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Dos

Ater y yo llegamos al río. Él ya no tenía miedo, pero solo pensaba en yeguas y en luchar con los sementales que las tuvieran, en aparearse con ellas y protegerlas a ellas y a los potrillos que tuvieran. No puede estar bien que un hombre sepa todo lo que piensa el caballo que monta, pero yo sabía aquello.

Anoche, mientras limpiaba mi escudo, recordé a un semental blanco, la armadura que yo llevaba, y los leones que rugían a mis dos lados mientras yo corría hacia mi enemigo. Pero lo que mejor recordaba era el semental, el rápido semental del sol. ¡Qué bueno era! ¡Qué hermoso y valiente! No me lo quedé, y decidí que tampoco me quedaría a Ater.

Cuando llegamos al río, desmonté, le quité la brida y la tiré al agua.

—Me has pagado por haberte salvado de los leones —le dije. Lo he leído aquí—. Estamos en paz y no te mantendré como mi esclavo. Vete en paz.

Me miró con un ojo, como si le diera miedo creer en la libertad.

—¡Vete! ¡Buena suerte! —Le di una palmada en el lomo—. ¡Encuéntrala!

Trotó unos cien pasos más o menos antes de darse la vuelta para mirarme.

—¿Somos enemigos, Latro?

—¡No! —le grité—. ¡Amigos! ¡Amigos para siempre!

Me miró un momento, otra vez con el ojo izquierdo, se dio la vuelta, y se alejó al trote.

Un barquero que me había estado observando me dijo:

—Debes estar loco para dejar en libertad a un animal así. Voy a cogerlo.

—Lo estoy. —La punta de mi lanza lo detuvo antes de que pudiera dar ni un paso—. ¡Loco de verdad! Toda mi familia te lo dirá cuando te los encuentres en la tierra de los muertos. —Me incliné sobre él y le susurré—. Los maté. Los maté a todos. Mi esposa. Nuestros hijos. Mis propios padres, los suyos, los padres de nuestros hijos. ¡Todos muertos! ¡Muertos! Pero lo he olvidado. —Me reí, no para impresionarlo, sino por que se me ocurrió que podía ser verdad—. Debes llevarme a una ciudad que está en una isla. ¡Llévame ahora mismo! Un pez enorme tiene intención de tragársela. Me lo dijo el cocodrilo, y debo advertir a la gente.

Solté la amarra y me subí a su barco.

—Vamos. O voy yo. ¿Esto no navegaría mejor si le diéramos la vuelta?

Corrió a saltar conmigo.

—Es mío. Mi barco. Me moriría de hambre sin él.

—Haz que navegue —le dije. Cuando me dejó en esta isla le di una moneda, cosa que lo sorprendió enormemente.

Encontré una casa de comidas y comí, no porque tuviera hambre, sino porque sabía que había pasado mucho tiempo desde la última vez que lo había hecho, y me sentía débil. Comí pan caliente de la sartén, humeante, fortalecedor y grasiento, y un cuenco grande de sopa de pescado que por lo menos era comestible. En el mercado compré dátiles frescos. Me dejaron las manos pegajosas, pero eran tan buenos como cualquier comida que cualquier hombre se hubiera llevado jamás ala boca.

Cuando me hube comido el último y había dejado que un perro callejero me lamiera las manos, se me ocurrió que podía ir a un templo, hacer una pequeña ofrenda y rezar por recordar como lo hacen otros hombres. Después de eso podría visitar todos los templos de la ciudad, y hablarles a los sacerdotes acerca de Falcata y pedirle ayuda a los dioses para recuperarla.

Hablé con un hombre que me recomendó el templo del Sol, pero está en la península. Decidí visitarlo cuando me marchara y regresé al muelle, y al final di una vuelta por toda la isla. Mucha gente me dijo que un barco grande extranjero había pasado por allí tres días antes. Uno me dijo que había estado atracado algún tiempo, y me señaló el lugar. Todos estaban de acuerdo en que tal barco no se encontraba entonces ya en el muelle. Cuando les pregunté acerca de un edificio majestuoso no muy lejos del agua me dijeron que se trataba del templo de Isis. Ya había pasado por un templo así en el extremo sur de la isla y no había entrado, y decidí que no pasaría este de largo.

Había un sacerdote aguardando a la entrada para recoger las ofrendas de aquellos que habían acudido a hacerle alguna petición a la diosa. Lo estuve observando un rato y me di cuenta de que aceptaba cualquier ofrenda, sin importar lo pequeña que fuera.

Le di un sicle de plata y le pregunté cuál era la mejor manera de ganarse su graciosa atención.

—Deja estas armas conmigo —me dijo—, yo te las cuidaré y te las devolveré cuando te vayas. Póstrate ante la diosa, júrale que harás cualquier cosa que te ordene, haz tu petición y escucha en silencio a la espera de que ella te hable en tu corazón.

Le di las gracias e hice lo que me había dicho. Las puertas del lugar más sagrado estaban medio abiertas, para que pudiéramos ver algo de la diosa que había dentro. Me postré.

—Soy un hombre fuerte, oh, gran Isis, muy capaz de trabajar y luchar. He perdido mi espada Falcata, y te suplico que me la devuelvas. Cualquier orden que me des la olvidaré en un día o menos, lo sé. Pero lo escribiré donde lo vuelva a ver, y obedeceré sin falta. ¿He asesinado a mis padres? ¿A mi esposa? ¿A nuestros hijos? Formulo estas preguntas porque estas palabras han asomado hoy mismo a mis labios, y yo no lo puedo recordar. ¡Por favor concédeme recordar como lo hacen los otros!

Se acercó a mí y yo me puse en pie y entré en el lugar más sagrado.

—Soy la hija de Ra —me dijo—, madre de muchos reyes, la señora de la magia y la amiga de las mujeres. —Hablaba despacio y con voz cálida, la voz de una mujer cariñosa que le habla a un niño. Se detuvo y me puso una mano en la cabeza—. No puedo curarte. Camina hacia la estrella del norte hasta que encuentres tu espada. Después encamina tus pasos hacia el sol naciente. Te enseñaría magia, pero pronto perderías todas mis enseñanzas, porque eres un recipiente roto. Tienes mi bendición.

La bendición que murmuró fue demasiado rápida como para que pudiera entenderla, y quizá fuera en una lengua que yo no hablo. Aún así me lleno de calor y luz.

—Mira detrás de ti —me dijo—, y verás a un hombre alto con una túnica sucia postrado en mi suelo. Debes regresar a él.

Ya me marchaba del lugar más sagrado cuando su voz me detuvo.

—No he encontrado culpa de sangre alguna en ti —me gritó—. No has asesinado a nadie.

Cuando pedí mi lanza, mi escudo y mi garrote de «templo perdido», hablé de Falcata con el sacerdote. Él nunca había visto una espada así. Las espadas de aquella tierra son largas, rectas y de doble filo. Yo ya había visto espadas así en el mercado.

Ahora estoy sentado en un embarcadero flotante y escribo, mojo mi pluma en el río.

Una vez fui esclavo en este templo. Me lo ha dicho el sacerdote Kashta.

—Eras nuestro vigilante —me dijo, y no hemos tenido ninguno tan bueno desde entonces. Por orden del dios te entregamos a ti y a tu esposa a un rey del sur.

Dije que le haría una ofrenda al dios, es el dios del Sur, si me ayudara a recordar.

El sagrado Kashta negó con la cabeza.

—Nos bendijeron con ricos regalos por ti. No tocaré esa bolsa que llevas. No debes tener muchos medios.

Protesté, pero él me interrumpió.

—Serviste a Seth fielmente mientras estuviste aquí. Si no te pide tu servicio, tampoco te pedirá una moneda. Entra y haz tu petición.

Me permitió quedarme con mis armas. Cuando hube ofrecido mi oración me preguntó dónde iba a dormir aquella noche.

—Todavía no he encontrado un lugar —le dije—, pero en esta ciudad debe haber quien le alquile una cama a un hombre sincero.

—Te robarán. Duerme aquí. Te haremos una cama en la hornacina. Esta noche vienen seis seglares a custodiar el templo. Les hablaré de tí y les diré que te despierten si necesitan otro hombre.

Con la última luz del sol que se esconde escribo en este templo.

Esta mañana hablé con el líder de los hombres que guardaron el templo.

—Ningún problema —dijo—. Ninguno en absoluto. Saben que estamos aquí. ¿Te despertó la mujer?

No me había despertado nadie y se lo dije.

—Estaba buscando a su marido. ¡En un templo! ¡Por la noche! Si me preguntas, yo diría que estaba borracha, y debía pegarle a su pequeña sierva sin misericordia alguna. Pero lo importante es que entró un perro corriendo cuando le abrí la puerta. Eso no les va a gustar a los sacerdotes, así que tenemos que encontrarlo y echarlo antes de que lleguen. ¿Nos ayudarás?

Le dije que lo haría, pero cuando lo encontramos estaba escondido debajo de una mesa grande en la que se mostraban los regalos reales. Un hombre se agachó y se metió debajo para cogerlo, pero salió rápidamente a pedir un trozo de tela para la mano que le sangraba.

—Tendremos que matarlo —dijo el que había hablado conmigo—. Será un desastre.

Los vendedores callejeros ya gritaban sus mercancías a la salida del templo. Yo le dije que no sabía nada de perros y le recomendé que esperara, y por una moneda de cobre conseguí carne picada de quién sabe qué tipo enrollada en una gran hoja verde. Se la ofrecí al perro y le hablé con amabilidad, así lo saqué de allí en menos tiempo del que me ha llevado escribirlo.

Mi problema es que este perro me siguió cuando abandoné el templo de Set, nadó tras la barca que alquilé y me siguió de nuevo cuando abandoné el templo del sol.

Sigue conmigo. A veces me obedece, pero no lo hace cuando le ordeno que se marche. ¿Tengo que apedrear a un perro que me quiere? Esta tarde pude coger pescado con mi lanza para que nos alimentáramos los dos, pero ¿qué voy a hacer con un perro?

Me despertaron los ladridos de Cautus. La mujer quiere que lea esto cuando vuelva a ser de día; pero ahora voy a escribir como me indica el babuino, aunque sé que la hermosa mujer espera mi abrazo. No me queda más que un pequeña tira de papiro por cubrir.

—Todos decían que estabas en el barco, incluso Neht-nefret. ¡Pero no estabas! ¡No estabas! Qanju no quería que nos fuéramos, pero Mtoto y yo nos escapamos la noche siguiente y regresamos a Naqa a buscarte. Soy tu esposa, Latro. Tú eres mi marido. He estado preguntando acerca de tu espada en todos los lugares en los que no era peligroso hablar con la gente. No la he encontrado, pero te ayudaré a buscarla todo el tiempo que quieras hacerlo. Solo…, solo que no me debes abandonar nunca más.

Mañana, los dos (los cuatro) iremos a buscar a Falcata, el niño con cicatrices, Cautus, la mujer hermosa y yo.

Creo que no es sincera, pero es joven y dispuesta, ¿quién no lo es?

[Estas son las últimas palabras del pergamino del lago Nasser].