I

1

«Es tarde; tarde para todo», me dije. Por entonces solía hablar a menudo conmigo mismo. A los dieciocho años y medio uno ya no está en edad escolar y hasta es demasiado tarde para aprender un oficio. En poco tiempo más me llamarían a filas. Había perdido los mejores años de mi vida leyendo libros sin mayor orden, atormentándome con preguntas eternas, perdiéndome en fantasías sexuales y luchando contra incontables neurosis.

En mi mochila, entre varias camisas, calcetines y pañuelos sucios, había unos cuantos manuscritos en yiddish y hebreo, una novela inconclusa, un ensayo sobre Spinoza y la Cábala, y una selección en miniatura de lo que yo llamaba «poemas en prosa». Tras analizar los defectos de mi producción literaria, había llegado a la conclusión de que ninguno de mis escritos resultaba publicable.

Un escritor tan conocido como el doctor Ashkenazi me había dicho que mi ensayo era infantil; un famoso poeta hebreo había criticado acerbamente mis trabajos en ese idioma. Todos coincidían: yo debía perfeccionarme; aún estaba inmaduro.

Pero maduro o inmaduro, lo cierto era que no había comido nada en todo el día. También tenía que encontrar un sitio donde pasar la noche. Además de lo que guardaba en la mochila, llevaba conmigo dos libros que pensaba vender, restos de lo que había sido la pequeña biblioteca de mi padre cuando vivíamos en Varsovia. Buen Dios, qué lejana parecía aquella infancia en Varsovia.

A los dieciocho años y medio, yo ya había vivido varias épocas.

Nací en el período de la guerra Ruso-Japonesa. Diez años más tarde estalló la Gran Guerra y los alemanes entraron en Varsovia.

En menos de diecinueve años había pasado por la Revolución de Febrero, la Revolución de Octubre, la guerra Polaco-Bolchevique.

Viví cuatro años en Byaledrevne, un pueblo perdido. Después regresé a Varsovia, cursé estudios en una escuela normal y trabajé como maestro en una escuela de provincia. Había comenzado a escribir en hebreo y pasé al yiddish. Fui perseguido por los jasidim y hallé consuelo en la lectura de la Ética de Spinoza. Hasta probé las mieles del amor. ¡Y pensar que aún no había cumplido diecinueve años! A veces me veía a mí mismo como un anciano.

En ese melancólico día otoñal, un cielo gris y amarillento se cernía sobre los techos de Varsovia. Aquí y allá empezaban a encenderse las luces de los escaparates. Las aceras todavía estaban húmedas por la lluvia. Pasaban tranvías traqueteando, y las ruedas de los droshkis, los carros y los camiones rechinaban sobre el empedrado. Una multitud iba y venía, con bastones, paquetes y paraguas.

La ciudad parecía la misma que yo recordaba, la de 1917. Pero el intervalo de cinco años se advertía en una serie de cambios. Había taxis en las calles, policías polacos en lugar de alemanes, que antes se encargaban de dirigir el tráfico, y los letreros en ruso habían sido reemplazados por letreros en polaco. ¿Qué más? La radio constituía una novedad. Con ayuda de auriculares era posible oír música, discursos, toda clase de melodías bailables polacas y canciones de operetas. En las salas de fiesta la gente bailaba el shimmy, el fox-trot, el charlestón. Las mujeres usaban vestidos por encima de la rodilla y sombreros que semejaban cacerolas puestas del revés. Los periódicos estaban llenos de información sobre la Liga de las Naciones y la terrible inflación alemana.

Había que ser oriundo de Varsovia para advertir los cambios. En mis tiempos no había boy-scouts en la ciudad, ni jóvenes judíos que llevaban la estrella de David en la gorra, ni muchachas con calcetines. En lugar de uniforme, los estudiantes lucían sombreros rojiblancos. Ahora las mujeres estudiaban en la universidad. La bandera polaca había reemplazado a la rusa, y el águila rusa se había transformado en un águila polaca. A las puertas del Jardín Inglés ya no había gendarmes para impedir la entrada a judíos de caftán o judías de gorro o peluca. El más visible de todos los cambios era el nuevo peinado de las mujeres jóvenes, que llevaban el cabello cortado a lo garçon, dejando las orejas al descubierto. Los funcionarios polacos, de gorra cuadrada, abrochaban y desabrochaban sus botones mientras intercambiaban saludos. Debido al control de alquileres que regía desde 1914, las casas de Varsovia se veían muy deterioradas. Según se mirara, la ciudad parecía vieja o andrajosamente joven. Todavía costaba creer que tras ciento cincuenta años de dominación extranjera Polonia fuese de nuevo una nación independiente.

Inglaterra había otorgado a los judíos la Declaración Balfour, y el Alto Comisionado judío que gobernaba en la tierra de Israel tenía la obligación de leer la Torá los sábados. En las calles judías de Varsovia pululaban guardianes, pioneros y revisionistas, como se llamaban a sí mismos. Los huelguistas y revolucionarios de la Revolución de 1905 habían recobrado la libertad y desarrollaban abiertamente su propaganda. Miles de jóvenes judíos de ambos sexos habían abrazado el comunismo y muchos de ellos ya se encontraban en prisión.

Saber todo eso, sin embargo, no bastaba para llenar el estómago. El hambre me atormentaba. Percibía los aromas del café, el pan fresco, la tarta de queso y una especie de kijel horneado con aceite cuyo olor me recordaba mis años de escuela. No poseía ni un solo pfenig (en esa época la moneda alemana aún se hallaba vigente en Polonia). Tenía la esperanza de vender dos libros de mi padre que llevaba conmigo: Responsa de Rabí Akiba Ayger y El sistema de organización.

Tales eran mis circunstancias, o mis modus, como los llama Spinoza: una vez más debía abandonar la ciudad a la que tanto había luchado por regresar desde que mi grave fracaso como maestro hizo que el secretario del Mizraji se negara a darme referencias. Mis padres y mi hermano menor, Moishe, se habían radicado en una pequeña ciudad de la Galitzia polaca. Me habían escrito diciéndome que me recibirían con agrado, siempre que me dejara crecer la barba y los aladares. Todos los miembros de la comunidad a la que pertenecían eran seguidores del rabí de Beltz, y la mitad de ellos se ganaban la vida como copistas religiosos. De todos modos, yo sabía que mis padres eran dolorosamente pobres.

Anduve sin rumbo fijo, fantaseando con un milagro: conozco en Varsovia a una joven de familia rica. Es huérfana y posee su propia vivienda. Le enseño yiddish y hebreo y ella me enseña alemán, francés, inglés. Con su estímulo, escribo una novela que ella traduce. Me hago famoso. Se me considera un segundo Knut Hamsun. Estoy dispuesto a hacerla mi esposa, pero ella me dice: «¿Qué sentido tendría? Podemos vivir juntos sin todas esas ceremonias. Lo importante es que nos amamos». La chica es idéntica a Lena, la hija del relojero de Byaledrevne. Viajamos juntos al extranjero, visitamos Berlín, París, Londres y hasta Nueva York y Hollywood.

Yo sabía que semejantes fantasías podían hacerme daño y que en mi situación debía ser capaz de pensar con claridad. Pero la verdad es que era víctima de pensamientos compulsivos. Dentro de mí hablaba un espíritu maligno, un dibuk…, o varios. Imaginaba haber descubierto un alimento que con sólo probarlo tornaba a quien lo hacía sabio y todopoderoso. Sin necesidad de estudiar, yo haría un descubrimiento tras otro, hablaría lenguas olvidadas, encontraría tesoros enterrados o hundidos en el mar, sería capaz de leer el pensamiento de los demás y predecir el futuro. ¿Y por qué detenerme allí? Volaría a la Luna, o al planeta Marte, donde encontraría un Estado judío. Me erigiría en Rey de la Tierra, de todo el sistema solar, y viviría en un palacio (suspendido en el aire) con mis dieciocho esposas, bellezas elegidas en el mundo entero. Y Lena sería mi reina.

«¡Eh!». Un taxi estuvo a punto de atropellarme. Pasó tan cerca de mí que percibí el olor de la gasolina. Tenía que acabar con esas fantasías. Pallot estaba en lo cierto: esas ensoñaciones enturbian la mente y embotan el pensamiento. Los grandes hombres como Newton, Copérnico, Galileo, Einstein, no fantaseaban; usaban sus energías espirituales para descubrir verdades trascendentes.

Cerca de la calle Nalevki, un hombre joven me detuvo y preguntó:

—¿Quiere cambiar sus divisas?

Era un traficante del mercado negro que me ofrecía cambiar dólares por marcos polacos. Reí para mis adentros y respondí:

—No tengo marcos ni dólares.

—¿Qué libros son ésos?

Se los mostré, y él volvió a preguntar:

—¿Quiere venderlos?

—Sí.

Hojeó los dos volúmenes asintiendo en señal de aprobación y se acarició la barbita recortada.

—Hay un sello del propietario —dijo—. ¿Quién es?

—Mi padre.

—¿De veras? Conozco a su padre.

—¿Sí? —Sentí una extraña oleada de calor.

—¿Vive todavía?

Me costó contener las lágrimas.

—Sí, gracias a Dios —respondí—. Es rabino en algún lugar de Galitzia. ¿Y cómo es que usted lo conoce?

—En cierta ocasión me escuchó recitar. Maier Ioel Shvartstain regalaba un reloj a todo aquel que aprendiera de memoria cincuenta páginas de la Gemará. Era preciso tener cartas de tres rabinos.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Creía que en Varsovia nadie se acordaba de mi familia. Tantas cosas habían ocurrido en esos cinco años, guerras, epidemias, hambre…, pero frente a mí había alguien que sabía quién era yo. Tal vez pudiera ayudarme.

Me di cuenta de que era pobre; llevaba un abrigo tan raído que el forro se transparentaba, sus botas estaban remendadas y su rostro era muy pálido. La punta del mentón se prolongaba en una barbita rubia y sus ojos, muy juntos bajo las cejas claras, reflejaban preocupación.

—¿Por qué quiere vender estos libros? —preguntó—. No le darán gran cosa por ellos.

—Necesito el dinero.

Frunció el entrecejo y dijo:

—Sí, lo recuerdo, un chiquillo con patillas pelirrojas que corría por el jéder. ¿Su madre todavía vive?

—Sí, gracias a Dios.

—Había enfermedades terribles entonces. La gente moría como moscas. ¿Por qué no está con su padre?

—Como apreciará, no visto al estilo de los judíos ortodoxos.

—¿A qué se dedica? ¿Es estudiante?

—Quiero ser escritor.

—¿Para escribir en los periódicos?

—En diarios y revistas.

—Con eso aquí no irá a ninguna parte. Al judío siempre se lo priva de cualquier oportunidad de ganarse la vida. Tengo esposa e hijos. El dólar sube y el marco sigue cayendo. ¿Qué escribe usted? ¿Panfletos?

—Cuentos.

—¿Qué significa eso?

—Literatura.

—Bueno, ¿y dónde está su mundo real?

No respondí, y él prosiguió:

—Para triunfar hay que tener suerte. En un tiempo fui discípulo del rebbe Krel. Tal vez usted conozca su casa, en el número 3 de la calle Gnoia. Junto conmigo estudiaba un joven, Abraham. Después de que me hube casado nos dedicamos a traficar con divisas extranjeras. Él se hizo muy rico, era como si atrajese el dinero igual que un imán. Ahora se queda muy tranquilo en su casa y todo el mundo va a verlo allí, mientras que yo debo buscar clientes en la calle. ¿Ha publicado algo?

—Nada.

—¿Quién necesita a los escritores? Los periódicos mienten. Se burlan del judaísmo. Los libros están llenos de obscenidades. Dígame, ¿puede salir algo bueno de todo eso?

2

No, no era mi propósito abandonar la ciudad. Bastante tiempo había perdido ya en las provincias. Todo lo que necesitaba estaba allí, al alcance de mi mano: bibliotecas, diarios, casas editoriales, conferencias y hasta un Club de Escritores. Nadie se metía en la vida de los demás. Al fin y al cabo, yo había crecido en Varsovia, entre los droshkis, los puestos de periódicos, los teatros, los cines, las carteleras de espectáculos.

Me detuve frente a una librería. ¿Había acaso algún tema que yo no pudiese encontrar en ese lugar? Física, química, geografía, toda clase de experiencias de viaje, historia de la filosofía, novelas. Había aparecido un nuevo psicólogo, el doctor Freud, y por primera vez leí la palabra «psicoanálisis». Por un zloty al mes uno podía asociarse a una biblioteca barrial y sacar un libro distinto cada día. Sólo me faltaba un pedazo de pan y un lugar donde dormir. ¿Era imaginable que en esa ciudad enorme no hubiese un trabajo para mí? Estaba dispuesto a hacer lo que fuera, incluso barrer las calles.

Pensé en elevar una súplica a Dios, pero recordé lo que había escrito Spinoza: Dios es ajeno a las emociones, nada sabe de la compasión y obra conforme a leyes eternas. Implorarle a Él era tan insensato como implorarle a un volcán, a una catarata o a un acantilado.

Mientras miraba el escaparate de la librería hurgué en mis bolsillos, donde guardaba trozos de papel con recordatorios y algunas direcciones. También tenía una pequeña libreta. Le había vendido mis dos libros al hombre del mercado negro que recordaba a mi padre y debía decidir rápidamente si volvía a la estación de ferrocarril y compraba un billete de regreso a Byaledrevne o intentaba encontrar un sitio donde pasar la noche en Varsovia.

Entré en una farmacia para hacer algunas llamadas. Tenía varios números de teléfono. El verano anterior había pasado un par de semanas en la capital y había trabado relación con algunas personas. Tenía familiares lejanos allí, de la clase a los que uno llama primos aunque lo sean en séptimo grado. Había también una joven de nombre Sonia, a la que llegué a besar. Trabajaba en una tienda de ropa y vivía con sus patrones. Yo sabía, por lo que me contó, que además hacía las tareas domésticas por una paga adicional. No era muy bonita y me llevaba unos diez años. Me había contado la historia de su vida, y en nuestro trato empleábamos el pronombre íntimo du. Tal vez ella conociese a alguien que quisiera estudiar hebreo o a una familia dispuesta a ceder una habitación a cambio de lecciones para sus hijos. Debía hacer todo lo posible por quedarme en Varsovia. Volver a enterrarme en Byaledrevne significaría mi perdición.

Desde el único teléfono de la farmacia llamé a Sonia, pero la línea estaba ocupada. En cuanto colgué el auricular, una mujer corpulenta que esperaba a mi lado intentó comunicarse y lo consiguió. «¡Mamá!», exclamó alegremente, y por el brillo de sus ojos y su sonrisa supe que hablaría un buen rato. Había asistido a una ceremonia de circuncisión y describió hasta el último detalle: el encargado del ritual, los padrinos, la tarta de miel, el pan blanco, la sopa, la carne, la vestimenta de las mujeres.

Yo la escuchaba con una mezcla de rabia y envidia. La mujer parecía relamerse los labios con cada palabra. Sospeché que prolongaba la conversación sólo para irritarme. Repetía frases y se reía de cosas que no sonaban graciosas. «¿La tía Raytse? —preguntó—. Pues tenía puesto su vestido de seda, ¡nada menos!». Soltó una carcajada que llenó de hoyuelos sus mejillas abultadas e hizo temblar su doble papada. Tenía unos dientes enormes.

Pensamientos hostiles cruzaron por mi cabeza mientras aguardaba. ¿Cómo era posible que el judío moderno, que se había liberado de tantos deberes piadosos, siguiera aferrándose con semejante tozudez a la ceremonia de la circuncisión? ¿Por qué exigía Dios que, generación tras generación, los judíos extirparan ese trozo de carne? Si yo estuviera tirado a sus pies, muerto de hambre, esa mujer no me daría ni una migaja de pan. ¿Qué era entonces lo que nos hacía judíos a los dos? ¿La religión? ¿La comunidad? Y ¿de qué manera están unidos entre sí los proletarios? Decidí que ninguna de esas abstracciones valía un comino. Sólo los animales poseen la verdadera sabiduría; el homo sapiens es un idiota.

Salí de la farmacia sin haber hablado por teléfono. Me temblaban las piernas. Tenía que comer algo. Empecé a buscar un restaurante barato, o aún mejor, un café. Debía cuidar cada pfenig de los pocos marcos que me habían dado por los libros. Reparé en un pequeño café con un cartel en el que aparecía una vaca. Por lo visto preparaban tentempiés, y había varias mesas desocupadas. Ya antes de empujar la puerta de cristal percibí el olor del café, el pan fresco, el chocolate, la tarta de queso. «Ni siquiera el que está por morir quiere pasar hambre», me dije recordando que a los condenados se les sirve una última comida favorita antes de ejecutarlos. Abrí la puerta y entré.

Mis zapatos estaban muy gastados y mi gorra estrujada, pues me había sentado varias veces encima de ella. Mi distracción era ilimitada. Por ejemplo, perdía cosas sin motivo aparente. Aunque no tenía los bolsillos agujereados, cuando guardaba en ellos una moneda, ésta desaparecía como por arte de magia. Era absolutamente incapaz de encontrar el billete del tranvía cuando el revisor me lo pedía. Había guardado los pocos marcos obtenidos por los libros en uno de mis bolsillos, y hurgué en él varias veces para asegurarme de que no había ningún agujero. De vez en cuando volvía a meter la mano para verificar si el dinero seguía ahí, gesto con el que acabaría haciendo un agujero en la tela.

Había desarrollado una teoría según la cual a todo lo que antes se solía llamar demonios, gnomos, duendes, ahora se llamaba «nervios». Los viejos espíritus del mal tenían un nuevo nombre.

Los nervios no sólo eran fibras de tejido que desde el cerebro se irradiaban a la espina dorsal, sino fuerzas sobrehumanas dotadas de extraños poderes. Podían hacer desaparecer billetes de banco, arrancar botones de la ropa, desatar los cordones de los zapatos, torcerle a uno la corbata diez veces al día, hacer que un abrigo cayese de su percha. Hacían cuanto en otros tiempos se adjudicaba a los demonios. Guerras, revoluciones, crímenes, todos los males que afligen a la humanidad, tenían su origen en ellos. Tal vez fuesen la fuerza esencial del universo. Y no era imposible que estuviesen estrechamente vinculados con las fuerzas de la gravedad y el electromagnetismo o se identificaran con ellas.

¿Por qué me miraban los parroquianos? Llevaba diez minutos sentado a una mesa y la camarera aún no se había acercado a mí. ¿Acaso me había transformado en un espíritu invisible? ¿Sospechaba ella que carecía de dinero para pagar la cuenta? Sobre una silla, a mi lado, había un periódico sujeto por dos varillas de madera. Intenté leer, pero no conseguía enfocar con claridad. Unas telarañas doradas y abrasadoras me impedían la visión. Estaba tan hambriento que la boca se me hacía agua; los párpados se me cerraban a causa de la fatiga. La noche anterior no había dormido en una cama, sino que había permanecido hasta el amanecer sentado en una silla, en la casa de los suegros de mi hermano. Llegué allí directamente desde la estación, sin nada de dinero. Había perdido todo el que me habían pagado al despedirme, si es que no me lo habían robado mientras tenía la nariz metida en un libro.

Finalmente se presentó la camarera y pedí dos huevos, panecillos y café. Me moría de ganas de pedir arenque, pero no podía correr el riesgo de gastar el dinero que necesitaba para el billete de regreso a Byaledrevne. Comí los huevos, los panecillos y los bajé con el café. Puse cinco terrones de azúcar en la taza. En mi situación, cada átomo de energía importaba. Devoré hasta la última migaja. Mientras comía, eché un vistazo a los otros parroquianos. Todos eran judíos, intelectuales. Uno de ellos leía una revista en hebreo y llevaba gafas de cristales gruesos. Usaba barba y bigotes. Pensé que tal vez me fuese útil, pero no me atreví a abordarlo. Saqué un billete del bolsillo y pagué la cuenta. Me pareció que la camarera se sorprendía. De buena gana hubiera apoyado la cabeza sobre la mesa para dormitar un poco, pero resistí el impulso de hacerlo.

Pronto anochecería. El tren a Byaledrevne partía a las once. Yo sabía que los últimos trenes nocturnos salían atestados y que era necesario hacer fila en la estación para sacar billete.

Cogí mi mochila y salí del local. Hacía más frío, y me pareció que el aire olía a nieve.

Esta vez, para hacer mi llamada, entré en una salchichería. Conseguí comunicarme y oí la voz de Sonia.

—¿Prosze, sí?

—No sé si me recuerdas —dije—. Nos conocimos el verano pasado en Swider. Me llamo David.

—¡David! —Por supuesto que me recordaba, y se alegraba de tener noticias mías. Empleaba el du íntimo que habíamos adoptado—. Dios del cielo, ¿dónde estás?

—Dios tal vez esté en el cielo, pero yo estoy en una salchichería. —No me hubiera creído capaz de bromear, pero por lo visto la comida me había devuelto las energías. Por lo demás, cuando alguien me hablaba me transformaba por completo.

Sonia volvió a preguntar:

—¿Dónde estás? ¿Cuándo llegaste a Varsovia?

—¿Eh? Ayer.

—¿No eres maestro en algún lado?

—Ya no.

—¿Te quedas en Varsovia?

—No lo sé.

—Si no lo sabes tú, ¿quién? —Sonia se echó a reír—. Eres un tipo divertido.

Seguí hablando, consciente de que mi explicación contribuía a debilitar mi posición frente a ella.

—No tengo dinero para pagar una habitación. No tengo nada. La voz de Sonia sonó distinta, más apagada, al decir:

—¿Qué piensas hacer?

—Si no consigo encontrar nada aquí, deberé volver a Byaledrevne… esta misma noche.

—¿Por qué te fuiste antes de que terminaran las clases?

—No lo decidí yo. Me enviaron como alumnos a varios campesinos, jóvenes a los que no les interesaba el estudio. Lo único que querían hacer era cazar palomas. Gracias a Dios que me despidieron.

—¿Por qué no has escrito? Nunca me mandaste ni siquiera una postal. Tus promesas quedaron en la nada. —Tras una breve pausa, Sonia agregó—: Llegó una carta para ti. Hace casi seis semanas que está aquí.

—¿Una carta, para mí? —pregunté entusiasmado. ¡Alguien me había escrito! Pero ¿por qué habían mandado la carta a Sonia? No recordaba haberle dado a nadie su dirección.

—¿Qué dice la carta?

—No lo sé, no abro la correspondencia ajena. Ni siquiera me dejaste tus señas. ¿Qué clase de hombre eres? —Sonia dio a la palabra «hombre» un tono que, aunque burlón, trasuntaba cierta ternura femenina. Qué extraño, había vacilado en llamarla porque mi situación me avergonzaba, ¡y pensar que en su casa me aguardaba una carta!

—¿Cuándo podemos vernos? —pregunté.

—Cerramos la tienda a las siete, y hasta que mis patrones llegan, cenamos y lavo los platos, se hacen las nueve. Hoy los viejos van al cine, de modo que ven a las nueve.

—Si voy tan tarde tendré que pasar la noche en Varsovia.

—¿Y qué? No dormirás en la calle. Oh, Dios, todavía eres un chiquillo.

3

En un instante, mi situación y mi actitud habían experimentado un cambio total. El destino me trataba como tratan los demonios a los malvados en el infierno, arrojándome del fuego a la nieve y de la nieve otra vez al fuego. Me hallaba perdido sin remedio, y de pronto encontraba a una mujer que se mostraba afectuosa conmigo, que se afligía porque yo no le había escrito, y que tenía una carta para mí. Por mucho que me esforzara, no conseguía recordar a quién le había dado la dirección de Sonia. ¿Se trataba acaso de un error, de un malentendido? Una cosa era segura: no podía ir a casa de Sonia con los zapatos tan gastados. Tenía que encontrar cuanto antes un zapatero que me los arreglara.

Rápidamente hice mis cálculos. Ya no me quedaba bastante dinero para el billete a Byaledrevne, y si pasaba la noche en Varsovia debería pagar alguna comida y tal vez una habitación. «Es mejor morir con los zapatos en buen estado», me dije, sabiendo perfectamente que no tenía sentido. Enfilé hacia la calle Krojmalna, pues recordé que en mi antiguo barrio había un remendón barato que en 1917 le había puesto suelas nuevas a mis zapatos. Tal vez aún viviera. Tal vez aún estuviera sentado en su sótano dándole al martillo y la lezna. Los pobres no tienen dinero para mudarse a apartamentos nuevos.

No caminé, corrí, y es que además quería echarle un vistazo a la calle en la que había transcurrido mi infancia. Tomé por Gnoia y desemboqué en Krojmalna. Comprobé que ninguna de las dos había cambiado. La calle Gnoia seguía oliendo a aceite, a estiércol de caballo y a grasa lubricante. Se veían más sombreros judíos y abrigos largos que en las otras calles. La calle Krojmalna parecía más angosta y miserable que en mi recuerdo. Reconocí cada edificio, cada portón. Percibí olores que habían permanecido ocultos en los rincones más oscuros de mi memoria. Allí estaba el patio de Yanush, y más allá el número 5, donde en un tiempo yo había sido alumno de los jasidim de Gradushisk. Se decía que unos cien años atrás allí había vivido el Kidushi Hari. Había un mikve, un baño ritual. ¿Continuaría el jéder en el mismo lugar? Y Aba, ¿seguiría siendo el guardián de la sinagoga?

En el número 6 solían alojarse ladrones y prostitutas, y al lado se encontraba la lechería de Asher. Después venía el número 10, donde estaba nuestro balcón, y finalmente el número 12, donde vivimos hasta que abandonamos Varsovia. Me llevaría días hacer averiguaciones en todos esos sitios. Pasé por el taller de zapatería de Rafal, y se me ocurrió que si aún vivía, tal vez me reconocería. Al alzar la mirada observé que delante del local colgaba como siempre el conocido cartel con la imagen medio borrada de una bota.

Apenas abrí la puerta, vi a Rafal. Aunque su barba había encanecido, seguía siendo el mismo. Rodeado de aprendices, estaba sentado ante el mismo banco de zapatero, claveteando una suela. Yo sabía que la escena que me disponía a representar era tonta y ridícula, pero reuní valor y dije:

—Reb Rafal, usted no me conoce, pero yo lo conozco a usted. Rafal apoyó el martillo sobre el zapato en que estaba trabajando y me miró. No vi sorpresa ni reconocimiento en sus ojos oscuros.

—¿Quién es usted? —preguntó con la voz ronca que me resultaba tan familiar.

—David, el hijo del rabino. Usted me arregló los zapatos muchas veces.

Me miró con mayor atención.

—Sí, eres tú realmente.

Ambos guardamos silencio; luego él preguntó:

—¿Y tu padre?

—Es rabino en Galitzia.

—¿Tu madre?

—Está con él.

—¿Y tu hermano mayor? ¿Cómo se llamaba?

—Aarón; está en Rusia.

—Ah. Creo que también tenías una hermana.

—Está en Londres.

Los aprendices habían interrumpido su trabajo.

—Reb Rafal —continué—, he venido a pedirle un favor aprovechándome de nuestra antigua amistad. Necesito que le ponga medias suelas nuevas a mis zapatos, ahora mismo.

Rafal dirigió una mirada divertida a uno de sus aprendices. En su expresión había sorna y reproche a un tiempo, como si estuviera diciendo sin necesidad de palabras: «¡Vaya descaro!».

—¿Quién te cortó los aladares? —me preguntó.

—Alguien, eso es todo.

—Espera a que llegue mi mujer… ¡Menuda sorpresa se llevará!

—Reb Rafal, no puede negarse a hacerme ese favor. —Mi propio tono me llenaba de asombro—. Es muy importante para mí. —Semejante manera de hablar era por completo ajena a mi carácter.

Rafal enarcó las cejas y su frente se llenó de arrugas.

—Imposible —declaró—. Estamos abrumados de trabajo. ¿Verdad, Kazkl?

—El patrón dice la verdad —confirmó el aprendiz.

Perdí el optimismo; di media vuelta, murmurando:

—Lo lamento.

—Aguarda, no te escapes. ¿Cuánto hace que te marchaste? Al mundo lo han puesto patas arriba, y de pronto hete aquí de regreso, hecho un hombre. Nadie te ha olvidado, ni a tu padre, ni a tu madre. Ya no hay rabino en esta calle. Si alguien tiene que formular una pregunta relacionada con el ritual debe acudir al rebbe Shajna en la calle Gnoia, o al rebbe Motl en la calle Zhimne. ¿Por qué no vuelve tu padre?

—¿Cómo iba a encontrar un apartamento en Varsovia?

—Sí, es difícil. Veamos esos zapatos.

Sin sentarme, me quité los zapatos. Rafal los examinó con ojo crítico y dijo:

—Ve a la galería.

¡Qué familiar me resultaba todo eso! Más de una vez había esperado en esa galería.

Mientras subía la escalera, filosofaba conmigo mismo acerca de Kant y su Prolegomena. Cuando estudiaba esa obra, muy lentamente, solía entonar la melodía con que en un tiempo había estudiado la Gemará. Me hallaba constantemente sumido en los problemas del tiempo, el espacio, la calidad y otras categorías de la razón.

¿Qué era el tiempo? Según Spinoza, sólo un modo de pensamiento, un atributo. Kant creía que el tiempo y el espacio tenían la misma sustancia y el mismo aspecto o, desde nuestro enfoque, las mismas formas aparentes. Sin embargo, ¿cómo era posible que los años transcurridos entre 1917 y ese momento no fuesen más que formas de la apariencia? ¿Era posible afirmar que la ocupación alemana de Polonia, la Revolución Rusa, el Tratado de Versalles, etcétera, no existían en el tiempo? Allí estaba yo, comprobando que Rafal seguía vivo en tanto que Hershl, el dueño de la lechería, había muerto en 1919 como consecuencia de una epidemia. Rafal continuaba sentado ante su banco de trabajo, en tanto que el cuerpo de Hershl se había podrido hacía largo tiempo y su mujer, Ráisele, ya tenía otro esposo. ¿Se podía decir que Hershl aún vivía en algún lugar de la cuarta dimensión, vertiendo el contenido de botes de leche en la gran vasija de metal de donde después sacaba pequeñas cantidades con un cucharón para llenar los jarros de sus clientes? En tal caso, yo todavía era un niño pequeño, o mi madre una doncella a quien le proponían casarse con mi padre. Algo dentro de mí gritó: «¡Absurdo! El tiempo es real. Se necesita una filosofía construida sobre el tiempo y el espacio, que son, ambos, atributos de Dios».

Me senté en una silla y observé a Rafal mientras se ocupaba de mis zapatos. Recordé de pronto que no le había preguntado el precio del arreglo. El aire estaba cargado de polvo y olía a cuero, y como la realidad de mi situación no podía ser peor, mis pensamientos volvieron una vez más a la filosofía.

En aquellos años yo creía que me encontraba al borde de un descubrimiento trascendente. Una luz irrumpiría en mi cerebro y todos los enigmas del universo se resolverían. Algún día me convertiría en el hombre más famoso del mundo. ¿Qué impedía que ello ocurriera en ese momento? En algún lado había leído que los más grandes descubrimientos se hacen en un instante. De algo no había duda: el tiempo no tenía principio ni fin, el tiempo y el espacio eran eternos. El problema consistía en definir la eternidad. ¿Cómo era posible que el tiempo hubiese existido eternamente, que hubiera un espacio sin límites? ¡Buen Dios! Me había formulado esas mismas preguntas en la escuela primaria religiosa que dirigía Moishe Itjzak en el número 5 de la calle Grzybowska. Ni por un instante en mi vida había dejado de rumiar.

Empecé a toser a causa del polvo que me irritaba la garganta. Con tantos zapatos viejos amontonados, restos de cuero, hilos y trapos, ¿cuántos microbios no vivirían y se multiplicarían en ese lugar? Un solo trapo albergaba un mundo entero de esas criaturas, y cada una de ellas estaba compuesta de átomos y moléculas. Poco tiempo atrás había leído que cada átomo era una suerte de sistema solar. Yo, David, el hijo del rabino, estaba sentado en medio de la eternidad, girando junto con la Tierra, que a su vez giraba alrededor del Sol. Yo mismo era un cosmos completo. Y, sin embargo, también tenía mucho miedo: era un cosmos que no tenía dónde pasar la noche.

En ese instante llegó la mujer de Rafal. Cuando le explicaron quién era yo, dio palmadas de júbilo. Me ofreció un vaso de té y dijo:

—Parece mentira, justamente la semana pasada me acordé de tu madre.

No, pensé, nada se olvida. Vivir es recordar. Tal vez el universo entero no sea más que una maraña de recuerdos.

Fuera había caído la noche. Las lámparas de gas estaban encendidas (la electricidad todavía no había llegado a la calle Krojmalna). Me costaba mantener los ojos abiertos, y terminé por adormecerme. Empecé a soñar; tras un gran esfuerzo conseguí despertar, para volver a dormirme al instante profundamente. Alguien, uno de los aprendices, me sacudió el brazo diciendo:

—Sus zapatos están listos.

Ebrio de fatiga bajé la escalera con paso vacilante y le pregunté a Rafal cuánto le debía. El precio resultó muy bajo.

—No lo hubiera hecho por ninguna otra persona —dijo.

Como no había perdido el hábito de la gratitud, le agradecí una y otra vez. Ya estaba fantaseando con el modo en que lo recompensaría cuando fuese el hombre más rico del mundo. Mi reloj de bolsillo señalaba las seis y veinte. Todavía faltaban dos horas y cuarenta minutos para mi cita con Sonia. Me despedí cálidamente, igual que un miembro de la familia, y salí a la calle. Las suelas nuevas y los ojales reparados de mis zapatos me infundían ánimos. Caminaba más erguido, me sentía más alto, y el suelo que pisaba me parecía más firme.

Detrás del portón del número 10 la oscuridad era la de siempre. La escalera que conducía a nuestro antiguo apartamento estaba envuelta en sombras como cuando yo era niño. Me detuve un rato, tratando de distinguir algo en el patio de abajo, percibiendo olores de basura y cloacas y algún otro indescriptible.

Muchos de los inquilinos del edificio habían muerto, pero la casa conservaba sus emanaciones. De pronto comprendí cómo los sabuesos eran capaces de seguir el rastro de un criminal por su olor.

En los apartamentos no había luz de gas, sólo lámparas de queroseno que brillaban en las ventanas. A mis oídos llegaba el golpeteo de los martillos en el taller del zapatero, el zumbido de máquinas de coser, el llanto de niños y el canturreo de madres fatigadas que trataban de hacerlos dormir.

Todo seguía como siempre; allí el tiempo se había detenido. Se me ocurrió que tal vez en mi antigua calle descubriría el secreto del tiempo.

Continué hasta el número 12, donde la entrada a los tres enormes patios era tan estrecha como la recordaba. Busqué a Rífkele, la imaginé con sus cestas llenas de pan, bollos y hogazas sabáticas. Seguramente ya era madre.

Casi nada era distinto. Volví a sentir los olores familiares del pasado. Eso significaba que el tiempo es cambio; donde no hay cambio, no hay tiempo. Sin duda Dios había creado el tiempo en el mismo instante en que creó el mundo.

Subí hasta el apartamento donde habíamos vivido y atisbé por la ventana. Adentro, alguien miraba hacia el exterior, un hombre alto con una gorra inclinada sobre los ojos. En la habitación reinaba una oscuridad congelada, como si hubiesen apagado la lámpara de queroseno. El hombre y yo nos miramos. Sus ojos parecían preguntar: «¿Por qué te has detenido aquí? ¿Qué esperas encontrar en mi pobreza?».

4

A las nueve menos cinco empecé a subir por las escaleras que conducían al apartamento de Sonia. En la entrada del edificio había luces eléctricas encendidas. Las escaleras de mármol de dudosa limpieza y los buzones de bronce asegurados a las amplias puertas tenían un aspecto de solidez. Toqué el timbre en el número que me habían dado, pero no obtuve respuesta. ¿Me habría equivocado de casa?

Oí pasos y enseguida Sonia abrió la puerta sin soltar la cadena de seguridad, dejando apenas una abertura para ver al que llamaba. Sí, era ella, su rostro moreno de rasgos marcados, los pómulos salientes, los ojos oscuros. Alguna vez habíamos estado muy cerca el uno del otro, en la mayor intimidad que pueden alcanzar un hombre y una mujer, pero esa intimidad (la palabra acabaría por enloquecerme) había terminado mucho tiempo atrás. Tras un instante de vacilación, soltó la cadena y entré.

—¿Qué te ocurre? ¿Estás enfermo? —preguntó Sonia.

—¿Enfermo? No.

—Estás pálido como un muerto.

Su comentario me asustó.

—No he dormido en toda la noche —dije—. Tuve un montón de problemas.

—Ven, pasa, no te quedes en la puerta.

Echó a andar delante de mí, como si fuese la señora de la casa, y la seguí igual que un visitante más. Llegamos a una especie de salón donde todo lo que había a la vista era viejo y mullido, signo indudable de riqueza. Una enorme araña de muchos caireles colgaba del techo derramando una luz suave y difusa.

Era la misma Sonia que yo había conocido. Llevaba grandes pendientes, un collar de coral rojo y el cabello recogido en dos trenzas. Había dejado de ser joven (por lo menos debía de tener treinta años), y su mirada seria era la de alguien que ha pasado por muchas experiencias. Su tono al hablar trasuntaba la familiaridad de una amistad un tanto enfriada.

—¿Cuál es el problema? ¿No encuentras empleo?

—No puedo ser maestro.

—¿Y qué, si no? Aquí está tu carta.

Cogí la carta y la sostuve un momento en la mano. El sobre azul estaba arrugado y no había indicación del remitente. Pensé que me esperaba una decepción, aunque esa carta constituía mi única esperanza. Saqué del sobre una hoja de papel con membrete y leí:

Estimado amigo David:

La posibilidad sobre la cual conversamos tú y yo en una oportunidad se ha materializado de pronto. Si todavía te interesa hacer ese peregrinaje a Jerusalén, podemos conseguirte un certificado. Pasa por nuestra oficina y discutiremos el asunto.

Con mis mejores deseos,

DOV KALMENSOHN

No, la carta no me decepcionó. Por lo contrario, me infundió nuevas esperanzas. Recordaba a Dov Kalmensohn, funcionario de una organización juvenil sionista al que había conocido el verano anterior y que había intentado disuadirme de que viajase a Palestina. El encuentro se había producido en Swider, el mismo lugar donde conocí a Sonia.

Se trataba de un individuo menudo, muy bronceado por el sol, con una barbita negra y ojos oscuros de mirada intensa. Hacía gala de su destreza atlética practicando acrobacias bajo la cascada y enseñaba a nadar a las chicas en las aguas tranquilas del río Swider.

Kalmensohn había pasado varios años en una colonia de Palestina. En una ocasión mantuvimos una charla, él vestido con un bañador azul y yo con traje oscuro y corbata, porque me resultaba incómodo mostrarme sin ropa. Procuró convencerme de que emigrara a la tierra de Israel. «¿Qué tiene de bueno la diáspora?», me preguntó. Advirtió que yo hablaba el polaco con acento. Cuando le dije que no sabía trabajar la tierra, replicó: «¿Y quién entre los colonos sabía hacerlo al principio? Uno aprende. Por otra parte, necesitamos maestros en Palestina. Hasta los escritores son útiles». Estuve tentado de preguntarle por qué un ferviente propagandista de Israel como él se bañaba en el río Swider y no en el Jordán. Pareció adivinar mi intención y se justificó sin darme tiempo a formularla. Dijo que había razones personales que le impedían emigrar, dando a entender que en Polonia tenía una esposa que le causaba problemas.

En general, los funcionarios sionistas se habían mostrado muy poco interesados en mí. A veces me trataban con evidente menosprecio. Por eso no creí que Dov Kalmensohn fuera a conseguirme un certificado. Como pensaba trabajar en provincias dando clases y no tenía un domicilio permanente, le dije que si necesitaba comunicarse conmigo me escribiera a la dirección de Sonia. Estaba seguro de que olvidaría sus promesas, como me había ocurrido con los funcionarios de otras organizaciones, pero por lo visto no se había olvidado.

—¿Qué dice la carta? —quiso saber Sonia.

—Me ofrecen un certificado que me ayudará a viajar a Palestina.

—Eso sí que estaría muy bien. Llévame contigo.

—Todavía no me voy.

—Oh, sí, te irás. Un primo mío solía hablar de emigrar a Australia. Nunca creí que lo hiciera realmente, pero un buen día tomó la decisión y se marchó. Cada vez que establezco una relación estrecha con alguien, desaparece. Así es mi destino.

—¿Un mismo certificado puede servir para dos personas?

—¿Te refieres a marido y mujer? Sí, es lo que suele hacerse. Cásate conmigo y nos iremos juntos a Palestina. Yo trabajaré en el campo y tú escribirás tus historias.

—¿Hablas en serio?

—¿Por qué no? Eres más joven que yo, pero no soy ninguna vieja.

—¿Y para qué querrías ir a Palestina? No tendrás una casa bonita como la de aquí.

—No es mi casa. Trabajo todo el día en la tienda, y cuando vuelvo mis empleadores salen y me dejan sola. ¿Qué clase de vida es ésta?

Era cierto. Sonia hablaba en serio. Me había hecho una propuesta de matrimonio simple y directa. «Cualquier cosa es mejor que morirse de hambre», pensé, pero lo que dije fue:

—Bueno, nada de esto es seguro.

—Lo único seguro es la muerte —replicó Sonia—. Ven, comamos algo. Pareces hambriento.

—He comido —mentí.

—¿Cuándo? No te portes como un estudiante de yeshivá. —Cogiéndome del brazo me condujo a una enorme cocina con suelo de baldosas donde había una mesa rodeada de sillas—. En esta casa soy una especie de criada —añadió—, y las criadas suelen recibir al novio en la cocina.

—Cualquier lugar me da lo mismo —dije.

—¿Por qué no escribiste? Prometiste que lo harías.

—Me sentía tan desdichado que era incapaz de escribir una línea.

—No debías haberte marchado tan pronto. Estuvimos juntos en la playa de Swider. Muy juntos. Después te fuiste, y yo estaba segura de que a los pocos días recibiría una carta tuya. En cambio, desapareciste. Creí que eras una persona seria —agregó con cierta vacilación.

—Sólo el diablo sabe qué soy.

—Aquella noche hablaste tan… Me cuesta describirlo… Con tanto sentimiento…

Había pasado la noche con ella, en la villa de sus empleadores, mientras el dueño y su esposa se encontraban en las termas de Ciechocinek. Juré solemnemente que no la seduciría. Sonia juró que era virgen y aseguró que no quería llegar al matrimonio como «una mercancía averiada». Así lo expresó. Compartimos la cama durante una noche, y me contó la historia de su vida.

Era pariente de los suegros de mi hermano y había nacido en la provincia de Lublín. En alguna parte tenía un padre que había vuelto a casarse tras muerta la madre de Sonia. Esa segunda esposa le había dado una media docena de hijos a los que Sonia no conocía, y él se ganaba la vida como maestro en una escuela religiosa.

A Sonia le gustaba hacer solitarios, y una de sus posesiones más preciadas era un libro de interpretación de los sueños. Al mismo tiempo se consideraba a sí misma una mujer instruida y moderna. Fumaba cigarrillos en el shabbat y a menudo iba al teatro yiddish. Las canciones que se escuchaban en éste, las comedias y dramas que se representaban, los parlamentos de los protagonistas, constituían todo el bagaje cultural de Sonia, la fuente de su educación. De los periódicos en yiddish sólo leía las novelas por entregas.

Sonia me sirvió pan, mantequilla, queso, arenque y té. Mientras comía, me sentía dolorosamente culpable de ser un parásito y un mentiroso. No tenía la menor intención de casarme con esa mujer diez o doce años mayor que yo, pero jugaba con la idea del matrimonio porque creía parecerme a esos muchachos gentiles a quienes las criadas invitan a comer en las cocinas de sus señores. ¿Qué importaba la edad de Sonia, y con qué derecho aspiraba yo a una mujer culta? Al fin y al cabo, ¿acaso la cultura establecía alguna diferencia? Si Goethe vivió con una campesina, bien podía yo casarme con Sonia. Era una mujer cálida y sensual. Besaba intensamente. Le gustaba contar historias truculentas. Ya había tenido varios amores trágicos. Recordé las palabras de Esaú: «He aquí, voy a morir; ¿para qué, pues, me servirá la primogenitura?».

—¿Dónde dormirás? —preguntó Sonia.

—¿Contigo, tal vez?

Un fulgor pasó por sus ojos gitanos al decir:

—Primero se conduce como un chico de yeshivá, y de repente es un hombre de mundo. Los viejos están en el cine. Volverán a las once.

—Ah.

—Aguarda, tengo una idea. —Rió descubriendo su radiante dentadura.

La casa tenía dos entradas. Si yo esperaba en el patio central hasta la medianoche, podía regresar cuando los señores estuviesen profundamente dormidos y quedarme hasta la mañana siguiente.

—Si nos pescan —añadió—, nos pondrán a los dos en la calle.

—No tardarías en encontrar otro trabajo.

—Es verdad. Tal vez deba prestarte unos marcos para que te vayas a un hotel.

—No tengo pasaporte.

—¿Ni siquiera una partida de nacimiento?

—Nada.

—¿Cómo puedes andar por Varsovia sin documentos? Eres un tipo raro, de verdad.

Le expliqué por qué no tenía papeles. Los archivos de mi pueblo natal habían sido destruidos por el fuego durante la guerra. Si quería obtener mi partida de nacimiento tenía que viajar hasta allí y encontrar testigos que aseveraran que yo había nacido en ese lugar. Para conseguir el pasaporte necesitaba también una copia de la partida de nacimiento de mi padre o algo a lo que llamaban un «extracto del registro permanente», todo lo cual requería tiempo y dinero.

—¿Qué harás si te detienen en la calle y te piden el pasaporte? —preguntó Sonia—. Pensarían que pretendes eludir el servicio militar.

—Sí, es cierto.

—¿Qué edad tienes?

—Pronto cumpliré diecinueve.

—Eres demasiado joven para mí. ¿Qué haría con un chico? Prefiero un hombre maduro. Si quieres ir a Palestina necesitarás montones de documentos.

—Lo sé.

—Lo sabes todo, pero no haces nada. Un hombre debe ser…, ¿cuál es la palabra?…, enérgico.

—Me las arreglaré de alguna manera.

—¿Cómo? Termina tu comida. De todos modos, a esta gente no le gustan las sobras. Te quedarás aquí hasta las once menos cuarto. La luz de la escalera se apaga a las once, pero da igual. No tienes alternativa.

—Es verdad, gracias.

—Vaya que eres un tipo extraño. Sí, un tipo muy curioso.

5

Sonia me despertó antes del amanecer murmurando:

—Debes irte de inmediato.

Yacíamos apretados el uno contra el otro, en la angosta cama del pequeño cuarto de Sonia, contiguo a la cocina. Por un instante no logré recordar quién era, ni dónde me encontraba, ni quién me despertaba, pero de pronto lo recordé todo.

—Debes irte —repitió Sonia—. Son las seis y media. El viejo se levantará dentro de media hora.

Permanecimos inmóviles unos minutos, besándonos. Después empecé a vestirme despacio. Sonia no quería encender ninguna luz, así que nos movíamos en la oscuridad como fantasmas. Al ponerme de pie noté las suelas nuevas de mis zapatos.

—No te olvides nada —me recomendó Sonia.

¿Acaso tenía algo que pudiera dejar olvidado? Antes de que me fuera, Sonia dijo:

—Llámame pronto. No vuelvas a desaparecer durante meses.

Había en su voz un dejo de amenaza, de apego femenino que me agradaba. ¿Cómo iba yo a imaginar que pasaría la noche con una mujer? Es cierto que una vez más le había dado mi palabra de honor de que la respetaría. Había dormido muy poco, un par de horas a lo sumo. Me dolía un poco la cabeza y de vez en cuando una sensación de náuseas me subía a la garganta.

Ya en la puerta, Sonia me tendió un paquete de comida que por lo visto había preparado la noche anterior. Bajé lentamente la escalera en sombras con la determinación de quien se dirige a cumplir sus obligaciones antes del alba. «¿Estará abierto el portón? —me pregunté—. Es preciso que el sereno no me vea». Salí y en ese momento vi al sereno que quitaba los cerrojos. Se movía pesadamente, con solemnidad, como quien abre las puertas de una cárcel. En cuanto volvió a meterse en su garita, me escabullí hacia la calle. Aún reinaba la oscuridad, pero de algún modo era una oscuridad diferente. Pasaban tranvías iluminados, atestados de gente que iba a su trabajo. Aquí y allá había un almacén o una lechería abiertos. El conductor de un carro impulsado por vapor descargaba pan caliente recién salido del horno. Varios hombres bajaban de un vehículo cántaros de leche que acababan de llegar de la estación de tren. Las estrellas parecían esfumarse y en el cielo la luz era una mezcla de noche y día salpicada con estrías blancas y negras. El resplandor rojizo del sol naciente se reflejaba en las ventanas de un quinto piso. El mundo había completado una vuelta más alrededor de su eje. La rutina diaria comenzaba de nuevo.

Me pregunté adónde ir. Apenas me quedaba dinero, pero alcanzaba para tomar algo caliente. Me detuve ante un pequeño café, y antes de entrar conté las monedas que tenía en el bolsillo. ¿Qué pasaría si no daba con Dov Kalmensohn? ¿Y si no se encontraba en la ciudad? Un hombre como él debía de viajar mucho, y tal vez estuviera en algún congreso, o incluso en el extranjero. La preocupación me rondaba, pero no estaba dispuesto a permitir que me atrapase. «Primero beberé una taza de café —decidí—. Un placer pasajero no es por ello menos placer. Algunas mariposas no viven más que un día».

En un lugar donde se sirve comida no se ve con buenos ojos que alguien coma de sus propias provisiones, pero eso fue lo que hice con disimulo. En cuanto la camarera se hubo alejado, saqué un bollo del paquete y lo engullí. Sonia también me había dado varias rebanadas de pan, un trozo de queso y una manzana. Di cuenta con satisfacción de mis vituallas y las bajé con un trago de café. De vez en cuando echaba una mirada a la entrada del local.

Ya era pleno día, un día nublado de invierno. Aunque no nevaba, las barandillas de los balcones presentaban una gruesa capa de escarcha. Ya habían llegado al café los periódicos de la mañana y los otros parroquianos —gente rica que pedía arenques, bollos con mantequilla y huevos— se dedicaban a leerlos.

Procuré animarme con reflexiones consoladoras. Llevaba casi diecinueve años viviendo en esa tierra, y eso nadie podía quitármelo. Esos años ya eran historia, una porción de la eternidad. Y había pasado una noche con Sonia, una noche de amor. Tampoco eso podían quitármelo. No cabía duda: los primeros diecinueve años eran los mejores. Más tarde llegaría la vejez… De todos modos, ¿quién estaba en situación de saber si Kalmensohn se encontraba en Varsovia o si el cosmos no era más que un mero accidente? Y si todo lo que debía suceder ya estaba decidido por poderes superiores, éstos, se hallaran donde se hallasen, ya sabían qué sería de mí. Para ellos, mi futuro constituía un libro abierto.

En ese momento se acercó la camarera.

—¿Desea algo más? —me preguntó.

—No, gracias.

Rápidamente me tendió la cuenta. Advertí desprecio y desagrado en su mirada. Tal vez había visto mi paquete de comida. No debía permanecer por más tiempo en ese lugar.

Salí a la calle y proseguí mi camino. Después de todo, para los animales era natural vivir a la intemperie. Minúsculos pajarillos pasaban noches gélidas durmiendo en los techos o en las ramas de los árboles, y también el hombre primitivo había dormido al raso.

Pasé por delante de una sinagoga y entré en busca de calor. Al fin y al cabo, seguía siendo un judío. Una sinagoga no me resultaba ajena. De pronto percibí una atmósfera familiar que me hizo sentir que yo no era un muchacho de dieciocho años, sino que poseía los recuerdos de un hombre centenario. Todo allí parecía a un tiempo antiguo e íntimo: el sanctasanctórum, los numerosos libros, muchos de ellos antiguos, con los lomos desgastados, las mesas desnudas, los fieles sumidos en sus estudios o recitando plegarias, el olor de las lámparas, de la estufa, de cuerpos y sudor.

Yo llevaba a la espalda mi pequeña mochila. Un hombre de barba rubia sostenía una cesta llena de habas calientes, cubierta con un paño. Había mozos de cordel con cuerdas atadas alrededor de la cintura. Por la ropa y la barba de esa gente, yo podía deducir a qué se dedicaban. El hombre manchado de harina que llevaba dos abrigos, uno encima del otro, tenía un almacén. El hombre alto, de manos enormes y uñas cuadradas, era un carpintero; reconocí en sus dedos los colores de la cola y el barniz. Mientras el cantor entonaba las Dieciocho Bendiciones, alguien procuraba vender un billete de lotería.

No, nada había cambiado. El cantor recitaba: «Retorna piadosamente a tu ciudad santa de Jerusalén como lo prometiste». ¡Qué extraño! Hacía más de dos mil años que los judíos pronunciaban esas mismas palabras, y ahora sí, de verdad, volvían a Jerusalén. Yo esperaba mi certificado. Qué extraño pueblo, qué extraña religión. Cuánta fe depositaban en palabras escritas miles de años atrás.

Sin pensarlo, cogí un libro de un estante y me senté ante una mesa, dejando la mochila a mi lado, sobre el banco. Se trataba de un volumen de la Mishná, y en él leí: «En día festivo no se debe pescar en el estanque ni comer lo pescado, pero está permitido cazar animales y aves y comerlos».

Me pregunté si ésa sería la voluntad de Dios. ¿Era para eso para lo que había creado los mamíferos, las aves y los peces? ¿Para que los hombres los capturaran y se los comiesen? ¿Debería yo pasar el resto de mi vida en ese lugar santo? ¿O vivir en un kibutz apacentando cabras o enseñando a los niños? Cerré los ojos y me dejé invadir por la mezcla de sonidos: las plegarias de los que oraban a mi alrededor, ráfagas de melodías de la Gemará, fragmentos de conversación de aquellos que habían interrumpido su estudio o sus rezos. Desde la infancia yo había buscado algo que me sustentase, una fe verdadera, cierta y segura, más allá de cualquier cuestionamiento. Una meta clara. Sin embargo, todo se había desvanecido y esfumado, nada era seguro, nada ofrecía certezas. Ni Dios, ni la ciencia, ni las palabras de los viejos sabios, ni las teorías de los nuevos. En cierta ocasión encontré por azar, en un café, un periódico en el que leí un artículo sobre la situación europea. Los alemanes se rebelaban contra el Tratado de Versalles, la India procuraba independizarse del Imperio Británico, los Balcanes seguían siendo un polvorín igual que en 1914, y sobre Rusia se cernía la amenaza del hambre. En Polonia era inminente una crisis de gabinete y los judíos estaban de más en todas partes, hasta en la tierra de Israel. Los árabes ya habían advertido que no tolerarían un aumento de la inmigración judía.

«¿Acaso no hay un lugar en el mundo donde uno consiga un poco de paz?», pensé. «Sí, en Suiza —me respondí a mí mismo—, pero no conceden visado a personas como yo. Y todo parece indicar que América está por cerrar sus puertas».

El único reposo verdadero se encuentra en la tumba. Sin embargo, ¿quién sabe si el cadáver realmente descansa? Apoyé la cabeza sobre la mesa y dormité. Oí que recitaban el kidush, la plegaria de la santificación, pero no me puse de pie. Aunque quizás estuviera durmiendo, mis pensamientos eran los de una persona despierta. «Santo, santo, santo». ¿Por qué necesitaba Él tantas alabanzas? ¿Y por qué, si la Tierra estaba llena de su honor y su poderío, Dios no hacía nada por la humanidad sufriente?

Me sumí en un sueño profundo y soñé con la tierra de Israel. Me encontraba en Jerusalén, caminando. Pasaba por una serie de pórticos, cruzaba grandes espacios abiertos similares a los que se describen en uno de los tratados de la Gemará. Habitaciones, puertas, escalinatas. Unos clérigos mojaban sus dedos en agua. De alguna parte llegaban hombres de levita ejecutando melodías en liras, trompetas y arpas. Era tiempo de Pascua y los judíos iniciaban peregrinajes.

«¿Dónde se describe todo esto? —me pregunté—. ¿Ha llegado el Mesías? En tal caso, ¿qué estoy haciendo en Varsovia?». Cuanto veía me parecía extraño. El sol tenía un brillo festivo, en una moneda de oro que recogí se leía la siguiente inscripción en yiddish: «Castigo de Dios». La observé atentamente, lleno de asombro. ¿En Jerusalén se hablaba yiddish? Y ¿cuál era el sentido de esas palabras, «Castigo de Dios», grabadas en una moneda? «Es demasiado absurdo», decidí, y me desperté.

Recordé el sueño, los pórticos, los corredores, los pasajes. No todo era fantasía, pensé. En todo ello había algo real, algo que yo había visto en alguna parte hacía mucho tiempo. Pero la moneda con la inscripción resultaba absurda. El Maestro de Sueños se burlaba de mí.

Miré el reloj de la sinagoga, que en lugar de números tenía letras hebreas. Era hora de ir a la oficina del Jalutz. Sería preferible esperar a Kalmensohn antes que arriesgarse a perderle el rastro por completo. Sí, todo dependía de que él estuviese en la ciudad. De lo contrario, la única salida que me quedaba era el suicidio.

Salí a la calle, y después de la atmósfera fétida de la sinagoga respiré con gratitud el aire fresco. Me pregunté qué pasaría si al meter la mano en el bolsillo encontrara una billetera repleta de dólares. Alquilaría una habitación en Varsovia, o tal vez iría a Berlín o a París. Pagaría a preceptores para que me enseñasen matemática, física, idiomas. Dedicaría las mañanas a escribir y las tardes a estudiar. Por las noches iría a un café, o al Kurfürstendam o a Montparnasse, y llevaría conmigo a Lena. Juntos, tendidos en la cama, escucharíamos los ruidos de París. Al llegar la mañana contemplaríamos la torre Eiffel por la ventana.

Sabía bien que los milagros no existen, pero aun así metí la mano en el bolsillo. No, no había ninguna billetera repleta de dólares. Recordé lo que dice Spinoza acerca de los milagros: Dios y los milagros son antitéticos. Las leyes de Dios y Su ser son una y la misma cosa. Dios no tuvo la menor piedad de los sesenta mil polacos muertos en Verdún. Todo coincidía perfectamente con Su naturaleza divina, con Sus atributos.

Llegué a la dirección que me habían dado y apenas empecé a subir la escalera me llegó desde arriba el bullicio de los jalutzim. Ya en la oficina, me encontré con un grupo de jóvenes desmelenados con camisas multicolores, y otros de pantalones cortos que dejaban a la vista sus piernas velludas. Los había que llevaban zapatos y otros que iban descalzos. Vi también algunas muchachas, obviamente activistas femeninas del Jalutz. Tenían el mismo aspecto que los varones, y de vez en cuando por sus ojos pasaba un resplandor producido por la Tierra Prometida.

Se oía ruido de martillos y serruchos. Los jóvenes estaban llenando maletas y baúles que aseguraban con sogas o clavos. Reinaba un clima de apuro y fervor. Oí hablar hebreo, yiddish y polaco.

Intenté preguntarle a alguien por Dov Kalmensohn, pero antes de que atinara a abrir la boca mi eventual informante había desaparecido. No había modo de hacerse oír. Al fin conseguí que una muchacha me prestara atención. Me informó de que Kalmensohn no llegaba hasta las once.

Gracias a Dios. Se encontraba en Varsovia. Pero ¿qué haría yo durante esas horas de espera? Me senté en un banco. A mi alrededor se preparaban envíos a Tierra Santa. Ropa de cama, libros, utensilios y hasta embutidos eran embalados en cajones y cestas de mimbre. Mezclados con el ajetreo se oían los nombres de ciudades distantes. Las jóvenes activistas fumaban y trabajaban como hombres. Allí mismo, ante mis ojos, se cumplía la promesa que Dios había hecho a su pueblo errante: devolverlo a la tierra de sus padres.

6

Eran más de las once cuando llegó Dov Kalmensohn. Temí que no me reconociera y que hubiese olvidado todo el asunto, pero no fue así. Se acordaba de mí, y su saludo fue amistoso. Aún conservaba el bronceado del verano y llevaba una chaqueta de cuero y una camisa de cuello abierto. Varios jóvenes formaron enseguida un círculo en torno a él. Todos tenían algo para consultarle, pero los despachó rápidamente haciendo gala de buen humor.

Kalmensohn me condujo hasta una habitación pequeña, la oficina donde funcionaban la editorial y la administración del Jalutz. Había allí pilas de periódicos, montones de libros, manuscritos, etiquetas, sellos de goma, sobres. El lugar olía a cera y tinta china. Kalmensohn despejó un par de sillas y nos sentamos. Encendió un cigarrillo y me convidó. Aunque yo no solía fumar, en esa ocasión acepté.

—¿Dónde te habías metido? —me preguntó—. Como no volvimos a saber de ti, le dimos el certificado a otra persona, pero si deseas emigrar podemos conseguirte uno nuevo. No estás casado, ¿verdad?

—¿Casado? No.

—No te ruborices, son cosas que ocurren. Verás, la situación es la siguiente: cada vez que Inglaterra nos otorga un certificado procuramos que lo utilice la mayor cantidad posible de emigrantes, ya que el documento es válido para toda una familia. Para nosotros resulta más conveniente que viaje una pareja, pero si dos solteros no quieren contraer matrimonio, nos valemos de una jugarreta. Te casas con la muchacha y ella viaja contigo en calidad de esposa. Es un matrimonio ficticio, aunque a veces termina convirtiéndose en uno de verdad. Eso depende de cada pareja. Si quieren separarse al llegar a destino, nadie se lo impide. Sabemos que no es del todo correcto, pero ¿acaso es correcto que Inglaterra imponga su dominio a medio mundo y controle los certificados que nos permiten retornar a nuestra propia tierra? Lo cierto es que la mayoría de los hombres que obtienen un certificado no disponen de los fondos necesarios para el viaje, y es la joven quien aporta el dinero para los dos. Se trata de una especie de dote. Supongo que tú tampoco tienes dinero para el billete.

—Así es.

—Lo suponía. Ahora, escúchame bien: sé de una muchacha que necesita viajar a la tierra de Israel. Su prometido partió hacia allí hace un tiempo y la espera. Quieren casarse. Conozco a la familia, es buena gente. La chica se llama Minna. El padre es un jasid, pero ya sabes cómo son las cosas en Polonia. Minna terminó la escuela secundaria e incluso cursó estudios universitarios. Aun así, sólo puede llegar a Palestina con el certificado de otra persona. Se resiste a un matrimonio de conveniencia pues teme que después el hombre se niegue a devolverle su libertad, y ella está locamente enamorada de su novio. Por eso no quiere asumir compromisos dudosos. Tú pareces un tipo decente. Cuando te conocí en Swider me bastó una mirada para saber cómo eras. Pero lo más importante es que eres varios años menor que Minna. Y ella es una mujer respetable, como suele decirse. En este asunto muestra una extraña reticencia. Ya he intentado encontrarle un compañero apropiado, pero varios candidatos empezaron a insinuársele de inmediato, y eso la puso histérica. La llamaré por teléfono, y si no la encuentro te daré una carta para ella. ¿Qué clase de documentos tienes?

—Ninguno, pero puedo conseguirlos.

—Deberás obtener tu partida de nacimiento y todos los papeles requeridos cuanto antes. Si Minna se muestra de acuerdo, te gestionaremos un pasaporte y estarán en condiciones de partir. Lo más importante es que vayas con mucho cuidado con la forma en que te comportas. No creo que haya necesidad de explicártelo. Considero que tienes el tacto suficiente.

—No sé cómo agradecérselo. Le aseguro que…

—Aunque pareces un poco tímido, en este caso eso es favorable. El padre de Minna fue en un tiempo un hombre muy rico, pero lo perdió todo. A decir verdad, se hallan al borde de la ruina. Ya te he dicho que conozco a la familia, desde hace años. Fui profesor de hebreo de Minna. Son verdaderos aristócratas judíos. Aguarda un momento.

Kalmensohn descolgó el auricular del teléfono y marcó un número. Preguntó por la señorita Minna. Asintió con la cabeza y colgó.

—No está en casa —dijo—, pero volverá para almorzar. Te daré una nota, y de todos modos volveré a llamarla. Espera, vuelvo enseguida.

Kalmensohn no sólo era secretario de la organización, sino su director ejecutivo y acaso también director del periódico. Desde donde me encontraba lo oía regañar bonachonamente a los jalutzim, tuteándolos. Me había dicho que aguardara un momento, pero tardó casi tres cuartos de hora.

Recogí uno de los periódicos apilados en el suelo y leí un artículo acerca de un joven que, armado con un rifle, hacía guardia en un asentamiento judío una noche de lluvia en que el viento silbaba y los chacales aullaban. Los árabes lo atacaron y lo mataron. Otro muchacho, un joven de familia pudiente que había emigrado a la tierra de Israel para desecar pantanos plantando eucaliptos, había muerto de malaria. El artículo terminaba con estas palabras: «El pueblo judío jamás los olvidará».

Agaché la cabeza. ¿Quiénes eran «el pueblo judío»? Yo nunca había oído siquiera el nombre de ese muchacho. Oh, sí…, todos serían olvidados, hasta el mismo Goethe, si por azar un cometa chocaba contra la tierra. Todo se transformaría en vapor, un vapor que borraría eficazmente la historia entera. Aunque por otra parte, Spinoza decía que había en Dios una huella de cada alma. O sea, que el Ser Supremo era una suerte de archivo de la humanidad.

Dov Kalmensohn volvió en ese momento trayendo un sobre cerrado.

—Entrégale esto a la señorita Minna —dijo—. Su apellido es Ahronson.

Me dio la dirección. Meir Ahronson vivía en la calle Leszno, en una casa nueva cerca de la calle del Hierro. Kalmensohn me dio un fuerte apretón de manos y me pidió que me mantuviera en contacto con él.

Me marché, lleno de asombro. «Es milagroso que me haya hecho arreglar los zapatos», pensé. Conté el dinero que tenía en el bolsillo, pues necesitaba un afeitado. No podía ir a la casa de esa joven aristocrática con semejante aspecto; pero ¿me alcanzaría para pagarle al peluquero? Además, empezaba a sentir hambre.

Entré en una peluquería. El dueño estaba ocupado cortándole el pelo a un hombretón que no paraba de fanfarronear. Contaba que un amigo le había pedido prestada la llave de su apartamento y había llevado a una mujer a la que le exigió que se sometiera a sus deseos amenazándola con provocar un escándalo y llamar a la policía. La historia hizo que me sintiese desdichado. Tuve ganas de preguntarle: «¿Qué hazaña hay en conseguir lo que uno desea por la fuerza?», pero permanecí callado. El peluquero se limitaba a asentir, chasquear la lengua y murmurar: «Vaya, vaya».

«Conque eres de esa clase de individuos —dije para mis adentros—. Si yo fuese el rey del mundo, te castigaría con tal rigor que te pudrirías en la cárcel hasta la décima generación». El hombretón le pidió al peluquero que lo perfumara y le aplicara polvos de talco. También champú y un masaje eléctrico. Tenía el cuello y los hombros de un gigante. Costaba imaginar que fuese un descendiente de Abraham, Isaac y Jacob. ¿Acaso era posible llamarlo judío? «En realidad —pensé—, la esencia de lo judío aún no ha sido definida».

Cuando el cliente se puso de pie, el peluquero le cepilló la ropa. El hombre se miró en el espejo tratando de encontrar algo de qué quejarse. Finalmente se marchó. En cuanto estuvo fuera, el peluquero dijo:

—No hay una sola palabra de verdad en nada de lo que ha dicho.

—¿De veras?

—Lo único que sabe hacer es correr detrás de las prostitutas.

—Ah. —Yo ya lo había condenado a cien años de cárcel. Mientras el peluquero me afeitaba, pensaba con preocupación en el cuello de mi camisa. Me había puesto uno limpio el día anterior. A veces, una mancha en el cuello basta para echar a perder un compromiso matrimonial.

Pagué el afeitado y me quedé sin un pfenig. Me encaminé hacia la calle Leszno mordisqueando el trozo de pan que me restaba de las provisiones que me había dado Sonia. No parecía una buena idea ir a ver a una desconocida con el estómago vacío. Sabía que tenía que hacer todo lo posible para no permitir que me dominasen la ansiedad o la desesperación. Debía estar listo para cualquier eventualidad. Ése era el secreto de Napoleón, del explorador Amundsen y de otros grandes triunfadores: conservaban la calma frente a los más terribles peligros. «Imaginemos —me dije—, que la calle Leszno es un enorme iceberg flotando a la deriva cerca del polo Norte, con una temperatura de sesenta grados bajo cero, y que me he quedado sin víveres. Un oso polar me ha robado la bolsa de dormir…».

Fantaseando y dándome ánimos de ese modo, llegué a la casa. Había un ascensor, pero lo encontré cerrado con candado. Era para uso exclusivo de los inquilinos, y de él quedaban excluidos visitantes e invitados. Mientras subía la escalera me pregunté si sería capaz de manejar la situación con calma y tacto, y hasta con cierta obsequiosidad.

Apenas pulsé el timbre oí ruido de pasos y enseguida una criada entreabrió la puerta hasta donde lo permitía la cadena de seguridad. Se trataba de una joven polaca de mejillas sonrosadas y ojos oscuros. Llevaba falda blanca y el cabello recogido debajo de una cofia, y por su aspecto podría haber pasado por francesa. Le expliqué que era portador de una carta de Dov Kalmensohn para la señorita Minna Ahronson. Me pidió que aguardara, y mientras lo hacía me llegaron aromas de borscht, carne asada y tarta recién horneada. Cuando la criada regresó y soltó la cadena, entré en un largo corredor con las paredes cubiertas de pinturas y grabados.

—La familia está almorzando —me dijo—. ¿Tendría usted la bondad de esperar?

—Por supuesto.

—Aquí, por favor. —Señaló un sillón tapizado junto a una mesa baja en la que había una lámpara y varias revistas. «Por lo visto— pensé —un hombre rico al borde de la ruina sigue siendo un hombre rico». Caí entonces en la cuenta de que yo era probablemente el ser más pobre de Varsovia, sin dinero, sin un pedazo de pan, sin un lugar donde pasar la noche. No era dueño de nada, salvo de la mochila que había dejado en el suelo junto al sillón. Cogí una de las revistas y leí una nota acerca de la fiesta que un millonario norteamericano había ofrecido en honor de su hija, a un coste de sesenta mil dólares. Sólo en flores se habían gastado cinco mil. El texto iba acompañado por fotos del padre y la hija. El millonario se había divorciado de la madre de la joven, y a su vez la ex-esposa se había casado con un lord inglés. Seguí hojeando la revista entre bostezos. «Baruj Spinoza, ¿acaso todo esto forma parte de la esencia divina? ¿Acaso es necesario, o el resultado del pensamiento de Dios?».

El ruido apagado de platos me llegó procedente de otra habitación. Alguien hablaba, alguien reía. De pronto vi entrar a un hombre de pequeña estatura, con una diminuta barba gris y bolsas bajo los ojos. Kalmensohn me había dicho que el padre de Minna era un jasid, pero la persona que venía hacia mí vestía ropas modernas. No sólo eso, sino que cubría su cabeza con un bonete cuadrado de seda, a la usanza de los judíos lituanos. Había en la expresión de su rostro algo de judío chapado a la antigua, bonachonamente paternal, y al mismo tiempo un aire de ambigüedad. Su chaqueta era un poco demasiado larga y las vueltas de sus pantalones caían sobre los zapatos. Una cadena de oro cruzaba su chaleco de lado a lado. La camisa abierta dejaba su cuello al descubierto, y tuve la impresión de que había adelgazado. Me puse de pie, y él me preguntó en un yiddish con acento polaco:

—¿Es usted David Bendiger?

—Sí.

—¿Un Bendiger, realmente?

—Sí.

—¿Y de dónde es oriundo?

Le expliqué que me había criado en Varsovia pero era originario del distrito de Lublín. Acariciándose la barba, dijo:

—¿Por qué espera usted en el corredor, como un pordiosero? Venga conmigo. Estamos almorzando. Beberá un vaso de té con nosotros.

—Gracias.

El hombre me condujo a un comedor muy luminoso en el que dos mujeres se hallaban sentadas a la mesa; una de ellas tenía el cabello canoso y la otra castaño claro. La primera alzó sus impertinentes para examinarme; la otra me lanzó una mirada entre irónica y despectiva. Me sentía cada vez más mareado y lo veía todo como a través de una niebla. ¿Me estaría quedando ciego?

—Débora, querida —dijo Meir Ahronson dirigiéndose a su esposa—, éste es el joven. Se apellida Bendiger y es oriundo del distrito de Lublín. Su padre es rabino en algún lugar de Galitzia. Se crió en Varsovia. —Se volvió hacia mí y añadió—: Ésta es mi esposa, y ésta mi hija, Minna.

—Encantada de conocerlo —dijeron ambas casi al unísono—. Siéntese aquí —me invitó mi anfitrión señalando una silla—. Querida, pídele a Tekla que traiga té y un tentempié para el joven.

—¿Por qué sólo té y un tentempié? —preguntó con voz cantarina la mujer—. Queda sopa y carne. Puede comer con nosotros.

—Gracias, pero ya he…

—No nos agradezca, y coma —me interrumpió ella—. Si quiere ir a Palestina necesitará mucha energía.

7

Poco a poco la niebla se fue disipando y vi más claramente a las dos mujeres. Era obvio que la madre había sido en un tiempo una hermosa mujer. De ojos verdes, nariz pequeña y aire eslavo, las manchas de la edad afeaban ahora su piel. La hija tenía los ojos y la nariz de la madre, pero era más baja que ella. Su cabello castaño, muy corto, dejaba a la vista sus orejas, como las de un muchacho. Al sonreír, mostraba dientes muy separados. En su expresión había una mezcla de timidez y sarcasmo.

La criada me trajo un bol de sopa de tomate y unas rebanadas de pan. Meir Ahronson dijo:

—No es necesario que haga una ablución, pero tal vez desee bendecir el pan.

—Meir, deja tranquilo al joven —intervino la señora Ahronson—. Este hombre siempre está tratando de salvar a alguien para el mundo venidero.

—Con mucho gusto bendeciré el pan —dije, y murmuré la plegaria.

—¿Qué puede perder? —preguntó Ahronson—. Le viene bien recordar que es judío.

—Los demás no nos dejan olvidarlo —replicó su esposa.

Tomé la sopa procurando no hacer ruido, atento a la regla que había leído en alguna revista. De tanto en tanto miraba de soslayo a la señorita Minna. Ella bebía su té con la vista clavada en el vaso, sonriendo para sí misma. Su madre la instó varias veces a que probara el bizcochuelo que habían servido con el té, pero la muchacha no se molestó en contestarle. Saltaba a la vista que era hija única y muy mimada. Pese al fuerte vínculo que la unía a su familia, sentía una necesidad infantil de rebelarse. Aunque se la veía joven, había en su modo algo que inducía a pensar que rondaba los treinta años, o acaso ya los había superado. Entreví unas hebras grises en su cabello. Tenía labios finos y mentón angular y la cicatriz de una operación debajo de la oreja derecha. Su cuello era largo y delgado y sobre la blusa usaba un corbatín de estilo masculino. Abruptamente se puso de pie, y volviéndose hacia mí me dijo con tono severo:

—Cuando termine de comer venga a verme a mi cuarto.

Noté que la falda le llegaba apenas hasta las rodillas, y que los tacones de sus zapatos eran extraordinariamente altos. Sus piernas eran elegantes, pero demasiado delgadas. La madre la miró con expresión acusadora, aunque yo no acababa de entender de qué manera la había ofendido su hija. La señora Ahronson sacudió la cabeza, como embargada por una pena que no podía ni expresar ni ocultar.

—¿Qué piensa hacer allí, en la tierra de Israel? —me preguntó el señor Ahronson—. ¿Pastorear ovejas?

—Allá necesitan toda clase de trabajadores.

—¿Por ejemplo? ¿Por qué no se hizo usted rabino como su padre?

—No soy ortodoxo hasta ese punto.

—¿Acaso estuvo en el cielo y comprobó por sí mismo que Dios no existe? ¡Tonterías! Las cosas están mal para los judíos en Polonia. Pero ¿es que alguna vez estuvieron bien? Mientras nos aferramos al judaísmo, logramos salir adelante de algún modo. La generación actual no es ni una cosa ni la otra. No quieren ser judíos, y no se les permite ser gentiles.

—En Palestina se les permitirá.

—Ah, ¿de modo que es por eso por lo que usted quiere emigrar? ¿Para convertirse en un gentil? Pues tampoco allí se lo permitirán.

La señora Ahronson alzó sus impertinentes y dijo:

—Meir, hablas como si tú mismo hubieses estado en el cielo. ¿Quién necesitaba esta última guerra? Y fíjate lo que está ocurriendo en Rusia.

—La humanidad tiene libre albedrío.

—Y tú tienes respuesta para todo. ¿Dónde vive usted, joven? —preguntó la mujer volviéndose hacia mí.

—Por el momento en ninguna parte.

—¿Duerme en la calle? —inquirió Ahronson.

Les conté mis experiencias como maestro. Ahronson esbozó una sonrisa de escepticismo, como diciendo: «Ya conozco esa historia». Se acarició la barba y murmuró lo que me pareció una plegaria. Sin duda sus orígenes eran jasídicos, pero debido a su fortuna se había transformado a medias en un maskil, un judío ilustrado. Advertí que contenía un bostezo y dirigía miradas soñolientas hacia la puerta de su dormitorio. Como muchos judíos ricos de Varsovia, Meir Ahronson tenía la costumbre de echar una siesta después del almuerzo.

La señora Ahronson bajó sus impertinentes y me dijo:

—Vaya a ver a mi hija. Es la primera puerta a la derecha, por el corredor.

Llamé a la puerta de la señorita Minna y entré en una habitación cuyas paredes estaban cubiertas por tapices amarillentos y cuadros con pesados marcos dorados, entre ellos un retrato de la propia señorita Minna. Había un piano, libros encuadernados en cuero de Rusia, y otros en terciopelo y seda, de cantos dorados. Había también pequeños pedestales que sostenían figuras de porcelana y metal, un acuario con pececillos de colores, arañas de caireles, varios sofás pequeños, una chaise longue y dos butacas muy mullidas. Sobre la tapa de un elegante escritorio vi cartas desparramadas y recortes de diarios y revistas. No se trataba de un cuarto corriente, sino más bien del boudoir de una gran dama.

La señorita Minna se hallaba sentada en un sofá, con las piernas cruzadas. Sus medias de tono vivo hacían juego con el color de los zapatos. Hizo ademán de que me acercara, pero no me invitó a sentarme.

—¿Está dispuesto a viajar a Palestina si consigue el pasaporte y el visado?

—Sí, por supuesto.

—¿Sus papeles están en orden?

—Todavía no los tengo.

—¿Su salud es buena?

—Muy buena.

—Kalmensohn dice que es usted escritor. ¿Qué escribe?

—En realidad, todavía soy un principiante.

—¿En qué idioma escribe? Por lo que veo, no entiende el polaco.

—Antes escribía en hebreo, pero ahora he comenzado a hacerlo en yiddish.

—¿En esa jerga?

—Llámelo como quiera.

—No se trata de cómo lo llame yo. El yiddish es una jerga, mezcla de alemán corrompido con hebreo y polaco. También el hebreo es corrompido, y por cierto el polaco. Un idioma sin gramática ni sintaxis… ¿Para quién escribe usted? ¿Para los periódicos que utilizan esa jerga?

—Para nadie. Si logro encontrar editor, escribiré un libro; pero para eso aún falta mucho.

—Debo ir a Palestina, donde me espera mi prometido. Si conseguimos viajar con un solo certificado, usted y yo tendremos que casarnos. En cuanto lleguemos a destino nos divorciaremos y cada cual seguirá por su lado.

—Sí, claro.

—¿Entiende el hebreo?

—He escrito en hebreo.

—Yo estudié hebreo en un tiempo. Kalmensohn fue mi profesor. Es un idioma difícil, enteramente asiático. No hice grandes progresos, pero ahora estoy decidida a aprenderlo. No quiero perder un solo día. ¿Aceptaría darme clases?

—Si usted lo desea…

—Quiero que le dediquemos una hora diaria. Gramática, lectura, dictado y conversación. Necesito aprender un mínimo de veinticinco palabras por día. ¿Cuánto me cobrará la hora?

—Lo que usted me pague será suficiente.

—Ah, muy bien. ¿Qué libros necesitaré? Quiero empezar mañana.

Le indiqué los libros que necesitaba, el Hadibur Hebrei de Krinski y una gramática.

—Le daré el dinero para que me los compre —dijo ella—. ¿Dónde vive? ¿Tiene teléfono?

—Por el momento no vivo en ninguna parte.

—¿Qué significa eso?

Le di la misma explicación que le había dado a su madre. Me escuchó con una expresión de incredulidad no exenta de burla mal disimulada.

—No puede vivir en la calle —dijo—. Le adelantaré el dinero de una o dos semanas para que busque un sitio donde alojarse. Antes de gestionar sus documentos tiene que estar registrado en alguna parte. Este asunto ya se ha demorado demasiado por la torpeza de un muchacho con quien pensaba resolverlo. Un imbécil. Espero que usted no siga sus pasos. Kalmensohn lo elogia, y a mí me impresiona como una persona respetable. Compre un periódico y encontrará anuncios de cuartos que se alquilan. Le daré mi número de teléfono. Llámeme para informarme. Es indispensable que tenga un domicilio.

—Sí, comprendo.

—Aguarde un momento. —La señorita Minna se acercó a su escritorio y abrió un cajón del que sacó varios billetes de banco. Tras una imperceptible vacilación, volvió a guardar uno de ellos—. Esto es para una semana. No es necesario que pague por adelantado, pero sin duda querrán un depósito. Si no encuentra un cuarto, ¿dónde dormirá esta noche?

—Tengo un lugar.

—Encuentre un alojamiento lo antes posible. Lo espero mañana a las doce. Es la hora que más me conviene para la clase de hebreo.

—De acuerdo, y gracias.

—Y esto es para el Hadibur Hebrei. ¿Cuánto cree que costará? Confío en que le alcance.

—No costará tanto.

—Tráigame el cambio. Si no me equivoco, entre mis libros debe de haber una gramática hebrea. Echaré un vistazo y se lo confirmaré mañana.

—Muchas gracias.

Me dispuse a marchar. Sentí el impulso de volver la cabeza, pero me contuve. El milagro que acababa de suceder me llenaba de asombro. Debía agradecer a Dios Su benevolencia. También tendría que darle las gracias a Kalmensohn.

Salí al corredor y cogí mi mochila. Parecía pesar menos, y yo sabía por qué. También sentía mis piernas extrañamente ligeras. Al fin contaba con algunos contactos útiles en Varsovia, aunque sólo fuera por poco tiempo. Salí a la calle, compré un par de diarios y me detuve en la acera para leer los anuncios de cuartos en alquiler. En esa incómoda posición me costaba entender lo que leía. Lo mejor sería ir a algún lado a tomar una taza de café. Encontré un café en el 38 de la calle Leszno, y entré. Me senté a una mesa y subrayé con lápiz varias direcciones. Uno de los anuncios me interesó en especial. Se ofrecía una habitación no lejos de allí, en la misma calle donde vivía la señorita Minna. Rezaba:

CUARTO PEQUEÑO SIN VENTANAS
PARA CABALLERO SOLO. ALQUILER ASEQUIBLE

Era lo que yo necesitaba; pero me asaltó una inquietud: quizá ya lo hubieran alquilado. El periódico se imprimía muy temprano, antes del amanecer. No me atreví a perder ni un momento. Pagué el café y desanduve el camino que había hecho.

Aunque tenía mis dudas acerca de todos los dogmas religiosos, conservaba el hábito de la plegaria. Recé para que el pequeño cuarto sin ventanas aún no hubiese sido alquilado, recordando al mismo tiempo las palabras de la Gemará: aquel que reza para cambiar un suceso que ya ha ocurrido, reza en vano, pues ni siquiera Dios puede hacer que el tiempo retroceda.

8

Entré en un patio pequeño pero limpio, con suelo de asfalto. En el medio se erguía un solitario árbol cuyas ramas el invierno había desnudado. Pregunté por el número que buscaba y me indicaron la entrada correcta. Aunque aún era de día, en las escaleras ya reinaba la oscuridad.

Llamé a la puerta y oí pasos de inmediato. Dos mujeres salieron a recibirme. Una era alta, de unos treinta años, y la otra, más baja, rondaba los veinte. La mujer mayor tenía un rostro anguloso, cuello largo, nariz aquilina y ojos grandes y oscuros. Peinaba su rizado cabello como lo habría hecho un hombre, y también sus orejas parecían masculinas. Tenía un cigarrillo casi consumido entre los labios y una mirada jovial. Al instante, no sé por qué, se me ocurrió que era comunista.

La mujer menor me pareció una estudiante. Al acercarme advertí que su nariz tampoco era recta, pero a diferencia de su compañera, delgada y enjuta, presentaba una figura regordeta, un busto opulento y unas mejillas sonrosadas. Parecía maravillosamente saludable y vivaz, como si acabara de volver de una dacha. Las dos mujeres jadearon un poco al reírse. Por lo visto habían corrido para abrir la puerta, procurando adelantarse la una a la otra. Sin darme tiempo a abrir la boca, la mujer mayor dijo:

—Viene por la habitación, ¿verdad?

—Sí.

—Adelante, pase.

Mis esperanzas renacieron. Las mujeres me condujeron por un pasillo oscuro hasta una habitación en la que había un mechero de gas encendido.

Se trataba de una estancia pequeña, que semejaba un nicho más que una habitación, con una cama, una mesa pequeña y una silla. También había tres estantes con libros.

—Helo aquí —anunció la mayor—. Si a usted le gusta tomar baños de sol en su habitación, esto no es lo que le conviene. Pero si lo que busca es un lugar para dormir, aquí lo hará plácidamente.

—No necesito baños de sol.

—Pues no le vendrían mal. Está demasiado pálido. Claro que en eso no podemos ayudarlo.

Me pidió un alquiler ridículamente bajo y me apresuré a decir:

—Lo tomaré.

—¿Cómo, tan rápido? Bien. Aquí vivía un hombre joven, un ingeniero. Consiguió un puesto en Danzig y nos dejó sus libros, libros técnicos y de matemáticas. No entiendo una sola palabra de ninguno de ellos. Si le interesan, son suyos. ¿Cuándo quiere mudarse?

—Ahora mismo.

—Vaya, sí que va usted deprisa. Queríamos limpiar un poco, aunque en realidad no hay mucho que hacer. Cambiaré las sábanas. ¿Dónde están sus cosas?

Señalé mi mochila. La chica más joven soltó una risita. La mayor preguntó:

—¿A qué se dedica usted? ¿Es poeta?

—Aspiro a ser escritor.

—Muchos aspiran a eso.

—¿Debo dejar un depósito?

—Si le parece, pague la mitad del mes. Con eso bastará.

Conté el dinero que me había dado la señorita Minna y se lo entregué. Ella echó una mirada a los billetes y se los tendió a la mujer más joven.

—Mi nombre es Bella, o Bayla —dijo—. Mi sobrina se llama Edusha, Elke en yiddish. Es una de las hijas de mi hermana, que vive en Londres con su segundo marido, un rabino. Ésa es la historia completa. ¿Qué clase de trabajo hace usted, además de dedicarse a la poesía?

—Me dispongo a emigrar a Palestina. Tengo un certificado y…

—En ese caso, ¿cuánto tiempo piensa quedarse aquí?

—Varios meses.

—Muy bien. Nuestros inquilinos nunca se quedan mucho tiempo. Se marchan, y tenemos que empezar de nuevo. ¿Verdad que si cuenta usted con un certificado puede llevar a otra persona?

—Ya he hecho un arreglo con una joven.

—¡Tiene usted respuesta para todo! ¿Es sionista?

—Mi propósito es ir a Palestina.

—¿Y qué va a hacer allí? ¿Comer algarrobas como las cabras? Inglaterra nunca abandonará ese lugar…, por lo menos de forma pacífica. Cuando se apoderan de algo, no lo comparten con nadie. Permitirán la entrada de unos pocos judíos y después instigarán a los árabes contra ellos. Ésa es la eterna política de Inglaterra: divide y reinarás. Los árabes, por su parte, también tienen derechos. Es su tierra, no la de ustedes. Allí vivieron y lucharon durante dos mil años, y ustedes lo único que tienen es un título de nobleza concedido por Dios. Dios le hizo una promesa a Abraham. Prometió muchas cosas y no cumplió su palabra. Es asombroso lo tonta que llega a ser la gente en ocasiones.

—Basta, Bella —intervino la sobrina.

—¿Acaso le hago algún daño? Sólo digo lo que pienso. Usted se ha dejado encandilar por falsas promesas. Como polaco, su país es éste. Es aquí donde hay que reorganizar la sociedad para que viva todo el mundo y no solamente unos cuantos cerdos que no paran de robar para su propio provecho. Nadie nos regalará una sociedad justa; hay que luchar por ella.

—Mi tía es una propagandista —dijo Edusha—. ¿Cómo se llama usted?

—David Bendiger.

—Bendiger, ¿eh? Si quiere ir a Palestina, pues vaya. El mundo es igual en todas partes. También allí hay obreros. Los obreros judíos y los obreros árabes acabarán por unirse. La historia marcha en esa dirección.

—Nadie sabe qué dirección tomará la historia —apunté.

—Oh, sí, desde luego que se sabe —replicó Bella—. La historia no es una fuerza ciega. Tiene leyes muy concretas. Bien, debo cambiar las sábanas. Por favor aguarde un momento en la sala. Edusha, acompáñalo.

—Venga conmigo.

Edusha abrió una puerta y entré a una habitación que parecía una mezcla de dormitorio, comedor y sala.

Había una cama, un armario, un sofá y una mesa con sillas. Todo tenía aspecto de viejo y gastado. La ventana daba a un pozo de ventilación.

—Siéntese y póngase cómodo —dijo Edusha—. En esta casa todos somos como una familia. El ingeniero que nos alquilaba el cuarto, Stanislas Kalbe, comía con nosotras. Mi tía y yo somos buenas cocineras. Mi madre se fue dejándome aquí, pero pronto me casaré. Mi novio está en viaje de negocios, pero cuando vuelva nos instalaremos en un apartamento. ¿Qué piensa hacer usted en Palestina?

—Todavía no lo sé.

—¿La mujer con la que viajará es su prometida, o se trata de uno de esos matrimonios de conveniencia?

—Ella tiene un novio allí.

—Ah, entiendo. Entre los sionistas todo es ficticio. El movimiento sionista no es más que una ficción. Pero no se aflija, no es culpa suya. Usted es una víctima de las circunstancias. El capitalismo lo ha torcido todo de tal manera que será necesario enderezarlo.

—¿Quién enderezará a quién? ¿Un jorobado enderezando a otro?

Edusha soltó una carcajada fuerte y cristalina.

—Eso ha estado muy bien —dijo—, pero no tiene razón. No todo el género humano está formado por jorobados. Las masas son rectas, aunque se hacen grandes esfuerzos para torcerlas mediante la religión, el nacionalismo y quién sabe cuántas cosas más. Mi madre es una judía devota que se casó con un rabino. Mi padre murió cuando la epidemia de tifus. Nuestra familia está dividida; la mitad es ortodoxa, la otra mitad, moderna. Mi abuelo es un judío muy piadoso, un erudito, discípulo de los jasidim de Alexandrov. Me refiero a mi abuelo paterno. Y usted, ¿qué escribe? ¿Poesía realmente?

—Estoy tratando de escribir cuentos.

—Léame algo. Me encanta la literatura. Uno de los amigos de mi tía es un famoso poeta yiddish. Tal vez haya oído hablar de él. Se llama Susskind Eijl.

—No lo conozco.

—Qué raro. Todo el mundo sabe quién es. Nació en Rusia y vino a Polonia después de la guerra Polaco-Bolchevique. ¿Sobre qué escribe usted? ¿Sobre la vida en las aldeas judías?

—Por ahora sólo soy un principiante.

—Todos fueron principiantes alguna vez. ¿Cómo es el refrán? «Cracovia no se construyó en un día». Disculpe, oigo sonar el teléfono.

Edusha salió corriendo al pasillo y seguí con la mirada el movimiento de sus caderas. Observé que sus pantorrillas eran gruesas pero tenía tobillos esbeltos. «Bien —pensé—, una izquierdista».

Sentado en el sofá, sentí que me invadía un sentimiento de asombro ante cuanto me ocurría. Mi propia vida se me antojaba una novela confusa. Yo no era ni de Varsovia ni de provincias. En mis dieciocho años y medio había peregrinado de un lugar a otro, había vivido guerras, me había convertido en un refugiado, y todo ello había dificultado mi educación. Había vivido esos años en un perpetuo estado de crisis, y ahora me disponía a abandonarlo todo para ir a Palestina. Tendría que escribir en hebreo, porque allí nadie necesitaba el yiddish. En rigor de verdad, ¿acaso alguien necesitaba mi hebreo? En ese país, la mitad de los judíos eran escritores.

De repente me sentí muy cansado. Apoyé la cabeza en el respaldo y cerré los ojos. «Sí, todo está torcido —pensé—, y nadie lo enderezará». Sabía lo que habían hecho en Rusia en nombre de la revolución: millones de personas inocentes asesinadas, rabinos, comerciantes y simples ciudadanos judíos fusilados. Los comunistas judíos escupían sobre la historia de su pueblo. Para ellos, la verdadera historia de los israelitas comenzaba en octubre de 1917. Los campesinos se morían de hambre. Rusia depositaba todas sus esperanzas en que se produjera una revolución en Alemania. El lema de los enderezadores era: «Cortémosle la cabeza».

Bella y Edusha volvieron juntas.

—Ya he cambiado las sábanas —dijo la primera—, pero puede quedarse aquí. ¿Ha comido?

—Sí.

—Coma si lo desea. No le cobraremos mucho. Díganos qué platos le gustan, y se los prepararemos. Ya nos pagará más adelante. Ése era el arreglo que teníamos con Stanislas Kalbe, y por cierto no nos aprovechamos de él. ¿Qué clase de cosas escribe usted?

—Cuentos —terció Edusha.

—He escrito un ensayo —dije—, Spinoza y la Cábala.

Bella se mostró interesada.

—¿Cursó estudios de filosofía?

—He leído bastante.

—Alguna vez intenté leer la Ética de Spinoza, pero es difícil y no tengo la paciencia necesaria. Sólo me interesa lo que puede ayudar a las masas de forma directa.

—A las masas también les interesa el conocimiento.

—El conocimiento concreto, no las elucubraciones de Spinoza. Por encima de todo, las masas necesitan pan, y para conseguir pan, necesitan poder. Cuando uno carece de poder, pierde su pan. Sólo cuando las masas conquisten el poder tendrán tiempo para pensar qué fue primero, si la gallina o el huevo.

El teléfono volvió a sonar; las dos mujeres se precipitaron hacia el pasillo para responder y chocaron al intentar salir por la puerta. Bella exclamó:

—Edusha, por tu culpa me voy a romper una pierna.

Justo en ese momento se oyó el timbre de la puerta principal. Sin duda alguien deseaba ver el pequeño cuarto sin ventanas. Oí que Edusha decía:

—Demasiado tarde, ya está alquilado.