Hemos acampado entre piedras, arena y hierba, bajo las estrellas. Hemos montado a caballo durante todo el largo día. Cuando pusimos el campamento aquí, no sabía cómo había llegado hasta aquí ni quiénes eran los demás. Mi esposa me ha hecho leer esto. Yo lo he leído, pero no he logrado más que confundirme. He escrito lo que me han contado mi esposa, mi sirviente y el sacerdote.
Mis arqueros son Baginu, Vayu y Kakia. Tienen que obedecerme y lo hacen. (Lo he comprobado).
El sacerdote, el sagrado Thotmaktef, es nuestro comandante. Yo le obedezco. Mi sirviente dice que nuestro comandante me pide consejo con frecuencia. La mujer joven y alta es Alala, la esposa de nuestro comandante.
Mi esposa también es joven. Me gustan ambas mujeres, pero prefiero a la mía. Ella se sienta cerca de mí, a pesar de que dice que no puede leer lo que escribo. Nuestro sirviente es el hombre de más edad de los que estamos aquí y puede que sea el más sabio también. Lleva un sombrero como el mío. Mis soldados llevan gorras. Las mujeres se cubren la cabeza con chales para protegerse del sol. Yo tengo un sombrero de tela a rayas, como una bolsa sin fondo. El sacerdote lleva la cabeza afeitada. Cuando el sol se puso en lo más alto se la protegió con una pantalla.
Yo llevo un escarabajo de oro y esmalte alrededor del cuello. Nuestro sirviente dice que no me lo debo quitar. ¿Quién lo iba a robar aquí? Él no, si no, no me advertiría. ¿El sacerdote, que ya tiene una bolsa de oro? Sus ojos dicen que no roba. Kakia, quizá. Debo vigilarlo.
El sacerdote llama Tierra Roja a este desierto. Yo creo que es muy hermosa, aunque demasiado seca para trigo o cebada. Con un par de perros de caza y unos cuantos buenos caballos, uno podría cazar aquí durante años. Hay colinas altas de rocas partidas, rocas erosionadas y…
No muy lejos rugió un león. Asustó a nuestros caballos y a las dos mujeres. He establecido un turno de vigilancia, cada uno durará un cuarto de la noche y yo seré el primero. Yo me quedaré hasta que salga la luna, Baginu hasta que llegue a lo más alto, Vayu hasta que se oculte tras las colinas y Kakia hasta que salga el sol. Mañana cada uno vigilará más temprano, Baginu hará el primer turno y yo el último. Si algún caballo rompe su soga, el centinela tiene orden de despertarme.
Acampamos aquí a causa de mi insistencia, porque hay agua, aunque no mucha. Hemos cavado una pequeña charca para nuestro uso, y otra, aprovechando que la primera se desborda, para los caballos. Ahora las dos rebosan, pero el agua pronto se pierde en la arena del lecho del río seco. Mi sirviente encontró pinturas en la roca. Son antiguas, o eso diría yo, pero como están protegidas por un saliente de la roca, el tiempo y sus inclemencias no le han causado apenas daño. La esposa del sacerdote dijo que las habían hecho las gentes de su pueblo y que afearlas ofende a los dioses. Yo no las habría estropeado de todas maneras. Hombres que le clavan sus lanzas a una bestia con la nariz muy grande y larguísimos colmillos. Si de verdad hay bestias como esas en estas tierras, quiero ver una.
Encontré otro lugar y grabé mi nombre allí: Latro. También hice un dibujo de nuestro campamento: el fuego, las personas y también los caballos. Somos seis hombres y dos mujeres. Mi mujer cantó y tocó su laúd para nosotros. Ahora duerme, pero el frío viento todavía canta para mí, y las estrellas nos miran.
Somos siete hombres y dos mujeres, mientras escribo dejamos de serlo.
Lo que ocurrió esta mañana fue…
Voy a escribir y dejaré que hablen los demás. Yo los escucho, pero sigo escribiendo. Myt-ser'eu dice que se me olvida lo que no escribo, y tengo la sensación de que dice la verdad.
Cuando me desperté me di cuenta de que había estado durmiendo con la cabeza en las manos de un guerrero negro que llevaba un tocado de plumas.
—No estabas entre nosotros cuando me fui a dormir —dije yo—. ¿Te ha dado Baginu la bienvenida a nuestro campamento?
Él se rió. Creo que ya me gustaba, pero aquella risa hizo que me gustara más, como todavía me gusta. Es rica y cálida, una risa que hace que quiera reír con él.
—Voy a dónde me apetece —me dijo—, y repto por debajo de la puerta.
—Entonces debo darte la bienvenida. Venimos en paz. ¿Son estas tus tierras de caza?
—Sí —dijo él—, pero no son solo mías.
En aquel momento se acercó a mí uno de los soldados de Parsa.
—¿Con quién hablas, señor?
Yo dije:
—No sé cómo se llama. Nos acabamos de conocer. Pero viene como amigo.
—¡No hay nadie ahí!
—¿Qué clase de centinela eres tú? —Le pregunté—. ¡Ni siquiera puedes ver a un hombre sentado frente a ti!
Yo no encontré ningún nombre en mi interior, pero recordé cómo me había llamado mi esposa; me dirigí al extraño emplumado:
—Soy Latro —le dije a la vez que le extendía mi mano.
Él la estrechó como hacen los amigos. El arquero, que se llama Kakia, se quedó boquiabierto y se marchó caminando de espaldas con su hacha de guerra en la mano.
Uraeus vino e hizo una reverencia muy profunda al extraño, que le dijo:
—Saludos, Uraeus de Sesostris. ¡Bien hallado! —Mientras decía esto, Uraeus dio unos pasos hacia atrás, aún agachado.
Para entonces, el sol ya había salido. Me disculpé con el extraño emplumado por haber rodado sobre él en mi sueño.
—Ha sido un pequeño servicio —dijo—, hacia alguien de quien espero obtener mucha ayuda. —Todo lo que dice lo dice en mi propia lengua, no en la lengua que hablan las gentes de aquí ni en la que me hablan los soldados. Sin embargo, en aquel momento apenas me di cuenta.
Nuestra charla despertó a mi esposa.
—¿Quién es, Latro?
—Un amigo —dije yo.
Él le sonrió.
—Tu tribu me llama el dios compañero. Eres muy hermosa, todo un regalo para la vista, pequeño gato de Hathor, pero debes ponerte tu túnica o sufrirás algún daño.
Lo hizo, se la puso rápidamente, a pesar de que estaba arrugada porque la había lavado antes de acostarnos.
—¿Le cuida bien este hombre, pequeño gato?
—¡Oh, sí señor! Es muy amable, fuerte y valiente.
—Está bien que así lo digas, tienes mi bendición, pequeño gato.
—Gracias señor. —Myt-ser'eu le hizo una reverencia. (No había sombra alguna de burla en su reverencia, aunque creo que tal burla debe encontrase con frecuencia en sus palabras y gestos)—. Debes bendecirlo, señor. Bendice a Latro.
—Él ya está bendito. —El extraño se dirigió a mí—. Me llamo Arensnuphis, Latro.
Yo dije:
—¡Bien hallado!
—Así que debes hablar de mí. En otros lugares y para otros hombres tengo otros nombres, como tú. Necesito tu ayuda. ¿Me la darás?
—Por supuesto —dije yo—, si puedo.
—Latro debe hacer lo que Thotmaktef ordene —dijo Mytser'eu apresuradamente—. El sagrado Thotmaktef es su comandante.
Thotmaktef se acercó a nosotros. Pudo ser que fuera porque oyera su nombre, pero yo tuve la sensación de que Arensnuphis lo había llevado; es algo que no puedo explicar.
—Soy Thotmaktef —dijo, e hizo una reverencia.
—Yo soy Onuris —dijo Arensnuphis, y se levantó. Es dos cabezas más alto que yo, y su tocado de plumas lo hace parecer aún más alto. Las armas que llevaba eran una red y una lanza tan alta como él.
Entonces se puso a hablar con Thotmaktef, Alala y Mytser'eu, y yo ya no recuerdo cómo pusimos el campamento anoche ni cuál es mi caballo, aunque sí recuerdo que hace no mucho recordaba estas dos cosas. Thotmaktef quiere que todos ayudemos a Arensnuphis, y sugiere varias maneras de hacerlo. Él solo me quiere a mí, y les dice de muchas maneras a los otros que no necesita su ayuda. No dice cómo quiere que le ayude, pero sé que me lo dirá cuando llegue el momento.
Aquí nos detuvimos pronto por culpa de la lluvia. Esta no mojaba a Arensnuphis, pero se detuvo por mí. Yo llevaba un poquito de comida y había mucha agua que corría de las rocas. Yo había bebido hasta saciarme.
La hierba ya está más verde.
Él encendió un fuego para mí al abrigo de esta enorme piedra, un fuego de estiércol seco, porque en esta tierra no hay madera, no hay nada de madera. Me dijo que leyera todo esto antes de que se pusiera el sol. Ahora ya lo he hecho, empecé con Muslak, el barco y el templo. Ahora sé dónde he estado, aunque no sé quién soy o cómo he llegado a ser como soy.
Arensnuphis se apoya sobre una sola pierna, en lo alto de la colina bajo la lluvia. Sus plumas no están mojadas, y brillan tanto que puedo diferenciar sus colores desde donde estoy sentado. Lleva el amanecer en la cabeza.
Cazamos a su esposa, Mehit, a quien debe capturar y domar cada vez todos los años por estas fechas. Quiere mi ayuda porque yo la veré entre las colinas a pesar de que otros hombres no la vean, una joven leona, brillante y muy grande.
He visto a otros dioses, dioses acerca de los cuales he leído aquí. Ninguno podía haber sido tan magnífico como él, el buen compañero que encendía el fuego para mí.
Set es el dios del sur. Eso he leído no hace mucho tiempo. Yo estoy en el sur. Creo.
Hoy hemos visto dos veces ganado negro. Los vaqueros son oscuros, tienen caballos de muchos colores y sus perros son tan negros como el ganado que llevan, tienen las orejas puntiagudas como los lobos, las piernas muy largas y además son muy rápidos. Me vieron y se acercaron a mí, entonces parecieron olvidarse de mí y se alejaron. Arensnuphis lo hizo, estoy seguro. No lo ven, y tampoco lo rodean. Eso me lo dijo él. Cuando él lo dijo, tampoco me vieron ya a mí, y se olvidaron de mí inmediatamente. Eso creo.
La capturamos. Vi su rastro en el barro y la seguimos a lo largo de muchas millas.[4]
Ella era una leona de oro, el animal más hermoso que jamás he visto, y fui yo quien la llevó hasta la red de Arensnuphis, entre gritos y aspavientos de mi espada. Ella no entendía cómo podía ser que yo la viera. Lo pude leer en sus ojos.
Esto no lo creeré cuando lo vuelva a leer. Sé que no lo haré, aún así no hago más que escribir la verdad. Cuando Arensnuphis la hubo metido en su red, le clavó la lanza. No sangró, por el contrario se levantó y lo que vimos fue una hermosa mujer tan alta y oscura como él, vestida con una piel de león. Se abrazaron y desaparecieron.
Ella se dejó allí su piel de leona. Al principio, me daba miedo tocarla. Cuando por fin lo hice, desapareció muy lentamente como una neblina matutina de oro, y solo quedó un único pelo que brillaba mucho. Lo he envuelto en este pergamino para poder encontrarlo otro día y recordar.