El gran dios del sur desea hablar conmigo. Me lo dijo el sanador, y puede ser que sea cierto. Estábamos practicando esgrima a la manera de Kemet con palos que el capitán nos encontró. Solo éramos cuatro, así que no podíamos luchar más de dos cada vez.
Aahmes me habló acerca de este ejercicio. Es la manera en la que entrenan a los soldados en Kemet. Se ata un palo al antebrazo izquierdo. Ese es el escudo. El palo que se lleva en la mano derecha es la espada. Está prohibido que sean puntiagudos, sería muy peligroso utilizar palos afilados. Luché con cada uno de ellos por turnos, empecé con los soldados de Kemet. Ellos ya lo habían hecho antes, y a mí me pareció mejor que los tres de Qanju, que eran de Parsa, lo vieran cinco veces antes de luchar ellos mismos. Aahmes quería ser el último en luchar. Yo lo puse el último de los de Kemet, pero no él último de todos como él quería.
A Myt-ser'eu le duele la cabeza. No le da mucha importancia y dice que siempre le duele la cabeza por las mañanas. Hice que Uraeus mezclara vino y agua para ella, y que Neht-nefret la obligara a bebérselo. Dejé también que bebieran los soldados después de luchar.
Cuando se lucha contra un hombre con escudo, se intenta que este lo levante para protegerse y no pueda ver. Eso es mucho más difícil en el juego de los palos, cosa que puede ser buena. No estoy muy seguro de eso.
Los hombres de Kemet lucharon bien, todos ellos, tan pronto como se dieron cuanta de que yo no iba a golpear con suavidad. Uro luchó el primero y casi me gana. Yo creía que sabría menos de lo que sabía en realidad, y me esforzaba por no desalentarlo. Puede que él también intentara no ponerme en ridículo de la misma manera, y así estuvimos jugando durante un rato. Entonces me atacó con ganas y casi me gana. Lo golpeé en la cabeza y lo dejé tumbado en la cubierta.
Myt-ser'eu me animaba.
No estoy seguro de por qué eso hizo que sintiera tanto amor por ella, quizá fuera porque sabía lo enferma que estaba. Me olvido. Eso me han dicho Muslak y ella, y Uraeus me lo ha confirmado. También lo ha hecho este pergamino. Ya no puedo recordar la casa amurallada de Charthi ni sus jardines, he leído acerca de ellos antes de ponerme a escribir; sin embargo, le he preguntado al sanador y me ha dicho que es solo la cabeza la que olvida. La cabeza es el asiento de la razón, el corazón el de los sentimientos, late cuando nos conmovemos. Mi corazón nunca olvidará los ánimos de Myt-ser'eu.
Después de eso luché con los demás de uno en uno. Aahmes fue el mejor, el único mejor que Uro. Es más alto que yo, una gran ventaja en este juego. Por fin, hice que tropezara, lo tumbé y fingí cortarle la cabeza.
Los hombres de Parsa sabían mucho menos. Me miraban a la cara, no miraban mi palo, y este los castigaba por ello. Practicaremos esgrima de nuevo cuando se les hayan curado los moretones.
El sanador nos observaba, al igual que el capitán. Ninguno de los dos se ofreció a participar. Cuando terminamos la práctica y nos limpiamos el sudor, el sanador habló conmigo en privado y me dijo:
—¿Hay alguien a bordo con quien temerías enfrentarte con esos palos?
Yo le dije que por supuesto que no, que podía ser que me ganaran, pero que nadie que tema las derrotas banales podría aprender jamás.
—Imagina que las espadas fueran reales…
Su pregunta me hizo pensar. Por fin dije:
—Con mi esclavo Uraeus.
Se rió.
—No muchos hombres temen a sus esclavos.
—Quizá no los suficientes —me encogí de hombros—. ¿Le he ofrecido liberarlo?
—No lo sé.
—Entonces le diré que es libre hoy —dije.
—En tal caso ya lo habrás hecho —me dijo el sanador—. Estás tan dispuesto a darle la libertad que con toda seguridad ya se la debes haber ofrecido antes.
Le dije que se lo preguntaría, y añadí que había aprendido algo nuevo acerca de mí mismo aquel día.
—No porque yo te lo haya enseñado. —Negó con la cabeza—. Todos los que enseñan son odiados.
—¿Quieres decir que los soldados me odiarán porque les enseñe el uso de la espada?
—No, que ya te odiaban antes. —(Eso no me lo creo)—. Yo mismo no enseño a nadie, sé que eso haría que mis alumnos fueran más fuertes y pudieran destruirme. Te recomiendo que hagas lo mismo.
—Entonces no me enseñas.
Sonrió y negó con la cabeza.
—Mis hombres me seguirán en la batalla —le dije—. Ya lo verás.
—Por supuesto que lo harán. Saben que eres muy buen luchador. Pero cuando no haya ningún peligro, el tuyo vendrá de ellos.
Le di las gracias por la advertencia y le dije que le diría a Uraeus que me lo recordara.
—¿Quién te advertirá acerca de él?
Lo pensé y dije:
—Tú lo harás, o Myt-ser'eu.
El sanador se rió, lo que me recordó de manera desagradable al parloteo de su mascota.
—Ahora me dirás que nosotros te advertiremos el uno contra el otro.
—En caso necesario estoy seguro de que lo haréis. —Me di la vuelta para marcharme.
Él me detuvo.
—Esto no era lo quería decirte. El Rojo quiere hablar contigo. Cuando nos conocimos te prometí que te llevaría a su templo. Hará ya mucho que habrás olvidado nuestra charla, a no ser que la hayas leído en el rollo de pergamino que llevas.
Le confesé que no recordaba nada de aquello, y le pregunté quién era el Rojo.
—Tiene muchos nombres.
El mono del sanador se dejó caer de la j arcia hasta su hombro, pero él no le hizo ningún caso, ni al ruido que hizo tampoco.
—Tú y yo podemos llamarlo Seth. Yo soy uno de sus sacerdotes.
—¿Es un dios?
El sanador asintió.
—El dios del desierto y el dios oscuro, el dios de la noche y la tormenta, el hijo de la bóveda celeste. Esta noche, cuando todos estén dormidos, debes venir aquí, a la proa, para esperar su llegada. Si no aparece antes del amanecer, no vendrá.
Cuando el sanador me dijo aquello ya era de noche. Pronto amarramos en aquella ciudad. Comí con el capitán, que se llama Muslak, y su esposa, Neht-nefret. Myt-ser'eu bebió más cerve za que Muslak, cerveza que yo le compré. Me quedé tumbado junto a ella en el tejado de nuestra posada hasta que se durmió, entonces me escabullí hasta este barco.
El marinero al que Muslak había dejado para que lo vigilara se durmió pronto. Esperé, también adormecido y con demasiada cerveza y demasiados pasteles de cebada en el cuerpo, hasta que un golpecito en mi hombro hizo que me diera la vuelta rápidamente.
Se trataba de una mujer, alta y hermosa. Me sonrió y levantó las manos para demostrar que no llevaba ninguna arma.
—Soy Sabra, y soy tu amiga. ¿Has dejado sola a Myt-ser'eu, Latro?
Asentí.
—Esperemos que no le ocurra nada malo. ¿Puedo preguntarte por qué estás aquí?
Le dije que el sanador me había dicho que esperara allí al Rojo.
Ella puso su mano sobre la mía, su mano estaba fría y dura.
—Si aparece, debes asegurarte de que es el Rojo, Latro.
Me dormí y me desperté, me dormí y me desperté. Caminé por el barco de extremo a extremo varias veces y me volví a dormir.
Por fin un hombre que no conocía se unió a mí. Parecía cansado, y supuse que quería dormir. Hablé con él un rato, ya que yo quería mantenerme despierto y me estaba resultando muy difícil. Le dije que parecía haber pasado una mala noche en la posada.
—¡Oh! Sí que la he tenido. —Se rió, se reía de su propia desgracia, cosa que hizo que me gustara—. Pagué por dormir en el tejado. Una mujer me despertó, debía ser muy tarde, y se ofreció a acostarse conmigo. Una de esas mujeres de la Tierra del Río. —Extendió su mano con la palma hacia arriba—. Ya sabes.
Dije que sí, ya que era claramente lo que él esperaba.
—Le pregunté cuánto me costaría, y me dijo que lo haría por lo que yo estuviera dispuesto a darle. Como un tonto lo acepté. Tenía la cabeza afeitada, así que no era mujer de clase baja. No tenía peluca, lo que me dio que pensar. —Se rió de su propia locura y negó con la cabeza—. Me gusta creer que soy un hombre con conocimientos. Esto debe servirme de lección.
»Le dije que se tumbara y me tumbé junto a ella y le expliqué lo mejor que pude en la lengua bárbara de estas tierras algunas cosas que quería que hiciera. Ella no hablaba nuestra lengua tan bien como tú, pero conocía algunas palabras, las cosas de las que hablan en la Colina de la Torre. Así que nos entendíamos lo suficientemente bien.
»Cuando las cosas empezaban a ponerse interesantes levanté la vista y vi a otra mujer con un cuchillo. No pude verle la cara, pero la luz de la luna brillaba en la hoja del cuchillo y eso era todo lo que necesitaba saber. Grité, la mujer que estaba encima de mí rodó y la otra mujer nos atacó con su arma. A mí no me dio, pero hirió a la mujer que había estado conmigo, le dio en ambas caderas.
Suspiró y se quedó callado, yo le pregunté qué pasó entonces.
—No te vas a creer esto, pero supongo que de todas maneras lo olvidarás, así que no importa. La mujer se limpió el cuchillo en la cara. —Representó el movimiento, mejilla izquierda y mejilla derecha—. ¿Has oído alguna vez de alguien que haga eso?
Le dije que no sabía.
—Bueno, yo no, y todavía no había terminado. Un hombre cogió a aquella mujer y empezó a amenazarla. Tenía voz de serpiente. Yo estaba intentando ponerme en pie y me dio un susto de muerte solo oírlo. Había más todavía. Mucho más que no te creerías.
—Me creo todo lo que he oído —le dije—, y puede que hasta sepa quién era el hombre.
—Está bien. Rugió un león. Sonó como eso. Miré a mi alrededor y había un hombre allí de pie con una máscara, la cabeza de un perro o algo así. El gato estaba con él. Era grande, muy grande, pero no creo que fuera un león. La mujer con la que me había acostado empezó a ponerse histérica; y el hombre que había estado sujetando a la otra, la que tenía el cuchillo, la soltó y se arrodilló. —Suspiró de nuevo.
—¿Qué pasó después de eso? —le pregunté.
Él empezó a hablar, se quedó callado y por fin dijo:
—¿Tienes algo de vino, Latro?
Buscamos los frascos de los que Uraeus había sacado el vino para mezclarlo para Myt-ser'eu, pero los que encontramos estaban vacíos.
—Yo vendo vino —dijo—, y ahora que quiero algo para mí no hay. Supongo que me llevaría una semana regresar caminando hasta mi tienda.
Cuando le pregunté dónde estaba, me dijo que justo a las afueras del mercado. Era tarde cuando llegamos, así que no he estado en ese mercado.
Me preguntó si quería tumbarme a dormir. Le dije que no, que estaba esperando que llegara alguien que me había dicho que vendría a verme. Él me dijo que él tampoco quería dormir, que todavía le daba miedo estar solo. La mujer del cuchillo había saltado del tejado, aunque era una cuarta planta. Así que nos quedamos allí hablando, a pesar de que tenía la sensación de que el dios del sanador no vendría a no ser que estuviera solo. Aquel hombre se llamaba Agatocles, y era de Hellas. Es mayor que Muslak, buscaba maneras de halagarme y tenía una voz suave. Creo que haré bien en no confiar en él.
El dios del sanador no acudió, pero el propio sanador sí lo hizo, su rostro era la viva imagen de la más pura pena. Fue a la bodega como si fuera allí a dormir, pero pronto salió de allí con una caja tan grande como él. Al ver que tenía intención de sacarla del barco le dije que no podía hacerlo. Él me dijo que era de su propiedad y así estaba marcada. Me enseñó la escritura, pero ninguno de nosotros pudo leerlo. Agatocles sabiamente dijo que si era suya debía saber lo que contenía. Él dijo que estaba vacía, y la abrió para enseñárnoslo. Nos dijo que algo que era de su propiedad había sido llevado a tierra, y que tenía la intención de meterlo en la caja para poder llevarlo todo de vuelta al barco. Le permitimos bajar la caja.
Pronto regresó con una lámpara, con la que les iluminaba el camino a otros dos hombres de Kemet, campesinos, según me dijo Agatocles, porque no tenían las cabezas afeitadas. Fui a la bodega y recibí la caja cuando la pasaron por la trampilla, a pesar de que podían, quizá, no haber robado nada. Su peso hizo que sintiera curiosidad acerca de su contenido, y aunque los demás dicen que me olvido rápidamente de las cosas, recordaba claramente que el sanador le había quitado la tapa con facilidad. Hice lo mismo, y vi una figura de cera llena de golpes. Le habían roto ambas manos y la cara estaba aplastada. Entonces tuve ganas de preguntarle al sanador quién había hecho tal cosa y por qué; pero no lo hice, solo volví a poner la tapa y le pregunté dónde quería que la pusiera. Me dijo que la pusiera donde estaba antes y puso su lámpara sobre la tapa. Le advertí del riesgo del fuego, y subí de nuevo a cubierta.
Ahora debo exponer algo muy extraño. Esta es la verdad, sea lo que sea lo que piense cuando lea este pergamino en el futuro. La tapa de la caja del sanador tiene dos asas, no en la parte de fuera donde todo el mundo esperaría encontrarlas, sino en la de dentro. Las manos de cera estaban sujetas a las asas.
El sol ha salido, y he escrito todo lo que sé, solo la verdad. Intentaré dormir. He estado despierto toda la noche.