Un heleno ha venido a nuestro barco. Myt-ser'eu dice que ya había estado antes con nosotros. No le gusta y se queja de que la mira. También lo hacen los marineros y mis soldados, pero ahora Myt-ser'eu se queda en nuestra tienda para que este heleno no la pueda mirar.
Estamos acampados junto a una ciudad de ladrillos de barro que está al lado del río. Su gente es tan oscura como Alala. Pregunté si tenían un templo del dios rojo porque había leído lo que había dicho el hombre que cogía el fuego con la mano. No tienen. Las manos de Alala son negras solo en el dorso; las de esta gente también. Yo había escrito que las manos que cogían el fuego eran negras por todas partes.
El heleno habla durante mucho rato con Sahuset. Me gustaría saber acerca de qué hablan, pero se sientan delante de la tienda de Sahuset y se callan cada vez que alguien se les acerca.
No puedo escribir bien. He bebido demasiado. De todas maneras, tengo que escribir lo que he visto. Myt-ser'eu y yo regresamos muy tarde a nuestra tienda. Si no hubiera sido por mi brazo, ella se habría caído. Había un babuino sentado frente a la tienda de Sahuset. Se estaba comiendo un mono, comía muy rápido, rompía y se tragaba los huesos como un perro. Intenté evitar que Myt-ser'eu lo viera. Escribo junto a nuestro fuego.
Hoy estaba todo listo, pero no zarpamos, en su lugar consultamos bajo la sombra de una vela que los marineros habían desplegado. Qanju no quería a Myt-ser'eu con nosotros, pero yo le he contado parte de lo que dijimos, y parece que Nehtnefret se lo ha contado todo. Neht-nefret estaba allí porque Thotmaktef estaba en el pueblo y Alala no se uniría a nosotros sin que hubiera otra mujer presente. Myt-ser'eu estaba en nuestra tienda. El capitán mandó llamar a Neht-nefret. Alala sonrió y se sentaron la una al lado de la otra.
Agatocles dijo:
—He aquí una oportunidad de que todos nos hagamos ricos y nos ganemos grandes honores. Algunos de vosotros ya sabéis algo. Sahuset lo sabe todo y está totalmente de acuerdo conmigo.
Sahuset asintió.
—A Sahuset lo envió el sátrapa para que representara a las gentes de su nación, la mayoría de vosotros ya lo sabéis. El noble Qanju sabe tanto como Sahuset. Él fue enviado para representar al mismísimo sátrapa, como también sabéis. Desea oír vuestros consejos antes de tomar una decisión, ya que es un hombre de muy buen juicio.
El capitán dijo:
—No tendremos nada que decir hasta que no sepamos de qué estás hablando.
Agatocles asintió:
—Seré uno más de vosotros si me aceptáis, pero el sátrapa no me ha enviado. A mí me envió mi amigo Charthi, un hombre de la sangre más noble de Kemet. Su hijo Kames vino aquí en busca de las minas de los faraones y nunca regresó. Charthi ha prometido recompensarme si lo encuentro. No lo escondo. Sin la promesa de una cuantiosa recompensa yo no habría venido.
Neht-nefret dijo:
—¿Te estás ofreciendo a compartirlo con nosotros? ¿Cuánto?
Agatocles negó con la cabeza:
—No lo hago. Tengo la intención de ganármelo y quedármelo, pero veo una recompensa aún mayor en perspectiva. La mayor parte iría al noble Qanju, sin duda alguna. Pero eso todavía dejaría una gran cantidad para nosotros. Yo reclamaré mi parte, y no envidiaré a los demás que reclamen la suya. Hace mucho tiempo, los faraones tenían minas de oro en el desierto que hay al oeste del Gran Río. Todo el mundo sabe dónde estaban, y muchos de los que han viajado a estas tierras las han visto. Tenían otras minas en el este, minas que estaban más alejadas del río. ¿Quién ha visto estas otras?
Kha dijo:
—Yo he oído hablar de ellas, al menos rumores. Se dice que también están agotadas.
—¿Quién lo ha dicho?
Kha se encogió de hombros.
—Eso es lo que me han dicho.
Sahuset dijo:
—El rey Siaspiqa muestra minas agotadas, minas que están cerca de río, a todo aquel que pregunta acerca de las minas. En Wawat nadie habla de las que hay en el este. Es peligroso hacerlo.
—Yo no le tengo miedo al rey Siaspiqa —susurró Alala—, sino a mi marido. No hablaré de estas cosas sin su permiso.
Se dijeron más cosas, pero nada importante hasta que Thotmaktef regresó y se le explicó el asunto.
—Su marido —dijo él—, obedece al noble Qanju.
Qanju asintió y sonrió a la vez que dijo:
—Pídele a tu mujer que nos cuente —y eso hizo Thotmaktef.
—Hay lugares en los que los guerreros nehasyu no nos dejaban pastorear —dijo Alala en voz baja—. Están en las rocas. Allí hay poca hierba, aunque no empezamos una guerra por ello. Esos mismos guerreros son los que compran nuestro ganado. —Se encogió de hombros.
—¿Son esas las minas? —preguntó Kha.
Alala se volvió a encoger de hombros.
—No sé lo que son, solo sé que hay un templo en uno de esos lugares. Tenemos otros templos, pero no podemos ofrecer nuestros toros en ese en concreto. Por eso, por no poder llevar allí nuestras ofrendas, mi padre se enfadó mucho e instó a los guerreros a luchar.
—¿Y…? —Qanju le sonrió para alentarla.
—Lo mandaron al norte, a Kemet, no fuera que estallara una guerra.
—Merece la pena saber esto —declaró Agatocles.
Qanju asintió.
—¿Sabes dónde están estos lugares, Alala?
Ella le tocó el brazo a su marido quien la alentó a hablar.
—No lo sé —susurró ella. Su voz era poco más audible que una respiración—. Yo nací en Abu, pero los hombres mayores que haya entre los guerreros de mi tribu seguramente lo sabrán. También lo harán nuestros sacerdotes.
Agatocles dijo:
—Cuando subisteis despacio por el canal, yo fui rápidamente a Miam y hablé con los hombres con los que comercio. Me mandaron a ver a otros hombres. —Sacó su mano derecha y se frotó la palma con los dedos de la otra—. Los persuadí para que me dijeran todo lo que sabían, y la verdad es que lo encontré de gran interés. Lo he compartido con el noble Qanju y con el sagrado Sahuset. Y por indicación del noble Qanju estoy aquí dispuesto a compartirlo con vosotros también. No pido juramento alguno, pero creedme cuando os digo que pronto os daréis cuenta de que lo que os digo no debe salir de aquí. —Hizo una pausa y esperó a que alguno de los otros hablara.
Por fin, Sahuset dijo:
—Ni siquiera habría llegado hasta aquí si se hubiera seguido mi consejo.
Qanju negó con la cabeza.
—No voy a justificar tu presencia. Puedes hacerlo tú mismo si así lo deseas. ¿A quién pones objeción?
—¡A todos ellos!
—Entonces te responderé a todas y cada una de tus objeciones —dijo Qanju—. Tenemos mucho tiempo para ello. ¿Crees que Agatocles le ocultará esta información al noble Charthi?
Agatocles dijo:
—No lo haré. Estoy aquí en su nombre.
—Tampoco yo se lo ocultaría al sátrapa —le dijo Qanju—, por la misma razón. Tengo su confianza y no abusaré de ella. Supón que yo actuara de una manera que Muslak encontrara irracional e inexplicable. ¿Escondería él mis actos, si le preguntara el sátrapa?
Muslak negó con la cabeza.
—No lo haría —prosiguió Qanju—, a sabiendas de que el sátrapa lo sabría por otros y lo castigaría, como sería justo. Lucius lidera a nuestros guerreros. Él obedecería mis órdenes sin explicaciones. Lo sé muy bien. Sin embargo, solo puede obedecer con inteligencia cuando entiende qué razones me hacen dar tales órdenes.
Qanju hizo una pausa y nos sonrió.
—Te opones a todos los aquí presentes menos a mí, Sahuset, y al sagán Kha. Él representa al gobernador de Abu, y ha venido con nosotros para ayudarnos, ya que el gobernador obedece al sátrapa. ¿Qué recepción tendríamos a nuestro regreso a Abu si actuáramos sin informarle? ¿Qué informe le enviaría el gobernador al sátrapa?
Sahuset no respondió.
—El sagrado Thotmaktef es como un hijo para mí. Compartimos todos los secretos. Si yo muriera o cayera enfermo, actuaría como un buen hijo y dirigiría la expedición en mi lugar. ¿Debo ocultarle esto cuando no le he ocultado nada? Su esposa es de los medjay y puede sernos de gran utilidad, pero solo si entiende lo que tiene que hacer y por qué tiene que hacerlo. Ella quería que Neht-nefret estuviera presente, ya que las costumbres de su pueblo requieren que una mujer casada que esté sola entre hombres no hable a no ser que su marido esté presente. Sé que Neht-nefret es inteligente y nuestro capitán afirma que es una mujer de gran discreción. ¿A quién querrías que echara, Sahuset?
—Conozco la lengua —dijo Sahuset.
Qanju asintió.
—Es cierto que lo haces, pero, vayamos al grano. ¿Agatocles?
—Mis contactos dicen que el oro viene de una mina que hay en el este. No mucho, dicen, pero algo. También dicen que un joven alto de Kemet está esclavo allí y está siendo forzado a trabajar en la mina. No sabían su nombre. Ninguno de los hombres con los que he hablado ha hablado jamás con él.
Yo dije:
—El hombre que te envió a encontrar a su hijo debió indicarte cómo reconocerlo cuando lo vieras.
—No hacía falta que lo hiciera. Ya lo había visto en varias ocasiones antes de que se marchara.
—¿Lo reconocerías?
Agatocles asintió.
—A no ser que haya cambiado mucho, lo haría. Además, podría preguntarle acerca de la casa de su padre, el nombre de los sirvientes y esas cosas. Conozco a muchos de ellos ya que los envían a comprarme vino. Él creció en esa casa y debe conocerlos a todos. —Separó las manos—. Está claro como el agua, ¿no es así? Su padre lo mandó a buscar las minas y comprobar si quedaba oro que sacar. Llegó hasta Miam y averiguó dónde se encontraban las minas. Después de eso, seguramente debió contratar a alguien que lo guiara hasta allí. Lo cogieron.
Neht-nefret dijo:
—Lo habrían matado, ¿no es así? Yo lo habría hecho.
Qanju negó con la cabeza.
—Eres una joven muy inteligente, pero todavía tienes mucho que aprender. Es el hijo de un extranjero muy influyente. Tal hijo es una espada en la mano de quien lo tenga.
—Exactamente -Agatocles se rió entre dientes—. Si lo matan lo pierden, y si lo llevan a Miam o Mere, le hablaría de las minas a gente que no sabía de ellas. Así que lo mantienen en la mina. Lo dejan hablar. La gente con la que habla allí ya lo sabe, y puede trabajar algo.
—A nosotros nos retendrán allí también —dijo Sahuset—, si vamos como hizo él. Puede que nos arresten y nos lleven allí si llegan a enterarse de que las estamos buscando. Agatocles os dijo que estábamos de acuerdo, esa es una de las cosas en las que lo estamos.
—El sátrapa —dijo Qanju con suavidad—, nos ha enviado para saber del sur. Estas minas nos interesan porque están en el sur y por ello están dentro de nuestra misión.
»Kha, haré que mi escriba redacte una carta para el sátrapa, en la que le contaré lo que hemos averiguado hasta ahora, y quizá alguna que otra indicación de lo que planeo hacer. La firmaré y la sellaré. Mi escriba redactará otra para el gobernador de Abu. Dirá solo que ha de coger la carta de quien se la lleve y hacérsela llegar al sátrapa. ¿La llevarás tú? Puedes hacerlo si lo deseas.
Kha negó con la cabeza.
—Esa no era mi misión. Me quedaré contigo, nobilísimo Qanju, si me lo permites.
—Lo haré, por supuesto. Capitán, ¿enviarás a un hombre de confianza? No tiene que ir más allá de Abu, y podrá reunirse con nosotros una vez le haya entregado mi carta al gobernador.
Muslak asintió.
—Hay una pequeña barca en nuestros pertrechos. ¿Puedo utilizarla?
—Por supuesto.
—Entonces él podrá pasar por el canal mucho más rápido de lo que nosotros lo hicimos, la corriente estará de su parte. Enviaré a Azibaal. Es de plena confianza.
—Bien. Mándamelo está tarde. Para entones ya estarán listas ambas cartas.
Qanju sonrió como había hecho antes.
—Ahora tengo un problema que plantearos. Pediré el consejo de todos, empezaré por los más jóvenes. Uno debe hacerlo así para que los más jóvenes no repitan lo que dicen los mayores.
Se dirigió a Alala.
—Querida mía, tú eres la más joven, o así lo creo. He aquí mi problema. Un joven de Kemet, Kames, se supone que está aquí retenido en esclavitud aunque él no sea un esclavo. Es súbdito del gran rey y porque lo es, es mi deber liberarlo si puedo. Tú eres mi consejera, ¿cómo debo hacerlo?
Alala habló en voz tan baja que tuvimos que inclinarnos hacia ella para poder oírla.
—No lo entiendo. Si las minas tan solo producen escasas cantidades de oro, y la gente estaba muy dispuesta a contárselo a este hombre —indicó a Agatocles—, y ya lo sabían, ¿por qué iba a retener a este Kames el rey Siaspiqa?
Agatocles dijo:
—Por supuesto que eso está muy claro. Obtienen más que esa cantidad de oro, y Kames se enteró.
Qanju dijo:
—Puede que este heleno diga la verdad, querida mía. También puede que el rey esté celoso del oro que obtienen, a pesar de que sea muy escaso. También puede que tenga poco trabajo para sus espías, o cualquier otra razón. No podemos saberlo, y por eso me gustaría hablar con Kames. Además de liberarlo, como ya he dicho. ¿Cómo voy a lograr tal fin? ¿Cómo creéis que puedo hacerlo?
—Con la ayuda de mi pueblo, el Pueblo del León —dijo Alala de inmediato—. Reciben el oro del gran rey por luchar para él y por guardar la tierra del norte. Lo aceptarán de nuevo, derrotarán a los hombres del rey Siaspiqa, y liberarán a este Kames para ti.
—De verdad que merece la pena tenerlo en cuenta —dijo Qanju—, y lo consideraremos.
Se giró hacia Neht-nefret.
—Querida, tú eres la más joven después de la esposa de mi escriba, creo yo. ¿Puedo oír lo que tú piensas?
Neht-nefret se encogió de hombros.
—Si es que así lo deseas. Nunca he sido reacia a los consejos. No creo que sepamos lo suficiente como para elaborar un buen plan. Si yo estuviera en tu lugar, buscaría una joven atractiva y haría que se acercara al hombre que estuviera al cargo de una de esas minas. Ella pronto lograría averiguar miles de las cosas que necesitas saber, si es que es la mujer adecuada para el trabajo. Hasta podría liberar a este Kames ella misma. —Neht-nefret hizo una pausa y se mojó los labios—. Ella esperaría una buena recompensa por su trabajo. Estoy seguro de que lo entiendes.
Qanju asintió con una sonrisa.
—Ella podría decir que acaba de escapar de los medjay, que la habrían secuestrado antes en el norte. Exhausta, saldría cojeando del desierto.
Neht-nefret asintió.
—Me gusta. Es sencillo y puede que funcione.
—Lo tendré en cuenta. Le toca al sagrado Thotmaktef, diría yo.
—Ellos escriben como nosotros —dijo Thotmaktef—, ya que han aprendido tales artes de nosotros. Tendrán un escriba en cada mina para escribir informes y mantener un registro del oro que ganan y el abastecimiento que necesitan para tales propósitos, y cientos de otros. El escriba no debe estar allí todo el tiempo, o al menos yo no lo creo así. Cuando no esté allí, irá al templo de Thoth en la ciudad a la que llegue. Me gustaría hablar con los sacerdotes de todas estas ciudades, según subamos el río. Este Kames es el hijo de un hombre rico. Le habrán enseñado bien en la Casa de la Vida de Wast. No creo que lo pongan a cargar cestas de piedra, a no ser que sean tontos redomados.
Qanju asintió.
—Puede que esté de ayudante de alguno de los escribas, como tu bien dices. Dicho escriba puede que lo conozca aunque no sea su ayudante. Ve a los templos de Thoth, como sugieres, y averigua todo lo que puedas. ¿Lucius?
—Tienes dos problemas —dije yo—. En primer lugar, tienes que averiguar dónde está Kames. En segundo lugar, tienes que liberarlo. No van a venderlo por oro. Si estuvieran dispuestos a hacer eso se lo pedirían a su padre, que lo tiene y lo quiere más que nadie.
Agatocles asintió.
—Eso es obvio.
—Por eso tenemos que llevárnoslo furtivamente o por la fuerza. ¿Los medjay tienen buenos caballos?
Qanju movió la cabeza hacia Alala.
—Sí —dijo ella—. Los mejores. Las gentes del norte los compran para que tiren de sus carros, pero nuestros hombres se sientan en sus lomos. Mi madre también lo ha hecho.
Yo dije:
—¿Te gustaría aprender?
Alala asintió.
—Tengo tres soldados de Parsa. Todos ellos son buenos jinetes, o al menos dicen serlo. Los he oído hablar y hablan mucho acerca de caballos y arcos. Tienes parientes entre los medjay. ¿Sabes cómo se llaman?
Alala volvió a asentir.
—Vas a visitarlos y les vas a presentar a tu marido. El noble Qanju, que trata a tu marido como a su propio hijo, os mandará a él y a ti a ellos, junto con los soldados de Parsa y conmigo para protegeros. Puede que ellos sepan dónde está Kames, y en caso de que no lo sepan, seguro que sí tienen alguna idea de dónde puede estar. Tu marido les llevará oro y buenas palabras. Si muchos aceptan el oro del gran rey para guardar Kemet, no pueden ser hostiles hacia Kemet o hacia el gran rey; ningún hombre pagaría a los que lo odian por protegerlo.
Qanju asintió y sonrió.
—Palabras sabias. ¿Te adentrarías en el desierto del este como has dicho? ¿Tú, Thotmaktef y su esposa, y tres soldados? ¿Solo seis?
Negué con la cabeza.
—Siete. Tendré que hablar a menudo con esta mujer medjay. Myt-ser'eu tendrá que venir con nosotros para que haya una segunda mujer.
Ahora ella quiere hacerme más preguntas. Pronto escribiré aquí otra vez.
Hoy compramos caballos. Los soldados de Parsa nos aconsejaron acerca de sus caballos y los nuestros; ahora están muy contentos. Agatocles y Thotmaktef regatearon y cerraron los tratos para nosotros. Si todo va bien, Thotmaktef venderá estos caballos a nuestro regreso al barco y recuperará la mayor parte del dinero que hemos gastado.
Myt-ser'eu quería que nuestro esclavo viniera con nosotros. Él también. Thotmaktef se opuso, dijo con toda sinceridad que Qanju solo le había dado dinero para siete caballos y no para ocho. Myt-ser'eu quería que yo le comprara un caballo al esclavo, que se llama Uraeus. Yo no lo iba a hacer. Ella dijo:
—Si él tuviera un caballo que no hubiera sido comprado con el oro de Qanju, ¿lo dejarías venir?
No vi razón para no hacerlo. Alguien que nos sirviera nos ahorraría trabajo y tiempo. Más aún, un esclavo a mi servicio mantendría mi posición ante mis hombres, cosa que siempre es importante. Le dije aquello a Thotmaktef, y también le dije que Uraeus le serviría además a él y a su esposa. Lo persuadí.
Sin carros y sin caballos de carga, no podíamos llevar muchas cosas. Armas y algo de ropa. Myt-ser'eu también se lleva todas sus joyas, teme que si las deja en el Gades se las roben. Sin duda tiene razón, aunque Neht-nefret se las puede vigilar. Para mí llevo dos pares de sandalias, una túnica extra, a Falcata, la bolsa de cuero en la que llevo este pergamino y dos mantas. También me he comprado unas botas. No logré encontrar unas del tipo de las que buscaba, las que yo creo que son apropiadas para un jinete. Estas se le parecen mucho, de todas maneras. Me las pondré mañana.
Hemos visto montar a unos medjay, y Alala ha hablado con ellos. Agatocles y Thotmaktef estaban con ella. Los medjay iban descalzos. Llevaban lanzas y cuchillos, y montaban caballos que me daban envidia. Alala dice que no dirían mucho acerca de las minas, pero habían señalado el camino hacia el clan de su padre.