26
En la mina

Hay poca luz y menos comodidades. Nuestro amigo Kames me trajo este pergamino, con los pinceles de junco y un bloque de tinta, todo en una bolsa de cuero. Mojo el pincel en mi agua de beber, de la que tengo muy poca, y escribo para que él pueda verme. Rara vez está aquí, pero Myt-ser'eu le ha dicho que escribo muy a menudo, y que lo escribo todo en este pergamino. Me habla mucho de ella y me cuenta esto también. También lo hace el hombre que viene y va, y Thotmaktef.

Vino Myt-ser'eu. Ella es mi esposa, según dice Thotmaktef. Él ya me había hablado de ella antes, pero no había mencionado ni lo hermosa ni lo joven que es. Ella me besó, y después hablamos entre susurros. Está muy asustada. La han tomado por la fuerza más de una vez, y habla de matar a los hombres que lo han hecho. Yo le dije que no podía hacerlo, es trabajo para un hombre y yo lo haría.

Y lo haré.

Ella me trajo más agua. Le dimos las gracias y le pedimos más. Yo también le pedí otra lámpara. Aquí está muy oscuro, menos cuando traen antorchas y nos hacen cavar. Puedo escribir todo esto porque el hombre que va y viene me trajo más aceite para la lámpara que nos había traído antes. Quiere que lea esto. He leído acerca del dios emplumado y de muchas otras cosas.

Kames vino a advertirme. Dice que uno de mis hombres les ha hablado acerca del hombre calvo, y ha dicho que es mi sirviente. Dice que me van a preguntar sobre él. Mientras estaba con nosotros en la mina, vino la esposa del sacerdote. Dice que la forzaron, pero que también le tienen miedo porque es de los medjay. Le pregunté sobre estos medjay, resulta que son los vaqueros acerca de los cuales he escrito en este pergamino. Eso es lo que había dicho el príncipe, y que eran el pueblo de sus ancestros hace mucho tiempo. Ahora él cava como el resto de nosotros.

Pronto vinieron los guardas y me trajeron a esta cabaña cerca de la fundición. Me preguntaron qué contenía la bolsa y cuando les enseñé lo que había en ella intentaron cogerlo. Los maté; los golpeé con la cadena y los estrangulé después con ella. Ahora tengo sus dagas, dos de hoja larga. Si alguien viene de día, también lo mataré. Cuando llegue la noche saldré y ya veremos.

El hombre que se marchó vino. Es tan silencioso que se quedó de pie ante mí antes de que yo me diera cuenta de que estaba allí. Dice que están buscando a los dos que maté. Pronto buscarán aquí. Lucharé hasta que me maten.

Hubo un ruido fuera y mucha conversación exaltada. Oí la voz de Kames. Primero habló en una lengua y después en otra. Habló una mujer. Quizá fuera la Myt-ser'eu acerca de la cual he leído. No era la esposa del sacerdote, recuerdo esa voz. Está mujer hablaba en voz alta, su tono era mucho menos suave.

Casi ha oscurecido. Alguien toca un laúd.

Uraeus y yo trasladamos los cadáveres de los hombres y los escondimos entre las rocas. Estos nubios no vigilan muy bien. Él quería robar unos caballos e ir a pedir ayuda. Yo le dije que no iba a abandonar a los otros. Le dije que robara un caballo y fuera por la ayuda que pudiera. No quería dejarme, pero le ordené que fuera. Dice que es mi esclavo. Me dijo que seguramente los caballos tendrían guardas para vigilarlos y me preguntó si podía matarlos. Le dije que matara a cualquiera que intentara evitar que cumpliera mi orden.

Uraeus regresó. No hay caballos. Dice que aquí hay poca hierba y que deben haberlos llevado a donde haya mejor pastoreo. Poco antes de que se ocultara el sol se marchó para buscar.

El sol se puso y salí. Vinieron cuatro con lanzas a la cabaña y hablaron mucho en voz alta. Yo quería regresar a la mina, pero había una hoguera y guardas con lanzas, escudos y espadas delante de ella. La mujer nueva hablaba cerca de la gran hoguera. Me arrastré hasta llegar muy cerca para escuchar. Hablaba en la lengua de Kemet. Entonces Kames habló como hablan los nubios. Habló otro más, y Kames le dijo a ella, y a mí, lo que había dicho. Ocurrió de la siguiente manera.

La mujer:

—Es un gran tesoro, ¡te lo digo! Un tesoro mágico. Es una mujer de cera que se convertirá en una mujer real a mi orden. Tendrás cuatro mujeres en lugar de tres.

Otra mujer habló en la lengua de los nubios y le pegaron.

Kames dijo:

—Piy pregunta si crees que los vas a alejar con tanta facilidad. Si se van, tus amigos vendrán a liberar al príncipe Nasakhma.

La mujer dijo:

—Dame un hombre y tres caballos, y te traeré este tesoro en un día, un tesoro mágico por el que tu rey te dará un saco de oro. Entonces, Piy, te casarás conmigo y seremos felices para siemp re.

Kames dijo:

—Dice que lo único que quieres es descansar, comida y un caballo. Que después te escaparás de él. Es muy fácil escapar de un hombre. Dice que nos digas dónde está el tesoro. Que mandará soldados a buscarlo. Ellos lo traerán aquí, y cuando lo hagas deberás mostrarle tu magia. Si no puedes, será malo para ti.

Ella les dijo dónde estaba, y Uraeus y yo nos marchamos para llegar allí antes que sus soldados. Hemos encontrado la caja, y el caballo muerto que la llevaba. Ahora los tres los esperamos.

Oigo voces.

Piy ha mandado a cuatro de sus oscuros soldados con cinco caballos. Esperamos a que encontraran la caja y vieran que no contenía mujer alguna. Sabra se acercó a ellos y por señas les indicó que ella era la que había estado en la caja. Ellos no la creyeron. Sabra se tumbó en la caja y cuando uno se inclinó para mirarla le clavó una daga en la garganta.

Uraeus mordió a uno. Cayó entre convulsiones, cosa que yo no entendí. Yo maté a dos con mis puñales. Cogimos la caja, sus caballos, sus lanzas y cabalgamos hasta aquí, donde hicimos un fuego y comí algo de lo que llevaban en sus alforjas; sin embargo Uraeus se fue a cazar entre las rocas. Sabra dice que ella no come, pero necesita la sangre de una mujer. Yo no me lo creí.

—Neht-nefret me habría manchado con su sangre y me habría despertado con el hechizo —explicó Sabra—. Eso era lo que habíamos planeado. Ahora es el amor lo que me despierta.

—Yo no te amo —le dije. Es muy hermosa, pero sé que no podría amarla ni confiar en ella.

—No, tú amas a tu pequeña chica cantora. La estúpida que toca el laúd.

Ahora sé quien tocaba el laúd que oí, y que la amo. He escrito mucho para no olvidarme. Uraeus insiste en que debo hacerlo. Sabra es una mujer de cera y está acostada en su caja; y yo debo dormir.

Esta mañana, Sabra, Uraeus y yo hablamos de cómo podríamos liberar a Myt-ser'eu y a los demás. Yo no creía que Uraeus pudiera hacer lo que decía, pero llamó a las cobras de entre las rocas. Dijo que yo tenía que coger una y Sabra las otras dos. Lo hicimos, eran muy suaves en nuestras manos. Después de eso, Sabra y yo cabalgamos hasta la mina.

—Este es uno de vuestros prisioneros —les dijo—. Lo he vuelto a capturar para vosotros.

Mientras se tumbaba en la caja que habíamos traído se dirigió a mí y me dijo:

—¡Vuelve a la mina, hombre!

Hice lo que me dijo, aún llevaba la cadena que tanto me dificultaba para cabalgar.

Los otros me dieron la bienvenida, temían que me hubieran matado.

—Me escapé —les dije—, y pronto todos seremos libres. Lo he arreglado.

El príncipe, que se llama Nasakhma, dijo:

—Pero ¡te han vuelto a capturar!

—Solo porque yo lo quise así. Tengo esto para vosotros. —Comencé a sacar dagas y cuchillos de debajo de mi túnica. Había seis. Kames estaba arriba; así que le di una al príncipe, una a Thotmaktef y a cada uno de mis soldados. Me quedé otra para mí.

—¿Debemos atacar a los guardas? —preguntó Baginu.

Negué con la cabeza.

—Atacaremos cuando yo dé la orden. Si luchamos con valentía y destreza, seremos libres. Ahora permaneced en silencio un momento, todos vosotros.

Lo hicieron hasta que Thotmaktef susurró:

—Un laúd… —Su oído es mejor que el mío.

—Entonces ha empezado a bailar —dije yo.

—¿Mi esposa?

Negué con la cabeza.

—Sabra. Dice que la conoces.

Thotmaktef me miró.

—Una mujer llamada Neht-nefret la trajo. Sabra dice que también la conoces.

—Nosotros también —dijo Baginu—. Es la mujer del capitán.

—Sabra volvió a ser de cera cuando la abandoné —le expliqué a Thotmaktef—. Neht-nefret debe haberse cortado el brazo y haberle extendido su sangre a Sabra por la cara, como habían planeado. Cuando se agachó para decirle el hechizo, Sabra debía susurrarle y decirle lo que Kames y las mujeres tenían que hacer para estar seguros. Ahora baila para darle tiempo a Neht-nefret para hablar con ellos.

Vayu dijo entre dientes:

—No creo que ninguno de nosotros te entienda, centurión.

—Pronto se le caerán las pulseras de las muñecas a Sabra —les expliqué—, entonces se verá que no son adornos, sino cobras vivas. Una cobra grande le rodea con fuerza la cintura, bajo la túnica. Caerá al suelo y llamará a otras de entre las rocas. Esperamos…

Baginu me cogió el brazo.

—¡Eso es un león! ¿Lo oís?

—También debemos luchar —dije yo—. ¡Seguidme!

Nuestros guardas ya habían abandonado la entrada de la mina. Luchar contra un desorden tal de hombres que además ya habían sido mordidos por una cobra apenas si era luchar.

Habíamos quitado los cadáveres de aquel lugar, los habíamos cargado en los caballos y los habíamos tirado al río. Comenzaremos el camino de regreso hacia el río mañana, pero antes tiene que oscurecer, y Myt-ser'eu y yo haremos muchas cosas placenteras. Thotmaktef y Alala también, supongo.

Myt-ser'eu tenía cientos de preguntas, pero no hay necesidad de escribirlas todas aquí.

—¿De dónde salió la cobra grande, Latro? Nunca había visto una ni la mitad de grande que esa.

—Uraeus la sacó para nosotros por arte de magia. Nos dejó a Sabra y a mí, después de advertirnos de lo que iba a venir y decirnos lo que debíamos hacer.

—¿Qué hicisteis Sabra y tú cuando estabais solos?

—Hablamos —dije yo—. Me contó todo lo que Nehtnefret y ella habían planeado, y comentamos lo que haríamos ese día.

—¿Solo hablasteis?

—Solo hablamos —dije yo.

—Tenía la esperanza de que la hubieras tomado. ¿No?

Negué con la cabeza.

—Seis de ellos me tomaron —dijo Myt-ser'eu—. Si gritaba o forcejeaba me pegaban. —Me mostró los moretones que tenía en la cara y se le llenaron los ojos de lágrimas—. ¿Me echarás?

—Por supuesto que no.

—También tomaron a Alala. Ocho o diez la tomaron. —Como vio que no la creía, prosiguió—. ¡Ella les gustaba más!

Me encogí de hombros.

—Quizá Thotmaktef se la devuelva a su padre. Eso depende de él.

—No lo creo. ¿Cómo conseguiste los leones?

—No lo hice. —Me encogí de hombros otra vez—. Ni siquiera sabía que iban a venir, y Uraeus y Sabra tampoco lo sabían. Sin embargo, he estado leyendo esto y creo que los debe haber mandado una diosa. ¿Hay una llamada Mehit?

—He oído hablar de ella —dijo Myt-ser'eu—, pero no sé mucho. Es un ojo de Ra, una diosa de la luna que ilumina el camino de los viajeros. —Hizo una pausa, se quedó pensativa—. Quizá es por eso que Mehit te ha favorecido. Eres de una ciudad muy lejana llamada Sidón. Eso te convertiría en un gran viajero.

—No lo sé.

—Bueno, eso es lo que dice Muslak. Sidón es una de las ciudades de su pueblo.

Había olvidado quién era Muslak e hice que me lo explicara.

Hacía solo un momento, Myt-ser'eu me había hecho otra pregunta.

—Neht-nefret había dicho que teníamos que subirnos a las cosas y quedarnos allí para que las cobras no nos mordieran.

Asentí.

—Así lo hicimos, Neht-nefret, Alala y yo. Yo me subí en un taburete y me dejaron sola. Neht-nefret y Alala se subieron a la mesa, pero teníamos miedo de que se rompiera si también me subía yo en ella. Neht-nefret no podía encontrar a Kames para avisarle, pero de todas maneras no le mordieron.

Negué con la cabeza.

—Así que, ¿cómo lo sabían? ¿Por qué no lo mordieron cuando sí mordían a otros hombres?

Yo dije:

—¿Por qué no nos mordieron a Baginu y a mí cuando escapamos de la mina?

—¡No sonrías así!

—Sonreiré como me apetezca. Uraeus se había dado cuenta de que todos nosotros estábamos descalzos, los soldados de Piy nos habían quitado las botas y las sandalias para que no pudiéramos huir. La esposa de Thotmaktef dice que los medjay nunca llevan nada en los pies, pero aquí hay muchas piedras afiladas. Pronto cortarán los pies de cualquiera acostumbrado a llevar sandalias. Los soldados de Piy llevan sandalias así que Uraeus les dijo a las cobras que no mordieran los pies descalzos.

—¿Puede hacer eso? —quiso saber Myt-ser'eu.

—Lo hizo —le dije.

Ahora está callada y yo tengo que pensar en la mina. Me olvido muy pronto, dice ella, y sé que debe ser verdad. Antes de que me olvide de la mina, debo dar las gracias como se merece a la diosa llena de gracia, cuyo favor recibí allí.