La mascota del sanador nos despidió cuando Thotmaktef, Uraeus y yo fuimos al mercado a comprar el vino para Myt-ser'eu. Utilizó las dos patas delanteras, y me pareció que era un mal augurio. Si un hombre tuviera esos ojos, a primera vista pensaría que se trataba de un hombre malo.
Qanju nos dijo que compráramos buen vino, y que le lleváramos a Myt-ser'eu solo el agua más pura. Eso era a causa de la herida que había sufrido mientras dormía en una posada. Ahora no puedo recordar nada acerca de la posada o de la pantera, pero le había hablado de ambas a Qanju. He leído este pergamino y todo lo que dije también está aquí escrito.
Cuando hubimos abandonado nuestro barco, y también el muelle y sus almacenes, Thotmaktef me aseguró que Muslak no zarparía sin mí, y que en cualquier caso, Qanju no le permitiría zarpar sin nosotros.
Después de eso, lo primero que hicimos cuando estuvimos en tierra fue comprar un nuevo pañuelo de cabeza para mí. Llevo la cabeza afeitada, supongo que para evitar los bichos, y Thotmaktef dijo que la gente supondría que soy otro sacerdote si no me la cubría. Mi cabeza es grande, pero un vendedor de tales pañuelos hizo que su mujer me hiciera uno a medida. Fue muy rápida y la tela es de algodón fuerte con rayas azules. Evita que me dé el sol en la cabeza y también me protege los hombros. Me gusta mucho y pagué por un segundo pañuelo para Uraeus, cuya cabeza calva podría ser fácilmente confundida con una afeitada.
Thotmaktef y yo hablamos de nuestra misión, él señaló que íbamos a necesitar más agua que vino. Un solo tarro de vino sería suficiente, pero debíamos llevar cinco de agua. Alquilamos un burro con alforjas y compramos cinco tarros grandes de agua baratos y sin dificultad. La mujer que nos los vendió nos dijo que había una tienda extranjera a menos de cien pasos de su puesto que vendía el mejor vino de todo Kemet, cosechas buenas de Hellas.
Fuimos allí y nos presentamos al mercader, cuyo nombre es Agatocles.
—Hablamos ayer —me dijo—. Ibas con una hermosa joven, ¿recuerdas? Te conté por que llamamos Tebas de las Mil Puertas a esta polis. Tú me dijiste que acababas de llegar a Wast y que viajabas hacia el sur.
No lo recuerdo, pero sí me acordé de haber leído el encuentro en mi pergamino y dije que sí lo recordaba.
—También te he visto antes de eso. —Tamborileó con los dedos sobre su pecho, cosa que parece ser una costumbre que tiene cuando está perplejo—. Fue por eso que me acerqué a ti y te hablé. Me gustaría poder recordar dónde.
—A mí también —dije yo—. Me llamo Latro. ¿Eso ayuda?
Sus ojos se abrieron más al oír mi nombre; pero dijo:
—No… No, no ayuda. Había un Latro en los juegos un año. Eso he oído. Yo no estaba allí, aunque me hubiera gustado ir. Ganó en pankration, dicen. Era un luchador aterrador.
—Latro está al cargo de nuestras tropas —explicó Thotmaktef—. Sé que es muy buen luchador, pero desde luego que no es un matón.
—¿Tropas?
—Se pensaba que se necesitaban algunos hombres para luchar en Wawat.
—Yo diría que por lo menos tenéis uno bueno. —Agatocles volvió a tamborilear sobre su pecho—. En mi tierra… casi juraría… Este Latro, el competidor de pankration, era un hombre liberado de Pausania. ¿No es este el mismo hombre?
Thotmaktef negó con la cabeza.
—Latro es un soldado de Sidón. Seguramente tú sepas mucho más que yo acerca de los puertos carmesí, pero tal y como yo lo entiendo, es una ciudad vasalla del gran rey. (Todo aquello era nuevo para mí, pero no tengo duda alguna de que se trataba de la verdad. Le he preguntado a Thotmaktef dónde había aprendido tanto acerca de mí y me dijo que se lo había dicho Muslak).
—¿Ese no eres tú? —me preguntó Agatocles.
Le dije que no lo era, a no ser que el Pausanias que había mencionado reinara sobre Sidón.
—Es el príncipe de Esparta -Agatocles me miró con extrañeza—. Muy famoso.
Me encogí de hombros y mi esclavo Uraeus se adelantó a explicar que habíamos ido allí a comprar vino, y que tenía que ser el mejor. Todo aquello lo dijo en la lengua que utilizan la mayoría de los hombres allí.
—Eso es correcto —le dijo Thotmaktef a Agatocles— y no comparemos ningún tarro que no hayamos probado.
—Yo tampoco os vendería un tarro así —declaró Agatocles—, pero he de ver vuestro dinero antes de que probéis mi vino.
Le enseñé algo de la plata y del oro que llevaba en mi bolsa. Sonrió y cogió un tarro para nosotros, estaba hermosamente pintado.
—Este es el mejor que traje de mi último viaje. Cosechado en las mismísimas tierras de Cimón, en las colinas que miran al sur. No tenéis por qué creer eso, pero es la pura verdad y vuestro paladar así lo confirmará. ¿Queréis probarlo?
Dijimos que lo haríamos y él sacó unas tazas pequeñas. Era cierto que era excelente, cálido y fragante, seco sin ser amargo. Le preguntamos el precio, que parecía alto, pero no desorbitado. Thotmaktef le ofreció pagar aquel y uno poco más por otros dos tarros, y al final se cerró el regateo. Yo pagué.
—También necesitamos agua —explicó Thotmaktef—. No agua corriente, el agua más pura que se pueda obtener.
—Conozco el mejor pozo de Kemet —nos aseguró Agatocles. Dejó a su empleado a cargo de la tienda y nos llevó allí él mismo, nos dijo que con toda sinceridad era imposible que encontráramos la casa de Charthi sin un guía.
Era una casa con muchas alas y patios a cierta distancia de la ciudad, con tierras amuralladas que eran tres veces más grandes que la mayoría de las granjas. Después de media docena de discusiones y explicaciones repetidas, el portero fue dentro a hablar con algún sirviente superior, y nos dejó a los cuatro (y al chico del burro) a vérnoslas con los mendigos que merodeaban por la puerta y con dos perros cuyas cadenas les permitían atacar a cualquiera que se acercara a ellas.
Admitidos por fin, Agatocles, Thotmaktef y yo nos encontramos con Charthi que se estaba relajando a la sombra, a la vez que observaba cómo jugaban sus hijos entre las fuentes, flores y vides. Agatocles le explicó que éramos extranjeros y que nos dirigíamos en barco hacia el sur, a la vez que cruzaban una mirada significativa.
—Sois bien recibidos en mi casa —nos dijo Charthi—, y podéis tomar cuanta agua puedan cargar doce burros. Tengo el mejor pozo que se pueda encontrar, tal y como os dijo mi amigo Agatocles. Sin embargo, no podría perdonarme jamás si no os mostrara hospitalidad. Ya habéis navegado mucho y caminado mucho, y el día es caluroso. ¿No querríais probar mis dátiles y mis higos, con algo mejor que agua en vuestras copas?
Le dimos las gracias, y nos guió hasta una mesa grande en otro lugar de su jardín.
—Vuestro viaje es a Wawat, me ha dicho mi amigo —dijo cuando se había servido ya todo—. Si vuestro recado es confidencial, no me ofenderé. Sin embargo, si no lo es, quizá pueda ayudaros. ¿Se trata de algo de lo que podamos hablar?
—No es confidencial —le dijo Thotmaktef—, aunque cumplimos órdenes del sátrapa. Él manda a mi señor, con un barco y nueve soldados a informar acerca del sur.
—Conozco al honorable príncipe —dijo Charthi—, y él debe conocer muy bien nuestra ciudad. Ha estado aquí en numerosas ocasiones.
—Debemos ir mucho más al sur —explicó Thotmaktef—. Mucho más que tu ciudad e incluso más que Wawat.
—¡Ah! ¿A Yam?
—Y más allá —dijo Thotmaktef.
—Sí que sois unos hombres aventureros, y comprendo perfectamente por qué mi amigo Agatocles os trajo hasta mí. —Ahora no había ninguna sonrisa, y por un momento pensé que Charthi se iba a poner a llorar—. Mi hijo mayor, mi propio querido Kames, ha desaparecido en aquellas tierras. ¿Qué sabéis de las minas de oro?
Thotmaktef abrió los ojos de par en par al oír aquello.
—Nada —dijo—. O más bien muy poco. Sé que los faraones antiguos tenían minas como esas. Se dice que están agotadas.
—Y lo están —susurró Charthi—. Está claro que eso es lo que dicen los hombres. Pero ¿de verdad lo están? ¿Quién las ha visto?
—Yo no —dijo Agatocles.
—Ni yo. Los helenos, los hombres del país de vuestro amigo, han adelantado el arte de la minería mucho más allá de lo que sabían nuestros antepasados. Agatocles, ¿tienes plata?
—Yo no, pero mi ciudad sí. Atenas posee ricas minas de plata. No hay tierra en el mundo que no conozca el valor de un búho de plata.
Charthi se dirigió a mí.
—Tú mismo eres heleno, ¿no es así, Latro?
Yo me encogí de hombros; sin embargo, cuando Agatocles se dirigió a mí en lengua helena, yo le contesté y encontré que la conocía mejor que la de Kemet.
—A mi juicio no lo es —le dijo Agatocles a Charthi—. Está claro que no es ningún hacedor de cuerdas, porque no tiene la ancha alfa del País Silencioso. Habla más o menos como un hombre de mi ciudad, pero no creo que naciera allí.
—Nosotros tampoco —dijo Thotmaktef—. Es un mercenario del servicio sidonio, como te dije. El rey de Sidón sirve al gran rey, aunque ningún heleno serviría a Sidón.
Agatocles sonrió y se recostó en su asiento.
—No estés tan seguro de eso, sagrado Thotmaktef. El gran rey conquistará Hellas igual que ha conquistado Kemet. Si un imperio poderoso no puede enfrentarse a él y salir victorioso, ¿crees que nuestras ciudades que no dejan de luchar entre ellas sí lo harían?
—No —le dijo Thotmaktef—, pero vosotros los helenos si lo creéis.
Agatocles negó con la cabeza.
—No todos nosotros somos tan tontos. ¿Por qué no rendirnos pacíficamente, quiero decir, como ya han hecho muchos lugares? ¿Alguno de vosotros me consideraría un traidor por decir esto? ¿Por intentar salvar las vidas de miles de mis conciudadanos?
—Yo no lo haría —le dijo Thotmaktef.
—Yo tampoco —dijo Charthi—, pero quiero hacerte una pregunta sencilla para la que requiero una respuesta sencilla si quieres ser bienvenido, como lo eres con frecuencia, en mi casa. Si se volvieran a encontrar las minas, y se demostrara que todavía son ricas, ¿harías todo cuanto estuviera en tu mano para que se informara al sátrapa de ello?
—Lo haría, por supuesto que sí —respondió Agatocles—. Pero le estás preguntando a la persona menos indicada. Pregúntales a estos tres.
—No necesito hacerlo. —Charthi se quitó el pañuelo de la cabeza y se lo tiró al sirviente que se lanzó hacia delante para recibirlo y darle uno limpio—. Descubro mi cabeza ante vosotros y ante el justo Dios. Revelo todo.
Thotmaktef murmuró:
—Nos honras —y Agatocles y yo asentimos.
—Tengo un mapa. ¿Sabéis todos lo que es eso?
Thotmaktef lo sabía, pero Agatocles no. Yo no conocía la palabra y me quedé en silencio.
—Es un dibujo del suelo que lo representa como lo haría un buitre desde las alturas —explicó Charthi, y se marchó a buscarlo.
Cuando se hubo ido, yo dije que me sorprendía que no hubiera enviado a su sirviente en su busca.
—Está escondido, de eso puedes estar seguro. —Agatocles se dirigió a mí en lengua helena. Desde que se había dado cuenta de que la entendía, lo hacía con frecuencia. Thotmaktef escuchaba y parecía muy desconcertado, pero yo creo que entiende más de lo que Agatocles cree.
Cuando Charthi regresó, ordenó a sus sirvientes que se retiraran y desenrolló el mapa.
—Aquí podéis ver la línea del río —dijo—, que va hacia el sur. Este pequeño cuadrado señala la ciudad de Nehken, y este otro la ciudad sureña de Abu, donde termina Kemet.
Agatocles preguntó por la ubicación de Wast, y Charthi le explicó que se encontraba por encima del borde superior del mapa.
—Las minas están aquí —dijo, y dibujó un círculo en el mapa con su dedo índice.
—Yo olvido —dije—. Es un defecto que tengo. Lo lamento, pero no puedo corregirlo. Aún así, supongo que habrá reinos más pequeños que el círculo que nos has enseñado.
—Mucho más pequeños —dijo Agatocles—. ¿Cuánto tiempo me llevaría llegar hasta allí con un carro y un par de buenos caballos?
—Tres o cuatro días, a mi juicio —dijo Charthi—. Eso para ir hasta allí, siempre y cuando puedas encontrar agua para los caballos. Por supuesto que para explorar la zona exhaustivamente necesitarás más tiempo. Puede que un año o más.
—¿Es tierra roja? —preguntó Thotmaktef.
Charthi se encogió de hombros.
—No lo sé. Nunca he estado allí. Puede que parte o toda ella lo sea. Posiblemente parte sean tierras de pastoreo. He hablado con algunos medjay y me dijeron que había mucha hierba.
—¿Sabían ellos dónde estaban las minas?
Charthi volvió a encogerse de hombros.
—Me dijeron que no. Si quieres mi opinión más sincera, el rey de los nehasyu y sus ministros conocen algunas y están intentando trabajarlas. Dudo mucho que sepan dónde están todas.
Thotmaktef dijo:
—Latro y yo te damos las gracias por tu hospitalidad y tu información. Si nos permites llenar nuestros frascos con tu excelente agua no tendremos que importunarte más.
Charthi suspiró.
—Sin embargo, no buscaréis las minas. No os culpo.
—No lo haremos. No tenemos un año para emplearlo en ello, noble Charthi, ni tiempo que se le pueda comparar. Si nos encontramos con tu noble hijo, le ayudaremos en lo que podamos de acuerdo con nuestra misión. Pero no puedo prometerte que vayamos a buscarlo ni a él ni a las minas.
—No os otorgo ninguna culpa —dijo Charthi—. ¿Puedo pediros tan solo un favor a cambio del agua? Es un pequeño favor que os será fácil hacerme.
—En tal caso estaremos encantados de hacértelo —dijo Thotmaktef.
—Entonces reuníos conmigo cuando hayáis llenado vuestros frascos.
Por supuesto que lo hicimos. Ahora Agatocles está a bordo con el segundo mapa, el que dicen que muestra la ubicación exacta de más de una docena de minas. Thotmaktef y él están hablando con Qanju. Vendrá con nosotros como Charthi quería, estoy seguro.
Mezclé vino y agua para Myt-ser'eu como me había indicado Qanju. Eran un agua y un vino excelentes y ella bebió mucho de la mezcla, se puso muy contenta, empezó a cantar y bailar su propia canción. Ahora duerme. Yo la muevo para que esté siempre a la sombra.
El mono vino mientras yo mezclaba el vino y el agua para Mytser'eu. En aquel preciso momento estaba sobre mi hombro y parloteaba mientras me observaba escribir. Cuando enrollé mi pergamino me susurró:
—¿Así que no has visto al señor? —Entonces lo perseguí y le habría tirado piedras si hubiera podido. No es ningún animal inocente. Le tengo miedo.