28
¡Un extraño despertar!

Me despertó un susurro al oído:

—Lee esto…

Sin duda me desperté muy despacio; para cuando me senté, ya no había nadie allí. Busqué a quien me había hablado y solo encontré esta funda, que está muy cerca de mí. Es de piel bien curtida, fuerte, pero está marcada y desgastada. Empieza a resquebrajarse. La engrasaría, si tuviera aceite. Dentro estaban este rollo de pergamino, juncos de papiro a modo de pinceles, este bloque de tinta y una pequeña daga con un ojo en la empuñadura. No se veía a nadie, y los hombres que había a mi derecha y a mi izquierda dormían profundamente, si es que se puede decir que hombres tan enfermos duermen algo.

El hombre que estaba a mi derecha moriría con toda seguridad. Al principio pensaba que podía estar muerto, pero tan solo duerme. ¡Oh! Vosotros misericordiosos dioses, dejad que duerma y tosa, y que se vuelva a dormir para no despertar ya jamás. Eso sería lo más amable.

El día se hizo más luminoso y pude leer esto. Dice que L se olvida. No soy capaz de recordar quién soy. ¿Soy acaso esta L? Escribo como él, y nuestra letra se parece mucho. Puede que por eso me dejaran esto conmigo.

Aquí todo el mundo está enfermo. Algunos ni siquiera pueden ponerse en pie, estoy seguro de que el hombre que está a mi izquierda no podría hacerlo. Sangra cada vez que tose. Tengo una cicatriz antigua en la cabeza, encima de la oreja. Puedo sentirla debajo del pelo, pero no puede ser la razón por la que me encuentro aquí. Estoy muy delgado; me resultó muy difícil ponerme en pie, y casi volví a sentarme antes de levantarme.

Desearía poder mirar a través de la ventana. Mi cadena es demasiado corta y no puedo hacerlo. Tengo una anilla de hierro alrededor del tobillo derecho. La cadena termina en otra anilla que está en el suelo. Todos estamos encadenados.

He estado intentando hablar con el hombre que está a mi derecha. Pude entender algunas palabras de lo que decía, pero solo algunas. Me enseñó su herida, que no está curada en absoluto. Cabalgó (dos dedos sobre uno). Luchó (sus manos dibujaron un arco). Lo hirieron por debajo de las costillas, supongo que fue una flecha enemiga. Le pregunté si había sido yo el que había disparado tal flecha. El se rió y negó con la cabeza.

Me enseñó cómo había estado yo tumbado en mi camastro y cómo había farfullado y golpeado al aire, a veces me había incorporado y había gritado, todo por gestos. Así que había estado loco. Creo que esta mañana debo haber estado cuerdo. Si estoy cuerdo, ¿por qué no puedo recordar? No puedo haber estado loco toda mi vida. Puedo leer esto, y escribir como está escrito. Nadie le puede enseñar a leer a un loco, ni a…

El hombre que estaba a mi derecha me cogió el brazo y me dijo que escondiera esto. Lo hice, y en pocos momentos el hombre de la lanza y la mujer llegaron a mi camastro. Ella es bajita y joven. En su espalda y en sus brazos se ven las marcas del garrote, y me gustaría golpear al hombre que lo haya hecho.

Lo haré cuando pueda.

Lleva las manos unidas por una cadena más pequeña y más ligera que la mía. La cadena es lo suficientemente larga para que ella pueda sujetar su tablilla y su estilo para escribir. El hombre alto que llevaba la lanza nos sonrió, nos encontraba muy entretenidos. Ella no sonreía, pero a mí sí me dedicó una sonrisa. Observé si sonreía a los demás, pero no lo hizo, nos miró y escribió. Hubiera deseado que hablara. Desearía poder oír su voz.

El hombre que está a mi derecha dice que nos van a vender, creo que como remeros. Nos señaló, y contó monedas que no estaban allí. Intenté decirle que no soy el esclavo de nadie. No me entendió, o quizá fuera que no me creyera; pero yo sé que dije la verdad.

Escondí esto y me lo llevé conmigo. Eso es lo que hice. Esta mañana temprano vino un herrero y nos encadenó por el cuello, no a todos nosotros, solo a otros once y a mí. Cada uno de nosotros tiene una anilla alrededor del cuello, cerrada con un broche de bronce que el herrero cerró con las tenazas para sujetarlo así. Cortó las anillas que nos rodeaban los tobillos, las puso sobre un pequeño yunque y las golpeó con un cincel.

Cuando nos marchamos enrollamos nuestros camastros y los sacamos de la ciudad sobre nuestras cabezas. Yo había escondido esta bolsa marrón todo lo bien que había podido, la había puesto en la esquina de la pared que había detrás de mi camastro y la había salpicado de polvo marrón que arranqué del suelo. Antes de que nos marcháramos, la envolví en mi camastro. Caminamos todo el día, custodiados por cuatro hombres con lanzas y escudos, o escudos y garrotes. Hay mujeres con nosotros. Están también encadenadas, pero están alejadas de nosotros. Una me sonrió y mi corazón fue hasta ella. Con los ojos traté de decirle que pronto estaríamos juntos y libres. Espero que lo entendiera. Ahora todos duermen, y yo contemplo las estrellas y escribo a la luz de la hoguera.

No sé cuanto tiempo ha pasado desde la última vez que escribí. Quizá fuera tan solo anoche. Eso espero. La mujer a la que amo se agitó y gritó cuando pasó un barco, en una zona en la que el camino pasa muy cerca del río. Un guarda la golpeó por ello. Lo maté, y arrastré a los demás detrás de mí, lo tiré y le rompí el cuello. Los otros tres que llevaban lanzas y garrotes querían matarme, pero ella se interpuso entre nosotros gritando. Vino nuestro dueño. Habló con ella y ella lo hizo conmigo. Me enseñó su espada. Esto es lo que dijo, lo primero muy deprisa:

—Yo soy Gatita, tú eres Latro. —Ahora más despacio—. Pertenecemos al señor. Él se da cuenta de que eres fuerte y valiente. Debes estar con él o contra él. Si te pones contra él, te matará. ¿Estás de su lado?

Ella asentía muy discretamente a la vez que hablaba, así que yo también asentí.

Él habló y ella dijo:

—Tú eres suyo. Eso no cambia.

Volví a asentir porque ella lo había hecho.

—Te quitará la cadena y te dará el escudo y el garrote del hombre muerto, pero debes jurar custodiar a los otros y obedecerle en todo.

Lo juré, puse mi mano sobre el fuego y señalé al sol con el garrote que me había dado. ¿Quién soy yo para mantener este juramento si olvido todo lo que digo? ¿Me condenarán los dioses por los que he jurado por romper un juramento que pronto habré olvidado?

Seguro que lo harán. Así son los dioses.

Habíamos hecho un largo camino desde que todo aquello ocurriera, habíamos dejado al hombre muerto tirado en el suelo como a un perro muerto. Los otros guardas me odian, pero estoy a salvo mientras me tengan miedo.

Ahora pertenecemos al joven sacerdote que cabalga una mula blanca. Nos conoció esta mañana en el camino, pude entender algunas partes de las muchas cosas que le dijo a nuestro antiguo amo, aunque no todo. Quería comprarme. Nuestro antiguo amo dijo que no quería venderme, que era fuerte y valiente y que lucharía por mi dueño. En el sur hay algo que él quiere. Las gentes de allí le darán un trozo de ello siempre que exagere acerca de mí.

El sacerdote dijo que nuestro antiguo amo había ofendido a su dios en todos los aspectos, que era el apestoso excremento de una mujer depravada sin familia. Por fin llegaron a un acuerdo acerca del precio, que el sacerdote pagó, y los dos empezaron a sonreír. Fue entonces cuando el sacerdote se dirigió a mí y me dijo que me fuera con él.

Yo fingí no entenderlo, negué con la cabeza y miré al suelo. Nuestro antiguo amo le habló a la mujer que amo, y ella conmigo y me dijo que debía irme. Yo le dije de todo corazón que no me iría sin ella.

El sacerdote me pegó, y mis ojos debieron mostrar lo que pensaba hacerle en cuanto estuviéramos solos. Estoy seguro de que lo hicieron, porque vi como el miedo llegó con rapidez a los suyos.

El sacerdote habló con la mujer, le dijo que lamentaba haberme golpeado, y que sería amable a partir de entonces. Yo fingí no entender nada hasta que lo dijera la mujer. Le dije a ella:

—Todo eso está muy bien, pero yo no me voy sin ti.

Ella se lo explicó al sacerdote, y nuestro antiguo amo sonrió de oreja a oreja y comenzó a elogiarla. Es adorable y obediente, sabe leer y escribir, sabe cantar y tocar el laúd en su caja de madera.

Por fin todo se arregló entre los dos. Esta mujer se llama Mytser'eu y es mi esposa. Me lo explicó después, mientras caminábamos. Creo que es una suerte, la quiero, y estoy muy contento de saber que ya la he ganado. Viajábamos hacia el sur en un barco bueno y grande, pero dejamos el barco para luchar contra las gentes de aquí, que nos cogieron y nos vendieron.

Myt-ser'eu dice que debo escribir para no olvidar. Vamos a un sitio llamado Mere. No pertenecemos al sacerdote que nos guía, sino a su templo. Es el último templo, le oí decirlo. No hay más templos más al sur que el suyo. Ella lloró al oírlo. Ella está bajo la protección de una diosa y dice que su diosa no la puede ver aquí. Traté de reconfortarla.

Justo antes del mediodía ocurrió algo muy extraño. Un escarabajo me mordió en el pecho y se quedó allí cogido. No pude quitármelo. Ella me dijo que era un escarabajo sagrado y que no debía tocarse ni dañarse. Le prometí no quitármelo, porque creía que pronto saldría volando de nuevo. No lo hizo, sino que se cogió a la cuerda que tenía alrededor del cuello y se quedó allí sujeto, se balanceaba y me golpeaba el pecho al caminar. Hace un momento lo examiné cuidadosamente, y es de oro esmaltado. Ella dice que es otro que llevaba antes de que nos cogieran, un sello. Seguramente debí esconderlo, allí o en otro sitio, ¿no recordaría haberlo encontrado aquella mañana?

El joven sacerdote monta una buena mula blanca. Se llama sagrado Kashta. Mi mujer monta un burro. Dice que al principio caminaba como hago yo, pero que no podía seguir nuestro ritmo todo el día con aquel calor. El burro de mi mujer también lleva algo de comida y otras cosas. Mi mujer me lleva la bolsa de este pergamino cuando viajamos, para que yo no tenga que llevarlo. Llevo mi garrote metido en las presillas que hay en la parte de atrás de mi escudo y me cuelgo el escudo a la espalda. Cuando el sol está en lo alto lo llevo encima de la cabeza para que me dé sombra.

Aquí el camino deja el río, que ruge sobre las rocas. La gente de este pueblo dice que aquí desmontaron un barco y lo llevaron por encima del camino y después lo montaron en el agua otra vez, algo que me parece casi tan raro como el escarabajo sagrado que se ha convertido en mi gargantilla. Les pagaron muy bien para que ayudaran a cargar el barco y les dieron comida gratis. Mi Myt-ser'eu dice que en el lugar en el que nos quedamos la noche anterior tuvimos que amenazar a la gente. Yo no me acuerdo. Comemos pescado fresco y pasteles de cebada frescos, junto con los dátiles y pasas que lleva el burro. El sagrado Kashta ha bendecido este lugar.

Nos habla de su dios Seth, quien dice que es muy grande. Todos los dioses son muy grandes, creo yo, cuando sus sacerdotes hablan de ellos. En esta ciudad quedan cuatro templos, el de Seth, al que pertenecemos, el de Isis, el de Apedemak y el del Sol. El de Seth es el que está más al sur, el último templo de esta ciudad y del mundo. Mi esposa le tiene mucho miedo a este dios.

—El camino va al sur, siempre al sur —dice Myt-ser'eu antes de ponerse a llorar. Su hogar, dice, está mucho más al norte, cerca del Gran Mar, cada paso la aleja más de allí. El mío también se encuentra en una costa de ese mismo mar, dice ella. Ella no sabe dónde. Yo le dij e que ataría al sacerdote, lo apalearía y robaría un barco. En él podríamos seguir el curso del río hacia el norte, hasta su hogar. Ella me dijo que nos perseguirían y nos cogerían de nuevo mucho antes de que llegáramos a Kemet, y también me dijo que la frontera sur estaba a meses de viaje de su hogar. Nuestra mejor oportunidad, dijo, era seguir al barco que habíamos dejado, en el que teníamos muy buenos amigos. O si no, ganarnos nuestra libertad del templo.

—El último templo —dije yo.

Ella me dio la razón en que era el último, lo dice el sacerdote, pero quería saber por qué lo consideraba yo importante.

Yo no lo sabía, y tampoco lo sé ahora. La respuesta puede que esté en este pergamino, como ella dice. Pero no la pude encontrar esta noche.

Estamos en Mere, en el templo de Seth, el gran dios del sur. Mere está construida en una isla del Gran Río. Nuestro templo está en el extremo sur de esta isla, como debe ser para el gran Seth. Su puerta contempla el sol en invierno, eso lo dice el sagrado Kashta.

Hay tres sacerdotes; el sagrado Alara es otro, y el santísimo Tobarqo es el sumo sacerdote. Es viejo y olvidadizo y lleva una piel de leopardo. Cuando Kashta nos presentó ante él, él no recordaba haberlo mandado a comprarnos. Le sonreímos mucho, le hicimos una reverencia muy profunda y le prometimos obedecerlo en todo, hacer nuestro trabajo muy dispuestos y no robar. Él nos sonrió y nos dio la bendición de su dios. En realidad, no me gustaría causarle daño alguno a un hombre de tan avanzada edad, sería como luchar con un niño.

Los sacerdotes tienen casas y familias cerca del templo, pero Myt-ser'eu y yo vivimos en él, ella para barrer y limpiar, cocinar, lavar la ropa y recoger flores en temporada. Yo para vigilarlo por la noche. Hay mucho oro aquí, y los sacerdotes dicen que los ladrones han robado en la ciudad de los muertos hasta no dejar nada.

—Debes dormir durante el día para estar despierto por la noche —me dijo Kashta—. No le quites las barras a las puertas a no ser que te lo diga uno de nosotros. Tirarán un gancho por la ventana con una cuerda para entrar, y bajarán por esa misma cuerda. Mátalos.

Dije que lo haría. Se me olvidará, lo sé, pero se lo he dicho a Myt-ser'eu, que me lo recordará cada noche cuando me despierte.

Hoy fuimos al mercado. Kashta quería mandar sola a Mytser'eu; pero es peligroso, dice él, que una mujer vaya sola al mercado. Me despertaron para esto. Dejé aquí mi escudo, pero me llevé el garrote. La mitad de las casas están en ruinas, a pesar de que los hombres y las mujeres seguían viviendo en muchas y los niños jugaban entre los cascotes.

—Esto es demasiado interesante como para no mirarlo —dijo Myt-ser'eu—. Caminemos por todo el lugar y veamos todo lo que podamos. No es muy grande, podemos decirle al sagrado Kashta que nos perdimos.

Yo estuve de acuerdo y nos pusimos en marcha, vimos muchas casas medio caídas, y las puertas rotas de las casas de los muertos. Desde las tumbas desvalijadas me llamaban multitud de voces, pero después de la segunda ya no contesté.

—Aquí los fantasmas están sedientos —le dije a Mytser'eu; ella me habló de una mujer de cera que estaba sedienta de su sangre y de la de otra mujer. Esta mujer luchó con nosotros en una terrible batalla en la que también luchaban con nosotros cobras y leones. Yo recuerdo una enorme leona dorada, y le hablé de ella a Myt-ser'eu. Ella me dijo que yo no podía recordar nada, así que no podía acordarme de esta leona. Pero me acuerdo.

El palacio que era del rey está en ruinas. Caminamos por parte de él, y vimos el tanque en el que se bañaba el rey. Todavía hay un rey, dice Myt-ser'eu, pero reina desde Napata y no le importan en absoluto estas ruinas de Mere. También dice que estuvimos en Napata un mes o dos, pero yo estaba muy enfermo. Ella tenía mi rollo de pergamino y no me lo podía devolver porque yo estaba demasiado enfermo como para esconderlo.

El mercado parecía pequeño, y había más vendedores que compradores. Vi los dientes de jabalí enorme, unos colmillos curvados más grandes que una lanza. Aquel jabalí debía haber sido muy grande. La carne era de ternera, de cerdo, de antílope y de hipopótamo. Myt-ser'eu dice que los sacerdotes comen cerdo, pero que es una carne impura. A ella no le dan carne. De lo cual se alegra, ya que no quiere comer cerdo.

Hombres extraños del sur han venido al mercado a comerciar, hombres altos, llenos de cicatrices que se pintan el cuerpo de rojo y blanco. Llevan arcos, lanzas, escudos grandes y cuchillos muy largos. Hay un puesto en el que venden flechas y arcos muy parecidos a los suyos. Los arcos parecían buenos, largos y fuertes, pero las flechas tenían puntas de piedra afilada. Le pregunté al que llevaba el puesto y me dijo que el hierro era muy caro allí. Debo de haber visto flechas así antes, porque algo se me removió al examinarlas.

Quería comprar un plato pequeño, pero Myt-ser'eu no me lo quiso comprar. Dijo que en casa de Kashta hay muchos platos de esos pequeños, y cuando me llevó mi comida me llevó uno. También quería leche, y había sobrado leche de la cena que le había hecho a su familia. Regresó a la casa del sacerdote y me la trajo.

Así he llenado mi pequeño plato, y lo he puesto junto a la grieta por la que viene la serpiente. Es mi única compañía cuando vigilo el templo por la noche, y quiero que entienda que soy su amigo. A las serpientes les gusta la leche, lo sé.

Ahora escribo con la luz de la lámpara, y también leo. La luna mira por la ventana, una mujer joven y rubia con el rostro muy pálido. Las ventanas están altas. De vez en cuando oigo como se remueve el dios en su lugar sagrado, pero cuando lo miro no se ha movido ni un ápice. Es un dios.

¡Estoy despierto! Puse mi mano sobre la llama hasta que el dolor se hizo insoportable. Todavía no se había ido. Ningún hombre puede dormir con un dolor así.

El dios me habló. Salió, y su rostro ya no era el de un perro salvaje sino el de un hombre tan rojo como la arena del desierto. Es más alto que yo, y más fuerte también.

—Me has olvidado —dijo, su voz era como el viento entre las piedras secas—. Somos viejos camaradas, tú y yo, y creí que nunca te dormirías.

Hice una reverencia y dije que no debía dormirme, que debo proteger este templo.

—Pasará. La gente se irá, y ninguna piedra se levantará contra su hermano. ¿No conoces tu sueño?

—Se que duermo durante el día —dije—, pero nunca por la noche, gran Seth, porque es entonces cuando vigilo tu casa.

—Ven a mí —me dijo, y yo fui, a pesar de que temblaba. Me puso las manos sobre los hombros e hizo que me diera media vuelta—. Mira, y dime lo que ves.

—A mí mismo. Mi garrote yace ami lado, el pincel de escribir se me ha caído de la mano, y el pergamino está extendido sobre mi rodilla.

—¿Duermes?

—Sí, duermo —reconocí—. ¡Perdóname!

—Haré más que eso. Me ocuparé de que obtengas tú más ansiado deseo. ¿Me ayudarás a hacerlo?

—Estaré encantado —dije yo.

—Tienes una pequeña daga. Estaba escondida en la bolsa que lleva tu pergamino cuando te la devolvió la mujer. Está allí ahora.

—Es tuya —dije yo—, si lo deseas.

—No lo deseo. Esto es lo que quiero. Cuando te despiertes, debes inscribir dos palabras en tu garrote, grábalas en la lengua en la que me oyes hablar ahora.

—Lo haré, gran Seth. Haré lo que sea que me pidas. ¿Cuáles son las palabras?

—Actúa por ti mismo, no por mí. Graba «templo perdido».

Me desperté con la daga en la mano. Es pequeña pero muy afilada, con un ojo en la empuñadura, como el ojo de una aguja. La madera es muy dura, pero he inscrito profundamente las palabras pronunciadas por el dios.

«Templo perdido».

¡Qué despertar tan extraño!