31
Entre los matorrales

Donde estamos acampados no hay agua. Tenemos algo en vasijas y pellejos como los de vino, pero no es suficiente. Mzee dice que puede que encontremos un arroyo mañana antes de llegar al templo. Aquí hay caza, aunque no mucha; los animales deben conseguir agua en algún sitio.

Hoy caminamos muy lejos del río, seguimos un arroyo seco a través de un desfiladero muy profundo que en su día debió ser un afluente mayor. Ya no recuerdo haber abandonado el río, pero sé que debemos haberlo dejado al amanecer por lo que dicen Cheche y los niños.

Mis sandalias están muy desgastadas, casi por completo. He estado buscando entre las cosas que hemos traído en busca de materiales con los que hacerme unas nuevas. Cheche me preguntó qué estaba haciendo; cuando se lo dije, me dijo que ella me haría unas nuevas de hierba trenzada. Puede que corte un pellejo de agua y forre así mis nuevas sandalias con algo más suave.

El templo está cerca. El escarabajo que llevo lo ve (o quizá lo huela) y se remueve mientras escribo. El rey no quiere entrar en este templo después de que oscurezca. Sin duda es una sabia decisión; quizá los animales tengan allí su guarida nocturna, leopardos o los perros salvajes que tratan de pasar desapercibidos y que tantas veces hemos visto hoy.

Le he prometido a mi esposa principal que podrá dejarme para regresar a su hogar. Dice que puede ser que veamos un barco cuando regresemos al río. Este barco la llevará de regreso allí. O al menos ella tiene esa esperanza. Nos lleva delantera desde hace mucho tiempo, según dice ella. Le he prometido que si encontramos ese barco subiremos en él. Ella dice que puede que el rey no me lo permita. Me preguntó si podía ir ella sola. Yo le dije que sí podía, aunque me resultara doloroso. He estado deseando acostarme con ella esta noche, pero ¿cómo puedo acostarme con ella cuando sé que tiene la esperanza de dejarme? Quizá me acueste con Cheche en su lugar.

Mi esposa principal me ha jurado que hemos tenido conversaciones como esta muchas veces.

Mientras estaba aquí sentado mirando las hogueras e intentando elegir, vino mi esclavo a decirme que había entrado en el templo. Es un buen lugar, dice, aunque bastante deteriorado. Hay serpientes, pero solo unas cuantas. Le pregunté por qué quería el rey que yo fuera allí. La esposa principal que desea dejarme dijo que era porque un dios lo había ordenado en un sueño. Si allí no pasa nada, ¿me culpará el rey por ello? Yo no lo sé, y ellos tampoco.

La verdad es que yo no confío en los sueños. No me gustaría encontrarme a solas con el rey; es un guerrero muy bueno y sus hombres dicen que es tan osado como siete leones. Si lo matara, sus hombres me matarían a mí, estoy seguro de ello.

Me he probado las sandalias que hizo Cheche. No hace falta forrarlas y son más fuertes de lo que creía posible. Ahora Mytser'eu y yo dormiremos.

Vinjart ha desaparecido. Tengo el escudo de la diosa. Han ocurrido tantas cosas que no tengo esperanza alguna de poder escribirlas todas, aunque Myt-ser'eu y Cheche dicen que debo hacerlo. También lo dice la sierva de Myt-ser'eu. Escribiré primero lo primero.

Salimos hacia el templo, pero no habíamos avanzado mucho cuando se oyó un grito desde el final de la columna. Uno de los guerreros del rey había pisado una serpiente que le había mordido. Los otros la mataron. Era una serpiente grande y marrón con la cabeza como la de las víboras. Unguja lo trató, le chupó la herida y se la cubrió con un ungüento y la carne de la serpiente muerta; el guerrero murió poco después de igual manera. Lo enterramos en el cauce seco y lo cubrimos con piedras.

—Le prometí que estaría a salvo de nosotros en el templo siempre que yo estuviera con usted, señor —me susurró mi esclavo.

Yo le dije que lo había olvidado.

—Por supuesto, señor. Aún así eso fue lo que le dije. No puedo prometer que los demás lo vayan a estar también. Solo usted. Pero ni siquiera usted estará a salvo si no voy por delante y se lo digo a los demás. ¿Puedo ir?

Yo pensé que lo único que quería era un descanso del trabajo de apilar piedras y le dije que podía. Se marchó de inmediato, y no volví a verlo hasta cuando vuelva a escribir acerca de él.

El templo es de piedra, es muy viejo. Myt-ser'eu dijo que a pesar de que había visto muchas cosas muy antiguas en su propia tierra, aquel templo era más viejo que cualquiera de ellas. El tejado se le había caído por varios sitios. El rey dijo que solo debíamos entrar él y yo. Eso era muy sabio, creo yo, pero Unguja suplicó acompañar al rey. Cuando el rey accedió a llevarlo, también dijo que Mzee debía venir con nosotros. Eso también se lo concedió.

Entonces, el rey me preguntó si había alguien que yo quisiera que me acompañara. Myt-ser'eu quería ir, pero yo temía por ella y en su lugar elegí a mis hijos. Así, los seis entramos en el templo, todos con antorchas y sin saber que un séptimo se escaparía y nos seguiría.

Allí parecía estar más oscuro que cualquier noche, ya que entramos a la oscuridad desde una luz de sol tan brillante que cegaría a un león. También parecía bastante frío comparado con el calor del día, que había sido muy grande. Había murciélagos que chillaron y se revolvieron en los falsos arcos que teníamos por encima de nuestras cabezas y el suelo estaba cubierto de sus excrementos.

Al poco sentí que algo se me removía en el pecho, como si al escarabajo de oro que llevaba le dieran miedo los murciélagos. Cuando bajé la vista, vi que estaba mordiendo el cordón en el que lo llevaba. En un momento el cordón se rompió y voló un poco, aún brillante azul y oro a la luz de nuestras antorchas.

Detrás de mí, el rey me llamó, quería saber que era lo que yo estaba haciendo. Traté de explicarle que mi escarabajo había cobrado vida, había salido volando y había desaparecido por una grieta del suelo. Eso fue difícil porque yo no hablo bien su lengua y no podía echar mano de muchas de las palabras que necesitaba.

—El cordón se rompió —dijo el rey. Su voz era amable—. Tu escarabajo se cayó y rodó hasta colarse por la grieta. Olvídalo, igual que olvidas tantas cosas. Nunca lo volverás a ver.

Le pedí que me ayudara a levantar la piedra, él negó con la cabeza y retrocedió.

—Debemos ir a encontrar al dios —dijo—. Eso es lo que es importante, Latro, encontrar al dios.

Fue difícil levantar la piedra, no solo por su peso, sino porque al principio era difícil de coger. Mis hijos me ayudaron, pero no quisieron bajar conmigo por los desgastados escalones. Bajé, muy despacio porque mi antorcha se quemaba muy mal allí. Pensé que mi escarabajo (nunca lo encontré) debía haber rodado escaleras abajo; cuando les hice gesto de bajar a mis hijos, parecieron asustarse y no me quisieron seguir. Así aprendieron que no eran más que niños.

Mientras bajaba por la larga escalera vi que el templo en su día había sido mucho más grande que la parte que habíamos visto. El viento y el tiempo habían levantado la tierra a su alrededor; la parte que habíamos visto y a la que habíamos entrado en su día había sido el piso de arriba. Había un pequeño dios de piedra negra, por su apariencia era un hombre tan mayor como Unguja, en una hornacina en el descansillo. Le acerqué la antorcha a la cara para vérsela. Era calvo, tenía barba, sonreía y tenía la tripa redonda. Tenía en la mano una copa y una flauta. Entonces me sentí de la misma manera que lo hago cuando veo al rey, sentí que era mejor amigo de lo que yo sabía. Lo toqué y se movió. Cuando lo levanté de la hornacina en la que se encontraba, vi que tenía una abertura en la espalda y en su interior un rollo de pergamino más pequeño que en el que escribo.

Lo saqué; y mientras volvía a colocar la imagen del viejo y alegre dios oí la voz de mi esposa principal, Myt-ser'eu, detrás de mí. Me di la vuelta inmediatamente, y casi dejé caer el pergamino que me había dado.

Ella estaba en la escalera. Detrás de ella había un hombre más negro que el rey, no el pequeño y amable dios cuya imagen yo había movido, sino un hombre más alto, con el aspecto de un guerrero que mata a los heridos. Tenía las manos en los hombros de ella y en el rostro de ella había algo que no puedo describir. Puede que hubiera estado soñando (aunque ella tenía los ojos muy abiertos) y su sueño le daba miedo.

—Debes dárselo a Sahuset, —me dijo—. ¿No lo recuerdas? Prometiste dárselo a Sahuset.

Intenté desatar las cuerdas, ya que quería ver si podía leerlo. No había nudo.

—No debes abrirlo —me dijo Myt-ser'eu.

Yo tenía miedo por ella. Si hubiera estado solo, le podría haber tirado mi lanza al hombre que estaba detrás de ella. Tuve la sensación de que no podía tirar sin matarla a ella, ya que él la levantaría al ver la lanza.

—Te quiero —dije yo; sabía que era verdad y que ella no lo sabía.

—Si lo abres —me dijo ella—, nunca encontrarás tu escudo.

Vi que para ella era muy importante y le dije que no lo haría. La verdad es que no podía. La funda de piel en la que llevo este pergamino colgaba a mi espalda, como si yo pensara que siempre debiera estar ahí. En su lugar la abrí y metí dentro el pergamino que había encontrado. Es un pergamino pequeño como este y está atado muy fuerte.

Me acabo de parar a mirarlo otra vez, pero no le corté las cuerdas. No me corresponde abrirlo, o al menos eso es lo que siento.

Cuando hube abrochado las tiras de la funda de mi pergamino, el hombre alto que sujetaba a Myt-ser'eu había desaparecido. Le pregunté quién era y ella me dijo que no había tal hombre.

—Un hombre alto con los rasgos muy duros —le dije—, más oscuro que tus ojos. Los suyos parecían arder.

—He visto muchos hombres como ese aquí —replicó Mytser'eu—. Hay docenas así con nosotros. ¿Lo decías de verdad? ¿Lo que dijiste cuando yo estaba en las escaleras más arriba que tú?

Yo asentí y ella me besó. Yo la abracé con fuerza y me deleité con los senos que ella apretaba tanto contra mí. ¡Qué pequeña es! ¡Qué dulce y qué buena!

Bajamos la segunda escalera hasta abajo de la mano y buscamos la habitación interior en la que debía estar el dios. Sabía qué era lo que debíamos encontrar porque lo había dicho el rey y porque Myt-ser'eu pareció no entenderme cuando le pregunté acerca del escudo que hacía un momento ella había dicho que yo había perdido.

—Supongo que alguna vez debí tener un escudo —dije yo—, pero no lo recuerdo.

—Recuerdas muy pocas cosas —me dijo ella—. Cuando luchaste contra el cuñado de Cheche ganaste su escudo, pero no te gustaba. Decías que era demasiado grande, y que no era lo suficientemente fuerte. El rey tampoco quería que te lo quedaras. Lo dejaste en el pueblo de Cheche.

Si en algún momento hubo pinturas en las paredes del templo, los años habían logrado borrarlas. Lo único que vimos fueron piedras desnudas, algo desiguales, algo manchadas y colocadas de manera extraña. Por las ventanas había entrado arena y esquisto que había caído al suelo, y en algunos lugares la pared estaba abultada, parecía estar a punto de caerse. Una vez oí un repiqueteo por delante de nosotros, como si un escarabajo revoloteara allí en la oscuridad; y una vez también vi un débil brillo que podía haber sido dorado, aunque no había oro alguno allí cuando fuimos a mirar donde lo habíamos visto.

El lugar más sagrado albergaba la tosca estatua de una mujer. De su mano izquierda colgaba una cruz como otras que yo recordaba haber visto en algún otro lugar, aunque no sabía dónde; en la derecha sujetaba una flecha larga. En la cabeza llevaba un disco, como el sol o la luna, sujeto con soportes curvos.

Myt-ser'eu se arrodilló ante ella, agachó la cabeza y rezó. Sus susurros eran demasiado suaves como para que yo pudiera entender las palabras, y tuve la certeza de que rezaba por regresar a su ciudad en el norte.

La diosa bajó de su pedestal, y se convirtió en una mujer de carne y hueso no más alta que la propia Myt-ser'eu, quizá más bajita, incluso, pero tenía ante sí algo más brillante. Me tendió su flecha; con la mano que yo le había dejado libre al aceptarla, se quitó el disco de la cabeza y lo sostuvo ante los ojos de Mytser'eu.

—Tu plegaria para el hombre que está contigo está concedida —le dijo a Myt-ser'eu—. Has de darle esto. El deseo que no pronunciaste también está concedido. Regresarás a tu hogar tal y como anhelas, pero lo abandonarás de nuevo por propia voluntad.

Su flecha se derritió en mi mano en el momento en que la cogí. El disco que le había enseñado a Myt-ser'eu sonó al caer sobre las piedras en las que se encontraba ella y al sonar ya no había mujer allí, tan solo la imagen de una mujer que está en su pedestal.

Myt-ser'eu se irguió y cogió un disco más grande.

—¡Mira, Latro! ¡Un escudo! No lo vimos porque estaba en el suelo, pero aquí está.

Me lo tendió y yo lo cogí. Es de bronce y está verde por el paso del tiempo. El asa de la parte de atrás también es de bronce. Este pequeño medallón no tiene tira para el brazo. Lo tengo delante mientras escribo, y lo limpiaré cuando haya escrito todo lo que tengo que escribir.

Cuando regresamos arriba, se lo enseñé al rey, quien lo miró desde todos lo ángulos posibles, pero no lo tocó. Cuando lo hubo observado bien de aquella manera, dijo que teníamos que irnos, y llamó a Mzee y a Unguja. Estaba a punto de llamar a mis hijos, cuando llegaron corriendo y temblando a mí. Vinjari había visto una serpiente muy grande, dijo el más pequeño, y le tiró su lanza. Cuando la lanza la alcanzó, se convirtió en un hombre.

Corrí a mirar, hice que vinieran conmigo, a pesar de que estaban muy asustados. El hombre era mi esclavo. Tenía la boca muy abierta, tosía sangre y pude ver que tenía colmillos. No creo que nunca antes haya podido ver un hombre con colmillos. No creo que nadie más viera aquellos colmillos.

Le di mi lanza y mi escudo a Utundu y cogí a mi esclavo. Murió en mis brazos. Le dije al rey que teníamos que enterrarlo. Me había pertenecido y le debía aquello y mucho más. El rey estuvo de acuerdo.

Mis esposas, mis hijos, mi hija y mi sierva vinieron conmigo al monte. En el lecho del arroyo seco, en un lugar en el que había muchas piedras, cavamos una tumba con las lanzas; pero cuando lo íbamos a meter, había desaparecido. Yo dije que algún animal debía haberse llevado el cuerpo mientras trabajábamos. Las mujeres y las niñas dijeron que eso no podía ser. Un momento antes habían estado sentadas a su lado, mientras hablaban tranquilamente entre ellas y espantaban a las moscas.

Quizá se hubieran dormido.

También puede ser que se lo llevara Vinjari y no me lo quisieran decir, sea como fuere, se ha ido al monte. Utundui y yo lo hemos podido seguir un largo camino, pero al final le perdimos la pista.

Ahora tengo que escribir otra vez. He encendido el fuego y tendré luz suficiente para un rato. Mientras los demás dormían yo he limpiado el escudo que me dio la diosa, lo he frotado con arena fina para que brillara. Pronto estaba tan limpio el lugar en el que había frotado que podía ver reflejadas las llamas de la hoguera que tenía a mi espalda.

Desaparecieron y en su lugar apareció otro yo más joven de lo que soy ahora que tenía la cabeza cubierta de vendajes ensangrentados. Aquel yo tiró su espada al río y le ofreció una plegaria al dios del río. El dios del río la templó, la calentó en llamas que se contorsionaban al salir de sus aguas y la enfrió en estas. Después me la devolvió, y nada excepto mi propia sombra y las llamas podía verse reflejado en el duro metal en el que yo había trabajado.

Sin embargo, ¡recordaba! Lo sigo recordando incluso ahora. No solo haberlo visto en el metal, sino todo el acontecimiento: cómo me dolía la cabeza aquel día, y lo débil que estaba. Cómo había rezado para que el hombre negro estuviera conmigo; era el rey, lo sé porque su cara era la misma.

Era mi único amigo, y el dios del río era el único dios al que yo conocía. Metí mi espada en el río cuando le pedí al dios del río que la bendijera. El rey del río se la enseñó a sus hijas, unas jóvenes muy hermosas con la piel tan blanca como la de él, y la suya era blanca como la espuma. Cuando la hubieron visto y se la habían intentado quitar, me la devolvió.

—Ni la madera, ni el bronce, ni el hierro podrán enfrentarse a ella, y ella no te fallará hasta que tú le falles a ella.

Ahora yo le he fallado, y redimiré mi fallo. O caminaré solo con tristeza, como hizo mi hijo, al monte a morir.