él ya se ha conseguido una mujer.
—En ese caso… Venid, sentaos y poneos cómodos. Nunca echamos a nadie. Yo me embarco el miércoles próximo.
—¿También viajas con alguien?
—Venid a la otra habitación. Estaremos más tranquilos.
Entramos en una habitación con aspecto de biblioteca. En ese momento no había nadie. Las paredes estaban cubiertas de estanterías con libros en hebreo, yiddish, polaco y alemán. Nos sentamos, y el joven dijo:
—Pensaba emigrar con mi novia, pero la verdad es que no tenemos dinero para los gastos, de modo que viajaré con una esposa ficticia.
—¿Y si acabas enamorándote de ella? —aventuró Sonia.
—Jamás —repuso él meneando la cabeza. Tras una pausa, me preguntó—: ¿Fumas?
—No, gracias.
—¿Qué harás en la Tierra Prometida? Los trabajos físicos no parecen lo tuyo.
—Es escritor —intervino Sonia, delatándome.
El joven se puso muy serio y, enarcando las cejas, señaló:
—También necesitaremos escritores. Somos el Pueblo del Libro.
Seguimos conversando un rato los tres, mientras caía el crepúsculo. Las sombras ocultaban en parte el rostro del joven. Cada vez que daba una calada a su cigarrillo, el fugaz destello revelaba cierta melancolía en su expresión. Sus ojos azules reflejaban tenacidad y resolución.
Aunque yo había renunciado a creer en la santidad del shabbat, me resultaba imposible olvidar el carácter especial de ese día. No lejos de donde nos encontrábamos, los judíos ya habían hecho las tres comidas prescritas y habían entonado el B'nai He Jala. En un pequeño pueblo de Galitzia mi madre murmuraba la plegaria Dios de Abraham. Me parecía ver su rostro sombrío y oír sus palabras sentidas, heredadas de abuelas y bisabuelas:
«Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, protege a tu pobre pueblo de Israel. Tu sagrado shabbat se aleja. Llegue a nosotros tu bendita semana, trayendo salud y prosperidad, riqueza y honor, sabiduría, buenas acciones y valiosas recompensas para todos».
Era la plegaria que mi madre elevaba por mí, su hijo errabundo, expulsado de la mesa de su padre, perdido en una gran ciudad, apartado del judaísmo pero aún no ganado por los gentiles.
¡El Pueblo del Libro! ¿Qué clase de libros podía escribir yo? ¿Qué podía enseñarle a mi pueblo? ¿Para quién serían mis relatos un modelo de conducta?
Sonia parecía haberse vuelto rígida. Sus ojos, protuberantes en la oscuridad como los de algún ave nocturna, centelleaban. Tuve la sensación de que de pronto había adquirido poderes de vidente. A su manera femenina, se despedía del shabbat, que continuaba siendo sagrado por mucho que se lo violase. Era el día de descanso del Señor, el día en que el judío hace el inventario de su alma.
El jalutz dio una larga calada a su cigarrillo y acto seguido aplastó la colilla contra el borde de la mesa.
—Mi última semana en la diáspora —dijo.
4
Esa noche, cuando Edusha me llamó para cenar, encontré a su prometido o, Hertz Lipmann, de pie en el medio de la habitación. Era in hombre de estatura mediana, ancho de espaldas, cabellos ralos, nariz algo gruesa, labios carnosos y cejas pobladas, mentón cuadrado, cuello corto. Su cabeza estaba firmemente asentada sobre los hombros, sus manos eran grandes y sus piernas cortas, y usaba zapatos de punteras redondeadas. Me hacía pensar en esos soldados de pies fatigados que vuelven a su casa con permiso. Transmitía fuerza, la propia de hombre que no le teme a ningún trabajo por duro que sea. Sus ojos eran acerados y su mirada recelosa como la de un agente secreto.
«¡La Cheka!», pensé en cuanto lo vi.
Edusha nos presentó, pero él se limitó a murmurar algo sin tenderme la mano y, tras sentarse en la silla que habitualmente ocupaba Bella, encendió un cigarrillo. Era evidente que había resuelto no hablar de nada en mi presencia. Sólo afirmaba o negaba con un movimiento de la cabeza. Se mordisqueaba el grueso labio inferior y arrojaba humo en dirección a mí. Cuando emitía alguna palabra, lo que ocurría raramente, su voz sonaba ronca y grave.
Edusha y Bella hicieron todo lo posible por que Lipmann y yo iniciáramos una conversación, pero él ni siquiera me miraba. Pensé que su hostilidad se debía, en primer lugar, al hecho de que las mujeres le habían alquilado el cuarto a un hombre, y también a mi inminente viaje a Palestina, un lugar poco recomendable para un comunista judío.
Comí rápidamente y volví a mi pequeña y oscura habitación. Sólo entonces la charla se animó en la sala. Las que más hablaban eran las dos mujeres, y la voz de bajo de Lipmann retumbaba como un trueno distante. ¿Qué clase de madres tienen hijos como él? —me pregunté—. ¿Cómo es posible que dos mil años de exilio produzcan semejante confianza en sí mismo?
La existencia de un Hertz Lipmann no confirmaba mi teoría acerca de los judíos y la índole judía. En mi opinión, el judío se encontraba fuera de lugar en el mundo real. Los judíos como grupo (y yo como individuo) constituían una especie degenerada, una anomalía entre las naciones, «un pueblo que vive solo». Pero por lo visto ese individuo rechoncho estaba firmemente asentado sobre sus dos pies.
Poco después llego Susskind y el bullicio creció. Eijl sanaba pendenciero, gritaba y soltaba sus características risotadas. Lipmann se embarcó en un largo monólogo. Varias horas después me quedé dormido. Al despertar olí a café y oí pasos en la cocina y el pasillo. Era Edusha que venía a despertarme, ya que en esa habitación oscura no había forma de saber si era de día o de noche. Se quedó junto a la puerta y preguntó:
—¿Todavía duerme? Son las nueve.
—No, estoy despierto —repuse—. Gracias.
—Vístase. Lo esperamos para desayunar. ¿Cómo ha dormido?
Deseé decirle que las chinches se habían ensañado conmigo toda la noche y que sólo pude dormirme al amanecer, pero me lo callé. Yo no tenía modo de cambiar mi situación. Les debía a esas mujeres el precio de muchas comidas. No había pagado el alquiler correspondiente a la segunda mitad del mes. No, no mantenían limpio el apartamento; ya había advertido que las sábanas de Bella estaban sucias, el relleno del sofá asomaba por algunos rotos de la tela, y al sillón le faltaba una pata que había sido reemplazada por una pila de libros. En una ocasión había visto a Bella cortar con tijeras, en lugar de usar cuchillo, la carne que se disponía a freír.
Sufría todas las mañanas al lavarme en la cocina, pues de un momento a otro podía aparecer una de las mujeres. Además, hacía tanto frío en la casa que el agua y las cañerías estaban heladas. La toalla con que trataba de secarme siempre estaba húmeda. Me afeitaba con agua fría y me cortaba a menudo.
Esa mañana, mientras me lavaba, oí a Edusha entonar con su voz melodiosa una canción popular que se había puesto de moda. Aunque no tenía tiempo para limpiar el apartamento, iba a menudo al teatro a ver operetas y comedias musicales, y conocía todas las canciones que emitían por radio.
Durante el desayuno Bella se mostró extrañamente retraída. Apenas pronunció palabra. Mordisqueó un trozo de pan y fumó un cigarrillo. Poco después se vistió y salió. Su abrigo con presilla en la espalda y el sombrero parecido a un casco le conferían el aspecto de una elegante amazona. Edusha desayunó en bata y chinelas.
Después de que Bella se hubo marchado, Edusha y yo charlamos un rato. Ella se interesó por mi certificado y me preguntó qué papeles me faltaban todavía.
—Qué raro —dijo—, nací en Varsovia y he pasado aquí toda mi vida, y sin embargo tengo la sensación de encontrarme en una ciudad extraña, como si sólo fuera un lugar de paso, camino a otra parte.
—¿Usted también?
—Desde que mi madre se fue todo me parece temporal. Hertz se va, y Bella tampoco se quedará aquí por mucho tiempo. Usted también se marcha. Uno de estos días me encontraré completamente sola.
—Pero su prometido volverá.
—En eso confío, sin embargo… Hertz tiene toda clase de planes. No debería decirle esto, pero en el Partido nunca se puede estar seguro de nada. Si deciden mandarlo a uno a Brasil o a Johannesburgo, hay que hacer las maletas y partir. Es como estar en el ejército.
—Hay algo de militar en él.
—Sí, es cierto. ¿Cómo lo advirtió tan pronto? Tiene una voluntad de hierro. Sus padres son pobres y muy religiosos. Pero él se formó solo, estudiando por las noches. Es disciplinado como un soldado. Cuando resuelve hacer algo, lo considera una meta sagrada. Lo triste es que yo soy todo lo contrario.
—Dicen que los opuestos se atraen.
—Sí, pero a veces es difícil. ¿Qué clase de persona es usted?
—Carezco por completo de voluntad.
—Oh, no diga eso, le sobra carácter. ¿Tiene novia? Me refiero a una novia de verdad, no la ficticia.
Le hablé de Lena, la hija de Yekutiel, el relojero de Byaledrevne.
—¿Está seguro de que ella lo esperará? —preguntó Edusha.
—Nada es seguro.
—Eso es muy cierto. Lo mejor es no hacerse ninguna ilusión. Mi filosofía es: «Escupe sobre todo».
—Es más fácil escupir sobre los demás.
—Sobre todo, insisto. A veces nada sale bien, pero cuando llega la noche me visto y voy a la ópera donde me dejan entrar na gape. ¿Sabe qué significa eso? Colarse. Le doy unos groschen al acomodador y paso. Por muy deprimida que esté, en cuanto Digos o Gruschtshinski cantan un aria, olvido mis tribulaciones y canto con ellos. Los na gapniks somos un montón. Cuando uno de nosotros tiene una entrada, la hace correr de mano en mano. Conocemos toda clase de triquiñuelas para entrar sin pagar. A veces, desde la cuarta galería miro hacia abajo, a los palcos. Sé que la revolución barrerá con toda esa basura capitalista, pero resulta interesante contemplar a esas mujeres hermosas y a sus acompañantes. Es otra clase de ópera: perlas, diamantes, largos cuellos, cabelleras rubias que lucen artísticos peinados. Los hombres son altos y erguidos, como si pertenecieran a otro mundo. Los observo desde arriba, veo sus reverencias, los veo besar la mano a las mujeres, y siento ganas de reír. Son como niños adultos jugando. Y luego está la ópera que se desarrolla en el escenario: el verdugo se dispone a cortarle la cabeza al héroe, y el héroe, acompañado por la orquesta, entona un aria. Oh, sí, adoro la ópera.
—Nunca he visto una.
—¿Nunca? Ah, tendré que llevarlo conmigo algún día. En Palestina no hay ópera. Sin embargo, me gustaría ir para ver cómo es aquello. Una vez oí unas canciones árabes por la radio y al instante me sentí transportada a esas tierras, entre las tiendas de campaña y los camellos, en el desierto. Una terrible nostalgia se apoderó de mí, como si yo misma hubiese nacido allí.
—La verdad es que usted y Hertz Lipmann no forman una pareja. —Mis propias palabras me sorprendieron.
Edusha me miró con expresión de ansiedad y de cierta tristeza.
—¿Por qué dice eso? —preguntó.
—Bueno, él es todo razón y usted es toda sentimiento.
—Así debe ser. Usted mismo dijo hace un rato que los opuestos se atraen. Hertz también tiene sentimientos, pero sabe controlarse. ¿Acaso es posible jugar con los sentimientos en un mundo como el nuestro? Unos cuantos burgueses pueden desatar a su antojo una guerra mundial en la que pierden la vida veinte millones de personas. Mi propio padre murió de tifus en esa guerra. ¿Y por qué se combatió? Porque Inglaterra y Alemania no acababan de ponerse de acuerdo sobre cómo repartirse el petróleo. ¿Es cierto, o no?
—No, no lo es.
—¿Por qué?
—Porque el petróleo sólo fue una excusa. Si no guerrean por el petróleo encontrarán otro motivo.
—Lo que usted está diciendo es que no hay esperanza para la humanidad.
—Me temo que no.
—¿Ésa es su experiencia? En tal caso, lo compadezco.
—La peor verdad es preferible a la mejor excusa para engañarse y no verla —repliqué, sin saber a ciencia cierta si creía en lo que decía o si simplemente quería fastidiar a la muchacha. Ella se puso de pie y me dirigió una mirada triste e interrogante. En ese momento sonó el teléfono, y salió al pasillo para contestar la llamada.
Volví a mi habitación. Bajo la luz amarilla de la lámpara de gas no era de día ni de noche. Cogí del estante, al azar, uno de los libros que había dejado Stanislas Kalbe. Se trataba de un tratado de matemáticas y mientras lo hojeaba se me ocurrió de pronto que Edusha y Kalbe habían sido amantes. Al fin y al cabo, ¿qué podía frenar a una mujer como ella? El temor a Dios desde luego que no, y en los últimos tiempos ni siquiera el miedo a quedar embarazada. El sexo se había convertido en un juego infantil para adultos. Yo mismo acababa de iniciar algo así como una relación con Edusha. ¿Por qué, si no, le había dicho que Hertz Lipmann y ella no formaban una pareja?
Me senté en el borde de la cama y pensé en Lena.
Una melancólica noche de otoño nos habíamos jurado amor eterno. Cogidos de la mano, caminamos en la oscuridad hasta el molino de agua. De vez en cuando nos deteníamos para besarnos bajo la llovizna. En aquella época de mi vida, yo anhelaba tener todo el tiempo ante mis ojos su rostro ovalado, sus ojos oscuros en los que la dulzura virginal y la inocencia infantil sumaban su fulgor al de una ansiedad tan antigua como la existencia misma de la mujer. Cuando la tomaba en mis brazos, temblaba como un ave a la que se prepara para el sacrificio de Yom Kippur. «Si no me quieres de verdad —susurraba—, dímelo. No creo que el amor sea un juego».
Le di mi palabra de honor de que la amaba. Le juré que me casaría con ella. Que le sería fiel hasta el último aliento. Y sin embargo, hasta había dejado de escribirle. Una depresión me paralizó en la ciudad donde trabajé como maestro. Durante días ni siquiera salía a la calle. Dejé de dirigirle la palabra a la gente en cuya casa me alojaba. Se apoderó de mí una suerte de timidez enfermiza, una necesidad de esconderme de todo el mundo. Estaba tan estreñido que no había medicina capaz de aflojar mis intestinos. Parecía haberme vuelto sordo y medio ciego. Las cosas se me caían de las manos. Cuando escribía, dejaba sin completar ciertas letras y a veces palabras enteras. Tenía la dolorosa sensación de que había dejado de ser yo mismo y era incapaz de transformarme en otro.