La mujer de cera a la que Sahuset ha estado dando forma en la bodega está completa. Thotmaktef y yo nos maravillamos de su habilidad. Tales figuras, nos explicó, son muy útiles para curar; una muj er que duda a la hora de mostrarle al sanador el lugar en el que le duele puede indicárselo sin vergüenza alguna en la figura de cera.
—Sin duda ya has tenido figuras de este tipo en el pasado —observó Thotmaktef—, puesto que hablas con mucha confianza acerca de su utilización.
—Tengo una muy buena en casa —le dijo Sahuset—, y ahora lamento haberla dejado allí. Cuando acepté venir, no tenía en mente tratar a mujeres durante el viaje. Ahora me encuentro con que Myt-ser'eu y Net-nefret me ocupan mucho más que todos estos hombres.
—Se dice que los magos dan vida a figuras de cera y madera. Confieso que nunca lo he visto hacer.
El sanador sonrió.
—Tampoco me lo verás hacer a mí.
—Pero ¿podrías? ¿Si quisieras?
—¿Acaso soy mago, sagrado Thotmaktef?
—Lo eres, o al menos eso me han dicho.
El sanador se encogió de hombros.
—Y tú también lo eres. Eso es lo que dicen los marineros. Estás siempre enfrascado en tus antiguos pergaminos, o eso es lo que me han dicho. No dudo que Qanju y tú sabéis más magia que cualquiera de los que hay en este barco. Cuando la haya terminado, ¿quieres intentar darle vida?
Mientras hablaban, yo miraba a la mujer de cera cuyo brazo el sanador había estado torneando. Parpadeó y me miró, y sonrió, creo, muy levemente. No sé lo que eso puede querer decir.
He pasado la mayor parte del día durmiendo, eso dice la mujer que se ocupa de mí. Se llama Myt-ser'eu, se lo acabo de preguntar. Es joven, poco más que una niña, en realidad. Al principio creía que era una amiga, y después que era mi esclava. Ella dice que no es ninguna esclava, sino mi esposa. No creo que tomara por esposa a una mujer que no fuera de mi propio país. No me acuerdo de mi propio nombre. (Myt-ser'eu dice que se me olvidan las cosas y que esto es de esperar). Aún así, sé que tengo un país de origen. Allí se habla la lengua en la que escribo, y no la lengua en la que ella y yo hablamos.
Vino la esposa del capitán. Se sentó y le preguntó a Mytser'eu si se podía sentar. Myt-ser'eu dijo que prefería quedarse de pie, como lo hizo. La esposa del capitán se presentó con los modales de quien bromea, dijo que se llamaba Sicomoro Alto. Cuando se marchó, le pregunté a Myt-ser'eu lo que significaba su nombre. Ella se rió y me tomó el pelo hasta que recordé que es «gatito». Me he dado cuenta de que no es nada desagradable que Myt-ser'eu se ría de mí. 0 que me tome el pelo.
Vinieron dos hombres de su país. El mayor, un hombre alto y encorvado con un mono amaestrado es Sahuset. El más joven, tan joven como cualquiera de los soldados que Myt-ser'eu dice que son míos, Thotmaktef. Este me dijo que había dormido mucho tiempo y me preguntó si había pasado despierto toda la noche anterior. Yo dije haberlo estado, porque podía recordar el barco que traía el sol. Sahuset dijo que él también había dormido mucho, y que era normal que los que estaban a bordo lo hicieran. Nuestro capitán y su tripulación dirigían el barco, cosa que es bastante sencilla siempre que no sople el viento del norte y no haya trabajo que hacer. Se sentó y sugirió un juego que se juega con los dedos. Yo no sabía cómo se jugaba, así que Myt-ser'eu y él me enseñaron. Myt-ser'eu no se sentó, sino que se apoyó en la cubierta, con los codos. Thotmaktef se aburrió pronto de mirar y se marchó.
Cuando se hubo marchado, Sahuset dijo:
—Estuviste despierto esperando al dios rojo, Latro. El dios rojo ha dicho que desea hablar contigo, y tú lo esperaste. Debes esperarlo de nuevo esta noche.
Le prometí que lo haría, sentía que pasaría mucho tiempo hasta que volviera a tener la necesidad de dormir.
Myt-ser'eu, muy sensata, preguntó cómo iba yo a reconocer al dios rojo cuando lo viera. Sahuset dijo que tomaba diversas formas. Podía aparecer como un jabalí, como un hipopótamo, o como un cocodrilo. Mencionó otros animales que yo había olvidado. Describió la gran estatua del dios rojo que hay en el templo al que una vez estuvo unido, en su ciudad de Miam, un hombre rojo con la cabeza de un perro salvaje.
Se puso en pie, bostezó y se estiró.
—¡Solo respira este aire! ¿No es maravilloso?
Myt-ser'eu hizo una mueca, pero para ser educado yo dije que sí lo era.
—La tierra se está levantando —dijo Sahuset—. Nos acercamos a mi hogar. No podemos estar muy lejos de Abu.
El capitán lo oyó y se unió a nosotros. Dijo:
—Espero llegar a Abu esta noche. Es un lugar extraño y salvaje, por lo que he oído. —Se giró hacia mí con una sonrisa—. Sé que no te acuerdas de mí, Lewqys, pero soy Muslak, el amigo más antiguo que tienes.
Es mayor que yo y nada atractivo; pero cuando lo miré a los ojos, supe que lo que me decía era verdad. Myt-ser'eu y él son mis amigos de verdad. También lo es el soldado alto de Kemet, creo. No creo que el joven escriba sea amigo de ninguno de nosotros, y aunque me gustaría que el alto y delgado sanador, Sahuset, fuera mi amigo, no creo que lo haya conseguido. Sus fríos ojos se posan sobre mí sin alegría y rápidamente se apartan.
—Abu está ahora en la frontera sur de Kemet —le dijo a nuestro capitán—, pero Kemet hace pocos siglos se extendía hasta cien días más de viaje hacia el sur. Muchas de las familias que hay allí descienden de habitantes de Wast, como yo.
Myt-ser'eu preguntó:
—¿Tienes primos en Wast, sanador?
Este negó con la cabeza.
—Ni siquiera tengo familia en Miam, y ciertamente tampoco en Wast.
—A mí me pasa lo mismo. Mi esposo, Latro, es toda la familia que tengo hoy en día, y solo durante el viaje hacia el sur y la vuelta. ¿Qué hay de ti, capitán?
—Una esposa, tres concubinas y diecisiete hijos. —Sonrió—. Diecisiete hijos cuando me marché. Ahora debe haber más.
Myt-ser'eu se rió; tiene una risa muy bonita, y parece que se ríe con frecuencia.
—Seguro que nos puedes ceder unos cuantos parientes. Así todos tendríamos familia.
—Podría darte una concubina —le dijo—, si la tuviera aquí.
Yo dije:
—Pero tienes una esposa aquí. Estuvo hablando con nosotros no hace mucho.
—Está bien. Dos esposas, diecisiete hijos y tres concubinas.
Un hombre fornido de alrededor de la misma edad que el capitán se unió a nosotros. Debía haber estado escuchando aunque yo no me había dado cuenta. Habla la lengua de Kemet peor que yo.
—En tal caso, una concubina debe ser para esta joven de aquí, ¿no es así? Estoy seguro de que le puede encontrar alguna utilidad.
—¡Por supuesto! —Myt-ser'eu se rió otra vez—. La alquilaría y viviría de lo que ganara.
—En mi país, las mujeres se entretienen a menudo con otras mujeres —le dijo el extranjero—, y la isla de Lesbos es famosa por ello. Pero, capitán, quería decirle que este caballero tan instruido tiene razón acerca de las tierras del sur de la segunda catarata. Eran propiedad del faraón. También lo eran las minas, a pesar de que el rey de Nubia lo reclame todo ahora.
—¿Qué tipo de minas? —pregunté.
—Es mejor no hablar de eso —dijo el extranjero.
Sahuset me dijo:
—Oro.
El rostro del extraño se tornó apesadumbrado.
—No sabía que supieras de ello.
—No lo sabía —le dijo Sahuset—, crecí en Wawat. Sé qué tipo de minas hay allí.
Myt-ser 'eu abrió los ojos de par en par.
—¿Es barato allí el oro?
—No —dijo Sahuset—. Las minas están agotadas, y no hay un sitio en todo el ancho mundo donde el oro sea barato.
Pasamos la noche en el barco. Myt-ser'eu y yo desembarcamos con el capitán y su esposa, tomamos una buena cena con ellos y regresamos aquí. Myt-ser'eu se quedó dormida pronto, pero yo me mantuve despierto mientras contemplaba el puerto con sus miles de luces y la ciudad que había detrás. Hay una torre, achaparrada pero fuerte, en una isla del puerto, y una muralla separa el distrito del puerto de la propia ciudad. No la hemos pasado, cuando llegamos las puertas se estaban cerrando para la noche. El ayudante del capitán estaba en el barco conmigo. Se llama Azibaal. También lo estaban Uro de Kemet y Vayu de Parsa, que llama a esta ciudad Yeb. Dice que por la mañana tendré que ver al sagán, con el capitán y con otro hombre que nombró. Yo no sabía quién era ese otro hombre, pero no quise demostrar mi ignorancia.
Mi esclavo estaba con nosotros en el barco. Se llama Uraeus. Es de Kemet, un hombre de mediana edad encorvado y con el cuello muy largo. Ha estado en la bodega, pero subió a saludarnos tan pronto como regresamos. Myt-ser'eu le tiene miedo, como pude ver, aunque no lo confesaría. Con gran humildad pidió permiso para regresar a la bodega y prometió volver al instante si lo llamaba. Yo estuve de acuerdo. Supongo que tendrá una cama allí.
Más tarde, Sahuset, el sanador, subió a bordo. Quería hablar conmigo lejos de los otros, así que mandé a Uro y a Vayu a popa donde charlaron con Azibaal y con el timonel.
—Myt-ser'eu te es infiel —me dijo Sahuset—. ¿Lo sabías?
Negué con la cabeza.
—Se acostó con Agatocles la otra noche.
Le pregunté quién era.
—El hombre de Hellas, el mercader de vino.
—¿El que habla de las minas?
—Sí, él. Tú te habías marchado y ella estaba borracha. Ella se le ofreció, y él la tomó.
Yo dije:
—¿Lucharía conmigo por ella?
Sahuset se rió en voz baja. Su risa no es nada buena para oírla de noche a bordo de un barco oscuro.
—No creo que se atreva a eso, estoy seguro.
Yo me encogí de hombros.
—Entonces ella es mía. Si la toca y lo veo, se habrá metido en problemas.
—Iba a hacerte un amuleto que te garantice su fidelidad.
—Ella ya tiene un amuleto —le dije—. Es la cabeza de un toro. Ella dice que se lo diste tú.
—¿Cómo sabes eso? Tú lo olvidas todo.
Le dije que se lo había visto alrededor del cuello mientras comíamos, y que le había preguntado para qué era.
—Llevaba unos días sin ponérselo. La habría protegido anoche, pero no la habría alejado de Agatocles. No era ese su propósito.
—¿De qué la habría protegido? —le pregunté.
—De mí —anunció la voz de una mujer detrás de mí.
Me di la vuelta para mirarla. Yo no sabía que estaba en el barco con nosotros y comenté que había acudido muy rápido.
—Siempre lo hacemos.
Sahuset se aclaró la garganta.
—Latro, esta es Sabra, mi esposa.
Les dije que Myt-ser'eu decía que era mi esposa, les pregunté si era verdad.
—Solo mientras tú lo digas. —Sabra parecía divertirse. Su voz hace que sea difícil no tocarla.
—Estoy aquí —dijo Sahuset—, con la esperanza de que el dios rojo te visite como dijo. No vino anoche, a pesar de que tú lo esperaste. Espero que sea porque yo no estaba aquí. De ser así, puede que venga esta noche.
Sabra dijo:
—Yo estoy aquí por la misma razón, aunque la mía es menos farragosa. Yo estoy aquí porque lo estás tú, Latro.
—¿Le he dado yo permiso? —Sahuset sonaba enfadado.
Sabra negó con la cabeza.
—Ni siquiera me has dado permiso para abandonar mi… ¿compartimento? ¿Cámara? Llega a hacer mucho calor allí dentro, cámara o no cámara. Encuentro que es mucho más agradable estar aquí arriba. Con Latro.
—Alguien escucha —nos dijo Sahuset.
Mi esclavo, encorvado y más pequeño que la mayoría de los hombres, salió de la más oscura de las sombras. Vi cómo el resplandor de la luna se reflejaba en su cabeza calva.
—No os estaba espiando —le dijo a Sahuset—. Solo aguardaba la llamada de mi señor.
Yo dije:
—Este es Uraeus. Puede que ambos lo conozcáis.
—Me conocen, señor. ¿Qué es lo que deseas?
Sonreí al oír aquello.
—Recordar otros hombres, como hacen otros hombres.
—No puedo curarte, señor. Tampoco puede el que me regaló. Si pudiéramos, lo haríamos en el acto. Sin embargo, yo nunca olvido nada, y seré tu memoria siempre que me lo permitas.
Le prometí que intentaría recordar aquello, y declaré que era bienvenido para recordarme lo que se me olvidara cuando lo considerara apropiado.
—Entonces te recuerdo que esta mujer es la que viste tornear a Sahuset con cera.
Yo no me lo creía, pero Sabra se rió en voz baja y dijo:
—¡Te has enterado tan pronto! ¿De verdad creías que era de carne y hueso, Latro?
Dije que lo había creído y evité añadir que todavía lo hacía.
—Nosotras las figuras profanas podemos cobrar vida gracias a la magia, como me ha ocurrido a mí con frecuencia. ¿Eso no te asombra?
—Por lo menos me sorprende —dije, y añadí que me tenía que haber dado cuenta de que era demasiado hermosa para ser una mujer mortal.
—¡Oh! Soy suficientemente mortal. Ardería como una vela.
—Como harás muy pronto —dijo Sahuset—, si sigues por el camino que has elegido esta noche.
—¿Me opondría, cariño?
Sahuset no respondió.
Sabra me cogió de la mano; la suya estaba suave y pegajosa.
—La mayoría de las veces —susurró ella—, los magos hacen cocodrilos. Yo misma fui un cocodrilo una vez. Los magos tienen muchos enemigos.
Asentí y dije que lo entendía.
—O también hacen serpientes para que hagan lo que ellos ordenen. Aquí hay una serpiente, aunque no es de ese tipo.
Dije que la mataría si me la enseñaba.
—Preferiría que no lo hicieras. Se deshace de las ratas de la bodega, así que es valiosa…
Sahuset la interrumpió.
—Yo no te he dado vida esta noche. ¿Quién lo ha hecho? ¡Dímelo!
—¡Vaya! Este atractivo soldado, por supuesto. ¿Creías que no poseía talento alguno?
—Tiene muchos. —Sahuset dio forma a sus palabras para ocultar su cólera—. Es un gran espadachín.
—Cómo si pudieras juzgarlo. Me despierto siempre que está cerca. Él se ha dado cuenta, aunque ha olvidado mis persistentes miradas. —Me volvió a tocar—. Latro, cariño, dices que Mytser'eu es tu esposa. Es una borracha libertina, debes saberlo. Supón, solo supón, querido Latro, que ella dijera que no quiere tener nada más que ver contigo y quisiera marcharse. ¿Qué harías?
—Decirle adiós —dije yo—, y asegurarme de que no se llevara nada que no fuera suyo cuando se marchara.
—¡Bien dicho! Eres todo un hombre. ¿Puedo hacer otra suposición, querido?
Asentí.
—Si así lo deseas.
—Entonces supón que ella tuviera una determinada caja, una caja que tú le hubieras dado, pero que ambos dijerais que es suya todo el tiempo que ella estuviera contigo. ¿Le permitirías que se la llevara cuando se marchara?
—Por supuesto —dije.
La risa de Sabra era música, suave y dulce.
—Una más. Espero poder hacer otra suposición. ¿Puedo? Myt-ser'eu que ha sido tu esposa desde que te conozco, es una mujer que no tiene familia. Supongamos que deseases tomar una segunda esposa, como sustituta o además de ella. No importa. Supongamos aún más, que esta segunda esposa tampoco tiene familia. ¿La rechazarías por eso?
—No —dije—, no si la amara.
Uraeus preguntó:
—Señor, ¿amas a Myt-ser'eu? —Yo le aseguré que lo hacía.
—Él es tu esclavo —me dijo Sabra—. Yo sería más que una esclava para ti. Yo me adelantaría a tus deseos y correría a complacerlos. Haría todo lo que me pidieras, sin importar lo desagradable que fuera. Podrías mantener a tu primera esposa, y acostarte con ella siempre que el deseo te embargara. Ni la más mínima palabra o mirada mía te lo reprocharía, y si desearas que os abanicara a los dos, o que os prestara cualquier otro servicio, lo haría encantada. Solo pido un pequeño servicio a cambio, algo que podrías hacer esta noche y acabar con ello.
Tenía curiosidad y le pregunté de qué se trataba.
—Corta la cuerda que sujeta su amuleto, y tira el amuleto al río.
Sahuset suspiró.
—¿Tengo que explicarlo?
Le dije que deseaba que alguien lo hiciera.
—Estas imágenes deben ser alimentadas. Uno las alimenta ungiéndolas con la sangre de lo que representan.
—Ella duerme —siseó Sabra—. Juro que no le haré ningún daño…
—¿Latro? —Era Myt-ser'eu con Uraeus a su lado—. ¿Has estado hablando de mí?
Le dije que Sahuset y yo queríamos protegerla, y le habíamos estado diciendo a Sabra que no debía hacerle daño.
Cuando Myt-ser'eu estaba preguntando quién era Sabra, una nueva voz, rica y suave y perteneciente a la noche, la interrumpió.