22
Sabio consejo

Siempre merece la pena escuchar un parlamento sabio. Así, antes de que Myt-ser'eu apagara la lámpara, le pregunté si ella creía que Thotmaktef de verdad encontraría una mujer esa misma noche.

Myt-ser'eu se estiró y eructó.

—Me lo he pasado muy bien, bailando y todo, pero ahora desearía no haber bebido tanta cerveza. Si no lo hubiera hecho, podría estar contigo como es debido. ¡Oh! Mi amante y protector. De vez en cuando puedes ser increíblemente estúpido.

Me reí y le dije que me alegraba de haber olvidado las otras veces.

—Bueno, yo no las he olvidado, y desearía poder hacerlo. ¿No te diste cuenta de que se escabulló en cuanto yo saqué mi laúd?

—Claro que me di cuenta. Por eso te lo he preguntado.

—Bueno, se puede salir a buscar una chica a estas horas de la noche, y también uno se puede llevar un golpe en la cabeza por molestar. ¿Me dejo puesto este amuleto?

—Sí —dije yo—, y si te lo quitas, yo te lo pondré una vez te hayas dormido.

Ella bostezó y se estiró.

—De cada luna, veinte días tú te duermes antes que yo. No, queridísimo Latro, el joven sacerdote no es de los que vagan por los callejones por la noche. ¿Te importa si me tumbo?

Yo dije que preferiría que lo hiciera.

—Yo también. —Myt-ser'eu se quitó la peluca, la colgó de uno de los postes de la cama y se estiró en el lecho—. Déjame que te diga todo esto antes de que nos excitemos demasiado. —Volvió a bostezar. Thotmaktef tiene ya a su chica. Cuando nos dejó, fue a verla o a recogerla. O lo uno o lo otro. Nunca habría hablado tal y como lo hizo, delante de Neht-nefret y de mí, a no ser que ya tuviera una. Puede, y digo puede, que le haya preguntado al capitán en privado esta tarde. Pero lo dudo. Él…

—Agatocles y yo estábamos allí también.

—¿Lo estabais? Déjame hablar. Lo que acabas de decir no hace sino reforzar mi argumento. Lo que hizo, y te puedes apostar esa espada que tanto quieres, fue preguntarle a Qanju. En privado, por supuesto. Los dos están siempre susurrando cosas de todas maneras. Entonces, salió y eligió a una chica en el templo de Hathor de aquí. Puede que lo haya preparado todo para encontrarse con ella allí esta noche, o puede que la haya llevado a una habitación en otra posada. Yo me inclino por lo primero, ya que le habría ahorrado pagarle la comida. Después le preguntó al capitán, a sabiendas de que nadie se reiría de él y de que el noble Qanju lo respaldaría.

—Eres muy inteligente —dije yo—. A mí nunca se me habría ocurrido todo eso.

—Por supuesto que no. —Myt-ser'eu eructó—. Lo que dice el noble Qanju es lo que se hace, mi altísimo. Tengo que recordártelo constantemente.

—Definitivamente es así conmigo —dije yo—. Es mi comandante.

—Si le dijera al gobernador de aquí que nos hiciera picadillo para convertirnos en carnaza, nos harían picadillo para convertirnos en carnaza. A ti, a mí, a Neht-nefret, al capitán Muslak, a todos. Él, bueno, es noble y es de Parsa, y goza de la confianza de ese príncipe extranjero. Te has olvidado del príncipe, pero no de mí. Ahora bésame.

Myt-ser'eu todavía dormía cuando regresé a nuestra habitación, así que me di un paseo por la ciudad. Los mozos llevaban todo tipo de mercancías al mercado. Me sorprendió mucho ver cuánta carne se movía.

Lo importante es que fui al templo de Thoth. Me encontré a un sacerdote que me dijo que sus puertas se abrían al amanecer todos los días. Le pedí que me guiara al templo de Hathor. No había ninguno en aquella ciudad. No hay ninguno al sur de Nekhen, según me dijo. Su dios es un hombre con la cabeza de un ibis.

Uraeus me insta a que escriba. Esto es lo que acaba de ocurrir. Myt-ser'eu ha apilado su ropa sucia con la de Neht-nefret y me ha pedido que mi esclavo buscara a una lavandera de confianza, a quien ellas le pagarían una vez estuvieran limpian las ropas. Me había olvidado de que tenía un esclavo. Myt-ser'eu me lo describió, me dijo su nombre y me informó de que probablemente estaría en la bodega.

Bajé por la trampilla. La bodega está oscura, en silencio y hace mucho calor, ya que no hay viento alguno allí; apesta a agua estancada. Llamé a mi esclavo:

—¡Uraeus! ¿Estás aquí, Uraeus?

Respondió al momento, pero yo no podía verlo y caminé hacia la popa para buscarlo. Cuando había llegado todo lo lejos que se podía llegar, me di la vuelta y me lo encontré detrás de mí.

—Eres demasiado silencioso —le dije.

Él me dio la razón.

—Es una mala costumbre que tengo, señor, una vez alguien me pisó. Le pido que no me castigue por ello.

—Si te han pisado, ya es suficiente castigo. Espero no haber sido yo quien lo hiciera. —Le dije lo que querían las mujeres, y le pregunté si ya había estado en la ciudad.

—Sí, señor. Tú te habías marchado, así que fui a la ciudad a cenar.

—Y a beber cerveza. ¿Te he dado suficiente para eso?

—Más que suficiente, señor, pero yo no tomo cerveza. Solo fui a buscar comida.

—¿No bebes?

—Agua, señor. O leche. Me gusta la leche, cuando puedo conseguirla.

Yo dije:

—Quizá puedas encontrar algo de leche cuando encuentres a una mujer que lave la ropa. Vuelve a cubierta, busca a Mytser'eu, y haz lo que te diga.

No pude pasarlo en la bodega; el espacio por entre la carga era muy estrecho. Él subió primero por la escalera y salió a cubierta, donde lo perdí de vista. Empezaba a subir cuando una voz detrás de mí susurró:

—Quédate, Lucius. Tenemos que hablar, tú y yo.

Me di la vuelta de inmediato con la mano en la empuñadura de mi espada. Creía que estaba solo en la bodega.

Hacia la proa, brillaban en la oscuridad dos pequeñas llamas amarillas.

—No vas a necesitar esa hoja bendita. Soy tu amigo Beteshu. Ven a hablar conmigo. Siéntate.

Me adelanté. Las llamas eran sus ojos, pero él seguía siendo invisible en una oscuridad que no se iluminaba con ellas. Le pregunté si lo conocía.

—¡Oh, sí! Nos hemos visto ates y servimos al mismo señor.

—¿El noble Qanju? —Hacía poco que había leído lo que Mytser'eu me había dicho de él.

—No. —No se rió, pero le pude ver los dientes, más blancos que la espuma—. El gran Seth. ¿Conoces ese nombre?

Le dije que no lo conocía.

—¿Set? No. Ya veo que no conoces ese nombre tampoco. ¿Sutekh?

Me parecía raro que pudiera leer la expresión del rostro en aquella profunda oscuridad, pero solo dije:

—No. ¿Quién es?

—El dios del desierto. —Hizo una pausa, y deseé poder ver su rostro igual que él veía el mío—. Aquí tienes algo de auténtica sabiduría para ti. Destácalo en tu pergamino para que lo leas cada vez que mires a ese lugar. El auténtico dios es el dios del desierto. ¿Entiendes eso, Lucius?

—No —dije yo—. Tengo la impresión de que todos los dioses deben ser un dios auténtico. Si no lo son, no son dioses.

—Los dos tenemos razón. Repite lo que te he dicho.

Lo hice.

—No lo recordarás. Aún así, puede que sí recuerdes haberlo oído antes cuando vuelvas a verlo. Estás en la última catarata.

Yo había pensado que aquella era la primera al oír hablar a los marineros.

—Este río nace mucho más al sur. Hay seis cataratas hasta el mar. Esta es la última. Todo es muy seguro más al sur de ella. Hay soldados de Parsa y Kemet para mantener la paz y los medjay siguen funcionando como antiguamente en muchos lugares. Más arriba no es así. Un hombre sabio que se dirija al sur trataría de conocer su futuro.

Yo le pregunté cómo podría saberlo cualquier hombre.

—Si no puede verlo debe buscar a aquellos que sí puedan hacerlo. Set quiere revelarte el tuyo a ti. ¿Querrás oírlo?

—Estaré encantado —dije yo.

—Eso está muy bien. —Me pasó un brazo por los hombros; fue entonces cuando me di cuenta de que era un hombre más alto que yo, a pesar de que yo mismo soy más alto que cualquiera de los marineros del barco.

—¿Pones algún reparo a la compañía de mujeres hermosas? —me preguntó.

Yo dije:

—Ningún hombre pone reparos a eso.

—Te equivocas. Pero tú no lo haces. Yo tampoco. ¡Criatura de Sahth! ¡Ven!

Se levantó la tapa de una caja grande que no estaba muy lejos de la trampilla abierta. La muj er que se unió a nosotros era j oven y hermosa, y llevaba una gargantilla y muchos anillos y pulseras.

—Sabías que te oía, astuto Beteshu.

Creo que el que se hacía llamar Beteshu debía haber sonreído.

—Yo oí tu respiración.

—Yo no respiro —le dijo ella.

—¿Cómo me puedo haber equivocado tanto? ¿Te tomará Lucius por esposa? Ya sabes que lo deseo.

Recordé que Myt-ser'eu me había dicho que ella era mi esposa, y dije que ya tenía una esposa y no podía mantener a tantas mujeres.

—Yo no te pediré ni comida ni cerveza —declaró la mujer—. No puedo realizar trabajos pesados, joya de mi corazón, pero puedo hacer todo lo que hace una esposa, y nunca oirás una palabra de enfado de mi boca. ¿Puedo ir con Latro, Beteshu?

—¿Matarías a tu actual esposo? ¿Si te dijera que sí?

—¿Lo harías tú?

Beteshu no respondió.

—Estás tan por encima de mí como las estrellas, Beteshu. ¡Ten piedad!

—No digas tales cosas. —La voz de Beteshu es tan suave como el viento de la noche, pero esta noche hay un gruñido iracundo en ese viento—. Si matas a tu marido serás destruida. No como una vez te destruyó mi señor. —Se interrumpió y cogió aire—. Como yo destruyo. —Levantó una mano y le sopló, de su palma se levantó un fuego rojo.

Aquel día había visto muchos hombres negros. Hombres negros descargaron un barco al otro lado del muelle. La mayoría son tan oscuros como el alquitrán, pero las palmas de sus manos no lo son. A la luz de aquella llama pude ver la palma de la mano de aquel hombre, y era más negra que el carbón.

La mujer regresó ala caja de la que había salido sin pronunciar ninguna palabra más, sacó los brazos de la caja, cogió la tapa y la cerró sobre su cuerpo.

—Nos han interrumpido. —La voz de Beteshu sonreía otra vez—. ¿Me culpas por tal interrupción?

Negué con la cabeza.

—No culpo a nadie por la interrupción.

—Eso no es del todo justo. Tú mismo eres culpable de ella. Tu presencia le da la vida. Por eso debería estar siempre contigo. ¿Lo sabías?

No lo sabía y así se lo dije.

—Es verdad. Ves dioses y espíritus cuando quiera que están cerca, quieran o no ser vistos. Hubo un momento en el que tuve que saltar de este barco para que no me vieras. No recordarás ese momento. —Su mano se cerró sobre la llama y esta desapareció.

Me reí como el miedo hace que se rían los hombres.

—Tienes poder sobre mí —dijo Beteshu—. Yo tengo poder sobre ti. Podría destruirte si quisiera, pero soy tu amigo. No tienes nada que temer de mí.

—Yo soy un amigo —dije yo—, para todos los que son mis amigos.

—Tengo que hablar de tu esclavo. Es una cobra que quitaron de la corona de uno determinado. No debes matarlo. Él podría matarte si lo intentaras.

Yo dije:

—No lo intentaré. ¿Qué tipo de hombre mata a sus propios esclavos?

—Todo tipo de hombre.

Nos quedamos allí sentados en silencio un tiempo. De vez en cuando llegaban voces débiles a la trampilla. De vez en cuando se oían pisadas en la cubierta sobre nuestras cabezas. Sentí que llevábamos años allí sentados, el uno al lado del otro, y que podríamos continuar así hasta que regresara la Edad de Oro, a pesar de que el barco se pudriera a nuestro alrededor.

—Hay hombres que hacen trabajar a sus esclavos hasta matarlos —me dijo Beteshu—. Otros, borrachos, los golpean. Para matar debes atacar. Un esclavo no tiene esclavos. Señala eso también.

Desapareció; y yo me quedé allí sentado en la hedionda bodega solo, sudando del calor. Le conté a Uraeus lo que se había dicho, y ante su insistencia escribí toda la verdad. Debo creerlo.