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Toda nuestra compañía

Los marineros y mis soldados, así como las personas de más importancia, se reunieron en la sección central del barco mientras echábamos el ancla en el centro del río. Les hablé del dios del río al que tan bien recuerdo y de cómo me devolvió a Falcata. También les dije que estaba decidido a encontrarla otra vez y reclamarla. Les dije que si era necesario abandonaría el barco y permanecería en Nubia. Que la encontraría o moriría en el intento.

Qanju me dijo que no podía quedarse ni ordenarle al barco que lo hiciera, pero que me proporcionaría toda la ayuda que pudiera. Nos detendríamos en todas las ciudades y pueblos para que pudiera buscar. El capitán me explicó que se encontraba bajo las órdenes de Qanju y que no podía hacer lo que él mismo deseaba. Más aún, lo había fletado el rey; cuando hubieran informado al sátrapa, llevarían al rey y a la reina al Gran Mar, y más allá a las ciudades de los hombres carmesí, desde donde pueden llegar a la ciudad de la reina por un camino sencillo. Sin embargo, él regresaría a Nubia, cuando hubiera terminado su viaje, me encontraría allí, me ayudaría si podía, y me llevaría a casa o a Sidón, lo que yo prefiriera.

A través de su reina, el rey expresó su enorme amistad. Él y sus cuatro guerreros me ayudarían a buscar por todos los lugares por los que pasáramos y me ayudarían a recuperar a Falcata si la encontrábamos. Me ha dado oro.

Kames habló de su miedo a volver a entrar en Nubia. No se atrevería a aparecer mientras nuestro barco estuviera allí, pero si he de quedarme atrás, como había jurado que haría si no encontraba a Falcata, me mandaría ayuda desde la casa de su padre en Wast.

El príncipe Nasakhma prometió ayudarme de todas las maneras posibles, si lo dioses lo elegían para llevar la corona; y Sahuset me dijo que me ayudaría siempre y cuando me quedara en el barco, buscaría mi espada con magia y me contaría todo lo que descubriera.

Entonces, Qanju dijo que consultaría con la sabiduría de las estrellas aquella misma noche. Él también me contaría todo lo que averiguara.

Thotmaktef me prometió hablar con los sacerdotes del templo de Thoth en Napata (donde está la casa del rey nubio), me describiría a mi y a lo que busco y les pediría que me ayudaran. Cuando se hubiera preparado me otorgaría la gran bendición de su dios, que me dijo que me ayudaría a escribir en este pergamino. Así escribiré mucho de lo que de otra forma olvidaría y perdería. Lo haría después de la comida del mediodía.

Cuando dijo esto su babuino se movió y me miró durante tanto tiempo y con tal intensidad que al final fui yo quien apartó la vista. Yo creía que ningún simple animal me podía mirar a los ojos durante tanto tiempo. Ahora ya sé que no es así.

(Me asombra que nadie hable nunca del babuino o le preste la más mínima atención, aunque es grande y con toda seguridad debe ser muy peligroso si se le exalta. Los marineros no juegan con él, Thotmaktef no lo acaricia y las mujeres no muestran tenerle nada de miedo. Como no tenía nada de comer que darle, tampoco le hice ningún caso).

La mujer de Thotmaktef me prometió que hablaría con los hombres de su tribu en mi nombre. Con frecuencia van a las ciudades a comerciar en los mercados, me dijo. Les hablará de mí y les pedirá su ayuda para encontrar a Falcata.

Neht-nefret me dijo que tenía que entender que Myt-ser'eu y ella tenían la intención de regresar al templo de Hathor en Sais. El capitán estaba de acuerdo. Habían estado fuera varios meses, muchos más de los que requiere un viaje río arriba por el Gran Río. Entonces Myt-ser'eu me apretó la mano y lloró; pero yo sé que se siente igual que Neht-nefret, me lo había dicho antes de que nos encontráramos con los demás. Ambas me prometieron ayudarme mientras estuvieran conmigo, y ambas tenían la esperanza (Myt-ser'eu dice que ella fervientemente) de que encontrara mi espada antes de que el barco llegara a la frontera de su país, que se encuentra (dijo nuestro capitán) al norte de la primera catarata.

Mis soldados se ofrecieron a ayudarme en la búsqueda de mi espada mientras estuviéramos en el barco. La conocen, me dijeron, y la reconocerían al primer golpe de vista. Baginu habló él solo como el único soldado de Parsa, Aahmes lo hizo en nombre de los cinco del país de Myt-ser'eu.

De la misma manera, Azibaal habló en nombre de los marineros. Ellos también buscarían, y dijo que eran el grupo más numeroso del barco. Tengo más fe en mis seis soldados, pero espero que los marineros demuestren que me equivoco.

He recibido la gran bendición de su dios por parte de Thotmaktef. Cantamos y ofrecimos incontables oraciones, oraciones que no soy capaz de escribir aquí aunque intentara embarcarme en tan insensato acto.

Cuando nuestro barco hubo echado el ancla, él y yo nos adentramos entre los juncos en el barco. Estos pantanos son muy peligrosos, tienen hipopótamos, serpientes y cocodrilos. Yo creía que nos íbamos a quedar en el barco, pero no lo hicimos, lo dejamos para ir por entre los juncos del agua que nos llegaban hasta las rodillas. Mi pergamino está hecho con juncos como estos, según me explicó Thotmaktef, y también es uno de esos juncos el que utilizo para escribir. Mi tinta es negra, está hecha con sus cenizas, y se adhiere al papiro porque lleva su sangre. Aquellos a los que los dioses de Kemet no encuentran falta alguna en su muerte son enviados al Campo de juncos para esperar a la nueva vida.

Mientras Thotmaktef me decía todo aquello, vi que su babuino nos había seguido, o quizá se lo hubiera traído la cazadora de pelo claro que le cogía la pata mientras caminaban por encima de la multitud de juncos. La cazadora me sonrió y desapareció, a pesar de ello dejó un vacío en mi corazón. Ahora que esa ceremonia ha terminado, a ella la recuerdo mucho mejor de lo que recuerdo cualquier momento de dicha ceremonia, su grácil figura, sus pómulos altos y sus sonrientes ojos azules. Llevaba un pecho desnudo. Su túnica[6] le cubría el otro, si es que ahí había otro pecho. Desde un lado se sacó la flecha que le había teñido la túnica con su propia sangre. Después de lavar la punta en el agua, la secó y la metió en su carcaj.

Aquella noche me desperté dos veces. Deseaba escribir acerca de tales momentos, pero no pude hacerlo porque no tenía lámpara. Ahora he visto cómo un barco traía el sol. El babuino (al que trajo la mujer de la que escribí la última vez que abrí este pergamino) iba en su proa.

Qanju fue el que me despertó primero. Me dijo cómo se llamaba porque temía que lo hubiera olvidado mientras dormía.

—He mirado las estrellas para ti —me dijo—, y hablan de guerras durante peligrosos viajes. Caminarás en círculos durante años y seguirás el rastro de tus propios pies.

Le pregunté si encontraría a Falcata, y en tal caso cuándo y dónde.

—La encontrarás —dijo—. Podría decirte más cosas si supiera el día en que naciste y la posición de las estrellas en aquel momento.

Yo no podía decirle aquellas cosas.

Qanju suspiró.

—En tal caso no hay nada seguro. Encontrarás tu espada, pero por lo que he visto no la encontrarás en el lugar en el que has estado buscando, ya que el Cazador del Cielo te ha dado la espalda. En cuanto a cuándo la encontrarás, las estrellas declaran que nunca la has perdido.

Negué con la cabeza.

—No entiendo.

—Yo tampoco, Lucius. Cuando vuelvas a tener tu espada espero que me digas cómo la has recuperado.

La segunda persona que interrumpió mi sueño fue una mujer muy hermosa; me tocó en un lugar en el que yo dudaría mucho tocar a una mujer que no fuera mi esposa.

—Me has despertado —me susurró—, por eso yo te despierto. ¿En quién confías?

—En nadie —contesté yo también en un susurro—, ni siquiera en mí mismo, aunque confiaría en mi espada, si la tuviera. Por esa razón trato de encontrarla.

La mujer mentirosa que está a tu lado no confía en ti. Han sido demasiados los hombres que la han engañado. Espera que la engañes cada vez que hablas con ella.

—Yo tampoco confío en mí mismo —le repetí.

—Eso dices. Sin embargo, lo haces. Yo también confío en tí. Hazme un pequeño favor y te contaré muchas cosas que te conviene saber.

—Cuéntamelo ahora —le susurré—, si confías en mí. Cuéntamelo, y si me conviene lo que me cuentas, te haré el pequeño favor que me pides.

—¿Lo harás?

Me levanté haciendo el menor ruido que pude.

—Tienes mi palabra.

—¿Has olvidado a Sahuset?

—¿El sabio del país de Myt-ser'eu? He olvidado qué aspecto tiene, pero antes de dormir leí que buscaría mi espada con magia.

—Lo está haciendo mientras hablamos, pero no debes creer nada de lo que te diga. Miente para engrandecerse a sí mismo; y si él encuentra tu espada, jamás la recuperarás.

—Pareces conocerlo muy bien. ¿Eres Neht-nefret? He leído ese nombre en este pergamino antes de dormir, y sé que la mujer que estaba a mi lado era Myt-ser'eu.

—Soy Sabra, su esposa. —Sabra se rió muy bajito, pero su risa me hizo desear tener la lanza en la mano—. Lo conozco mejor que nadie. Yo soy él, de una manera que nunca podrás entender. También soy la mujer que te ayudó a luchar contra los soldados del rey Siaspiqa. Lo has olvidado, pero te habrían matado si no hubiera sido por mí. Ahora regresas al reino de Siaspiqa para buscar la espada que dejaste allí. Puede que me vuelvas a necesitar.

—Espero que no. —Olvido muy rápido, lo sé; pero no he olvidado su risa con tanta rapidez.

—Te dije que te diría algo valioso. Te he advertido contra mi marido, cosa que te podría salvar la vida si lo necesitaras. Ahora te diré algo más, y te pediré el pequeño favor que me prometiste. Soy la esposa de Sahuset, pero preferiría ser la tuya.

Negué con la cabeza.

—Eso no tiene ningún valor para mí. Nunca tomaría a la esposa de otro hombre. —Unos pasos más allá Myt-ser'eu se movió al oír nuestras voces.

—¿No soy nada? —Sabra me acarició la mejilla mientras hablaba, su mano estaba suave y fría.

—Eres muy bella —le susurré—, y no necesitas las joyas que llevas para tentar a ningún hombre. Si fueras mía, me alegraría mucho. No lo eres, y si tu esposo nos encontrara juntos, podría matarte.

—No lo hará. Tiene hechizos, pero yo tengo los suyos y los míos.

Una bestia rugió mientras hablábamos y me di la vuelta y vi unos ojos ardientes detrás de mí.

—Beteshu no te hará ningún daño, pero no tienes que preocuparte por Sahuset mientras Beteshu esté con nosotros. Escúchame. Dices que no confías en esa mujer y haces bien en no hacerlo. Sin embargo, la quieres. Niégalo si quieres, seguirá siendo cierto aunque lo niegues o lo jures.

Me encogí de hombros.

—Continúa.

—Ella lleva un amuleto que le dio mi marido, una cabeza de toro. Sahuset es el toro, la llevará hacia él. Esa es la última carta que me queda. Si no tiene ningún valor para ti, no me debes favor alguno.

Antes de que Sabra terminara de hablar, yo ya estaba arrodillado junto a Myt-ser'eu. Rompí la cuerda que sujetaba el amuleto alrededor de su cuello con los dedos y lo eché a un lado. —Mereces el favor queme pidas —le dije a Sabra—. ¿Qué es lo que quieres?

Pude ver el brillo de sus dientes en la oscuridad.

—Ya me has hecho el favor que te iba a pedir. ¿Puedo pedirte otro?

Me volví a poner en pie.

—¿De qué se trata?

—Un beso.

Cuando nuestros labios se encontraron, tuve la sensación de tener entre mis brazos a una veintena de mujeres. Entre ella se encontraban Myt-ser'eu y la reina. Al resto, y había muchas, no las conocía.

Cuando nos separamos, yo susurré:

—No eres como otras mujeres.

Ella se rió como antes, enfrió todo mi ardor.

—Una vez fui un cocodrilo. Quizá lo hayas notado.

La vi marcharse hacia la popa y desaparecer en la oscuridad. Puede que la pantera fuera con ella. No lo sé.

Alguien atacó a la reina aquella noche, le hicieron un corte en el muslo sin despertarla. Qanju, nuestro líder, según dice Mytser'eu, y también el mayor de los hombres que hay en el barco, intenta descubrir al culpable. El hombre alto, que Myt-ser'eu jura que es un brujo, estaba hablando con el carpintero cuando yo empecé a escribir esto. Quería que el carpintero le dejara su martillo y le diera siete clavos. El carpintero no quería dejarle su martillo, pero se ofreció a cerrar la tapa de la caja larga que el hombre alto quiere cerrar. Han bajado a la bodega y oigo los golpes del martillo del carpintero.

El brujo le dijo al rey que sabía quién había atacado a la reina y que se ocuparía de que no la volvieran a molestar. El rey se enfadó, quería matar al hombre que fuera culpable con sus propias manos; pero el brujo le dijo que él no podía decirle el nombre del culpable. El rey le habría roto el brazo, y Qanju me ordenó que lo evitara, cosa que hice.

Eso convirtió al rey en mi enemigo, aunque sé que una vez fue mi amigo. Ya no puedo pintarme como sus guerreros.

Estamos en Naqa, por tanto en Nubia. Eso dice mi amigo el capitán. Mis hombres y yo fuimos al mercado y a las tiendas para buscar la espada que el dios del río templó para mí. Myt-ser'eu vino también, pero no podía buscar ella sola porque había olvidado cómo era mi espada, dice que le prestaba poca atención cuando la tenía. (Pensaba que era grande y pesada). Además, este no es un lugar en el que una mujer sola esté segura.

Esta noche dormiremos en tierra, todos están encantados. Hay un enorme edificio público en el que los viajeros pueden estabular sus caballos y almacenar sus bienes. Tiene pequeñas habitaciones a las que hay que llevar la ropa de cama. Las noches en el barco eran frías, lo sé, a pesar del calor del día; y con tanta gente a bordo, dormíamos unos sobre otros, o eso dice el capitán. Aquí cada pareja tendrá una habitación. Las paredes son gruesas, de ladrillo de barro, y cada habitación tiene una pequeña chimenea. Compraremos carbón en el mercado y tendremos intimidad, y estaremos juntos y calientes.

Myt-ser'eu dice que estas gentes son bárbaros, y que cualquiera que no sea de Kemet también lo es. Entonces yo mismo soy un bárbaro, lo que explica por qué me gusta tanto la gente de aquí. Algunos son de la tribu de Alala, otros de otra tribu; pero los hombres son tan altos como el rey, y por sus cicatrices, valientes. Las mujeres sonríen, se ríen largo y tendido y coquetean sin vergüenza. Me parecen buena gente.